Lo que este país realmente necesita

Debo advertir ante todo que no soy candidato a nada.

Me gusta, simplemente, que se hable de mí.

El eslogan de «Marx como vicepresidente» no mereció nunca mi apoyo, ni, por otra parte, progresó mucho en ningún momento.

Fue lanzado por un oscuro californiano que carecía de experiencia política, y que, incidentalmente, estaba completamente borracho.

La cosa en sí sucedió de un modo espontáneo.

Estaba en aquella tediosa cena charlando sobre los problemas mundiales, cuando aquel tipo gritó de repente:

—¡Propongamos a Groucho Marx para la Vicepresidencia!

Naturalmente, me sentí aludido, y pregunté por qué había sido elegido para tal honor. ¿Qué causa impulsaba a mis amigos a presentarme como candidato?

—Porque el vicepresidente, por lo general, nunca dice nada, y me ha parecido que esto podría ser una experiencia insólita para usted.

A la vista está que el eslogan no tuvo un nacimiento demasiado feliz, y no ha de extrañar por tanto que, como decía al principio, no sea candidato a ningún cargo.

Pero no hay que interpretarlo mal ni confundirlo con falsa modestia.

Si hay alguien dispuesto a proponerme de veras para la vicepresidencia, yo estoy conforme, aunque admito que es posible que me cueste algún tiempo acostumbrarme a escuchar diariamente lo que se cuenta en el Senado.

Recuerdo que, hará unos cuarenta años, hubo un vicepresidente que se hizo famoso proclamando simplemente que lo que este país necesitaba eran buenos puros a cinco centavos.

Lo que este país necesita de veras es una buena moneda de cinco centavos y, a falta de ésta, un buen cinco por ciento de impuesto sobre la renta.

Lo cierto es que he estado redactando unas notas acerca de lo que necesita el país, sin incluir a los políticos: en primer lugar, la nación precisa de un buen bocadillo de jamón.

Me refiero al sencillo y anticuado (hoy en desuso) bocadillo compuesto exclusivamente por jamón y pan, que fue una institución nacional hasta que los snack-bars, con su afición por las mezclas, lo echaran a perder para todos nosotros.

A título experimental, entré ayer en una cafetería y pedí un bocadillo de jamón.

—¿Jamón con qué? —preguntó el barman.

—¿Cómo?

—Quería decir —replicó— si quería usted la combinación de jamón con atún, la de jamón, sardina y tomate, o la de jamón, bacón y pimiento. ¿Tomará usted ensalada de col o de patata?

—Jamón solo —le supliqué—. Un simple bocadillo de jamón, sin siquiera un poco de tomate o lechuga.

El hombre me miró perplejo y por último se dirigió al cajero, con ánimo de consultarle mi caso.

El jefe me dirigió una mirada preñada de sospechas, y yo, a punto de sonrojarme, creí prudente desaparecer, antes de que las cosas empeoraran.

Ésta es una de aquellas cosas que no debieran suceder en este país.

Otra necesidad que nos apremia de forma imperiosa, es un traje que permita que llevemos el tabaco sin dar lugar a un voluminoso bulto en el bolsillo correspondiente.

Alguien sugirió la idea de que los sastres confeccionaran los trajes de tabaco, y así, cuando el usuario quisiera llenar su pipa favorita, le bastaría con arrancar un trozo del vestido y meterlo en la cazoleta.

No sé hasta qué punto podría esto ser práctico, porque no me parece que sea muy adecuada una chaqueta cuyas solapas se tufen.

Además, ¿dónde llevaríamos, entonces, el escudo de nuestro club favorito o aquella flor temprana con que celebramos la llegada de la nueva primavera?

En mi opinión, la única prenda que debería ser de tabaco es el chaleco, porque, en sí, es una parte del vestido que carece de sentido; ni es ornamental ni proporciona abrigo ninguno.

En cambio, quedaría muy bien, por ejemplo, un buen chaleco de hebra holandesa, ribeteado de tabaco de Virginia.

Esto contribuiría eficazmente a mejorar el confort del ciudadano americano.

Al diseñar esta innovación, un sastre dotado de imaginación podría atender a otra necesidad, creando un par de pantalones que se ocultaran automáticamente durante la noche, con lo que se evitarían muchos de los hurtos nocturnos de que somos objeto, por parte de nuestras esposas.

Esta idea puede parecer propia de un visionario, pero yo personalmente, he realizado ciertos progresos en torno a su contenido fundamental; he logrado perder la camisa, bastándome para ello ponerme a jugar al bridge de pareja con mi mujer.

Conozco a otro que subastó dos corazones sin tener más que dos tricks bajos, y también logró que su mujer desapareciera.

Aquello, naturalmente, resolvió su problema, pues, a partir de entonces pudo colgar los pantalones donde le vino en gana.

Pero esta solución no es recomendable en términos generales, porque yo soy de los que creen que la mujer tiene un lugar muy apropiado en el hogar.

Tiene un valor incalculable como madre, y también como medio de información de que la vecina de enfrente se ha comprado un coche nuevo, o un abrigo de pieles, o de que su marido la saca de parranda dos veces por semana.

Las mujeres son entes especiales que siempre se figuran que no salen bastante de noche. Pero si uno les sigue la corriente, entonces no necesita ocultar los pantalones por la noche, porque nada queda ya en ellos susceptible de hurto.

Otra necesidad nacional está constituida por un nuevo tipo de lavandería que enviara, con cada camisa planchada, una cajita llena de alfileres, en lugar de obligar al sufrido cliente a que los vaya recogiendo, uno a uno, de entre sus pliegues o, en su defecto, de los de su propia piel.

Mi planchadora y yo, hemos llegado a un acuerdo, a este respecto: cada vez que me clavo uno de sus solapados alfileres, yo la clavo a ella, pagándola con un cheque sin fondos. Sus gritos de angustia pueden oírse desde Culver City hasta mi banco, en Beverly Hills.

Necesitamos igualmente un aspirador eléctrico que no altere nuestra paz interior, gimiendo como un reactor B-707, mientras intentamos descabezar una siestecita de cuatro horas después de comer.

Con penas y fatigas, he podido resolver este problema en mi propia casa, pero, como ahora veremos, la solución dista mucho de ser ideal.

He establecido campos de minas en torno de mi cama. (Los neutrales, como es natural, están provistos de planos de los mismos).

De esta forma, si el zumbido pasa de una zona de veinte pies en torno de mi lecho, la doncella corre serio riesgo de morir despedazada.

La única desventaja que presenta el procedimiento, es que, después de un impacto directo, casi siempre hay que comprar un aspirador nuevo.

Y, también, una nueva doncella.

Por otra parte, los estropicios que se causan en el suelo, son asimismo de consideración.

La lista proseguiría indefinidamente, pero, antes de que me voten para la vicepresidencia y me vea forzado a cerrar el pico quisiera expulsar de mi organismo algún otro ensayo rebosante de sabiduría.

Por cierto; esto me recuerda que una de las cosas que tal vez necesita más el país, es un pequeño grupo de prudentes y experimentados ensayistas.