Hermanos

Físicamente, era grande, muy grande. El soldado profesional, resultante de varias generaciones, de aquel planeta pequeño e inhóspito llamado Dorsai, habitualmente es más grande que los hombres de otros mundos; sin embargo, los Graeme parecían incluso gigantescos entre los Dorsai. Al mismo tiempo, igual que su hermano gemelo lan, el Comandante Kensie Graeme estaba tan bien proporcionado, a pesar de su tamaño, que sólo en momentos como este, cuando le vi de pie al lado de otro Dorsai que desempeñaba la tarea de oficial ejecutivo suyo, el Coronel Charley ap Morgan, pude darme cuenta de lo enorme que era. Tenía el cabello negro y rizado de los Graeme, el rostro de huesos anchos y los brillantes ojos gris-verdosos de su familia; así como esa terrible quietud que se percibía cuando descansaba y la sorprendente velocidad en la acción, características ambas, de varias generaciones de Dorsais.

Así era lan también, cuando le conocí en Blauvain; ya que físicamente cada gemelo constituía la viva imagen del otro. No obstante, la diferencia de su temperamento resultaba chocante. Todo el mundo amaba a Kensie. Era como una especie de dorado dios del sol. Mientras que lan era oscuro y solitario como el negro hielo de un glaciar en una tierra donde la oscuridad fuera perenne.

—... Sangre —me había comentado Pel Sinjin en nuestro trayecto hacia el campamento de la Expedición—. Ya sabes lo que dicen, Tom. Sangre y agua helada en la misma proporción corren por las venas de un Dorsai. Sin embargo, algo debió salir mal con esos dos cuando su madre los concibió. Kensie recibió toda la sangre. Mientras que lan...

Dejó que la frase concluyera por sí misma. Al igual que los propios soldados de Kensie, Pel había llegado a idolatrar al hombre, y, en la misma medida, degradaba a lan. Yo pasé por alto en aquel momento el asunto.

Ahora, Kensie nos sonreía, como si participara en una broma que nosotros desconociéramos.

—¿Un comité de bienvenida? —inquirió—. ¿Es eso lo que son ustedes?

—No exactamente —respondí—. Hemos venido a tratar con usted el tema del permiso concedido a sus hombres para que vayan a la ciudad de Blauvain; ahora que ya tiene a los soldados invasores de los Mundos Amistosos completamente rodeados, desarmados, y listos para enviarlos de vuelta a casa... ¿Cuál es la broma?

—Nosotros —respondió Charley ap Morgan— nos dirigíamos a Blauvain para a verles a ustedes. Hemos recibido el mensaje de que ustedes y otros oficiales planetarios de Santa María iban a dar una recepción sorpresa en honor de lan y Kensie, junto con su estado mayor, esta noche en Blauvain.

—¡Por las campanas del infierno! —exclamé.

—¿No le informaron de ello? —preguntó Kensie.

—Ni una palabra —respondí.

Era típico de la torpeza del así llamado gobierno-de-alcaldes que teníamos en nuestro pequeño mundo de Santa María. Aquí me encontraba yo, el Superintendente de Policía de Blauvain —nuestra capital— junto con Pel, comandante general de nuestra milicia planetaria, que había participado en la acción de campo con la Expedición Exótica enviada para liberarnos de los invasores fanáticos puritanos de los Mundos Amistosos, y nadie se había molestado en comentarnos a ninguno nada sobre la cena que se ofrecería a los dos Comandantes de la Expedición.

—¿Se dirigen a la ciudad entonces? —le preguntó Pel a Kensie. Éste asintió—. He de llamar a mi Cuartel General.

Pel se fue, mientras Kensie reía.

—Bien —comentó—, esto nos brinda la oportunidad de matar dos pájaros de un tiro. Regresaremos con ustedes y de paso hablaremos. ¿Existe algún problema para que Blauvain acoja a nuestros hombres con permiso?

—Ninguno —dije—. Pero aunque todos los Amistosos han sido cercados, aún tenemos que enfrentarnos al problema del Frente Azul bajo la forma de un cierto número de proscritos y terroristas políticos que desean derrocar a nuestro gobierno actual. Perdieron la apuesta que realizaron al pedir la ayuda de las tropas Amistosas; sin embargo, ahora quizá se aprovechen de cualquier problema que pueda surgir con sus soldados mientras se encuentren en la ciudad.

—No debería haber ninguno —Kensie extendió la mano en busca de su cinturón de armas de cuero negro y se lo ciñó sobre el uniforme blanco que llevaba—. Sin embargo, podemos hablar del asunto si as! lo desea. Será mejor que te vistas para la recepción, Charley.

—En seguida —repuso Charley ap Morgan y se marchó.

De modo que, quince minutos más tarde, Pel y yo nos encontramos de nuevo en el mismo camino por el que habíamos venido, esta vez con tres pasajeros. Yo volví a empuñar los controles del coche de policía y nos deslizamos suavemente sobre su colchón de aire, atravesando los densos pastos veraniegos propios de Santa María, en dirección a Blauvain; pero, en esta ocasión, Kensie venía conmigo delante, haciendo que me sintiera pequeño a su lado..., y a mí se me considera un hombre grande entre nuestra gente de Santa María. Al lado de Kensie, y si se me comparaba con él, debía tener el aspecto de un muchacho de quince años. Pel resultaba igual de pequeño sentado atrás entre Charley y un veterano Comandante Dorsai llamado Chu Van Moy: un mongol negro de cuerpo pesado, si es que pueden imaginar a un hombre así, proveniente del Continente Sur Dorsai.

—... No hay problema —decía Kensie cuando al fin abandonamos la hierba y alcanzamos la vítrea superficie que nos conducía por las calles y caminos de la ciudad..., en particular por el camino sinuoso que atravesaba los altos edificios de oficinas del Parque Industrial del Oeste de Blauvain, a sólo medio kilómetro delante—, si quiere iremos soltando a los hombres con permiso en pequeños grupos. Pero no creo que haya ninguna necesidad de preocuparse. Son mercenarios, y un mercenario sabe que los civiles pagan sus sueldos. No causará ningún problema que le otorgue a su profesión cierta dosis de mala reputación.

—No me preocupo por sus hombres —dije—. Lo que me preocupa es la posibilidad de que el Frente Azul organice disturbios cerca de donde estén sus tropas y luego trate de culparles a ellos. La única manera de protegernos contra tal eventualidad es que usted distribuya la salida de sus hombres en pequeños grupos, de modo que mi policía pueda vigilar a los civiles que haya a su alrededor.

—Me parece justo —repuso Kensie. Me sonrió desde su altura—. No obstante, espero que no quiera que sus hombres mantengan sujetas las riendas de los míos mientras se encuentren en la ciudad...

En ese momento pasamos entre los primeros rascacielos de oficinas. Una sombra proyectada por el sol de media mañana cayó sobre el coche, y los altos muros que nos rodeaban le proporcionaron a las últimas palabras de Kensie un eco apagado. Justo cuando terminó de pronunciarlas —de hecho, mezcladas con ellas—, nos llegó un sonido como de múltiples silbidos; y Kensie cayó hacia adelante, sin emitir ningún ruido, hasta que su frente detuvo su movimiento contra el parabrisas delantero.

Lo siguiente que supe era que, literalmente, volaba por el aire. Charley ap Morgan había abandonado el coche policial por el lado derecho, arrastrándome con una mano parecida a una pinza de acero contra la fachada de un edificio cercano. Nos agazapamos allí, Charley con la pistola en su puño y mirando hacia las ventanas del edificio que teníamos enfrente. A través del estrecho sendero, pude ver a Chu Van Moy con Pel a su lado, empuñando también una pistola. Busqué instintivamente la mía en el cinturón policial de armas, pero recordé que no lo llevaba.

Nos rodeaba un silencio absoluto. Los pequeños proyectiles de uno o más rifles de agujas que habían zumbado a nuestro alrededor no se repitieron. Por primera vez me di cuenta de que no había nadie en las calles y de que no se veía ningún movimiento en las ventanas que nos rodeaban.

—Hemos de llevarle a un hospital —comentó Pel desde el otro lado de la calle. Su voz sonaba tensa y apagada. Miraba fijamente la inmóvil figura de Kensie, que aún continuaba en la misma postura contra el parabrisas—. Un hospital —repitió. Su rostro parecía tan pálido como el de un hombre enfermo.

Ni Charley ni Chu le prestaron la menor atención. En silencio, seguían escrutando las ventanas de los edificios que había delante de ellos.

—¡Un hospital! —gritó de repente Pel.

De forma brusca, Charley se puso de pie y enfundó de nuevo el arma. En el otro lado de la calle, Chu también se incorporaba. Charley miró al otro Dorsai.

—Sí —repuso Charley—, ¿dónde se encuentra el hospital más cercano?

Pel ya se hallaba frente a los controles del coche policial. El resto de nosotros tuvimos que movernos para no quedarnos allí. Giró el vehículo en dirección al Hospital de la sección Oeste de Blauvain, a sólo tres minutos de distancia.

Condujo por las calles como un loco, tras encender las luces de aviso y la sirena. Aullando, el vehículo se deslizó entre el tráfico y los semáforos, hasta que se detuvo detrás de la entrada de ambulancias del Centro Médico Oeste. Pel saltó fuera del coche.

—Traeré un sistema de apoyo vital... —comentó antes de internarse en el edificio.

Salí del coche; y luego lo hicieron Charley y Chu, más despacio. Los dos Dorsai se situaron a ambos lados del coche.

—Busca una habitación —dijo Charley. Chu asintió y siguió a Pel por la entrada de ambulancias.

Charley se volvió hacia el vehículo. Con suavidad, tomó a Kensie entre sus brazos, del mismo modo en que se alza a un niño dormido, apoyándole contra su pecho para que su cabeza descansara sobre el hombro izquierdo de Charley. Llevando así a su Comandante de Campo, Charley dio la vuelta y entró en el establecimiento médico. Yo le seguí.

Dentro, había un largo corredor lleno de personal sanitario. Chu, a unos pocos metros a la izquierda, se hallaba de pie ante una puerta, sobresaliendo por su altura más de inedia cabeza entre la gente que se interponía en nuestro camino. Con Kensie en sus brazos, Charley se dirigió hacia el otro Comandante.

Chu se hizo a un lado cuando se acercó Charley. La puerta se deslizó hacia los costados automáticamente, y Charley se dirigió hacia una habitación que contenía equipo quirúrgico esterilizado en contenedores alineados a ambos lados y una mesa de operaciones en el centro. Charley depositó suavemente a Kensie sobre la camilla, que casi resultó demasiado corta para su alto cuerpo. Le juntó las piernas, le alzó los brazos y apoyó sus manos sobre los muslos. Había una serie de pequeñas manchas rojas sobre la pechera de su chaqueta; eran las únicas marcas que se veían. El rostro de Kensie, con los ojos cerrados, miró ciegamente hacia el blanco techo.

—De acuerdo —comentó Charley.

Se dirigió de nuevo hacia el corredor. Chu cerró el camino y se volvió para bloquear la puerta, extrayendo su arma.

—¿Qué es esto? —gritó alguien a mi espalda, dirigiéndose hacia Chu—. Esto es una sala de emergencia, no puede hacer eso...

Chu usaba su pistola al nivel más bajo de la carga para bloquear el cerrojo de la puerta. Una manera cruda pero efectiva de asegurarse de que nadie pudiera entrar en la habitación si no venía provisto de un soplete de uso industrial. El hombre que habló era de mediana edad, con un bigote gris y la chaqueta corta verde que le señalaba como un cirujano. Le salí al paso y lo mantuve apartado de Chu.

—Sí, puede —dije cuando se volvió para mirarme con ojos furiosos—. ¿Me reconoce? Soy Thomas Velt, el Superintendente de Policía.

Dudó, y luego se calmó ligeramente..., sólo ligeramente.

—Insisto en que... —comenzó.

—Por la autoridad que me concede mi cargo —le interrumpí—, le nombro Asistente temporal de la Policía. Eso le coloca bajo mis órdenes. Se encargará de que nadie en este hospital intente abrir esa puerta hasta que la policía lo autorice. Le hago responsable. ¿Me comprende?

Me miró parpadeando. Pero antes de que pudiera decir algo, surgió una nueva interrupción acompañada de sonido y acción; Pel llegó hasta nuestro grupo arrastrando literalmente a otro hombre vestido con una chaqueta que le identificaba como cirujano jefe.

—¡Aquí! —gritaba Pel—. Aquí mismo. Traiga el sistema de apoyo... —Se detuvo, observando a Chu—. ¿Qué? —preguntó—. ¿Qué ocurre? ¿Se encuentra Kensie ahí dentro? No queremos que la puerta esté sellada...

—Pel —pronuncié. Coloqué mi mano sobre su hombro—. ¡Pel!

Por fin me sintió y oyó. Volvió un rostro furioso en mi dirección.

—Pel —repetí con tranquilidad, de forma clara y lenta—. Está muerto. Kensie está muerto.

Pel me miró.

—No —repuso irritado, tratando de apartarse de mí. Le sujeté—. ¡No!

—Muerto —insistí, mirándole fijamente a los ojos—. Está muerto, Pel.

Sus ojos me devolvieron la mirada, y entonces parecieron perder el foco, como si miraran a otra parte. Después de un rato, de nuevo se centraron en los míos y yo le solté.

—¿Muerto? —repitió. Apenas fue más que un murmullo.

Se alejó hasta llegar a una de las blancas paredes del corredor y allí se apoyó. Una enfermera avanzó hacia él y yo le indiqué que se detuviera.

—Déjelo solo un rato —le comenté.

Giré hacia los dos oficiales Dorsai que ahora se encontraban probando la puerta para asegurarse de que estaba sellada de verdad.

—Si vienen hasta el Cuartel de la Policía —les dije—, podremos comenzar la búsqueda de quienquiera que lo haya hecho.

Charley me miró brevemente. En su cara ya no se percibían trazos de su humor habitual; aunque tampoco mostraba ninguna huella de conmoción o furia. Su expresión era, simplemente, la de un profesional.

—No —respondió con parquedad—. Hemos de hacer un informe.

Se marchó, seguido de Chu, con tanta rapidez que tuve que correr para mantener el contacto tras sus largos pasos. Ya en el exterior, se subieron de nuevo al coche policial, haciéndose cargo Charley de los controles. Me metí detrás de ellos y sentí que había alguien a mi espalda. Era Pel.

—Pel —dije—, será mejor que te quedes...

—No. Es demasiado tarde —contestó.

Y era demasiado tarde. Charley ya había puesto en marcha el coche. No condujo más despacio de lo que Pel lo hiciera antes, aunque en él no se apreciaba desesperación. No obstante, realicé todo el trayecto con los dedos firmemente apoyados en el borde de mi asiento; ya que debido a los reflejos más rápidos de los Dorsais se metía entre los espacios y aberturas disponibles en el tráfico, por donde yo hubiera jurado que no había sitio.

Nos detuvimos enfrente del edificio de la Embajada Exótica, que representaba el Cuartel General de la Base Expedicionaria. Charley abrió el camino hasta el punto de guardia, cuyo «quién vive» de rutina se interrumpió a media frase cuando fueron reconocidos los dos oficiales.

—Hemos de hablar con el Comandante de la Base —le explicó Charley—. ¿Dónde se encuentra el Comandante Graeme?

—Está reunido con el Alcalde de Blauvain y con el Unificador. —El guardia, que era un Dorsai, vaciló un poco. Charley giró en redondo—. Espere..., señor, quiero decir que el Unificador se encuentra con él, aquí en el despacho del Comandante.

Charley giró de nuevo.

—Iremos a verle. Avise de nuestra llegada —ordenó Charley.

De nuevo abrió la marcha, sin aguardar a ver si el guardia obedecía la orden, por un corredor y luego ascendiendo por unas escaleras mecánicas hasta llegar a una oficina exterior, donde un joven Jefe de Fuerza se incorporó detrás de su escritorio ante nuestra llegada.

—Señor —se dirigió el Jefe de Fuerza a Charley—, el Unificador y el Alcalde sólo permanecerán con el Comandante unos pocos minutos más...

Charley pasó delante de él y el Jefe de Fuerza giró en redondo para teclear en su intercomunicador. Con los tacones resonando en el lustroso suelo, Charley nos condujo hacia una puerta que abrió y que daba paso a un despacho. Le seguimos a su interior: era una habitación cuadrada y grande, con ventanas orientadas a la ciudad, donde nos encontramos con nuestro alcalde, Moro Spence, un hombre de anchas espaldas, que se hallaba allí de pie junto con otro individuo de cabello blanco, rostro tranquilo y ojos del color de las avellanas, que vestía una túnica azul; los dos estaban situados enfrente de un escritorio detrás del cual se sentaba la imagen calcada de Kensie, su hermano gemelo, Tan Graeme.

lan habló en dirección a su escritorio cuando entramos.

—Está bien —contestó.

Presionó una tecla y alzó la vista hacia Charley, quien se adelantó, con Chu a su lado, hasta el mismo borde de la mesa, momento en el que ambos saludaron.

—¿Qué ocurre? —inquirió lan.

—Kensie —repuso Charley. Su voz cobró un tono formal—. El Comandante de Campo Kensie Graeme acaba de ser asesinado, señor, mientras nos dirigíamos a la ciudad.

Quizá durante un segundo —poco más— lan permaneció en silencio. Pero su rostro —tan parecido al de Kensie y, sin embargo, tan diferente— no cambió de expresión.

—¿Cómo? —preguntó luego.

—Por asesinos que no pudimos ver —respondió Charley—. Creemos que se trata de civiles. Escaparon.

Moro Spence maldijo.

—¡El Frente Azul! —exclamó—. lan..., lan, escuche...

Nadie le prestó atención. Charley resumía lo que había ocurrido desde el momento en que el mensaje de la invitación llegó al campamento...

—¡Pero no había planeada ninguna celebración de ese tipo! —protestó Moro Spence a los oídos sordos que le rodeaban.

lan permanecía sentado con tranquilidad, con su anguloso y poderoso rostro cubierto a medias por las sombras producidas por la luz del sol que penetraba por el ventanal que había detrás suyo, escuchando quizá como habitualmente lo hacía con mil informes más. Aún no se percibía ningún cambio visible en él; salvo que él, que siempre se había situado distante de los demás, parecía ahora aún más remoto. Sus pesados antebrazos yacían sobre el escritorio, y las enormes manos entrenadas para ser armas mortales en sí mismas, permanecían abiertas e inmóviles sobre los papeles en las que se apoyaban. Casi parecía ser más un personaje legendario que un hombre corriente; y esa impresión no sólo la sentía yo, ya que a mi espalda, Pel respiró entre dientes con furia contenida; entonces recordé lo que había dicho de que lan era únicamente hielo y agua, y Kensie sangre.

El hombre del pelo blanco y la túnica azul, cuyo nombre era Padma, el Exótico, Unificador con destino en Santa María por el tiempo que durara la Expedición, también observaba fijamente a lan. Cuando Charley acabó su narración, Padma habló:

—lan —comenzó, y su tranquila voz de barítono pareció modularse extrañamente y producir ecos en el oído—. Creo que esto es algo que deben tomar en sus manos las autoridades locales.

lan le miró.

—No —respondió. Entonces posó sus ojos en Charley—. ¿Quién está de guardia?

—Ng'kok —repuso Charley.

lan presionó la tecla del intercomunicador de su escritorio.

—Póngame con el coronel Waru Ng'kok, en el Cuartel General del Campamento —ordenó.

—¿No? —repitió Moro—. No lo entiendo, Comandante. Podemos manejarlo nosotros. Es el Frente Azul, ¿sabe? Son una fuerza política proscrita...

Me acerqué por detrás de él y coloqué la mano sobre su hombro. Se interrumpió, para girarse.

—¡Oh, Tom! —exclamó con cierto alivio—. No le había visto. Me alegra de que se encuentre aquí...

Me puse el dedo en los labios. Era lo suficientemente buen político como para darse cuenta de que a veces es mejor callarse. Ahora lo hizo; y los dos miramos de nuevo a lan.

—...¿Waru? Le habla el Comandante de la Base, lan Graeme —decía lan por el teléfono—. Movilice a nuestros cuatro mejores Grupos de Rastreo; y elija a tres Fuerzas de sus tropas en activo para que rodeen Blauvain. Cierre todas las entradas a la ciudad. Dígale a estas tropas que pronto recibirán un informe completo de la situación.

Como soldados independientes y profesionales, bajo el mismo esquema contractual de los Dorsais —que los contratantes Exóticos respetaban para todos sus empleados militares—, los mercenarios tenían derecho a conocer el objeto y la meta de todas las órdenes que recibían acerca de cualquier acción militar. Si se producía un voto negativo del noventa y seis por ciento entre los hombres alistados que estuvieran involucrados en dicha acción, podían negarse a obedecer la orden. De hecho, y con un voto del cien por cien, podían obligar a sus oficiales a utilizarlos en una acción que ellos mismos exigieran. Sin embargo, no se conocía ni un sólo caso de total unanimidad. El contestador sobre el escritorio de lan emitió algo que yo no pude oír.

—No —replicó lan—, eso es todo.

Cortó la comunicación y bajó la mano para abrir un cajón de su escritorio. Extrajo un cinturón de armas —un cinturón de trabajo, de color marrón, diferente al que llevaba puesto antes Kensie—, con la pistola en la funda; poniéndose de pie, se lo colocó. Allí erguido, dominaba toda la habitación por encima de nosotros.

—Tom —comentó dirigiéndose a mí—, ponga a trabajar a su policía, y que averigüen lo que puedan. Dígales que se preparen a recibir órdenes de cualquiera de nuestros soldados, sin importar el rango que ostenten.

—No sé si poseo la autoridad necesaria para comunicarles eso —contesté.

—Acabo de otorgarle esa autoridad —respondió con calma—. A partir de este momento, Blauvain se encuentra bajo la ley marcial.

Moro se aclaró la garganta; yo alcé una mano para indicarle que permaneciera quieto. No había nadie presente en el despacho que ahora pudiera cuestionar la autoridad de lan, salvo el hombre de rostro tranquilo y la túnica azul. Miré a Padma en busca de ayuda, y él se volvió de mí hacia lan.

—Por supuesto, lan, se tomarán medidas adecuadas para que los soldados que conocieron a Kensie reciban satisfacción —intervino con suavidad Padma—, sin embargo, quizá la búsqueda de los culpables se realice mejor a través de la policía civil, sin ninguna ayuda militar.

—Me temo que no podemos dejarles la tarea a ellos —afirmó lan tajante. Se volvió hacia los otros dos oficiales Dorsai—. Chu, hazte cargo de las Fuerzas a las que acabo de ordenar que acordonen la ciudad. Charley, tú actuarás como Comandante de Campo en Funciones. Que todos los oficiales y soldados del campamento permanezcan en él, y haz que regresen los que están fuera. Usa el despacho anexo a éste. Esta tarde pondremos al tanto de lo ocurrido a las tropas. Chu puede hacerlo con las suyas a medida que los sitúe alrededor de la ciudad.

Los dos dieron media vuelta y se encaminaron a la puerta.

—¡Un momento, caballeros!

La voz de Padma sólo se alzó ligeramente. No obstante, la pareja de oficiales se detuvo y giró por un momento.

—Coronel ap Morgan, Comandante Moy —dijo Padma—, como oficial representante del Gobierno Exótico, que es su empleador, les relevo de la necesidad de seguir cualquier orden futura del Comandante lan Graeme.

Charley y Chu miraron más allá del Exótico, hacia lan.

—Adelante —les dijo lan. Se marcharon. lan se encaró con Padma—. Nuestros contratos estipulan que los oficiales y la tropa no están sujetos a la autoridad civil mientras se encuentren en servicio activo, en lucha contra un enemigo.

—Pero la guerra..., la guerra con los invasores Amistosos..., ha terminado —intervino Moro.

—Uno de nuestros soldados acaba de ser asesinado —repuso lan—. Hasta que se establezca la identidad de los asesinos, asumiré que aún estamos luchando contra el mismo enemigo.

De nuevo me miró.

—Tom —me dijo—. Puede ponerse en contacto con su Cuartel General de la Policía desde este escritorio. Tan pronto como lo haya hecho, preséntese ante mí en el despacho de al lado, donde envié a Charley.

Rodeó el escritorio y se marchó. Padma le siguió. Me acerqué a la mesa y llamé a mi propia oficina.

—¡Por el amor de Dios, Tom! —exclamó Moro dirigiéndose a mí mientras presionaba las teclas con el número de mi oficina y comenzaba a activar el dispositivo para que entrara en funcionamiento el engranaje de la policía—. ¿Qué está ocurriendo?

Yo me hallaba demasiado ocupado para responderle. Sin embargo, alguien no lo estaba.

—Hará que paguen por la muerte de su hermano —contestó Pel de forma salvaje desde el otro extremo de la habitación—. ¡Eso es lo que ocurre!

Casi me había olvidado de Pel. Moro debió olvidarlo por completo, ya que se volvió en redondo como si Pel hubiera aparecido en la escena a través de una nube de fuego y humo con olor a azufre.

—¿Pel? —inquirió—. Oh, Pel..., reúne a tu milicia de inmediato y ármala. Esta es una emergencia...

—¡Vete al infierno! —le contestó Pel—. No pienso mover ni un dedo para evitar que lan persiga a esos asesinos. Y tampoco nadie de la milicia que haya conocido a Kensie Graeme lo hará.

—¡Esto puede provocar que caiga el gobierno! —Moro estaba a punto de llorar—. Puede hacer que Santa María caiga en la anarquía; ¡y entonces el poder se le entregará en bandeja al Frente Azul!

—Eso es lo que este planeta se merece —afirmó Pel—, cuando permite que hombres como Kensie sean acribillados como perros..., ¡hombres que vinieron aquí a arriesgar sus vidas para salvar a nuestro gobierno!

—¡Estás más loco que estos mercenarios! —exclamó Moro mirándole con ojos furiosos. Entonces, un atisbo de esperanza iluminó sus apagadas facciones—. En realidad, lan parece bastante tranquilo. Tal vez él no...

—Echará abajo esta ciudad si tiene que hacerlo —interrumpió Pel con ira—. No te engañes.

Yo había acabado con mi llamada telefónica. Corté la comunicación y me levanté, mirando a Pel.

—Creí que me habías dicho que lan sólo estaba compuesto de hielo y agua —le dije.

—Y así es —contestó Pel—. Pero Kensie es su hermano gemelo. Eso es lo único que no podrá hacer a un lado. Ya lo verás.

—Espero y rezo para que no sea así —dije, saliendo de la oficina y dirigiéndome a la contigua, donde lan me esperaba.

Pel y Moro me siguieron; sin embargo, cuando llegamos a la puerta del otro despacho, había un soldado ante ella que sólo me permitió el acceso a mí.

—... Quiero un guardia en la habitación del hospital y una Fuerza que proteja al hospital en su conjunto —le comentaba lan con lentitud y deliberación a Charley ap Morgan cuando entré.

Se encontraba de pie delante de Charley, quien estaba sentado detrás del escritorio. Contra una pared, permanecía la silenciosa figura de la túnica azul que era Padma. lan se volvió para mirarme.

—Las tropas del campamento formarán dentro de una hora —comentó—. Charley se dirigirá hacia allí para informarles de lo que ha ocurrido. Me gustaría que fuera con él y estuviera sobre la plataforma a su lado en el momento en que se lo comunique.

Le devolví la mirada, alzando los ojos. Yo no había creído la afirmación de Pel de que aquel hombre era sólo hielo y agua. Pero ahora, por primera vez, comencé a dudar de mi opinión y a creer la de Pel. Si alguna vez existieron dos hermanos que parecieran las dos mitades opuestas de un único huevo, éstos eran Kensie e lan. Lo cierto es que ante mí se hallaba lan, con Kensie muerto —quizá la única persona viva de los once mundos habitados por seres humanos entre las estrellas que le había amado o comprendido—, y todavía no había mostrado ninguna emoción por la muerte de su hermano, del mismo modo que no lo habría hecho si hubiera descubierto alguna incorrección en la orden del día.

Se me ocurrió que tal vez se encontrara bajo los efectos de un shock emocional..., y que ésta era la causa de su antinatural calma. Pero el hombre al que miraba ahora no mostraba ninguno de los síntomas de alguien sometido a una presión interna. Me pregunté si el amor de un hombre por su hermano podía ocultarse tan profundamente que ni siquiera la muerte violenta de ese hermano fuera capaz de resquebrajar la superficie congelada del que continuaba con vida.

Si lan se hallaba conteniendo una emoción que en algún momento del cercano futuro explotaría, entonces todos nos encontrábamos en problemas. Mi policía de Blauvain unida a la milicia planetaria resultaban simples soldados de juguete comparados con estos profesionales. Sin el control Exótico para dirigirlos, todo el planeta estaba a su merced. Pero no tenía ningún sentido reconocer eso —incluso ante nosotros mismos— mientras poseyéramos una mínima sombra de independencia.

—Comandante —dije—, la milicia planetaria del General Pel Sinjin estuvo trabajando muy unida a las fuerzas de su hermano. Le gustaría encontrarse presente cuando se informe a sus soldados. También le gustaría asistir a Moro Spence, Alcalde de Blauvain y Presidente Vitalicio del Gobierno Planetario de Santa María. Estos dos hombres, Comandante, están tan involucrados en la situación como sus tropas.

lan me miró.

—El General Sinjin —repuso después de un momento—, por supuesto. Pero no nos hacen falta alcaldes.

—Santa María sí los necesita —aduje—. En realidad, ellos conforma nuestro Consejo Mundial: el grupo de alcaldes de las ciudades más importantes. Dé a entender que Moro y los demás no significan nada, y la poca autoridad que posean se desvanecerá en diez minutos. ¿Merece Santa María algo así por parte de usted?

Me pudo haber contestado que Santa María había sido la causante de la muerte de su hermano..., y que merecía cualquier cosa que él eligiera darle. Pero no lo hizo. Me habría sentido más seguro si lo hubiera hecho. A cambio, me miró como desde una distancia larga, muy larga, durante varios segundos, y luego a Padma.

—¿Está a favor de su propuesta? —le preguntó.

—Sí —repuso Padma.

lan me miró de nuevo.

—Entonces, tanto Moro como el General Sinjin pueden ir con usted —me dijo—. Charley se marchará de aquí por vía aérea en unos cuarenta minutos. Hasta entonces, le dejaré que vuelva a sus propias responsabilidades. Será mejor que nombre a alguien de la policía como enlace, y que permanezca en este despacho.

—Gracias —le contesté—. Lo haré.

Di media vuelta y salí del cuarto. Mientras lo hacía, escuché a lan a mi espalda dictando.

«... Todos los viajes que hayan de realizar los ciudadanos de la Ciudad de Blauvain quedarán restringidos a los absolutamente necesarios. Para ello, se pedirán pases militares. Los habitantes han de permanecer fuera de las calles. Cualquiera que se vea involucrado en alguna reunión pública, quedará sujeto a una investigación y, por tanto, al arresto. La Ciudad de Blauvain ha de reconocer el hecho de que ahora se encuentra bajo la ley marcial, no civil...”

La puerta se cerró detrás de mí. Vi que Pel y Moro esperaban en el corredor.

—Todo está bien —les comuniqué—, no estáis excluidos de la investigación..., de momento.

Cuarenta minutos más tarde despegábamos desde el techo del edificio: Charley y yo delante, en los asientos de los controles de un coche militar de enlace, con capacidad para ocho personas; Pel y Moro sentados atrás, entre los asientos de los pasajeros.

—Charley —le pregunté, en la intimidad que nos brindaba el aislamiento de la parte delantera del vehículo, una vez que estuvimos en el aire—. ¿Qué va a ocurrir?

Parecía concentrado en la pantalla de visión y durante un momento no me contestó. Cuando lo hizo, no giró la cabeza.

—Kensie y yo —me dijo con suavidad, casi ausente— crecimos juntos. La mayor parte de nuestras vidas tuvimos el mismo destino, trabajamos para las mismas personas.

Había pensado que conocía a Charley ap Morgan. Con su alegría, desde siempre me había parecido más humano, más alejado de esa imagen de semidiós de la guerra que ofrecían otros Dorsais como Kensie o lan..., o incluso oficiales de menor graduación, como Chu. Pero ahora se había distanciado junto con los demás. Sus palabras lo situaban más allá de mi alcance, en una tierra más fría, alta y distante donde sólo los Dorsai vivían. Era una tierra en la que yo no podía entrar y cuyas reglas nunca comprendería. Sin embargo, lo intenté otra vez.

—Charley —dije después de un momento de silencio—, eso no responde a mi pregunta.

Entonces me miró unos instantes.

—No sé lo que va a ocurrir —repuso.

De nuevo trasladó su atención a los controles. Volamos el resto del trayecto hacia el campamento sin hablar.

Cuando aterrizamos, hallamos a toda la Expedición formada. Estaban agrupados por Unidades en Batallones y Grupos; y sus uniformes de batalla de color pardo reflejaban destellos de luz bajo el sol de la tarde. No fue hasta que nos subimos a la plataforma que había delante de ellos que reconocí lo que significaban esos destellos. Habían acudido a la formación armados..., todos ellos, aunque aquello no iba incluido en las órdenes de lan. Las noticias sobre lo acontecido a Kensie habían llegado antes que nosotros. Miré a Charley; él no le prestaba atención alguna a las armas.

El sol caía sobre nosotros desde el sudoeste en un ángulo bajo. Las tropas formadas le daban la espalda a la vieja fábrica, y cuando Charley habló, los amplificadores recogieron su voz y la transportaron por encima de sus cabezas.

—Tropas de la Fuerza Expedicionaria Exótica de ayuda a Santa María —dijo—. Por orden del Comandante lan Graeme, se ordena esta reunión en el día ciento ochenta y siete de la Expedición en tierra de Santa María.

Las paredes de ladrillo devolvieron sus palabras con un eco apagado sobre los hombres de uniforme. Yo permanecía ligeramente más atrás, escuchando. Pel y Moro se hallaban detrás de mí.

—Lamento informarles —prosiguió Charley— que la actividad de francotiradores dentro de la Ciudad de Blauvain, en este día, aproximadamente a las trece horas, nos costó la vida del Comandante Kensie Graeme.

No surgió ningún sonido por parte de los hombres.

«Los francotiradores aún no han sido capturados o muertos. Ya que no han podido ser identificados, el Comandante lan Graeme ha ordenado que la situación de hostilidad, que se suponía finalizada, todavía permanezca en vigor. Blauvain ha sido puesta bajo la ley marcial, se han enviado fuerzas suficientes para que sellen la ciudad ante cualquier salida o entrada, y todas las personas bajo contrato Exótico con la Expedición, han sido llamadas de regreso a este campamento...”

Sentí el calor de un aliento en mi oído y la voz de Pel me susurró:

—¡Míralos! —exclamó—. Están preparados para marchar sobre Blauvain ahora mismo. ¿Crees que consentirán que Kensie sea asesinado en un pequeño mundo apestoso como el nuestro y no hacer que alguien pague por ello?

—Cállate, Pel —murmuré por la comisura de los labios. Pero él continuó.

—¡Míralos! —repitió—. Lo que aguardan es la orden de marcha..., de marchar sobre Blauvain. Y si Charley no termina por darla, explotará el infierno. ¿Ves cómo todos van armados?

—¡Correcto, Pel, como Blauvain no es tu ciudad! —fue el amargo murmullo de la voz de Moro—. Si desearan emprender la marcha sobre Castelmane, ¿sentirías lo mismo?

—¡Sí! —siseó Pel con fiereza—. Si vienen hombres aquí para arriesgar su vida por nosotros, y lo único que les damos es una muerte en las calles, ¿qué merecemos? ¿Qué merece cualquiera?

—¡Deja de analizarlo como si se tratara de un juicio! —replicó Moro duramente—. Es en Kensie en quien piensas..., eso es todo. Del mismo modo que esos hombres de ahí sólo están pensando en Kensie...

Intenté calmarlos de nuevo, luego me di cuenta de que en realidad daba igual. A todos los efectos, nosotros tres éramos invisibles detrás de Charley. La atención de los hombres allí formados se centraba en él, y sólo en él. Como Pel había dicho, únicamente aguardaban una orden; y sólo les importaba esa orden.

Era como permanecer enfrente de una enorme bestia herida de color pardo, lista para cargar en cualquier momento, aunque sólo fuera porque en la acción esperaba encontrar un alivio para el dolor que padecía. La impasible voz de Charley prosiguió, y cada palabra retornaba como el rechinar de pizarras secas que se frotaran entre sí en el eco producido por el muro de la fábrica. Pronunciaba una larga lista de órdenes que tenían que ver con el orden del campo y su transición de nuevo hacia la situación de máxima alerta.

Sentí cómo crecía la tensión a medida que se aproximaba al final de la lista sin especificar ninguna orden que pudiera indicar alguna acción por parte de la Expedición contra la ciudad en la que Kensie había muerto. Entonces, de repente, la lista acabó.

—... Eso da por concluidas —dijo Charley con el mismo tono invariable— las presentes órdenes concernientes a la presente situación. Le recordaré al personal de esta Expedición que, hasta el momento, la identidad de los asesinos del Comandante Graeme es desconocida. La policía civil está llevando a cabo todas las medidas necesarias para investigar el asunto; y es la opinión de sus oficiales que por ahora no se puede hacer nada más salvo prestarles toda nuestra cooperación. Existe la sospecha de que un grupo nativo y proscrito con ramificaciones políticas, conocido como el Frente Azul, puede haber sido el responsable del asesinato. Si ello se confirmara, debemos tener cuidado en saber distinguir entre aquellos habitantes de este mundo que son de verdad culpables de la muerte del Comandante Graeme de la gran mayoría de ciudadanos inocentes.

Dejó de hablar.

No surgió ni un sonido de los miles de hombres formados delante suyo.

—Muy bien, Brigada-Mayor —se dirigió Charley a uno de los oficiales formados entre los de graduación—. Despida a las tropas.

El Brigada-Mayor, que había permanecido como todos los demás, de cara a la plataforma, giró en redondo.

—¡Aten-ción! —restalló, y los sensores de amplificación de la plataforma llevaron su voz por encima de los hombres formados del mismo modo que lo habían hecho con la voz de Charley—. ¡Rompan filas!

La formación no se dispersó. Aquí y allí, se pudo distinguir alguna ligera oscilación en las filas; sin embargo, luego, esas figuras de pie, permanecieron de nuevo inmóviles. Durante un largo segundo, pareció como si nada más fuera a ocurrir, como si Charley y los soldados mercenarios que había delante de él fueran a permanecer mirándose hasta el día del Juicio Final..., pero entonces, en algún lugar entre los soldados, una solitaria y desafinada voz de bajo comenzó a cantar.

«Poco sabían de La hermandad...»

Otras voces se unieron a la primera con rapidez.

«... De la fe de los luchadores

Aquellos que para probar que su mentira era verdad

Colgaron al Coronel Jacques Chrétien...»

...Y de repente todas las filas que había ante nosotros se pusieron a cantar. Era una canción acerca del joven Coronel que había sido sentenciado a muerte hacía cien años, cuando los Dorsais comenzaban a surgir. Una ciudad de Nueva Tierra había empleado a una fuerza de Dorsais con el fin secreto de usarlos contra una fuerza enemiga superior de modo que fueran aniquilados con toda certeza..., haciendo así que fuera innecesario el pago de sus servicios a la vez que le causaban un daño considerable al enemigo. Pero a cambio, los Dorsais derrotaron al enemigo, y la ciudad, después de todo lo planeado, se enfrentó a la obligación de tener que pagarles. Para evitarlo, a las autoridades de la ciudad se les ocurrió la idea de acusar al Comandante Dorsai de haber tenido tratos con el enemigo y de aceptar un soborno para declarar una victoria por una batalla que nunca se libró. Era la técnica de la gran mentira; y quizá habría funcionado si no hubieran cometido el error de arrestar al Comandante para apoyar su historia.

En condiciones normales, no habría sido una canción a la que me hubiera opuesto. Sin embargo ahora —de repente— la sentí dirigida contra mí. Era para Pel, Moro, y yo mismo, lo que los soldados de la Expedición estaban cantando. Antes, casi me había sentido invisible en la plataforma detrás de Charley ap Morgan. Pero en este momento, nosotros tres, los civiles, constituíamos el foco de atención de cada par de ojos del campo..., nosotros, los civiles que éramos como aquellos civiles que colgaron a Jacques Chrétien; nosotros, que éramos ciudadanos de Santa María, iguales a quienquiera que hubiera disparado contra Kensie Graeme. Era como estar ante una rugiente boca de alguna enorme bestia dispuesta a tragarnos. Permanecimos mirándola, inmóviles.

Tampoco intervino Charley ap Morgan.

Él mismo aguardó en silencio, mientras las tropas continuaban con todas las estrofas de la canción hasta el final:

... La cuarta parte de las tropas de Rochmont

—Un batallón de Dorsais—

Fueron enviadas a la lucha, solas,

Con el fin de sangrar a Helmuth, y morir.

Mas mirad, mirad, desde las alturas de Rochmont

Sobre la llanura de Helmuth.

A todos sus soldados bien pertrechados

Vencidos o muertos por los Dorsal.

Bajad la vista, bajadla, ante la vergüenza de Rochmont,

Que para ocultar el daño que había producido,

Proclamó que Helmuth sobornó a los Dorsais...

Y que ninguna batalla se había ganado.

Para probar esa mentira, los Señores de Rochmont

Arrestaron a Jacques Chrétien,

Bajo el cargo de tratar con los Jefes de Helmuth

El pago de sus hombres.

Pero el Comandante Arp Van Din decía:

«No podéis juzgar a los Dorsai,

Devolvednos a nuestro Coronel antes del amanecer,

O la ciudad de Rochmont desaparecerá.»

Fuerte detrás de sus muros,

Rochmont, desdeñosa, respondió condenándole,

Y al amanecer, colgó al joven

Coronel Jacques Chrétien.

Luminoso, luminoso el sol aquella mañana se alzó,

Y resplandeció sobre cada muro pertrechado.

Mas cuando el sol se puso por el oeste,

Sus murallas habían sido derribadas.

Entonces suave y blanca la luna surgió

Sobre calles y techos no manchados,

Pero cuando esa luna descendió de nuevo

Ninguna calle o techo quedó.

Ya no existe una ciudad llamada Rochmont,

Como tampoco sus hombres.

Mas se erige un monumento Dorsai

Al Coronel Jacques Chrétien.

Transmitid el relato de mundo en mundo,

Solo, Dorsai todavía permanece.

Y mientras viva, ningún habitante suyo

Perecerá por el daño ajeno.

Poco sabían de la hermandad

—De la fe de los luchadores—

Aquellos que para probar que su mentira era verdad

¡Colgaron al Coronel Jacques Chrétien!

La canción terminó. Una vez más permanecieron en silencio..., en un terrible silencio. Sobre la plataforma, Charley se movió. Dio medio paso hacia adelante y los sensores recogieron de nuevo su voz y la amplificaron por encima de los hombres que esperaban.

—¡Oficiales! Al frente y al centro. ¡De cara a sus hombres!

Desde el extremo de cada fila avanzaron figuras. Los oficiales reclamados dieron un paso al frente, giraron y marcharon hasta un punto opuesto al de las filas que habían encabezado, donde dieron media vuelta otra vez y aguardaron en posición de firmes.

—Preparados para abrir fuego.

Las armas en las manos de los oficiales se situaron al nivel de la cintura, con los cañones apuntando directamente a los hombres que había enfrente de ellos. El aire en mi pecho de repente se solidificó. No habría podido inhalar o exhalar aunque lo hubiera intentado. Había oído mencionar algo parecido pero nunca lo creí, y jamás soñé que yo estaría presente para contemplarlo. Por el rabillo del ojo podía ver el ángulo del rostro de Charley ap Morgan, y en todos los aspectos ahora se trataba de una cara Dorsal. Habló de nuevo.

—La orden de rompan filas ha sido dada —sonó la voz de Charley, desbordando su eco sobre los silenciosos hombres—, y no se obedeció. La orden será repetida teniendo en cuenta los principios del Tercer Artículo del Convenio del Soldado Profesional. Los oficiales abrirán fuego sobre cualquiera que se niegue a obedecer.

Surgió una especie de apagado suspiro que recorrió a todos los hombres, seguido del breve traqueteo de los seguros al ser quitados de las armas de los hombres formados. Permanecieron contemplando a sus oficiales directos y a los que no lo eran en este momento..., todos camaradas y viejos amigos. Sin embargo, todos profesionales. No aguardarían impasibles hasta ser ejecutados si el caso llegaba hasta ese extremo. El aire de mi pecho era ahora tan sólido que me producía dolor, como la presión de un objeto pesado e irregular oprimiendo mis costillas. En diez segundos todos podríamos estar muertos.

—Brigada-Mayor —pronunció la segura voz de Charley—. Despida a sus tropas.

El Brigada-Mayor, quien una vez más había girado para mirar a Charley cuando éste se dirigió a él, se volvió de nuevo de cara al grupo de hombres en formación.

—¡Rompan... —En la voz del Brigada-Mayor tampoco se percibía cambio alguno—... filas!

Las formaciones se disgregaron. Al unísono las filas se rompieron, los soldados que las componían dieron media vuelta, los oficiales de servicio y los que no lo estaban bajaron las armas que habían alzado ante la anterior orden de Charley. El aliento largo tiempo contenido salió de mis pulmones de manera tan brusca que me raspó la garganta. Me volví hacia Charley pero ya se encontraba en medio de las escaleras que bajaban de la plataforma, tan impasible como lo había estado durante los últimos minutos. Tuve que correr para alcanzarlo.

—¡Charley! —exclamé al alcanzarle.

Giró el rostro para mirarme mientras seguía caminando. De repente me di cuenta de lo pálido y sudoroso que me encontraba. Intenté reírme.

—Gracias a Dios que esto acabó —comenté.

—¿Acabar? —sacudió la cabeza—. No ha terminado, Tom. Los hombres alistados ahora deben estar votando. Es su derecho.

—¿Votar? —el mundo, durante un segundo, no tuvo sentido para mí. Súbitamente, cobró demasiado sentido—. ¿Quiere decir... que tal vez voten marchar sobre Blauvain, o algo por el estilo?

—Quizá..., algo así —repuso.

Le miré con ojos fijos.

—¿Y después? —inquirí—. Usted no..., si el resultado es la marcha sobre Blauvain... ¿qué haría?

Me contempló casi con frialdad.

—Conducir a mis tropas —contestó.

Me detuve. Totalmente inmóvil, le observé alejarse de mí. Una mano tiró de mi codo; di media vuelta para ver que Pel y Moro ya habían llegado hasta mi posición. Era Moro el que tenía su mano en mi brazo.

—Tom —dijo Moro—. ¿Qué hacemos ahora?

—Ver a Padma —afirmé—. Si él no puede hacer nada, no conozco a nadie que pueda.

Charley no iba a volver de inmediato a Blauvain. Ya se encontraba en una reunión de Estado Mayor junto a los demás oficiales, quienes no tenían derecho a votar de acuerdo con el Convenio. Nosotros tres, los civiles, tuvimos que pedir un vehículo terrestre del parque automotor del campamento.

La mayor parte del trayecto de regreso a la ciudad transcurrió en silencio. De nuevo yo me hallaba ante los controles, con Pel a mi lado. Justo antes de que llegáramos a la parte oeste de la ciudad, Moro, que había viajado en el asiento posterior, se inclinó hacia adelante para situar su cabeza entre nosotros dos.

—Tom —dijo—, tendrás que poner a tu policía en alerta especial. Y tú, Pel, tienes que movilizar a la milicia..., de inmediato.

—Moro —repliqué..., y de repente me sentí tremendamente cansado, casi a punto de caer exhausto—. Cuento con menos de trescientos hombres, de los cuales, el noventa y nueve por ciento no tiene nada más excitante como experiencia que rellenar impresos, hacerse cargo de un incendio, un accidente o una disputa familiar. No se enfrentarían a esos mercenarios ni aunque yo se lo ordenase.

—Pel —dijo girando hacia él—, tus hombres son soldados. Han estado en el campo de batalla con estos mercenarios... Pel se rió en su cara.

—Hace cien años, un batallón de Dorsais se apoderó de una ciudad fortificada —Rochmont— simplemente con un puñado de piezas de artillería ligera. Esta es una brigada —seis batallones—, equipada con las mejores armas que los Exóticos han podido adquirir..., enfrentada a una ciudad que no posee ninguna defensa, ya sea natural o artificial. ¿Y tú quieres que mis dos mil milicianos intenten detenerles? No existe ninguna fuerza en Santa María que pueda frenar a esos soldados profesionales.

—En Rochmont todos eran Dorsais... —comenzó Moro.

—¡Por el amor de Dios! —gritó Pel—, Estos están comandados por Dorsais, los mejores mercenarios que se puedan encontrar. Tropas de élite..., los Exóticos no contratan a nadie peor por miedo a que ellos se vean obligados a tocar un arma y así dañar su iluminación... ¡o lo que demonios sea! ¡Enfréntate a ello, Moro! Si las tropas de Kensie desean masticarnos, lo harán. ¡Y no hay nada que tú o yo podamos hacer al respecto!

Moro no pronunció palabra durante largo tiempo. La última frase de Pel casi tuvo un deje histérico. Cuando el Alcalde de Blauvain habló de nuevo, lo hizo con calma.

—Por Dios que me gustaría saber por qué deseas con tanta intensidad que ocurra —comentó.

—¡Vete al infierno! —exclamó Pel—. ¡Vete...

Coloqué la marcha del vehículo en punto muerto y nos detuvimos, cayendo sobre la hierba cuando el colchón de aire perdió presión. Miré a Pel.

—Eso es algo que también a mí me gustaría saber —repuse—. De acuerdo, te gustaba Kensie. Y a mí. Pero a lo que nos enfrentamos es a una amenaza que incluye desde la destrucción de una ciudad a la posible masacre de unas doscientas mil personas. ¿Todo ello sólo por la muerte de un hombre?

El rostro de Pel pareció amargado y cansado.

—Nosotros, los de Santa María, no servimos para nada —habló con voz apagada—. Somos un pequeño y cómodo mundo agrícola que, desde que fue colonizado, lo único que ha hecho ha sido pedir ayuda a gritos a los Exóticos cada vez que se presentaba algún problema. Y los Exóticos siempre nos han sacado de aprietos, sólo porque nos encontramos en el mismo sistema solar que ellos. ¿Para qué servimos? ¡Para nada! ¡Por lo menos los Dorsai y los Exóticos tienen algún valor..., alguna utilidad!

Se apartó de Moro y de mí; no conseguimos que volviera a pronunciar palabra.

Proseguimos nuestro trayecto hacia la ciudad, donde, para mi alivio, por fin me pude deshacer de Pel y de Moro; luego me dirigí al Cuartel General de la Policía y me hice cargo de la situación.

Tal como había supuesto, era bastante necesario que alguien se encargara de la gestión inmediata de los diferentes asuntos, pero, había subestimado en gran manera la necesidad de que alguien pusiera orden. Pensé que con dos o tres horas tendría la situación bajo control, para luego quedar libre y poder buscar a Padma. Sin embargo, casi me llevó siete horas aplacar el pánico, organizar la confusión y dotar de algún objetivo y orden a las operaciones de mi gente, incluidos los que estaban fuera de servicio y que se habían presentado para un servicio de emergencia. En realidad, eran pocas nuestras obligaciones en aquel momento: simplemente, patrullar las calles y verificar que los ciudadanos permanecieran fuera de ellas y fuera del camino de los mercenarios. No obstante, requirió siete horas conseguir que la operación comenzara a funcionar; y al final de ese tiempo, aún no me encontraba libre para buscar a Padma, sino que tuve que responder a una serie de llamadas que solicitaban mi presencia junto al grupo de detectives asignados para trabajar con los mercenarios en el rastreo de los asesinos.

Conduje despacio a través de las vacías calles nocturnas; llevaba las luces de emergencia conectadas y el emblema oficial de mi coche de policía visiblemente iluminado. Sin embargo, tres veces fui detenido e inspeccionado por grupos de tres a cinco mercenarios, vestidos con trajes de combate y completamente armados, que surgieron de forma inesperada. La tercera vez, el Jefe de Grupo al mando de los soldados que me detuvieron, se unió a mí en el coche. Después de eso, cuando por dos veces nos encontramos de nuevo con grupos militares, él se asomó por la ventana derecha para que le vieran; y en ambas ocasiones nos hicieron señas para que prosiguiéramos.

Por fin llegamos a un bloque de naves y, situado, en la parte norte de la ciudad; y nos detuvimos en una en especial. El interior de su enorme estructura, que provocaba ecos, estaba vacía salvo por unos cien metros cuadrados de maquinaria de recolección agrícola empaquetada en la primera de sus tres plantas. Encontré a mis hombres en la segunda planta, en los transparentes cubículos que constituían las oficinas del edificio y en apariencia no hacían nada.

—¿Qué ocurre? —pregunté cuando los vi.

No sólo estaban ociosos, también parecían descontentos.

—No hay nada que podamos hacer, Superintendente —repuso el teniente detective al mando: se trataba de Lee Hall, un hombre que conocía desde hacía dieciséis años—. No podemos mantener su ritmo, aunque nos dejaran.

—¿Mantener? —inquirí.

—Sí, señor —dijo Lee—. Venga, se lo mostraré. De todas formas, nos dejan observar.

Me condujo fuera de las oficinas hasta la última planta de la nave, un espacio enorme y vacío, con unas pocas cajas de embalaje desperdigadas entre montones de materiales nuevos de envoltura. En un extremo, luces portátiles iluminaban cierta zona con una despiadada luz de color azul-blanco que hacían que las sombras proyectadas por los hombres y las cosas adquirieran la apariencia necesaria de solidez como para llegar a creer que se podría tropezar con ellas. Me llevó hacia la luz hasta que un Jefe de Grupo se adelantó para bloquearnos el camino.

—Hasta aquí, teniente —le dijo a Lee. Me miró.

—Este es Tomas Velt, Superintendente de la policía de Blauvain.

—Es un placer conocerle, señor —el Jefe de Grupo se dirigió a mí—. Pero usted y el teniente tendrán que permanecer aquí si desean ver lo que ocurre.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Una reconstrucción —contestó el Jefe de Grupo—. Ese es uno de nuestros Equipos de Cazadores.

Me volví para observar. En el resplandor blanco de la luz se encontraban cuatro mercenarios. A primera vista parecían estar ocupados en alguna extraña danza o una representación de mimo. Se hallaban separados por cortos espacios; primero se movía uno, luego otro, en cada ocasión un trecho ínfimo..., tal vez como si pretendiera haberse levantado de una silla inexistente y se acercara a una mesa igualmente inexistente, para luego volverse de cara a los demás. Momento en el que otro hombre avanzaba y en apariencia hacía algo en la misma mesa invisible junto a él.

—Los hombres de nuestros Equipos de Cazadores son en esencia rastreadores, Superintendente —me explicó el Jefe de Grupo en voz baja al oído—. Sin embargo, algunos equipos resultan mejores que otros en determinados entornos. Estos hombres pertenecen a un equipo que trabaja bien en interiores.

—¿Pero qué están haciendo?

—Reconstruyendo lo que realizaron los asesinos cuando estuvieron aquí —respondió el Jefe de Grupo—. Cada uno de los tres hombres del equipo capta la señal de uno de los asesinos, mientras el cuarto los observa, ejerciendo como coordinador.

Le miré. En una manga llevaba el emblema de los Dorsais, pero ofrecía un aspecto corriente, como yo o alguno de mis detectives. Estaba claro que se trataba de un inmigrante de primera generación; lo que explicaba el porqué tenía los galones de un oficial no comisionado junto al otro emblema.

—¿Qué clase de señales están rastreando? —pregunté.

—En su mayoría, cosas pequeñas —sonrió—. Cosas insignificantes..., algunas ni usted ni yo seríamos capaces de verlas aunque nos las señalaran. A veces no hay nada, y tienen que empezar basándose sobre una corazonada..., es ahí donde ayuda el coordinador —Se compuso de nuevo—. Parece magia negra, ¿verdad? Incluso a mí me lo parece a veces, y llevo catorce años siendo Dorsai.

Observé a las figuras en movimiento.

—Dijo..., tres —comenté.

—Así es —respondió el Jefe de Grupo—. Hubo tres francotiradores. Les hemos seguido la pista desde el edificio en que dispararon hasta aquí. Este era su cuartel general..., el lugar en el que se reunieron justo antes del asesinato. Hay señales de que, por lo menos, permanecieron aquí un par de días a la espera.

—¿A la espera? —repetí—. ¿Cómo sabe que eran tres y que estuvieron esperando?

—Hemos descubierto un montón de signos repetitivos, producto de acciones habituales. Señales de camas de campaña, de alimentos para un determinado número de comidas. Señales de lubricante de metal que muestran que se desmontaron armas allí. Huellas de un teléfono portátil privado..., seguro que esperaron una llamada telefónica de alguien que les avisó que el Comandante había salido del campamento.

—¿Pero cómo sabe que sólo eran tres?

—Únicamente hay señales de tres individuos —repuso—. Tres: todos grandes para los cánones de su mundo, todos por debajo de los treinta años. El más corpulento tenía cabello negro y barba. Él fue el que no se cambió de ropa durante una semana... —El Jefe de Grupo olió el aire—. ¿Le huele?

Me concentré en oler la atmósfera.

—No capto nada —contesté.

—Hmm —el Jefe de Grupo pareció sombríamente complacido—. Quizá esos catorce años me han servido después de todo. Su hedor flota en el aire con claridad. Es una de las evidencias que nuestro Equipo de Cazadores siguió hasta este lugar.

Dirigí mis ojos hacia Lee Hall, luego, de nuevo, al soldado.

—No necesita a mis detectives para nada, ¿verdad? —inquirí.

—No, señor —me miró a la cara—. Aunque supusimos que a usted le gustaría que estuvieran con nosotros. Está bien.

—Sí —acepté.

Me marché. Si mis hombres no eran requeridos, tampoco lo era yo; y no disponía de tiempo para quedarme en un sitio en el que resultara inútil mi presencia. Aún debía hablar con Padma.

Pero no fue fácil localizar al Unificador. La Embajada Exótica no pudo o no quiso decirme dónde se hallaba; y el Cuartel General de la Expedición en Blauvain también me aseguró no saberlo. Como una cuestión de trabajo policial rutinario, mi propio departamento mantenía localizadas a todas las personas importantes de otros mundos, por ejemplo, los hermanos Graeme y el Unificador, mientras estaban en la ciudad. No obstante, en este caso no existía ningún informe de Padma que indicara que hubiera abandonado la habitación en la cual le vi por última vez junto a lan Graeme al comienzo del día. Finalmente, tomé la determinación de llamar al mismo lan y preguntarle si Padma se encontraba con él.

La respuesta fue un seco «no». Eso lo aclaraba. Si Padma estaba con él, un Dorsai como lan se hubiera negado a responder antes que pronunciar una mentira directa. Me rendí. Sentía la cabeza ligera debido a la fatiga y me dije a mí mismo que iría a casa a dormir unas horas, para intentarlo de nuevo después.

De modo que, acompañado por uno de los soldados profesionales en mi vehículo policial para que respondiera por mí en los bloqueos, regresé a mi oscuro apartamento; y cuando por fin me encontré solo, descubrí allí a Padma aguardándome, sentado en uno de mis sillones flotadores.

La sorpresa de encontrármelo en el lugar más insospechado resultó como un mazazo sólido..., aunque más parecido a una explosión emocional de lo que yo hubiera creído. Fue como ver a un fantasma, el fantasma de alguien de cuyo funeral acabaras de regresar. Me quedé de pie mirándole.

—Lamento asustarle, Tom —dijo—. Lo sé, iba a servirse una copa y a olvidarse de todo por unas horas. Así que, de cualquier forma, ¿por qué no se sirve la copa?

Con la cabeza me indicó el bar empotrado en una de las esquinas de la sala de estar del apartamento. Nunca lo usaba a menos que tuviera invitados; aunque siempre estaba bien provisto..., ese era parte del acuerdo de mantenimiento. Me acerqué y oprimí unas teclas, solicitando un brandy solo y agua. Sabía que no serviría de nada ofrecerle alcohol a Padma.

—¿Cómo entró aquí? —pregunté dándole la espalda. —Le dije a su portero que usted me estaba buscando —contestó Padma—. Me dejó pasar. Los Exóticos no somos tan corrientes en su mundo como para que no me reconociera.

Bebí media copa de un trago, regresé con el resto y me senté en un sillón enfrente de él. La luz ambiental del apartamento se había activado de forma automática cuando la noche oscureció las ventanas. Era una iluminación suave, que salía de las esquinas del techo y de pequeñas aberturas dispersas en nichos en las paredes. Bajo ella, con su túnica azul, con su rostro sin edad, Padma tenía el aspecto de un Buda, más allá de las tormentas normales y humanas de la vida.

—¿Qué está haciendo aquí? —le pregunté—. Le busqué por todas partes.

—Esa es la razón de que me encuentre aquí —repuso Padma—. Tal como está la situación, querrá pedirme que le ayude a resolverla. De manera que deseaba verle lejos de cualquier lugar donde usted pudiera echar la culpa de mi negativa a las presiones externas.

—¿Negativa? —repetí. Probablemente fuera mi imaginación, pero el brandy y el agua que ya había bebido parecía habérseme subido a la cabeza. Me sentía como flotando e irreal—. ¿Ni siquiera va a escucharme primero antes de decirme que no?

—Mi esperanza —expuso Padma— es que sea usted quien me oiga primero, Tom, antes de rechazar lo que tengo que decirle. Usted cree que yo puedo presionar a lan Graeme para que traslade a sus soldados a medio mundo de distancia de Blauvain, o que, por lo menos, haga que la situación se aparte del momento crítico en que se encuentra. Pero la verdad es que no puedo; e incluso si estuviera en mis manos, no lo haría.

—No lo haría —repetí atontado.

—Así es. No lo haría. Pero no se debe a una simple cuestión de elección personal. Durante cuatro siglos, Tom, nosotros, los estudiosos de las Ciencias Exóticas, le hemos estado diciendo al resto de los seres humanos que nuestro grupo está comprometido con un futuro, con los mecanismos de la historia tal como es. Es cierto que los Exóticos ahora poseemos una técnica de cálculo, que se llama ontogenética, que nos ayuda a resolver cualquier momento presente o predicho en sus factores históricos más amplios. No hemos ocultado la posesión de esas técnicas. Sin embargo, eso no quiere decir que podamos controlar lo que sucederá, especialmente mientras otros hombres aún tienden a rechazar la esencia de lo que nosotros usamos en nuestro trabajo: el concepto de un esquema global y cambiante que nos involucra a todos nosotros y a nuestras vidas.

—Yo soy católico —intervine—. No creo en la predestinación.

—Tampoco en Kultis o Mará creemos en ella —dijo Padma—. Pero sí creemos en la física de la acción e interacción humanas, que pensamos funciona en una cierta dirección, hacia una meta que consideramos cercana, a menos de cien años..., si, de hecho, no la hemos alcanzado aún. El movimiento hacia ese objetivo ha ido desarrollándose al menos durante los últimos mil años; y en este momento el ímpetu de sus fuerzas es enorme. Ningún individuo aislado o grupo de individuos posee ahora el peso específico necesario como para oponerse o desviar a ese movimiento de su camino. Sólo algo mayor que un ser humano tal como lo conocemos podría hacerlo.

—Claro —repuse. La copa en mi mano estaba vacía. No recordaba haber bebido el resto de su contenido; sin embargo, el alcohol me relajaba de la tensión y el cansancio. Me puse de pie, volví al bar y retorné con una copa llena, mientras Padma aguardó en silencio—. Claro, lo entiendo. Usted cree que ha localizado una corriente histórica aquí; y no desea interferir por miedo a estropearla. Una bonita excusa para no hacer nada.

—No es una excusa, Tom —contestó Padma; había algo diferente en su voz, como la nota profunda de un gong, que de un soplo desvaneció los vahídos del brandy, me devolvió la claridad y me hizo mirarle—. No le estoy diciendo que no quiera hacer nada en esta situación. Le digo que no puedo hacer nada. Incluso si lo intentara, no serviría en absoluto. No sólo para usted esta situación resulta demasiado complicada; lo es para todos.

—¿Cómo lo sabe si no lo intenta? —pregunté—. Déjeme que le vea probarlo y comprobar que no ha funcionado. Tal vez entonces le crea.

—Tom —dijo—, ¿puede usted alzarme de esta silla? Mis ojos parpadearon. Yo no soy un Dorsai, como creo que ya expuse, pero sí soy corpulento y alto para los cánones de mi mundo, lo que, en este caso, significaba que medía bastantes centímetros más que Padma y quizá le sobrepasara en un cuarto más de su peso. Tampoco quedaba la menor duda de que yo era más joven; y durante toda mi vida había realizado ejercicios físicos para mantenerme en forma. Podría haber alzado a alguien de mi mismo peso de aquella silla sin ningún problema, y Padma era más liviano. —Sí, a menos que estuviera atado a ella —repuse. —No lo estoy —se incorporó un momento y luego se sentó de nuevo—. Intente levantarme, Tom.

Dejé mi copa, me acerqué a su flotador y me coloqué a su espalda. Crucé mis brazos alrededor de su cuerpo, por debajo de las axilas, y traté de alzarle..., al principio con suavidad, luego con toda mi fuerza.

No sólo no pude levantarle, sino que ni siquiera le moví. Si hubiera sido una estatua de piedra de tamaño natural habría esperado una mejor reacción en respuesta a mis esfuerzos.

Finalmente, jadeando, me rendí y me separé de él.

—¿Cuánto pesa? —demandé.

—No más de lo que usted piensa. Siéntese otra vez, Tom... —Lo hice—. No deje que esto le moleste. Es un truco, por supuesto. No, no se trata de un truco mecánico, sino fisiológico..., no obstante, sigue siendo un truco, que ha sido realizado ocasionalmente en los escenarios, por lo menos durante los últimos cuatrocientos años.

—Póngase de pie —le pedí—. Deje que lo intente de nuevo.

Así lo hizo. Yo también. Seguía siendo inamovible.

—Ahora —comentó cuando me rendí por segunda vez—, pruebe una vez más. Verá que puede alzarme.

Me sequé la frente, puse mis brazos alrededor suyo y tiré hacia arriba con toda mi fuerza. Casi le lanzo contra el techo. Atontado, lo deposité en el suelo.

—¿Lo ve? —inquirió al sentarse en el sillón—. Así como yo sabía que usted no podría alzarme a menos que yo le dejara, también sé que no hay nada que yo pueda hacer para alterar los acontecimientos actuales en Santa María dada la dirección por la que van. Sin embargo, usted sí que puede hacerlo.

—¿Yo? —le miré asombrado y, en ese momento, exploté—. Entonces, por el amor de Dios, dígame cómo.

Sacudió la cabeza despacio.

—Lo siento, Tom —repuso—, pero no puedo. Sólo sé que, en términos ontogenéticos, la situación actual le muestra a usted como un personaje central. En usted, como un punto, el haz de fuerzas humanas concentradas aquí e inclinadas hacia la destrucción por otro personaje central semejante, pueden ser redirigidas de nuevo hacia un esquema histórico general con un mínimo de daño. Se lo explico para que, al ser consciente de ello, permanezca al acecho de las oportunidades que se presenten para esa tarea de redirección. Eso es todo lo que puedo hacer.

De modo increíble, con esas palabras se puso de pie y se encaminó a la puerta del apartamento.

—¡Un momento! —exclamé, y él se detuvo, girando momentáneamente—. ¿Quién es este otro personaje central?

Padma sacudió de nuevo la cabeza.

—No le serviría de nada saberlo —contestó—. Le doy mi palabra de que ahora se halla muy lejos de la situación y no se acercará a ella. Ni siquiera se encuentra en el planeta.

—¡Uno de los asesinos de Kensie! —exclamé—. ¡Y ha abandonado el planeta!

—No —comentó Padma—. No. Los hombres que asesinaron a Kensie únicamente han actuado como instrumentos en estos acontecimientos. Si ninguno de ellos hubiera existido, otros habrían ocupado su lugar. Olvide a ese otro personaje central, Tom. Él no estaba al mando de la situación que creó más de lo que usted lo está aquí y ahora. Simplemente, al igual que usted, se encontraba en una posición que le posibilitaba la libre elección. Buenas noches.

Con esas últimas palabras se marchó repentinamente. Hasta el presente no me resulta posible recordar si se movió con insólita velocidad, o si, simplemente, por alguna razón que ahora no puedo recordar le dejé marchar. Lo único cierto es que, de súbito, me encontré solo.

La fatiga me inundó como las pesadas olas de algún océano de mercurio. Trastabillé hacia el dormitorio, caí sobre mi colchón de aire y eso es todo lo que recuerdo hasta —sólo pareció un segundo después— que me despertó el martilleo del sonido del teléfono en mis oídos.

Extendí el brazo, busqué en la mesilla de noche y activé el interruptor.

—Aquí Velt —repuse con pesadez.

—Tom..., soy Moro. ¿Tom? ¿Eres tú, Tom?

Me pasé la lengua por los labios, tragué saliva y hablé de forma más comprensible.

—Soy yo —contesté—. ¿A qué se debe tu llamada?

—¿Dónde has estado?

—Durmiendo —dije—. ¿A qué se debe la llamada?

—He de hablar contigo. ¿Puedes venir...?

—Ven tú aquí —comenté—. Tengo que levantarme, vestirme y tomar algo de café antes de que pueda ir a algún lugar. Podemos hablar mientras lo hago.

Corté. Él todavía decía algo al otro extremo de la línea, pero en ese momento no me importaba lo que fuera.

Saqué mi cuerpo muerto de la cama y comencé a moverme. Estaba vestido y con el café preparado cuando llegó.

—Toma una taza.

Se la empujé cuando se sentó conmigo a la mesa del porche. La cogió de modo automático.

—Tom... —comenzó. La taza temblaba en su mano cuando la levantó para beber rápidamente antes de depositarla otra vez sobre la mesa—. Tom, tu perteneciste en su momento al Frente Azul, ¿no es cierto?

—¿No pertenecimos todos? —repliqué—. Cuando nosotros y el movimiento éramos jóvenes y parecía un equipo idealista organizado con el fin de poner algún orden y sistema en nuestro gobierno mundial.

—Sí, sí, por supuesto —repuso Moro—. Lo que quiero decir es que, si una vez fuiste miembro de él, quizá conoces a alguien con quien puedas contactar ahora...

Comencé a reírme. Me reí tan fuerte que tuve que soltar la taza para que no se volcara el contenido.

—Moro, ¿no se te ocurre nada mejor que eso? —pregunté—. Si supiera quiénes son los actuales dirigentes del Frente Azul, estarían en la cárcel. El comisionado de policía de Blauvain, la cabeza visible de las fuerzas del orden de nuestra capital, es la última persona con la que el Frente Azul entraría en contacto actualmente. Primero se dirigirían a ti. Tú también en su momento fuiste militante, en los días de la universidad, ¿lo recuerdas?

—Sí —reconoció miserablemente—. Sin embargo, tal como dices, hoy en día no estoy al corriente de su actividad. Creí que quizá tú tuvieras informadores, o sospechas que no pudieras probar, o...

—Nada de eso —dije—. De acuerdo. ¿Por qué deseas saber ahora quién dirige el Frente Azul?

—Pensé en hacerles un llamamiento, instándoles a que entregaran a los asesinos de Kensie Graeme..., para salvar a la gente de Blauvain. Tom... —me miró con fijeza—. Hace una hora, los hombres alistados en los mercenarios votaron para saber si exigirles a sus oficiales que les condujeran contra la ciudad. En más del noventa y cuatro por ciento, votaron a favor. Y Pel..., Pel finalmente ha movilizado a su milicia; sin embargo, no creo que su intención sea la de ayudarnos a nosotros. Durante todo el día ha intentado ponerse en contacto con lan.

—¿Todo el día? —miré la hora en la unidad de mi muñeca—: 4:25..., —¿ahora son las 4:25 de la tarde?

—Sí —corroboró Moro, mirándome—. Creí que lo sabías.

—¡No quería dormir tanto! —Salté de la silla y me encaminé hacia la puerta—. ¿Pel está tratando de ver a lan? Cuanto antes vayamos a verle nosotros, mejor.

De modo que nos marchamos. Pero llegamos demasiado tarde. Cuando arribamos al Cuartel General de la Expedición y logramos pasar por delante de los oficiales de menor graduación hasta la puerta del despacho de lan, Pel ya se hallaba con él. Aparté al Jefe de Unidad que nos frenaba el paso y entré, seguido de Moro. Pel estaba en pie de cara a lan, que se sentaba detrás de un escritorio rodeado de pilas de cintas de informes. Se incorporó cuando Moro y yo aparecimos.

—Esta bien, Jefe de Unidad —le comunicó al oficial que permanecía detrás nuestro—. Tom, me alegro de que haya venido. Aunque usted, señor Alcalde..., si no le importa esperarnos fuera, le veré en unos minutos.

Moro tenía poco que hacer salvo salir de nuevo. Cuando la puerta se cerró a su espalda, lan me indicó una silla al lado de Pel, y él también se sentó.

—Prosiga, General —invitó a Pel—. Repita lo que había comenzado a contarme en beneficio de Tom.

Pel me miró de forma salvaje por el rabillo del ojo antes de responder.

—Esto no tiene nada que ver con el Comisionado de Policía de Blauvain —repuso—, o con cualquier otra persona de Santa María.

—Repítalo —insistió lan.

No alzó la voz. La orden simplemente constituía un muro de hierro puesto en el camino de Pel, que le obligaba a retroceder. Pel me miró una vez más de manera sombría.

—Estaba diciendo —comenzó— que si el Comandante Graeme se dirigiera al campamento y hablara a los hombres, con toda seguridad conseguiría que votaran por unanimidad. —¿Votaran por unanimidad qué? —inquirí. —Una búsqueda casa por casa en la zona de Blauvain —respondió lan.

—La ciudad ha sido acordonada —intervino Pel rápidamente—. Una búsqueda así descubriría a los asesinos en cuestión de horas, si toda la fuerza expedicionaria se dedicara a ello.

—Seguro —afirmé—, y, junto con los asesinos reales, aparecerían unos cuantos centenares de sospechosos de asesinato, o gente que se asustó o corrió por razones diferentes, y que serían muertos o heridos por las tropas. Eso sin contar con que el Frente Azul no se aprovechara de la oportunidad —lo cual sin lugar a dudas harían— para empezar una lucha armada con los soldados en las calles de la ciudad.

—¿Y qué si es así? —preguntó Pel, dirigiéndose a lan más que a mí—. Sus tropas pueden enfrentarse a cualquier contingente del Frente Azul. Y de paso le harían un favor a Santa María al eliminarlos.

—Siempre que el asunto no acabara en un aniquilamiento de toda la población civil de la ciudad —intervine yo.

—¿Acaso quieres dar a entender, Tom —arguyó Pel—, que las tropas Exóticas no pueden ser controladas por...?

lan le paró en seco.

—Su sugerencia, General —dijo—, es la misma que he estado recibiendo desde otros cuarteles. Ahora mismo hay alguien que viene a proponérmela. Le permitiré que escuche la respuesta que le daré.

Se volvió hacia su intercomunicador de mesa.

—Haga entrar al Jefe de Grupo Whallo —ordenó.

Se irguió y giró hacia nosotros en el momento en que la puerta de su despacho se abría y entraba el oficial no comisionado al que yo había apartado minutos antes. Bajo la luz, vi que se trataba del Dorsai inmigrante del Equipo de Cazadores con el que ya me había encontrado..., el hombre que llevaba como Dorsai catorce años.

—¡Señor! —exclamó, deteniéndose a unos pasos de lan y saludando.

lan no le devolvió el saludo.

—¿Tiene un mensaje para mí? —inquirió lan—. Adelante. Quiero que estos caballeros lo oigan, y también mi respuesta.

—Sí, señor —contestó Whallo. Vi que me miraba por el rabillo del ojo y que me reconocía—. Como representante de los hombres alistados en la Expedición, he sido enviado para transmitirle los resultados de nuestra última votación acerca de las órdenes. Por unanimidad, los hombres alistados de este comando han acordado poner en práctica una única operación.

—¿Que es?

—Que se establezca una búsqueda casa por casa de la zona urbana de Blauvain para localizar a los asesinos del Comandante de Campo Kensie Graeme —expuso Whallo. Asintió en dirección a lan y por primera vez vi sobre el escritorio solidógrafos: sin duda reflejaban las impresiones del artista, que había querido resaltar en ellas claramente la imagen de tres hombres vistiendo ropas de civil—. No existe el peligro de que no les reconozcamos cuando los veamos.

La actitud formal y artificial de Whallo estaba en contradicción con el modo en que le escuché hablar cuando me encontré con él en el emplazamiento del Equipo de Cazadores. De repente, se me ocurrió que había un protocolo militar incluso para asuntos de esta naturaleza..., aún para la cuestión de la muerte de un hombre y para la posible destrucción de una ciudad. Sentí como una sacudida al darme cuenta de ello, y por primera vez comprendí parte de lo que Padma había querido decir acerca de que el ímpetu que poseían las fuerzas involucradas en la situación que vivíamos era enorme. Durante un segundo me pareció sentir esas fuerzas, como vientos huracanados, soplando sobre el presente. Pero lan ya le estaba respondiendo.

—Cualquier operación de búsqueda casa por casa conlleva posibles errores militares y peligro para la población civil —comentaba—. El historial militar de mi hermano no puede verse manchado después de su muerte por alguna orden mía poco sensata.

—Sí, señor —respondió Whallo—. Lo siento, señor, pero los hombres alistados en la expedición esperaban que la acción se iniciara a partir de una orden suya. La decisión tomada por ellos le brinda seis horas en las que usted puede considerar el asunto antes de que el Consejo de Hombres Alistados asuma la responsabilidad de su puesta en práctica. Mientras tanto, los Equipos de Cazadores serán retirados..., esto forma parte igualmente de la decisión votada.

—¿Eso también? —preguntó lan.

—Lo siento, señor. Como sabe —prosiguió Whallo—, llevan varias horas en un callejón sin salida. La pista se perdió entre el tráfico, y los asesinos pueden hallarse en cualquier parte del centro de la ciudad.

—Sí —aceptó lan—. Bien, gracias por el mensaje, Jefe de Grupo.

—¡Señor! —exclamó Whallo. Saludó de nuevo y se marchó.

Cuando la puerta se cerró a su espalda, la cabeza de lan se volvió para mirarnos a Pel y a mí.

—Ya lo han oído, caballeros —nos dijo—. Ahora tengo trabajo que llevar a cabo.

Pel y yo también nos marchamos. Fuera, en el corredor, sólo Moro permanecía esperándonos, pues Whallo ya se había ido y el joven Jefe de Unidad estaba ausente. Pel se volvió hacia mí con furia.

—¿Quién te pidió que aparecieras por aquí? —demandó.

—Moro —respondí—. Y fue una buena petición. Pel, ¿qué te pasa? Actúas como si tuvieras un hacha personal con el que ayudar a los mercenarios Exóticos a arrasar Blauvain.

Giró, apartándose de mí.

—¡Perdonadme! —centelleó—. Tengo cosas que hacer. He de llamar a mi Cuartel General.

Intrigado, le observé dar un par de largos pasos que le apartaron de mí, mientras salía del despacho exterior. De repente, sentí como si los vientos de esas fuerzas poderosas que acababa de percibir brevemente en la oficina de lan hubieran aclarado de forma extraña mi cabeza, vaciándola, de manera que el mínimo sonido producía ecos importantes. En aquel instante escuché el eco de Pel cuando pronunció esas mismas palabras el día que Kensie se preparaba para dejar el campamento mercenario con rumbo a la inexistente cena supuestamente ofrecida a los vencedores; y una sospecha reconocida a inedias y que llevaba bastante tiempo en mi cabeza brilló con intensidad y certeza furiosa.

Di tres pasos detrás de él y le alcancé. Le hice girar de un empujón y lo aplasté contra la pared.

—¡Fuiste tú! —exclamé—. Tú llamaste desde el Campamento a la ciudad justo antes de que llegáramos. Fuiste tú quien les avisó a los asesinos de que nos hallábamos en camino y que se prepararan para atacar nuestro vehículo. Eres del Frente Azul, Pel; ¡y tú planeaste la emboscada para que Kensie muriera!

Mis manos se cerraban sobre su cuello y, aunque hubiera querido, no habría podido responder. No le hacía falta. Entonces escuché un ruido de botas sobre el suelo de piedra pulida del corredor, que provenían de la oficina exterior, y le solté, a la vez que deslizaba mi mano bajo la chaqueta de mi uniforme en dirección a la pistola.

—Di una sola palabra —le susurré—, o intenta algo... y te mataré antes de que puedas emitir la primera sílaba. ¡Vendrás con nosotros!

El Jefe de Unidad entró. Nos miró con curiosidad a los tres.

—¿Hay algo que pueda hacer por ustedes, caballeros? —preguntó.

—No —repliqué—. No, ya nos marchamos.

Con un brazo alrededor de Pel y el otro bajo la chaqueta sobre la empuñadura de mi pistola, salimos tan próximos el uno del otro como los amigos que siempre habíamos sido, con Moro en la retaguardia. En el corredor, con la puerta de la oficina a nuestra espalda, Moró nos alcanzó y se colocó en el otro extremo, al lado de Pel.

—¿Qué vamos a hacer? —murmuró Moro.

Pel aún no había hablado; no obstante, sus ojos eran como las sombras negras de los cráteres producidos por meteoritos en la superficie gris de una luna sin atmósfera.

—Llevarle a una celda de la comisaría de policía más cercana —contesté—. Si alguno de los mercenarios averigua lo que hizo, será como tener entre las manos una carga de potentes explosivos. Lo único que necesitan es saber que alguien de su posición está involucrado en el asesinato de Kensie para hacer que las alcantarillas de las calles se tiñan de rojo.

Metimos a Pel en una celda de la Comisaría del Distrito Noventa y Seis, un centro policial local a menos de tres minutos del edificio donde lan mantenía sus oficinas.

—¿Pero cómo puedes estar seguro de que él...? —Moro dudó en expresarlo con palabras una vez que nos hallamos en la intimidad de la celda. Permaneció mirando a Pel, quien se encontraba encorvado en una silla, todavía en silencio.

—Estoy seguro —dije—. Padma, el Exótico... —me detuve igual que lo había hecho Moro—. No importa. Lo esencial es que pertenece al Frente Azul, que está involucrado en el asunto..., y que debemos hacer algo.

Pel se movió y habló por primera vez desde que casi le hubiera estrangulado. Alzó los ojos hacia Moro y hacia mí con una patética cara de color gris mortecino.

—¡Lo hice por Santa María! —exclamó con voz ronca—. ¡Pero no sabía que iban a matarle! No lo sabía. Dijeron que sólo dispararían alrededor del vehículo..., para provocar un incidente...

—¿Lo oyes? —miré a Moro—. ¿Deseas más prueba que eso?

—¿Qué podemos hacer? —Moro miraba con fascinado horror a Pel.

—Esa fue mi pregunta —le recordé. Pero él apenas parecía encontrarse algo mejor que Pel—. Sin embargo, no creo que puedas aportar mucha ayuda con tu respuesta. —Me reí, aunque no fue una risa feliz—. Padma me comentó que la elección dependía de mí.

—¿Quién? ¿De qué hablas? ¿Qué elección? —preguntó Moro.

—Pel... —lo señalé con la cabeza—, sabe dónde se esconden los asesinos.

—No —intervino Pel.

—Bueno, sabes lo suficiente como para que podamos hallarlos —dije—. Es igual. Y fuera de esta habitación, sólo existen en Santa María dos personas a las que podamos confiarles esa información.

—¿Crees que te lo diría? —inquirió Pel. Su rostro aún estaba ceniciento, aunque parecía más firme—. ¿Crees que aunque supiera algo te lo comunicaría? Santa María necesita un gobierno fuerte para sobrevivir, y únicamente el Frente Azul puede ofrecerlo. Ayer estaba dispuesto a dar mi vida por eso. Todavía lo estoy. No os diré nada..., y no me podréis obligar. Por lo menos no en seis horas.

—¿Qué dos personas? —quiso saber Moro.

—Padma —repliqué— e lan.

—¡lan! —exclamó Pel—. ¿Crees que él te ayudará? Le importa un bledo Santa María. ¿Acaso creíste sus palabras acerca del historial militar de su hermano? Lo que le preocupa es su propio historial; y poco le importa si los mercenarios despedazan Blauvain desde sus cimientos, siempre que la orden no parta de él. Se siente tan feliz con ese voto como cualquiera de los demás mercenarios. Permanecerá sentado las seis horas y dejará que los acontecimientos se desarrollen.

—Y supongo que a Padma tampoco le importa, ¿verdad? —El mismo Moro comenzaba a sonar desagradable—. ¡Fueron los Exóticos los primeros que nos enviaron su ayuda contra los Amistosos!

—¿Quién sabe lo que desean los Exóticos? —replicó Pel—. Fingen no hacer nada salvo ayudar a la gente, pero nunca se manchan las manos con actos violentos y cosas por el estilo; y, de alguna manera, con esa filosofía no paran de hacerse más ricos y poderosos a medida que pasa el tiempo. Seguro, confiad en Padma, ¿por qué no? ¡Confía en Padma y veréis lo que ocurre!

Moro me miró incómodo.

—¿Y si tuviera razón? —preguntó.

—¿Qué si tuviera razón? —gruñí—. Moro, ¿acaso no puedes ver que este ha sido constantemente el problema de Santa María? ¡Aquí está el agitador de siempre —alguien como Pel— susurrando al oído que el diablo se esconde en la chimenea, y tú —igual que hace siempre el resto de nuestro pueblo— empiezas a temblar y deseas vender la casa a cualquier precio! Permaneced aquí los dos; no intentéis abandonar la habitación.

Salí y cerré la puerta con llave a mi espalda. Se hallaban en una de las salas que había detrás del escritorio del oficial de guardia; me dirigí al sargento responsable del servicio nocturno. Era un hombre que conocía desde la época en la que yo ejercía de detective y entrenaba a las fuerzas del orden de Blauvain, un policía de la vieja guardia llamado Jaker Reales.

—Jaker —le dije—. Tengo a un par de personas que me interesa que permanezcan encerradas en la habitación de atrás. Espero regresar en una hora, más o menos, para recogerlos; pero si no vuelvo entonces, asegúrate de que no salgan y de que nadie les vea o averigüe que se hallan aquí. No me importa la clase de ruidos que puedan provenir de la sala, todo está en la imaginación del que crea que los oye...; si no vuelvo, mantenlos ahí como mínimo veinticuatro horas.

—Entendido, Tom —repuso Jaker—. Déjelo en mis manos, señor.

—Gracias, Jaker —di)e.

Salí y me encaminé de vuelta al Cuartel General de la Expedición. No se me había ocurrido preguntarme qué haría lan ahora que los Equipos de Cazadores habían sido retirados. Hallé el Cuartel General silenciosamente ocupado por oficiales..., oficiales que a toda vista eran en su mayoría Dorsais. No se veía a ningún soldado de las tropas.

Iba preparado para tener que explicar varias veces que deseaba ver a lan; sin embargo, los hombres de guardia me sorprendieron. Sólo tuve que esperar cuatro o cinco minutos fuera del despacho privado de lan antes de que seis Comandantes de alta graduación, con Charley ap Morgan entre ellos, salieran.

—Bien —dijo Charley haciendo un gesto con la cabeza en mi dirección cuando me vio; entonces continuó sin ninguna explicación suplementaria de lo que quería dar a entender.

Yo no tuve tiempo de mirarle. lan me aguardaba.

Entré. lan se sentaba, enorme, detrás de su escritorio y me esperaba. Cuando entré me indicó una silla enfrente de él. Me senté. Sólo se encontraba a unos centímetros de mí, pero de nuevo tuve la impresión de que una vasta distancia nos separaba. Incluso aquí y ahora, bajo las suaves luces de este despacho nocturno, transmitía, de manera más acentuada que cualquier Dorsai que hubiera conocido, una sensación de diferencia. Generaciones de hombres preparados para la guerra le habían construido como ser humano; yo no podía volcarme hacia él tal como Pel y otros lo hicieran con Kensie. Lejos de despertar algún afecto en mí, mientras permanecía allí sentado, un viento frío, como el de una cima montañosa helada y desnuda, pareció soplar desde él hacia mí, produciéndome escalofríos. Pude comprender lo que comentaba Pel, sobre que lan era todo hielo y nada sangre; y no encontré en mi interior ningún motivo para que yo hiciera algo por él..., salvo que, como el hombre cuyo hermano había sido asesinado, merecía toda la ayuda que cualquier persona decente y de orden pudiera brindarle.

Aunque también me debía algo a mí mismo, y al hecho de que no todos en Santa María éramos villanos, como Pel.

—Tengo algo que decirle —expuse—. Es acerca del General Sinjin.

Asintió despacio.

—Esperaba desde hace tiempo que usted viniera a verme con esa noticia —me comunicó.

Le miré con los ojos abiertos.

—¿Sabía lo de Pel? —pregunté.

—Sabíamos que alguien de las autoridades de Santa María debía estar involucrado en lo sucedido —me respondió—. Normalmente, un oficial Dorsai permanece alerta ante cualquier situación potencialmente peligrosa. Pero surgió esa falsa invitación a la cena; y, luego, los asesinos aparecieron en el lugar adecuado y en el momento preciso, justo con las armas apropiadas. También nuestro Equipo de Cazadores halló claras evidencias de que el encuentro no fue accidental. Como he dicho, a un oficial como el Comandante de Campo Graeme no se le mata con tanta facilidad.

Me resultó peculiar estar sentado allí y escucharle pronunciar el nombre de Kensie de ese modo. El título y el nombre resonaron en mis oídos con la extrañeza que uno siente cuando alguien habla de sí mismo en tercera persona.

—¿Pero Pel...?

—No sabíamos que era el General Sinjin la persona involucrada —repuso lan—. Usted lo acaba de identificar al venir en este momento a hablarme de él.

—Pertenece al Frente Azul —declaré.

—Sí —dijo lan asintiendo.

—Le he conocido durante toda mi vida —comenté con cuidado—. Creo que ha sufrido una especie de crisis nerviosa por la muerte de su hermano. Ya sabe, él le admiraba mucho. Sin embargo, sigue siendo el hombre con el que yo crecí; y a ese hombre no pueden obligarle con facilidad a realizar algo que no desea. Pel dijo que no nos informaría de nada que ayudara a localizar a los asesinos, y no cree que podamos obligarle a hacerlo en el plazo de las seis horas que faltan para que sus soldados comiencen su búsqueda en Blauvain. Como le conozco, me temo que tiene razón.

Dejé de hablar. lan permaneció sentado detrás del escritorio, mirándome, simplemente a la espera.

—¿No lo entiende? —inquirí—. Pel nos puede ayudar, pero no conozco ninguna manera de conseguir que lo haga.

lan siguió sin pronunciar palabra.

—¿Qué desea de mí? —por fin casi le grité.

—Lo que tenga que darme —me dijo.

Durante un momento, percibí que se producía una especie de grieta en la montaña de granito que parecía ser. Por un instante, casi juraría que pude ver en su interior. Sin embargo, si esto fue verdad, la grieta se cerró de inmediato, apenas en el momento mismo en que la vislumbré. Siguió detrás de su escritorio, remoto, helado, a la espera.

—No tengo nada —comenté—, a menos que usted conozca alguna forma de hacer hablar a Pel.

—No tengo ninguna que esté a la altura de la reputación de mi hermano como oficial Dorsai —contestó lan distante.

—¿Le preocupan las reputaciones? —pregunté—. A mí lo que me preocupa es la gente que morirá y sufrirá daño si sus mercenarios van de puerta en puerta tras los asesinos. ¿Qué importa más, la reputación de un hombre muerto o las vidas de los que siguen vivos?

—Tiene todo el derecho de pensar en la gente, Comisionado —dijo lan más distante aún—, sin embargo, la reputación de Kensie Graeme es mi derecho.

—¿Qué le ocurrirá a esa reputación si las tropas entran en Blauvain en menos de seis horas? —exigí.

—Nada bueno —repuso lan—. Ello no altera mis responsabilidades personales. No puedo hacer lo que no debería y he de hacer lo que debo.

Me puse de pie.

—Entonces no hay ninguna respuesta para la situación —concluí.

De repente, el terrible cansancio que ya sintiera antes me dominó de nuevo. Estaba cansado de los fanáticos Amistosos que habían venido desde otro sistema solar para llevar a cabo una reclamación puramente teórica sobre nuestras ganancias y la superficie planetaria como pretexto para invadir Santa María. Estaba cansado del Frente Azul y de los hombres como Pel. Estaba cansado de la gente de otros mundos, de cualquier clase, incluyendo a los Exóticos y a los Dorsais. Estaba cansado, cansado... Entonces se me ocurrió que podía marcharme. Podía negarme a tomar la decisión que Padma había dicho que adoptaría y todo el asunto quedaría fuera de mis manos. Me convencí de hacerlo, de levantarme y salir; pero mis pies no se movieron. Al elegirme, los acontecimientos habían seleccionado al idiota adecuado como punto central. Al igual que lan, no podía hacer lo que no debería, y tenía que hacer lo que debía.

—De acuerdo —repuse—, Padma quizá pueda hablar con él.

—Los Exóticos —comentó lan— no fuerzan a nadie.

No obstante se incorporó.

—Tal vez yo pueda convencerle —dije exhausto—. Al menos, puedo intentarlo.

De nuevo, no tenía idea de donde hallar a Padma de inmediato. Pero lan lo localizó en una cabina de investigación en la biblioteca de Blauvain, que, como la mayoría de las bibliotecas de los once mundos habitados, había sido equipada por los Exóticos. En el pequeño espacio de la cabina, lan y yo nos detuvimos ante él, los dos de pie, Padma sentado, envuelto en la serenidad de su túnica azul e inmutable expresión facial. Le comuniqué lo que necesitábamos para el asunto de Pel y él sacudió la cabeza.

—Tom —contestó—, ya debe saber que nosotros, los que estudiamos las ciencias Exóticas, nunca forzamos a nadie ni a nada. Y no sólo por motivos morales, sino porque al cometer un acto de fuerza dañaríamos nuestra capacidad para realizar el trabajo delicado al que hemos dedicado nuestras vidas. Esa es la razón por la que contratamos a mercenarios para que luchen por nosotros, y a abogados cetanos para que lleven nuestros contratos interplanetarios. Soy la última persona de este mundo que haría hablar a Pel.

—¿No siente ninguna responsabilidad por la gente inocente de esta ciudad? —pregunté—. ¿Por las vidas que se perderían si él no habla?

—Emocionalmente, sí —repuso Padma con suavidad—. No obstante, existen límites prácticos para la responsabilidad de la inacción personal. Si tuviera que preocuparme por todo el dolor generado como consecuencia de cualquier mínima acción mía, debería pasar toda mi vida como una estatua. Yo no fui responsable de la muerte de Kensie; y tampoco lo soy de encontrar a sus asesinos. Sin semejante responsabilidad, no puedo violar la prohibición básica de las reglas que rigen mi vida.

—Usted conoció a Kensie —le dije—. ¿No le debe nada a él? ¿Y no le debe nada a la misma gente de Santa María en cuya ayuda, supuestamente, usted envió una expedición armada?

—Lo importante para nosotros es dar, no tomar —comentó Padma—, para evitar precisamente las deudas que nos podrían obligar a realizar lo que no deberíamos hacer. No, Tom. Los Exóticos y yo no tenemos ninguna obligación hacia su gente, ni siquiera hacia Kensie.

—¿... Y hacia los Dorsais? —inquirió lan a mi espalda.

Casi había olvidado que estaba ahí, tan concentrado me encontraba en Padma. Ciertamente, no esperaba que lan hablase. El sonido de su profunda voz resonó como el repiquetear de una pesada campana en la pequeña habitación; y por primera vez el rostro de Padma cambió.

—Los Dorsais... —repitió—. Sí, se acerca el tiempo en que no habrá Dorsais ni Exóticos, cuando se consiga el desarrollo final. No obstante, los Exóticos siempre hemos considerado que nuestro trabajo constituía un escalón hacia esa meta; y los Dorsais nos ayudaron a subirlo. Posiblemente, si las cosas hubieran ido por otro lado, tal vez los Dorsais nunca habrían existido; y nosotros nos encontraríamos en el lugar exacto en el que estamos ahora. Sin embargo, las cosas fueron por el camino debido, y nuestro sendero se ha mezclado con el de los Dorsais desde la época en que tu abuelo, Cletus Grahame, fallecido hace mucho tiempo, liberó por primera vez a los mundos jóvenes de la política de la Tierra...

Se incorporó.

—No forzaré a nadie —prosiguió—. Pero le ofreceré a Pel mi ayuda para que encuentre la paz consigo mismo, si es que puede; y si la encuentra, tal vez desee decirles por propia voluntad lo que desean saber.

Padma, lan y yo retornamos a la comisaría de policía donde había dejado a Pel y a Moro encerrados. Soltamos a Moro y cerramos la puerta, quedando nosotros tres en la celda de Pel. Estaba sentado en una silla y nos miró, pálido y con aire insolente.

—De modo que has traído al Exótico, ¿verdad, Tom? —me comentó—. ¿Qué vais a hacer? ¿Alguna clase de hipnosis?

—No, Pel —repuso Padma con suavidad mientras atravesaba la habitación en el momento en que lan y yo nos sentamos a esperar—. Nunca utilizaría la hipnosis, en especial sin la autorización del sujeto a hipnotizar.

—¡Bueno, por todos los demonios que no tiene la mía! —exclamó Pel.

Padma ya había llegado hasta él y se detuvo. Pel alzó la vista hacia el tranquilo rostro que sobresalía por encima de la túnica azul.

—No obstante, inténtelo si lo desea —propuso Pel—. No se me hipnotiza con facilidad.

—No —contestó Padma—. He dicho que no lo haría; de cualquier modo, ni usted ni nadie puede ser hipnotizado sin un consentimiento previo. Todos los actos que se realizan entre individuos son de mutuo acuerdo. El prisionero consiente su cautividad al igual que el paciente autoriza la operación..., la diferencia radica en el grado y en el esquema. La gran masa ciega que es la humanidad en general se asemeja a una ameba. Existe gracias a unas leyes internas que unen su cuerpo y sus acciones. Esas leyes internas se basan en el consciente y el inconsciente, en autorizaciones mutuas de sus átomos —nosotros— para colaborar y cooperar. La paz y el bienestar nos llegan de acuerdo con el éxito de tal cooperación, en el movimiento de búsqueda hacia adelante de la criatura-humanidad como un todo. El no-consentimiento y la no-cooperación frenan cualquier posibilidad de avanzar. El dolor y el odio a uno mismo surgen de la fricción producida cuando luchamos contra nuestro deseo natural de cooperar...

Su voz continuó. Suave, pero de forma convincente, dijo mucho más, y yo lo comprendí todo de inmediato; aunque más allá de lo que he citado —y esas primeras frases permanecen con absoluta claridad en mi memoria—, no recuerdo ninguna otra palabra específica. Hasta hoy en día no sé lo que sucedió. Quizá me quedé medio dormido sin percatarme. De cualquier modo, el tiempo transcurrió; y cuando llegué a un punto en el que la actividad de la memoria funcionó otra vez, él se marchaba y Pel había cambiado.

—¿No puedo hablar con usted un poco más? —preguntó Pel cuando el Unificador se incorporaba para irse. La voz de Pel había adquirido un tono claro y extrañamente juvenil—. No quiero decir ahora. Me refiero a si habrá otras oportunidades.

—Me temo que no —afirmó Padma—. En breve me marcharé de Santa María. Mi trabajo me lleva a mi propio mundo y luego a uno de los planetas Amistosos, donde he de encontrarme con alguien y acabar lo que comenzó aquí. Pero usted no necesita hablar conmigo. Creó sus propias intuiciones a medida que conversamos, y eso podrá realizarlo siempre. Adiós, Pel.

—Adiós —dijo Pel. Observó a Padma mientras abandonaba la habitación. Cuando de nuevo me miró, su rostro, como su voz, parecía más claro y mucho más joven de lo que yo lo había visto en años—. ¿Oíste todo eso, Tom?

—Creo que sí... —Repuse, ya que el recuerdo comenzaba a alejarse de mí. Sentía la importancia de lo que Padma había hablado con Pel; sin embargo, era incapaz de darle una forma exacta: parecía como si hubiera interceptado un mensaje que resultó no ser para mí, de modo que mi maquinaria mental ya comenzaba el proceso de cancelación. Me puse de pie y me acerqué a Pel—. ¿Nos ayudarás ahora a encontrar a esos asesinos?

—Sí —replicó—. Por supuesto que lo haré.

Pudo brindarnos una lista de cinco lugares que quizá sirvieran como escondite para los tres hombres que perseguíamos. Nos suministró las direcciones exactas para localizarlos.

—Ahora —le comenté a lan cuando Pel finalizó— necesitamos los Equipos de Cazadores que han sido relevados de la misión.

—Tenemos Cazadores —afirmó lan—. Los oficiales que son Dorsais permanecen a nuestro lado; y entre ellos hay Cazadores.

Se aproximó a la unidad telefónica de la sala y llamó a Charley ap Morgan al Cuartel General de la Expedición. Cuando Charley respondió, lan le dio las cinco direcciones que nos había proporcionado Pel.

—Ya —me dijo cuando cortó la comunicación—. Regresaremos a mi despacho.

—Quiero acompañarles —pidió Pel.

lan le miró durante un largo momento, luego asintió sin que su expresión facial cambiara.

—Puede hacerlo —repuso.

Cuando retornamos al edificio que albergaba el Cuartel General de la Expedición, los despachos y corredores aparecían aún más abarrotados de oficiales. Tal como lan había dicho, en su mayor parte se trataba de Dorsais. Aunque vi a algunos entre ellos que quizá no lo fueran. En apariencia, lan despertaba su propia lealtad, o tal vez el concepto Dorsai de la jerarquía era el que despertaba su propia lealtad ante cualquiera que ostentara el mando. Nos dirigimos a su oficina; nos sentamos y aguardamos mientras los informes comenzaban a llegar.

Las tres primeras direcciones inspeccionadas por el Equipo de Cazadores no arrojaron ninguna pista. La cuarta mostraba evidencias de haber sido usada en las últimas veinticuatro horas, aunque ahora se hallaba vacía. La última dirección comprobada ofreció idéntico resultado.

El Equipo de Cazadores se concentró en la cuarta y comenzó a trabajar desde allí, con la esperanza de descubrir algún indicio a partir de ella. Yo miré los números de mi unidad de tiempo. Casi era la una de la madrugada, tiempo local; y el plazo de seis horas de los mercenarios alistados expiraría en cuarenta y siete minutos. En la oficina donde aguardaba junto a lan y a Pel, Charley ap Morgan y otro oficial superior Dorsai, el aire era tenso por la espera. lan y los otros dos Dorsais permanecían sentados en completa inmovilidad; incluso Pel estaba quieto. Era yo el que se movía y caminaba a medida que el tiempo transcurría.

El teléfono sobre el escritorio de lan emitió la luz de señal visual, lan extendió el brazo y lo activó.

—¿Sí? —inquirió.

—Equipo Tres de Cazadores —contestó una voz desde la mesa—. Tenemos una señal clara que seguiremos ahora. Sugerimos que se reúna con nosotros, señor.

—Gracias. En marcha —repuso lan.

Salimos, lan, Charley, Pel y yo, en un vehículo de la expedición. Fue un trayecto extraño a través de las patrulladas y vacías calles de mi ciudad. El Equipo Tres de Cazadores de lan se había adelantado a nosotros y nos condujo a una habitación de hotel en el extremo norte de la ciudad, en la parte vieja.

El edificio había sido construido con cemento, y presentaba una fachada de granito de Castlemane. En el interior, los pasillos eran estrechos, a la antigua usanza, y cerrados, cubiertos con una moqueta oscura y gruesa y rodeados de paredes de metal imitando madera de roble. Sin embargo, la insonorización era buena. Subimos a la planta séptima y bajamos por el pasillo hacia la suite número 415 sin que escucháramos ningún sonido salvo el que nosotros producíamos.

—lan —comentó Charley ap Morgan mientras miraba su unidad de tiempo—. Los hombres alistados comenzarán su marcha sobre la ciudad en seis minutos. Podrías ir a su encuentro y decirles que hemos hallado a los asesinos. Los demás y yo...

—No —cortó lan—. No podemos comunicar que los hemos encontrado hasta que los veamos y los identifiquemos sin lugar a dudas.

Se puso a un lado de la puerta; alargó un brazo y presionó el comunicador.

No hubo respuesta. Por encima de la puerta, la pantalla cuadrada del comunicador, que medía medio metro, permaneció inactiva y de color marrón.

lan apretó el botón otra vez.

De nuevo esperamos y no obtuvimos respuesta.

lan presionó el botón y lo mantuvo así, de modo que su voz, junto al timbre de llamada, fuera oída por las personas que hubiera dentro.

—Les habla el Comandante lan Graeme —anunció—. Blauvain se encuentra actualmente sometida a la ley marcial; y ustedes están bajo arresto en conexión con el asesinato del Comandante de Campo Kensie Graeme. Si es necesario, podemos entrar por la fuerza. Sin embargo, me interesa que la reputación del Comandante de Campo Graeme quede libre de toda crítica en lo referente a la cuestión de determinar las responsabilidades de su muerte. De modo que les ofrezco la oportunidad de salir y rendirse.

Soltó el botón y dejó de hablar. Se produjo una larga pausa. Entonces, una voz surgió del anunciador que había debajo de la pantalla, pero ésta permaneció en blanco.

—Váyase al infierno, Graeme —dijo la voz—. Matamos a su hermano; y si intenta entrar aquí también le mataremos a usted.

—El consejo que les doy —replicó lan..., su voz era fría, distante e impersonal, como si se tratara de algo que hacía a diario— es que se rindan.

—¿Nos garantiza nuestra seguridad si lo hacemos?

—No —comentó lan—. Sólo les garantizo que me encargaré de que la reputación del Comandante de Campo Graeme no se vea severamente dañada por el modo en que son tratados.

No se produjo ninguna respuesta inmediata desde la pantalla. Detrás de lan, Charley miró de nuevo la hora.

—Están ganando tiempo —comunicó—. ¿Pero por qué? ¿En qué les beneficiará?

—Se trata de fanáticos —expuso Pel en voz baja—. Tan fanáticos como los soldados Amistosos, sólo que en favor del Frente Azul en vez de alguna forma puritana de religión. Esos tres que hay ahí dentro no esperan salir con vida de esto. Lo único que intentan es que su muerte resulte más cara..., obtener algo más por ella.

De la unidad de tiempo de Charley sonó una alarma.

—Se acabó el plazo —le dijo a lan—. En estos momentos comienza la marcha de los hombres alistados sobre los suburbios para iniciar la operación de búsqueda.

lan extendió el brazo y apretó el botón del anunciador de nuevo, manteniéndolo presionado mientras les hablaba a los hombres del interior de la habitación.

—¿Saldrán?

—¿Por qué deberíamos hacerlo? —respondió la voz que habló la primera vez—. Denos una razón.

—Si lo desean, entraré y lo discutiremos —ofreció lan.

—No... —comenzó Pel en voz alta. Le cogí el brazo y se volvió a mí, susurrando—: ¡Tom, dile que no entre! Es lo que ellos quieren.

—Quédate aquí —le indiqué.

Avancé hasta que Charley ap Morgan alargó un brazo para detenerme. Le hablé por encima de ese brazo a lan.

—lan —dije, con voz lo suficientemente baja como para que el anunciador de la puerta no la captara—. Pel asegura...

—Tal vez esa sea una buena idea —repuso la voz del anunciador—. Correcto, ¿por qué no entra, Graeme? Deje sus armas fuera.

—Tom —ordenó lan, sin mirarme a mí o a Charley—, sitúese a un lado. Mantenlo lejos, Charley.

—Sí, señor —afirmó Charley. Me miró a la cara, a los ojos—. Permanezca al margen de esto, Tom. Vuelva atrás.

lan dio un paso para quedar delante de la puerta, por la que podía surgir con toda facilidad un rayo y matarle. Al acercarse se quitó la funda del arma que llevaba a un costado. La dejó caer al suelo, en un sitio donde se pudiera ver bien desde la pantalla, a través de cuyo vacío estarían observando los de dentro.

—Estoy desarmado —comunicó.

—De esa pistola, sí —repuso el comunicador—. ¿Piensa que aceptaremos su palabra de que no lleva ninguna otra arma? Desnúdese.

Sin dudarlo, lan abrió la chaqueta de su uniforme y comenzó a quitarse la ropa. En un momento, quedó desnudo en el corredor; pero si los hombres de la suite creyeron que ganarían alguna especie de ventaja moral sobre él por ello, sufrieron un desencanto.

Desnudo, parecía —al igual que un atleta— más grande e impresionante que antes, cuando estaba vestido. Sobresalía en el pasillo por encima de todos nosotros, incluso por encima de los Dorsais presentes; y con su piel bronceada bajo las luces tenía el aspecto de una figura soberbia tallada en roble.

—Estoy esperando —dijo con calma después de un momento.

—De acuerdo —aceptó la voz del anunciador—. Entre.

Avanzó. La puerta se abrió, deslizándose a un lado. La atravesó y de inmediato se cerró a su espalda. Durante un instante quedamos sin percibir ningún sonido de la habitación o de él; luego, de forma inesperada, la pantalla se iluminó. Nos encontramos mirando más allá de los desnudos hombros de lan a un cuarto en el que había tres hombres, cada uno armado con un rifle y un par de pistolas, frente a él. No dieron muestras de enterarse de que había activado la pantalla del anunciador, cuyos controles estarían ocultos detrás suyo.

El que estaba sentado en el centro se rió. Era el hombre grande y de barba negra que me resultó vagamente familiar cuando vi los solidógrafos de los tres en el despacho de lan; ahora le reconocí. Era un luchador profesional. Fue arrestado cuatro años atrás acusado de comportamiento violento, pero la falta de pruebas hizo que los cargos se retiraran. No era tan alto como lan, pero sí más pesado; fue su voz la que habíamos escuchado, ya que entonces la oímos de nuevo mientras sus labios se movían en la pantalla.

—Bien, bien, Comandante —dijo—. Esto es lo que necesitábamos..., una visita de usted. Ahora podemos deshacernos de dos oficiales Dorsai antes de que sus soldados se lleven lo que quede de nosotros a la morgue; y Santa María podrá comprobar que incluso ustedes pueden ser vencidos por el Frente Azul.

No podíamos ver el rostro de lan; pero no repuso nada y, en apariencia, su falta de reacción estaba irritando al asesino grande, porque dejó a un lado su alegre tono y se inclinó hacia adelante.

—¿No lo entiende, Graeme? —prosiguió—. Hemos vivido y muerto por el Frente Azul, los tres..., por el único partido político con la fuerza y las agallas necesarias para salvar a nuestro mundo. Somos hombres muertos hagamos lo que hagamos. ¿Pensó que no lo sabíamos? ¿Cree que no sabemos lo que nos habría sucedido si hubiéramos sido lo suficientemente idiotas como para rendirnos tal como nos pedía? Sus hombres nos habrían despedazado; y si después aún quedaba algo nuestro, la ley del gobierno nos juzgaría y luego nos fusilaría, únicamente le permitimos la entrada con el fin de matarlo como hicimos con su hermano gemelo, antes de que nosotros mismos muramos. ¿No me comprende, hombre? Se entregó a nuestras manos como cae una mosca en una trampa sin darse cuenta de ello.

—Me di cuenta —replicó lan.

El hombre grande le hizo una mueca y el cañón del rifle láser que sostenía en su gruesa mano se alzó.

—¿Qué quiere decir? —exigió—. Sea lo que fuere lo que piense que tiene oculto, no va a salvarle. ¿Por qué entraría aquí, sabiendo lo que le haríamos?

—Los Dorsais somos soldados profesionales —explicó lan con voz tranquila—. Vivimos y sobrevivimos gracias a nuestra reputación. Sin ella, ninguno de nosotros podría trabajar. Y la reputación de los Dorsai en general es la suma de todas las reputaciones de sus hombres y mujeres. De modo que la reputación profesional del Comandante de Campo Kensie Graeme representa algo valioso y que ha de ser guardado, incluso después de su muerte. Entré por ese motivo.

Los ojos del hombre grande se estrecharon. Era el único que hablaba; sus compañeros parecían satisfechos de que así fuera.

—¿Vale la pena morir por una reputación? —preguntó.

—Llevo dieciocho años dispuesto a morir por la mía —repuso con calma la voz de lan—. Hoy es igual que ayer.

—Y entró aquí... —la voz del hombre grande se detuvo con un bufido—. No me lo creo. ¡Vosotros dos, vigiladle!

—Créalo o no —comentó lan—, yo entré aquí, tal como le he dicho, para asegurarme de que la reputación del Comandante de Campo Graeme quedaba protegida de los acontecimientos que pudieran empañarla. Notará... —su cabeza se movió ligeramente como indicando algo que estuviera detrás suyo y fuera de nuestro alcance—... que he activado la pantalla del comunicador, de forma que afuera puedan ver lo que ocurre aquí dentro.

Los ojos de los tres nombres se alzaron para mirar a la pantalla de la suite, situada en algún sitio por encima de la cabeza de lan. Entonces, se produjo un movimiento borroso causado por el cuerpo bronceado de lan al lanzarse a través del aire y se escuchó el sonido de un golpe, antes de que la pantalla quedara en blanco de nuevo.

Una vez más perdimos la visión de lo que sucedía en el interior, allí de pie en el pasillo. Pel, que se había acercado hasta mí, se dirigió hacia la puerta.

—¡Quieto! —restalló Charley.

La palabra emitida en tono agudo fue como una orden dada a algún animal doméstico. Pel se sobresaltó, pero se detuvo..., y en ese momento la puerta ante nosotros se desintegró con el rugido de una explosión en el cuarto.

—¡Vamos! —aullé, y me lancé a través de la puerta abierta.

Fue como arrojarse a una centrifugadora llena de remolineantes cuerpos. Me agaché para esquivar la forma voladora de uno de los hombres que había visto en la pantalla, pero su pierna golpeó contra mi cabeza, y trastabillé, medio atontado y desorientado, en dirección al corazón mismo del tumulto. Todo era una acción borrosa. Tuve una impresión confusa de explosiones y haces de fuego pasando a mí alrededor..., y, de alguna forma, en medio de todo ello, el enorme cuerpo broncíneo de lan moviéndose con la certeza y precisión mortal de una pantera. Todos aquellos a los que tocaba caían; y todos los que caían permanecían tumbados.

Cuando pude recuperarme del golpe, el combate había terminado. Me apoyé con una mano contra una pared medio quemada y me di cuenta de que sólo lan y yo misino nos hallábamos de pie en la habitación. Ninguno de los otros Dorsais me habían seguido dentro. En el suelo, los tres asesinos yacían inmóviles. Uno tenía el cuello roto. En el otro extremo del cuarto un segundo estaba claramente muerto; no obstante, no se veía ninguna señal del daño que había acabado con su vida. El hombre grande, el ex-luchador, tenía el lado derecho de su frente aplastado, como si lo hubieran golpeado con un mazo.

Levantando los ojos de los tres cuerpos, vi que ahora me hallaba solo en la habitación. Me volví hacia el corredor y únicamente encontré a Pel y a Charley. lan y los demás Dorsais ya se habían marchado.

—¿Dónde está lan? —le pregunté a Charley.

Mi voz sonó espesa, como la de un hombre un poco borracho.

—Déjele solo —repuso Charley—. Ahora no lo necesita. Ahí están los asesinos; y ya se les ha notificado su eliminación a los hombres alistados, que inmediatamente han abandonado su búsqueda en Blauvain. ¿Qué más hace falta?

Me compuse; y recordé que era un policía.

—He de saber con exactitud lo que ocurrió —señalé—. He de saber si fue en defensa propia o...

Las palabras murieron en mi boca. Acusar a un hombre desnudo de cualquier responsabilidad en la muerte de tres individuos fuertemente armados que habían amenazado su vida, tal como yo mismo acababa de oír por el anunciador, era ridículo.

—No —comentó Charley—. Este acto fue cometido durante un período de ley marcial decretado en Blauvain. Su oficina recibirá un informe de nuestro comando; en realidad, ni siquiera se trata de algo que forme parte de la competencia de su autoridad.

La tensión a la que había estado sometido recientemente pareció abandonarle entonces. Sonrió a medias y se convirtió en el amigable oficial que yo había conocido antes de la muerte de Kensie.

—La ley marcial se retirará pronto —me dijo—. Quizá quiera dirigirse a un teléfono y hacer que su propia gente venga a encargarse de los detalles.

Se hizo a un lado para dejarme pasar.

Un día después, los soldados profesionales de la Expedición Exótica mostraron su afecto por Kensie de una manera especial.

Su cuerpo había sido depositado ceremonialmente para un adiós público en la sala principal del edificio gubernamental de Blauvain. Con el comienzo del amanecer gris y durante todo el despejado día —el tipo de día duro y brillante que parece impacientarse con aquellos que no entierran a sus muertos y continúan sus quehaceres—, los mercenarios desfilaron ante el féretro que contenía a Kensie, visible en su totalidad con su uniforme de gala bajo la tapa transparente. Cada uno, a medida que pasaba por delante, tocaba el féretro levemente con los dedos, o le dirigía unas palabras al muerto, o las dos cosas. Fueron más de diez mil hombres los que desfilaron uno tras otro ante él. Iban desarmados, vestidos con sus uniformes de campaña y la columna que formaban parecía interminable.

Sin embargo, aquello no fue el fin. Los civiles de Blauvain formaron a ambos lados de la calle que la hilera de tropas recorría hasta el emplazamiento en el que se encontraba el cuerpo de Kensie. Los civiles se habían congregado a pesar de una estricta orden policial que lo prohibió; mis hombres no consiguieron dispersarlos. La situación no podía ofrecerle una mejor oportunidad al Frente Azul para crear problemas. Por ejemplo, una granada calorífera lanzada hacia la fila de soldados desarmados que avanzaban con lentitud. Pero no ocurrió nada.

Cuando llegó y pasó el mediodía sin incidentes, yo estaba preparado para adivinar la causa. Se debía a que había algo en el estado de ánimo de la multitud civil que execraba al terrorismo aquí y ahora. Cualquier activista del Frente Azul que lo hubiera intentado, habría sido despedazado por los mismos civiles en cuyo nombre actuaban.

Algo de asombro y pena, casi de envidia, parecía agitar las almas de la gente de Blauvain; esos mismos conciudadanos míos que se habían refugiado en sus casas veinticuatro horas antes, con un miedo declarado a los hombres que ahora desfilaban ante ellos y avanzaban despacio hacia el edificio gubernamental. Una vez más, mientras permanecía en un balcón por encima del salón principal que albergaba al féretro, sentí esos vientos de vasto movimiento que percibiera durante un momento en la oficina de lan, los vientos de esas fuerzas de las que me había hablado Padma. La gente de Blauvain hoy era diferente y dejaba ver esa diferencia. La muerte de Kensie les había cambiado.

Entonces sucedió algo más. A medida que desfilaban los últimos soldados, los civiles de Blauvain se colocaron detrás de ellos, alargando la fila. A inedia tarde, el último soldado había pasado y la primera figura con ropas civiles se aproximó al féretro, sin hablar y sin tocarlo, sólo deteniéndose para mirar el cuerpo con una inusual, casi tímida, curiosidad por el rostro en cuyo nombre tanto podría haber ocurrido.

Detrás de ese primer hombre, la fila de civiles ya era el doble de larga de lo que había sido la de los soldados.

Casi a medianoche, mucho después de que se hubiera planeado cerrar las puertas del salón, el último de los civiles pasó y el féretro pudo ser trasladado a una habitación del Cuartel General de la Expedición, desde donde sería enviado de regreso a Dorsai. En contadas ocasiones se trasladaba un cuerpo a su planeta de origen, incluso en los casos de mercenarios del más alto rango; pero nunca existió la menor duda de que eso era lo que ocurriría con el cuerpo de Kensie. Los hombres alistados y los oficiales de su comando contribuyeron a los fondos necesarios para el envío..., lan, cuando llegara su hora, sin lugar a dudas sería enterrado en el mundo en el que cayera. Sólo si quería la casualidad que se encontrara en casa cuando sucediera tal evento, su tierra sería la del planeta Dorsai. Sin embargo, Kensie había sido..., Kensie.

—¿Sabes lo que me han sugerido? —me preguntó Moro; mientras él, Pel y yo, junto con otros oficiales superiores de la Expedición, entre los que se encontraba Charley ap Morgan, permanecíamos contemplando cómo se llevaba el féretro de Kensie hacia la habitación del C.G. de la Expedición—. Hay una propuesta para que el gobierno de la ciudad erija una estatua de él, aquí en Blauvain. Una estatua de Kensie.

Ni Pel ni yo contestamos. Seguimos observando el emplazamiento del féretro. A pesar de su enorme apariencia, cuatro hombres lo cargaban con facilidad. El metal aparentemente grueso en los laterales, era en realidad hueco con el fin de reducir su peso para el viaje. Los soldados lo depositaron, sacaron la tapa transparente de cobertura y se la llevaron; el perfil de su rostro, visto desde donde nos hallábamos, estaba tranquilo e inmóvil en contraste con la tela de color rosa pálido del interior del féretro. Los oficiales superiores que se encontraban con nosotros y que no habían desfilado, comenzaron a dirigirse hacia el salón, uno por uno, para detenerse durante un segundo ante el féretro antes de salir de nuevo.

—Nunca hubo nadie como él en Santa María —señaló Pel después de un largo rato. Parecía un hombre distinto desde que Padma hablara con él—. Un líder. Alguien a quien amar y seguir. Ahora que nuestra gente ha visto que existe algo así, querrán lo mismo para ellos.

Alzó la vista hacia Charley ap Morgan, que salía del salón en ese momento.

—Ustedes los Dorsais nos han cambiado —comentó Pel.

—¿De verdad? —inquirió Charley deteniéndose—. ¿Qué siente con respecto a lan ahora, Pel?

—¿lan? —frunció el ceño—. Hablamos de Kensie. lan es..., lo que siempre ha sido.

—Lo que ustedes nunca comprendieron —dijo Charley y nos miró a todos.

—lan es un buen hombre —repuso Pel—. No cuestiono eso. Pero jamás habrá otro Kensie.

—Jamás habrá otro lan —dijo Charley—. Él y Kensie conformaban una única persona. Eso es lo que ustedes nunca comprendieron. Ahora, la mitad de lan ha desaparecido: está en la tumba.

Pel sacudió la cabeza despacio.

—Lo siento —comentó—. No lo puedo creer. No puedo creer que lan necesitara alguna vez a alguien..., ni siquiera a Kensie. Nunca arriesgó nada, ¿cómo podría perder algo? Después de la muerte de Kensie, no hizo nada, salvo permanecer sentado a la vez que insistía en que no podía arriesgar la reputación de Kensie haciendo algo..., hasta que los acontecimientos le obligaron. Esa no es la actitud de alguien que ha perdido la mejor mitad de sí mismo.

—Yo no he dicho la mejor mitad —corrigió Charley—. Sólo dije la mitad..., y la mitad es suficiente. Deténgase e intente imaginar durante un momento lo que se sentiría. Deténgase durante un segundo e imagine qué ocurriría si a usted le amputaran por la cintura..., si la vida que estaba más próxima a usted le fuera arrebatada, asesinada en la calle por un puñado de dementes revolucionarios engañados por un mundo al que usted vino a rescatar. Suponga eso para usted, ¿cómo se sentiría?

Pel pareció palidecer a medida que Charley hablaba. Cuando respondió, su voz transmitió sólo un ligero eco de la diferencia y juventud que adquiriera desde que Padma habló con él.

—Creo... —comenzó despacio, pero se quedó en silencio.

—¿Sí? —insistió Charley—. Ahora empieza a entender, a sentir del modo que lan siente. Suponga que se siente así y que justo en las afueras de la ciudad, donde se esconden los asesinos de su hermano, hay seis batallones de soldados veteranos que pueden convertir esa misma ciudad, lo que más desean, en otro Rochmont con una sola palabra de usted. Dígame, ¿es fácil, o es difícil, no pronunciar esa palabra que liberaría los sentimientos de todos?

—Sería... —las palabras parecían arrastrarse fuera de Pel—... difícil...

—Sí —acordó de modo sombrío Charley—, tal como lo fue para lan.

—¿Entonces por qué lo hizo? —exigió Pel.

—El mismo le respondió —contestó Charley—. Lo hizo para proteger la reputación militar de su hermano, de manera que ni siquiera después de su muerte el nombre de Kensie Graeme sirviera como excusa para nada que no fuera una conducta militar absolutamente elevada.

—Pero Kensie estaba muerto. ¡No podía dañar su reputación!

—Sus tropas sí —expuso Charley—. Sus tropas querían que alguien pagara por la muerte de Kensie. Deseaban construir un monumento para él, que recordara su sufrimiento, un monumento que perdurara del modo en que Rochmont perduró para Jacques Chrétien. Sólo había una forma de satisfacerles, y esta era viable si lan actuaba por todos ellos —como su agente— en la captura de los asesinos. Ya que nadie podía negar que el hermano de Kensie tenía el indiscutible derecho de representar a aquellos que perdieron parte de sí mismos con su muerte.

—Habla del hecho de que lan matara personalmente a los asesinos —dijo Moro—. Pero no había ningún modo de que él supiera que alguna vez se enfrentaría cara a cara con...

Se frenó, detenido por la delgada y breve sonrisa que apareció en el rostro de Charley.

—lan era nuestro Operador de Batalla, nuestro estratega —señaló Charley—. Así como Kensie era el Comandante de Campo, nuestro experto en táctica. ¿Cree que un estratega de la capacidad de lan no podría elaborar un plan que le situara cara a cara, solo, con los asesinos una vez que éstos fueran localizados?

—¿Y si no se los encontraba? —pregunté—. ¿Qué habría sucedido si yo no descubro la conexión de Pel y éste no nos dice su paradero?

Charley sacudió la cabeza.

—No lo sé —comentó—. De algún modo lan supo que así se desarrollarían los acontecimientos..., de lo contrario lo hubiera planteado de forma diferente. Por alguna razón él contaba con su ayuda, Tom.

—¡Yo! —exclamé—. ¿Qué le hace decir eso?

—Él personalmente me lo comunicó —Charley me miró de modo extraño—. ¿Sabe?, mucha gente pensaba que porque ellos no entendían a lan, éste no les comprendía a ellos. En realidad, comprende a la gente sorprendentemente bien. Creo que vio algo en usted, Tom, en lo que podía confiar. Y tuvo razón, ¿verdad?

Una vez más, los vientos que había sentido, los de las fuerzas de las que habló Padma, soplaron en mi interior, dejándome helado, iluminándome. lan sintió esos mismos vientos igual que yo..., y los comprendió mejor. Ahora veía la inevitabilidad del asunto. Sólo tiró una vez de las muchas cuerdas enredadas que componían el tejido de los acontecimientos que se produjeron aquí; y ese tirón, a través mío, fue hacia lan.

—Cuando él se dirigió a esa habitación donde estaban ocultos los asesinos —explicó Charley—, su intención era entrar solo y desarmado. Al matarlos con sus manos desnudas, realizó lo que todo hombre de la fuerza Expedicionaria deseaba hacer. De modo que al concluir, la ira de las tropas había sido canalizada. A través de lan, todos obtuvieron su venganza; y entonces quedaron libres. Libres para lamentar a Kensie como han hecho hoy. De modo que Blauvain se salvó; la reputación de los Dorsai también escapó a la posibilidad de quedar manchada, y el estado de las relaciones entre los mundos habitados no se vio alterado por el incidente de Santa María, que podía haberlos enemistado profundamente, como el caso de los Exóticos y los Dorsai, y la propia Santa María, cuyo destino es, sin embargo, ser amigos.

Dejó de hablar. Había sido una charla demasiado extensa para Charley; y ninguno de nosotros podía pensar en realizar ningún comentario. El último de los oficiales superiores, todos excepto lan, ya había pasado delante nuestro, y el féretro se hallaba solo. Entonces Pel añadió:

—Lo siento —dijo, y parecía lamentarlo—. Pero aunque todo lo que diga sea verdad, lo único que prueba es lo que siempre he señalado de lan. Kensie poseía el sentimiento de dos hombres, pero lan ninguno. Es sólo puro hielo y agua sin nada de sangre en su interior. No podría sangrar aunque quisiera. Explíqueme sino cómo un hombre roto emocionalmente por la muerte de su hermano gemelo, podría permanecer sentado y manipular una situación con tanta sangre fría y eficiencia.

—La gente no siempre sangra en el exterior, donde usted pueda verlo... —Charley se interrumpió y giró la cabeza.

Miramos en la misma dirección que él, corredor abajo y detrás nuestro, y vimos que lan se aproximaba, alto y solo. Llegó hasta nosotros, hizo un breve gesto con la cabeza y nos pasó en dirección a la habitación. Le vimos caminar hasta un costado del féretro.

No le habló a Kensie, tampoco tocó con suavidad el féretro como habían hecho los soldados en el salón. En vez de eso, depositó sus grandes manos, esas mismas manos que habían matado a tres hombres armados, casi de forma casual, en el borde de la caja, y miró hacia abajo, a la cara de su hermano muerto.

Rostro gemelo mirando a rostro gemelo, el vivo y el muerto. Bajo las luces del cuarto, con la inmóvil figura imponente de lan, era como si los dos vivieran, o como si ambos estuvieran muertos..., tan poca diferencia se percibía entre ellos. La diferencia estribaba sólo en que los ojos de Kensie estaban cerrados y los de lan abiertos; Kensie dormía mientras lan vigilaba. Y la unión de los dos fue tan sólida y evidente en esa habitación, que hizo me vi forzado a retener el aliento.

Aproximadamente, durante un minuto o dos, lan permaneció inmóvil. Luego alzó la vista, se separó del féretro y se volvió. Se acercó caminando hacia nosotros, con las manos a los costados y los dedos curvados en las palmas.

—Caballeros —saludó con un gesto de la cabeza cuando pasó a nuestro lado, y siguió corredor abajo hasta que un giro hizo que lo perdiéramos de vista.

Charley nos dejó y entró despacio en la habitación. Permaneció allí un momento y luego se volvió y nos llamó.

—Pel —dijo—, venga aquí.

Pel fue; y nosotros detrás de él.

—Se lo comenté —le recordó Charley a Pel—, alguna gente no sangra en el exterior, donde usted pueda verlo.

Se apartó del féretro y nosotros lo miramos. En sus bordes se apreciaban dos marcas en el lugar donde las manos de lan lo habían agarrado mientras contemplaba a su hermano muerto. No existía forma de equivocar el sitio, ya que en los dos, el metal hueco había sido doblado sobre sí mismo y aplastado con la fuerza de una presión que resultaba difícil de imaginar. Debajo de las zonas hundidas, la tela que recubría el interior del féretro también estaba arrugada y desgarrada; y donde cada yema había presionado, la tela aparecía rota y marcada con una oscura mancha de sangre.