Capítulo Octavo

Estatismo y religión

EN el primer capítulo de este libro nos hemos esforzado por demostrar que las fuentes de la autoridad del hombre sobre el hombre, ya sean domésticas, políticas, sociales, económicas o religiosas, y la evolución que conduce al aparato del Estado, a sus instituciones y a la opresión ejercida sobre la población son en cierta manera biológicas, consecuencia sobre todo del impulso, del desarrollo que caracteriza la vida orgánica, que empujan unas contra otras a las especies en expansión y llevan a los seres a luchar por la supervivencia. Pero esta ley de la vida y las consecuencias inherentes a la vida misma no explican todo. Como escribía Eliseo Reclus, la especie humana tiene la particularidad de ser «la naturaleza que toma conciencia de sí misma», o cuando menos una parte, superior, de la naturaleza, cuyas características propias son ante todo de orden psicológico. De manera que con una especie de presciencia que implica el nacimiento y el desarrollo de un pensamiento llegado a un nivel muy elevado, la especie humana se afirma sobre las demás especies a lo largo de los milenios y ha configurado, en parte, su propia historia. El hombre no se resigna sólo a no ser más que un instrumento de las fuerzas cósmicas que presiden su destino, o «un animal que posee una herramienta», como decía Franklin. En primer lugar es necesario que se le ocurra la idea de hacer esa herramienta, y luego que sepa utilizarla. En el mundo humano el espíritu precede a la materialidad de las realizaciones. A medida que el hombre ha ido elevándose por encima del instinto con sus facultades propias, la conciencia, la inteligencia, la voluntad creadora han desempeñado en su vida un papel creciente y dominante que le han permitido influir su entorno e incluso modificar las leyes del mismo. Ha determinado su vida tanto como ha sido determinado, condicionando de modo casi ilimitado el medio de que ha surgido.

Es sobre todo en este aspecto donde liega a la plenitud, al desarrollo de las facultades que su paso a la prehumanidad hicieron nacer en él. Se interroga sobre lo que le rodea y lentamente alcanza, sin tener plena conciencia de ello, un escalón superior desde donde se lanzará hacia nuevas conquistas. Aprenderá ante todo a interrogarse sobre cuanto se desarrolla ante sus ojos: los fenómenos atmosféricos que le rodean, la sucesión de los días y de las noches, que ingenuamente piensa poder influir —hay aquí ya una veleidad autoritaria— las tempestades, las erupciones volcánicas, los temblores de tierra, la alternativa de las estaciones, la existencia de seres diferentes a él, el sol, la luna y esos puntos brillantes que tiemblan en el cielo, los animales y las gentes misteriosas que ve en sus sueños, el misterio de la procreación, de la fiebre, de la enfermedad, de la muerte, del crecimiento de las plantas, del lenguaje de las otras etnias[1] con las que frecuentemente la recíproca incomprensión conduce a enfrentamientos… Todos estos hechos, y otros muchos despiertan en nuestros antepasados una curiosidad insaciable.

No podemos imaginarnos —aunque sería apasionante poder hacerlo— las diferentes fases del proceso de humanización comenzado hace unos tres millones de años; según los cálculos actuales de los investigadores. En el curso de este proceso el hombre se desprendió lentamente de su ganga animal. Sin embargo, si queremos profundizar estos problemas, debemos esforzarnos por retrotraemos al período infrahumano en el que se elaboraron los dones que hallamos formados en nosotros en el estado presente, entre ellos la facultad de multiplicarlos, la posibilidad, a la vez instintiva y pensada, de querer y de promover la expansión de las fuerzas vitales —mecánicas y pensantes, subjetivas y cósmicas— que actúan en nosotros, alrededor de nosotros, y sobre nosotros.

¿Cómo se formaron todas estas facultades? ¿Cómo explicar el nacimiento de la imaginación, de la observación, de la capacidad de meditación, de deducción, de decisión y de dominio de sí, de aceptación y de rechazo? ¿Qué pausas se han producido, qué aceleraciones, qué retrocesos bruscos, qué saltos hacia adelante? ¿En qué medida los progresos de la personalidad humana han sido constantes y voluntarios y en qué medida han sido consecuencia del determinismo ciego y de lo que acontece en el infinito sideral independientemente de nosotros?

Cuando se reflexiona sobre este conjunto de hechos es imposible no intentar imaginarse los tormentos de ese pobre bípedo condenado a vivir una aventura formidable, así como sus interrogantes y sus respuestas inciertas, su esfuerzo tremendo por comprender y conocer, por descubrir, buscar, saber. Todo esto le obsesiona a pesar de la relatividad positiva de los resultados que consigue obtener.

Será inútil que los filósofos optimistas construyan razonamientos de color rosa: el hombre ha nacido integralmente desarmado en el planeta. El optimismo sólo se justifica si se considera lo que había en los orígenes y lo que existe hoy. El hombre fue para empezar una criatura de la que cada paso adelante ha sido la consecuencia de experiencias penosas y de fracasos repetidos, los cuales por suerte no le han desanimado. Cada vez que sufrió ataques exteriores por parte de la naturaleza —a la cual no hay que considerar sólo con ojos de poeta— procuró ante todo preservarse, como hacían por lo demás todos los seres vivos. Pero las fuerzas síquicas que residen en él y su masa encefálica en pleno funcionamiento no se contentan con ese reflejo primitivo. Sigue interrogándose sobre la naturaleza del trueno y del rayo, sobre la causa del viento y del rumor de los ríos, sobre su propia imagen cuando la ve reflejada en las aguas, donde espía a los peces. Individualiza lo que le rodea, atribuye a los objetos una vida interior. Las piedras, las fuentes, los árboles, ciertas plantas que tienen poderes mágicos, ciertos animales… El hombre es poeta antes de ser sabio. Vive por la imaginación y el sueño antes de observar y de clasificar, y también antes de coexistir con ese mundo infinitamente diverso donde hay flores y bestias feroces en ocasiones gigantescas. Llega a imaginarse explicaciones, suscitadas también por el temor, a doblegarse ante el poder misterioso que da la vida, pero también la retira, que aniquila en las catástrofes geológicas y lo trastroca todo, seres y cosas.

Paso a paso, en el curso de millones de años, el hombre ha acumulado consciente e inconscientemente observaciones, experiencias, conocimientos empíricos, creencias, errores que le han hecho llegar a conclusiones, a deducciones donde lo irracional se ha impuesto —y se impone todavía en nuestros días en tribus africanas y centroamericanas, por ejemplo—. Ha creído en fórmulas y signos esotéricos, en sortilegios, espíritus, gestos protectores, maldiciones, objetos sagrados, fuerzas misteriosas, operaciones mágicas… como creen todavía los sectarios de todas las religiones, convencidos de que basta con una imagen o una estatuilla para actuar sobre la vida, como cree un negro africano, un natural de las islas de Oceanía, y tantas gentes de raza blanca para quienes un amuleto, un rosario, pueden tener el poder de proteger contra los maleficios, las maldiciones y otros sortilegios.

Podemos calificar como prerreligioso este largo período de tanteos espirituales e intelectuales, en que el hombre, y anteriormente el prehomínido, aplastado y como absorbido por las fuerzas circundantes, ha luchado de una manera o de otra, para escapar a lo que constituía la fatalidad.

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Pero simultáneamente, el hombre, o el prehombre, se adentraba por un camino de donde iban a surgir elementos positivos y racionales, nacidos de la vida misma y que la naturaleza animada se encargaba de confirmar, tales como la sociabilidad. Este elemento ha sido la clave de cuanto se ha hecho de progresivo sobre la tierra. La sociabilidad es inherente tanto al hombre como al animal. En su obra fundamental, El apoyo mutuo, un factor de evolución Pedro Kropotkin ha demostrado que la supervivencia y el progreso de los seres se explicaban sobre todo por el instinto, los sentimientos y las prácticas de la sociabilidad, que son como una ley biológica general en el interior de las especies, y en primer lugar en la nuestra. Darwin ya había insistido —desmintiendo de antemano lo que se llamaría «darwinismo social»—, en el papel de los instintos sociales en las colonias de animales. Pero Kropotkin va más lejos. Pone de manifiesto que el apoyo mutuo es el factor predominante que abre perspectivas nuevas a la humanidad y le ha permitido no sólo superar las dificultades que se le han opuesto, sino de continuar su marcha ascendente. En general y no importa cuál sea su grado de desarrollo, los hombres han vivido agrupados. Las etnias extremadamente raras que no supieron hacerlo —como los habitantes de ciertas partes remotas de América del Sur o del centro de Australia—, han permanecido en un estado de subhumanidad, ignorando incluso el utillaje más elemental, incapaces de comprender lo que las etnias más evolucionadas podían aportarles.

Por regla general, el primer modo de asociación humana parece haber sido la horda, criadora de rebaños que le servían de alimentación en sus desplazamientos. Luego, cuando el hombre pudo hacerse sedentario, vino el clan (donde los casamientos dentro de cada colectividad constituida estaban prohibidos), el cual suponía otro clan como complemento, precisamente para hacer posible los casamientos y la continuidad de la vida.

Pero el clan acusa otras características. La fundamental es la de que ante todo es comunitario. No hay en él propiedad individual de los medios de existencia. El apoyo mutuo se practicaba para coger bayas, raíces y vegetales diversos. Los productos de la pesca y de la caza eran de todos, se desconocía la división de la población en clases. La misma comunidad de esfuerzos se ponía de relieve para la construcción de cabañas o de piraguas; la fabricación de herramientas o de cerámica[2]. Los instintos, las costumbres, los comportamientos, donde dominaba el espíritu de solidaridad confería todo su sentido a los sentimientos y a la práctica de la ayuda mutua.

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Y, sin embargo, este espíritu de solidaridad revirtió, después de dilatados períodos de tiempo, en el nacimiento del Estado. El desarrollo de las facultades imaginativas es una consecuencia de la estrecha colaboración entre los clanes y las tribus. Los hombres han tomado siempre muy en serio los mitos que han forjado y que les ayudaron a dar una significación a cuanto parecía tener un espíritu vital, un sentido bueno o malo. Nuestros padres buscaban, inventaban, descubrían, explicaban y… complicaban.

De este modo llegaron al totem, fundamento de una colectividad cuyo origen se quería establecer. El totem (planta, piedra), se convirtió en el símbolo, el fundador y el patrón del grupo del que todos se consideraban descendientes. Por medio de esta representación daban una respuesta a la eterna cuestión de la inquietud humana: «¿De dónde venimos? ¿Adónde vamos?». De cualquier modo habían inventado un nexo de unión que, aunque artificial, mantenía su cohesión y consideraban inviolables los poderes mágicos que, a fuerza de dirigirse al totem oyeron o —ilusión sincera— creyeron oír sus respuestas. Un fenómeno de sugestión de los que se encuentran numerosos ejemplos. Por otra parte, se trate o no de un error, era una manifestación de vida. Más tarde, los reyes se creyeron los intercesores entre sus súbditos y la divinidad. De aquí a convencerse que eran hijos de esta última, la encarnación de seres sobrenaturales, sólo hacía falta un poco de buena voluntad. Centenares de millares de años durante los cuales la evolución fue para ellos insensible, favorecieron el nacimiento de este estado de espíritu. Y en el curso de las innumerables generaciones que se sucedieron hubo creyentes, místicos, iluminados, inspirados que se creían poseídos o elegidos, bien por el demonio, o por fuerzas y seres misteriosos e indefinibles.

De esta clase de hombres nacieron los brujos y los chamanes, los magos, que reencontramos sobre todo en los pueblos primitivos. Los chamanes, que se encuentran sobre todo en Asia central y en la extremidad norte de América, practicaban ritos cuyo conjunto constituye lo que se llama el chamanismo, y poseían un carácter religioso más o menos acentuado, según las regiones. H. y A. Bernatsky, que han estudiado las regiones más retrasadas de Indochina antes del fin de la colonización francesa, nos llevan a los pueblos que habitan en ellas. Todavía no se encuentran jefes-gobernantes de carácter político, o coordinadores de actividades útiles, pero Kotchet, el «viejo chamán», que ciertamente fue precedido por otros muchos, es el jefe espiritual, siempre que la palabra «jefe» corresponda a la realidad local, pues no parece poder imponer su voluntad. Kotchet es un hombre más dotado que los demás por la naturaleza. Se trata de una cuestión de genética, factor fundamental que se descuida demasiado. Es el director de las ceremonias en honor del gran antecesor totémico, y el curandero del clan. Es una especie de genio que fabrica armas, instrumentos de música, medicamentos; es el que castra a los animales en el corral, el que conoce los preceptos del derecho consuetudinario y zanja los litigios que se producen, no sólo en el seno de la colectividad a la que pertenece, sino entre las colectividades. No nos encontramos todavía frente a un verdadero gobernante, un político, pero sí ante un hombre excepcional, como lo son en ocasiones los alcaldes de los pueblos en ciertas regiones.

En otra tribu, la de los Mokten, tampoco se trata de la cuestión del jefe político, ni siquiera del técnico que está al frente de alguna actividad colectiva. Pero hallamos nuevamente un chamán que actúa también como intermediario entre los espíritus buenos y los malos, y como curandero. Invoca a seres invisibles y se recurre a él para conjurar la mala suerte, exorcizar al demonio o implorar los favores de tal o cual objeto sagrado. Exactamente como lo hacen los creyentes de nuestra sociedad occidental.

En el siglo último, el gran filósofo y sociólogo inglés Spencer había ido en compañía de su amigo y correligionario Giffen a estudiar una tribu australiana recientemente descubierta: la de los Alatunya. Observaron también en ella la existencia de chamanes, así como que éstos, considerados con respeto en razón de su edad y de su cometido, eran celosos guardianes de los objetos del culto colectivo y asumían la dirección de las ceremonias profesadas por aquel culto.

En la misma época, pero más numerosos y extendidos en las sociedades humanas, los exploradores y etnólogos registraron la existencia de brujos —bien conocidos también en Europa— y de la brujería. El papel de éstos parece más activo, más complicado y determinante. Más acusadamente que los chamanes, mantenían también una relación secreta con las fuerzas y los seres misteriosos de los que dependían el bien y el mal. «Solamente hay un especialista intelectual entre los indígenas australianos, escribe Paul Descamps. Se le puede aplicar este nombre que supone una calificación especial, pero es en realidad mago, médico y policía»[3]. El papel se completa y se complica, el personaje se agranda, tanto más cuanto que, para mantener su papel de médico, el brujo estudia las plantas y sus propiedades, contribuyendo así al saber de los que le rodean, dando lugar a la aparición de lo que será la ciencia botánica y el arte de curar. Las experiencias de magia deben contribuir a conocer los hechos físicos, y el papel de guardador del orden responde también a un cierto deseo de equilibrio, sin el cual ninguna sociedad puede sobrevivir, ni siquiera entre los salvajes. Es también cierto que esas funciones y los conocimientos que derivan de ellos, confieren a los que se encargan de las mismas un prestigio inmenso. Ser médico, hacer volver a la vida a los que iban a morir es realmente un acto que bordea lo maravilloso.

Aquí se establece una diferencia. «Todo el mundo conoce remedios, prosigue Paul Decamps, y cuando menos en ciertas tribus todo el mundo sabe poco más o menos hacer magia, pero los especialistas son más sabios y más expertos y tienen fórmulas sólo conocidas por ellos. Por otra parte, estos especialistas no viven sólo de su arte. Tienen que cazar o pescar. Es por esto que se les denomina “especialistas rudimentarios”. De cualquier modo su ideal estriba en escapar al trabajo manual y convertirse en especialistas completos. Por esto se ven impulsados a ejercer la brujería y a explotar a los demás por el temor. Teniendo el poder de curar, se atribuyen el de comunicar enfermedades, es decir, el de matar. Se ven por esto llevados a establecer pujas para pretender monopolizar los medios de aniquilar los maleficios de la gente común y de descubrir a los criminales (con excepción, por supuesto, de los delitos flagrantes) por medios ocultos. Esto les permite, en caso de fracasos, acusar a cualquiera y vivir del chantaje»[4].

Chamán, brujo, mago, según las regiones y el estado mental de las poblaciones, nos encontramos aquí ya con las individualidades que descollan por encima del común, que influyen o pueden influir a los demás, hacerse admirar o hacerse temer. Hemos visto, sobre todo en la zona mediterránea y en las regiones de influencia helenística, el nacimiento de las ciudades, mientras que la organización por tribus caracterizaba al mundo céltico. Hemos constatado igualmente que a la cabeza de las ciudades se encuentra generalmente un jefe, al cual se llama «rey», pues siempre aparecen y aparecerán de entre la variedad de tipos creados por la naturaleza hombres fuera de serie distinguidos por su capacidad de iniciativa, buena o mala, y dotados para el mando, como otros lo están para la obediencia. Un hombre no es solamente lo que es porque quiere serlo. ¿Cuántos ambiciosos son capaces de elevarse a la altura de su ambición, de desarrollar sus aptitudes de acuerdo con sus deseos profundos? No basta con soñar o con querer realizar grandes designios. Además, es necesario que el azar ponga en el individuo un poder genético que le haga apto para esas actividades.

Ocurría que un jefe de clan, el «rey» de una ciudad —no olvidemos que había más de doscientos en Grecia y que en Persia se encuentran en número inmenso— un jefe de guerra, de clan, de tribu, o de ciudad, que ejerce una influencia que desborda el marco de su vida y que concibe la aventura de ir más allá de su esfera natal, se podía ver empujado a ello por un deseo, o por una voluntad de dominio superior a la forma primaria que acabamos de analizar. El fundador de imperios, como Clovis, como Gengis Kan, como los reyes incas, como el creador del primer Estado de Sumeria, como Darío I, barre a los pequeños reyes locales, unifica cuanto está a su alcance, y de este modo actúa sobre la historia. En este caso no se olvida de invocar a las potencias superiores y al poder sobrenatural de que él mismo está poseído.

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Esto es lo más fácil y lo más necesario para asegurarse el respeto y la sumisión de las multitudes. Existen grados, una jerarquía incluso dentro de las hermandades chamánicas, las cuales se atribuyen poderes superiores. ¿Y hay algo más natural que estos personajes sean elegidos para guiar a la colectividad, si es que no se imponen ellos mismos? El sedicente detentador de la autoridad se convierte en un organizador del Estado, el cual se desarrollará gracias al nacimiento de instituciones que, si bien imperfectas en sí mismas, harán respetar la voluntad del jefe y éste dispondrá, para asegurar su dominio, de los depositarios de la tradición debidamente interpretada y de los guerreros sometidos a sus órdenes.

También ocurre que sin el concurso de los factores supuestamente sobrenaturales —exceptuamos aquellos en que los jefes guerreros sólo han recurrido a la fuerza bruta, aunque entonces no tardan mucho en decirse asistidos por la voluntad divina— la autoridad gubernamental carecería de fundamento.

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En el curso de exploraciones recientes que relata en un libro lleno de enseñanzas, el etnólogo belga de Wavrin encontró entre las diversas poblaciones de América central toda una jerarquía de «mamas» que imponían su poder y que se podían comparar a los druidas. «El mama es juez supremo y sin apelación, zanja todas las diferencias… Es precisamente entre los Coghi, donde la raza está menos sometida a mestizaje, que se encuentran todos los “grandes mamas”, los de la categoría superior, que son los más instruidos en religión y también los más temidos»[5].

También aquí apreciamos cómo el poder espiritual y sobrenatural está en la base del poder físico y material. Los «mamas» hacen la ley, imponen penitencia a los pecadores que se confiesan; protegen, dirigen claramente las iniciativas de los miembros de los clanes, expendiendo de este modo la amplitud y la importancia de la asociación a la que pertenecen; también ejercen el poder administrativo y religioso de los indios arnaks. Tienen servidores, dan órdenes que son obedecidas sin limitaciones, e incluso disponen del derecho de vida y de muerte. «Forman un mundo aparte, con una jerarquía y una escuela de brujos». Por tanto no se trata sólo de inspirados que rozan las fronteras de lo irracional, como por ejemplo ocurre entre los indios de América del Norte, tan diferentes en distintos aspectos, como han observado autores entre los que cuentan René Thévenin y Paul Coze, respecto a los piel rojas por ellos estudiados[6]. Aquí también apreciamos el factor psicológico y observamos de qué manera y en un cierto sentido irracional desempeña un papel de primera importancia: «Cuando era necesario tomar una decisión grave, la opinión de la tribu no se basaba en sus fuerzas o en sus posibilidades, sino que dependía de la orenda, especie de poder mágico que se atribuía lo mismo a ciertos grupos o miembros de la tribu que a objetos tales como armas, por ejemplo»[7].

En la lucha contra los invasores europeos, las tribus indias tenían por jefes o profetas, a inspirados en los que ellos creían para obtener la victoria, como hacen todos los creyentes de todas las religiones al dirigirse al Dios cuya ayuda esperan. Si los que mandaban y pretendían estar en contacto con el Gran Manitú eran muertos en el campo de batalla, el pánico se apoderaba de los guerreros que se creían abandonados por el ser Supremo y se desbandaban. El famoso Toro Sentado, cuyas aventuras reales o en parte imaginarias apasionaron nuestra infancia, era a su manera médico y hechicero; «podía entrar en estado de trance mítico que le ponía en relación con el Gran Espíritu», y ello le permitía ser su intérprete cerca de los hombres. Así fue como llegó a ser proclamado, no sólo el Gran Jefe, sino también Gran Sacerdote de la tribu de los Sioux.

Tales casos nos prueban que no es sólo por superchería o malsana ambición de poder que el factor espiritual, de carácter religioso o impregnado de misticismo, ha preparado los caminos de la autoridad. Creemos que la ambición, la voluntad de dominio han sido las razones más determinantes, pero sabemos también que las circunstancias, el espíritu dominante durante los diferentes períodos y la incapacidad de los pueblos para resolver dificultades invencibles para ellos, los han hecho recurrir a hombres cuya superioridad admitían. Esto mismo ha ocurrido con el peligro nacido de la guerra, y por esta razón nombraban un jefe los bosquimanos de África del Sur, de los que ignoramos si quedan todavía supervivientes, para que él los enviase al combate defensivo cuando se veían amenazados por la invasión bantú.

En este caso no entraban factores sobrenaturales, pero éstos aparecen de nuevo en lo concerniente a América del Norte, descrito por la pluma del historiador norteamericano William Robertson quien había comprendido perfectamente la importancia de la utilización de los factores psicológicos por aquellos que comprendían que para dominar los cuerpos y las voluntades, es conveniente por empezar dominando los espíritus. Esto le llevaba a las siguientes consideraciones en su libro Histoire de la Amérique:

«Ciertos motivos que son por igual extraños a todas las colectividades salvajes obligan al pueblo a someterse sin resistencia a la autoridad usurpada de sus superiores, pero entre esas mismas naciones no se hubiera podido, sin el apoyo de la superstición, hacer tan dócil el espíritu de los pueblos y tan poderoso el poder de los hombres. Es su fatal influencia la que, a todos los niveles de la sociedad, rebaja y degrada el espíritu humano, y aniquila el vigor de su independencia natural. Quien sabe manejar ese instrumento terrible está seguro de dominar su especie. Desgraciadamente para los pueblos cuyas instituciones son objeto de nuestros estudios, ese poder estaba en las manos de sus jefes. Los caciques de las islas podían hablar a su gusto a sus divinidades». Desgraciadamente, el hecho se extendió todavía más.

Leyes idénticas que intervienen en el desarrollo de todos los primitivos, hechos idénticos se repiten en todos los períodos de la evolución experimentada por las diferentes familias humanas. Henri Hubert, que se sitúa en el comienzo de la historia política de Irlanda, nos cuenta la leyenda que deriva a la vez de la imaginación literaria y el símbolo político histórico, sobre la etapa que precedió a la creación real del poder político:

Los reyes de Irlanda nos aparecen como personas sagradas dotadas de poderes místicos que sobrepasaban su poder político real. «En el reinado de Mac Airt, dice un poema, el mundo fue feliz y agradable: había nueve nueces en cada ramo y nueve ramos en cada rama. El rey es el jefe que encarna los poderes místicos de los clanes. Un buen rey hace fértil la tierra, es una garantía de abundancia, de limpieza, de seguridad. Está en relación con el orden de la naturaleza; sus movimientos guardan relación con los movimientos del sol. Las virtudes místicas están protegidas por los tabúes, los “geasas”»[8].

Con gran frecuencia se exige al rey este conjunto de cualidades y de acuerdo con el temperamento o la reacción de sus súbditos, éste es condenado a muerte o reemplazado si es viejo y se le considera débil, no sólo porque se trata de un rey incapaz, sino porque ciertamente ya no puede ser el instrumento de la divinidad.

Pero allí donde sí lo es en el sentir general, debe actuar en consecuencia. «Sir James Frazer ha demostrado, escriben A. Moret y D. Davy, que en la mayoría de las sociedades primitivas se adjudica al rey el poder de hacer brillar el sol, hacer caer la lluvia y crecer las cosechas. Según los cuentos populares en todas las épocas los hechiceros de Egipto tuvieron la pretensión de parar el curso de los astros y de los ríos, de hacer según su voluntad la noche y el día, la lluvia y el buen tiempo. No hay duda de que el Faraón de quien se decía bajo la decimoctava dinastía que era poseedor de los encantos mágicos, aquel a quien el propio Thot[9] había enseñado todos sus secretos, no fue considerado más capaz que cualquier otro hechicero de actuar a voluntad sobre la naturaleza».

Sólo la disposición mística de los espíritus podía obtener ese resultado, sobre todo en las regiones estructuradas y estabilizadas (en las regiones en formación o todavía no formadas, el prestigio del jefe guerrero podía cumplir ese cometido).

Seguimos comprobando en todos los casos las repercusiones de orden político del espiritualismo, de la creencia religiosa y las consecuencias institucionales de las mismas. En todas las épocas de la historia vemos propagarse la influencia de esos factores en la vida de los pueblos, de las castas y de las categorías sociales. Remontándonos a una de las primeras civilizaciones conocidas, la de Sumeria, constatamos de modo indudable cómo a causa de las divagaciones religiosas desapareció el igualitarismo comunitario, que los prehistoriadores y numerosos sociólogos presentan como regla general durante un período muy largo de tiempo. Samuel Noah Kramer nos presenta el panteón de los dioses imaginado por los sacerdotes, quienes establecían una jerarquía entre las divinidades, y que eran los primeros educadores con influencia en la vida moral y política, porque, como harán posteriormente los druidas, como harán siempre las asociaciones de representantes de la divinidad, su finalidad será siempre la de dominarla integralmente.

«Hemos visto el lugar predominante que tenían ciertos dioses. De modo general a los sumerios les parece razonable admitir que los dioses que componían el panteón de las divinidades no tenían todos la misma importancia: el Dios encargado de la azada y de moldear los ladrillos, difícilmente podía compararse con el Dios encargado del sol. El Dios encargado de los diques y de los malecones no podía parangonarse con el Dios gobernador de toda la tierra. Por consiguiente era necesario establecer una jerarquía entre los Dioses, lo mismo que entre los hombres. Y por analogía con la organización política de estos últimos, era natural admitir que allá arriba, a la cabeza del panteón, hubiera un Dios supremo reconocido por todos los demás como soberano y superior a todos. Por tanto, los sumerios llegaron a representarse a los dioses reunidos en una asamblea presidida por un monarca. En la primera fila de esta asamblea y constituyendo por así decirlo la aristocracia, sentaba además de a los cuatro dioses creadores, a siete dioses supremos que “decretaban los destinos”, y a otros cincuenta llamados “los grandes dioses”»[10].

La forma en que el clan comunitario se desintegró y desapareció, para hacer sitio a la propiedad individual del suelo, no ha sido definitivamente aclarada. Engels la explica por la evolución de los medios de producción y de las relaciones económicas, hipótesis que, cuando se consideran la multiplicidad y le complejidad de los factores de la vida, es insuficiente. En todo caso, no hay que menospreciar el papel de la jerarquía religiosa. Parece muy natural que lo que constituye el orden en el Cielo sirva de modelo y dicte la ley sobre la tierra.

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Con la claridad que le era propia, Napoleón emitía su opinión de que la religión resultaba útil porque era un auxiliar precioso para gobernar al pueblo, argumento que nos parece irrebatible, pues no hay diferencia clara entre los milagros y la hechicería. Cierto que sus manifestaciones no tenían o no parecían tener como objetivo la sumisión de los hombres, pero en la historia vemos producirse hechos cuyas consecuencias resultan por su parte hechos inesperados. Sin duda no resultó fácil para los jefes políticos de los clanes, pueblos, ciudades, el imponerse a sus semejantes y a lo largo de los milenios los inspirados por el más allá, por las divinidades que suscitaban el respeto o el temor aprendieron —por lo menos así fue para una parte de ellos— a beneficiarse de la influencia que ejercían. El argumento de la voluntad divina fue irresistible.

En general y exceptuando ciertas corrientes religiosas que se depuraron, trasmutándose en corrientes filosóficas, metafísicas o morales[11], religión y dominio se nos presentan como hermanas gemelas. La dominación espiritual conduce rápidamente a la sumisión política. Los hombres del antiguo Egipto, cuyos antecesores habían conocido la multiplicidad de jefe y los reyes locales antes de conocer a los faraones, pretendían que «el poder se había concentrado poco a poco en las manos de los reyes de carácter divino». De familia en familia, esto condujo a las dinastías centralizadoras de todos los poderes y Maspero, cuya erudición es mundialmente conocida, escribía lo siguiente:

«Hombre por el cuerpo, dios por el alma y los atributos, al Faraón le corresponde por su doble esencia el privilegio de ser el intermediario constante entre el cielo y la tierra. Sólo él tiene por naturaleza calidad para transmitir las preces de los hombres a los dioses, sus hermanos. Cuando se quiere predisponer a los invisibles en favor de un vivo o de un muerto, nadie se dirige directamente a Osiris, a Phtah, a Montou, pues la formulación no les llegaría; se toma entonces al Faraón como intercesor y se hace pasar el sacrifìcio a través de sus manos. Su intervención personal es casi siempre una ficción devota y el ritual no lo exige, pero al comienzo de la ceremonia se proclama que el rey entrega su ofrenda a Osiris, a Phtah, a Montou, a fin de que los dioses concedan los deseos de estos o de aquellos individuos, y tal declaración se hace efectivamente. Cada vez que se solicita una gracia a una divinidad hay que ponerse bajo la advocación del rey. Acaso no haya ni siquiera dos de cada cien inscripciones funerarias que no empiecen por Dintri di Hatpou o que no terminen con estas palabras. Por su parte, los dioses no dejan de corresponderse directamente con el Faraón por todos los medios de que disponen. Se le aparecen en sueños para aconsejarle que se ponga en campaña militar contra este o contra aquel pueblo, o para prohibirle que tome parte en una batalla, para ordenarle en fin la reparación de un monumento ruinoso.

»No deja de ser comprensible que se compare al Faraón con el sol, prosigue Maspero; Râ, que creó el mundo fue también el primer soberano de Egipto y antepasado del Sol. Después de abandonar la tierra y marchar al cielo, su realeza se transmitió directamente a los dioses, de los dioses a los héroes, de los héroes a Ménès y de Ménès a las dinastías históricas. No importa cuánto nos remontemos en el pasado, la cadena de las generaciones no se interrumpe entre el Ramsés actual y el Sol. El Faraón es siempre un hijo de Râ, y de hijo de Râ en hijo de Râ, se llega por fin al propio Râ»[12].

Estos mismos hechos se dan en otros sitios. En China, sólo el emperador es «hijo del cielo». Sus cualidades responden a un alto origen y el «poder de toda la dinastía resulta de una Virtud y un prestigio», según escribe Marcel Granet[13]. «El mandato celeste que autoriza a reinar es el fruto de un gran antepasado». Pero ese gran antepasado no es el descendiente de un hombre o de una mujer ordinarios. Debe ser de una esencia superior: en el tiempo de los emperadores Han, que reinaron desde el siglo II antes de Cristo hasta el siglo III después de Cristo, aquéllos estaban considerados como «Hijos del Cielo». De este modo, todas las dinastías reales se remontan a un Hijo del Cielo. Esta creencia, inculcada a los pueblos hacía más plausible la pretensión de los reyes de ejercer su poder sobre el universo entero y empujaba a los pueblos a deificar a sus soberanos.

Darío I, soberano de Persia, gran conquistador y organizador, se reclamaba de varias religiones a la vez, a fin de ejercer su poder con más facilidad sobre los diversos pueblos sojuzgados por su ejército. Su triple deificación le hacía posible no sólo disponer de las voluntades, sino también acumular una fortuna formidable de la que se apoderaría Alejandro el Grande, que se «sentía» Dios y llegó a creerse realmente de esencia divina, haciéndose proclamar hijo del dios Râ por el clero egipcio. El clero vencido hacía siempre lo que se le pedía y Alejandro ordenó a todas las ciudades griegas que se le hiciera figurar entre los dioses en los panteones locales.

De este modo deifican y justifican por su parte el dominio del trono en nombre de la religión otros muchos grandes personajes. Entre los emperadores romanos el primero fue Octavio, bautizado como Augusto. Por consiguiente se le hacía reinar a la vez en el cielo y en la tierra. Después de Octavio, otros no vacilan en deificarse: Livio Druso, César, Vespasiano, Marco Aurelio, Diocleciano. Todos ellos se proclamaron dioses y ejercieron sus atribuciones. Se constata el mismo hecho entre personajes mucho menos célebres, lo que prueba que la superchería es mucho más común y está más extendida de lo que se podría suponer.

En el antiguo régimen francés los reyes eran ungidos con un aceite traído directamente por una paloma que era el Espíritu Santo. Dignos continuadores de los druidas y de los hechiceros primitivos, debían poder llevar a cabo milagros probatirios de su origen divino. Así ocurría con los reyes de todos los países que debían «curar dolencias escrofulosas, pero que sólo lo hacían simbólicamente».

«Un brahmán, decía el código de Manú —que se remonta a doscientos años antes de la era cristiana—, lo mismo si es erudito que si no lo es, es una potencia divina, lo mismo si está bendecido que si no lo está. Todo lo que se halla sobre esta tierra es de su propiedad. Si un brahmán mata a un hombre de una casta inferior, debe hacer la misma penitencia que si hubiera matado a un gato, una marta, una chova, una rana, un perro, un lagarto, una alondra, o una ardilla».

En Polinesia, la nobleza afirmaba también su origen divino y los jefes maoríes de Nueva Zelanda hacían remontar su genealogía cincuenta y cinco generaciones hasta llegar a los dioses[14].

Melanchton, gran teólogo y colaborador de Lutero y redactor de la Confession-Augsbourg, afirmaba: «Los príncipes son llamados Dios por el salmista», y no hay duda que todos los «nobles» que se consideraban otros tantos monarcas sobre sus tierras, se afirmaban también como representantes o delegados de Dios. Veían en éste la justificación de su autoridad.

Clovis es un caso típico por excelencia. Dijimos anteriormente que fue el fundador del Estado francés, y que de acuerdo con sus píos designios, hizo asesinar o asesinó él mismo a todos los miembros de su familia y a otros jefes o «príncipes» susceptibles de convenirse en sus rivales. Luego se hizo bautizar. Entraba pues en la Iglesia, cuyo prestigio moral podría utilizar, al mismo tiempo que se convertía en su brazo secular. Las ciudades de la Galia estaban en manos de los obispos, administradores o propietarios. Clovis calculaba que después de su bautismo esas ciudades se convertirían en propiedad del reino de que era dueño, lo que no habría conseguido tan eficazmente sin la bendición de Saint-Rémy y la confirmación del Santo Padre.

Por su parte los obispos lo acogieron jubilosamente porque aportaba la fuerza militar que les faltaba, pero al mismo tiempo y para librarse en parte de un aliado que se hacía pagar muy caro, le empujaron hacia la Aquitania, donde dominaban los visigodos. Guiado sin duda por el Señor, Clovis marchó sobre el enemigo, le venció y se apoderó de la codiciada región. Luego, siempre atento a los intereses de Dios, se hizo nombrar cónsul de la Galia, lo que le ponía al mismo nivel que tuviera Augusto. Se celebró su «entrada triunfal» en Tours y el clero realzó la ceremonia con magnificencia. «Fueron auténticas pompas episcopales», escribe Funck Brentano[15]. Era una confirmación y una consagración. Política estatista y política religiosa se completaban. Se entenderán por supuesto en otras circunstancias, por ejemplo cuando Pepino el Breve, que a la sazón tenía 37 años, se hacía llamar en sus documentos oficiales «aquel a quien el Señor ha encomendado la misión de gobernar».

Los grandes sacerdotes no dejan nunca pasar la ocasión de justificar el poder político, y en consecuencia estatal, ni de suscitarlo o de provocar su aparición. El Estado se inspira primariamente en la Iglesia, pero los hombres de Estado no solamente tienen como guías la jerarquía imaginaria del más allá, adaptada a la vida terrestre, sino aquella que inspira y ordena la vida social, que suscita las diferencias, las clases, las desigualdades, las injusticias. De ellas nacen precisamente los antagonismos y las luchas sociales. La iglesia consagra al mismo tiempo la riqueza y la pobreza, hace del Estado su instrumento de dominio, a la vez que lo justifica y lo bendice. Pepino el Breve fue sacralizado y consagrado por segunda vez en 752 por el célebre papa Bonifacio, que ofició ocasionalmente en la abadía de Saint-Denis. El Papa confirmó la alianza entre la corona y la tiara. Amenazó con la excomunión «a quienes, en los tiempos venideros osaran elegir a un rey fuera de esta familia que ha sido educada en la piedad divina y consagrada por intercesión de los santos apóstoles».

La evolución del Estado se vio casi siempre llevada por la Iglesia. De cualquier modo, tal evolución no se dio sin su consentimiento. El protestantismo condujo en general, por el fraccionamiento de las naciones, al federalismo, o al falso federalismo. En general, y por diferentes razones —caso de Egipto o del catolicismo occidental— el monoteísmo hizo triunfar a la monarquía absoluta. Un solo Dios en el cielo, un solo rey sobre la tierra. Las verdades y las opciones políticas dependían de las verdades y de las opciones metafísicas. En Egipto, la realeza era considerada como de origen divino, pero los reyes de la cuarta dinastía, no queriendo continuar bajo la tutela de la Iglesia, llevaron a cabo una reforma religiosa y a la vez dinástica (2950-2750). El faraón Cheops se proclama hijo y al mismo tiempo encarnación del Dios Râ; abandona el culto de Osiris, considerado como democrático, puesto que prometía la justicia en el otro mundo «por la gracia universal». Consecuencia política: todos los poderes quedaron concentrados en las manos del Rey-Dios. El palacio se transformó en santuario y, de hecho las cosas no cambiaron mucho, pues el clero tradicional eliminado fue sustituido por un clero real quien, aprovechando la situación que se le ofrecía dentro del Estado, y su gran habilidad, se convirtió en dueño del mismo. Este estado de cosas duró dos siglos, hasta que el clero tradicional, que siempre tiene la inteligencia y la habilidad para depurarse y reformarse cuando es necesario, recuperó sus posiciones precedentes. La lección principal de este episodio está en que, a pesar de los cambios sucesivos, el Estado había creído conveniente organizar su clero, instrumento indispensable de gobierno.

Toda la religión pretende dictar la ley al conjunto de la sociedad y poseer el derecho de someter la humanidad a esa ley. Y como los diferentes cleros y sus fieles se muestran convencidos de que su dogma es el único válido, la historia está llena de choques entre los adeptos de las diferentes confesiones, todos convencidos de poseer la verdad exclusiva. Aparte hay que tener en cuenta la intolerancia de todas ellas hacia quienes rechazan los preceptos que les quieren imponer. En esta pretensión, la iglesia y el Estado coinciden históricamente en grados diferentes. Históricamente vemos que el mundo islámico y la civilización árabe han sido dirigidos e inspirados en su totalidad por las autoridades religiosas. Y tuvo que sobrevenir la Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias para que el emperador del Japón, Hiro Hito, deje de ser divinizado a los ojos de su pueblo.

San Pablo, legislador de la iglesia católica y cristiana ha aportado, por decirlo de algún modo, las normas que debían orientar la aptitud de los cristianos, y tales normas han sido respetadas e incluso sobrepasadas:

«… Someteos pues, a la causa de Dios: al rey como soberano, a los gobernadores como enviados de su parte para castigar a los malos y ayudar a los buenos… A todos ellos rendirles honores y amarlos como a vuestros hermanos; temed a Dios, honrad al rey».

San Pablo era todavía mucho más exigente: «que todas las almas estén sometidas a las autoridades superiores, pues no hay autoridad que no derive de Dios, las que existen han sido constituidas por él. Por esto quien resiste al orden establecido por Dios atraerá sobre sí mismo su perdición, pues los magistrados no son de temer por las buenas acciones, sino por las malas».

«Es por consiguiente necesario ser sumisos, no sólo por temor al castigo, sino por deber de conciencia. Es también por esta razón que pagaréis los impuestos, pues los magistrados son ministros de Dios, que lo serán para el ejercicio mismo de su función. Dad a todos lo que les es debido. A quien corresponda el impuesto, el impuesto; a quien el tributo, el tributo; a quien el temor, el temor; a quien el honor, el honor». (R. P. ad. Rom XIII-7).

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No es ocioso añadir un comentario a cuanto precede para señalar que, a pesar del parentesco que los caracteriza, las relaciones entre la iglesia y el Estado no han sido siempre idílicas. Vemos a los dos poderes aliarse en numerosas ocasiones, pero también oponerse por la rivalidad de sus apetencias. Ha existido Canossa, lugar famoso donde el emperador de Alemania, Enrique IV, en tiempos de la lucha de las investiduras, se inclinó ante la soberanía del papa; pero existió también Anagni, donde Felipe el Hermoso se impuso al Papa por medio de su famoso legista Guillermo de Nogaret; hubo en Enrique VIII para fundar el anglicanismo y decapitar a su canciller, el humanista Tomás Moro, que desaprobaba la lucha emprendida contra Roma; existió un Napoleón capaz de hacer salir al Papa de sus lares y retenerlo prisionero en Fontainebleau, para dictarle allí su voluntad.

Por otra parte no es fácil establecer en cada caso cómo se ha dado el paso del poder religioso al poder político, ni tampoco el proceso que ha hecho reaccionar a éste contra aquél.

Si los representantes o los miembros del poder religioso pretendían estar en comunicación con los dioses, sus émulos iban mucho más lejos al tratar de reducirlos a obediencia. Y además, al mismo tiempo, se asistía a connivencias entre reyes y pontífices, obispos y ministros, vicarios e intendentes. Y hay más: los dos poderes, contradictoriamente podían converger, utilizando el uno el ascendiente del otro, el cual a su vez necesitaba la fuerza armada de su asociado para meter en cintura a los contestatarios de las ciudades y de los campos. Pero en el fondo, a pesar de la diversidad e incluso de la oposición de los intereses, hubo siempre complicidad. Por eso, el Papa, al pretender doblegar a Inglaterra bajo su autoridad para evangelizarla, elevó sus oraciones al Cielo, rogando al Señor que propiciara el triunfo de la Santa Cruz con la victoria de su Iglesia, y Guillermo el Conquistador, que había recibido un estandarte papel especialmente bendecido por el Santo Padre, venció a los daneses dueños de Inglaterra con la ayuda de Dios y el ardor de sus caballeros normandos. Ya hemos visto cómo, a consecuencia de la batalla de Hastings, cambiaron la estructura del Estado y de la propiedad, y la veremos cambiar de nuevo, aunque en proporciones más limitadas, por razones que poco tenían que ver con los misterios de la Trinidad, la virginidad de María o la eficacia de los Santos Sacramentos.

Otro ejemplo del entendimiento del trono y la Iglesia es el brindado por el papa León III y Carlomagno. El primero proclamó al rey de los franceses emperador de Occidente y el segundo evangelizó —con medios que nada tenían de evangélicos— a los sajones, los bávaros y los lombardos.

En Francia, la Pragmática Sanción, los Cuatro artículos, la Constitución civil del clero, son impuestos por el Estado que utiliza a la Iglesia para someter y mantener en la obediencia a las poblaciones. Cuando San Pablo decía: «todo poder viene de Dios» sabía que para aquellos que admitían la existencia de la divinidad, este origen del Estado era indiscutible. El poder del hombre sobre el hombre puede ser destruido y combatido, puesto que «lo que hacen unos hombres otros pueden deshacerlo», pero ¿quién, en tanto que creyente discute los designios o los decretos de la Providencia?

La religión configura a los hombres, hace nacer o cultiva en ellos el sentido de la jerarquía o de la obediencia, los somete mental y espiritualmente, y después de haber procedido a domesticarlos, entrega a los pueblos a su hermano gemelo, el Estado. «Quien dice revelación dice reveladores y dominio de los elegidos de Dios», escribía Bakunin. Es lógico que quienes pretenden ser los representantes del Ser supremo, dueño del Universo, pretendan también dirigir a los hombres sobre la tierra, y lógico es también que los detentadores del poder espiritual pretendan ser los detentadores del poder político. He aquí la razón por la que vemos colaborar en el curso de los siglos a la Iglesia y al Estado, a pesar de sus disputas, en las que a pesar de todo el Estado terminó siempre en general por imponerse.