Capítulo Tercero
La casta estatal
ANTES de entrar directamente en la materia de este capítulo acaso sea útil señalar que el funcionario del Estado, aparte de su especialización o de su clasificación jerárquica es, para empezar, un individuo afecto a una personalidad dominante-faraón, rey, príncipe, gran señor de quien es servidor. A medida que el Estado se forma y acrecienta, el mismo alto personaje eleva su categoría jerárquica y aumenta el número de sus subordinados, que se convierten en colaboradores suyos, su gente de confianza, sus instrumentos, independientemente de sus orígenes (civiles, militares, eclesiásticos, eunucos en los países orientales). Esos servidores concienzudos ocupan empleos, cargos, se les confían responsabilidades. En seguida consiguen hacerse indispensables, conquistan una cierta autonomía, defendiendo la causa de su dueño y no tardan, como ocurre con los altos cargos palaciegos, en formar un mismo cuerpo con él, en obtener sus favores, en que se les confíen los intereses del amo, incluso en sustituirle. Por medio del espíritu corporativo, su influencia se extiende y se multiplican hasta llegar a constituir una clase, o mejor, una casta cuyo papel vamos a analizar.
En el capítulo siguiente mencionamos que los sargentos o encargados de los diferentes impuestos, llegaron a ser cincuenta mil en tiempos de Luis XIV y que el número de alfolieros (los funcionarios que hacían pagar el impuesto sobre la sal) llegó a ser de veinticinco mil. Estas dos cifras, enormes para una población que entonces contaba de veinte a veintidós millones de habitantes, resultan sin embargo insuficientes, incluso si nos limitamos a lo que concierne al fisco. En una carta, Colbert protestaba de que sólo en Burdeos existieran cuarenta y cinco encargados de apremios y ciento diez arqueros para la ejecución de esos últimos. A lo que habría que añadir todos los sargentos y empleados para los demás impuestos, como la famosa «maltote», llamada así por los contribuyentes para protestar contra su injusticia.
Hay que añadir que tales funcionarios, que presionaban al ciudadano hasta obtener lo que querían, costaban, según nos dice Colbert, de tres a cuatro veces más que un hombre ordinario y aquí no debemos tampoco omitir los guardianes de prisiones, quienes también causaban gastos.
No olvidemos que esto es sobre todo obra del Estado. La fiscalidad trabaja para el Estado, y éste es el beneficiario de sus expoliaciones. Es a él a quien debemos referirnos nuevamente, pues no se trata de una entidad abstracta: se compone de un conjunto de hombres y la acción de esos hombres repercute en toda la nación. Los impuestos son una realidad terrible, así como las guerras, los gastos de los tribunales, las dilapidaciones. Otro tanto podemos decir de las instituciones destinadas a la represión. Intentaremos hacernos una idea de esta realidad enumerando las diversas categorías de funcionarios. Esta enumeración, pese a no ser exhaustiva, es bastante elocuente. Tengamos asimismo en cuenta que existen agentes de la misma especie en todos los países, aunque todos no se encuentran situados en el mismo orden jerárquico. Algunos se difuminan según las dinastías, otros se afirman de acuerdo con los cambios de régimen.
Empecemos por las más honoríficas: en primer lugar los ministros, que actúan bajo las órdenes de los reyes, como Colbert obedeciendo a Luis XIV, o que por el contrario los pliegan a su voluntad y los gobiernan (a los reyes), como Alberoni, reinando bajo Felipe V de España. Luego, si nos remontamos a los tiempos de Carlomagno, tenemos a los «missi dominio», los bailíos, los duques y marqueses. Todos estos altos personajes fueron en general nombrados por el soberano que quiere asegurarse aliados fieles, aunque no siempre lo consigue. Luego tenemos los prebostes, jefes y oficiales de policía, los gobernadores, intendentes. Además, los señores feudales, quienes sin dejar de luchar por conservar sus privilegios, se incrustan en el Estado y crean en ellos intereses especiales; también los comandantes y oficiales del ejército. Dejamos aparte a los condes, cuyo origen se remonta a Roma, poseedores de condados, con cortes bien repletas, por supuesto. Como consecuencia del fraccionamiento del territorio llegaron a contarse en Francia de ciento diez a ciento veinte condados con el personal correspondiente… (Acto seguido venían los vizcondes). Vienen luego los comandantes generales, llamados también mariscales. Y los satélites del ejército, los policías municipales, que constituyen un cuerpo aparte, pues aseguraba la policía territorial y «mantenía el orden» en el interior al mismo tiempo que hacía la guerra en el exterior. He aquí ahora la gendarmería, creada por Carlos VII después de la Guerra de los Cien Años, que dejó tales hábitos de bandidaje que el rey creyó conveniente insertar ese cuerpo en el Estado. Hemos visto ya también a los comisionistas de impuestos de todos los tipos. También tenemos a los senescales y a los alcaldes, que asumen todas las responsabilidades en los señoríos, o casas señoriales, en los castillos y palacios. Además los chambelanes, clérigos, los magistrados del norte, los del sur, los abogados y consejeros de la corona, los legistas, eternos inventores de jurisprudencia liberticida, los cortesanos, los palaciegos, los dignatarios de todas las categorías, los condestables, los escanciadores, los vicarios, los prefectos, los gobernadores, los obispos y abades que en ocasiones sirvieron a la vez a la Iglesia y al Estado. Después aún los caballeros, dignos continuadores de los asaltantes que supieron crearse —aunque no siempre— una leyenda dorada de nobleza respetable.
Aún tenemos a los «ministeriales» entre los cuáles se catalogaba diferente personal y colaboradores para todas las actividades. Todo esto constituía una clientela con sus lacayos y servidores, y entre todos juntos constituían centenares de millares de parásitos, de funcionarios interdependientes, solidarios, al margen de la vida de los habitantes y de las actividades útiles, viviendo espléndidamente y sorbiendo la sustancia de la nación.
Tocqueville, que fue uno de los mejores analistas de la sociedad francesa, describe en L’Ancien régime et la Révolution, ese hormigueo parasitario en vísperas de 1789:
«Cuando se echa un primer vistazo sobre la antigua administración del reino, aparece en primer lugar la diversidad de reglas y autoridades, la mezcla de poderes. Francia se halla cubierta por cuerpos administrativos o de funcionarios aislados que no dependen unos de otros y que participan en el gobierno en virtud de un derecho que han comprado y no se les puede arrebatar. Con frecuencia sus atribuciones son tan ambiguas y tan contiguas de otras, que se presionan y entrechocan en el círculo de los mismos negocios». Contribuyen a hacer brotar numerosas ramas nuevas del tronco del Estado.
«Los tribunales de justicia participan indirectamente en el poder legislativo. Tienen derecho a crear los reglamentos administrativos que compelen, en los límites de sus atribuciones. A veces se enfrentan con la administración propiamente dicha, censurando ruidosamente sus medidas, y desautorizando a sus agentes. Simples jueces llegan a crear ordenanzas de policía en las ciudades y en las villas de su residencia».
«Las villas tienen constituciones diversas. Sus magistrados llevan nombres diferentes u obtienen su poder de diferentes orígenes: un alcalde, cónsules o síndicos. Algunos son elegidos por el rey, otros por el antiguo señor, o por el príncipe con patrimonio. Otros son elegidos por sus conciudadanos para un año, y otros aun compraron el derecho a gobernar a éstos a perpetuidad».
Ante el despilfarro desenfrenado de esta clase, o mejor de esta casta, tenemos el derecho a decir que el Estado, históricamente, es una vasta empresa expoliadora que no sólo roba, despoja, extorsiona, sino que además obliga a las víctimas a cantar los méritos de quienes los despojan y a batirse en favor de sus intereses.
Desde que el Estado aparece, desde la constitución de la «nación» Sumeria, todo cuanto existía era materia para extraer impuestos en favor de los reyes, de sus cortes y sus funcionarios. Samuel Noak Kramer nos dice[1] que durante el tercer milenio había en Sumeria una cincuentena de monarcas locales y naturalmente, otras tantas ciudades-Estados, las cuales tenían organizadas sus riquezas sobre la base de los contribuyentes. «Los especialistas estaban muy avanzados para aquel tiempo. De hecho nuestros burócratas antiguos habían hallado el medio de multiplicar las fuentes de ingresos en proporciones tales como para dar envidia a sus colegas modernos»[2]. Lo mismo que simples campesinos, los dignatarios del Templo veían confiscados sus asnos, sus bueyes y grandes cantidades de granos en provecho del rey.
Más tarde, y a consecuencia de las luchas intestinas entre las ciudades-Estados del próximo Oriente y los príncipes que las gobernaban, Babilonia se dividió en una treintena de Estados, cada uno con su corte y sus personajes oficiales. Adivinamos su número y su peso sobre la vida social. Y dicho sea de paso, resultaría interesante establecer retrospectivamente el por qué una misma nación, o una ciudad organizada como nación, pasa del régimen federalista republicano a la monarquía, del federalismo al centralismo, y viceversa, generalmente después de la aparición de personalidades políticas excepcionales.
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Nos hallamos ahora en Egipto, país fuertemente estructurado y funcionarizado, como ocurre en la época de los Ptolomeos. La administración, nos dice Jacques Pirenne, «se había convertido en Estado dentro de un Estado». Para poner remedio, los sucesores de Alejandro consideraron favorable confiar la responsabilidad de todo a los funcionarios administrativos, solución que estudian hoy los socialistas de Estado que esperan curarnos así de todos los males de la propiedad privada y del capitalismo. El resultado fue qué la administración se convirtió «en juez y parte». Ella impuso su voluntad a las autoridades civiles e incluso se apoderó de los bienes del clero. Se comprueba con este ejemplo el poder de la casta-Estado, la cual, habiendo sentado sus bases, no tarda en apoderarse del Estado como un todo. Una vez dueño de los resortes administrativos esa casta superó en rapacidad lo que habían hecho los funcionarios especializados de Sumeria o los regímenes que los habían precedido.
En la dilatada historia de ese país, el funcionariado jugó un papel más o menos importante, según los períodos, pero tomaremos dos datos suficientemente separados para que se vea de qué modo, y en todas las épocas, el Estado está presente para mayor desgracia del pueblo. En el siglo XVIII antes de Cristo, nos dice A. Moret, egiptólogo de gran categoría, ya no es la familia real quien gobierna, sino los agentes. Estos, aunque de diverso origen, son denominados así porque el rey quiere garantías contra la aristocracia, pero acaban finalmente por desbordar también al rey e imponerse.
Dieciséis siglos más tarde —y de manera intermitente en otros muchos períodos— la proliferación estatista, o paraestatista, es una enfermedad endémica. P. Jonguet nos lo demuestra en su libro l’lmperialisme macédonien et l’héllénisation de l’Orient:
«La corte es un mundo que conocemos mal. Ministros, oficiales, guardias, cortesanos, esclavos y eunucos, en fin una inmensa multitud. A los oficiales de la casa del rey se les dan ciertos títulos: gran chambelán, gran venador, gran escudero, gran panetero, gran escanciador, médico en jefe y médicos ordinarios, gobernador y criadores y nutridores de reyes, ayudas de cámara, sin olvidar la multitud de ujieres. Luego la muchedumbre de cortesanos y de altos funcionarios, pajes reales, meninos y demás, que acaso tienen un carácter militar».
Los cortesanos se hallan divididos en categorías: las parientes y los asimilados, los capitanes de guardias de corps, los primeros amigos y los otros. Esta jerarquía es válida para el siglo II, pero tiene su origen en el siglo III antes de Cristo. Entonces los títulos honoríficos se reservaban a la gente de la corte. En el siglo II se conceden también a los funcionarios de provincias.
De cualquier modo, la invasión estatal no sólo hace estragos en Egipto. Toma prolongaciones inesperadas, se convierte en institución internacional, en una gran familia aparecida por encima de las fronteras, unida por su modo de vida al margen de los pueblos llevados por la brida. P. Jonguet nos ofrece ciertos datos:
«En toda esta organización es fácil adivinar las influencias complejas y a veces concordantes de las cortes de Macedonia, de Persia y de Egipto. Los pajes reales se conocen en tiempos de Filipo y de Alejandro, lo mismo que el Estado mayor de los guardias de corps. Los parientes son una institución de la corte persa y recuerdan a los nar-reky. Los amigos llevaban el nombre de amerou en la corte del faraón».
De manera que el sentimiento de pertenecer a una misma elevada categoría hacía nacer relaciones especiales entre los miembros de esta casta internacional. Esto no nos sorprende: un aristócrata de cualquier nacionalidad se siente más solidario de otro aristócrata que de un simple campesino de su propia nacionalidad.
Pero no basta con conocer la importancia, cuando menos numérica, de estas legiones doradas. También es preciso conocer el comportamiento, y lo que costaban a las poblaciones de fellahs que se rompían los riñones al borde del Nilo para nutrir a la casta superior y pagar los impuestos:
«Cada funcionario obedece servilmente a sus jefes, pero manda como un tirano sobre sus subordinados. Con frecuencia se ve al poder central recordar las reglas establecidas. Ello es porque tales reglas se plegaban fácilmente ante la fantasía y en ocasiones, el más humilde empleado del Estado, para satisfacer su propia fantasía, era capaz de metamorfosearlas. El más fuerte invade las competencias del más débil… El favoritismo, los abusos caen pesadamente sobre las masas. Hemos dicho que los cargos eran considerados lucrativos y permitían vivir de ellos, pero la tentación de vivir más cómodamente de ellos también debía ser fuerte y no era raro que muchos, de arriba abajo en la escala, se hicieran pagar por sus servicios. El administrado, que no podía fiarse dé los derechos de las leyes, buscaba la protección de un personaje importante. Cada funcionario tiene a su alrededor una clientela y ésta forma parte a su vez de la clientela de un funcionario más importante. Se trata de un mal endémico en todos los Imperios importantes»[3].
Recordemos estas últimas palabras, que no prejuzgan lo que ocurre en Occidente, pues esto no es el propósito del autor, pero pensemos que en Roma ocurre otro tanto, así como en todas las naciones situadas bajo el yugo romano.
Hallamos poco más o menos los mismos males en todos los Estados. Esto ya empezó antes de Sumeria y mucho antes de nuestra era, igual que otros males, como la fiscalidad o la guerra. El Estado es siempre fiel a sí mismo y actúa según sus intereses o su voluntad. Los otros factores, entre los que están el económico, le obedecen mucho más que lo contrario.
Volvamos a Roma, en tiempos de Catón el Viejo, quien quiso poner orden en las esferas donde ejerció sus funciones: «Cuando fue nombrado gobernador de Cerdeña, nos dice Plutarco, no siguió el ejemplo de los pretores que le habían precedido, los cuales y sin excepción habían esquilmado la provincia haciéndose entregar tiendas, camas y ropas, al llevar con ellos una multitud de amigos y servidores, exigiendo sumas considerables para festines y otros gastos de esta naturaleza. Ya se ve que los personajes estatales no sólo gastaban ellos, individualmente considerados, sino que la masa de amigos y admiradores participaba de las larguezas pagadas por el pueblo»[4].
Pero Roma no se corregía de sus defectos. Catón El Viejo murió el año 149 antes de Cristo. Tres siglos después las cosas no iban mejor, hasta el punto de que en 292 después de Jesucristo el emperador Diocleciano, enfrentado a graves dificultades económicas creó, como ya habían hecho los gobiernos egipcios, un verdadero ejército de empleados administrativos y fiscales que servían casi tan bien como los soldados para mantener a las provincias en la obediencia, pero que además y en rigor, oprimían más a los ciudadanos de lo que servían al emperador. El número de los asalariados del Estado era superior al de los propios contribuyentes. Los pueblos eran devorados por los agentes del fisco.
En el siglo II, en tiempos de Marco Aurelio, la plutocracia de las ciudades, gastando más de lo que permitían sus medios, hizo que el emperador estoico tuviera que nombrar dos dumviros, con obligación de rendir cuentas sobre la situación, sus causas y sus remedios, a los superiores jerárquicos. El resultado fue que esos «notables» se erigieron en representantes de una «oligarquía curial», en una clase administradora que pretendía constituir una nueva nobleza que se distingue implantando penas de mutilación. La democratización del Estado no mejoró las cosas. La dinastía de los Severo hizo más fácil el acceso al poder a los miembros de «las clases sociales bajas», aunque Jacques Pirenne nos dice:
«La ocupación de las funciones más elevadas por parte de hombres que no obtenían ningún prestigio por el hecho de su nacimiento, introdujo toda una jerarquía de títulos honoríficos; de este modo, sobre las ruinas de la vieja aristocracia senatorial, se formó una nueva nobleza administrativa, que poco a poco se transformó en una oligarquía gubernamental»[5].
Leon Homo, que habla de los excesos del despotismo, de la «tiranía de la burocracia», no es menos categórico, al añadir: «Favoritismo, espíritu de casta y de taifas, arbitrariedad, concusión, avidez, crueldad, inercia, rutina, y un centenar de vicios más, son los reproches con que los escritores contemporáneos Lactance, Ammien Marcellin, Salvien, con unanimidad demasiado completa para dejar de estar fundada, abruman al personal administrativo de aquel tiempo».
Y como una pequeña muestra de lo que representaba y debía costar la casta del Estado, reproduce lo que un documento oficial, el código Teodosiano, autoriza en relación con el personal puesto a la disposición —lo que no es sino una forma de privilegio— de los funcionarios del Estado. Un gobernador de provincia tenía cien empleados, un vicario treinta y tres; el procónsul de África, cuatrocientos; el conde de Oriente, seiscientos; el conde del tesoro público de Occidente quinientos cuarenta y dos titulares y seiscientos supernumerarios, el de Oriente doscientos veinticuatro titulares y seiscientos supernumerarios, el prefecto del pretorio de Oriente, más de dos mil expedicionarios.
Hay todavía gente que atribuye la caída de Roma a una especie de necesidad fisiológica de «revigorizar la raza». Pero en realidad Roma cayó a consecuencia del trabajo de corrosión que se había producido en su seno, lo que en gran parte fue obra del funcionariado. El hundimiento, que obligaba a buscar aliados entre los bárbaros que hormigueaban en sus fronteras, debía producirse fatalmente. Durante siglos las fuerzas destructivas habían corroído el Imperio. La corrupción era general. El ejército de contables robaba en el trigo, los funcionarios de correos explotaban a los viajeros, las audiencias judiciales eran objeto de un tráfico general.
«Atrás las manos sucias de los oficiales públicos, atrás, he dicho. Si una vez prevenidas, no se retiran, que tales manos sean cortadas», proclamaba la ley de 388. Pero esto no cambió en nada el comportamiento de la burocracia.
Ya en esta época se inició la venalidad en los cargos que hallaremos en Francia bajo Felipe el Hermoso y Luis XIV. Aquella penetró tan rápida y eficazmente en las costumbres que los propios emperadores recurrieron a ella en ocasiones.
Ferdinand Lot menciona los esfuerzos llevados a cabo por algunos de ellos para poner remedio a esta situación y hacer frente al amenazador peligro[6]. «Pero fracasan porque mal servidos, traicionados por sus propios agentes o por los altos funcionarios, los “magistrados”, los jueces pertenecen a la clase de los grandes propietarios territoriales. Pero olvidan que esos personajes han llegado a poseer sus bienes por medio de la expoliación fiscal y las campañas militares, y que gracias al cargo que ocupaban en el Estado no pagaban impuestos, lo que les había permitido enriquecerse, mientras que las clases medias y “bajas” estaban aplastadas por ellos. Otras veces no eran los funcionarios civiles o militares los que se apoderaban de las tierras cultivadas, sino hombres de negocios, especuladores que la mayor parte del tiempo no se preocupaban de ellas. Lo único que les interesaba era la especulación. De acuerdo con el gobierno hacían venir el trigo de Cerdeña o, después de la destrucción de Cartago, de África del Norte, a fin de poder mantener al populacho con pocos gastos».
Pero la desorganización creada por el estado de cosas reinante en el Imperio, y en las esferas del funcionariado repercutía en las provincias romanas, por muy alejadas que estuvieran, y en las regiones donde la soldadesca hacía la ley. Mary Lafont nos recuerda que en cuarenta años fueron asesinados 18 emperadores y reemplazados por legionarios. Se había establecido un desorden espantoso en el imperio. El imperio estaba en almoneda, se le vendía a trozos… Por todas partes proliferaba la corrupción, el egoísmo, la inmoralidad… Esta nube de funcionarios se aprovechaba del caos para amasar oro y espoleaba a esos pueblos desgraciados con la mayor avidez[7]. Los abusos se multiplicaban al infinito y nos haremos una idea de lo que fueron los excesos de la burocracia por un detalle que a primera vista puede parecemos inverosímil: Habiendo tomado el emperador Julián la decisión de reducir los impuestos en un 75 %, el tesoro no se resentía, pues la clase burocrática que tenía la costumbre de reservarse la parte del león, no embolsó beneficios ese año. Esto pone de relieve la parte que se quedaba normalmente.
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Hacia el mismo período de tiempo y en el Imperio chino, cuya trayectoria se considera a veces paralela con la del Imperio romano, la burocracia es la consecuencia de la descentralización y está constituida por una oligarquía de letrados, de altos funcionarios y de gentes reclutadas en el personal de la corte. Sus componentes invadieron entonces los puestos más importantes dando lugar a una presencia asfixiante de altos personajes que acapararon los cargos y los servicios mejor distribuidos.
La administración entró en vías de descomposición. Los gastos aumentaron, los funcionarios se hicieron hereditarios y el Estado, que empleaba en todas partes los mismos métodos empezó a practicar, como en Roma, la venalidad de los oficios. Resultó de todo ello una crisis política y moral que tuvo importantes repercusiones en la sociedad y en civilización china, e incluso sobre las estructuras religiosas.
En Francia, tras la caída del imperio Romano y el triunfo de los invasores bárbaros, el camino se había abierto a quienes, a falta de una estructura feudal, se erigieron en funcionarios.
Después de la muerte de Carlomagno, el Imperio se desmembró, fragmentándose en innumerables señoríos, dueños de las partes del territorio de que se habían apoderado. Los reyes y las familias reales que habían establecido su dominio intentaron ponerse de acuerdo, pero no pudieron evitar el caos en el territorio y en el seno de poblaciones enemigas, en las que la casta estatal no era un factor de los menos negativos. Aquí también citaremos el testimonio del brillante historiador Imbart de la Tour. Nos muestra de modo claro el papel de los factores negativos, entonces ya dinámicos y cuya repercusión en los siglos siguientes tendrá gran importancia:
«A la cabeza que ordena, le faltan los brazos que actúan. Funcionarios o vasallos del rey hacen frecuentemente causa común con los truhanes. Despojan a la Iglesia, roban al propio rey, se apoderan de sus beneficios, talan sus bosques, venden sus tierras. La Iglesia y la realeza tenían sus medios de defensa, pero ¿quién protegía al pueblo contra sus amos? Un eclesiástico de 857 habla largo y tendido en relación con un estado social en el que la debilidad se hallaba sin garantía y sin justicia ante la fuerza, donde incluso agentes y fieles del rey que debían defender las iglesias de Dios y la paz del reino, despojan, devoran y despueblan a un país entero».
En los tiempos que siguieron, el papel de los funcionarios se modificó un tanto, pero creció en importancia, a pesar del desarrollo de la monarquía de los capetos. Carlos Petit Dutaillis lo subraya con precisión en La Monarchie Féodale:
«En esta acción de la realeza hay que distinguir la parte de los oficiales locales: Senescales, bailíos y agentes subalternos, actúan con independencia del propio rey y gobiernan su corte. Los oficiales locales han trabajado rudamente para el progreso de la autoridad real, que han hecho temible a los ojos de todos. Con gran frecuencia el restablecimiento del orden se ha debido a su energía. Otras muchas veces mostraron en relación con los grandes una actitud audaz, una política agresiva que la curia no siempre aprobaba. Algunos de ellos, —los magistrados y bailíos del sur de Francia, los prebostes en el norte—, compraban entonces su cargo y no se mostraban exigentes, interesándose en la ampliación del dominio real. Todos querían jugar a personajes. Algunos llegaban incluso a considerarse independientes y, de no haber sido detenidos a tiempo hubieran llegado a constituir, sobre todo en el sur de Francia, una feudalidad de funcionarios».
Por consiguiente, vemos al personal del Estado afirmarse como una casta y luego ponerse del lado de la realeza cuando ésta refuerza su poder y se hace poderosa; luego intenta neutralizar la autoridad real, en perjuicio de la población, arrastrada ella misma a su pesar en esas rivalidades, para pagar finalmente las consecuencias de todas las ambiciones que animan a esos poderes rivales.
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En la misma época, Inglaterra, conquistada por Guillermo de Normandía conocía problemas idénticos a los de la familia Capeto. La corte del Conquistador la constituyen los mismos oficiales y una jerarquía semejante, un personal en que dominan los duques y los obispos. Hay en ella barones independientes quienes habían sido en su origen nombrados por Guillermo, sin duda aconsejado por el Papa, quien le envío un estandarte bendecido por él, para darle fuerza en su empresa. La mayoría de los aristócratas tienen nombres franceses y se abren camino a golpes de sable y de hacha en el nuevo reino. De ahí nacerá una aristocracia, una nobleza de origen militar, a las órdenes del rey, pero que tendrá también a sus órdenes un personal fiel. Dentro de éste figura el sheriff, que más tarde veremos aparecer en los Estados Unidos y que corresponde al bailío francés. Es el lugarteniente de un gran señor, nombrado por el poder real y está a la vez al servicio de ese poder. Ese cargo se oficializa y se convierte en hereditario. Su rol se acrecienta y el conjunto de los sheriffs comete enormes abusos de poder, multiplica los arrestos arbitrarios, se convierte en un «Estado dentro del Estado» y se enriquece por todos los medios. El rey Enrique II que había tenido que ausentarse de Inglaterra durante cuatro años ordena a su regreso una investigación, como tuvo que hacer San Luis en Francia después de la séptima cruzada. Se llegó a la conclusión de que la corrupción del personal del estado era general. Los sheriffs, fuerza principal de la monarquía, arruinaban al país. Mas no se suprimió ese cuerpo de servidores fieles, sino que se le reorganizó y se toleraron sus exacciones a fin de poder contar con su apoyo incondicional. Los intereses del rey prevalecían frente a los intereses del país.
Tomemos al azar otra nación, menos importante y en otro período: Rumania. El historiador M. Xenopol nos ofrece precisiones que confirman la corrupción, las concusiones, las extorsiones a que se ha entregado la casta estatal cuando pudo hacerse dueña de la situación.
Este autor nos dice que la lengua rumana sólo tiene un vocablo para designar a los nobles y a los funcionarios. Generalmente, en el curso de la historia, la nobleza se constituyó gracias a guerras libradas en el exterior y en el curso de las cuales amasó los bienes despojados más allá de las fronteras propias. Pero las circunstancias en las cuales se desarrolló la historia no han permitido expoliar las tierras extranjeras, por lo menos en las proporciones necesarias para constituir una casta superior. Entonces se ha depredado en el interior y quienes se han enriquecido lo hicieron gracias al Estado y al trabajo de generaciones de campesinos brutalmente expoliados.
Los expoliadores tuvieron al principio como misión seguir al rey en expediciones militares de escaso peligro. El rey recompensaba a esos «guerreros» con ricas donaciones de tierra, pues para brillar como deseaba le resultaba indispensable una nobleza. Pero más tarde, a medida que el Estado se extiende, las funciones públicas se multiplican en beneficio de la casta oficial. El noble es un alto funcionario. Esto se generaliza hasta el punto de que las dos palabras acaban por constituir una sola. Los nobles funcionarios estaban exentos de capitación (el más oneroso de los impuestos) que sólo pagaban los campesinos, siervos o libres. Los restantes impuestos eran pagados por todos, pero debido a su situación privilegiada, los funcionarios desposeían a los campesinos de sus tierras, con las consecuencias imaginables.
Existen otros muchos países en que esta misma lección se repetiría, ya que hay una generalización de este fenómeno. Lo que llamamos la casta estatal es un hecho universal y una de las mayores realidades de la historia. La mentalidad de los hombres y mujeres que consiguieron instalarse en la administración pública es, con pocas variantes la misma en todas partes. La estructura piramidal del Estado engendra un espíritu de cuerpo universal, una ambición generalizada. Para empezar cualquier funcionario desea «subir», llegar a los puestos más elevados, trepar en la jerarquía para gozar de superior retribución y porque está convencido de la importancia del papel que desempeña en la sociedad por el mero hecho de pertenecer al Estado. Se inserta en la jerarquía. El Estado es su medio natural —o llega a serlo—, y sus intereses son sagrados, pues, de acuerdo con la afirmación de Hegel y de Hobbes, es la encarnación de los intereses colectivos y al mismo tiempo el mecánico que hace funcionar la máquina y sin la cual los hombres serían incapaces de organizarse, de entenderse, de cultivar la tierra y de construir sus casas. Esta vanidosa creencia, amalgamada con los intereses personales del burócrata, dicta la conducta de la casta constituida. De hecho el Estado se sitúa por encima de la sociedad y cada funcionario siente y cree detentar personalmente una parte de esta superioridad, de esta encarnación de la preeminencia.
En general, la dominación administrativa corre paralela con la dominación gubernamental, militar y policial. Las rivalidades que se producen entre las tres son secundarias y, si llega el caso, forman un bloque y se solidarizan contra las masas de población que explotan. Ahora bien, admitimos sin dificultad que los trabajadores especializados, aun no manuales, y los de la administración son necesarios y no entramos en la demagogia de quienes los rechazan en bloque, pero a condición de que no sean representantes ni la encarnación del Estado dueño de la sociedad.
El espíritu corporativo se impone sobre los desacuerdos ideológicos, la defensa de los intereses de casta empuja a los últimos lugares los problemas de conciencia. Se trata primordialmente de vivir y de mejorar el nivel de existencia. Ante este imperativo, reforzado por la satisfacción de vanidad que juega tan importante papel, los problemas de libertad y de dictadura son secundarios, ¿no sitúa la doctrina sindical al productor —lo que en el espíritu de la misma significa el trabajador independientemente de su función— por encima del ciudadano?
Ante la marea creciente de burocracia que observaba en su país, Djilas, número dos del régimen comunista yugoslavo, escribió su libro La nueva clase, que denunciaba la aparición de ese parasitismo dorado e insolente. Ello le valió una condena de varios años de cárcel. El hecho es reciente pero refiriéndose a una época mucho más lejana, Paul Perrier escribía en su hermoso libro L’Unité Humaine lo que sigue, que confirma lo que decíamos a propósito de la época post-carolingia:
«Tras las invasiones bárbaras, en la época merovingia y carolingia, la verdadera clase privilegiada fue la de los funcionarios que se reclutaban tanto entre los galo-romanos como entre los francos[8]. La superioridad, el privilegio vinieron, no de la raza, sino de la función y de las relaciones personales con los reyes bárbaros. En la época feudal, los cargos tienden cada vez más a heredarse, se constituye una verdadera nobleza en que el privilegio social y político se transmiten con el nacimiento. Esta clase, compuesta por grandes vasallos con sus fieles, dominaba desde muy alto a la masa del pueblo (campesinos, siervos, artesanos y comerciantes). A esos privilegiados hay que añadir el grupo importante de los empleados, sacerdotes y monjes, que era considerable, y que gozaba de inmunidades especiales, de excepciones fiscales y jurídicas, especialmente en virtud de lo que se llamaba el “privilegio del fuero”».
Los funcionarios de la Iglesia y los del Estado se unían y se defendían unos a otros como truhanes en una feria. Esto no ocurrió solamente en Francia. «Hasta la formación del imperio alemán», dice Paul Perrier, «el Estado prusiano seguirá siendo una monarquía absolutista y democrática dirigida por una oligarquía de funcionarios y oficiales. Clases y castas parasitarias se constituyen con sorprendente rapidez. En un régimen en que la burocracia, los funcionarios, la jerarquía mandan e imponen su voluntad, todas las ocasiones son aprovechadas. Surgen como por generación espontánea».
El funcionarismo, particularmente el funcionarismo de Estado, que por ser de Estado alcanza proporciones nacionales, corrompe a sus beneficiarios. Así, la honestidad de los bolcheviques cuando tomaron el poder no puede ponerse en duda, pero cuatro años más tarde el autor constataba sobre el terreno que la marea burocrática invadía la Rusia bolchevique. Todo estaba en manos de burócratas, hombres y mujeres[9], los cuales en general hacían la ley. En Moscú la única fábrica que funcionaba se relacionaba con el automóvil y en ella sólo se hacían reparaciones en coches de burócratas a los que ya entonces el pueblo, en su lenguaje imaginativo llamaba, «gallineros de burócratas».
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En un informe firmado por Stalin y Dzerjinski y enviado a Lenin, los dos comisarios de guerra declaraban que la ciudad de Viatka contaba a la sazón 4776 funcionarios de administración y que en tiempos del zarismo había 4467. Trotski en persona contestaba a una delegación sindical franco-española que le interrogaba sobre el fenómeno burocrático: «¡Oh, no me habléis de eso. Lo veo tan bien como vosotros y si me fuera posible llenaría barcos enteros de funcionarios y los hundiría en el océano!». Pero continuó reforzando el Estado a expensas de la nación.
Poco antes de su muerte, ocurrida en 1924, Lenin escribía en su Journal estas líneas significativas, reproducidas con apoyo de notas, por Jean Jacques Marie:[10] «Hemos tomado nuestro aparato al zarismo, limitándonos a repintarlo ligeramente con barniz soviético… Llamamos nuestro un aparato que de hecho nos es fundamentalmente extraño y representa una amalgama de supervivencias burguesas y zaristas». Y añadía que él y sus amigos merecían estar colgados por no haber sabido impedir el triunfo de la burocracia.
De cualquier modo, permítasenos una precisión: el aparato soviético fue incomparablemente peor que el aparato zarista, y todavía sigue siéndolo. Kropotkin, el gran revolucionario, escribió hacia 1905 un librito titulado El Terror en Rusia. En él afirmaba que el número de condenados, encerrados en presidios o deportados a Siberia se elevaba a 72.000. Entonces esto parecía algo enorme y la opinión occidental se conmocionó. El aparato represivo bolchevique llegó a contar con quince millones —o acaso veinte— de deportados y condenados, hombres, mujeres y jóvenes incluso de catorce años. ¡Y las últimas estadísticas aportadas por Solshenitzin hacen subir el número total de pérdidas demográficas a cuarenta millones!
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Tomemos otro ejemplo de lo que representa o puede representar el Estado en la vida de las naciones, sobre todo de las naciones en formación, o de los regímenes en gestación. Este ejemplo nos viene de África, y quien nos lo ofrece es una personalidad admirable, agrónomo de gran calidad, socialista de izquierda y cooperativista experimentado, quien ha entregado y sigue entregando toda su vida a la causa de la humanidad, de su felicidad y de su porvenir.
René Dumont marchó a estudiar sobre el terreno el problema de la economía en una quincena de naciones nacidas tras la marcha de los franceses ¿Qué ha ocurrido en esas naciones? Simplemente esto: apenas desaparecido. Los colonizadores, los políticos autóctonos organizaron un estado. Cada Estado tenía sus ministros y sus ministerios, sus oficinas y funcionarios, su ejército, su policía, sus parásitos. Esto fue mucho más deprisa que la organización de la agricultura para alimentar a la población, o de la industria, siquiera a un nivel elemental.
El impulso fraternal que animaba a René Dumont no le impidió observar, tomar nota y constatar numerosos fallos en los organismos del poder. De esas observaciones nació un libro documentado cuyo título es: L’Afrique noire est mal partie.
He aquí la primera conclusión de ese libro: «La principal industria de los países de ultramar es actualmente la administración…». «Sólo los gastos del personal (oficial) absorben el cuarenta por ciento de los presupuestos internos de Dahomey. La administración, tal como se concibe va a llevar al país a la ruina…», «pues esos fundadores y administradores del Estado todavía no han comprendido que para gastar es necesario producir, y para producir, sobre todo cuando la economía es esencialmente agraria, es necesario sembrar, y luego recolectar. Ahora bien, de esto sólo se encargaban los pobres campesinos, incapaces de trabajar en las oficinas y en el personal oficial».
«En cuanto a los países ex-franceses, henos en presencia de quince gobiernos, de más de 150 ministros, de varios centenares de miembros de gabinetes, de un número proporcional de parlamentarios… Todo esto para países que, tomados en su conjunto, están mucho menos poblados y son infinitamente menos ricos que la exmetrópolis. ¡Sólo Gabón, con sus 450 000 habitantes, tiene 65 diputados!».
Sigue un análisis del hecho funcionarista, que nos recuerda todo cuanto hemos constatado a lo largo de la historia:
«Elementos de la función pública, parlamentarios, ministros, constituyen de esta manera una casta privilegiada en la que se sostienen todos los elementos. En cuanto al costo de la presidencia, hay los diputados. Ahora bien, un diputado que “trabaja”, según nos dice, tres meses por año, recibe de 120 a 150 mil francos mensuales. En seis meses de salario, gana tanto como un campesino africano medio en treinta y seis años de toda una vida laboriosa».
Pero esto no es todo: en ese caos de los primeros tiempos la especulación se instaló. ¿Y quiénes son los especuladores? René Dumont responde: «los comerciantes y los funcionarios». En Tananarive, Abidjan, Dakar, o Freetown, esos personajes acaparan todas las tierras de los alrededores e instalan fincas de recreo. «Sobre todo esperan la plusvalía de los campos convertidos en terrenos de edificación, cuando el metro cuadrado se venda al precio de la antigua hectárea».
Habituado a investigar, incluso por debajo de las apariencias, René Dumont muestra la desmoralización a la que conduce el Estado, dueño de todo. Siguiendo el ejemplo que les dan los dominadores oficiales, «los jóvenes africanos, una vez que aprenden a leer ya no quieren volver a la tierra, sino que quieren ser funcionarios. La escuela primaria representa para empezar el medio de llegar a la casta privilegiada de la función política». Al sur de Camerún, donde el nivel de escolarización llega al 60 ó 80 por ciento, pronto se llenan las calles de los pueblos de jóvenes en paro, luego las de las aldeas y finalmente los barrios de las capitales. Constituyen ese cuerpo de parásitos sociales que pasan el tiempo escribiendo demandas de empleo que llenan todas las oficinas de la administración. Otros en Douala, prefieren unirse al maquis.
«De 800 000 ex-escolares, en el oeste de Nigeria habría 650 000 parados».
Los etnólogos y sociólogos que investigan el origen de las organizaciones humanas y en ellas la explicación de la formación de los Estados, podrían obtener gran fruto en esas revelaciones, como se ha obtenido en otros aspectos de la evolución de la humanidad. En primer lugar nos enseñan que, lejos de ser la consecuencia de una determinada y larga evolución económica, de los cambios en los modos de producción, de las relaciones naturales de los hombres bajo la influencia de factores sociales y de elementos subyacentes, el Estado es por supuesto la obra de los aventureros y de los explotadores que saben imponerse por la fuerza, en primer lugar, o por la astucia. Y que es la casta de los funcionarios quien ha creado sus funciones para vivir de ellas, quien ha inventado por completo el aparato del que se sirve para justificar su existencia. La explicación es sencilla, incluso prosaica. Pero desde los Estados presumerios hasta los que ayer han surgido en África, sigue siendo fundamentalmente la misma.
Los legistas
Entre todas las categorías de parásitos especializados en la multiplicación de las medidas liberticidas en favor de los dominadores se hallan los legistas, de quienes es preciso hablar aparte. Los historiadores afirman en general que esos personajes eran juristas especializados en la defensa o en la justificación del poder. Su tesis general era que los poseedores del aparato de gobierno debían tener la supremacía absoluta sobre todos los cuerpos constituidos en el seno de la sociedad, no importa su carácter, e incluso sobre la propia sociedad. La formación de los legistas tenía una fuente considerada «sabia». En Occidente pasaban por las universidades, donde les enseñaban el derecho romano o donde se preparaban consejeros especiales para la corona. Luego empujaban a la centralización y a la formación de grandes Estados y su influencia se extendía a todos los países. En Francia disminuyó para renacer cinco siglos después, en tiempos de Luis XIV.
Pero constatamos una vez más que históricamente el Estado es siempre semejante a sí mismo, o que nace y actúa con una continuidad jamás desmentida. Se encuentran ya legistas para la legislación brahamánica, si bien su influencia se ejerce sin que tengamos muchos detalles sobre la misma. Por el contrario, estamos mejor informados en cuanto concierne a China, donde los hechos quedaron consignados con mejor método y mayor asiduidad. En el siglo IV antes de Cristo, los legistas son los protagonistas de la monarquía, participan en favor de príncipes a los que empujan a la cumbre, eliminan a los nobles feudales del régimen municipal y lo que todavía pudiera existir de libertad.
Mencius, un filósofo de quien se habla mucho, eminente propagandista del pensamiento de Confucio, había preconizado reformas importantes. Amalgamando su pensamiento con aquélla, los legistas construyeron una teoría del poder y se transformaron en inspiradores y colaboradores de la política absolutista de los reyes. Erigieron en principio absoluto que siendo aquellos la única encarnación válida del Estado, siempre tenían razón y debían ser obedecidos en todas las circunstancias, incluso cuando se equivocaban. Lo esencial era el respecto a la autoridad.
China atravesaba a la sazón el período de «los Estados combatientes». Dominaba el desorden generalizado. En medio de esta situación la escuela jesuítica elaboró la teoría del Estado independiente de la moral. Según los jesuitas ante todo era necesario asegurar la salvación y el respeto al poder. La vida de conjunto dependía de ello. El Estado estaba por encima de todo y siempre tenía razón. El criterio de valor de las leyes y de las medidas gubernamentales no dependía de su contenido teórico o moral sino de la influencia práctica resultante en favor del rey. Partiendo de un postulado de acuerdo con el que el hombre es malo en esencia, —Hobbes no ha inventado nada—, se ignoraba al individuo y sus derechos, y todos los individuos que componían la población estaban al servicio del príncipe y de sus empresas o fantasías. Esto contribuyó a configurar la ley en el reino de los Ts’in. Los legistas no sólo aparecieron en Francia y en China. Ya hemos dicho que Roma conoció ese género de apologistas del absolutismo erigido en principio supremo del gobierno. Alemania tuvo también sus teóricos del Estado todo poderoso, apologistas del éxito a cualquier precio, de la eficacia por encima de todo.
Cierto que es más difícil gobernar una sociedad donde coexistan diversas concepciones de la vida, de la organización, de las creencias y de la ética. Cuando no hay principios contradictorios que chocan entre sí, los problemas a resolver son mucho más simples, mucho más sencillos. Los legistas simplificaban las cosas de tal manera que reducen los hombres a la sumisión unilateral.
Para los profesores cuyo oficio era enseñar, el derecho romano fue un modelo. Lo que quedaba de las libertades germánicas importadas por los bárbaros se olvidó o transformó. La servidumbre se convirtió en imperativo de gobierno. Ayudado por criaturas voluntariamente sometidas, el Estado imponía su ley, y Jean-Sebastien Froissard podía escribir con razón, tras constatar que los propios príncipes veían volverse contra ellos el implacable mecanismo del Estado del que eran los autores: «Esto ya no ocurre en los principados. Los príncipes sólo intentan obstaculizar la independencia de la nobleza y de las ciudades y sueñan con su entera destrucción. Aprovechan las discusiones en cualquier parte que éstas surgen, e incluso en las asambleas generales alimentan cuidadosamente los antagonismos a fin de utilizarlos para su beneficio personal y para la ampliación de su poder. Los doctores en derecho y los legistas romanos, que instalan en las universidades y en sus propias cortes, los secundan por otra parte maravillosamente en ese designio… Se les mira como una plaga todavía más funesta que la de los caballeros-bandidos, los cuales, por lo menos sólo despojaban a la gente de sus bolsas».
Señalemos al paso la opinión del gran cronista de los «caballeros-bandidos» y procuremos entender lo que deja entrever su recriminación contra las maniobras y las arbitrariedades de esos juristas que conocían bastante bien las leyes para atacar impunemente el honor de las personas.
Los legistas erigidos en consejeros y preceptores de los reyes conseguían incluso incluirlos y conducirlos por caminos cuyas salidas ni ellos mismos preveían en ocasiones. El padre de Felipe Augusto ya había precedido a su hijo en ese juego, y el historiador A. Cobille escribió al respecto: «Los verdaderos consejeros de la corona habían vivido cerca de Luis XI. Era el mismo personal. Luis XI los había dominado y conducido, y ahora ellos conducían al rey. A la cabeza de todos estaba Matías de Vendóme, abad de Saint-Denis. Él fue quien estuvo investido con la regencia durante la guerra de Aragón». Reinaba en Francia, nos dice una crónica normanda, todo se hacía según su voluntad. Alrededor de él se agrupaban los empleados del rey, que se convertían en cancilleres, tesoreros, consejeros. Entre los laicos, el más importante era Etienne de Beaumarchais, caballero, senescal de Poitou, de Auvernia y de Toulouse, gobernador de Navarra, hombre de guerra y administrador.
Factores políticos, psicológicos, individuales, guerras afortunadas o desafortunadas, nacionales o internacionales, influencia dogmática, predisposición de un pueblo debidamente encarrilado o impulsado por tendencias tradicionales, los más diversos y más contradictorios factores intervienen en la política de los Estados. Pero uno de los más temibles es ciertamente el de esos especialistas del derecho y del absolutismo.
El Maquiavalismo
Los comentadores califican de maquiavélicos los procedimientos empleados por la escuela de los legistas. Empecemos por constatar que con frecuencia esos directores de conciencia han hecho maquiavelismo sin saberlo. En primer lugar, como ocurrió en la India y en China, aparecieron antes de la publicación de El Príncipe[11], y luego, además este libro no se leyó. Sólo más tarde, y a medida que se constituyó la «clase política», como se dice ahora expresivamente, logró imponerse ese breviario del cinismo y se impuso a espíritus en los que la moral estorbaba. Anteriormente las actuaciones maquiavélicas eran sobre todo efectuadas por algunos individualistas —un Clovis, un César Borgia, un Richelieu, un Luis XI— y fue ganando terreno lo que se asimilaba al maquiavelismo. Pero en política, la famosa exclamación de don Quijote a Sancho Panza «¡Vivan los vencedores, Sancho!» es una máxima más encaminada a asegurar las ventajas del poder que el respeto a la palabra dada. El éxito tendrá siempre cortesanos, no importa a qué precio.
Hemos hablado de política interior, pero en política exterior también es el maquiavelismo lo que mejor puede asegurar la victoria. Maquiavelo, que llegó a ser y sigue siendo el consejero de tanto ilustre personaje, daba consejos prácticos que, según se nos dice, se explican restrospectivamente por la división de Estados en lucha permanente y que debían tenerse en cuenta para resolver sutiles problemas de diplomacia. Y puesto que Maquiavelo no pudo ser personalmente un realizador de la historia, sino un guía para realizadores, veamos de cerca los consejos que daba ese maestro que meditaba paseándose por la orilla del Arno sobre la manera más eficaz de engañar, burlar, explotar la buena fe y la ingenuidad. Y no olvidemos que los tales consejos iban dirigidos tanto a unos como a otros. Para la aplicación de sus teorías imaginaba las situaciones más diversas:
«Afirmo que los Estados conquistados, para unirlos a los que desde antes pertenecen al conquistador, son o no son limítrofes de estos últimos, y que hablan o no hablan su misma lengua. En el primer caso, nada más fácil que conservarlos, sobre todo si los habitantes no están acostumbrados a vivir libres. Para dominarlos con seguridad basta con exterminar la estirpe de los antiguos príncipes. Siempre que en todo lo demás se les permita conservar sus antiguos hábitos y costumbres, siempre que no haya antipatías nacionales, los anexionados viven tranquilamente bajo el nuevo príncipe…, pues no se debe perder de vista que hay que ganarse a los hombres o deshacerse de ellos».
Cuando Maquiavelo dice «deshacerse de ellos» se puede interpretar con absoluta propiedad que hay que deshacerse «por todos los medios» que en este caso equivalen a las exterminaciones.
Maquiavelo quiere servir a un príncipe y le da lecciones prácticas para llegar al poder y conservarlo. El carácter de su libro adquiere más importancia cuando se sabe que escribía para César Borgia, verdadero bandido del poder, que a tanta gente aniquiló. Y ese lacayo intelectual estaba al servicio de su amo. Por un lado empujaba al crimen, por otro lo legitimaba. Se convirtió en el mejor inspirador de aquellos hombres de Estado a quienes sus escrúpulos molestaban… y se sabe que en la larga serie de siglos, en los juegos de las guerras y las diplomacias se emplearon todos los medios. He ahí por qué Maquiavelo da los consejos más heterogéneos:
«El Príncipe aprenderá del zorro a ser hábil, y del león a ser fuerte. Quienes desdeñan el papel del zorro no comprenden en absoluto su oficio. Dicho en otros términos, el príncipe prudente no puede ni debe renegar de su palabra más que cuando puede hacerlo sin perjudicarse, o cuando las circunstancias en las que ha asumido el compromiso siguen subsistiendo».
Dicho de otro modo, quien tenga interés en ello traicionará su palabra tancas veces como quiera, de modo que no se respetará ningún compromiso. Pero Maquiavelo justifica su pensamiento…
«Por supuesto que me guardaría de dar este consejo si todos los hombres fueran buenos; pero como son todos malos e inclinados a faltar a su palabra, el príncipe no debe inclinarse a ser fiel a la suya, y esa falta de fe siempre se justifica fácilmente».
Observemos que nuestro personaje, que erige la tradición en principio generalizado, confunde a «todos los hombres» con los hombres de Estado, los cuales se han apoderado de las palancas de mando de la sociedad, mientras que los hombres que no pertenecen a esta categoría trabajan, producen, cambian, cooperan, crean, construyen ciudades y las mantienen y todo ello sin traicionar la palabra dada, puesto que en este caso la sociedad sólo sería un caos permanente y la humanidad se hubiera destruido a sí misma. Maquiavelo continúa: «Podría aportar diez pruebas contra una de lo que digo y mostrar cuantos compromisos y tratados han sido rotos por la infidelidad de los príncipes, de los cuales el más feliz es siempre el que sabe cubrirse con la piel del zorro. La cuestión está para él en desempeñar bien su papel y en saber, llegada la ocasión, simular y desimular». Luego, generalizando de nuevo y atribuyendo a la humanidad entera las características de los príncipes, Maquiavelo carga a los pueblos con las felonías de esos últimos nacidos príncipes y bandidos y confirma una interpretación de las cosas que transfiere las responsabilidades:
«Y los hombres[12] son tan simples y débiles que quien quiere engañar halla fácilmente víctimas». Nuestro consejero sigue predicando, pero siempre con la misma duplicidad, mezclando la habilidad con el cinismo y el cinismo con la habilidad:
«Quien ha sido exaltado al principio por el favor del pueblo debe esforzarse por obtener su afecto, lo que siempre es fácil, puesto que el pueblo no pide nunca otra cosa que no ser oprimido. Ahora bien, se puede obtener la benevolencia del pueblo por diversos medios que sería inútil describir aquí, dado que varían según las circunstancias». «Lo importante es saber con qué objeto es necesario ganarse la benevolencia del pueblo». Maquiavelo nos lo indica poco después de este modo:
«Un príncipe, y sobre todo un príncipe nuevo no puede ejercer impunemente todas las virtudes del hombre medio, porque el interés de su conservación le obligan en ocasiones a violar las leyes de la humanidad, de la caridad, de la lealtad y de la religión. Debe plegarse fácilmente a las diferentes circunstancias en que puede encontrarse. En una palabra, debe perseverar en el bien cuando no encuentra ningún inconveniente y volverle la espalda cuando las circunstancias lo exigen».
Es decir, estar siempre dispuesto al mal cuando hay un interés, lo que en la política y en las empresas estatistas ha sido el hecho dominante.
Maquiavelo justifica esta práctica, cita un modelo de aplicación de su pensamiento en la persona del papa Alejandro VI:
«Para citar sólo un ejemplo en la historia de nuestro tiempo, el papa Alejandro VI hizo de toda su vida un gran engaño, pero a pesar de su infidelidad reconocida, tuvo éxito en todos sus artificios. Para él todo era utilizable: protestas, promesas, nada le paraba: jamás un príncipe violó con tanta frecuencia su palabra y respetó menos sus compromisos. Sin embargo, sus trampas tuvieron siempre efecto positivo».
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Terminaremos este capítulo con lo que llamaríamos la filosofía (y la práctica) del hombre, del profesional que sacrifica la sociedad al Estado, citando a un historiador contemporáneo cuyas ideas sociales son empero opuestas a las nuestras y cuyo testimonio tiene por esa razón más valor: queremos hablar de Pierre Gaxotte, quien en su Histoire des Français, pone en evidencia la responsabilidad de los habitantes de Francia y en primer lugar de los personajes, y ese amor por la burocracia que halaga su vanidad y les lleva a desdeñar las actividades nobles y útiles, como las de la agricultura y la industria:
«En el curso de los siglos se asiste a la proliferación de la casta estatal. Los reyes, siempre, “añadían, pero no suprimían” y en general los franceses han sentido el amor y la pasión por las funciones del Estado. Por cada puesto aparecían diez aspirantes, que esperaban la muerte del titular, vigilaban su salud, utilizaban espías, observaban su agonía, disponiéndose a llegar los primeros para reclamar la sucesión del difunto»… «Cada oficina se divide y se multiplica poco a poco», «los bailíos reclaman la asistencia de jurista, de tenientes generales, recaderos, escribanos, procuraderos generales, ujieres, jueces, comisarios, asesores, procuradores, abogados». A los franceses les encanta litigar, se litiga por diez céntimos por espacio de años, y entonces aparece la pléyade de procuradores, abogados, ujieres. De 1506 a 1561 el hombre de abogados se cuadruplicó en Auxerre, y el número de procuradores se quintuplicó. De acuerdo con una circular «el número de estos especialistas en todo el reino es desenfrenado». «Los emolumentos, según el rango de los personajes de la jerarquía, ascienden ya a centenares de millares de libras. Pero además hay que añadir “suplementos” considerables: gastos diversos, regalos, gratificaciones, indemnizaciones».
«Por otra parte, la venalidad penetra en ese mundo. Al principio es personal, luego se hace oficial y se extiende a todos los organismos. Consejeros, bailíos, senescales, elegidos, recibidores, venden su caigo como en nuestros días se vende un estudio de notario. Todo ese bello mundo se reproduce: se cuentan doce consejeros y presidentes (de cámara) en el parlamento de Provenza en 1501, cuarenta en 1553, cincuenta en 1572. Las aguas y los bosques se ven infectados de empleados, agentes municipales, guardas de cotos, guardas a caballo, ojeadores, guardas de parques; luego vienen los vendedores, escribanos de bailíos y ayuntamientos, contables de las ayudas y de los intereses del dinero de las ciudades, funcionarios encargados de los almacenes de sal, perceptores de multas. En 1553 en Amiens, sobre 4000 habitantes hay 123 oficiales reales, 81 ayudantes, 300 oficiales municipales, además de los oficiales del obispo y del capítulo». Hay un hecho claro: «que no importa quién sea el dueño todos los parásitos forman un cuerpo en nombre de los intereses corporativos o jerárquicos… se forman así una nueva clase social», escribe Montaine.
Y el historiador ante esta multitud parasitaria que poco a poco domina todos los aspectos de la sociedad francesa, afirma: «En ellos se encarnan los principios tradicionales del Estado superiores a las voluntades pasajeras del soberano».
Pierre Gaxotte nos muestra el mundo de los oficiales reales en conflictos con la monarquía, la Iglesia, los feudales, es decir con aquellos gracias a cuyas riquezas pueden obtener lo que el pueblo no puede darles, lo que no les impide unirse al mismo tiempo con el rey, quien se beneficia de sus maniobras y de las ventajas que saben mantener, como anteriormente y durante mucho tiempo supieron beneficiarse de las exacciones obtenidas de los siervos. Ante este comportamiento en que, de arriba abajo de la sociedad domina la infección moral, Gaxotte coca una cuestión que merece reflexionarse, pues concierne no sólo al pasado, sino también al porvenir de la sociedad: ¿«quién podría decir si el amor de los franceses por las oficinas no ha hecho tanto por el absolutismo como la política de los Caperos»?
Reconozcamos de paso que un historiador reaccionario considera que es la familia real tradicional quien en Francia ha creado, o contribuido a crear el absolutismo y —añadimos nosotros— el imperialismo estatista que se desarrolla de manera inquietante, sobre todo en países como Francia donde el socialismo se esfuerza por hacer pasar las reformas sociales a las manos del Estado, lo que no puede sino contribuir a pudrir psicológicamente un número cada vez creciente de ciudadanos multiplicando las oficinas y las burocracias hacia las cuales se ven atraídas tantas personas como rehúyen los oficios y los trabajos necesarios para la vida. Son ya numerosos los jóvenes que rechazan los trabajos necesarios a la existencia para insertarse en el funcionariado, y ha sido necesario hacer venir, entre 1964-66, millones de trabajadores extranjeros para reemplazar a esos explotadores de la sociedad. Es de temer que medio siglo de parasitismo social dorado, o no dorado, acabe imponiendo su ley y su voluntad. Entonces entraríamos en las eras de la decadencia donde se hundiría nuestra civilización.