EL AMANECER DE CADA DIA
Elena cumplió con su palabra. Se quedó varios días hasta que la vio mejor y la llevaron de vuelta a su habitación. Mikaela no quería hablar de nada que le recordase por todo lo que había pasado. Estando con su hermana allí, todo aquello le parecía una de sus pesadillas y quería olvidarlo lo antes posible. Olvidar a los chicos, a Scott, a Taylor, a su tío Basile, a su abuelo y hasta a Monroe. Arrancárselos de la mente para poder seguir adelante, metiéndolos en un cajón escondido de su cabeza, como había hecho con el colgante, metiéndolo en el rincón más escondido de su maleta. Su hermana le había preguntado curiosa sobre él varias veces, pero se cerró en banda, sin conseguir sacarle nada más y transigió a regañadientes, dándose por vencida. Sabía que Doris, o el doctor, le habían contado el incidente con la visita de la madre de Esteve, de las cosas raras que había hecho, en medio de su desesperación y dolor, aunque ella misma no las recordaba con claridad. Apenas recordaba cómo tuvieron que entrar, rompiendo los muebles, para poder cogerla entre varios enfermeros y meterle los tranquilizantes. Su hermana no le comentó nada, aunque parecía preocupada al principio, pero acabó dejándolo pasar, archivándolo, seguramente, en algún lugar en donde apuntaba sus rarezas, como ella las llamaba medio en broma.
Hablaron de muchas cosas; del viaje de Esteve, del que le enseñó los dibujos que le había enviado, de sus sesiones con Hansfiel, del se reían un poco, por como miraba a Elena, y de todo aquel recinto amurallado, que parecía un pequeño pueblo hecho de pabellones iguales y fríos. Cuando se sintió mejor, la acompañó enseñándole los jardines, los invernaderos, los campos de cultivo, las pistas de deportes y hasta una de motos, que había bien apartada. Lo que le gustó más, fueron los establos, donde no solo había caballos, sino cerdos, ovejas y un par de vacas. Un perro acabó siguiéndolas hasta que tuvieron que dejarlo atrás de las vallas de madera, que separaban el camino de vuelta a los pabellones, entre los huertos de árboles frutales. Un mundo creado para equilibrar la mente y el espíritu. Elena se maravilló de la enormidad de aquel centro. Debía haber unas cinco mil personas allí, entre empleados y pacientes. Su hermana dijo que era mucho más grande que su universidad y mejor cuidado. Mikaela bromeó diciendo que era porque lo hacían los pacientes. Tareas de realización personal y en equipo, así era como lo denominaban los loqueros del centro. Si avanzabas y trabajabas bien, conseguías puntos y mejoras, hasta que se hartaban y te echaban a tu casa. Mikaela, hasta ahora, no había conseguido salir más que un par de veces y como se había peleado las dos, la volvieron a meter en el pabellón, sin posibilidad de escoger ningún equipo de trabajo.
Su hermana le contó que estaba centrada en sus estudios y que por el momento no quería ninguna relación, aunque había varios chicos que le tiraban los tejos. Esto le pareció extraño hasta a Mikaela, su hermana siempre había estado con algún chico desde que empezaron a salirle tetas. Las dos se echaron a reír en cuanto se le escapó por la boca sin darse cuenta. Pero le acabó confesando que estaba demasiado decidida a ser la mejor de la promoción y conseguir una beca mejor al año siguiente, para ir a una universidad de mayor categoría, algo en lo que contaba con su ayuda, si dejaba de meterse en problemas. Mikaela le prometió curarse lo antes posible y ayudar a su padre con la carnicería. Elena le preguntó si era todo lo que esperaba del futuro y Mikaela le bromeó, diciéndole que solo esperaba seguir viva. A Elena no le hizo gracia, pero tampoco se metió más en el tema.
Los días pasaron volando y Elena se marchó, dejándola de nuevo algo perdida y sintiéndose más sola aún. Sin embargo, unas semanas después, sus pastillas estaban en la consulta de Hansfiel y fue la primera con quien quisieron probarlas. Empezó a mejorar rápidamente, eso fue lo mejor y lo peor de todo. Casi había pasado el año desde que entró, y poco a poco, se fue integrando en las actividades y en las terapias de grupo. Hansfiel se sentía muy orgulloso de ella y del éxito de las pastillas con la mayoría de los pacientes, incluso se atrevió a decir que el centro se quedaría pronto vacío, si la cosa seguía así de bien. Mikaela se sentía también muy satisfecha por esto, en secreto, se sintió orgullosa al darse cuenta, de la ayuda que había dado a otras personas. Al cabo de unos meses la pasaron al pabellón de rehabilitación, donde tendría que compartir habitación y donde los chicos y las chicas estaban mezclados. No se sentía segura de cómo podría afrontarlo, pero Elena la animó diciéndole que allí era donde podría ayudar más, porque algunos estarían bastante peor que ella.
Le dieron una habitación del tercer piso con vistas a los huertos de atrás, lo que le encantó. Podría ver el amanecer de cada día, levantándose con el sol y echando el valor necesario para cumplir la promesa que le había hecho a Elena y a sus padres. En su última visita, hasta su padre le habló medio en broma, diciéndole que ya no parecía ella sin esas ojeras tan feas. Su madre se marchó feliz de verla tan mejorada y ella se despidió besando a su padre y asegurándole que no había olvidado nada de lo que le había enseñado del negocio, para cuando volviera. Por primera vez, lo vio marcharse alegre y orgulloso, lo que la animó a seguir aguantando la terapia de grupo que le había tocado esa semana.
En principio estuvo sola, lo que le pareció perfecto, pero al cabo de un mes, encontró a una chica albina en la cama de al lado. Apenas se movió de la cama en los primeros días y no hacía más que llorar o enfurruñarse en cuanto le hablaba, quejándose también de que la habían puesto en la habitación más soleada. Al principio, a Mikaela le cayó muy mal. Tan reacia y tan quejica le pareció, que apenas le habló los primeros días. La doctora Constan la instó a seguir intentándolo, cuando fue a pedirle que la cambiara de habitación, pero esta se negó en rotundo, diciéndole que tenían el mismo carácter raro, pero que aún no se había dado cuenta de ello y que Mikaela era peor cuando entró allí. Esto la hizo darle vueltas a la cabeza y pensar que talvez, la pobre chica tenía problemas serios de verdad, que quizás había visto cosas tan horribles como ella misma, así que decidió darle una nueva oportunidad, después de todo, no había nadie más raro en todo el centro, que ella.
Esa noche estaba decidida a sacarla de su patético y reacio mutismo, al que llevaba enfrentándose ya, más de tres días. Se pasó por la cocina y le pidió un favor a uno de los chicos que había conocido en la terapia de grupo. Creyó que tendría que negociar más, pero nada más verla allí preguntando por él, el pobre se animó y le prestó su ayuda encantado, sin pedirle nada a cambio. Algunas veces, se sorprendía de encontrar gente buena y sencilla por el mundo. Se lo agradeció dándole un beso en la mejilla, dejándolo colorado en mitad de la puerta de la cocina.
Al entrar en la habitación, se sacó las dos pequeñas tarrinas de los bolsillos y las dejó en el escritorio que había en medio de las dos camas. Se sacó las cucharillas de plástico del bolsillo trasero de su pantalón y las dejó junto los helados de nata con fresas.
- Eh, chica, - la llamó sentándose en la silla del escritorio. – He robado un par de helados, tienes que comerte uno, o me pillaran. – la instó paciente.
Vio como la cabellera casi blanca, se movía negando con la cabeza, tapándose de nuevo con la sabana.
- Oye, como me pillen, les digo que es cosa tuya por no ayudarme, además, son de los buenos. – le dijo bastante seria, esperando que, al menos, se cabreara y la mirara. Las sabanas se movieron un poco, pero no respondió. – Oye, ya sé que no soy de lo mejor de por aquí y que tampoco hablo mucho, pero joder, al menos, podrías ayudarme con esto. – dijo empezando a impacientarse, mirando la tarrina, que pronto empezaría a derretirse.
- ¿Las has robado de verdad? – preguntó la vocecita, desconfiada, debajo de las sabanas.
- La verdad es que no, - le confesó, alegrándose de que por fin le hablara sin una queja. – Se las he tenido que pedir a un chico bastante feo, pero muy buena gente, hasta le he dado un beso en la cara, así que sal de ahí y comete el helado antes de que se derrita, por favor. – le suplicó impaciente.
La chica bajó la sabana hasta debajo del cuello y la miró curiosa.
- ¿Por qué has hecho eso? – le dijo mirándola con su carita mona. Era muy bonita, con unos ojos azules muy claros que le recordaban a Esteve, pero muy pálida, con facciones muy suaves y agradables. Tenía el pelo muy rubio, largo y lacio, lo que la llenaba de envidia.
- Y yo que sé, para saber si te gustaba el helado. – le dijo cogiendo una tarrina y quitándole el plástico, hundió la cucharilla y probó un poco. – Hum, que bueno. – dijo relamiéndose, mientras la chica se incorporaba, quedándose sentada en la cama, mirándola seria. – Anda, cógelo o mi sacrificio no habrá servido de nada. – la instó, comiéndose otra cucharadita. – Ya está blandito.
La chica sonrió y se levantó cogiendo la tarrina de helado y la cuchara. Volvió a sentarse en la cama y abrió la tapa del helado, probándolo y saboreándolo. Se quedó mirándola y sonriéndole un poco asombrada, mientras la veía comerse el helado, que estaba realmente rico.
- Que bueno, ¿Es helado de verdad? – le preguntó metiendo de nuevo la cuchara y comiendo con más ganas.
- Claro, de fresas con nata, ¿Nunca lo has probado? – le preguntó terminándose su tarrina, saboreando la última cucharada. Ella negó con la cabeza, metiéndose otra cucharada en la boca, saboreándola de nuevo.
- Nunca había comido helado de verdad, solo el sucedáneo, ya sabes, ese que no sabe a nada. – le dijo mirando la tarrina y moviendo la cuchara dentro, llenó y se quedó mirándola. – Así que esto es helado de fresas con nata, - Sonrió y se la llevó a la boca. - ¿Tú lo habías comido antes? – le preguntó terminándose el helado.
- Si, bueno, una vez, que me invitaron a un restaurante. – le dijo sorprendida de verla relamer la tarrina. – ese estaba aún más rico, llevaba fresas de verdad.
- ¿Pero existen las fresas de verdad? – la miró la chica sorprendida, con todo el hocico lleno de nata derretida, tirando la tarrina a la papelera de debajo del escritorio con una mano. Mikaela no pudo evitar echarse a reír, al ver su cara. La chica volvió a enfurruñarse.
- No te enfades, es que tienes toda la boca llena de helado. – le dijo dándole un pañuelo que sacó del bolsillo. – Además, con lo bonita que eres, da igual si tienes toda la cara sucia. – le dijo casi sin pensar, levantándose y acercándoselo.
La chica se lo cogió mirándola atónita. Mikaela volvió a sentarse en la silla un poco incomoda, porque no apartaba los ojos de ella, ni mientras se limpiaba la boca.
- ¿De verdad? – le dijo cuando terminó de limpiarse.
- ¿El qué? – le preguntó confusa, cayendo en la cuenta de las fresas. – Si, las fresas existen de verdad. – le dijo sentándose más cómoda, estirando las piernas.
- No, me refería a lo que me has dicho, -le dijo algo cortada. – A que… que soy bonita.
Mikaela se la quedó mirando incrédula, pensando si realmente, la pobre chica se había mirado alguna vez en un espejo.
- Bromeas, si pareces un ángel, me das mucha envidia. – le confesó, mirándola sin creerse que la chica no se hubiera dado cuenta.
Sin esperarlo, la chica saltó de la cama y se le abrazó, casi llorando. Ante semejante ímpetu, la silla se volcó y las dos cayeron al suelo, echándose a reír por la sorpresa de un golpe tan tonto.
- ¿Estás bien? – le preguntó la chica levantándose un poco avergonzada.
- Si, no te preocupes. – le dijo poniéndose en pie, - me he dado golpes más grandes por menos. – le dijo tranquilizándola. - ¿Cómo te llamas? – le preguntó, dándose cuenta que no se lo habían dicho ninguna. – Yo me llamo Mikaela, pero casi todos me llaman Mika.
- Yo me llamo Blanca. – le dijo sonriéndole encantada.
- Vaya, tus padres no tenían mucha imaginación para los nombres. – le soltó sin pensar, mirándola.
La chica no se enfadó, se encogió de hombros y le respondió tranquila.
- No sé, no los conocí, murieron cuando yo era muy pequeña, me ha criado mi abuela en la frontera. – dijo sin darle importancia. Mikaela se quedó mirándola y comprendiendo, de repente, mucho más de lo que ella podía imaginarse.
- ¿Vives en la frontera? – le preguntó asombrada aún. Le parecía un milagro que una chica como aquella hubiera sobrevivido allí. - ¿Por qué estás aquí? – le preguntó cayendo en la cuenta de que, a pesar de su genética albina, no tenía aspecto de drogadicto.
- Me pillaron pasando morfing y penicilina para mi abuela, es una especie de médico y enfermera, lo único que hay por allí cerca que sepa hacer una cura. Solo pude decir que era para mí, para que no la detuvieran a ella. Es muy necesaria en donde vivimos.
- Vaya, si eres una heroína de novela. – le dijo más sorprendida, mucho más en serio de lo que esperaba. Blanca sonrió y se le echó encima de nuevo, abrazándola con cariño y dándole un beso en la mejilla, dejándola fuera de juego, de nuevo.
- Seremos las mejores amigas, ya lo verás. – le dijo al separarse, totalmente convencida. Mikaela seguía tan sorprendida por su reacción, que le sonrió y asintió, casi sin darse cuenta. Aunque no esperaba mucho, cuando se enterara de lo suyo.
A partir de ahí, todo fue diferente. Blanca resultó ser un encanto y descubrió que tenían mucho más en común de lo que se podía imaginar. Hablaban de las hermanas de la Santísima Trinidad, a las que su nueva amiga conocía muy bien, porque había asistido a su escuela y ayudaban a su abuela en los casos extremos. Le contó, prácticamente, todo sobre su vida. Mikaela se quedó muy asombrada al saber que allí no tenía amigos, solo uno, que era para ella como un hermano mayor, pero que estaba también en la cárcel, aunque saldría pronto. Le conto como los niños siempre se metían con ella por ser albina y él siempre la defendía. No le contó las maldades que le habían hecho, pero notó en ella ese resquemor de quien ha sufrido mucho la soledad y el desprecio de los demás. Mikaela fue sintiendo por ella un cariño muy especial y la confianza surgió de forma inmediata. Le contó cómo la llamaban en el insti y le habló de Esteve. Poco a poco, se lo fueron contando todo. Se apuntaban a los mismos grupos de trabajo o hacían las actividades extras juntas. No les importaba mucho lo que empezaran a decir de ellas, de todas formas, ya estaban acostumbradas a que las criticaran, aunque la gente era más amable, casi por obligación, y no les decían a la cara lo que pensaban. Blanca entró un día riéndose en la habitación, diciendo que había oído en los baños, que todo el mundo pensaba que eran lesbianas. Esto no le cayó ni bien ni mal a ninguna de las dos. Eran demasiado fuertes como para que algo así les importara de veras, haciéndolas sentirse más unidas aún. Al cabo de unos meses, Mikaela incluso se atrevió a contarle una noche, todo lo que le había pasado, hasta le habló de Monroe. Pudo descargar su alma de todo aquel peso, aunque no le hablara de los licántropos, porque sabía que cuando volviera a la frontera, tarde o temprano, se tropezaría con ellos y no quería ponerla en peligro, allí estaría en primera fila. Algunos secretos era mejor dejarlos bien guardados, y si esas bestias se daban cuenta que lo sabía, le podían hacer mucho daño. Su amiga se quedó asombrada con todo lo que le contaba. Saber que era familia del gran demonio, como habían llamado a De la Sangre en la frontera, la hizo quedarse muda. Lo que no nunca salió de su boca, no por falta de confianza, sino por prudencia y temor de que alguien pudiera escucharlo, fue su relación con los Dadle. Ahora que todo estaba bien, aquello ya no tenía importancia. Blanca se convirtió en su colchón y ella en su almohada. Siempre que no podía dormir, se metían en la misma cama y acababan hablado durante mucho rato hasta quedarse dormidas.
Las visitas de Elena se fueron espaciando, al verla reforzada por Blanca. Ella tenía su vida y andaba en un proyecto para subir nota, la notaba bastante agobiada y le aseguró que estaba curada, a salvo y que pronto volvería a casa, para que dejara de preocuparse por ella. Blanca y su hermana se cayeron muy bien, así que Elena empezó a preocuparse en serio de sus estudios, consiguiendo la beca con la que tanto había soñado.
Sus padres adoraron a Banca en cuanto la conocieron, parecía increíble, pero su amiga fue tan encantadora y simpática con ellos, que se fueron más contentos y tranquilos, sabiendo que tenía una amiga allí. Le dejaron un par de cartas que habían recibido de Esteve por pura casualidad, un día que su padre se encontró con el cartero de su antiguo vecindario. Al no llevar remitente, no pudieron devolverlas y las dejaron en la oficina de correos, como cosa perdida.
Al abrir aquellas cartas, Mikaela se sintió muy emocionada y su corazón volvía a latir con mucha fuerza. Eran dibujos realmente buenos. Uno de una escultura bastante triste, donde su amigo había escrito en la parte inferior de la página; La Piedad. Esto la hizo comprender que, para esas fechas, ya sabía lo de Monroe. Junto con ese dibujo, también le envió otro con una mano abierta hacia arriba y un corazón en relieve dentro de ella. Lloró emocionada, sintiendo a su amigo muy cerca, sabiendo lo que había querido decirle. Solo ellos se entendían así, sin palabras. Afortunadamente, tenía a Blanca a su lado que, sin preguntar, la consoló mucho. Al abrir la otra carta, de varios meses después, todo parecía haber cambiado en la vida de su amigo. El primer dibujo era de un puente con un barco muy bonito en medio de un rio, que pasaba por una ciudad. Por detrás había escrito solo, Sena, Paris. Esto las hizo sonreír a las dos, pensando en lo divertido que habría sido estar allí con él, en esa ciudad tan bonita. El otro dibujo era más extraño. Era de una chica muy bonita, quizá más joven que ellos, casi parecía un ángel. Con el cabello muy rubio, casi blanco, como el de su amiga, y también tenía los ojos muy azules y claros. En la parte inferior de la página había escrito solo un nombre, Luci. Mikaela no supo cómo tomarse aquello. Pero si se lo había enviado, era por algo. A Blanca le pareció curioso que la comparara con ella, y acabó diciendo que no se parecían en nada, algo molesta. Pero para ella, parecía como si, a pesar de estar a miles de kilómetros, siguieran teniendo vidas paralelas, pero con las mismas experiencias.
Un día, sin previo aviso, la llamaron al despacho del director. Este le entregó una carta abultada, dándole la enhorabuena y diciéndole que sus padres vendrían a recogerla al día siguiente. Mikaela se quedó sin saber que decir, ni saber cómo sentirse. Se había acostumbrado tanto a estar entre aquellos muros, segura y tranquila, que no estaba convencida de si quería volver a su vida. Pensó, que con algunas de las tonterías y trastadas que habían cometido ella y Blanca, no se lo darían tan pronto, en castigo. Allí tenía a Blanca y su hermana la visitaba de vez en cuando, afuera ya solo tenía a sus padres y un mundo con monstruos, que tal vez seguían esperando el momento de encontrarla.
- Vamos, señorita Guzman, debería estar dando palmas de alegría. – le dijo el director al ver su cara atribulada. – Es libre y está sana, eso es lo que confirman esos papeles, debería estar feliz. Su madre lloraba de felicidad cuando se lo he comunicado esta mañana.
- Yo…no sé si…Blanca…- decía casi sin entenderse ella misma, con un montón de sentimientos revolviéndose dentro. – Gracias. – le dijo levantándose de la silla y sonriéndole, sin saber que más decir, antes de que el pobre hombre se lo pensara mejor.
Al salir al pasillo, salió corriendo del edificio principal hasta los invernaderos, donde Blanca estaba con su equipo de trabajo. Al llegar la observó, enseñándole a un chico como se plantaban las patatas, mientras ella tomaba aliento. Su amiga era muy especial, le gustaba ayudar a la gente, lo llevaba en la sangre, como su abuela la enfermera. Se había abierto bastante y era muy simpática, cuando no se encontraba en medio de mucha gente. Las dos habían cambiado mucho, sintiéndose tan normales cuando estaban juntas, que ahora era así como las veían todos. Comprendió que Blanca estaría bien. Era una superviviente fronteriza, no la necesitaba tanto, podría con aquel lugar. La frontera era mil veces peor. Se acercó a ella despacio, mucho más animada y esperó a que terminara de ayudar al chico a plantar unas patatas en la tierra.
- Lo ves, no es tan difícil. Lo has hecho muy bien. – le decía al chico, mientras daban golpecitos con las manos, asegurando la tierra donde las habían sembrado.
- No he dicho que sea difícil, he dicho que era un rollo. – se quejaba el chico, mirándola de reojo y sonriéndole un poco tonto.
Mikaela carraspeó, echando las manos a la espalda, para esconder el sobre. Se volvieron a la vez y Blanca le sonrió contenta de verla allí.
- Mika, ¿Qué bien, ya has terminado con tu equipo? – le preguntó quitándose los guantes de jardinería.
Mikaela le enseñó el sobre abultado. Ella se quedó mirándolo un momento y el chico las miró a los dos, sin saber si irse y dejarlas.
Blanca vio el sobre un momento y se le echó encima feliz, abrazándola contenta.
- Te han echado, - dijo besándola más alegre que ella misma, soltándola con el mismo ímpetu. – Tus padres se van a volver locos de contentos. – le sonrió quitándole el sobre de las manos. – Vamos a ver que dicen estos papelajos…
- Me alegro por ti, quien seas. – dijo el chico algo cortado. – Bueno, me voy a seguir con las otras rutinas.
El chico se marchó molesto, sin que Blanca le hiciera ningún caso, concentrada en leer los papeles que había sacado del sobre.
- Oh, aquí lo dice bien claro, - dijo después de un momento de revisarlos y leyó imitando una voz de juez. – Por lo tanto, nosotros, la junta médica y directiva del centro, consideramos su condena excedida y presentamos el alta médica para que conste que el paciente ha finalizado su tratamiento con éxito. La relegamos a consulta y seguimiento externo, manteniéndole la medicación indicada en el alta. Bla, bla, bla… Hacemos constar en acta publica a la paciente como ciudadano libre y sano. – Blanca levantó la vista hacia ella, sonriéndole. – ¿Lo ves? ¿Y tú que decías que nunca ibas a salir de aquí?
Blanca la abrazó de nuevo y le devolvió los papeles y el sobre, pero un poco más triste.
- Te voy a echar mucho de menos ahí fuera. – le dijo Mikaela con tristeza, metiendo las hojas en el sobre, sin querer mirarla todavía.
- No seas tonta, - le dijo animándola. – Somos supervivientes, podemos con todo, recuerdas. – le dijo cogiéndole una mano. – Tú me lo dijiste una noche y es una verdad más grande que este sitio. – le sonrió haciendo de tripas corazón. – Nos escribiremos y nos comunicaremos. En cuanto salga de aquí, hablaré con mi abuela y nos mudaremos cerca, ya lo veras. Pronto estaremos juntas de nuevo y tu amigo volverá de su viaje hecho todo un artista. Seremos como los tres mosqueteros, y Elena será nuestro Dartañan, cuando termine sus estudios de abogado, claro. – le dijo guiñándole un ojo, divertida. – Solo serán unos meses. – le dijo con cariño.
- No digas eso, - le saltó Mikaela dolida por el recuerdo. – Di mejor, que volveremos a vernos y ya está. – la increpó aguantando el dolor. – La persona que me decía eso no volvió.
Blanca la miró con un poco de compasión y tristeza, sabiendo a quien se refería.
- Tienes razón. – se acercó y la besó con dulzura en la mejilla. – Nos volveremos a ver, ya lo verás. – le dijo muy segura. – En cuanto me suelten una carta como esa, te buscaré.
- No, en cuanto te la den, estaré esperándote en la puerta y si tengo suerte, con una moto enorme como una casa – le contestó igual de segura, haciendo una referencia al día en que ella le enseñó a montar en moto, en el circuito del centro. Las dos se abrazaron con más fuerza. Vio al chico que volvía, las miró un instante y se dio la vuelta sin decir nada. Mikaela sonrió, pensando en la cara de decepción que había puesto el pobre chico. Seguramente se había creído las habladurías sobre ellas, creyéndose que eran novias.
Dieciocho meses y un día, pensó mirando por la ventanilla del taxi, con sus padres sentados felices a su lado, despidiéndose de las paredes de ladrillo del pabellón principal, mientras se alejaban. Ese era el tiempo que había pasado allí, entre aquellos muros. La mayoría de esos meses apenas los recordaba, medio drogada y amargada, pero otros…
Los últimos habían sido muy buenos. La serpiente había desaparecido de su cabeza y el dolor se había ido difuminando, poco a poco, con el amanecer de cada día. Haber conocido a Blanca, era un regalo que aún no sabía cómo agradecer. Si lo hubiera sabido, le habría dado más besos a aquel chico que trabajaba en la cocina. Nunca se le ocurrió pensar en todo lo que una tarrina de helado podía ofrecerle. La vida, algunas veces, compensa devolviéndote algo de lo que se lleva. Estaba segura de que volverían a estar juntas, como ella misma le había le había prometido.
Al volver a su nueva vida, se sentía muy mayor y, a pesar de estar a punto de cumplir los veinte años, se sentía como si tuviera cuarenta. Esperar a que Blanca saliera del centro y envolverse en todas las tareas que tenía a lo largo del día, eran ahora sus pequeñas obsesiones.
Elena estuvo un par de semanas de vacaciones con ellos, ayudándola con su presencia a volver al mundo real. Se marchó para hacer un curso especial, aunque le confesó que había conocido a alguien, pero que aún no estaba segura de cómo iban a funcionar las cosas entre ellos, porque el chico era de una posición social bastante elevada. Le prometió que no le diría nada a sus padres hasta que ella le diera permiso.
Su mayor sorpresa fue encontrar a su tía Cloe, esperándola también, en aquel piso alquilado que ahora tenían sus padres. Entre su madre y ella, le contaron que la había estado visitando a menudo, escondiéndose en un disfraz bastante feo, con una peluca de cabello negro y unas gafas de miope falsas. En cuanto se los puso para salir a la calle, se rieron con ganas. Realmente estaba irreconocible. Le agradeció de corazón que hubiera estado consolando a su madre en aquellos momentos tan malos. Le preguntó por su abuelo y ella le contestó que ya estaba totalmente recuperado de su operación de corazón, aunque debía cuidarse mucho y era un cabezota difícil de cuidar. Le confesó algo dolida, que pospusieron la boda, por la muerte de Coster y la enfermedad de su padre, pero que se casaba en unos días, lamentando que ellos no pudieran asistir. Esta vez la ceremonia sería muy íntima, con tan solo unos doscientos invitados. Su madre y ella se echaron a reír y su tía se las quedó mirando extrañada, diciendo que en la que habían preparado antes había, al menos, unos seiscientos, dejando a Elena maravillada. Se marchó en un par de días para casarse, mucho más tranquila, viéndoles a todos mucho mejor de lo que se había esperado.
Un tiempo después, cuando encontró el valor suficiente, fue al cementerio, acompañada por su padre, al que cargó con las flores que no podía cargar ella. Volvió a poner una flor en cada una de las tumbas de sus amigos y de Scott. No encontró la de Taylor, así que dejó una rosa en el muro del cementerio para él, como si fuera una contraseña secreta entre ellos. Por último, se acercó a la tumba de Monroe, se arrodilló y cavó un pequeño agujero, metiendo el colgante y tapándolo bien con un ramo de rosas rojas encima, dejando caer sus últimas lágrimas sobre su tumba.
- Te entregué mi corazón y lo aceptaste, aunque estaba maldito. Aun te amo Monroe Bryan y este corazón que te dejo aquí, es solo para que lo guardes, hasta que volvamos a vernos. – le susurró a la lápida de piedra con su nombre. Se limpió las lágrimas con la mano y besó sus dedos, posando aquel beso húmedo, en el relieve con su nombre en la piedra. Se levantó después y se dirigió hacia su padre, que la esperaba unas tumbas más allá, observándola serio y compasivo.
Cuando iban hacia el coche le preguntó dolido, por qué no se lo había contado.
- Íbamos a contártelo cuando volviera, para casarnos, pero no pudo ser y ya no importa. – le confesó mientras salían del cementerio.
Su padre le pasó un brazo por los hombros.
- Claro que importa hija, era un buen hombre, me hubiera gustado tenerlo como yerno, me arregló muy bien la furgoneta. – dijo sonriéndole, aunque con los ojos empañados.
- Papá, nos habríamos ido muy lejos, - le dijo con sinceridad. – No creo que te hubiera podido arreglar la furgoneta más veces.
Su padre la paró un momento y la miró a los ojos.
- No me habría importado, sé que él hubiera cuidado muy bien de ti, eso me hubiera bastado. – le confesó seguro. Mikaela, lo abrazó emocionada, sin poder evitarlo. Agradeció aquella confianza de su padre, aunque ahora resultara inútil. – Aunque, si me lo hubiera pedido hace un año, le habría partido la cabeza, primero.
Los dos se echaron a reír y salieron del cementerio más animados. Ya en el coche, Mikaela no pudo evitar acordarse de su abuelo Dadle, comprendiendo de pronto, todo lo que había querido decirle y sintiéndose muy mal, pensando en todo lo que aquel hombre había sido capaz de soportar y de hacer, para proteger a su familia, aunque no entendiera el por qué.
Terminó de firmar los últimos documentos, con la meticulosa forma en que lo había hecho siempre. Puso el tapón de oro a la estilográfica, también de oro, y la dejó en su cajita de madera labrada, poniéndole la tapa con el mismo cuidado. Fue el último regalo que le había hecho Coster. Antes apenas tenía significado para él, ahora era un pequeño recuerdo doloroso y amado. Cerró la carpeta y la dejó en el escritorio, quería que la encontrasen a la mañana siguiente sin ningún problema. Aún llevaba puesto el elegante esmoquin de la boda su hija. En aquella lujosa habitación de hotel del último piso, apenas quedaba nada que le importase. Ya todo estaba en orden y arreglado para su marcha. Se sentía cansado y estaba decido a acabar con todo aquello de una vez. Salió a la terraza, bien decorada con macetones de flores hermosas y fragantes, se sentó en uno los cómodos sillones y miró el atardecer, inspirando el aroma de las flores, viendo cómo los últimos rayos de sol se hundían en el horizonte lejano, mucho más allá de esa ruidosa ciudad.
Su pequeña Cloe, tan bonita y encantadora como siempre, por fin se había casado y ya debía estar en el avión que la llevaba a su nuevo destino, en brazos del hombre al que amaba, y en el que él había encontrado la suficiente confianza, como para quedarse tranquilo. Morgan era un tipo muy listo y con los suficientes recursos como para que todo siguiera funcionando como debía. Estaba satisfecho por una vez en la vida y allí sentado, por un momento, se sintió como un pequeño dios, dueño y señor de su destino, con toda la ciudad a sus pies, pero sin ningún deber más que cumplir.
Lo único que lamentaría era el disgusto que iba a causarle a su hija y a su Doctor. Este, seguramente, no comprendería como había sido posible que le sucediera lo que tenía previsto. Su buen y joven Doctor Weiss, el mejor en estudios genéticos y genoplasticos, que había seguido su tratamiento con cuidado y esmero, cobrándole, eso sí, sus servicios. Pero no era lo habitual en él, hacer seguimientos tan largos. Lo cierto era que se habían caído muy bien y solía visitarlo, de vez en cuando, solo por pura amistad. Sintió verdadera empatía por él, cuando le contaron las enfermeras que tenía una hija a la criaba solo, y que, desde que la criatura había aparecido en su vida, había cambiado por completo. Antes era un mujeriego, imposible de resistir, ya que era muy guapo y todas andaban locas por él, pero desde que le entregaron a su hija, se había concentrado en su trabajo, convirtiéndose en el mejor en su campo. Un campo que los dos compartían, el estudio y descubrimiento genético y la génesis molecular. Se había pasado horas con él, discutiendo de los nuevos estudios y las nuevas técnicas genéticas.
También había pensado en él, dejándole un legado que nunca imaginó que saldría de su caja fuerte. Las notas e investigaciones, que guardó en secreto, relacionadas con su proyecto maldito. Los dos libros de tapas marrones que guardaba escondidos en una caja, donde solo Cloe, sabía que estaban. En los documentos que acababa de firmar, dejaba su deseo expreso, para que se los entregaran. Sería el único que podría entenderlos, y lo conocía lo suficiente, como para saber que no les daría mal uso, después de su tropiezo en sus comienzos, con el caso Levinson. Más de una vez, había pensado seriamente, que sería el candidato ideal para Elena. Un hombre inteligente, de muy buena posición y con conocimientos expertos, para seguir comprobando los efectos de su hallazgo. Capaz de entender y continuar el seguimiento de su proyecto, con total discreción. Se sonrió, al recordarse fantaseando, con la idea de que podría emparejarlo con Mikaela, pero hasta el mismo se reconoció, que su nieta lo rechazaría de plano en cuanto lo viera y le dijera que era médico. De todas formas, desistió, aceptando que nunca se le había dado bien emparejar a nadie.
Las últimas noticias que Cloe le había traído de su otra familia, lo habían tranquilizado, y sabiéndolos seguros, podía descansar por fin. Estaba demasiado cansado para aguantar la vida por más tiempo. Solo quería descansar y reunirse con su amada. Suspiró, mientras veía el último aliento del sol desaparecer, envolviéndose en el manto de las primeras luces de la noche.
El gélido movimiento de un susurro de aire, le hizo sonreír. Su destino estaba allí, había llegado a lo hora convenida y sin retraso, podía sentirlo detrás de él.
- Buenas noches, Buscador. – le saludó sin dejar de mirar el horizonte hermoso.
- Buenas noches, viejo zorro. – le saludó con su voz tranquila y embaucadora, colocándose a su lado en pie y mirando también el hermoso paisaje. – Supongo, que ya lo tienes todo preparado. – le dijo con sus manos metidas en los bolsillos de su elegante indumentaria. Siempre había admirado su buen gusto en esto, aun aparentando una juventud hermosa e inmutable, siempre vestía con la elegancia del momento y la época en la que estaba. Su belleza pálida y mortal, casi exquisita, con esos ojos tan verdes y esa sonrisa de duende travieso, le parecía ahora una muestra dulce, de lo que le esperaba.
- Así es, - le respondió tranquilo. – Todo volverá a tus manos, como quedamos, excepto la parte proporcional que dejo a Cloe, mi única heredera visible.
- Está bien, entonces, - le dijo sonriéndole. – Me extrañó recibir tu mensaje, pensé que querrías disfrutar más de este momento, en que todo está solucionado, más o menos.
- No, viejo diablo, ya estoy demasiado cansado del mundo, prefiero marcharme sabiendo que todo esto está controlado. Solo dime una cosa, Del. ¿Qué sentiste al verla de nuevo, cuando te enseñé su foto? – le preguntó, queriendo sacarse esa duda de la mente.
El Buscador le miró algo serio y sorprendido.
- ¿Cómo sabes mi nombre de vampiro? – le preguntó curioso, evitándole la pregunta.
- Sé mucho más de ti de lo que imaginas. – le dijo deleitándose por dentro. - Contéstame por favor.
- Me sentí morir de nuevo. – le confesó mirando al horizonte un momento, - ¿Es eso lo que querías saber? – le confesó triste y dolido, recriminándole con la mirada.
- Era imposible conocerla y no amarla, ¿verdad? – le dijo con su seguridad y tranquilidad de siempre, un poco nostálgico.
- Ivana era…arrebatadora, - dijo Del sonriéndole, compartiendo los dos ese momento. – Mikaela es…- negó sonriendo con la cabeza. – Un abismo imposible de salvar, y Elena tiene tanto encanto como su abuela. – Se encogió de hombros, como si fuera evidente que no había más que explicar. – Son lo que son, no pudimos evitarlo. El destino siempre gana, aunque intentes marcar sus pasos.
- Ha sido una lección dura de aprender. – le dijo con tristeza, pero se sonrieron los dos, sintiéndose cómplices por un momento. – Bien, ha llegado el momento de cumplir una promesa. Necesito descansar por fin de este mundo. – le instó paciente, mirando las estrellas que salían cada vez más claras en el cielo.
El Buscador acercó un sillón a su lado y lo miró tranquilo, sentándose en él, le clavó sus ojos verdes, cogiendo su mano y volviéndola con la muñeca hacia arriba.
- Te envidio Zastler, tu vuelves con ella, mientras yo me quedo, cargando con tus errores y los míos. – le dijo serio, con algo de angustia en la voz.
- Sé que los protegerás, sé que la ayudarás y que no permitirás que Héctor la cambie. – le dijo seguro, lo sabía de una forma rotunda, esa era su máxima tranquilidad. – Prométeme que no la tomarás, aunque la ames, hasta que esté completamente a salvo.
El Buscador lo miró un momento, un poco turbado, pero después de un instante, le sonrió tranquilo.
- Te lo prometo, viejo zorro alemán. - le dijo pícaro, como era su manera de hablar ligera, pero sabiendo que cumpliría su promesa.
Le clavó los colmillos y notó como su sangre se iba yendo despacio hacia su boca, primero con el dolor del pinchazo, luego, con la suavidad de la seda, sintiendo la paz y el placer de la muerte, con cada latido de su corazón, cada vez más lento, hasta que se paró, con un último y suave movimiento, agradeciendo la ternura de una muerte tan dulce.
El buscador soltó su mano, sintiendo el espasmo suave del fin, en el cuerpo de su viejo amigo y enemigo a la vez. Se irguió y se quedó observándolo un momento.
- Mi querido amigo, si supieras todo lo que viene, no podrías haberte marchado tranquilo. – le dijo con amargura y tristeza, pensando que debía darse prisa. En el este ya estaba empezando a caer la lluvia de estrellas anunciada. – Descansa en paz, por los que no podemos hacerlo. – le sonrió, por último, volviéndose a mirar el horizonte oscuro y estrellado.