Capítulo Quinto

La economía de Estado

PARA la mayoría de nuestros contemporáneos la organización de la economía por el Estado (eliminando el liberalismo económico, la propiedad individual de la tierra y de los medios de producción) es o sería una novedad de nuestro siglo XX. Si se pone aparte a los sociólogos libertarios o anarquistas (entre los que señalaremos los nombres de Proudhon, Kropotkin, Bakunin y Cornelissen), la gran mayoría creen percibir en esta sustitución la única perspectiva de porvenir. Es cierto que Carlos Marx y su alter ego Engels admitían en principio la desaparición del Estado tanto como imperativo ideal que como consecuencia ineluctable del método dialéctico (todo lo que existe está condenado a desaparecer por las contradicciones internas) y a ser sustituido por lo que debe superarlo.

Por consiguiente admitían la necesidad transitoria de este organismo para la implantación del socialismo. Pero antes, para entrar en posesión del Estado era necesario conquistar los poderes públicos. Para empezar hubo algunas piedras que hicieron chirriar el mecanismo y luego esas piedras se convirtieron rápidamente en otras piedras mayores, con las alianzas políticas y con el ministerialismo. Rechazando la lección de los hechos, se facilitó la imposición de una especie de metafísica política. El medio se transformaba en fin. Se perdía de vista que la conquista del Estado debía ir seguida de su desaparición y que en su lugar debía aparecer una sociedad constituida por organizaciones diversas, complementarias y funcionales. Los partidarios de la conquista del poder político se perdieron en el camino elegido y llegaron a olvidarse del socialismo.

Y como se cayó y se cae cada vez más en la tendencia a desconocer las lecciones de la historia, se han despreciado las muy numerosas experiencias de economía estatal que han aparecido a lo largo de los siglos y de los milenios.

Estos olvidos se ven acompañados por una posición teórica cuyas debilidades hay que señalar. Siguiendo a esos dos grandes inspiradores, el movimiento socialista, que ejerce una gran influencia en las masas y en numerosos intelectuales de todos los países, ve en el Estado ante todo un instrumento político de dominación de una clase por otra clase. Cuando menos esto es lo que se afirma en el Manifiesto del Partido comunista. La clase dominante (políticamente) puede ser lo mismo la clase desheredada que la clase privilegiada (en período no revolucionario). De todos modos, tanto en un caso como en otro, se trata indudablemente del poder político puesto al servicio del poder económico. Engels citaba la Comuna de París y daba este ejemplo como el de la «dictadura del proletariado», pero se sabe que, por una parte, los representantes de los trabajadores —al menos aquellos trabajadores unidos por un ideal— fueron minoritarios en la Comuna. La mayoría blanquista y radical se veía impulsada al principio más por un patriotismo antialemán que por un espíritu socialista. Se sabe también que los marxistas sólo tuvieron dos representantes (Frankel, un húngaro, y Serrailler) de un total de ochenta y cinco miembros. Se sabe, en fin, que las realizaciones sociales y económicas no correspondieron, ni siquiera de lejos, a lo que debió ser la obra creadora de los partidos y de las fuerzas dominantes.

El papel económico del poder político aparece pues como nulo, y es por esta razón que no se le ve organizar industrias, fomentar los intercambios y la distribución, o tomar iniciativas orientadas en ese sentido. De cualquier modo, lo poco que se hizo sugirió a Marx y a sus amigos de cara al porvenir algo que apareció como una innovación: el organismo político, que en ese caso es el Estado, tomaría en sus manos la organización de la economía[1]. Ya no se limitaría en lo sucesivo a ser la fuerza garantizadora del poder económico, según la concepción clásica (y ya se encontraba en el Manifiesto del Partido comunista una serie de medidas «revolucionarias» que sólo podían ser la obra de una fuerza política o burocrática-política).

Ahora bien, no se comprendía que el Estado no se limitaría a esa actitud y que lejos de no ser otra cosa que el defensor de las estructuras económicas conservadoras o revolucionarias, era él mismo históricamente un factor económico de primera importancia. Y que no se contentaría con ser sólo un instrumento de lucha y de defensa de las posiciones económicas conquistadas, sino que fatalmente intervendría en los problemas de producción y distribución, de los que llegaría a asumir la dirección. Los socialistas parecían y parecen ignorarlo teóricamente. Cuando lo saben, no admiten que habiendo desaparecido la propiedad privada, pueda resultar de la subsiguiente situación todo lo contrario de la igualdad económica y de la justicia social. Olvidan que siempre, en la historia, el Estado ha actuado sobre la economía en beneficio suyo y en detrimento de sus súbditos, no solamente por medio de la fiscalidad, como lo hemos demostrado anteriormente, sino también como explotador directo del trabajo y del esfuerzo de los hombres. Por consiguiente, es una insensatez ver en él un instrumento de emancipación.

Vamos a contemplar algunos ejemplos de lo que decimos.

Egipto

En primer lugar, y después del período de vida primitiva y de organización primaria sobre la cual tan poca información poseemos, el Estado fue el fruto de la guerra sobre el que la clase sacerdotal impuso su dominio; viene luego el desfile de una serie de dinastías cuyos jefes fueron los faraones. Ahora bien, desde su instalación, el primer faraón fundador de la dinastía Thinita, se apropió como bien personal de todo lo que constituía Egipto y dispuso de él a placer. El Estado se impuso sobre la propiedad y la hizo cosa suya. Esto lo han puesto de relieve los historiadores:

«Único propietario de los campos y las minas, único legislador y juez, único sacerdote y jefe de guerra, el rey sólo delega los funcionarios que elige según su libérrima voluntad. La monarquía fuertemente centralizada del Antiguo Imperio consagra el tipo de lo que siempre será, al menos en teoría, el faraón», escribe el historiador Jean Yoyotte[2].

François Daumas confirmará esta afirmación, válida, lo repetimos, para cuantos han estudiado este período:

«El país es la propiedad del faraón, que lo ha heredado de su padre. El faraón lo administra como un bien personal, delegando el poder en cierto número de representantes que se convertirán en funcionarios. Para asegurar la vida de sus parientes y funcionarios e incluso asegurarles la perpetuidad de un culto funerario, el rey pone a su disposición dotaciones tomadas de ciertos dominios de la corona. A partir de esta costumbre se creará, durante el Antiguo Imperio, una propiedad inmobiliaria, si no jurídica, sí al menos activa»[3].

Retengamos estas últimas palabras. Constatamos una vez más que el nacimiento de la propiedad individual es imputable al poder político. El mismo hecho se reproducirá millares de años después en el imperio Inca, sin duda el más centralizado de los que jamás existieron y que entonces ofrecía las mismas brechas individualizantes en la forma del estatismo económico. En uno y otro caso aparecen los donativos, regalos, recompensas y prebendas cuyos beneficiarios son los altos funcionarios, los generales, los oficiales, los soldados retirados, que de este modo pasan a la feudalidad, la cual se impondrá durante el Nuevo Imperio Egipcio.

Volviendo a este primer período y a lo que ha predominado en la historia de este país, A. Moret confirma lo que ya vimos precedentemente:

«El rey se ha convertido en propietario de todo el suelo egipcio. Prueba de ello es la transformación de los censos que se siguen efectuando cada dos años. Bajo los reyes Thinitas se censaban los campos y el oro, la propiedad inmobiliaria y la fortuna mobiliaria. Bajo los reyes de la 4.ª y 5.ª dinastía los censos solamente se hacen ya sobre el ganado, grande y pequeño. La propiedad territorial ya no es materia imponible, lo mismo si pertenece al Faraón que si el suelo se ha convertido en propiedad libre entre las manos de los propietarios territoriales o de los dioses»[4].

Se comprenderá que la propiedad «de los dioses» pertenece en realidad al clero, a quien se considera representante de la divinidad, rivalizando con el Faraón y con el Estado, quien, por su parte, también los representa. Pero éste es otro tema. Moret deduce, lógicamente que «la limitación del censo al ganado indicaría que la tierra ya no es censada porque pertenece enteramente al Faraón». Esta propiedad eminente del suelo, en todo Egipto, armoniza muy bien con la teoría de la realeza, divina y autocrática que los textos de las pirámides nos han permitido conocer.

El control estricto de la tierra tiene como objetivo primordial asegurar el pago de impuestos y mobiliario. Esto quiere decir que el Faraón no podía imponerse él mismo medidas fiscales.

Esta propiedad del suelo, riqueza esencial del país, poseída por un sólo hombre, independiente de las atribuciones divinas de que se reclamara, no hubiera sido posible si la dominación política no se hubiera establecido previamente por el procedimiento clásico de la conquista y de la guerra, de la voluntad de dominación política, puesta al servicio de la voluntad de posesión. Y si nos remontamos en la historia nos encontramos con un hecho que recuerda otro semejante, en la creación del imperio Inca. Este fue conquistado por una tribu india que, ignoramos por qué tipo de motivaciones, se puso en marcha hacia la aventura. Estaba mandada por hombres dotados para ese tipo de empresas y que supieron imponerse a las otras tribus, etnias y poblaciones.

Remontándose en el tiempo Jean Yoyotte aporta la única explicación válida en casos similares. El primer Estado sumerio fue fundado por un príncipe que sometió por la fuerza a ciudades hostiles entre sí, como ocurre con demasiada frecuencia en las ciudades-estados primitivas. Hemos visto también cómo Clovis, con sus tres mil guerreros al comienzo, conquistó y organizó lo que llegó a ser Francia y el Estado francés. He aquí lo que Jean Yoyotte afirma de la primera centralización:

«En el curso del cuarto milenio el Alto Egipto fue conquistado por los dorios. De la primera unificación de Egipto conocemos casi exclusivamente su existencia, pero está fuera de dudas que los fundamentos iniciales del Estado faraónico, tal como aparece bajo las dinastías thinitas, fueron establecidos en el curso de esta experiencia de centralización».

De modo que el Estado sería la consecuencia de una acción de la conquista militar, y ello nos parece más verosímil cuando vemos el Estado —ya más próximo a nosotros y más controlable— fundado por T. Ptolomeo, después de la muerte de Alejandro y mantenido durante tres siglos por sus sucesores. Aquí la ley de la espada hace y deshace, para volver a rehacer las estructuras políticas. Jean Yoyotte nos ilumina todavía más al insistir en el hecho autoritario que se encuentra en las llamadas esferas superiores:

«Bajo los reyes Thinitas, la monarquía faraónica se vio afectada por una especie de enfermedad infantil. Todo lo que podía persistir de los tiempos de Ménés[5] relativo a la autoridad provincial y a la autoridad tribal, sucumbió entonces bajo el esfuerzo de un gobierno autoritario y centralizador. Pero la nivelación de las poblaciones agrícolas por medio de la autoridad real no se hizo sin daño. Bajo la segunda dinastía todavía hubo que reprimir las revueltas del Delta, donde vivía la población más avanzada y más rica».

La estatización general se lleva por consiguiente a cabo como un acto de fuerza frente al cual lucha la población.

Lo que había sido instaurado por la violencia sólo podía subsistir por la violencia. Como lo hemos visto previamente en tantas ocasiones, los funcionarios constituyeron un mundo de privilegiados al que iban a revertir las prebendas concedidas por el Faraón. Ese mundo aparte tenía sus costumbres, sus leyes, sus derechos, sus prácticas, su moral y su organización económica. Por ejemplo «únicamente los hijos de los funcionarios suben los diferentes escalones que conducen a las funciones más elevadas[6]. Los personajes eminentes poseen su dominio territorial, con sus intendentes, escribas, su policía, y los empleados subalternos se agrupan alrededor de ellos como una especie de clientela: la administración se organiza en verdaderos departamentos sabiamente dirigidos por una jerarquía de controladores, de inspectores y de directores, y servidos por un abundante personal de funcionarios y de secretarios iniciados en las cuestiones más importantes. Un servicio de transferencias de fondos se ocupa del complicado mecanismo de la repartición de los alimentos»[7]. ¡No hay duda de que estamos ante el origen de la propiedad individual!

El sistema ha sido practicado por los Lagidas, añade Yoyotte, al referirse a la organización de la explotación de Egipto después de la desaparición de Alejandro. Sus palabras merecen escucharse:

«Para aumentar la producción, los Lagidas[8] pueden aprovechar la experiencia ya milenaria del Egipto faraónico. Desde tiempo inmemorial el valle del Nilo estaba habituado a una economía estrictamente dirigida por el Faraón: Todo el sistema de censos de los hombres, de las tierras y de las estadísticas, absolutamente indispensable para quien quería planificar de manera autoritaria, estaba ya establecido. Por consiguiente los Ptolomeos no tienen más que utilizar los marcos existentes conservando la infraestructura administrativa del país llano».

El Faraón, lo mismo si actúa merced a sus funciones y a sus innumerables administradores, cuya autoridad deriva del personaje fundamental, el «Hijo de Dios» que emerge sobre todos los demás, que si administra directamente, se presenta siempre como el gran responsable de las cosechas cuyo mérito se atribuye y que le confiere el derecho de propiedad. El estado faraónico aparece como el motor principal, la fuerza directriz de la vida económica. Aquí no hay clase media o superior independiente que haga la ley del organismo político dominante. Es siempre el poder político quien por medio de sus innumerables agentes y sus instituciones especializadas dirige la vida económica, la cual le está subordinada.

La valoración de los dominios reales —y no olvidemos que todo el Egipto pertenece al rey— se presenta de la forma más diversa, nos dice Toutain en L’Economie Antique. Y no sólo en Egipto, sino en Siria, o entre los Seleucidas, otra monarquía helenística[9] en la que un rey criaba treinta mi yegua por gusto y con fines militares, y esto no es más que una muestra del dominio territorial.

Los faraones hacían cultivar la tierra por medio de «cultivadores reales» que, se nos dice, no estaban sometidos a la esclavitud y gozaban de la condición de hombres libres. Pero esos hombres «libres» estaban al servicio del rey y se les podía obligar incluso a prestaciones, gratuitas como todas y que doblaban el valor de todo aquello de que se apropiaba el sistema fiscal. La agricultura estaba dirigida por intendentes reales y el método empleado destinaba los dos tercios del terreno al cultivo de los cereales que el rey vendía al exterior para su beneficio personal. El cultivo de los granos oleaginosos estaba también sometido a las exigencias del rey, que compraba la cosecha al precio fijado por él. El Estado conservaba el monopolio absoluto del comercio, la administración real comerciaba en las condiciones que imponía, no sólo a las naciones colindantes con Egipto, sino también a las divisiones administrativas en que había parcelado el país. El control sobre la agricultura era, pues, muy estricto, así como el de los productos obtenidos. Una vez más es falso pretender que el Estado es sólo el instrumento de combate de una clase social contra otra, es decir, que sólo desempeña un rol político, lo que permite suponer que deja la economía a las organizaciones de carácter adecuado, de las que sería mero instrumento.

Pierre Lévêque, ya citado, completa estas informaciones. Anteriormente nos hemos referido a la organización de la economía faraónica en el Imperio Antiguo. Pero en el Nuevo Imperio, organizado mucho más tarde, las cosas ocurrieron del mismo modo. El rey fija por medio de ordenanza la superficie que deberá sembrarse dentro de cada región administrativa y proporciona a los campesinos las semillas, cuyo precio impone[10]; sus agentes vigilan los campos para impedir el comercio individual, la cosecha se guarda en los depósitos administrativos bajo la guardia del personal oficial, a fin de asegurar los pagos de los impuestos y el cuidado de las tierras. Por consiguiente, el rey se entrega a una especulación inmobiliaria. Todo esto supone por lo menos la mitad del valor de los productos.

El faraón, por intermedio del Estado, no sólo es el mayor propietario, sino el mayor comerciante del reino; especula en todo momento nacional e internacionalmente, comprando aceite a Grecia para revenderlo a sus propios súbditos, a quienes, como ya queda dicho les vende también trigo. Es cierto que posee una flota que le procura sólidos beneficios. Como corolario, impone derechos sobre la importación y sobre la exportación.

Todavía va más lejos: las ordenanzas reales especifican lo que se debe hacer con el lino, que está destinado a la fabricación de tejidos de lujo sometida al monopolio oficial, con el papel producido con el papiro que crecía en los pantanos del Delta, con los frutos cuyos árboles productores eran cuidadosamente censados (también lo eran en la India). En cuanto a la cría de ganado, era severamente controlado gracias a innumerables funcionarios; el ganado grande con toda seguridad era utilizado para el trabajo en los campos.

El fin que perseguía el amo que tronaba dentro y por encima del país, estaba sin embargo lejos de parecerse al que podría invocar el partidario del orden estatal. No se trata de equilibrar, de coordinar, de ajustar las actividades económicas complementarias para satisfacer las necesidades de la población, sino de cálculos mucho más prosaicos. Y Pierre Lévêque responde a esta cuestión de manera categórica:

«En verdad sólo un deseo anima a los Ptolomeos: llenar sus arcas. Se trata, según se ha dicho, de grandes capitalistas esencialmente preocupados por enriquecerse y que consideran a Egipto como un vasto dominio que les pertenece en propiedad y cuya explotación debe asegurar para bien de sus intereses. La construcción que han llevado a cabo aparece algo coja y poco coherente; en ocasiones se trata de una verdadera economía dirigida, con monopolios opresivos; otras veces, en cambio, el Estado se contenta con obtener su parte en las riquezas obtenidas por particulares sobre tierras que les pertenecen y con el ganado propio. Lo que constituye la unidad del sistema es la unidad del móvil: favorecer una producción intensiva en la cual, la mayor parte, bien por medio del arriendo o por medio del impuesto, o por los dos a la vez, será reservada al soberano».

No hemos llevado a cabo sino un examen muy ligero de la organización de la economía y de la explotación de la nación por el Estado. Al asumir las cargas de la actividad económica, de la que no puede apoderarse sino por el dominio político previo, éste desempeña un papel que parece escapar —y no se comprende la razón de ello— a sus apologistas, sean o no socialistas. El Estado aparece como especulador, usurero, productor agrícola, productor industrial, comerciante, monopolista. Y vamos a ver que no es únicamente en Egipto.

Decimos que hemos tomado este ejemplo porque se trata de más de 4000 años de historia y de la experiencia más persistente que se ofrece a nuestra meditación. Porque lo que se ha producido ayer, puede muy bien reproducirse mañana. Vemos con qué rapidez se lleva a cabo lo que se llama nacionalizaciones que corresponden a la toma de la economía por el Estado. Ahora bien, los siglos pasan rápidos en la vida de los pueblos. Existen ya establecidas las premisas de las estatificaciones futuras. Y de error en error la humanidad puede un día despeñarse en el abismo.

La experiencia Inca

Cuando los conquistadores españoles invadieron Perú, éste formaba parte de un vasto imperio fundado por una tribu conquistadora cuyos miembros recibieron en la historia el nombre de Incas. Como consecuencia de acontecimientos todavía no explicados y que sin duda la obligaron a emprender el camino de la aventura, esta tribu se puso en marcha a través del continente suramericano, y una tribu después de otra, un clan después de otro clan, un conglomerado después de otro conglomerado, fue aquel pueblo venciendo todas las resistencias, sometiendo a todas las poblaciones —a las que por otra parte trataba con mucha diplomacia— hasta vencer en grandes batallas a todas las razas y etnias que intentaron oponerse a su dominación y a constituir un imperio inmenso. Desde la extremidad norte hasta las fronteras de la extremidad sur, este imperio se extendía sobre una longitud de 3000 kilómetros, si bien, encerrados entre los Andes y el Pacífico su anchura era mucho menor, aunque se dilataba en las regiones del sur. La superficie total abarcaba lo que comprende en nuestros días el sur de Colombia, Ecuador, Perú, una parte del sur de Bolivia y la Argentina y la mitad del Chile actual. En este inmenso territorio los Incas organizaron la vida social y crearon una civilización original que lleva su nombre.

Observemos una vez más que el hecho político de la conquista y del dominio de las poblaciones fue preliminar, siendo el hecho económico una consecuencia. Y el imperio Inca que alcanzó su apogeo durante dos siglos fue una anticipación de las realizaciones socialistas de Estado, la más completa de la Historia hasta la dominación bolchevique.

La característica esencial de esta experiencia fue la ausencia de propiedad individual y la posesión por el Estado de la tierra y de los demás medios de producción. Las prácticas comunitarias existían de antemano y, como hacen observar ciertos historiadores, no hay duda de que los Incas que se pretendían hijos del sol y que por una de esas aberraciones tan frecuentes de la psicología autoritaria, lo creían, no hicieron sino generalizar costumbres y prácticas aplicadas entonces en aglomeraciones menos importantes en esta región del globo. Lo que sí era nuevo es el instrumento de dominación integral, el Estado, sometiendo metódicamente todo y a todos en una escala jamás alcanzada, si exceptuamos Egipto, tan lejana en el tiempo y en el espacio.

De acuerdo con los conceptos de los conquistadores, el régimen se dividió en tres grandes sectores fundamentales: el del Estado, donde dominaban los Incas con todos los personajes y todos los funcionarios oficiales, extremadamente numerosos y que imponían la ley de arriba abajo; el del Sol que comprendía a los sacerdotes y la organización religiosa; y en fin el del pueblo, es decir, el del conjunto de sus habitantes, al que hay que añadir —aunque no todos, los autores lo estiman como un sector suficientemente importante como para considerarlo por separado— un servicio de solidaridad cuya práctica exigían los propios dominadores en todos los casos en que se consideraba necesario.

Los Incas parecen haber inventado el sistema decimal: de cualquier modo es evidente que contaban por decenas y por múltiplos de días. Procedieron a dividir la sociedad en agrupaciones de diez familias donde los interesados elegían obligatoriamente a uno de ellos que se convertía en su jefe y responsable ante los funcionarios jerárquicos. Acto seguido venían los sectores de 50 familias, con un jefe elegido de manera similar, responsable ante otro jefe elegido por 500 familias. El siguiente sector o agrupación abarcaba a 10 000 familias, siempre bajo las órdenes de un jefe, él mismo responsable ante el funcionario siguiente, que mandaba 40 000 familias. Por otra parte el conjunto de la jerarquía constituía la trama del funcionalismo dominador y estatal.

El autoritarismo de este mecanismo y de esta estructura que nos aparece en el «pequeño detalle» de que los miembros de los grupos de base de diez familias; los más pobres y los más miserables debían dejar abiertas día y noche incluso durante las comidas sus puertas y ventanas para facilitar la vigilancia, de modo que se pudiese observar cómo vivían, lo que hacían y comían, etcétera.

La tierra se hallaba dividida entre los diferentes sectores y cada familia tenía su lote llamado «toupou», en el que se cultivaba lo que era ordenado en las instrucciones de los Incas. La iniciativa personal estaba completamente desterrada y las dimensiones del «toupou» se modificaban anualmente según el número de miembros de las familias. Esto recuerda el «MIR» ruso donde reinaba el usufructo, pero no la propiedad.

Estaba prohibido a los campesinos y también a los artesanos cambiar de pueblo o de lugar de residencia. Como bajo todos los regímenes dictatoriales (es el caso en ciertos períodos de la Roma decadente) el hombre estaba unido de por vida a la gleba. De todos modos los Incas procedían al traslado de poblaciones —práctica tradicional en la historia de Asia— cuando ello servía a su política, aumentando la densidad de la población, dividiéndola o poblando una región y despoblando otra.

El trabajo de los artesanos y de los oficios estaba también severamente reglamentado. Se procuraba materias primas correspondientes a los trabajos decididos por la jerarquía, se reglamentaba la producción de objetos no agrícolas, y nadie tenía derecho a tomar una iniciativa. De este modo el emperador Inca, y por intercesión de sus funcionarios, estaba siempre en todo momento y en todas partes a la vez. Por ejemplo nadie podía abatir un árbol sin autorización del funcionario jerárquico especializado, lo que se explicaba en las regiones desprovistas de vegetación, en las altiplanicies de los Andes, pero todavía mucho más por espíritu de dominación universal.

Hay realizaciones en el haber de los incas. Los caminos construidos bajo su dirección son todavía considerados superiores a los construidos por los romanos. Sus canales de irrigación, tan necesarios en ciertas regiones condenadas a la sequía, la organización del suelo en forma de desmontes en los flancos de las montañas, las innumerables reservas de víveres organizadas por todo el país, indican un genio de organización que, sin embargo, no respondía a todo. Si nos olvidamos de los hombres, la experiencia de los incas es ciertamente, en mayor medida que la egipcia, digna de estudiarse. Pero existía el reverso de la medalla: la ignorancia del hombre. Y esto supone enormes consecuencias.

De abajo arriba, todo se elevaba y se centralizaba en la personalidad del inca. El emperador-dios era el dueño, el poder, la inteligencia, el propietario y la voluntad. En su gran mayoría, las gentes del pueblo no podían ni debían hacer otra cosa que aplicar las órdenes recibidas. Debido a este régimen, en cuatro siglos, dicen unos y en tres dicen otros, el habitante de estas regiones perdió el don de pensar, de reflexionar, de querer, de innovar, de ejercer su libertad creadora. La población se convirtió en un rebaño deshumanizado. Y esto explica cómo un centenar de porqueros españoles consiguieron dominar a 12 000 000 de peruanos. A diferencia de su hermano de América de Norte, el indio del sur ha perdido sus reflejos, sus instintos más naturales y más elementales. Los pueblos que pierden su libertad durante mucho tiempo acaban por no experimentar la necesidad de utilizarla. Aquellos por quienes se piensa en todo y se prevé todo, pierden la costumbre de pensar. El hombre es capaz de elevarse a las cumbres más altas, pero también es capaz de perderse en los abismos de las decadencias. La experiencia de los Incas debería hacer reflexionar a quienes no ven otras soluciones que en aquello que lleva al declive colectivo.

Otros recursos del Estado

Los recursos del Estado han sido alimentados por diversas fuentes. En primer lugar, si se admite que la guerra, tanto civil como extranjera, la del Estado contra los protestantes en Francia, o la guerra de los Treinta Años, de la que algunos comentadores afirman que se había convertido en la principal industria de Suecia, y por otra parte si nos remontamos en la historia de las primeras invasiones, que la primera forma de imposición fue el tributo exigido a los vencidos por los vencedores. Se conoce el «vae victis» (desgracia a los vencidos) del jefe galo Brennus, quien resumía de este modo toda una moral, que los romanos aplicaron a su vez a los pueblos que sometieron posteriormente, en proporciones inconmensurables.

Luego, al nacer el espíritu y la práctica de la organización, cuando los vencedores permanecieron en los lugares conquistados y en medio de las poblaciones sometidas a vasallaje, los impuestos menos gravosos, pero más ordenados, dieron al despojo metódico de las poblaciones aplastadas un carácter regular. Entre el impuesto y la expoliación, el primer considerado como fruto de una ilegalidad no siempre es fácil ni posible establecer diferencias. Como no siempre es fácil establecer la diferencia entre la colectividad guerrera —la de los clanes germánicos por ejemplo— y el tesoro personal de dominio territorial de quienes saben erigirse en jefes y cuyos descendientes se convertirán en hombres de Estado.

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Ahora bien, las riquezas de los jefes y de los organizadores del Estado se forma también con bienes expoliados al vencido y de los que han sabido apoderarse pretextando la ley del más fuerte. Se reconoce a los que mandan derechos especiales o, en su defecto, ellos los toman. La extorsión, la apropiación pura y simple no se complica con escrúpulos jurídicos, y es más, el rescate cívico se mezcla no solamente con la organización de la fiscalidad, sino con la de la producción que garantizan, bajo la dirección y la vigilancia de los altos funcionarios, los siervos, con frecuencia especializados en el cultivo de los dominios oficiales.

El emperador de Oriente Anastasio I había confiscado los bienes del emperador romano de Oriente, Zenón, cedido su fortuna personal y creado una nueva administración del Estado. Pero llegó el emperador Justiniano, quien se apoderó de esas riquezas y lo convirtió todo en bien privado bajo el nombre de «domus divina». Esto constituyó un dominio del Estado. En todos estos casos, y cada vez que un bien pasaba a su poder, Justiniano pretendía servir los intereses del Estado, del cual pretendía ser la encarnación. Y a todos estos dominios concentrados en Bizancio, añadía los existentes en toda la extensión del país, las casas, los palacios, a veces grupos de inmuebles que comprendían iglesias y almacenes poseídos por el emperador.

Siempre bajo Justiniano, esos dominios crecieron considerablemente al conquistar el emperador una parte de África y los tesoros de los reyes vándalos, quienes después de haber despojado a la Galia y lo que hoy constituye España, continuaron sus conquistas y destruyeron alegremente cuanto encontraban en África del Norte y en el sur de Italia. El tesoro real desbordaba con las riquezas obtenidas legalmente e ilegalmente: apropiaciones brutales, captaciones de herencias, confiscaciones. Pero además de esas inmensas riquezas obtenidas por los peores medios, el emperador poseía, bajo cobertura del Estado, minas de oro y de plata, canteras de mármol, pastos, cuyas extensiones pueden suponerse, así como criaderos de caballos cuya importancia es de imaginar. Hasta el punto, de que aquí nos dice el historiador especializado al que tomamos estos datos, solamente Bizancio aportaba al ilustre emperador anualmente el valor de 106 millones de francos oro. Pero no se contentaba con utilizar tan generosamente las posibilidades del derecho eminente: organizó la explotación de sus dominios como han hecho en la historia tantos hombres —y mujeres— ilustres, como habían hecho los faraones, como hicieron después los incas.

La explotación de los hombres… de las propiedades, de la tierra, de la industria. De cualquier modo esto representaba cierto progreso en relación con los tiempos de Aníbal, cuando los vencidos eran simplemente degollados.

He aquí a este respecto una anécdota que merece conocerse: después de la última batalla que libró contra los chinos y en la que triunfó, Gengis-Kan, por insistencia de los generales mongoles que se distinguían por su crueldad, iba a ordenar como de costumbre, el degüello de todos los prisioneros hechos en el campo de batalla, intervino entonces un sabio, llamado Yeliu-Tch’out-t’sai, se opuso explicando las ventajas que se podría obtener de las comarcas fértiles y de los habitantes industriosos. Explicó que poniendo un impuesto moderado sobre las tierras, impuestos sobre las mercancías, tasas sobre el alcohol, el vinagre, la sal, el hierro, los productos de las aguas y de las montañas, se podría percibir anualmente quinientas mil onzas de plata, ochenta mil piezas de tejidos de seda y 500 000 sacos de grano. Consiguió convencer a sus oyentes. El gran jefe mongol le encargó entonces establecer sobre esas bases los impuestos.

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En la India, los progresos de la administración centralizada llevaron al rey a cálculos de ese tipo. Como en el caso de los incas se convierte en organizador y explotador de todos los bienes. Según los períodos o las regiones los alcaldes de los pueblos y los funcionarios del Estado le reservaban de la doceava a la sexta parte de la cosecha. Incluso se recurrió a las prestaciones. Cuando se extendió el uso de la moneda se practicó también la imposición, pero el gran número de Estados y sus fronteras estorbaban la circulación de los productos, como ocurriría con las provincias francesas. Era necesario pagar derechos por todo y sobre todo: cruce de fronteras, capitación, peajes, etc., procurarse contra el pago correspondiente pasaportes que daban derecho a viajar y a transportar mercancías. Policías, espías, recolectores, siempre innumerables, servían al jefe del Estado, quien por el beneficio que obtenía ponía interés en la riqueza pública. Kautilaya, ya teórico del estatismo aconsejó al rey —y fue escuchado por él— que hiciera vigilar por los intendentes las minas, los telares, la irrigación de las tierras, la cría del ganado, el comercio, en suma, «todas las fuentes de riqueza». Se instauró una reglamentación rígida que tasaba los precios y los beneficios, un 5 % para el comercio interior, un 10 % para los productos extranjeros, todo ello acompañado de una gama de penalización para las infracciones a la ley. Siguiendo la dirección que le era impuesta, la India evolucionaba hacia un régimen que se parece al socialismo de Estado, pero que no tenía nada de socialista.

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Por política económica entendemos sobre todo las actividades de producción, de distribución o de cambio; la percepción de los impuestos, actividad esencialmente financiera, no tiene nada que ver con la producción, pero cuando el Estado se pone a producir y produce, pensamos que es necesario vigilar desde muy cerca, igual que cuando actúa por el valor de la moneda.

Con gran frecuencia, desde su nacimiento, lo que exigió un largo período de tiempo, el Estado se esforzó por producir. No por razones morales o para añadir su esfuerzo al de la sociedad, sino para enriquecerse sin preocuparse por las repercusiones de sus iniciativas. En la actualidad le vemos hacerse agricultor, industrial, comerciante, navegante, ocuparse de la producción de carbón, de gas, de electricidad, o de la organización de la red ferroviaria y de las líneas de navegación aéreas o marítimas.

En Francia, su primera participación en la economía se remonta a Francisco I, quien en 1551 creó en el castillo de Fontainebleau la manufactura de los Gobelinos, donde al principio se fabricaron muebles, pero ante los resultados negativos de la empresa se cambió la orientación hacia la tapicería.

Acaso impulsado por este ejemplo instalará Enrique II en Saint Germain una manufactura de vidrio parecida a la de Venecia, la cual fue siempre insuperable por la calidad de sus productos. Ignoramos cuáles fueron los resultados, pero de todos modos esto debió costar muy caro y nos condujo a Enrique IV, que sin duda queriendo complacer a alguna de sus amantes (o a varias al mismo tiempo), no se preocupó mucho por los gastos. De esta forma nacieron cuarenta manufacturas. De cualquier modo nos vemos obligados a constatar, después de lo que hemos dicho, que todas ellas estaban destinadas a la fabricación de productos de gran lujo. Además, abrían una etapa en lo relativo a la estructura de las empresas, pues no respondían a la evolución natural de las actividades industriales. Estas eran obra del Estado. En este sentido y en mayor cuantía que Colbert, éste ha sido el verdadero creador de la gran empresa.

Si posteriormente, a la muerte de Luis XIV la deuda nacional se elevaba a dos mil millones o dos mil millones y medio de libras, hay que reconocer que tal deuda fue prontamente liquidada, y ello porque el trabajo del pueblo francés aportó generosamente al fisco, y porque cesaron las incesantes guerras, lo mismo que las construcciones ruinosas, de las que Versalles es un ejemplo. Los medios necesarios, llegaron prontamente y Pierre Gaxotte pretende que esa rectificación de rumbos es uno de los hermosos frutos de la monarquía de Luis XIV. Pero en realidad cuando atribuyen a un régimen estatal cualquiera los méritos en alguna situación semejante, los apologistas ignoran que no es a los amos de ese sistema a quienes hay que aplaudir, sino a la masa de artesanos y de campesinos que lo soportaron.

Lo cierto es que después de la muerte de Luis XIV, Francia, Holanda, Inglaterra, Dinamarca, la propia Alemania, entran bastante rápidamente en el movimiento creador que arrastra a Europa.

«Forjas, fábricas de espejos y cristales, fábricas de jabones y de cuerdas, astilleros navales, cañones, manufacturas de lana, de tejidos y sedas, fábricas de medias, de muebles y tapices, talleres de óptica y de orfebrería; con todo esto, el camino de la Francia industrial queda casi esbozado con los contornos que nos son familiares. Se puede decir que la transformación de Francia fue un triunfo de la voluntad humana». Estas palabras, que hallamos también en Pierre Gaxotte, pueden sorprendernos, agradarnos o desagradarnos, pero no dejan de reflejar la constatación de un hecho que hallamos en todos los historiadores, no importa cuál sea su credo político.

Es esta voluntad la que ha dado nacimiento a lo que se llama el colbertismo. El gran ministro de Luis XIV había observado que las naciones que hemos citado y ciertas regiones de Italia y Alemania, estaban económicamente más avanzadas que Francia. Este adelanto era mucho más debido a la industria que a la agricultura, que había quedado estancada. Entonces decidió fomentar las actividades económicas que creía más útiles y, autorizado por el rey, que vio aquí el origen de grandes beneficios, utilizó ampliamente el tesoro para desarrollar sus iniciativas.

Hizo venir a trabajadores holandeses e ingleses pagándoles muy bien, y clandestinamente, porque estaba prohibido en todos los países exportar secretos técnicos, para enseñar a los trabajadores franceses la fabricación de telas, y trabajadores venecianos para construir barcos y fabricar espejos y otros artículos de cristal, españoles para la fabricación de sombreros, y proveyó todo lo necesario para la multiplicación de manufacturas. A fin de proteger la fabricación francesa contra la competencia extranjera, prohibió importar telas y tejidos de las indias. La industria de la seda fue «igualmente» protegida. Para favorecer la venta de artículos de las industrias francesas se llegó a prohibir a los compradores la demanda de artículos no franceses. Para aumentar el capital circulante se vendió al extranjero todo lo que se pudo y se cargó con derechos de exportación todo lo que se vendía fuera, como productos agrícolas, vino y trigo, de que otras naciones carecían. Era el triunfo del colbertismo.

Las industrias estaban severamente controladas, pues Colbert exigía que los artículos vendidos al extranjero fueran irreprochables. Un nutrido cuerpo de inspectores visitaba las fábricas y vigilaba el trabajo. Y el ministro todo poderoso fijaba en severos reglamentos las materias primas que debían emplearse, las mezclas autorizadas, las calidades y cantidades. Se especificaba la longitud y la anchura de las telas, el número de hilos del estambre y la hilaza. Las variedades de tintes, los colores. Cada producto debía llevar una marca, lo que, al mismo tiempo permitía al fisco comprobar el pago de los impuestos.

Llegaron a contarse hasta 140 reglamentos para otras tantas especializaciones del trabajo y tipos de manufacturas. El 1672 había en París 60 cuerpos de oficios y 22 años más tarde se contaban 129. Simultáneamente, Colbert hacía construir caminos y canales, u organizaba compañías comerciales en todo el mundo, tales como la Compañía de Comercio, la Compañía de las Indias Orientales, la Compañía de las Indias Occidentales, la Compañía del Norte, de Levante, etc. Y para facilitar este comercio internacional se desarrollaba la marina y la organización portuaria correspondiente.

Pero todo esto era artificial y no correspondía a la realidad de la vida, a su variedad, a los cambios continuos a los que sólo puede responder lo que se modifica sin cesar con la agilidad y rapidez de lo que es libre. En el capítulo sobre la especialidad hemos visto a qué grado de miseria estaban reducidos los campesinos que constituían la gran mayoría de la población. Estaban aplastados por los impuestos, pues no se hacen milagros y las cantidades enormes que Colbert gastaba para crear y sostener las manufacturas tenía que verse asegurada por una fuente segura y regular de recursos. La producción de base que alimentaba a la industria era la agricultura, la acumulación primitiva venía de los campos. Existe una relación estrecha entre el estancamiento de esta última, que tropieza además con los obstáculos naturales y el impulso, limitado en el tiempo, de la nueva forma de producción. Se fomentaba la riqueza por una parte a expensas de los recursos de la otra. Y ocurrió lo que lógicamente tenía que ocurrir.

Desde la muerte de Luis XIV, en 1715, las manufacturas, privadas de la ayuda del Estado que aplasta a la nación con los impuestos, se cierran y pronto se establecen tratados comerciales con Holanda, Inglaterra, Dinamarca y la Prusia Oriental. Pero en las manufacturas aparece el capital moderno, los trabajadores se agrupan y la lucha de clases se hace más dura que nunca al mismo tiempo que aumenta la miseria de los campesinos. Cierto que las guerras incesantes fueron una de las causas principales de las dificultades registradas por los historiadores; y Versalles fue otra de las dificultades, de la que Luis XIV se acusó, ya un poco tarde en su lecho de muerte. Pero nos sorprendemos al comprobar que, en general, los historiadores «olvidan» ver una de las causas de empobrecimiento general en el mantenimiento artificial de las industrias[11].

La lección principal que podemos extraer es que cuando el Estado quiere organizar, bien o mal, lo hace. Los resultados, favorables o no, sólo se conocen posteriormente. Mientras tanto se consolida y sí le apetece permanecer en el poder a pesar de sus errores, nadie puede expulsarle de él. Tiene a su favor la fuerza y el tiempo. Ver en él sólo el instrumento de defensa del sector o de las fuerzas exclusivamente económicas es un error que puede costar muy caro. Cuando la realidad se impone, es demasiado tarde para reaccionar, pues el estatismo económico, por funesto que sea, se convierte en un arma que, con el arma política, asegura su propia supervivencia.

El Estado romano

La política económica del Estado romano no es menos rica en enseñanzas. Bajo la influencia del mundo administrativo y oficial la sociedad se dividió en clases hereditarias netamente delimitadas. Y ello bajo la influencia de factores muy diversos. Cuglielmo Ferrero lo pone de relieve perspicazmente al registrar las consecuencias sociales de la conquista de la Galia por César[12]: «Desde hacía cerca de medio siglo la civilización Greco-Latina penetraba en los pueblos galos, exceptuando de ellos algunos más bárbaros, como los belgas y los helvéticos. Importó de esos pueblos muchas cosas nuevas, desde el alfabeto hasta el vino y la acuñación artística de las monedas. Al mismo tiempo la vieja nobleza territorial se endeudaba y se perdía; se veía crecer en poderío y en riqueza a esa plutocracia enriquecida por la usura, la guerra y los impuestos públicos, sobre los que César intentaba cimentar el mantenimiento del gobierno romano»[13].

Las clases sociales ya no son las mismas. Ahora, y a causa del hecho militar son esencialmente parasitarias. Anteriormente los decuriones eran hombres medianamente ricos, poseedores de sus tierras y productores que aportaban a la sociedad, devolviéndole lo que habían recibido de ella por medio de los bienes que aportaban: haciendo construir monumentos, mercados, establecimientos públicos, etc. Pero ahora Roma y el mundo romano que se instala en la Galia instaura allí nuevas costumbres. Una nueva manera de vivir que lleva al ocio. El fisco se encarniza sobre riquezas decadentes, hace pagar rescates al pueblo, pero más aún sobre los ricos que pueden pagar mejor que los pobres. Sólo escapan a sus exigencias los muy ricos que han sabido y saben situarse hábilmente en el Estado y que con las ventajas que les da la práctica del robo en las guerras o en las concusiones administrativas, se aprovechan de su posición ventajosa para enriquecerse cada vez más.

Los curiones o decuriones se ven obligados a ceder ante la voracidad del Estado. Mientras la sociedad no estaba demasiado enferma eran ellos los principales administradores de la Ciudad, los que asumían por costumbre las responsabilidades públicas más onerosas. Pero llegó el momento en que disminuyeron al darse el desbordamiento de su clase por la nueva plutocracia local. Entonces el Estado, no contando ya con servidores y amenazado de no tenerlos en lo sucesivo obligó a los propietarios a convertirse en decuriones. Esto no resolvió el problema, dado que los propuestos cambiaban de situación, huían, abandonando su propiedad, entraban en las oficinas del Estado, en las manufacturas, en ciertas corporaciones obreras reconocidas oficialmente, o en las tierras del dominio, en las dependencias del ejército. Con frecuencia el remedio era peor que la enfermedad y los trabajadores de las empresas estatales huían a su vez, entonces, con el fin de poder recuperarlo, el Estado empleaba los grandes medios: marcaba con hierros candentes a esos enamorados de la libertad.

Luego decidió tomar en sus manos las riendas de la economía encargándose, para empezar, de abastecer a las ciudades y proveer sus necesidades elementales. Puso el Estado también bajo su égida al personal de los circos y de los juegos, tan del gusto de la plebe, que hacía la ley; administró las profesiones liberales, la medicina, los oficios artísticos, a los albañiles y a otros trabajadores. Prohibió —siempre el Estado— el cambio de profesión, cada uno quedó severamente adscrito a la suya. Nadie tenía derecho a cambiar, pues entonces la máquina se desequilibraba sin remedio.

Eso no es todo. El poder organizó monopolios estatales. Todas las medidas, los ensayos, las prohibiciones, acabaron por bloquear la maquinaria y la moneda se desvalorizó a pesar de los esfuerzos de Diocleciano y de Constancio para revaluarla.

El Estado llegó todavía más lejos: se hizo industrial y comerciante, fijó la distribución de víveres y el techo Je los salarios; tuvo sus canteras y sus minas —esto ya se había visto cuatro mil años antes en Egipto— sus arsenales, fundiciones, fábricas de hilados, fábricas de ladrillos, tintorerías y fábricas de uniformes. Pero los elementos nocivos que actuaban sobre la economía eran tan numerosos que pronto hubo más demanda que oferta. Ante las dificultades crecientes el Estado se radicalizó, reforzó su acción, fijó las tarifas de venta. Se conoce una lista de 750 precios y de 76 salarios, de acuerdo con los oficios.

Esto no impide la marcha hacia el abismo y una indisciplina que debía abrir camino a los bárbaros. Las medidas autoritarias de los emperadores fueron impotentes contra el desorden universal, y el Estado fue en gran parte responsable de esto.

La experiencia romana confirma lo que no dejamos de repetir: cuando el Estado y el estatismo desbordan a la sociedad, a las actividades personales naturales y a la organización funcional de un pueblo, la nada espera al final del proceso. Quien dice desarrollo del Estado dice regimentación de las fuerzas libres que son emanación o creación de la vida, biológicamente considerada. El Estado no puede, sin renunciar a su naturaleza, a su razón de ser, dejar que entren en contacto y se desarrollen; no puede dejar que se organicen ellas mismas, que armonicen libremente sus esfuerzos. El triunfo de la estatización conlleva la anemia perniciosa y la muerte.

Pedro el Grande

Otro caso de la intervención del Estado en la economía, y que la historia registra, muy particularmente, es el de Pedro el Grande, emperador de Rusia desde 1682 hasta 1725. Este emperador, que merece figurar entre los más formidables, pero también entre los más monstruosos, se propuso, según se nos dice, modernizar el país sacándolo del sueño asiático en el que estaba sumido, a fin de hacer de convertirlo en una de las mayores potencias europeas. En los primeros años de su reinado, en el curso de un largo viaje a Europa occidental, pudo admirar las técnicas al uso, las cuales se propuso implantar en su país. Leyó, observó mucho, tomó nota de todo, y al regreso a Rusia emprendió numerosas reformas a golpe de ukases imperativos. De este modo, y dentro de la agricultura, ordenó el abandono de la hoz y el hocejo y la adopción de la guadaña, hizo nacer el cultivo del tabaco, ordenó la fabricación de productos químicos (potasa y lejía), cerró manufacturas de tejidos y calzados, estableció tratados comerciales con naciones industriales y ordenó la explotación de las minas bajo los más severos castigos.

No dejamos de reconocer que era muy difícil qué pudiera obrar de otro modo, dada su mentalidad y la situación de la población dividida en una inmensa mayoría de mujiks casi sumergidos en la edad Media, supersticiosos, pasivos y alérgicos a cualquier novedad, y una minoría de señores feudales al lado de los cuales los de Occidente parecían audaces revolucionarios.

Lo importante en este caso es ver actuar al Estado ruso en materia económica. La actividad más original fue sin duda la fundación de manufacturas, las cuales, comparadas a los modestos y primitivos talleres que entonces existían en las campiñas representaban un pase adelante de considerable importancia. Se atribuye a Pedro el Grande la aparición de doscientas empresas industriales, entre las que, naturalmente, figura la fabricación de armamento (bajo Iván el Terrible ya se fundían cañones). Pero hemos visto que se hacían también otras cosas, y los panegiristas de Pedro, como el historiador Alfred Rambaud, le atribuyen el mérito y la gloria de hacer entrar a Rusia por las vías de la civilización.

Por otra parte, una observación hecha por otros historiadores es que cometió el error de no dar importancia más que a las técnicas de trabajo, a los modos de producción. En lo que concierne a este último punto su acción fue incesante, de manera que Rousseau podía escribir, en contradicción con otros filósofos: «El zar Pedro no tenía el verdadero genio. En primer lugar quiso hacer alemanes o ingleses cuando debió empezar por hacer rusos; impidió a sus súbditos que llegaran a ser lo que podían ser, persuadiéndolos de lo que no eran».

Porque lo que había que introducir antes que los progresos técnicos y materiales era el progreso moral, la mejora en las relaciones humanas, la cultura filosófica, artística, la humanización de las costumbres. Hizo construir San Petersburgo en una zona terrible, cubierta de lagunas y de pantanos, estéril y reseca en algunas estaciones. Fue sin duda una proeza de la voluntad y del trabajo humano, por la cual se hizo venir a golpe de látigo a cuarenta mil campesinos de diferentes regiones, que tuvieron que abatir y replantar bosques enteros. Perecieron veinte mil de entre ellos. Esto no conmovía al emperador, quien en los períodos de las ejecuciones masivas del régimen no vacilaba en ejecutar él mismo por el hacha a una parte de los condenados, entre los que figuraba su propio hijo.

Pero desde el punto de vista económico su intervención puede resumirse de este modo: doscientas manufacturas creadas gracias al Tesoro, y una estructura autoritaria del país, en la cual la jerarquía, cuyos poderes se incrementaron formidablemente, quedó dividida en catorce categorías de funcionarios. La actividad de estos últimos repercutió en todo el país. Esto lo comprobamos en dos empadronamientos, de los que hay que sacar las enseñanzas pertinentes. El primero pone de relieve que entre 1678 y 1710 el número de «fuegos» (hogares constituidos que pagaban impuestos) habían disminuido en una quinta parte, a pesar del aumento de la población, lo que revela una profunda desorganización, y especialmente la dispersión, por no pagar los impuestos, de una parte importante de los habitantes. Y el segundo, que al final del reinado esta población había disminuido en un veinte por ciento, a pesar de su proverbial fecundidad.

Por otra parte, los recursos financieros en metal de plata habían desaparecido por completo. Sólo quedaba la moneda de bronce, y fue necesario esperar el período del reinado de Catalina II (1762-1796), para que se restablecieran las finanzas, no gracias a la emperatriz, sino al desarrollo (que era un hecho general europeo), de la nación.

Al morir Pedro el Grande sólo quedaban 98 manufacturas. Más de la mitad habían desaparecido a pesar de la ayuda financiera del Estado. Le ocurrió al proteccionismo industrial ruso lo que le había ocurrido al proteccionismo industrial francés. Pero con el advenimiento de Catalina II, a los cuarenta y siete años de la muerte de Pedro, el número de manufacturas rusas, sin ayuda del Estado, se habían multiplicado por diez. En cuanto a la utilidad de la construcción de la capital del país, la población la resumía con esas palabras: «No es una ciudad, es un malentendido».

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Ahora tendríamos que ocuparnos de la economía del Estado bolchevique. Esto exigiría un trabajo considerable. Por otra parte nos hemos ocupado ya del tema en otros estudios especiales. Sin embargo, añadiremos algo más.

Si nos atenemos a las estadísticas publicadas por los óiganos de propaganda o por los ministerios de Agricultura, Industria y Finanzas del régimen bolchevique, los progresos realizados son impresionantes en Rusia, pero cabe preguntarse por el valor de esas estadísticas en un país en el que no hay oposición que pueda analizarlas, en el que los órganos científicos están todos en manos del Estado y del ministerio de Propaganda.

Ciertamente, es innegable que la producción ha aumentado, aunque no en la proporción pretendida, si se constata la frecuencia con que el Estado ruso, responsable de todo como consecuencia de la apropiación del poder político por el partido comunista, hace llamamientos a las naciones capitalistas para organizar su industria, y el que después de cincuenta y ocho años el nivel de vida está todavía muy por bajo del de las naciones capitalistas occidentales.

Se nos habla del «milagro ruso»; pero en primer lugar, la propaganda, para la cual los amos del Kremlin demuestran un genio indiscutible, escamotea una realidad de primera importancia: en los últimos años del zarismo, gracias a los capitales occidentales y a sus discípulos autóctonos, la industria se desarrollaba en Rusia a una velocidad que, para caracterizarla, los economistas occidentales y rusos calificaban como americana, por ser el ritmo occidental de crecimiento, aparte el de Alemania, insuficiente para dar una idea de la realidad. Ya a partir de finales del siglo pasado Rusia fabricaba todo su material de ferrocarriles. El transiberiano fue construido integralmente con material ruso; los armamentos salían de la fábrica Poutiloff, equivalente a la de Schneider en Francia o la Krupp en Alemania; la producción de acero era superior a la de Francia (un poco más de cinco millones de toneladas anuales) y la de la industria textil avanzada, gracias a la provisión de materias primas, especialmente del algodón cultivado en las llanuras del sur, con una rapidez sorprendente. El material agrícola salido de las fábricas rusas era en ocasiones mejor que el producido en las fábricas francesas e inglesas. Todo esto fue constatado por los propios marxistas rusos quienes, fieles al dogma del desarrollo del capitalismo, considerado como premisa de la socialización, tomaban cuidadosamente nota de esta rápida evolución. Y el propio Lenin escribió un libro copioso, atiborrado de estadísticas (Le développement du capitalisme en Russie), para constatar esos hechos.

Al hacerse cargo de la economía los bolcheviques, que contaron para el despegue con el concurso precioso de los técnicos alemanes y norteamericanos, entonces reducidos al paro por la gran crisis empezada en 1929, tenían elementos de base que favorecían a la empresa.

Las cifras dadas podrían impresionarnos y se podría hablar de «milagro» si no tuviéramos ante los ojos el «milagro» alemán, el «milagro» italiano —aunque desprovista de hierro Italia llega a producir 22 millones de toneladas de acero por año— el «milagro» holandés, el «milagro» japonés, e incluso el «milagro» español franquista. Pero nos negamos a considerarlo tal, sobre todo si pensamos en los procedimientos utilizados por los dirigentes bolcheviques, y que han sido revelados por los numerosos presidiarios y detenidos políticos evadidos, cuyos testimonios coinciden y se completan. Repitamos que sobre la muerte atroz de decenas de millones de personas se construyó una industria, cuyo eje es la producción bélica; una industria levantada sobre el trabajo forzado de millones de hombres y de mujeres, y de adolescentes explotados hasta la extenuación en los campos de concentración y de trabajo del Gran Norte o en los desiertos tórridos de Karaganda.

Cualquier economía haría «milagros» con una mano de obra gratuita, con materias primas gratuitas (el Estado es propietario de las mismas), o autoritariamente retribuidas, como es el caso de los koljosianos. Y debemos añadir que no es suficiente con producir, es necesario saber lo que se produce y por qué. Los cien millones y pico de toneladas de acero de que se nos habla sin que tengamos la posibilidad de controlar su veracidad, sirven ante todo para construir una formidable flota de guerra, para multiplicar los aviones de bombardeo o de combate, o para armar divisiones que se preparan para inundar a determinadas naciones si éstas no tienen clara visión del peligro; o también en fin de cuentas para servir al progreso de la industria atómica, el cual a su vez prepararía el advenimiento de una guerra de repercusiones apocalípticas.

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En resumidas cuentas lo que queda es la explotación del hombre por el hombre, o dicho de otro modo la explotación de los individuos no privilegiados por los privilegiados, acaparadores de los medios de producción de los que todos deberían poseer, efectiva o jurídicamente, una parte alícuota. El explotador colectivo, el Estado, no es mejor que el explotador individual. Dentro del contexto histórico y del pasado de la humanidad tomado en conjunto, es más abusivo, porque dispone de todos los medios de coerción posibles. Lo que se llama la economía liberal, basada sobre la propiedad individual, que en Occidente ha dominado los siglos XVIII y XIX, ha sido una fase de la que no cabe deducir todo lo concerniente al porvenir. Marx, que ha hecho elocuentes declaraciones, no ha probado que la economía haya dominado a la historia, ni que el factor político estuviera al servicio exclusivo de esa misma economía.

La explotación del hombre por el Estado, es decir, por todos los individuos que le componen y le dirigen (dado que el Estado no es una abstracción impersonal), la explotación del hombre por el Estado, repetimos, no abre el camino de la libertad, de la igualdad, de la justicia, sino el de la pendiente deslizante que, sobre todo en nuestra época, conduce al infierno planetario. ¿Seremos capaces de comprenderlo y adoptar cuando todavía sea tiempo otro camino?