¡Bendita diferencia!
Hasta cumplir los cuatro años no establecí diferencia alguna entre los sexos.
Iba a escribir entre los dos sexos, pero ahora se dan tantos matices, que si alguien dice los dos sexos se expone a que los amigos le consideren un caduco anacrónico y se pregunten en qué caverna habrá vivido uno en las últimas décadas.
Mi primera visión de un ignoto mundo de ensueños tuvo lugar con ocasión de la visita que hizo a mi madre mi única tía, mujer adinerada y de sugestivos encantos.
Estaba casada con un famoso actor de vodevil, y, aunque todavía era joven, había viajado mucho, perdiéndose en más de una ocasión.
Tenía el cabello rojo y los tacones altos, y unas formas ondulantes que se acentuaban donde deben acentuarse las formas.
(Lamento que mi extremada juventud me impidiera concertar con ella una cita).
Su presencia llenó la casa de una exótica fragancia evocadora de insólitas tentaciones, que más adelante identificaría con el aroma característico que se percibe en todos los burdeles.
Naturalmente, en aquellos momentos, desconocía enteramente lo que excitaba mis pituitarias, por lo que, en mi candor, lo califiqué de mágico efluvio.
Sin embargo, fuera lo que fuera, resultaba inquietante, y, desde luego, se apartaba mucho de cuanto había olfateado hasta entonces.
En nuestro cochambroso piso, yo estaba acostumbrado a los olores de cuatro hermanos reñidos con la higiene, combinados con los de las cotidianas coles hervidas y los procedentes de las emanaciones de la estufa de petróleo.
Pero, en aquel instante, allí estaba yo aspirando el penetrante perfume de todas las eras: una fragancia que hacía temblar a los más robustos de frenética apetencia y que hacía que los débiles lloraran de desesperación.
Mi tía era una mujer muy guapa y al mirarme esbozó una sonrisa de admiración.
Luego, se volvió hacia mi madre y le dijo:
—¿Sabes, Minnie, que Julius tiene los ojos pardos más hermosos que he visto en mi vida?
Hasta entonces, jamás había concedido yo la menor atención a mis ojos.
Bueno, sabía que era miope, pero nunca se me había ocurrido pensar que mis ojos tuvieran algo de extraordinario.
Consciente, pues, de mis recién descubiertos encantos, alcé desmesuradamente las cejas y miré fijamente a mi tía.
Ella no volvió a mirarme, pero yo continué con los ojos clavados en ella, con la esperanza de conseguir un nuevo elogio.
Todo fue en vano; estaba muy ocupada chismorreando con mi madre y, al parecer, se había olvidado por completo de mí.
Seguí moviéndome, de aquí para allá, por delante de ella, con la esperanza de que hiciera algún nuevo comentario sobre mis hermosos ojos pardos.
Al cabo de un rato empezaron a dolerme los ojos a causa del continuado esfuerzo, y aquel perfume tan penetrante empezó a marearme.
Me veía incapaz de atraer sobre mí su atención, y, en cambio, ansiaba otra frase elogiosa sobre mis bonitos ojos, así que me puse a toser.
Pero no con una tos ligera y discreta, sino con una tos profunda y cavernosa que hubiera hecho palidecer de envidia a la propia Dama de las Camelias.
Tanto tosí que se me levantó un espantoso dolor de cabeza, sin que, por otra parte, lograra despertar en ella la menor muestra de interés.
Al fin hube de darme por vencido y bajo la aflicción de mis muchas dolencias, salí de la estancia, aturdido y febril, aunque enteramente feliz ante el primer piropo que recibí de labios de una mujer… a pesar de que éste fuera sólo un comentario casual de mi tía.
Hubo de pasar mucho tiempo antes de que un día, mirándome al espejo, descubriera que tengo los ojos grises.