La larga y oscura noche de Fortunato
por Lewis Shiner
Lo único en lo que podía pensar era en lo hermosa que era cuando estaba viva.
—Tengo que pedirle que identifique los restos —dijo el asistente del forense.
—Es ella —dijo Fortunato.
—¿Nombre?
—Erika Naylor. Erika con K.
—¿Dirección?
—Dieciséis de Park Avenue.
El hombre silbó.
—Clase alta. ¿Pariente más cercano?
—No lo sé. Era de Minneapolis.
—Ya. Todas vienen de ahí. Parece que allí tengan una academia para putas o algo.
Fortunato apartó la vista de la larga y horrible herida de la garganta de la chica y miró al asistente del forense a los ojos.
—No era una puta —dijo.
—Claro —dijo el asistente, pero retrocedió un paso y miró a su portapapeles—. Pondré que era modelo.
Geisha, pensó Fortunato. Había sido una de sus geishas. Brillante, divertida, hermosa, chef, masajista y psicóloga sin licencia, imaginativa y sensual en la cama.
Era la tercera de sus chicas que acababa hecha pedazos aquel año.
Salió a la calle consciente de su mal aspecto. Medía metro noventa y cinco, estaba delgado por la metedrina y cuando se estiraba el pecho parecía desaparecerle en la columna. Lenore le había estado esperando arropada en su chaqueta de falso pelo negro, aunque el sol por fin había salido. Cuando le vio lo metió en un taxi y le dio al conductor su dirección en la 19 Oeste.
Fortunato observó detenidamente por la ventana a las chicas de pelo largo vestidas con vaqueros bordados, los pósteres iluminados con luz negra en los escaparates de las tiendas y los brillantes garabatos de tiza sobre las aceras. Era casi Pascua, dos inviernos después del Verano del Amor, pero la idea de la primavera le dejaba tan frío como el suelo de baldosas de la morgue.
Lenore le tomó la mano y se la apretó y Fortunato se reclinó en el asiento y cerró los ojos.
Era nueva. Una de sus chicas la había rescatado de un chulo de Brooklyn llamado Ballpeen Willie y Fortunato había pagado cinco mil dólares por su «contrato». En las calles era bien sabido que, si Willie se hubiera negado, Fortunato habría gastado los cinco mil en darle una paliza, siendo ése el valor actual en el mercado de una vida humana.
Willie trabajaba para la familia Gambione y Fortunato había chocado con ellos en más de una ocasión. Ser negro —medio negro, en cualquier caso— e independiente le había dado un papel importante en las fantasías paranoides de Don Carlo. Lo único que Don Carlo odiaba más eran los jokers.
Fortunato no habría dudado en atribuir los asesinatos al viejo excepto por una cosa: codiciaba la operación de Fortunato demasiado como para meterse con las propias chicas.
Lenore provenía de un pueblucho de las montañas de Virginia donde los ancianos aún hablaban como en la época isabelina. Willie la había hecho trabajar durante poco menos de un mes, no lo suficiente como para limar las aristas de su belleza. Tenía una larga cabellera roja que le llegaba a la cintura, ojos de color verde neón y una boca pequeña, casi delicada. Nunca vestía nada que no fuera negro y creía que era una bruja.
Cuando Fortunato le hizo la prueba le conmovió su abandono, su completa absorción en la carnalidad, y mucho más en contraste con su aspecto frío y sofisticado. La había aceptado para instruirla y estaba en ello desde hacía tres semanas, haciendo sólo algún trabajo ocasional, pasando de prostituta dotada a aprendiz de geisha, lo que llevaría al menos dos años.
Le condujo a su apartamento y se paró con la llave en la cerradura.
—Ejem, espero que no te resulte demasiado raro.
Se quedó de pie en el umbral mientras ella avanzaba por la habitación encendiendo velas. Las ventanas estaban completamente tapadas con telas y no se veía ningún aparato, salvo un teléfono: no había televisor, ni relojes, ni siquiera una tostadora. En el mismo centro de la habitación había pintado una enorme estrella de cinco puntas rodeada por un círculo, en el suelo de madera mismo. Bajo los sensuales aromas del incienso y el almizcle se percibía el punzante olor de un laboratorio químico.
Pasó el pestillo de la puerta principal y la siguió al dormitorio. El apartamento estaba cargado de sexualidad. Apenas podía mover los pies por culpa de la pesada alfombra de color vino; la cama tenía un dosel de cortinas de terciopelo rojo y estaba tan alta que unas escaleras conducían hasta ella.
Encontró un porro en la mesita de noche, lo encendió y se lo pasó a Fortunato.
—Vuelvo en un momento —dijo.
Se sacó la ropa y se tumbó con las manos detrás de la cabeza y el porro colgando de sus labios. Inspiró una bocanada de humo y estiró los dedos de los pies, observándolos. El techo era azul oscuro, con constelaciones aplicadas en verde-amarillo fosforescente. Signos del zodíaco, hasta donde podía decir. La magia, la astrología y los gurús eran muy populares en aquel momento. La gente que iba a las fiestas de moda del Village siempre se preguntaba de qué signo eran y hablaba del karma. Él por su parte pensaba que la Era de Acuario era sólo una ilusión. Nixon estaba en la Casa Blanca, a los chicos les estaban llenando el culo de balas en el sudeste de Asia y aún oía la palabra «negrata» todos los días. Pero tenía clientes a quienes les encantaría este sitio.
Si es que el psicópata del cuchillo no lo retiraba del negocio.
Lenore se arrodilló desnuda junto a él en la cama.
—Tienes una piel tan bonita. —Le pasó las puntas de los dedos por el pecho y se le puso la piel de gallina—. Nunca antes había visto un color como éste.
Al ver que no respondía dijo:
—Me han contado que tu madre es japonesa.
—Y mi padre era un chulo de Harlem.
—Todo esto te está jodiendo de veras, ¿no?
—Quería a esas chicas. Os quiero a todas. Sois más importantes para mí que el dinero o la familia… o cualquier otra cosa.
—¿Y?
No creía que tuviera nada más que decir hasta que las palabras empezaron a surgir.
—Me siento tan… tan indefenso, joder. Un retorcido hijo de puta está matando a mis chicas y no hay nada que pueda hacer al respecto.
—Quizá sí —dijo—. Quizá no. —Sus dedos se enredaron en su vello púbico—. El sexo es poder, Fortunato. Es lo más poderoso del universo. Nunca lo olvides.
Se puso el pene en la boca, lamiéndolo suavemente como si fuera un caramelo. Se empalmó al instante y Fortunato sintió que el sudor afloraba en su frente. Apagó el porro con las puntas húmedas de los dedos y lo tiró por el borde de la cama. Los talones le resbalaron en la gélida tersura de las sábanas y la nariz se llenó del perfume de Lenore. Pensó en Erika, muerta, y eso le dio ganas de follarse a Lenore, mucho, muy fuerte.
—No —dijo ella, apartándole la mano de su pecho—. Me sacaste de las calles, me enseñas todo lo que sabes. Ahora me toca a mí.
Lo empujó y lo tendió de espaldas con los brazos por encima de la cabeza y le pasó las uñas pintadas de negro por la delicada piel de encima de las costillas. Después empezó a moverse por su cuerpo, rozándole con los labios, los pechos y la punta de los cabellos hasta que la piel del hombre estaba tan caliente como para brillar en la oscuridad. Entonces, finalmente se sentó a horcajadas sobre él y dejó que la penetrara.
Estar dentro de ella le dio un subidón, como el de un yonqui. Empujó con las caderas y ella se inclinó, con todo el peso apoyado en sus brazos y el cabello cayendo en cascada alrededor de su cabeza. Luego, alzó los ojos con lentitud y le miró fijamente.
—Soy Shakti —dijo—. Soy la diosa. Soy el poder.
Sonrió mientras lo decía y en vez de parecer una locura sencillamente hizo que la deseara aún más. Entonces su voz se rompió en jadeos cortos, entrecortados al correrse, estremeciéndose, echando la cabeza atrás y meciéndose con intensidad contra él. Fortunato intentó darle la vuelta y acabar pero era más fuerte de lo que habría creído posible y hundió los dedos en su hombro hasta que se relajó y le acarició de nuevo con dolorosa lentitud.
Se corrió dos veces más antes de que todo se volviera rojo y supo que no podría aguantar más. Pero ella también lo sintió y antes de que él supiera qué ocurría se retiró, bajó por sus piernas y apretó fuerte con un dedo en la base del pene. Era demasiado tarde para parar y experimentó un orgasmo tan fuerte que sus nalgas se separaron por completo de la cama. Ella le empujó el pecho hacia abajo con la mano izquierda y le sujetó con la derecha, cortando el flujo de esperma antes de que pudiera eyacular y forzándolo a volver al interior.
Me ha matado, pensó al sentir aquel fuego líquido rugiendo de vuelta a sus testículos, quemando por todo el trayecto hasta la médula espinal y encendiéndola como una mecha.
—Kundalini —susurró con el rostro empapado en sudor y con expresión concentrada—. Siente el poder.
La chispa se propagó por la médula y le estalló en el cerebro.
Al fin volvió a abrir los ojos. El tiempo se había desencajado de los engranajes del proyector y lo veía todo en cuadros individuales, sueltos. Lenore le rodeaba con ambos brazos. Las lágrimas caían de sus ojos y se deslizaban por el torso.
—Estaba flotando —dijo cuando finalmente se le ocurrió usar la voz—, arriba, en el techo.
—Pensé que estabas muerto —dijo Lenore.
—Podía vernos a los dos. Todo parecía como estar hecho de luz. La habitación era blanca, como si siempre hubiera sido así. Había arrugas y ondas por todas partes. —Tenía un poco la sensación de haberse pasado con la cocaína, un poco como si hubiera metido los dedos en un enchufe—. ¿Qué me has hecho?
—Yoga tántrico. Se supone…, no sé. Darte un subidón. No había oído que a nadie le diera tan fuerte. —Giró la cara hacia él—. ¿De veras saliste? ¿De tu cuerpo?
—Supongo. —Podía oler el champú a la menta que usaba para el cabello. Tomó su cara entre las manos y la besó. Su boca era suave y húmeda y su lengua jugueteó con sus dientes. Todavía estaba duro como el diamante y empezó a temblar, deseándola.
Rodó hacia ella y ella le guió a su interior, donde podía sentirla ardiendo por él.
—Fortunato —le susurró, con los labios tan cerca que al moverlos rozaron los suyos—, si acabas, lo perderás. Estarás tan débil que no podrás moverte.
—Preciosa, me importa una mierda. Nunca he deseado tanto a nadie. —Se apoyó sobre los antebrazos para poder verla, agitando frenéticamente las caderas. Todos los nervios de su cuerpo estaban vivos y podía sentir el poder surgiendo a través de ellos y después retrocediendo lentamente, concentrándose en algún lugar en el centro del cuerpo, listo para salir rugiendo de su interior para dejarle vacío, dejarle débil, indefenso, seco…
Se apartó de ella, rodó hasta la punta de la cama y se dobló agarrándose las rodillas.
—¡Dios! —gritó—. ¿Qué coño me está pasando?
Quería quedarse con él, pero la envió a su clase de geisha de todos modos. Estaría aquí cuando volviera a casa, le prometió.
Sin ella el apartamento resultaba inmenso y vacío y de repente tuvo la escalofriante visión de Lenore sola en la calle, con el asesino de Erika aún suelto.
No, se dijo a sí mismo. No volvería a ocurrir, no tan pronto.
Encontró una llamativa túnica oriental en el armario y se la puso y entonces empezó a dar vueltas por el apartamento, midiendo con sus pasos el inaudible rumor de su sistema nervioso. Al final se paró ante una estantería del salón.
Kundalini, le había dicho. Había oído ese nombre antes y cuando vio un libro llamado La llegada de la serpiente hizo la conexión. Lo cogió y empezó a leer.
Leyó sobre la Gran Hermandad Blanca de la Última Tule, ubicada en algún lugar de Tartaria. El perdido Libro de Dyzan y el vama chara, el sendero de la mano izquierda. El kali yuga, la última y más corrupta de las eras, ahora sobre nosotros. «Haz lo que desees, pues de este modo complaces a la diosa.» Shakti. El semen como el rasa, el jugo, el poder: la yod. Una sodomía que revivía a los muertos. Cambiaformas, cuerpos astrales, obsesiones provocadas que conducían al suicidio. Paracelso, Aleister Crowley, Mehmet Karagoz, L. Ron Hubbard.
La concentración de Fortunato era absoluta. Absorbía cada palabra, cada diagrama, pasando las hojas adelante y atrás para hacer comparaciones y estudiar las ilustraciones. Cuando acabó vio que habían pasado veintitrés minutos desde que Lenore había salido por la puerta.
El pecho le temblaba por el miedo.
A medianoche alargó la mano para tocar la mejilla de Lenore y sus dedos se humedecieron.
—¿Estás despierta? —dijo.
Se dio la vuelta y se acurrucó contra él. La calidez de su piel le electrizaba y le calmaba al mismo tiempo, como un whisky caro. Le pasó los dedos por el cabello y le besó el fragante cuello.
—¿Por qué lloras? —le dijo.
—Es estúpido —respondió.
—¿Qué?
—Realmente creo en todo eso. La Magia. Crowley la llama la Gran Obra —Pronunció «magia» con una a larga y «Crowley» con una o larga, como el pájaro[17] —. Hice yoga y estudié la Cábala, el Tarot y el sistema enochiano. Ayunaba y hacía el Ritual del No Nacido y estudié Abramelin. Pero nunca ocurrió nada.
—¿Qué es lo que estabas buscando?
—No sé. Una visión. Samadhi. Quería ver algo más que la maldita parada de Greyhound de Virginia donde intentan linchar a los chicos que llevan el pelo largo. Y te pasó a ti sin que tú lo quisieras.
—Leí algunos de tus libros anoche —dijo. De hecho, se había leído dos docenas, casi la mitad de la colección—. No sé lo que sucede pero no creo que sea magia. No como la magia de ese tal Crowley. Lo que me hiciste me activó pero creo que ya había algo en mi interior.
—¿Te refieres a las esporas esas? ¿Al virus wild card? —Se puso tensa involuntariamente, sólo con mencionarlo.
—No se me ocurre qué otra cosa podría ser.
—Está ese tal Dr. Comosellame. Podría echarte un ojo. Probablemente pueda arreglarlo y hacer que vuelvas a ser como antes, si eso es lo que quieres.
—No —dijo—. No lo entiendes. Cuando leí esos libros pude sentir todos esos poderes de los que hablaban. Como si fueras un saltador y leyeras sobre algún salto complicado que nunca has hecho pero supieras cómo hacerlo si lo practicaras. Has dicho que no quería esto, y quizá sea cierto, al principio no estaba bien. Pero ahora sí. —En un diario japonés había una imagen de órganos sexuales gigantescos y contorsiones imposibles: el mago tántrico, la frente hinchada con la fuerza del esperma retenido, los dedos cruzados en mudras de poder. La había contemplado hasta que le ardieron los ojos—. Ahora lo quiero —dijo.
—Definitivamente, te ha tocado una wild card —dijo el hombrecillo—. Diría que un as.
Fortunato no tenía nada en particular contra los blancos, pero no soportaba su jerga.
—¿Puede decirlo en inglés llano?
—Tu código genético ha sido reescrito por el virus taquisiano. Parece que estaba latente en tu sistema nervioso, probablemente en la espina dorsal. Por lo visto la intromisión te dio una buena sacudida, suficiente para activar el virus.
—¿Y ahora qué?
—Tal y como yo lo veo, tienes dos opciones. —El hombrecillo saltó por encima de la mesa de examen, al otro lado de Fortunato, y se colocó el largo pelo rojo por detrás de las orejas. Tenía el aspecto de alguien que está en una banda de rock o que trabaja en una tienda de discos. No era un doctor muy convincente—. Puedo intentar revertir los efectos del virus. Sin garantías… Tengo una tasa de éxito de alrededor del treinta por ciento. De vez en cuando la gente acaba peor que antes.
—¿O?
—O puedes aprender a vivir con tu poder. No estarías solo. Puedo ponerte en contacto con gente que está en tu misma situación.
—¿Sí? ¿Como la «Gran y Poderosa Tortuga»? ¿Para poder volar por ahí y sacar a la gente de coches destrozados? Creo que no.
—Lo que hicieras con tus habilidades sería cosa tuya.
—¿De qué habilidades estamos hablando?
—No sé decírtelo con seguridad. Parece que aún se están desarrollando. El encefalograma muestra una fuerte telequinesis. El cromatógrafo Kirlian muestra un potente cuerpo astral que supongo que puedes manipular.
—Magia, se refiere.
—No, en realidad no. Pero es lo curioso del wild card. A veces requiere un mecanismo muy específico para mantenerlo bajo un control consciente. No me sorprendería que necesitaras ese ritual tántrico para hacerlo funcionar a tu voluntad.
Fortunato se puso de pie y sacó uno de cien del fajo del bolsillo delantero.
—Para la clínica —dijo.
El hombrecillo contempló el dinero un buen rato y luego se lo metió en la chaqueta de Sgt. Pepper.
—Gracias —dijo como si le doliera pronunciar esa palabra—. Recuerda lo que te he dicho. Puedes llamarme cuando quieras.
Fortunato asintió y salió para contemplar los monstruos de Jokertown.
Tenía seis años cuando Jetboy explotó sobre Manhattan; había crecido con miedo al virus, con el recuerdo de los diez mil que murieron el primer día del nuevo mundo. Su padre había sido uno de ellos, tumbado en la cama mientras su piel se abría y se cicatrizaba una y otra vez; todo el ciclo no llevaba más de uno o dos minutos. Hasta que una de las grietas se abrió en su corazón y salpicó de sangre todo el apartamento de Harlem. Y mientras el viejo yacía en su ataúd esperando su turno para un funeral de dos minutos y una fosa común, seguía abriéndose y cicatrizando, abriéndose y cicatrizando.
El recuerdo no se había desvanecido pero en su momento quedó relegado por otros más nuevos. Gradualmente, Fortunato acabó por creer que no iba a pasarle nada. Para aquellos que no habían sido tocados por el virus la vida siguió como siempre. Pronto se dio cuenta de que tendría que hacer su propio camino. Al oír a su madre quejándose de las mujeres americanas se le ocurrió la idea de la prostituta como geisha; a los catorce trajo a casa una imponente chica portorriqueña de su instituto para que su madre le enseñara. Aquello había sido el principio.
Alzó los ojos y vio que la noche había caído mientras vagaba sin rumbo por Jokertown. Los grises y pasteles se habían convertido en neón, las ropas de calle en estampados de cachemir y leopardos. Justo delante de él unos manifestantes habían bloqueado la calle con una camioneta. Había tambores, amplis, guitarras y un par de cables de extensión resistentes saliendo de la puerta abierta del Club del Caos.
En aquel momento en el escenario sólo había una mujer con una larga y rizada cabellera roja y una guitarra acústica. Detrás de ella había una pancarta en la que se leía S.N.C.C. Fortunato no tenía ni idea de qué significaban las siglas. Tenía al público cantando con ella alguna que otra canción folk. Todos cantaron el estribillo un par de veces sin la guitarra y entonces hizo una reverencia, ellos aplaudieron y bajó de la parte trasera de la camioneta.
No era tan hermosa como Lenore; su nariz era un poco larga, su piel no tan buena. Llevaba un uniforme radical de vaqueros azules y camisa de trabajo que no le quedaba nada bien. Pero tenía una aura de energía que podía ver incluso sin quererlo.
Las mujeres eran la debilidad de Fortunato. Era como un cervatillo ante los faros de un coche. Incluso tan abatido como se sentía no pudo evitar pararse y mirarla, y antes de que se diera cuenta, ella estaba a su lado, agitando un bote de café con unas pocas monedas en el fondo.
—Eh, tío, ¿qué me dices de una donación?
—Hoy no —dijo Fortunato—. No me importa mucho la política.
—Eres negro, Nixon es presidente, ¿y no te importa la política? Hermano, tengo noticias para ti.
—¿Todo esto va de ser negro? —Fortunato no vio ningún otro rostro negro en la multitud.
—No, tío, esto va de jokers. Buah, ¿te he tocado la fibra o algo? —Al ver que Fortunato no respondía siguió de todos modos—. ¿Sabes cuál es la esperanza de vida media para un joker en Vietnam? Menos de dos meses. Si coges el porcentaje de jokers en la población de los Estados Unidos y lo divides por el de los que hay en Vietnam, ¿sabes cuánto da? Tienes como cien veces demasiados jokers por ahí. ¡Cien veces, tío!
—Vale, muy bien, ¿y qué quieres que haga al respecto?
—Haz un donativo. Vamos a contratar a abogados y a parar todo esto. Es el FBI, tío. El FBI y SCARE. De nuevo como cuando McCarthy. Tienen listas de todos los jokers y los llaman a filas a propósito. Si pueden andar y empuñar una arma, ni siquiera reciben un entrenamiento físico de verdad, van directos a Saigón. Es genocidio puro y simple.
—Vale, bien. —Sacó uno de veinte y lo tiró en el bote.
—¿Sabes qué me gustaría? —Ni siquiera se había dado cuenta del valor del billete—. Me gustaría que esos putos ases hicieran algo por su cuenta, ¿sabes?¿Qué le costaría a Ciclón o a uno de esos gilipollas borrar esos archivos? Nada, tío, pero están demasiado ocupados consiguiendo titulares.
Empezó a alejarse y entonces miró la lata.
—Eh, gracias, tío. Eres guay. Mira, aquí tienes un folleto. Si quieres hacer algo más, llámanos.
—Claro —dijo Fortunato—. ¿Cómo te llamas?
—Me llaman C.C. —dijo—. C.C. Ryder.
—¿Es el mismo C.C. de ahí arriba? —Señaló la pancarta donde ponía S.N.C.C.
C.C. negó con la cabeza.
—Eres gracioso, tío —dijo y sonrió y se perdió entre la multitud.
Dobló el folleto, se lo metió en el bolsillo y salió de Bowery. Toda aquella charla sobre los jokers le había dejado desconcertado. Justo al final de la calle había un club lleno de espejos que se llamaba La Casa de los Horrores, propiedad de un tipo llamado Desmond que tenía una trompa en vez de nariz. Era uno de los clientes de Fortunato; siempre quería una geisha con la piel más fina o el pelo más oscuro o el rostro más dulce que la que él podía encontrarle. Fortunato no podía soportar la idea de verle justo en ese momento.
En las bocacalles ya casi nadie llevaba máscaras y los ojos de caras invertidas o cabezas del tamaño de melones le devolvían la mirada, desafiantes. Tus nuevos hermanos y hermanas, se dijo para sus adentros. Por cada as había diez de estos acechando en las calles mientras los afortunados se ponían sus capas y hablaban su jerga finolis y volaban por ahí peleándose entre ellos. Los ases tenían los titulares y las tertulias televisivas y los monstruos y los lisiados tenían Jokertown. Jokertown y las selvas de Vietnam, si la historia de C.C. era cierta.
Pero el único lugar donde Fortunato quería estar era de vuelta en el apartamento de Lenore, haciéndole el amor. Esta vez se dejaría llevar y si aquello le dejaba débil le daría igual, y las cosas volverían a ser como siempre.
Excepto que tarde o temprano el asesino volvería a actuar. Vietnam estaba en la otra punta del mundo pero el asesino estaba aquí mismo, quizá en esa misma manzana.
Se detuvo, alzó los ojos y vio que su subconsciente le había conducido al callejón donde le dijeron que habían encontrado a Erika.
Pensó en lo que C.C. le había dicho. Usar el poder para cuidar de los tuyos.
Cuando Lenore lo sacó de su cuerpo con tanta intensidad vio cosas que nunca antes había visto: remolinos y trazos de energía que no podía nombrar. Si pudiera volver a salirse quizá podría ver algo que a los policías se les hubiera pasado por alto.
Un borracho con un abrigo largo y sucio se le acercó. A Fortunato le costó un segundo darse cuenta de que tenía las orejas largas y flexibles de un perro basset y un hocico húmedo y negro. Le ignoró cerrando los ojos y tratando de recordar la sensación.
También podría haberse imaginado que estaba en la luna. Necesitaba a Lenore pero tenía miedo de traerla aquí. ¿Podría hacerlo en su casa y volar de regreso a ese sitio? ¿Sería capaz de mantenerlo tanto tiempo? ¿Qué le pasaría a su cuerpo si lo hacía?
Demasiadas preguntas. La llamó desde una cabina telefónica y le dijo que se reuniera con él.
—¿Tienes una pistola? —preguntó.
—Sí. Desde que… ya sabes.
—Tráela.
—¿Fortunato? ¿Estás en apuros?
—Aún no —dijo.
Para cuando regresó al callejón con Lenore había congregado a una multitud. Todos llevaban ropa sobrante del Ejército de Salvación: pantalones holgados, camisas de franela rotas y manchadas y chaquetas del color de la grasa seca. Una mujer bajita parecía una figura de cera que hubiera empezado a derretirse. A su derecha había un adolescente de pie junto a una hilera de cubos de basura vibrando. Cuando las vibraciones llegaron a cierta frecuencia los cubos empezaron a sonar como una espasmódica sección de címbalos y la mujer se giró hacia ellos hecha una furia y les dio una patada. Otros estaban deformados de un modo menos evidente: un hombre con ventosas en las puntas de los dedos o una chica cuyas facciones habían quedado encuadradas por bordes de piel endurecida.
Lenore se cogió del brazo de Fortunato.
—¿Y ahora? —susurró.
Fortunato la besó. Ella intentó zafarse cuando el público de monstruos empezó a reír por lo bajo pero Fortunato insistió, abriéndole los labios con la lengua, pasando las manos por la parte baja de la espalda, y por fin ella empezó a respirar con pesadez y él sintió el poder agitándose en la base de su columna. Bajó los labios hasta el hombro de Lenore, sus largas uñas se hundían en su cuello, y entonces alzó los ojos hasta que vio al hombre perro. Sintió que el poder afluía a sus ojos y a su voz y dijo tranquilamente:
—Vete.
El hombre perro se dio la vuelta y se alejó por el callejón. De uno en uno ordenó a los otros que se fueran y entonces dijo:
—Ahora. —Y guió su mano a sus pantalones—. Házmelo, lo de antes.
Deslizó las manos bajo su jersey y las movió lentamente por sus senos. Su mano derecha se cerró sobre él, la izquierda reposó alrededor de su cintura, y lo confortó con el peso de su .32 S&W. Cerró los ojos y el calor empezó a aumentar y dejó que el muro de ladrillos que tenía detrás soportara su peso. En cuestión de segundos estaba listo para correrse y su cuerpo astral burbujeaba como un globo apenas sujeto.
Y entonces, como si saliera de lado de un coche en movimiento, se deslizó libre.
Cada ladrillo y cada envoltorio de caramelo refulgían con claridad. Mientras se concentraba, el rumor del tráfico se fue haciendo lento y grave hasta que apenas resultaba audible.
Habían encontrado a Erika en un portal en el fondo del callejón con los brazos y las piernas amputadas y apiladas como leña en su regazo y la cabeza unida al tronco por menos de la mitad del grosor del cuello. Fortunato podía ver las manchas de sangre en lo profundo de las moléculas del cemento, aún brillando débilmente con su esencia vital. La madera del marco de la puerta aún retenía una traza de su perfume y una única hebra de su pelo rubio ceniza.
El murmullo de barítono de la calle descendió a una vibración tan baja que Fortunato podía sentir cada uno de los picos de las ondas pasando a través de él. Ahora podía ver la muesca que el cuerpo de Erika había dejado en el porche de hormigón, la huella infinitesimal que sus zapatos habían dejado en el asfalto. Y junto a ellas, las huellas de su asesino.
Conducían de la calle al cuerpo de Erika y de vuelta y en la acera se encontraban con la impronta de un coche. No tenía ni idea de qué coche era pero podía ver las marcas que había dejado, gruesas, negras y fibrosas, como si hubiera estado quemando goma todo el trayecto.
Se detuvo un instante y volvió a mirar su cuerpo material paralizado en brazos de Lenore. Después dejó que las marcas del coche le guiaran por la calle; cruzó la Segunda Avenida y después se dirigió al sur, hacia Delancey. Se sintió gradualmente más débil, la vista se le empezó a hacer borrosa y los ruidos de fondo de la ciudad empezaron a vibrar en los límites de su audición. Se concentró con mayor intensidad, sacando las últimas reservas de fuerza de su cuerpo.
El coche giró al norte en Bowery y se detuvo en un almacén gris en estado lamentable. Fortunato se abalanzó sobre la acera y vio las huellas que iban desde el coche hasta la puerta del edificio.
Las siguió escaleras arriba. Sintió como si hubiera estado atado a una banda elástica gigante y hubiera llegado al límite. Cada escalón le pedía más de sí que el anterior. Finalmente las huellas desaparecieron en la entrada de un loft y supo que era el final.
El ruido del tráfico empezó a dar vueltas vertiginosamente a su alrededor y salió disparado hacia atrás por donde había venido, irresistiblemente atraído por su cuerpo. Dichoso, exhausto, como si el sexo lo hubiera vaciado, se metió en él como un saltador en una piscina. Lenore se tambaleó bajo el súbito peso muerto y entonces él se hundió en la inconsciencia.
—No —dijo, y se apartó de él—. No puedo.
Tenía círculos púrpuras bajo los ojos y su cuerpo estaba debilitado por el cansancio. Fortunato se preguntaba cómo había sido capaz de meterlo en el taxi y ayudarle a subir las escaleras hasta su apartamento.
—No lo entiendo —dijo.
—Generas una carga y luego el sexo te permite cogerla. ¿Lo ves? El poder, el shakti. Pero con la magia tántrica vuelves a absorber la energía hacia ti. No sólo la tuya, si no toda la que yo te cedo.
—Así que cuando te corres me entregas ese shakti.
—Así es.
—Y me has dado todo lo que tienes.
—Así es, hombretón. Estoy bien jodida.
Fortunato cogió el teléfono.
—¿Qué haces?
—Sé dónde está el asesino —dijo, marcando—. Si no puedes darme la fuerza para atraparle, tendré que sacarla de otro sitio. —No le gustaba cómo habían salido las cosas pero en ese momento estaba demasiado cansado para preocuparse. Cansado y algo más. Su cerebro zumbaba con el conocimiento de su poder y sentía como le estaba cambiando, cómo estaba tomando el control.
El teléfono sonó y en el otro extremo oyó responder a Miranda.
Tapó el auricular con la mano y se giró hacia Lenore.
—¿Ayudarás?
Cerró los ojos e hizo algo con su boca que era casi una sonrisa.
—Supongo que una puta debería estar curada de espanto y no sentir celos.
—Geisha —dijo Fortunato.
—Vale —dijo Lenore—. Le enseñaré lo que hay que hacer.
Tenían una raya de cocaína cada uno y algo de hierba vietnamita, intensa. Lenore juró que sólo les ayudaría a conectar. Miranda, alta, de pelo negro, exuberante, físicamente la más experta de sus mujeres, se desnudó lentamente hasta quedarse en liguero, medias y un sostén negro tan fino que podía ver los oscuros óvalos de sus pezones.
Cuarenta minutos más tarde Lenore se había desmayado a los pies de la cama. Miranda, con la cabeza colgando por el borde y los brazos extendidos en un grotesco crucifijo, cerró los ojos.
—Esto es lo que hay —susurró—. No me puedo correr más. Es posible que nunca vuelva a correrme.
Fortunato se puso de rodillas. Estaba cubierto de una capa de sudor y le pareció ver una luz dorada irradiando bajo su piel. Se vio a sí mismo en el espejo que había en el tocador de Lenore y no le alarmó, ni siquiera le sorprendió, ver que su frente se había empezado a hinchar con el poder.
Estaba listo.
El taxi le dejó a dos manzanas de Delancey. Para mayor seguridad, llevaba la 32 de Lenore embutida en la parte trasera de los pantalones, escondida bajo su chaqueta de lino negro. Pero si podía, haría el trabajo con sus propias manos. Fuera como fuese, los policías no se arriesgarían a devolver el asesino a las calles.
Apenas podía enfocar con los ojos y tuvo que meterse las manos en los bolsillos porque no las tenía todas. Por alguna razón, no estaba asustado en absoluto. Sintió que volvía a tener quince años, la misma sensación que había tenido cuando empezó a hacerlo con las chicas que su madre entrenaba. Durante meses había tenido miedo de probarlo pensando en qué diría o haría su madre; una vez que cayó en la tentación ya no le importó.
Ahora sucedía lo mismo. Era temerario, cargado con el oscuro aroma y la cálida y húmeda presión del sexo que apenas funcionaba en el mundo real. Voy a enfrentarme al asesino, se dijo a sí mismo, pero no eran más que palabras. En sus entrañas sabía que iba a proteger a sus mujeres y que eso era lo único que importaba.
Subió las escaleras hasta el loft. Era pasada la medianoche pero a través de la puerta de acero pudo oír Street-Fighting Man de los Rolling Stones sonando a todo volumen en el equipo de música. Llamó a la puerta con los puños.
Tragó saliva; se le hizo un nudo en la garganta.
La puerta se abrió.
Al otro lado había un chico de diecisiete o dieciocho años, pálido y delgado pero bien musculado. Tenía el pelo largo rubio y un rostro que podría haber sido hermoso de no ser por una erupción de granos en la barbilla, disimulada torpemente con maquillaje. Llevaba una camisa amarilla con topos negros y unos pantalones vaqueros de campana descoloridos.
—¿Quiere algo? —preguntó por fin.
—Hablar contigo —dijo Fortunato. Tenía la boca seca y los ojos aún no se enfocaban bien.
—¿De qué?
—Erika Naylor.
El chico no reaccionó.
—Nunca he oído hablar de ella.
—Creo que sí.
—¿Eres policía? —Fortunato no respondió—. Pues que te den.
Empezó a cerrar la puerta. Fortunato recordó el callejón, cómo había ordenado a los jokers que se fueran.
—No —dijo mirando intensamente a los ojos sin color del chico—. Déjame entrar.
El muchacho vaciló, parecía perplejo pero no sucumbió. Fortunato golpeó la puerta con el hombro, empujó al chico de vuelta al loft y lo tiró al suelo.
La habitación estaba oscura y la música era ensordecedora. Fortunato encontró un interruptor y lo encendió; entonces dio un paso atrás involuntariamente cuando su cerebro registró lo que veía.
Era el apartamento de Lenore retorcido hasta la perversión: la moda moderna y sexy del ocultismo llevada hasta el extremo y convertida en tortura, asesinato y violación. Al igual que en el apartamento de Lenore había una estrella de cinco puntas en el suelo, pero ésta se había trazado precipitadamente, era irregular, tallada en los tablones de madera con algo afilado y después salpicada con sangre. En vez de terciopelo, velas y maderas exóticas, había un colchón gris a rayas en una esquina, una pila de ropa sucia y una docena o más de polaroids enganchadas en la pared con grapas.
Sabía lo que iba a encontrar pero se acercó a la pared de todos modos. De las catorce mujeres desnudas y desmembradas reconoció a tres. La última, en la esquina inferior derecha, era Erika.
No podía pensar con la música a todo volumen. Miró a su alrededor buscando el tocadiscos y vio que el muchacho se levantaba con las piernas temblorosas y se dirigía tambaleándose hacia la puerta.
—¡Quieto! —gritó Fortunato, pero sin contacto visual no valía de nada.
Enfurecido y presa del pánico, Fortunato se abalanzó sobre él. Cogió al chico por la cintura y lo empotró contra la pared de yeso.
Y de repente estaba tratando de sujetar a un animal rabioso, todo rodillas y uñas y dientes. Fortunato se apartó instintivamente y contempló el filo de una navaja automática centellear entre ellos, cortarle a través de la chaqueta, la camisa y la piel y apartarse ribeteada de rojo.
Voy a morir, pensó Fortunato. Llevaba la pistola metida en la parte trasera de los pantalones, demasiado lejos para cogerla antes de que la hoja se acercara otra vez y cortara más profundamente, abriéndose paso hacia su interior. Matándole.
Miró la hoja. Antes de saber qué estaba haciendo ya la estaba mirando fijamente, concentrado, como al leer los libros en el apartamento de Lenore, como en el callejón de Jokertown.
Y el tiempo se detuvo.
Podía ver no sólo su sangre en el cuchillo, sino también la de las otras, de Erika y las otras mujeres de las fotografías, lavada, pero aún conservada en la memoria del metal.
Se apartó del perturbado de pelo rubio, moviéndose con la lentitud de los sueños a través de un aire espeso, pero aun así se movía más rápido que el chico y el cuchillo. Se llevó la mano a la espalda y notó la empuñadura lisa de la pistola bajo los dedos. Los Rolling Stones se habían reducido a un canto fúnebre mientras desenfundaba el arma y apuntaba al chico; vio cómo abría los ojos pálidos de par en par.
No le mates, pensó de repente. No hasta que sepas porqué. Desvió el cañón hasta apuntar al hombro derecho del chico y apretó el gatillo.
El ruido empezó como una vibración en la mano de Fortunato, aceleró como un cohete, se convirtió en un rugido, en un breve estallido atronador, y el tiempo volvió a correr; el muchacho retrocedió por el impacto de la bala pero sus ojos no mostraban nada, con la mano izquierda se sacó el cuchillo de la mano derecha, inutilizada, y acometió a trompicones una vez más.
Poseso, pensó Fortunato horrorizado, y le disparó al corazón.
Dando tumbos al retroceder, Fortunato se abrió la camisa y vio que el largo corte superficial en el pecho ya había dejado de sangrar; ni siquiera necesitaría puntos. Cerró la puerta de entrada de golpe y cruzó la habitación para desenchufar el tocadiscos de una patada. Y entonces, en aquel silencio estrangulado, se giró para enfrentarse al chico muerto.
El poder se agitó y surgió de su interior. Podía ver la sangre de las mujeres en las manos del chico, el rastro que provenía del tosco pentagrama del suelo, las huellas donde el chico había estado, las sombras donde las mujeres habían muerto y allí, débilmente, como si las hubieran borrado de algún modo, las marcas que había dejado alguien más.
Líneas de poder persistían aún dentro del pentagrama, como las olas de calor reluciendo en una carretera en el desierto. Fortunato apretó los puños y sintió un sudor frío goteando por su pecho. ¿Qué es lo que había ocurrido realmente? ¿Acaso el chico había conjurado a un demonio? ¿O la locura del muchacho sólo había sido un instrumento en manos de algo mucho más grande, algo infinitamente peor que unos pocos asesinatos al azar?
El chico podría habérselo dicho, pero estaba muerto.
Fortunato fue hacia la puerta y posó la mano en el picaporte. Cerró los ojos y apoyó la frente en el frío metal. Piensa, se dijo a sí mismo.
Limpió las huellas dactilares de la pistola y la tiró al lado del cuerpo. Que los policías sacaran sus propias conclusiones. Las polaroids les darían mucho en lo que pensar.
Volvió a girarse y de nuevo fue incapaz de dejar la habitación.
Tienes el poder, se dijo a sí mismo. ¿Te puedes largar de aquí sabiendo que tienes el poder y negándote a usarlo?
El sudor le caía por el rostro y los brazos.
El poder estaba en la yod, el rasa, el esperma. Un poder increíble, más del que de momento sabía controlar. Suficiente para devolver a los muertos a la vida. No, pensó. No puedo hacerlo. No porque el simple hecho de pensarlo le diera náuseas, sino porque sabía que le cambiaría. Sería un punto de no retorno, el punto donde dejaría de ser completamente humano.
Pero el poder ya le había cambiado. Ya había visto cosas que aquellos que no lo tenían nunca entenderían. El poder corrompe, le habían dicho, pero ahora veía qué ingenuo era eso. El poder ilumina. El poder transforma.
Desabrochó el cinturón del chico, abrió la cremallera de los pantalones de campana y se los bajó. El chico se había cagado y meado al morir y el hedor le hizo torcer el gesto. Tiró los pantalones a un rincón, dio la vuelta al muchacho muerto y lo dejó boca bajo.
No puedo hacer esto, pensó Fortunato. Pero ya estaba empalmado y las lágrimas se deslizaron por su cara mientras se arrodillaba entre las piernas del joven muerto.
Se corrió casi de inmediato. Aquello le dejó débil, más débil de lo que había creído posible. Se apartó gateando, subiéndose los pantalones, asqueado, lleno de repugnancia y exhausto.
El chico muerto empezó a retorcerse.
Fortunato llegó a la pared y se puso de pie. Estaba mareado y la cabeza le palpitaba dolorosamente. Vio algo en el suelo, algo que se había caído de los pantalones del chico. Era una moneda, un penique del siglo dieciocho tan nuevo que bajo la penetrante luz del loft parecía rojizo.
Se metió el penique en el bolsillo por si después tenía algún significado.
—Mírame —le ordenó al chico muerto.
Las manos del chico arañaron el suelo, arrancando astillas sanguinolentas. Lentamente se incorporó apoyándose en las manos y después se puso de pie torpemente, a sacudidas. Se giró y miró a Fortunato con ojos vacíos. Eran horribles. Decían que la muerte era la nada, que incluso unos pocos segundos en ella eran demasiados.
—Háblame —dijo Fortunato. Ya no la ira, sino el recuerdo de la ira, le hacía seguir adelante—. Me cago en tu culo de blanco, háblame. Dime qué significa esto. Dime porqué.
El muchacho muerto contempló fijamente a Fortunato. Por un momento, algo parpadeó en sus ojos y dijo:
—Tiamat.
Lo había dicho en un susurro pero perfectamente claro. El chico sonrió. Se llevó ambas manos a la garganta y se desgarró violentamente la piel del cuello y entonces, mientras Fortunato observaba, se lo abrió por la mitad.
Lenore estaba dormida. Fortunato tiró su ropa a la basura y se quedó en la ducha media hora, hasta que se acabó el agua caliente. Después se sentó a la luz de una vela en el salón de Lenore y leyó.
Encontró el nombre de Tiamat en un texto sobre los elementos sumerios de la Magia de Crowley. La serpiente, Leviatán, Kutulu. Lo monstruoso, el mal.
Sabía sin ninguna clase de duda que sólo había encontrado un tentáculo de algo que desafiaba su comprensión.
Finalmente, se durmió.
El sonido de los cierres de la maleta de Lenore le despertó.
—¿No lo ves? —trató de explicarle—. Sólo soy una… una toma de corriente a la que te conectas para recargarte cuando llegas a casa. ¡No puedo vivir así! Tienes lo que siempre he querido: poder de verdad para hacer magia de verdad. Y lo tienes por pura potra, ni siquiera lo querías. Y todo el estudio, la práctica y el trabajo que he llevado a cabo durante toda mi vida no valen una mierda porque no pillé un jodido virus alienígena.
—Te quiero —dijo Fortunato—. No te vayas.
Le dijo que se quedara los libros, que se quedara el apartamento también si lo quería. Le dijo que le escribiría pero no necesitaba la magia para saber que mentía.
Y entonces se fue.
Durmió durante dos días y al tercero Miranda lo encontró e hicieron el amor hasta que estuvo lo bastante fuerte como para contarle lo que había sucedido.
—Mientras esté muerto —dijo Miranda—, el resto no me importa.
Cuando le dejó aquella noche para ir a atender a un cliente, se quedó sentado en el salón durante una hora, incapaz de moverse. Sabía que pronto tendría que empezar a buscar el otro ser cuyas trazas había visto en el loft del chico muerto. La aversión le paralizaba al pensarlo.
Al final, cogió Magia de Crowley y lo abrió en el capítulo quinto. «Tarde o temprano», decía Crowley, «al crecimiento suave y constante le sucede una depresión: la Noche Oscura del Alma, un hastío y un aborrecimiento infinito de la obra». Pero finalmente llegaría una «condición nueva y superior, una condición sólo accesible por el proceso de la muerte».
Fortunato cerró el libro. Crowley lo sabía, pero Crowley estaba muerto. Se sentía como el último humano en un planeta de roca yerma. Pero no era el último humano. Era uno de los primeros de algo nuevo, algo que tenía el potencial de ser mejor que lo humano.
Aquella mujer en la manifestación, C.C., le había dicho que debería ocuparse de los suyos. ¿Qué le costaría salvar a cientos de jokers de una muerte en el calor y la húmeda podredumbre de Vietnam? No mucho. No mucho, en absoluto.
Encontró el folleto en el bolsillo de su chaqueta. Lentamente, cada vez más convencido, marcó el número.