Sobre la economía
La gente que habla de los buenos tiempos pasados, suele hallarse alrededor de la cincuentena.
Recuerda con nostalgia el caballo y la calesa, la bicicleta en tándem, y aquella barraca del patio trasero que parecía una cabina telefónica, pero que no lo era.
Son muchas las cosas entrañables que han desaparecido pero ¿para qué pensar en ello? Si el lector anda sobre los cincuenta, se acordará de ellas con tanta claridad como yo las recuerdo.
La palabra «economía», por ejemplo, carece actualmente de un significado íntimo y hogareño.
El Wall Street Journal afirma que todo el país está viviendo abocado a un precipicio de deudas; el gobierno está entrampado hasta las orejas y lo mismo sucede a la mayoría de los ciudadanos.
Es una carrera alegre y desenfrenada, pero en Washington nadie parece darle importancia.
En los viejos tiempos, quienes eran pobres vivían como pobres. Hoy, en cambio, viven como si fueran ricos.
He discutido este asunto con amigos pertenecientes a la clase de los que ganan entre ocho y diez mil dólares al año, y, en la mayoría de los casos, han admitido que no son dueños de muchas cosas que poseen: el automóvil, la televisión, la casa, los muebles, etc…
Su filosofía común parece ser: «¡Qué diablo; si mañana podemos morirnos!». Sin embargo, si su predicción se retrasa algunas décadas, lo más probable es que acaben sus días como pensionistas del estado.
La limpieza es la virtud que sigue a la santidad, pero, en mi concepto, la economía debería precederla.
Me considero uno de los últimos supervivientes de la era de la tintorería.
Soy de aquel tipo de personas que apagan la luz cuando salen de una habitación, y que cierran bien los grifos para que no pierdan agua.
A pesar de que tengo cocinera, voy personalmente al supermercado para escoger los artículos que, eventualmente, ella se encargará de echar a perder.
La gente se queda asombrada cuando me ve estudiando cuidadosamente las ventajas de un repollo sobre otro, tentando los tomates u olfateando los melones.
Como soy bastante conocido, esto da a veces lugar a situaciones algo embarazosas, pero no puedo remediarlo.
Estoy convencido de que, en mi caso, la economía es una tendencia inevitable, originada durante mi deficitaria infancia, que no puede superarse, como no se supera la vejez (en la que entré hace años).
Pero no soy el único. Tengo muchos amigos bastante ricachones que son igualmente ahorradores en determinados aspectos.
Uno de ellos toma cada día un pañuelo limpio, pero, antes de echar a la cesta del lavandero el anterior, se suena en él enérgicamente. Un buen día le interrogué sobre este detalle y me respondió:
—Trato simplemente de extraer el máximo provecho de cada pañuelo, y cuando me siento realmente satisfecho es cuando pesco un resfriado. ¡Entonces sí que rinde de verdad el dinero invertido en los pañuelos!
Tengo otro amigo (nadie hubiera imaginado que tenía dos, ¿eh?) que viene a ganar unos doscientos mil dólares al año.
Es capaz de llevar a uno a Romanoff en un Rolls Royce y, en cambio, aparcar a dos o tres manzanas de distancia, para ahorrarse la propina del guarda coches. Y no es que sea tacaño.
Él lo explica así:
—Si voy a un restaurante de lujo y me gasto cincuenta o sesenta dólares en una cena, quiero que, por lo menos, el aparcar el coche me resulte gratis.
Conozco otro tipo que está calvo como un queso, y que, sin embargo, cuando va al restaurante, aunque sea en pleno invierno, deja su sombrero en el coche.
A consecuencia de ello, contrae frecuentes catarros y, un par de veces al año, una pulmonía. Pero él dice que no le importa.
—Me resisto a dar medio dólar de propina a una chica, sólo por colgarme el sombrero en una percha. Me daría igual si fuera ella quien se ganara el dinero, pero a ella no le queda una maldita perra. El restaurante se reserva una parte del momio y el resto va a parar a cualquiera de las bandas de Chicago que controlan estas concesiones. Soy liberal y tolerante con mi esposa, pero cuando cenamos fuera, me desespera que, de repente, se dé cuenta de que no lleva tabaco. Cuando esto sucede, he de soltarle un pavo a la chica de las faldas cortas, por un paquete de tabaco.
En su vida privada, Jack Benny es un chico extremadamente generoso.
En cambio, como actor, representa siempre papeles de avaro impenitente, capaz de arriesgar su vida por un dólar.
El público ríe hasta desternillarse con sus miserias.
Les parece muy gracioso que mire el dinero como algo que no debe malgastarse.
¡Veremos quién es el último en reír!
Fred Allen, un gran personaje, arrendó cierto verano una casita en Maine por trescientos dólares.
Como él era actor y el dueño de la casa era de Maine, se vio obligado a pagar la renta por adelantado.
A principios de junio, ofrecieron a Fred doscientos dólares por escribir una breve columna cada dos días, por cuenta de un sindicato.
Esto sucedía hace tiempo, cuando doscientos dólares eran todavía un montón de dinero, pero Fred rechazó la oferta.
Le pregunté por qué no aceptaba, y me contestó:
—He pagado trescientos dólares por la casita de Maine, y, si aceptara este encargo, tendría que quedarme en Nueva York. Perdería los trescientos dólares.
El sindicato elevó entonces la oferta hasta dos mil dólares semanales, y Fred la rechazó nuevamente.
Luego le ofrecieron cuatro mil dólares y de nuevo se negó.
—¿Por qué no te olvidas de esos trescientos dólares? —le pregunté—. Con lo que ganarías en una semana podrías comprarte la casita.
Pero también Allen tenía ideas peculiares acerca del dinero. Era de veras generoso, pero no podía tolerar el despilfarro. Y, además, su tozudez era proverbial.
—¡He pagado trescientos dólares por pasar el verano en la casita —decía— y no voy a permitir que su dueño se quede con mi dinero a cambio de nada!
En una ocasión estuve actuando en el Orpheum Circuito con un cómico muy gracioso llamado Doc Rockwell, que tenía su propio sistema de ahorrar dinero.
Durante la primera semana que pasamos en Chicago, Doc compró seis trajes de sarga azul por ciento cincuenta dólares.
Para quien no ande mal de matemáticas, esto quiere decir que cada uno le resultó a veinticinco dólares.
Su plan era llevar cada traje un mes, y luego, cuando estuviera sucio y arrugado, tirarlo.
—De este modo —me explicaba—, no tengo que pagar tintorerías ni planchadoras y, además, llevaré siempre un traje nuevo.
Años atrás, en mi época heroica, como muchos actores, solía comer en un Automatic.
La comida era muy buena, y supongo que sigue siéndolo, pero desgraciadamente, no puedo volver por allí a causa de los cazadores de autógrafos.
La de veces que he explicado a mi hija, Melinda, lo maravillosos que eran aquellos restaurantes.
Siempre le explicaba que bastaba con proveerse de calderilla en la caja e irla echando aquí y allá, para, al momento, obtener manjares de rey (suponiendo que aún quede alguno por ahí).
La última vez que fui a Nueva York, llevé conmigo a Melinda.
Íbamos ya camino de un restaurante de lujo, cuando me preguntó por qué no la llevaba a almorzar al Automatic.
—No —dije yo—, no te gustaría. Hay demasiada gente y la comida no vale gran cosa.
—Pero, papá —dijo ella—. Hace sólo unas semanas, me decías que la comida era tan buena como la de cualquier restaurante de Nueva York.
Me di por vencido. Nadie puede imaginarse la presión que puede ejercer una hija sobre su padre, a menos, naturalmente, que sea su padre.
De modo que, antes de que me diera cuenta, me hallaba ante la taquilla del Automatic de Horn y Hardart, en busca de la calderilla necesaria para dos almuerzos.
Melinda, más entusiasmada que si estuviera en el Club de los 21 o en el Pavillon, andaba de aquí para allá, echando perras en cuantas ranuras encontraba, como si aquélla hubiera de ser su última comida.
Yo me decidí por un bocadillo de roast beef y deposité cuidadosamente diez monedas en el lugar correspondiente, pero, por causas ignoradas, la ventanilla de cristal no se abrió.
Golpeé ligeramente con una moneda, pero la trampilla siguió cerrada.
En vista de lo cual, traté de forzarla con los dedos.
Súbitamente, detrás de la cristalina mampara, surgió una fornida hembra, que, acercándose amenazadora, me dijo:
—¿Es usted quien anda enredando en mi ventanilla?
—Así es —respondí.
—¿Y no sabe que tiene que echar diez monedas para conseguir un bocadillo de roast beef de cincuenta centavos? ¿Qué pasa? ¿Es idiota o qué? ¿No fue nunca a la escuela?
A aquellas alturas ya se habían reunido varios comensales a nuestro alrededor, atraídos por las voces de la empleada y, para mi disgusto, me habían reconocido.
Traté de ignorarlos y reclamé nuevamente mi sándwich.
La matrona volvió al ataque:
—Permita que le diga una cosa. Cada día tenemos aquí tipos de su calaña, que se creen que, porque esto es un automático, pueden hacer lo que les viene en gana.
Ya, entonces, el grupo de los espectadores había aumentado notablemente. De él se destacó un conductor de autobús y me dijo:
—Oiga, ¿no trabaja usted en la tele? ¿Por qué discute, entonces, por cinco centavos más o menos, con esta pobre señora? ¿Cómo se le ha ocurrido venir a comer a un lugar tan triste como éste? ¡Si yo ganara la pasta que gana usted, no me pillarían aquí!
Revistiéndome de dignidad, repliqué:
—He venido porque mi hija quería comer en un automático.
—¿Ah, sí? —dijo con sorna—. ¿Y dónde está su hija?
Lo que yo no sabía era que Melinda, para evitarse la vergüenza, se había escabullido al empezar la bronca y me estaba esperando en la calle. Me imagino que ya debía de estar algo impaciente.
La discusión con la matrona y el funcionario de transportes fue elevándose de tono.
Y para empeorar las cosas, los espectadores empezaron a pedirme autógrafos.
Una mujer situada a mis espaldas, para atraer mi atención, daba enérgicos tirones del faldón de mi chaqueta.
Afortunadamente no tiraba de los pantalones, porque de haberlo hecho, allí habría quedado yo con mis calzoncillos a lunares.
Por último, se acercó a nosotros un inspector, o lo que fuera, y me interpeló:
—Mr. Marx, soy un admirador suyo, pero ¿puede decirme por qué está usted dando este espectáculo por unos centavos? Debería avergonzarse.
—¿Y por qué? —le pregunté indignado—. ¿Porque quiero un simple bocadillo de roast beef?
—Usted bien sabe que nuestras máquinas no mienten —respondió—. Si hubiera echado las diez monedas en la ranura oportuna, ahora estaría comiéndose un bocadillo tan bueno como el que puedan darle en cualquier otro sitio de Nueva York.
La matrona terció entonces:
—¡Echó sólo nueve monedas, sabiendo muy bien que el sándwich vale diez! ¿Por qué no echa lo que falta y se larga con su asqueroso bocadillo?
El inspector se volvió hacia ella con gesto amenazador y le dijo:
—¿He oído bien cuando usted decía que nuestros bocadillos son asquerosos?
—Oh, no, señor. No quise decir eso —explicó servilmente—. Quise decir que él es un asqueroso miserable por no echar la asquerosa moneda que falta.
Entre el intrincado altercado, la escritura de autógrafos y la preocupación por Melinda, a quien ya suponía embarcada hacia el Brasil, víctima de la trata de blancas, estaba dispuesto a batirme en retirada.
—No es por el dinero, sino por principio —dije—. Devuélvanme las diez monedas y me iré a comer a cualquier taberna, donde me traten con el respeto que una estrella merece.
La matrona dejó caer nueve perras en mi trémula mano.
Yo las eché al aire y rubriqué:
—¡Ahí tienen! ¡Esto les demostrará que el dinero no me importa nada!
Y salí a la calle con paso majestuoso.
Recogí a Melinda y nos fuimos al Colony, donde nos dieron un exquisito almuerzo por 27,60 dólares.
Sólo me resta dejar bien claro que jamás volveré a pisar un Automatic, si no tienen la decencia de devolverme los centavos que aún me deben.