VENECIA
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La familia Polo ha sido veneciana, de lo cual se siente orgullosa, desde hace casi trescientos años; sin embargo no es originaria de esta península italiana, sino del otro lado del mar Adriático. Sí, procedíamos de Dalmacia, y nuestro apellido debió haber sido entonces algo así como Pavlo. Fue poco después del año 1000 cuando uno de mis antepasados desembarcó por primera vez en Venecia, donde se estableció. Él y sus descendientes debieron de alcanzar rápida notoriedad en Venecia, porque ya en el año 1094 un Doménico Polo era miembro del Gran Consejo de la República, y en el siglo siguiente lo fue también un tal Piero Polo.
El antepasado más remoto de quien guardo un tenue recuerdo fue mi abuelo Andrea. En esa época todos los hombres de nuestra Casa Polo tenían la designación oficial de Ene Aca (o sea, NH, que en Venecia significa Nobilis Homo o caballero), recibían el tratamiento de messere, y habíamos adquirido el escudo de la familia: tres pájaros sables de picos gules sobre campo de plata. En realidad se trata de un juego de palabras visual, pues nuestro pájaro emblemático es la audaz y laboriosa grajilla, que en lengua veneciana se llama la pola.
Nono Andrea tuvo tres hijos: mi tío Marco, que a mí me pusieron su nombre, mi padre Nicolò y mi tío Mafio. No sé lo que hicieron de pequeños, pero cuando fueron mayores, Marco, el primogénito, pasó a ser el representante de la compañía comercial Polo en Constantinopla, en el Imperio latino; mientras que sus hermanos se quedaron en Venecia regentando la sede central de la Compañía y cuidando del palazzo familiar. Nicolò y Mafio no pudieron satisfacer sus ansias de viaje hasta después de la muerte de Nono Andrea, pero cuando por fin salieron, llegaron más lejos que cualquier Polo antes que ellos.
En el año 1259, cuando partieron de Venecia, yo tenía cinco años. Mi padre le había dicho a mi madre que sólo pretendían ir hasta Constantinopla para visitar a su hermano mayor, ausente durante tanto tiempo. Pero según contó luego este hermano mayor a mi madre, después de pasar con él una temporada, mi padre y mi tío quisieron continuar viaje hacia Oriente. Mi madre no volvió a tener noticias de ellos, y pasados doce meses se convenció de que habían muerto. Ésta no era la idea disparatada de una mujer abandonada y afligida; era la suposición más lógica. Pues fue en aquel mismo año de 1259 cuando los bárbaros mongoles, habiendo conquistado todo el resto del mundo oriental, amenazaban con su avanzada implacable las mismas puertas de Constantinopla. Cualquier otro hombre blanco habría huido o se hubiera amedrentado ante la «Horda Dorada», sin embargo Mafio y Nicolò Polo habían seguido resuelta y temerariamente su camino en dirección a las primeras líneas mongolas, o mejor dicho, si recordamos la idea que se tenía entonces de los mongoles, en dirección a sus mordientes y babeantes fauces.
Teníamos motivos para imaginárnoslos como auténticos monstruos, ¿no es cierto? Los mongoles eran algo más y algo menos que seres humanos. Más que humanos en su capacidad combativa y en su resistencia física. Menos que humanos por su salvajismo y su avidez de sangre. Sabíamos que incluso su comida diaria consistía en carne cruda maloliente y leche rancia de yegua. Y también se sabía que cuando en un ejército de mongoles se agotaban estas provisiones, no dudaban en elegir a suertes a un hombre entre cada diez para degollarlo y alimentar con su carne a los demás. Sabíamos que la armadura de cuero de cada guerrero mongol solamente cubría el pecho y no la espalda, de modo que si alguna vez se sentía cobarde, no pudiera dar media vuelta y huir del enemigo. Sabíamos que bruñían sus armaduras con grasa, y que la obtenían hirviendo a sus víctimas humanas. En Venecia se sabía todo esto y se repetía y contaba una y otra vez en susurros de terror, y algunas de estas cosas incluso eran ciertas.
Yo sólo tenía cinco años cuando mi padre partió, pero podía compartir ya el pavor universal hacia esos salvajes del este, pues me resultaba familiar la amenazadora frase: «¡Se te llevarán los mongoles! ¡La orda vendrá a por ti!». Había oído aquello toda mi infancia, como cualquier otro niño cuando se merecía una regañina: «¡La orda vendrá a buscarte si no te comes toda la sopa! ¡Si no te vas ahora mismo a la cama! ¡Si no te callas de una vez!». En esa época, las madres e institutrices echaban mano de la orda, del mismo modo con que antes se amenazaba a los niños desobedientes con un: «Vendrá el orco y se te llevará».
El orco es el demonio gigante al que han recurrido siempre madres y niñeras, y apenas les costó sustituirlo por la palabra orda: la horda. Y la horda mongol era sin duda el monstruo más real y creíble; al invocarlo, las mujeres no tenían que fingir temor en sus voces. El hecho de que conocieran esa palabra demuestra que tenían motivos para temer a la orda tanto como cualquier niño. Pues correspondía a la misma palabra de los mongoles, yurtu, que originalmente significaba la gran tienda del lugarteniente de un campamento mongol, y que adoptaron, ligeramente modificada, todas las lenguas europeas, expresando con ello la imagen que los europeos tenían de los mongoles: una muchedumbre en marcha, una incontable masa, un enjambre irresistible, una horda.
Pero yo ya no oí mucho tiempo más esta amenaza en boca de mi madre. En cuanto se convenció de que mi padre había muerto y desaparecido, empezó a languidecer, a consumirse y a debilitarse. Cuando yo tenía siete años murió, y sólo tengo un recuerdo de ella, de pocos meses antes de su muerte. La última vez que se atrevió a salir de nuestra Casa Polo, antes de que tuviera que guardar cama para no volver a levantarse ya, fue para acompañarme el día que me matriculaba en la escuela. Y aunque ese día pertenezca ya a otro siglo, casi sesenta años atrás, lo recuerdo con toda claridad.
En aquella época, nuestra Ca’Polo era un pequeño palazzo en el confino de San Felice, dentro de la ciudad. Era la radiante hora matutina de mezza-terza cuando mi madre y yo salimos y tomamos la calle adoquinada que bordea el canal. Nuestro viejo barquero, el negro esclavo nubio Michiél, estaba esperando con nuestro batèlo amarrado a su estaca pintada a rayas, y la barca, recién encerada para esta ocasión, brillaba con todos sus colores. Mi madre y yo subimos y nos sentamos bajo el dosel. También yo vestía, para la ocasión, un bonito y nuevo atuendo: un jubón marrón de seda de Lucca, recuerdo, y calzas con suela de cuero. Y mientras el viejo Michiél nos conducía remando por el estrecho río San Felice, iba exclamando cosas como: «Che zentilòmo!» y «Dessèno, xestu, messer Marco?», que quiere decir «¡Vaya caballero!» y «¿Sois de verdad vos, micer Marco?»; su inhabitual admiración me hacía sentir orgulloso e incómodo, y no desistió hasta introducir el batèlo en el Gran Canal, donde el denso tráfico de las barcas exigió toda su atención.
Era uno de esos días venecianos inmejorables. El sol brillaba esparciendo su luz por la ciudad de un modo difuso, sin apenas aristas. No había niebla en el mar ni calina en la tierra, y nada disminuía la intensidad de la luz. No parecía que el sol brillase con sus propios rayos, sino con una luminosidad más sutil, como relucen las velas en un candelabro de muchos cristales. Quien ha visitado Venecia conoce ya esta luz: una luminosidad que emana del polvo de perlas machacadas, perlas de color gris, rosa y azul claro, y tan finamente molido que sus partículas quedan suspendidas en el aire, y en vez de ensombrecer la luz le dan mayor lustre y suavidad al mismo tiempo. Y la luz no procedía sólo del cielo. Se reflejaba en las danzarinas aguas de los canales, que proyectaban motitas, lentejuelas y arandelas de esa luz de polvo de perlas que rebotaba sobre todas las paredes de madera vieja, ladrillo y piedra, limando así sus texturas rugosas. Ése día experimentó una tierna floración, como la de un melocotonero.
Nuestra barca se deslizó bajo el único puente del Gran Canal, el Ponte Rialto; el antiguo puente de pontones, bajo y con la sección central colgante, aún no se había convertido en el puente levadizo arqueado que tenemos actualmente. Luego pasamos la Erbaria, el mercado por donde pasean los jóvenes, después de una noche de borrachera, para despejarse a primera hora de la mañana con la fragancia de las flores, hierbas y frutas. Después volvimos a dejar el canal y nos introdujimos en uno más estrecho. Al cabo de un rato mi madre y yo desembarcamos en el Campo San Todaro. Todas las escuelas de enseñanza primaria de la ciudad están situadas alrededor de esa plaza, y a esa hora parece un hervidero de niños de todas las edades que juegan, corren, charlan y se pelean, mientras esperan que comience la jornada escolar.
Mi madre me presentó al maistro, y le mostró los documentos relativos a mi nacimiento y a mi registro en el Libro d’Oro («El Libro de Oro» es la denominación popular del Registro del Protocolo en donde la república guarda los nombres de todas sus familias Ene Aca). A fra Varisto, un hombre muy fornido y corpulento, envuelto en voluminosos ropajes, apenas parecieron impresionarles los documentos. Los miró y dijo, soltando un bufido, «Brate!», que es una palabra no excesivamente educada para referirse a un eslavo o a un dálmata. Mi madre irguió la cabeza y respondió secamente: «Venezían nato e spuá».
—Quizá engendrado y nacido en Venecia —dijo el fraile con voz de trueno—, pero no todavía veneciano de crianza. No lo será hasta no haberse sometido a una instrucción apropiada y hasta que no lo haya endurecido la disciplina escolar.
Cogió una pluma y restregó la punta sobre la reluciente piel de su tonsura, supongo que para lubricar la plumilla, luego la mojó en un tintero y abrió un enorme libro.
—¿Fecha de confirmación? —preguntó—. ¿De la primera comunión?
Mi madre le contestó y añadió, con cierta arrogancia, que a mí no se me había permitido olvidar el catecismo justamente después de la confirmación, como sucedía con casi todos los demás niños; todavía era capaz de repetirlo si me lo pedía, igual que el credo y los mandamientos, con la misma facilidad con que recitaba el padrenuestro. El maistro gruñó, pero no hizo ninguna anotación adicional en su gran libro. Entonces mi madre comenzó a hacer preguntas sobre el currículum del colegio, sus exámenes, sus premios por méritos, sus castigos por faltas…
Supongo que todas las madres llevan por primera vez a sus hijos al colegio con orgullo, pero también creo que con la misma dosis de recelo e incluso de tristeza, pues abandonan a sus hijos en un misterioso reino cuyo acceso les está vedado. Apenas hay mujeres que reciban una mínima educación escolar, a menos que entren en alguna orden religiosa. Por lo tanto, en cuanto sus hijos aprenden simplemente a escribir su nombre, saltan a un nivel situado ya por siempre más fuera de su alcance.
Fra Varisto contó pacientemente a mi madre que allí aprendería mi propia lengua, también el francés comercial, que me enseñarían a escribir, a leer y a calcular con números, que aprendería por lo menos las primeras nociones de latín con el Timen de Donadello, y de historia y de cosmografía con el Libro de Alejandro de Calístenes, y de religión con las historias de la Biblia. Pero mi madre insistía tanto con sus ansiosas preguntas que al final el fraile dijo, con una voz en donde se mezclaba la compasión y la exasperación:
—Dona e Madona, el niño sólo se está matriculando en el colegio. No está tomando hábitos. Lo tendremos encerrado aquí sólo las horas de luz. Usted lo tendrá el resto del tiempo.
Mi madre me tuvo durante el resto de su vida, pero ésta no fue larga. A partir de entonces, sólo oí la amenaza de «los mongoles vendrán a por ti» en boca de fra Varisto en el colegio y de la vieja Zulià en casa. Ésa mujer era una auténtica esclava, nacida en algún remoto rincón de Bohemia, de clara estirpe campesina, pues caminaba siempre anadeando, como una lavandera con un cubo de colada colgando de cada mano. Había sido doncella de mi madre antes de que yo naciera. A la muerte de mi madre, Zulià ocupó su lugar como niñera y tutora, y adoptó la amable denominación de zia. Zía Zulià no actuó con demasiada severidad en la tarea de convertirme en un joven decente y responsable —aparte de invocar con frecuencia a la orda— ni tampoco, debo confesarlo, tuvo excesivo éxito en la misión que ella misma se había asignado.
En parte esto se debió a que mi tocayo tío Marco no volvió a Venecia tras la desaparición de sus dos hermanos. Hacía demasiado tiempo que había instalado su hogar en Constantinopla, y se sentía bien allí, aunque por aquella época el Imperio latino había sucumbido al bizantino. Mi otro tío y mi padre habían dejado los negocios de la familia al cuidado de empleados expertos y dignos de confianza, y el cuidado del palazzo en manos de empleados domésticos igualmente eficientes, por lo tanto zio Marco lo dejó todo tal cual estaba. Sólo le remitían por correo marítimo las cuestiones de mayor importancia, pero menos urgentes, para que las considerara y tomara decisiones. Organizadas de este modo, tanto la Compañía Polo como Ca’Polo siguieron funcionando tan bien como siempre.
La única propiedad de los Polo que no iba bien era yo. Al ser el último y único vástago varón de la línea de los Polo —el único en Venecia, por lo menos—, tenían que conservarme tiernamente, y yo lo sabía. No tenía edad para participar en la organización de los negocios ni de la casa (afortunadamente), pero tampoco tenía que rendir cuentas de mis propias acciones a ninguna autoridad adulta. En casa quise llevar mi vida y lo conseguí. Ni zia Zulià ni el mayordomo, el viejo Attilio, ni ninguno de los criados inferiores se atrevieron nunca a levantarme la mano, y raramente la voz. No volví a recitar mi catecismo, y pronto olvidé los responsorios. En la escuela comencé a faltar a las clases. Cuando fra Varisto desesperaba de esgrimir a los mongoles y esgrimía la vara, yo me limitaba a hacer novillos.
Es un poco sorprendente que, después de todo, haya logrado tener un mínimo de educación formal. Pero en realidad permanecí en el colegio el tiempo suficiente para aprender a leer, a escribir, a utilizar la aritmética y a hablar el francés comercial, sobre todo porque sabía que esos conocimientos me serían útiles cuando de mayor tuviera que ocuparme de los negocios familiares. Y aprendí la historia del mundo y su descripción tal como aparece en el Libro de Alejandro. Sobre este tema lo absorbía todo, especialmente porque las grandes conquistas de Alejandro le habían llevado hacia el este, y podía imaginarme a mi padre y a mi tío siguiendo algunas de aquellas mismas rutas. Pero veía poco probable que alguna vez necesitara el latín, y cuando todos los de mi clase tenían metidas las narices en las aburridas reglas y preceptos del Timen, yo dirigía la mía hacia otros lugares.
Aunque mis mayores se quejaran de mí y me pronosticaran un final desastroso, yo no creía que mis travesuras me convirtiesen en un chico malo. Mi gran pecado, el más destacable, era la curiosidad; pero, claro, esto es un pecado según nuestros valores occidentales. La tradición insiste en que actuemos en conformidad a nuestros vecinos y semejantes. La santa Iglesia exige que creamos y que tengamos fe, que ahoguemos cualquier interrogante u opinión que proceda de nuestro propio razonamiento. La filosofía mercantil veneciana decreta que las únicas verdades palpables son las enumeradas en la línea inferior de los libros de mayor, en donde se establece el balance entre debe y haber.
Pero en mi naturaleza había algo que me impulsaba a rebelarme contra las normas aceptadas por todos los de mi edad, clase y situación. Yo deseaba vivir una vida por encima de las reglas, de las rayas de los libros de mayor y de las líneas escritas en el misal. Me sentía impaciente y quizá desconfiaba de la sabiduría tradicional; aquellos bocados de información y de exhortación tan cuidadosamente seleccionados, preparados y servidos en bandeja como platos de una comida que debía consumir y asimilar. Prefería salir yo solo a la caza del conocimiento, aunque luego lo encontrara crudo y difícil de masticar y sintiera náuseas al tragarlo, como solía sucederme. Mis tutores y preceptores me acusaban de evitar por pereza el duro trabajo necesario para conseguir una educación. Nunca comprendieron que había decidido seguir un camino mucho más duro, y que lo seguiría —hasta donde me llevara— desde aquella época infantil y durante todos los años de mi madurez.
Los días en que no asistía al colegio y no podía volverme a casa, tenía que holgazanear por algún sitio, y a veces me entretenía en los locales de la Compagnia Polo. Entonces, como ahora, estaban situados en la Riva Ca’de Dio, la explanada del puerto abocada directamente sobre la laguna. La explanada está bordeada, a la orilla del agua, por embarcaderos de madera, con veleros y barcas amarradas proa con popa y flanco contra flanco. Hay barcos pequeños y medianos: los batèli de calado poco profundo y las góndolas de las casas particulares, los bragozi de pesca, los salones flotantes llamados burchielli. Y allí se encuentran también las galeras de alta mar mucho mayores y las galeazze venecianas, amarradas entre las cocas inglesas y flamencas, los trabacoli eslavos y los caiques levantinos. Muchos de estos navíos oceánicos son tan grandes que sus proas y baupreses asoman por encima de la calle, y proyectan sobre el empedrado, una sombra enrejada que ocupa casi todo el tramo hasta las abigarradas fachadas de edificios situados en el lado interior de la explanada. Uno de aquellos edificios era nuestro (y aún lo es): un cavernoso almacén con un reducido espacio interior para alojar el despacho.
El almacén me gustaba. Olía a los aromas de todos los países del mundo, pues en él se amontonaban y apilaban sacos y cajas, fardos y barriles con todos los productos del mundo: desde cera de Berbería y lana inglesa hasta azúcar de Alejandría y sardinas de Marsella. Los trabajadores del almacén eran tipos muy musculosos que rondaban por allí con martillos, garfios, rollos de cuerda y otras herramientas. Siempre estaban ocupados: uno, por ejemplo, envolvía en arpillera un encargo de estaño de Cornualles, otro claveteaba la tapa de un barril de aceite de oliva catalán y otro se cargaba al hombro una caja con jabón de Valencia para llevarlo al muelle, y parecía como si todo el mundo estuviera gritando continuamente y dándose órdenes: «logo!» o «a corando!».
Pero también me gustaba el despacho. En aquel estrecho gallinero estaba sentado el director de todo aquel negocio y ajetreo, el viejo contable Isidoro Priuli. Sin ningún aparente esfuerzo muscular, ni apresuramientos ni gritos, sin otro instrumento que su ábaco, su pluma y sus libros de mayor, maistro Doro controlaba aquella encrucijada de mercancías de todo el mundo. Con un ligero golpeteo de las coloridas bolas de su ábaco y un garabato de tinta en una columna del libro mayor, podía enviar a Brujas un ánfora de vino tinto de Córcega y a Córcega, a cambio, un carrete de encajes de Flandes, y como los dos artículos pasaban por nuestro almacén, también sacaba del ánfora la cantidad de una metadella de vino y recortaba de los encajes un largo de un braccio, para cobrar así el beneficio que los Polo percibían por la transacción.
La mayoría de las mercancías del almacén eran inflamables, e Isidoro no se permitía usar lámparas, ni siquiera una simple vela, para iluminar su lugar de trabajo. En cambio, había instalado en la pared, encima y detrás de su cabeza, un gran espejo cóncavo de vidrio auténtico que recogía la luz procedente del exterior y la proyectaba sobre su alta mesa. Allí sentado, frente a sus libros, maistro Doro parecía un santo muy pequeño y arrugado con un enorme halo. Yo me quedaba mirando con curiosidad sobre el borde de la mesa, maravillado de que la simple contracción de los dedos del maistro pudiera ejercer tanta autoridad, y él me contaba cosas sobre el trabajo del que tan orgulloso estaba.
—Fueron los paganos árabes, muchacho, quienes aportaron al mundo estos gusanillos que representan números, y este ábaco que sirve para contarlos. Pero Venecia fue quien proporcionó este sistema para llevar las cuentas: los libros con las páginas encaradas para dobles entradas. A la izquierda los debe. A la derecha los haber.
Yo señalé una entrada de la izquierda: «A cuenta de micer Domeneddio», y pregunté quién podía ser, por ejemplo, aquel micer.
—Mefè —exclamó el maistro—. ¿No reconoces el nombre con el cual hace negocios Dios Nuestro Señor?
Y pasó las páginas de aquel libro de mayor para mostrarme las guardas, con su inscripción en tinta: «En nombre de Dios y del Beneficio».
—Nosotros, simples mortales, podemos ocuparnos de nuestras mercancías cuando están seguras aquí, en este almacén —me explicó—. Pero cuando salen dentro de frágiles barcos a los peligrosos mares ¿a merced de quién están, sino de Dios? Por eso le contamos como un socio en todas nuestras empresas. En nuestros libros le asignamos dos partes enteras de cada transacción de un negocio. Y si éste tiene éxito, si nuestro cargamento llega sin novedad a su destino y recibimos el beneficio esperado, entonces esas dos partes ingresan en il conto di micer Domeneddio, y al final del año, cuando repartimos dividendos, se los pagamos. O mejor dicho, los pagamos a su agente y representante en la Tierra, en la persona de la Madre Iglesia. Cada mercader cristiano hace lo mismo.
Si todos los días en que hice novillos, hubiera asistido a conversaciones tan instructivas, nadie se hubiera podido quejar. Probablemente habría recibido una educación mejor de la que podía darme fra Varisto. Pero, inevitablemente, mis deambuleos por el puerto me pusieron en contacto con personas menos admirables que el contable Isidoro.
No quiero decir con ello que la Riva sea en modo alguno una calle de clase baja.
Aunque a todas horas del día esté plagada de obreros, marineros y pescadores, también hay muchos mercaderes bien vestidos, agentes de negocios y otros comerciantes, acompañados con frecuencia de sus gentiles esposas. La Riva es también donde pasean, incluso al caer la noche con buen tiempo, hombres y mujeres de buena posición que simplemente vienen a dar una vuelta y a disfrutar de la brisa de la laguna. No obstante, entre estas personas, de día o de noche, también acechan los picaros y los rateros, las prostitutas y otros especímenes de esa chusma que llamamos popolàzo. Aquí mismo estaban, por ejemplo, los golfillos que me encontré una tarde a este lado del muelle de Riva, cuando uno de ellos para presentarse me arrojó un pescado.
2
El pescado no era muy grande como tampoco lo era el chico. Tenía aproximadamente mi misma estatura y edad, y no me hizo daño cuando me tiró el pescado entre las paletillas. Pero dejó una pestilente baba sobre mi jubón de seda de Lucca, y eso era lo que había pretendido, pues los harapos que él llevaba por vestido hedían ya a pescado. Luego, se puso a danzar a mi alrededor, señalándome con júbilo y cantando un sarcástico:
Un ducato, un ducatòn!
Bùtelo… bátelo… zo per el cavròn!
Estos versos son un fragmento de una cantinela infantil que se canta jugando al tejo, pero él había cambiado la última palabra por otra, cuyo significado exacto yo todavía ignoraba, aunque ya sabía que era el peor insulto que un hombre puede lanzar a otro. Yo no era un hombre, ni él tampoco, pero era evidente que mi honor estaba en juego. Interrumpí su burlona danza acercándome a él y largándole un puñetazo en la cara. Le empezó a salir un chorro de sangre de un rojo intenso por la nariz.
Acto seguido, caí aplastado por el peso de otros cuatro pilluelos más. Mi asaltante no estaba solo en ese muelle, y no era el único resentido por las elegantes ropas que zia Zulià me hacía vestir los días de colegio. Durante un rato, nuestra pelea hizo traquetear las tablas del muelle. Muchos peatones se paraban a mirarnos, y algunos de los más groseros gritaban cosas como: «¡Sácale los ojos!» y «¡Dale al mendigo una patada en el paquete!». Yo peleaba con valentía, pero solamente podía atacar a un único adversario cada vez, mientras que ellos cinco me aporreaban al mismo tiempo. Al poco rato quedé exhausto y con los brazos clavados en el suelo, inmovilizado mientras me golpeaban como a una masa de pan.
—¡Dejadle ya! —ordenó una voz desde detrás de aquel montón de brazos y piernas enmarañados.
Era tan sólo una aguda voz de falsete, pero enérgica y dominante. Los cinco muchachos dejaron de machacarme, y uno tras otro, aunque a regañadientes, fueron saliendo de encima mío. Cuando por fin me dejaron libre tuve que quedarme un rato tumbado y recobrar la respiración antes de poder levantarme.
Los otros muchachos arrastraban sus desnudos pies y miraban malhumorados al propietario de aquella voz. Me llevé una sorpresa al ver que habían obedecido a una simple niña. Iba tan raída y maloliente como ellos, pero era más baja y más joven. Llevaba el típico vestido corto, ajustado, en forma de tubo, que usaban todas las niñas venecianas hasta los doce años; o yo diría que simplemente llevaba los restos de uno de ellos. Tan andrajosa era la prenda, que la niña habría resultado bastante indecente si no fuera porque lo que enseñaba de su cuerpo tenía el mismo color gris mugriento que su vestido. Quizá su autoridad se debía a que era la única entre los demás picaros que llevaba zapatos, los tofi de madera, tipo zueco, propios de los pobres.
La niña se me acercó y sacudió mis ropas maternalmente, las cuales ya no eran ahora tan distintas a las suyas. Entonces me informó de que era la hermana del chico a quien yo había hecho sangrar por la nariz.
—Mamá le dijo a Boldo que no se peleara nunca —explicó la niña, y añadió—: Y papá le dijo que resolviera siempre sus peleas sin ayuda de nadie.
—Preferiría que hubiera hecho caso a alguno de los dos —contesté, jadeando.
—Mi hermana es una mentirosa. No tenemos ni mamá ni papá.
—Bueno, pero si los tuviésemos, te habrían dicho esto. Y ahora, recoge ese pescado, Boldo. Ha costado demasiado robarlo. —A mí me dijo—: ¿Cómo te llamas? Éste es Ubaldo Tagiabue y yo soy Doris.
Tagiabue significa «talla de buey», y yo había aprendido en la escuela que Doris era la hija del dios pagano Océano. Ésta Doris era demasiado flaca para merecer ese nombre, y también estaba demasiado sucia para parecerse a ninguna diosa del mar. Pero ella se mantenía firme como un buey e imperativa como una diosa, mientras mirábamos como su hermano recogía obedientemente el inservible pescado. En realidad no puede decirse que lo cogiera, pues durante la pelea lo habíamos pisado repetidas veces, y más o menos tuvo que ir reuniendo los trozos.
—Debiste de hacer algo terrible —dijo Doris— para conseguir que te arrojara nuestra cena.
—No hice absolutamente nada —respondí sin mentir—. Hasta que le pegué, claro. Y fue porque me llamó cavròn.
Doris parecía divertirse, y me preguntó:
—¿Sabes lo que significa eso?
—Sí, significa que hay que pegarse.
Esto pareció divertirla aún más y dijo:
—Un cavròn es un hombre que deja que otros hombres usen a su mujer.
Yo me sorprendí de que, significando simplemente eso, fuera un insulto tan tremendo. Conocía a varios hombres cuyas mujeres eran lavanderas o costureras, y muchos otros hombres usaban sus servicios y eso no alteraba el orden público ni provocaba la vendèta privada. Hice alguna observación a este respecto, y Doris se echó a reír.
—Marcolfo! —dijo mofándose de mí—. ¡Eso significa que los hombres meten sus cirios en la vaina de la mujer y juntos se ponen a hacer el baile de San Vito!
Sin duda ya has adivinado el sentido vulgar de sus palabras, así que no te contaré la extraña imagen que formaron en mi ignorante mente. Pero algunos respetables caballeros con aspecto de mercaderes que paseaban por allí en aquel momento se apartaron de Doris con sus mostachos y barbas erizados como púas cuando oyeron tales obscenidades pronunciadas en voz alta por una niña tan pequeña.
Ubaldo, que llevaba acunado entre sus mugrientas manos el cadáver mutilado de su pescado, me preguntó:
—¿Te quedas a cenar con nosotros?
No me quedé, pero aquella misma tarde Ubaldo y yo olvidamos nuestra pelea y nos hicimos amigos.
Ambos teníamos entonces unos once o doce años, y Doris tenía dos menos; en los siguientes años pasé la mayor parte del tiempo con ellos y con su séquito portuario y algo inestable de mocosos. En aquellos años podía haberme relacionado fácilmente con los retoños presumidos, remilgados, bien vestidos y bien alimentados de las lustrìsimi familias, como los Balbi y los Cornari. Zia Zulià se esforzaba en persuadirme, pero yo prefería estos amigos, más viles y vivaces. Admiraba su picante lenguaje y lo adopté. Admiraba su independencia y su actitud fichévelo ante la vida, e hice lo posible por imitarla. Cuando iba a casa o a otros lugares, no me desprendía de esas actitudes, y como era de esperar, no sirvieron para que los demás me tuvieran estima.
Durante las raras ocasiones en que asistía a la escuela, comencé a llamar a fra Varisto con un par de apodos que había aprendido de Boldo —«il bel de Roma» e «il Culiseo»— y pronto todos los demás alumnos empezaron a hacer lo mismo. El fraile-maistro aguantó tal informalidad, incluso parecía sentirse halagado, hasta que poco a poco empezó a comprender que no le estábamos relacionando con la gran belleza de la antigua Roma, el Coliseo, sino que se trataba de un juego con la palabra culo, y que en realidad le estábamos llamando «Culo monumental». En casa, escandalizaba a los criados casi a diario. En una ocasión, después de haber hecho algo reprensible, oí por casualidad una conversación entre zia Zulià y maistro Attilio, el maggiordomo de la casa.
—Crispo! —oí exclamar al viejo. Ésa era su fina manera de proferir una blasfemia sin llegar a pronunciar las palabras «per Cristo!», pero de todos modos conseguía que su voz sonara indignada—. ¿Sabes lo que ha hecho ahora el cachorro? Ha llamado al barquero cagarruta negra y ahora el pobre Michiél se está deshaciendo en lágrimas. Es una crueldad imperdonable hablar así a un esclavo, y recordarle que lo es.
—Pero, Attilio, ¿qué puedo hacer yo? —gemía Zulià—. No puedo pegar al muchacho y arriesgarme a dañar su preciosa persona.
El criado mayor dijo severamente:
—Mejor pegarle de joven, y aquí, en la intimidad de su casa, a que de mayor sea azotado públicamente en los pilares.
—Si pudiera tenerle siempre vigilado… —sollozaba mi niñera—. Pero no puedo seguirle por toda la ciudad. Y desde que va por ahí con esos barquerillos del popolàzo…
—Acabará yendo con los bravi —refunfuñó Attilio—, si vive lo suficiente, claro. Te lo advierto, mujer: estás dejando que el chico se convierta en un auténtico bimbo vizìato.
Un bimbo vizìato es un muchacho mimado hasta la médula, que es lo que yo era, y me hubiera encantado ascender de bimbo a bravo. En mi infantilismo pensaba que los bravi eran lo que su nombre indica, pero por supuesto lo eran todo menos bravos.
Los furtivos bravi son los modernos vándalos de Venecia. Son jóvenes, a veces de buena familia, que no tienen moral ni empleo útil, ni talento alguno, excepto una cierta astucia y quizá alguna noción de esgrima, y ninguna ambición excepto ganar de vez en cuando un ducado cometiendo un asesinato furtivo. A veces los alquilaban con estos fines, políticos que pretenden ascender por el camino más corto, o comerciantes que quieren eliminar competencia por el medio más fácil. Pero quienes con más frecuencia utilizan a los bravi son, irónicamente, los amantes, para deshacerse de alguien que obstaculiza su amor, como un marido inoportuno o una esposa celosa. Si ves de día a un joven contoneándose con aires de cavaliere errante, o bien es un bravo, o desea que le tomen por tal. Pero si te lo encuentras de noche, irá enmascarado y encubierto, vistiendo una moderna malla bajo su capa, y estará escondido y al acecho, alejado de toda luz. Y cuando te apuñale con la espada o con el stilèto lo hará por la espalda.
Con esto no me aparto de mi historia, porque yo mismo acabé convirtiéndome en un bravo, o en algo parecido.
Sin embargo, estoy hablando de la época en que yo era todavía un bimbo vizìato, cuando zia Zulià se quejaba de que frecuentara tanto la compañía de esos niños de las barcas. Como es lógico, teniendo en cuenta el sucio lenguaje y las abominables costumbres que aprendí de ellos, ella tenía buenos motivos para desaprobarlo. Pero sólo un eslavo, no nacido en Venecia, podía encontrar poco natural que yo holgazaneara por los muelles. Yo era veneciano, la sal de los mares corría por mis venas, y esto me empujaba hacia el mar. Yo no resistía el impulso porque era un niño, y relacionándome con los niños de las barcas era como más cerca podía estar del mar.
Desde entonces he conocido muchas ciudades marítimas, pero ninguna que esté tan vinculada al mar como Venecia. El mar no es simplemente nuestro medio de vida —como lo es también en Génova y Constantinopla y en el Cherburgo del ficticio Bauduin—, aquí es inseparable de nuestras vidas. Baña la orilla de todas las islas e islitas que forman Venecia, los canales de la ciudad, y a veces, cuando el viento y la marea vienen del mismo cuadrante, lame los escalones de la basílica de San Marcos y los gondoleros pueden llevar su barca remando por entre las arcadas del pórtico de la gran piazza de Samarco.
Solamente Venecia, de entre todas las ciudades portuarias del mundo, pide a la mar por esposa, y cada año reafirma estos esponsales ante sacerdotes y con toda la pompa. Volví a presenciar la ceremonia justamente el jueves pasado. Era el día de la Ascensión, y yo era uno de los invitados de honor a bordo de la barca, con incrustaciones en oro, de nuestro dogo Zuàne Soranzo. Su espléndido buzino d’oro, conducido por cuarenta remeros, avanzaba entre una gran flota de navíos cargados de marineros, pescadores, sacerdotes cantores y ciudadanos lustrìsimi, que iban en majestuosa procesión a través de la laguna. En el Lido, la más exterior de nuestras islas, el dogo Soranzo hizo la secular proclamación «Ti sposiamo, o mare nostro, in cigno di vero e perpetuo dominio», y tiró al agua un anillo nupcial de oro, mientras nuestra congregación embarcada dirigida por los sacerdotes rezaba pidiendo que la mar, en los doce meses siguientes, se mostrara tan sumisa y generosa como una buena esposa. Si la tradición es cierta, y este mismo ceremonial se ha venido celebrando cada día de la Ascensión desde el año 1000, hay una fortuna considerable de más de trescientos anillos de oro en el fondo del mar ante las playas del Lido.
El mar no sólo envuelve e invade Venecia: está dentro de cada veneciano; pone salobre en el sudor de sus brazos trabajadores, y en las lágrimas de llanto o de risa de sus ojos, e incluso en el habla de su lengua. En ningún otro lugar del mundo he oído que los hombres al encontrarse se saludaran con un alegre grito de «Che bon vento?», Ésta frase significa «¿Qué buen viento?» y para un veneciano quiere decir: «¿Qué buen viento te ha arrastrado a través del mar hasta este destino feliz de Venecia?».
Ubaldo Tagiabue, su hermana Doris y los demás habitantes de los muelles usaban un saludo incluso más breve, pero también en él había salobre. Decían simplemente «Sana capàna», que es una forma reducida de «a la salud de nuestra compañía», dando por supuesto que se refieren a la compañía de la gente de las barcas. Cuando después de habernos tratado durante un cierto tiempo comenzaron a saludarme con esa frase, me sentí integrado y orgulloso de estarlo.
Aquéllos niños vivían como un enjambre de ratas de puerto en el viejo casco podrido de una barcaza de remolque, embarrancada en una explanada fangosa, en el lado de la ciudad que mira hacia la laguna de los Muertos y hacia la pequeña isla del cementerio de San Michiél, o isla de los Muertos, situada más allá. En realidad, sólo pasaban las horas de sueño dentro de aquel oscuro y húmedo casco, porque el resto del día tenían que dedicarlo sobre todo a hurgar en las basuras buscando trozos de comida y de ropa. Vivían casi exclusivamente de pescado, porque cuando no les era posible robar otro alimento bajaban al mercado del pescado a la hora de cerrar, cuando según la ley veneciana los pescaderos tenían que esparcir por el suelo toda la mercancía no vendida para evitar así la venta posterior de pescado podrido. Siempre había una muchedumbre de pobres armando bronca y peleándose por esos restos que generalmente no eran más sabrosos que morralla.
Yo llevaba a mis nuevos amigos las sobras que podía salvar de la comida de casa, o lo que rateaba en la cocina. De este modo al menos añadía algunas verduras a la dieta de los muchachos cuando conseguía raviolis de col o mermelada de nabo, y huevos y queso cuando les llevaba un maccherone, e incluso buena carne cuando podía coger un pedazo de mortadela o de jamón en gelatina. De vez en cuando les proporcionaba manjares que les parecían de lo más maravilloso. Yo siempre había creído que en Nochebuena, Papa Baba llevaba a todos los niños venecianos la tradicional torta di lasagna de la temporada. Pero cuando una Navidad llevé a Ubaldo y a Doris un pedazo de ese pastel, lanzaron gritos de sorpresa y abrieron maravillados unos ojos enormes ante las pasas, los piñones, las cebollas confitadas y las pieles de naranja azucaradas que encontraban entre la pasta.
También les llevaba la ropa que podía; daba a los niños mis trajes viejos o que se me habían quedado pequeños, y a las niñas cosas que habían sido de mi difunta madre. No todo les sentaba bien, pero a ellos les daba igual. Doris y las otras tres o cuatro niñas paseaban de lo más orgullosas, envueltas en chales y vestidos tan grandes para su talla que tropezaban con las puntas. También cogí para ponérmelos cuando estaba con los niños algunos de mis viejos jubones y calzas gastados que zia Zulià destinaba ya a la cesta de los trapos de la limpieza. Me quitaba los elegantes vestidos con los que había salido de casa, los dejaba guardados entre los maderos de la barcaza, me vestía con los jirones y parecía exactamente un pilluelo más, hasta que llegaba la hora de cambiarme de nuevo e irme a casa.
Quizá te preguntes por qué no daba dinero a los niños en vez de hacerles regalos pobres. Pero debes recordar que yo era tan huérfano como cualquiera de ellos, que estaba estrechamente vigilado, y que era demasiado joven para disponer del dinero de los cofres de la familia Polo. El dinero de nuestra casa lo distribuía la compañía, es decir, el contable Isidoro Priuli. Si Zulià, el mayordomo u otro criado necesitaban comprar cualquier tipo de suministros o provisiones para Ca’Polo, uno de los dos iba a los mercados acompañado de un paje de la compañía, quien llevaba el monedero, contaba los ducados, squines y soldi que gastaban y lo anotaba todo. Si yo personalmente necesitaba o quería algo y daba buenas razones para tenerlo, me lo compraban. Si contraía una deuda, me la pagaban. Pero en ningún momento estuve en posesión de más de unos cuantos bagatini de cobre sonando en mi bolsillo.
Logré mejorar la existencia de los niños de las barcas, cambiando por lo menos el ámbito de sus robos. Siempre habían rateado a los pescadores y buhoneros de su propia y miserable vecindad, dicho de otro modo, a mercaderes de poca monta casi tan pobres como ellos, y cuyas mercancías apenas merecían el esfuerzo de robarlas. Llevé a los niños a mi propio confino de clase alta, donde las mercancías expuestas para la venta eran de mejor calidad. Y allí inventamos un modo mejor de robar que el simple sistema consistente en agarrar algo y echar a correr.
La Mercería es la calle de Venecia más ancha, recta y larga, lo que quiere decir que es prácticamente la única calle que puede calificarse de ancha, recta o larga. A cada lado se alinean tiendas con el frontal abierto; en las largas filas de casetas y carretones se comercia de modo aún más activo, vendiendo de todo, desde objetos de mercería hasta relojes de arena, y todo tipo de comestibles, desde productos básicos hasta golosinas.
Supongamos que veíamos en el carro de un carnicero una bandeja de chuletas de ternera ante la cual a los niños se les hacía la boca agua. Uno de ellos, Daniele, era nuestro corredor más veloz. Éste se abría paso dando codazos hasta llegar al carro, se hacía con un puñado de chuletas y echaba a correr, tirando casi al suelo a una niña pequeña con la que había chocado en el camino. Daniele continuaba corriendo, parecía que estúpidamente, por toda la amplia, recta y despejada Mercería, en donde resultaba visible y fácil de perseguir. Y el ayudante del carnicero y un par de indignados clientes se lanzaban tras él, gritando «alto!», «salva!» y «al ladro!».
Pero la niña a la que había empujado era nuestra Doris, y Daniele, en ese momento de confusión, le había pasado sin ser visto las chuletas de ternera robadas. Doris, sin que nadie se fijara en ella dentro del bullicio, desaparecía rápida y seguramente por uno de los estrechos e intrincados callejones laterales que salen de la zona abierta. Mientras tanto, Daniele corría el peligro de ser atrapado, obstaculizada su huida por las multitudes de la Mercería. Sus perseguidores se le iban acercando, otros transeúntes trataban de asirlo, y todos gritaban pidiendo un «sbiro!». Los sbiri son los simiescos policías de Venecia y, uno de ellos, atendiendo a la llamada, intentaba interceptar al ladrón entre la multitud. Pero yo en estas ocasiones siempre me las ingeniaba para estar cerca. Daniele dejaba de correr y yo le relevaba, con lo cual yo parecía la presa, y corría directamente y aposta hacia los brazos del gorila sbiro.
Después de tirarme enérgicamente de las orejas, me reconocían, como pasaba siempre y como yo esperaba que pasase. El sbiro y los indignados ciudadanos me arrastraban hasta mi casa, no muy alejada de la Mercería. Aporreaban la puerta de la calle y abría el disgustado maggiordomo Attilio, quien oía fuera las acusaciones y condenas de la gente; luego, resignado, aplicaba el dedo pulgar sobre un pagherò, un papel en el que se promete pagar, y de este modo comprometía a la Compagnia Polo a reembolsar su pérdida al carnicero. El sbiro, después de darme un severo sermón y una vigorosa sacudida, me soltaba del cuello, y él y la gente se marchaban.
Yo no me interponía cada vez que los niños de la barca robaban algo: por lo general la cosa se arreglaba más hábilmente, pues tanto el que robaba como el que recibía lo robado desaparecían. A pesar de ello me llevaron arrastrando a Ca’Polo más veces de las que puedo recordar. Y esto no contribuía en nada a cambiar la opinión de Attilio, según la cual zia Zulià había criado a la primera oveja negra de la línea Polo.
Podría pensarse que los niños de la barca estaban resentidos por la participación de un «niño rico» en sus aventuras, y que la «condescendencia» implícita en mis regalos les producía resentimiento. Pero no era así. El popolàzo puede admirar, envidiar o incluso injuriar a los lustrìsimi, pero su auténtico resentimiento y su odio lo reservan para sus compañeros pobres, quienes son, después de todo, sus principales competidores en este mundo. No son los ricos quienes luchan contra los pobres por la morralla que tiran en el mercado. Así, cuando aparecí yo, aportando lo que podía y sin llevarme nada, la gente de las barcas toleró mi presencia mucho mejor que si se tratara de otro mendigo hambriento.
3
Para recordarme a mí mismo que yo no era del popolàzo, de vez en cuando me dejaba caer por la Compagnia Polo y me deleitaba con sus ricos aromas, con su actividad industrial y su ambiente de prosperidad. En una de esas visitas, me encontré sobre la mesa del contable Isidoro un objeto parecido a un ladrillo, pero de un color rojo más intenso, menos pesado, suave y ligeramente húmedo al tacto y le pregunté qué era.
—¡A fe mía! —exclamó agitando su gris cabeza—. ¿No reconoces los cimientos de la fortuna de tu familia? ¡Está construida sobre estas tabletas de azafrán!
—¡Oh! —exclamé, contemplando respetuosamente la tableta—. Y el azafrán ¿qué es?
—Mefè ¡Lo has estado comiendo y oliendo y vistiendo toda tu vida! El azafrán es lo que da ese sabor especial y ese color amarillo al arroz, a la polenta y a la pasta. Lo que da ese color amarillo único a los tejidos. Lo que da el aroma favorito de las mujeres a sus ungüentos y pomadas. El mèdego también lo utiliza en sus medicinas, pero ignoro el efecto que produce.
—¡Oh! —exclamé, de nuevo, con algo menos de respeto hacia un objeto tan cotidiano—. ¿Y eso es todo?
—¡Todo! —soltó—. Óyeme, marcolfo —esta expresión no es un afectuoso juego de palabras con mi nombre; se aplica a cualquier muchacho especialmente tonto—. El azafrán tiene una historia más antigua y más noble que la propia Venecia. Mucho antes de que ésta existiera, los griegos y los romanos utilizaban el azafrán para perfumar sus baños. Lo esparcían por los suelos para perfumar habitaciones enteras. Cuando el emperador Nerón hizo su entrada en Roma, las calles de toda la ciudad estaban sembradas de azafrán y llenas de su aroma.
—Bueno —dije—, si siempre ha sido tan fácil de conseguir…
—Puede que entonces fuese común —dijo Isidoro—, en los días en que los esclavos abundaban y no costaban nada. Actualmente el azafrán no es corriente. Es un producto que escasea, y por tanto de mucho valor. Cada tableta que ves ahí encima es equivalente a un lingote de oro de casi el mismo peso.
—¿De veras? —pregunté, seguramente con voz de incredulidad—. Pero ¿por qué?
—Porque esta tableta se ha hecho con el trabajo de muchas manos y con inmensurables montes de tierra, y con una incalculable multitud de flores.
—¡Flores!
Maistro Doro suspiró y explicó pacientemente:
—Hay una flor purpúrea llamada azafrán. Cuando florece deja ver en su interior tres delicados stigmi de color rojo anaranjado. Las manos del hombre arrancan cuidadosamente esos stigmi. Cuando se recogen varios millones de esos delicados y casi impalpables stigmi se dejan secar para que suelten el azafrán, lo que se denomina azafrán en polvo, o bien los «sudan» y los comprimen para formar una tableta de azafrán como ésta. Su tierra de cultivo no debe destinarse más que a esa cosecha, y el azafrán florece solamente una vez al año. La estación de la floración es breve, deben trabajar muchos recolectores al mismo tiempo, y deben hacerlo diligentemente. No sé cuántos zontes de tierra ni cuántas manos se necesitan para producir una sola tableta de azafrán en un año, pero entenderás ahora a qué se debe un valor tan desorbitado.
Yo ya estaba convencido.
—¿Y dónde compramos nosotros el azafrán? —pregunté.
—No lo compramos. Lo cultivamos. —Puso sobre la mesa, junto a la tableta, otro objeto: hubiera dicho que era una cabeza de ajo vulgar—. Esto es un bulbo de la flor del azafrán. La Compagnia Polo los planta y recolecta el azafrán de sus flores.
Yo estaba atónito:
—¡En Venecia no, claro!
—Por supuesto que no. En la teraferma, al sudoeste de aquí. Te he dicho que se necesitan incontables zontes de tierra.
—No lo sabía —dije.
Él se rió.
—Probablemente la mitad de la población de Venecia ni siquiera sabe que la leche y los huevos de sus comidas diarias salen de los animales, y que éstos necesitan vivir en tierra firme. Nosotros, los venecianos, tendemos a prestar poca atención a lo que no sea nuestra laguna, el mar y el océano.
—¿Cuánto tiempo hace que nos dedicamos a esto, Doro? A cultivar azafrán y sus flores.
Se encogió de hombros y dijo:
—¿Desde cuándo están los Polo en Venecia? Ésa fue la idea genial de uno de tus antiguos antepasados. Después de la época de los romanos, el azafrán se convirtió en un producto demasiado lujoso y caro de cultivar. Ningún agricultor podía cultivarlo en cantidad suficiente para que compensase el tiempo empleado. Ni siquiera un terrateniente de grandes propiedades podía permitirse pagar a los trabajadores necesarios para esta cosecha. Y el azafrán cayó bastante en el olvido. Hasta que uno de los primeros Polo se acordó de él, y se dio cuenta de que también Venecia tenía un suministro de esclavos casi tan importante como el que tuvo Roma. Por supuesto, hoy tenemos que comprar nuestros esclavos; no nos limitamos a capturarlos. Pero la recolección de los stigmi del azafrán no es un trabajo muy arduo. No precisa de esclavos masculinos, fuertes y caros. Las más débiles mujeres y los niños pueden recogerlos; los enfermos y lisiados también pueden. Y ése fue el tipo de esclavos baratos que tu antepasado compró y el tipo de esclavos que la Compagnia Polo ha seguido adquiriendo desde entonces. Forman una mezcla abigarrada, de todas las naciones y colores: moros, lezguianos, circasianos, rusniacos, armenios, pero sus colores se funden, por decirlo así, y hacen ese azafrán de oro rojizo.
—Los cimientos de nuestra fortuna —repetí.
—Con esto se compra todo lo que vendemos —dijo Isidoro—. Oh, también vendemos el azafrán, a su precio, cuando éste nos interesa; para aderezar las comidas, para tintes, perfumes y medicinas. Pero básicamente es el capital de nuestra compañía, con el que trocamos todos los demás artículos. Todo, desde la sal de Ibiza hasta el cuero cordobés y el trigo de Cerdeña. Del mismo modo que la Casa de Spinola en Génova tiene el monopolio del comercio de pasas, nuestra Casa veneciana de los Polo tiene el del azafrán.
El hijo único de la Casa veneciana de los Polo agradeció al viejo contable su edificante lección sobre el comercio de altos vuelos y el espíritu de iniciativa, y como de costumbre, se fue de paseo a compartir la cómoda indolencia de los niños de las barcas.
Como ya he dicho, esos muchachos cambiaban con frecuencia; era raro que el mismo grupo viviera en la barcaza abandonada de una semana a otra. Los niños, igual que el popolàzo adulto, soñaban en encontrar en algún lugar un País de Cucaña en el que pudieran gandulear en medio de lujos y no en la miseria. Quizá se enteraban de que existía otro lugar con mejores perspectivas que los muelles de Venecia, y partían hacia allí escondidos de polizontes a bordo de un navío. Algunos volvían al cabo de un tiempo, o bien porque no pudieron llegar a su destino o porque éste los había desilusionado. Otros jamás regresaban, porque (eso nunca lo sabíamos) el navío había naufragado y ellos se habían ahogado, o porque los habían prendido y metido en un orfanato, o quizá porque encontraron «il paese de Cuccagna» y se quedaron allí.
Pero Ubaldo y Doris Tagiabue eran los fijos, y de ellos aprendí casi todo lo que sabía sobre los modales y el lenguaje de las clases bajas. Ésta educación no la asimilé a la fuerza, que era el sistema de fra Varisto consistente en empachar a sus alumnos del colegio con las conjunciones latinas. Por el contrario, los dos hermanos me la suministraban en dosis a medida que la necesitaba. Cuando Ubaldo se mofaba de mi perplejidad y timidez, yo comprendía que necesitaba saber algo y Doris me lo enseñaba.
Recuerdo que un día Ubaldo dijo que se iba al lado oeste de la ciudad y que haría el camino en el transbordador de los Perros. Nunca había oído hablar de ese medio de transporte, y me fui con él para ver a qué extraño tipo de barco se refería. Pero cruzamos el Gran Canal como de costumbre por el Ponte Rialto, y yo debí de parecer algo decepcionado o perplejo, porque se burló de mí diciéndome:
—Pareces tonto de capirote.
Y Doris me explicó:
—Sólo hay un camino para ir del lado este al oeste de la ciudad, ¿no?, que es cruzando el Gran Canal. A los gatos se los deja ir en barca para que cacen ratas, pero a los perros no. Por eso los perros sólo pueden cruzar el canal por el Ponte Rialto. O sea que es el transbordador de los Perros, no xe vero?
A veces podía traducir su jerga callejera sin ayuda. Llamaban a todos los sacerdotes y monjas le rigioso, que podía significar «los rígidos», pero no me costó mucho darme cuenta de que simplemente daban la vuelta a la palabra religioso. Cuando en pleno verano anunciaban que se trasladarían del casco de la barca a La Locanda, de la Stela, yo sabía que no se iban a vivir a ninguna Fonda de la Estrella; querían decir que durante una temporada dormirían al aire libre. Cuando hablaban de una persona del sexo femenino como de una largazza, jugaban con el término ragazza que corresponde a chica, pero groseramente sugerían que su abertura genital era amplia, incluso cavernosa. En general, una gran parte del lenguaje de la gente de las barcas y la mayor parte de sus conversaciones e intereses trataban de tópicos tan indecorosos como éstos. Yo absorbí mucha información, pero en ocasiones en vez de iluminarme me confundía.
Zía Zulià y fra Varisto me habían enseñado a referirme a esas partes situadas entre mis piernas, si es que alguna vez tenía que referirme a ellas, como le vergogne, las vergüenzas. En los muelles había aprendido muchos otros términos. La palabra paquete para el aparato genital de un hombre era bastante clara; y candelòto era una palabra adecuada para su órgano erecto, que es como decir cirio robusto; y lo mismo fava para designar la terminación bulbosa de ese órgano, porque se parece un poco a una haba; y cápela para el prepucio, que envuelve la fava como una capa pequeña. Pero me resultaba un misterio que utilizaran a veces la palabra lumaghèta al referirse a las partes de la mujer. Yo creía que una mujer ahí abajo sólo tenía una abertura, y la palabra lumaghèta puede significar tanto un caracol pequeño como la diminuta clavija con que un juglar afina las cuerdas de su laúd.
Un día estábamos Ubaldo, Doris y yo jugando en un muelle cuando apareció un verdulero empujando su carro por la explanada; y las mujeres de las barcas se le acercaron para manosear sus productos. Una de ellas acarició un pepino largo y amarillento, sonrió y dijo: «Il mescolòto», y todas las demás mujeres se desternillaron de risa lascivamente. «El atizador»: yo podía deducir su significado. Pero luego pasaron por delante dos ágiles jóvenes que paseaban por la explanada, cogidos del brazo, caminando con una especie de elasticidad, y una de las mujeres de las barcas refunfuñó: «Don Meta y sior Mona». Otra mujer miró desdeñosamente al más delicado de los dos jóvenes y murmuró:
—Ése lleva el culo de las calzas rajado.
Yo no tenía ni idea de lo que estaban hablando, y la explicación de Doris apenas aclaró nada:
—Son la clase de hombres que se hacen entre sí lo que un hombre de verdad sólo hace con una mujer.
Bien, ése era el fallo principal de mi comprensión: yo no tenía una noción muy clara de lo que un hombre hacía con una mujer.
Debo decir que yo no era totalmente ignorante en cuestiones de sexo, no más que los otros niños venecianos de clase alta, o incluso que los niños de clase alta de cualquier otra nacionalidad europea. Quizá no lo recordamos conscientemente, pero todos hemos tenido una iniciación temprana al sexo por parte de nuestras madres o niñeras, o de ambas.
Parece que las madres y niñeras saben, desde el comienzo de los tiempos, que el mejor modo de tranquilizar a un bebé inquieto o de que se duerma fácilmente es hacerle la manustuprazión. He visto a muchas madres hacerle eso a un niño pequeño cuyo bimbìn era tan diminuto que sólo podían manipularlo con el índice y el pulgar. A pesar de todo, el pequeño órgano subía y crecía, aunque no en la proporción del de un hombre, claro. Cuando la mujer lo acariciaba, el bebé se estremecía, luego sonreía y se retorcía voluptuosamente. No eyaculaba ningún spruzzo, pero no había duda de que experimentaba un orgasmo. Luego, su pequeño bimbìn se encogía de nuevo a su mínimo tamaño, el niño se quedaba tranquilo y pronto se dormía.
Seguro que mi propia madre solía hacérmelo, y creo que es bueno que las madres lo hagan. Ésa temprana manipulación, además de ser un excelente tranquilizante, estimula claramente el desarrollo de esa parte. Las madres, en los países orientales, no se dedican a estas prácticas, y esta carencia se pone tristemente de manifiesto cuando sus niños crecen. He visto a muchos hombres orientales desvestidos, y casi todos tienen los órganos lamentablemente diminutos en comparación al mío.
Nuestras madres y niñeras abandonan estas costumbres cuando sus niños tienen unos dos años, es decir, a la edad en que se los desteta, y en lugar de beber la leche de pecho pasan al vino; sin embargo, todos los niños guardan de ello un tenue recuerdo. Y por eso un niño no se aturde ni se asusta cuando de adolescente ese órgano pide atención de modo espontáneo. Cuando un muchacho se despierta por la noche y nota que se le pone erecto bajo su mano, ya sabe lo que quiere su órgano.
—Una esponja fría —solía decirnos fra Varisto de niños en la escuela—. Con eso dejará de empinarse, y no tendréis que avergonzaros por la mancha de media noche.
Escuchábamos respetuosamente, pero de camino a casa nos reíamos de él. Quizá los frailes y sacerdotes sufren spruzzi involuntarios por sorpresa, y se sienten avergonzados o en cierto modo culpables por eso. Pero ningún muchacho sano de los que yo conocía lo hizo nunca. Y ninguno prefería una ducha fría al cálido placer de hacerle a su candelòto lo que su madre le había hecho cuando no era más que un bimbìn. Sin embargo, Ubaldo se mostró despectivo conmigo cuando supo que esos juegos nocturnos eran toda mi experiencia sexual hasta el momento.
—¿Qué? ¿Todavía estás haciendo la guerra de los curas? —se burló—. ¿Nunca has tenido a una chica?
Volví a no enterarme de nada, y le pregunté:
—¿La guerra de los curas?
—Cinco contra uno —dijo Doris sin sonrojarse. Y añadió—: Debes buscarte una smanza. Una chica que se deje.
Me lo pensé un instante y dije:
—No conozco a ninguna chica para preguntárselo. Excepto a ti, y tú eres demasiado joven.
Doris se picó y dijo enfadada:
—Puede que todavía no tenga pelos en mi alcachofa, pero tengo doce años, y ya estoy en edad matrimonial.
—Pero si yo no quiero casarme con nadie —protesté—. Sólo quiero…
—¡Oh, no! —me interrumpió Ubaldo—. Mi hermana es una buena chica.
Quizá sonrías al oír que una chica capaz de hablar como ella pudiera ser una «buena» chica. Pero hay algo que nuestra clase alta y baja tiene en común: su reverencial respeto hacia la virginidad de una doncella. Tanto para los lustrìsimi como para el popolàzo eso importa más que todas las otras cualidades femeninas: la belleza, el encanto, la dulzura, el recato y lo que sea. Sus mujeres pueden ser simples, maliciosas, malhabladas, sin gracia y descuidadas, pero deben mantener intacto ese pequeño pliegue del tejido virginal. Al menos, en este aspecto, los salvajes más primitivos y bárbaros del este son superiores a nosotros: valoran a sus hembras por cualidades distintas a la de ese tapón puesto en su agujero.
Para nuestra clase alta, la virginidad no es tanto una cuestión de virtud como un buen negocio, y miran a una hija con la misma calculadora frialdad con que mirarían a una esclava en el mercado. Una hija, como una esclava, como un barril de vino, se venden a mejor precio si están sellados y se puede demostrar que nadie los ha abierto. O sea que truecan a sus hijas por ganancias comerciales o por ventajas sociales. Pero las clases bajas creen neciamente que sus superiores tienen un alto respeto moral hacia la virginidad, y ellos intentan imitarlo. También los asustan más fácilmente las amenazas de la Iglesia, y ésta exige que se preserve la virginidad como una especie de demostración negativa de la virtud, del mismo modo que los buenos cristianos demuestran su virtud absteniéndose de la carne durante la Cuaresma.
Pero incluso en aquella época en que todavía era un niño, me preguntaba, no sin razón, cuántas chicas, de cualquier clase, se mantenían realmente «buenas» gracias a las actitudes y los preceptos sociales en vigencia. Cuando fui lo suficientemente mayor para que brotara la primera pelusa de «pelo en mi alcachofa», tuve que escuchar los sermones de fra Varisto y de zia Zulià sobre los peligros físicos y morales de relacionarme con chicas malas. Escuchaba con verdadera atención sus descripciones de esas viles criaturas, las advertencias que sobre ellas me hacían, y sus vituperios. Quería estar seguro de que reconocería a una mala chica nada más verla, porque esperaba con todo mi corazón encontrarme pronto con alguna. Y me parecía lo más probable, pues la primera impresión que sacaba de esos sermones era que las malas chicas superaban considerablemente en número a las buenas.
Otros elementos corroboran esta idea. Venecia no es una ciudad muy limpia, porque no tiene que serlo. Todos sus desechos van directamente a los canales. La basura de la calle, los restos de la cocina, los residuos de nuestros orinales y letrinas. Todo se vierte al canal más próximo, que en seguida se lo lleva. La marea sube dos veces al día y penetra hasta en los canales más pequeños, sacando a flote todo lo que yace en el fondo o lo que está incrustado en las paredes del canal. Luego la marea se aleja y arrastra consigo todas esas sustancias a través de la laguna, pasando por el Lido y hacia el mar. Con este sistema la ciudad se mantiene limpia y perfumada; pero esto aflige frecuentemente a los pescadores, poniendo en sus manos capturas poco agradables. No hay ni uno que no haya encontrado más de una vez el reluciente cadáver azul y purpúreo de un niño recién nacido atrapado en su anzuelo o enredado en sus redes. Venecia es sin duda una de las tres ciudades europeas más pobladas; sin embargo, sólo la mitad de sus habitantes son hembras, y de éstas solamente la mitad están en edad de tener hijos. O sea que la pesca anual de niños rechazados que recogen los pescadores parecería indicar una escasez de «buenas» chicas venecianas.
—También está la hermana de Daniele, Malgarita —dijo Ubaldo.
No estaba enumerando buenas chicas, sino más bien todo lo contrario. Estaba cantando las hembras que conocíamos que podían servirme para pasar de la guerra de los curas a una diversión más viril.
—Malgarita lo hará con cualquiera que le dé un bagatìn.
—Malgarita es una cerda gorda —dijo Doris.
—Es una cerda gorda —asentí yo.
—¿Quiénes sois vosotros para despreciar a los cerdos? —preguntó Ubaldo—. Los cerdos tienen su santo patrón. San Tonio tenía mucho cariño a los cerdos.
—Pero por Malgarita no habría sentido cariño —dijo con firmeza Doris.
Continuó Ubaldo:
—También está la madre de Daniele. Ésa lo haría sin pedir siquiera un bagatìn.
Doris y yo proferimos expresiones de asco. Luego ella dijo:
—Hay alguien allí abajo haciéndonos señales.
Los tres estábamos pasando la tarde sobre una azotea. Es una ocupación favorita de las clases bajas. Como todas las casas corrientes de Venecia tienen un piso de altura, y todas tienen azotea, a la gente le gusta pasearse o tumbarse en ellas y disfrutar de la vista. Desde esa perspectiva pueden contemplar las calles y los canales de abajo, la laguna con sus barcos al fondo y los edificios más elegantes de Venecia que se yerguen sobre la masa: las cúpulas y agujas de las iglesias, los campanarios y las fachadas esculpidas de los palazzi.
—Me está saludando —dije—. Es nuestro barquero que se lleva el batèlo a casa. Creo que podría irme con él.
No era necesario que me marchara a casa antes de que las campanas comenzaran a tocar el coprifuoco nocturno, cuando todos los ciudadanos honestos que no se retiraban a sus casas tenían que llevar linternas para demostrar que estaban en la calle con fines honestos. Pero, a decir verdad, en ese momento tenía cierto temor a que Ubaldo insistiera en mi inmediato aparejamiento con alguna mujer o niña de las barcas. No me daba miedo la aventura en sí, ni siquiera con una puerca como la madre de Daniele, pero temía ponerme en ridículo no sabiendo qué hacer con ella.
De vez en cuando intentaba expiar mis frecuentes groserías con el pobre y viejo Michiél, de modo que aquel día tomé yo los remos y remé solo hasta casa, mientras él descansaba bajo el dosel de la barca. Conversamos por el camino, y me dijo que iba a hervir una cebolla en cuanto llegara a casa.
—¿Qué? —pregunté creyendo no haber oído bien.
El esclavo negro explicó que sufría el mal de los barqueros. Su profesión le exigía pasar la mayor parte del día con el culo encima de una dura y húmeda bancada, y solía tener sangrientas almorranas. Dijo que nuestro mèdego de la familia le había prescrito un sencillo remedio para su enfermedad.
—Hierves una cebolla hasta que se ablande, te la pones allí, y te envuelves las caderas con un trapo para que no se caiga. De verdad que alivia mucho. Si alguna vez tenéis almorranas, micer Marco, probadlo.
Dije que sí, que lo probaría, y luego lo olvidé. Y al llegar a casa me abordó zia Zulià:
—El bueno de fra Varisto ha estado hoy aquí, y estaba tan enfadado que el pobre hombre venía colorado hasta la tonsura.
Yo le expliqué que eso no era extraño.
Ella dijo en tono de advertencia.
—Un marcolfo que no va a la escuela no debería ser tan descarado. Fra Varisto me ha dicho que has vuelto a hacer novillos; esta vez más de una semana seguida. Y mañana los de tu curso tienen que recitar las lecciones, o lo que sea, ante los Censori de Scole, o como se llamen. Es preciso que asistas. El fraile me dijo, y yo te lo comunico a ti, jovencito, que mañana irás al colegio.
Pronuncié una palabra que la sofocó, y me marché airadamente a encerrarme en mi habitación. Me negué a salir cuando me llamaron a cenar. Pero a la hora en que tocaron a coprifuoco, mis buenos instintos habían comenzado a dominar sobre los malos. Pensé en mi fuero interno: «Hoy me he portado amablemente con el viejo Michiél, y me lo ha agradecido; debería disculparme y ser amable también con la vieja Zulià».
(Me doy cuenta de que he aplicado el término «viejo» a casi todas las personas que conocí en mi juventud. A mis ojos de joven lo parecían, aunque realmente sólo algunos lo eran. El contable de la compañía, Isidoro, y el criado mayor, Attilio, tenían quizá la misma edad que yo ahora. Pero fra Varisto y el esclavo negro Michiél no pasaban de los cuarenta. Zulià, claro, me parecía vieja porque tenía aproximadamente la misma edad que mi madre, y mi madre estaba muerta: pero supongo que Zulià era un año o dos más joven que Michiél).
Aquélla noche, cuando decidí enmendarme, no esperé a que zia Zulià hiciera su acostumbrada ronda por la casa antes de acostarse. Fui a su pequeña habitación, llamé a la puerta y abrí sin esperar un avanti. Yo, probablemente, siempre había creído que los criados por la noche no hacían otra cosa que dormir y recuperar energías para el trabajo del día siguiente. Pero no era dormir lo que se hacía esa noche en aquella habitación. Era algo terrible, ridículo, asombroso y para mí… educativo.
Justo delante mío había sobre la cama un par de inmensas nalgas botando arriba y abajo. Eran unas nalgas peculiares, de un morado negruzco como las berenjenas, y aún más peculiares porque llevaban una tira de tela sujetando una gran cebolla, de color amarillo pálido, metida en la raja de en medio. Mi repentina llegada provocó un chillido de consternación, y las nalgas saltaron huyendo rápidamente de la luz de la vela y refugiándose en una esquina oscura de la habitación. Esto dejó ver sobre la cama un cuerpo que contrastaba por su blancura de pescado: era la desnuda Zulià, tumbada en la cama y despatarrada. Tenía los ojos cerrados, o sea que no notó mi llegada.
Zulià, al sentir la brusca retirada de las nalgas, soltó un gemido de privación, pero siguió moviéndose como si aún estuvieran botando encima suyo. Siempre había visto a mi niñera vestida con muchos faldones largos hasta el suelo, de colores eslavos terriblemente chillones. Y la ancha cara eslava de la mujer era tan ordinaria que nunca había intentado imaginarme cómo sería su ancho cuerpo desnudo.
Pero entonces tomé ávida nota de todo lo que se exhibía tan lascivamente ante mí, y había un detalle tan destacable que no pude evitar un espontáneo comentario.
—Zía Zulià —dije sorprendido—, tienes un lunar rojo brillante ahí abajo, en tu…
Sus piernas carnosas se cerraron con un chasquido, y casi se pudo oír el parpadeo de sus ojos al abrirse. Trató de asir las sábanas, pero Michiél se las había llevado en su salto, así que tiró de las cortinas del dosel. Hubo un momento de consternación y de contorsiones, mientras ella y el esclavo trataban torpemente de arroparse. Luego siguió un momento mucho más largo de petrificado azoramiento, durante el cual me sentí contemplado por cuatro globos oculares casi tan grandes y luminosos como la misma cebolla. Me felicito porque fui el primero en recuperar la compostura. Sonreí dulcemente a mi niñera y le dije no las palabras de disculpa que había ido a decir, sino las palabras de un consumado extorsionista.
—Mañana no voy a ir al colegio, zia Zulià —afirmé con suficiencia y seguridad.
Me retiré de la habitación y cerré la puerta.
4
Sabía lo que iba a hacer al día siguiente, la espera me ponía nervioso y aquella noche apenas pude dormir. Me desperté y me vestí antes de que se levantaran los criados, y al pasar por la cocina de camino a la irisada mañana, rompí mi ayuno con un bollo y un trago de vino. Corrí por los vacíos callejones y por los numerosos puentes en dirección a la fangosa explanada del norte; algunos niños de las barcas salían en ese justo momento de sus alojamientos. Quizá debería de haber buscado a Daniele, teniendo en cuenta lo que había ido a pedir, sin embargo fui a ver a Ubaldo y le expuse mi deseo.
—¿A estas horas? —preguntó ligeramente escandalizado—. Malgarita seguramente está todavía durmiendo, la marrana. Pero iré a ver.
Se sumergió de nuevo en la barcaza, y Doris, que nos había oído, me dijo:
—No creo que debas, Marco.
Yo estaba acostumbrado a los continuos comentarios de Doris sobre todo lo que hacían o decían los demás, y no siempre le hacía caso; sin embargo le pregunté:
—¿Por qué no debo?
—Porque yo no quiero.
—Eso no es ningún motivo.
—Malgarita es una cerda gorda. —Yo no se lo podía negar, y no se lo negué, de modo que ella añadió—: Incluso yo estoy más buena que Malgarita.
Me reí con poca educación, pero tuve la suficiente cortesía para no decirle que entre una cerda gorda y una gatita descarnada la elección era evidente.
Doris daba malhumorados puntapiés al barro del suelo, y luego soltó un torrente de palabras:
—Malgarita lo hará contigo porque no le importa con qué hombre o con qué chico lo hace. Pero yo lo haría contigo, porque a mí sí me importa.
La miré divertido y sorprendido, y quizá también la miré por primera vez detenidamente. Se adivinaba su rubor virginal a través de la suciedad de su cara, también su seriedad y una leve prefiguración de su belleza. Pero sus limpios ojos eran de un azul bello, y parecían extraordinariamente grandes, seguramente porque tenía la cara algo chupada, debido al hambre padecida toda su vida.
—Algún día serás una linda mujer, Doris —dije para que se sintiera mejor—. Si consigues lavarte o por lo menos restregarte. Y si tu figura se redondea y dejas de ser un palo de escoba. Malgarita ya ha crecido y está tan maciza como su madre.
Doris dijo mordazmente:
—En realidad se parece más a su padre, porque también le ha crecido el bigote.
Por uno de los agujeros del casco de la barcaza asomó una cabeza de pelo sucio y pestañas gomosas, y Malgarita gritó:
—Venga, entra ahora, antes de que me vista, así no tendré que desnudarme luego.
Ya iba a entrar y oí a Doris gritar:
—¡Marco! —pero cuando me giré con impaciencia ella dijo—: Nada, nada. Vete a jugar con la cerda.
Me encaramé al oscuro interior del casco, húmedo y malsano, me arrastré a gatas por los tablones podridos de la cubierta hasta llegar al compartimento de la bodega donde estaba Malgarita, sentada en el suelo sobre un jergón de paja y harapos. Tanteando con las manos encontré su desnudo cuerpo, incluso antes de verla, y me pareció tan sudoroso y esponjoso como los maderos de la barca. Ella dijo inmediatamente:
—No vas a tocarme si no me das primero un bagatìn.
Le di la moneda y se tumbó sobre el jergón. Me puse encima suyo, en la misma postura en que había visto a Michiél. Pero retrocedí al oír un sonoro ¡bum! procedente de la parte exterior del casco, exactamente junto a mi oído, y luego oí ¡ras! Los chicos de la barca estaban jugando a uno de sus pasatiempos favoritos. Habían cazado un gato —que no es una hazaña fácil en Venecia, aunque está plagada de gatos— y lo habían atado al flanco del casco, y se turnaban para tomar carrerilla y golpearlo con la cabeza, para ver quién lo mataba y despachurraba primero.
Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, noté que Malgarita era realmente peluda. Sus pechos, que brillaban pálidamente, parecían la única parte de su cuerpo sin pelo. Además del sucio cabello y del vello sobre su labio superior, tenía las piernas y los brazos lanudos, y un gran penacho de pelo le colgaba de cada sobaco. Entre la oscuridad de la bodega y el auténtico matorral de su alcachofa, pude ver su aparato femenino mucho peor que el de zia Zulià. (Sin embargo podía olerlo, pues Malgarita no era más aficionada a tomar un baño que cualquiera de los demás habitantes de las barcas). Sabía que debía introducirme en algún lugar por ahí abajo, pero… Un ¡bum! procedente del casco y un aullido del gato me confundieron más aún. Con cierta perplejidad comencé a tocar las regiones inferiores de Malgarita.
—¿Por qué me manoseas la pota? —preguntó empleando la palabra más vulgar para designar ese orificio.
Yo me reí, sin duda algo tembloroso, y dije:
—Estoy buscando el… esto… tu lumaghèta.
—¿Para qué? No la necesitas para nada. Aquí está lo que tú quieres. Con una mano se abrió ella misma y con la otra me guió hasta dentro. No resultó difícil porque ella lo tenía muy dilatado.
¡Bum! ¡Marramiauuuu!
—¡Qué torpe eres! ¡Te has salido otra vez! —dijo malhumorada y lo arregló enérgicamente.
Yo me quedé tumbado allí durante un momento, intentando ignorar su cochambrería y su hedor, y el tétrico lugar, intentando disfrutar de la nueva cavidad, cálida y húmeda, donde me sentía holgadamente prendido.
—Venga, sigue ya —gimoteaba—. Que todavía no he meado esta mañana.
Empecé a botar, como había visto hacer a Michiél, pero antes de que pudiera empezar en serio, la bodega de la barca pareció oscurecerse aún más ante mis ojos. Y aunque intenté contenerme y saborearlo, mi spruzzo salió desatado a borbotones, y sin producirme ninguna sensación placentera.
¡Bum! ¡Iauuu!
—¡Oh, che braga! ¡Qué cantidad! —dijo Malgarita con disgusto—. Voy a tener las piernas pegajosas todo el día. Bueno, quítate ya, bobo, y déjame saltar.
—¿Qué? —pregunté aturdido.
Salió de debajo mío meneándose, se levantó y dio un salto hacia atrás. Saltó hacia adelante, y luego hacia atrás de nuevo, y la barca entera se balanceó.
—Hazme reír —me ordenó, dando saltos.
—¿Qué? —pregunté de nuevo.
—Cuéntame un chiste. Con este salto van siete. Te he dicho que me hagas reír, marcolfo! ¿O prefieres tener un bebé?
—¿Qué?
—Bueno, déjalo. Voy a estornudar. —Se cogió una mata de pelo, metió las sucias puntas en un agujero de la nariz, y estornudó explosivamente.
¡Bum! Gr-rr-rr… Los gemidos del gato se apagaron, y evidentemente el gato se murió. Oí a los niños pelearse por lo que harían con el cadáver. Ubaldo quería tirárnoslo a Malgarita y a mí, Daniele quería arrojarlo a la puerta de la tienda de algún judío.
—Espero habérmelo sacudido todo —dijo Malgarita limpiándose los muslos con uno de los harapos de su cama.
Volvió a tirar el harapo sobre el jergón, se fue al lado opuesto de la bodega, se puso en cuclillas y comenzó a orinar copiosamente. Me esperé un rato, creyendo que alguno de los dos debería decir algo más. Pero al final decidí que su meada matutina era inagotable, y me marché de la barca gateando, tal como había entrado.
—Sana capàna! —gritó Ubaldo, como si me acabara de reunir con ellos entonces—. ¿Cómo ha ido?
Le dirigí la sonrisa hastiada de un hombre de mundo. Los demás niños daban alaridos y abucheaban amistosamente, y Daniele dijo:
—Mi hermana es buena, sí, ¡pero mi madre es mejor!
Doris no estaba por allí, y me alegré de no tenerme que encontrar con su mirada. Había realizado mi primer viaje de exploración, una especie de incursión en el mundo de los hombres, pero no estaba dispuesto a enorgullecerme de esa hazaña. Me sentía sucio, y estaba seguro de oler a Malgarita. Deseaba haber hecho caso a Doris y haberme abstenido. Si eso era todo, si en eso consistía ser un nombre, y hacerlo con una mujer, pues bien, ya lo había hecho. De ahora en adelante, tenía derecho a pavonearme tan presuntuosamente como los demás chicos y lo haría. Pero en mi fuero interno decidí que volvería a ser amable con zia Zulià. No la molestaría diciéndole lo que había descubierto en su habitación, ni la despreciaría, ni le pediría nada, ni le arrancaría concesiones con la amenaza de contarlo. Me daba lástima. Si yo me sentía sucio y desdichado después de mi experiencia con una simple chica de las barcas, cuán miserable no se sentiría mi niñera al no tener a nadie más que quisiera hacerlo con ella excepto un negro despreciable.
Sin embargo, no tuve la oportunidad de demostrar mi nobleza de espíritu. Al volver a casa me encontré a todos los demás sirvientes consternados porque Zulià y Michiél habían desaparecido durante la noche.
Maistro Attilio había llamado ya a los sbiri, y esos simiescos policías estaban haciendo conjeturas típicas de ellos: que Michiél había secuestrado a Zulià en su batèlo, o que los dos, por algún motivo, habían salido en la barca de noche, habían volcado, y se habían ahogado. De modo que los sbiri pidieron a los pescadores del litoral marítimo de Venecia que vigilaran bien sus anzuelos y redes, y a los campesinos de tierra firme del Véneto que estuvieran atentos por si veían a un barquero negro llevando cautiva a una damisela blanca. Pero luego se les ocurrió investigar en el canal más próximo a Ca’Polo, y allí estaba el bátelo, inocentemente amarrado a su palo, o sea que los sbiri tuvieron que exprimirse el cerebro buscando nuevas teorías. En todo caso, si hubieran cogido a Michiél, incluso sin mujer, habrían tenido el placer de ejecutarle. Un esclavo que huye es, ipso facto, un ladrón, puesto que roba la propiedad de su patrón: su propia vida.
Yo callé lo que sabía. Estaba convencido de que Michiél y Zulià, alarmados por mi descubrimiento de su sórdida unión, se habían fugado juntos. De todos modos, nunca los detuvieron y no volvimos a oír hablar de ellos. Debieron de seguir su camino hacia algún remoto rincón del mundo, a su nativa Nubia o su nativa Bohemia, en donde pudieron vivir miserablemente el resto de sus días.
5
Me sentía tan culpable, y por tantos motivos distintos, que tomé una decisión sin precedentes en mí. Por voluntad propia y sin que me obligara ninguna autoridad fui a la iglesia a confesarme. No me dirigí a la de San Felice, la iglesia de nuestro confino, porque el viejo padre Nunziata me conocía tan bien como los sbiri del lugar, y yo quería a alguien que me escuchara con mayor desinterés. Recorrí, pues, todo el camino hasta la basílica de San Marcos. Allí no me conocía ningún cura, pero la iglesia guardaba los huesos de mi santo patrón, y yo confiaba que les inspiraría simpatía.
Dentro de la gran nave abovedada me sentía como un insecto, empequeñecido por el oro y el mármol reluciente y por los santos notables que se perdían en lo alto, entre los mosaicos del techo. Todo lo que contiene este bellísimo edificio es de tamaño superior al natural, incluyendo la sonora música que sale bramando y balando de un rigabélo que parece incapaz de contener tanto ruido. La basílica de San Marcos siempre está atiborrada y tuve que hacer cola ante uno de los confesonarios. Finalmente entré en él y puse en marcha mi purgación.
—Padre, me he dejado arrastrar con excesiva libertad por mi curiosidad y me he desviado del camino de la virtud…
Continué un rato en este tenor hasta que el cura me pidió impaciente que dejara de regalarle con todas las circunstancias preliminares de mis extravíos. Entonces recurrí, sin mucho entusiasmo, a la fórmula «he pecado de pensamiento palabra y obra», el padre impuso unos cuantos padrenuestros y avemarías, y al salir yo del confesonario para cumplir con la penitencia el rayo cayó sobre mí.
Lo digo en sentido casi literal, porque ésa fue la sensación que ve cuando mis ojos se posaron en dona Ilaria. En aquel momento no sabía su nombre, desde luego; únicamente sabía que estaba contemplando a la mujer más bella que había visto nunca en mi vida, y mi corazón quedó en su poder. También ella estaba saliendo de un confesonario y tenía el velo levantado. Yo no podía imaginar que una dama de belleza tan resplandeciente tuviera que confesarse de algo más que de unas fruslerías, pero antes de que se bajara el velo vi una chispa como de lágrimas en sus gloriosos ojos. Oí un crujido y el cura cerró la barandilla del confesonario que ella había abandonado y salió fuera. Dijo algo a los demás suplicantes que hacían cola y éstos refunfuñando se dispersaron hacia las demás colas. El cura se acercó a dona Ilaria y los dos se arrodillaron en un reclinatorio vacío.
Me acerqué hacia ellos en una especie de trance y me introduje en su mismo banco desde la nave lateral, mirándolos fijamente desde mi lado. Ambos mantenían inclinada la cabeza, pero pude observar que el cura era joven y tenía una cierta belleza austera. Aunque no lo creáis sentí un pinchazo de celos contra mi dama —mi dama— por no haber escogido a alguien más viejo y seco a quien contar sus problemas. Tanto él como ella movían los labios rezando, pero alternadamente, por lo que supuse que él dirigía alguna letanía y ella contestaba. En otro momento quizá me hubiese consumido de curiosidad por saber qué pudo haber dicho ella a su confesor en el confesonario para que él le dedicara una atención tan íntima, pero entonces estaba demasiado ocupado devorando su belleza.
¿Cómo podría describirla? Cuando contemplamos un monumento o un edificio, una obra cualquiera de arte o de arquitectura, nos fijamos en algún elemento. La obra debe su belleza a la combinación de detalles, o bien hay un detalle especial tan notable que redime el conjunto de la mediocridad. Pero el rostro humano no se contempla nunca como una suma de detalles. O nos impresiona inmediatamente como un rostro bello en su totalidad, o nos deja indiferentes. Si hablando de una mujer sólo decimos que «tiene unas cejas bellamente arqueadas» es evidente que tuvimos que fijarnos mucho para ver el detalle, y que el resto de sus rasgos apenas despiertan interés.
Puedo decir que Ilaria tenía una tez fina y clara, y que su cabello era de brillante color castaño, pero hay muchas venecianas que tienen el cabello así. Puedo decir que sus ojos eran tan vivos que parecían iluminados desde dentro, en vez de reflejar la luz del exterior. Que al ver su barbilla me entraban ganas de encerrarla en la palma de mi mano. Que su nariz era una de las que yo llamo «de Verona», porque allí es donde más se ven: delgada y pronunciada, pero hermosa, como la fina proa de un bote rápido, con los ojos situados profundamente a cada lado.
Podría alabar en especial su boca. Tenía una forma exquisita y prometía blandura cuando otros labios la apretaran. Pero había algo más. Cuando Ilaria y el cura se levantaron juntos después de sus oraciones e hicieron una genuflexión, ella hizo de nuevo una reverencia y dijo algunas palabras en voz baja. No recuerdo cuáles, pero supongamos que fueran éstas: «Le veré detrás de la capilla, padre, después de las completas». Recuerdo que acabó diciendo «ciao», que es la lánguida manera veneciana de decir schiavo «vuestro esclavo», y me pareció un sistema sorprendentemente familiar de despedirse de un cura. Pero lo importante era el modo con que lo dijo: «Le v-veré detrás de la capilla, p-padre, después de las completas. Ciao». Cada vez que pronunciaba la v o la p tartamudeaba ligerísimamente, y sus labios sobresalían como haciendo pucheros y parecía que esperasen un beso. Era delicioso.
Me olvidé inmediatamente de que mi intención teórica era pedir la absolución de otros errores, y cuando ella salió de la iglesia intenté seguirla. Era imposible que se hubiese dado cuenta de mi existencia, pero abandonó San Marcos de un modo que parecía preparado para impedir cualquier persecución. Avanzó con una rapidez y destreza superiores a las que yo habría demostrado si me hubiese perseguido un sbiro, y después de moverse entre la multitud del atrio desapareció de mi vista. Estupefacto, recorrí todo el circuito exterior de la basílica, y luego subí y bajé por las arcadas que rodeaban la gran piazza. Crucé varias veces transversalmente la misma piazza, sin dar crédito a mis ojos, entre las nubes de palomas y luego la piazzetta más pequeña, desde el campanario hasta los dos pilares del muelle. Volví desesperado a la gran iglesia y escudriñé todas las capillas, el santuario y el baptisterio. Incluso subí compungidamente las escaleras de la loggia donde están los caballos dorados. Finalmente me fui a casa con el corazón desolado.
Después de pasar una noche torturante, volví al día siguiente a repasar la iglesia y sus alrededores. Mi aspecto era sin duda el de un alma en pena que busca consuelo. Y quizá la mujer era un ángel errante que había descendido una sola vez a la tierra, pues no apareció en ningún lugar. Tristemente regresé al barrio de las barcas. Los chicos me saludaron alegremente y Doris me dirigió una mirada desdeñosa. Cuando respondí con un suspiro de pesadumbre, Ubaldo se me acercó solícito y me preguntó qué me pasaba. Le conté que había entregado mi corazón a una dama y que luego la había perdido; todos los chicos se pusieron a reír, excepto Doris, que de repente pareció muy afectada.
—Parece que estos días sólo piensas en largazze —dijo Ubaldo—. ¿Quieres convertirte en el gallo de todas las gallinas del mundo?
—Es una mujer hecha y derecha, no una niña —le dije—. Y es demasiado sublime para que puedas hablar de ella como si fuera una…
—Como si fuera una pota —gritaron a coro varios de los chicos.
—De todos modos —dije con aire aburrido—, en relación a la pota, todas las mujeres son iguales.
Yo era un hombre de mundo y en aquel momento había visto ya un magnífico total de dos mujeres desnudas.
—No estoy muy enterado de esto —dijo un chico pensativamente—. En una ocasión oí a un marinero que había viajado mucho explicar cómo se reconoce a la mujer perfecta para la cama.
—¡Cuéntalo! ¡Cuéntalo! —gritó el coro.
—Cuando está de pie, con las piernas juntas y apretadas, ha de haber un pequeño y diminuto triángulo de luz entre sus muslos y su alcachofa.
——¿Se le ve luz a tu dama? —me pregunto alguien.
—Sólo la he visto una vez, y en la iglesia. ¿Piensas que iba desnuda por la iglesia?
—Bueno, en este caso, ¿se le ve luz a Malgarita?
Yo contesté, seguido por varios chicos más:
—No se me ocurrió mirar.
Malgarita se rió tontamente, y rió de nuevo cuando su hermano dijo:
—Tampoco podías haberlo visto, porque el culo le cuelga demasiado por detrás y el vientre le cuelga por delante.
—¡Miremos a Doris! —gritó uno de ellos—. Hola, Doris. Ponte de pie con las piernas juntas y levanta las faldas.
Doris en lugar de replicar con una impertinencia, como yo hubiera esperado, se echó a sollozar y se fue corriendo.
Todas aquellas chanzas eran sin duda divertidas, y quizá incluso educativas, pero yo pensaba en otras cosas. Les dije:
—Si puedo encontrar de nuevo a mi dama y mostrárosla, quizá vosotros podríais seguirla mejor que yo y decirme dónde vive.
—No, grazie —dijo Ubaldo con firmeza—. Molestar a una dama de alcurnia es como apostar entre los pilares.
Daniele chasqueó los dedos:
—Ahora recuerdo que esta misma tarde, según me dijeron, habrá una frusta en los pilares. Seguramente algún desgraciado que jugó y perdió. Vamos a verlo.
Eso hicimos. Una frusta es un azote en público y los pilares son los que ya he citado, cerca del muelle de la piazzetta de Samarco. Una de las columnas está dedicada a mi santo patrón y la otra al anterior patrón de Venecia, san Teodoro, llamado allí Todaro. En ese lugar se llevan a cabo todos los castigos y ejecuciones de malhechores: «entre Marco y Todaro», como nosotros decimos.
Aquél día el centro de la acción era un hombre que todos nosotros, los chicos, conocíamos, pero sin saber su nombre. Todos le llamaban il Zudìo, que significa tanto el judío como el usurero, y generalmente ambas cosas. Vivía en el burghèto construido aparte para su raza, pero la estrecha tienda donde cambiaba y prestaba dinero estaba en la Mercería, donde nosotros en los últimos tiempos solíamos cometer nuestros robos, y le habíamos visto a menudo acurrucado en su mesa de cambio. Su cabello y su barba parecían una especie de hongo rojo y rizado que empezaba a encanecer; llevaba en su bata larga la insignia redonda y amarilla que le proclamaba judío y el sombrero rojo que le definía como judío occidental.
Entre la multitud se encontraban numerosos representantes de su raza, la mayoría con sombreros rojos, pero algunos con tocados amarillos que demostraban su origen levantino. Probablemente no habrían acudido por propio impulso a ver aun compañero judío azotado y humillado, pero la ley veneciana obliga a todos los judíos adultos a asistir a tales actos. Como es lógico la multitud estaba formada principalmente por no judíos, congregados allí para divertirse, y una proporción insólitamente alta de los presentes eran mujeres.
Habían condenado al zudìo por un delito bastante común: cargar sus préstamos con intereses excesivos, pero se murmuraba su participación en intrigas más picantes. Corría el rumor de que no se limitaba como un razonable prestamista cristiano a tratar con joyas, vajillas de plata y otros objetos de valor, sino que estaba dispuesto a prestar buen dinero a cambio de simples cartas de papel, aunque tenían que ser de tipo indiscreto o comprometedor. Muchas venecianas recurrían a los escribientes para que les escribieran precisamente cartas de ese tipo, o para que les leyeran las que recibían, y quizá las mujeres allí presentes querían contemplar al zudìo y especular con la posibilidad de que tuviera copias comprometedoras de su correspondencia. O quizá, como pasa a menudo con las mujeres, tenían ganas de ver azotar a un hombre.
Acompañaron al usurero hacia el pilar de los azotes varios guardias gastaldi uniformados y su consolador asignado, un miembro de la lega Hermandad de la Justicia. El hermano quería conservar su anonimato en esta misión degradante de consolar a un judío, y llevaba una sotana larga y un capuchón sobre el rostro con dos agujeros para los ojos. Un preco de la Quarantia estaba donde yo había estado el día anterior, en la loggia de San Marcos, con los cuatro caballos, y desde aquella altura leyó con voz retumbante:
—Puesto que el convicto Mordecai Cartafilo se ha comportado muy cruelmente atentando contra la paz del Estado y el honor de la República y la virtud de sus ciudadanos… se le sentencia a recibir trece fuertes golpes de frusta y a ser encerrado luego en un pozzo de la prisión del palacio mientras los Signori della Notte investigan otros detalles de sus crímenes…
Siguiendo la costumbre, preguntaron al zudìo si quería formular alguna objeción a la sentencia, pero éste se limitó a gruñir despreocupadamente:
—Né tibi né catabi.
El desgraciado pudo encogerse fríamente de hombros antes de sentir el látigo, pero actuó de otro modo en los minutos siguientes. Primero gruñó, luego gritó y al final aulló. Yo paseé los ojos por la multitud —los cristianos asentían todos con aprobación y los judíos intentaban mirar a otras partes—, pero mi mirada se detuvo sobre un cierto rostro y quedó fija en él; luego, empecé a deslizarme a través de la apretada multitud para acercarme a mi dama perdida y hallada de nuevo.
Oí un grito detrás mío y la voz de Ubaldo que me llamaba:
—Ola, Marco, ¿no quieres oír la música de la sinagoga?
Pero yo no me volví. No quería arriesgarme a perder de nuevo a la mujer. También ahora iba sin velo para ver mejor la frusta, y mis ojos se regalaron de nuevo con su belleza. Cuando me hube acercado vi que estaba al lado de un hombre alto con capa y capucha echada sobre los ojos; desde luego era tan anónimo como el hermano de la Justicia del pilar de los azotes. Y cuando estuve muy cerca de ellos oí que murmuraba a la dama:
—Entonces fuiste tú quien habló al morro.
—El judío se lo ha merecido —dijo ella, mientras el delicioso puchero se prolongaba brevemente en sus labios.
—Un pollito ante un tribunal de zorros —murmuró él.
Ella rió ligeramente pero sin ganas:
—¿Hubierais preferido, padre, que yo dejara a los p-pollitos ir al confesonario?
Me pregunté si la dama era más joven de lo que yo imaginaba puesto que llamaba padre a todo el mundo. Pero cuando dirigí una mirada de soslayo al capuchón, pude ver gracias a mi menor estatura que era el cura de San Marcos del día anterior. Me extrañó que se paseara ocultando sus hábitos y continué escuchando, pero su conversación inconexa no me dio ninguna pista.
Él dijo con un murmullo de voz:
—Te has cebado en la víctima equivocada. La que podía hablar, no la que pudo haber escuchado.
Ella rió de nuevo y dijo con malicia:
—Nunca dijiste el nombre de esa última persona.
—En ese caso dilo tú —murmuró él—. Dilo al morro y entrega a los zorros un macho cabrío en lugar de un pollito.
Ella denegó con la cabeza:
—Éste individuo, este viejo cabrón, tiene amigos entre los zorros. Necesito un sistema más secreto todavía que el morro.
Él calló un momento. Luego murmuró:
—Bravo.
Supuse que con aquel murmullo estaba aplaudiendo la frusta, cuya actuación estaba acabando en aquel momento después de un último y penetrante aullido de dolor. La multitud empezó a moverse para dispersarse:
Mi dama dijo:
—Sí, investigaré esa posibilidad. Pero ahora —añadió tocando el brazo del hombre bajo la capa— la tal persona se nos aproxima.
Él bajó todavía más su capuchón sobre el rostro y se movió con la multitud separándose de la mujer. Se puso al lado de ella otro hombre, de cabello gris, rostro enrojecido y ropa tan fina como la suya. Quizá éste era su padre de verdad, pensé yo. El hombre le dijo:
—Vaya, aquí estás, Ilaria. ¿Cómo pudimos perdernos?
Fue entonces cuando oí por primera vez su nombre. Ilaria y el hombre mayor se marcharon juntos. Ella charlaba animadamente comentando «lo bien que ha trabajado la frusta, y lo perfecto que ha sido el día para esto», junto con otras típicas observaciones femeninas. Me separé lo suficiente de ellos para no despertar la atención, pero los seguí como si me tiraran de una cuerda. Temí que andarán solamente hasta el muelle y que allí tomaran el batèlo o la góndola del hombre. De ser así me hubiese costado mucho seguirlos. Todos los espectadores que no disponían de un bote propio estaban compitiendo para alquilar uno. Pero Ilaria y su acompañante se fueron hacia el otro lado y atravesaron la piazzetta hacia la piazza principal, evitando la multitud y siguiendo el muro del palacio del Dogo.
El rico traje de Ilaria rozó los morros de las máscaras leoninas de mármol que sobresalen del muro del palacio, a la altura de la cintura. Son lo que los venecianos llamamos musi da denonzie secrete, y hay uno por cada tipo de crimen: contrabando, evasión de impuestos, usura, conspiración contra el Estado, etc. Los morros tienen ranuras en lugar de bocas y al otro lado de ellas, dentro del palacio los agentes de la Quarantia están agazapados como arañas esperando que una telaraña dé un tirón. No tienen que esperar mucho entre cada alarma. A lo largo de los años estas ranuras de mármol se han ido ensanchando y alisando con el roce, porque innumerables manos han deslizado en su interior mensajes anónimos imputando crímenes a enemigos, a acreedores, a amantes, a vecinos, a parientes carnales e incluso a gente totalmente desconocida. Los acusadores permanecen en el anonimato y pueden acusar sin pruebas, y además la ley deja poco margen para la malicia, la calumnia, la frustración y el despecho, por lo que son los acusados quienes deben mostrar su inocencia. No es fácil conseguirlo, y raramente se puede hacer.
El hombre y la mujer dieron la vuelta a dos lados de la plaza porticada, mientras yo los seguía lo bastante de cerca para escuchar su charla anodina. Luego entraron en una de las casas de la misma piazza y la actitud de los criados que abrieron la puerta me demostró que vivían allí. Éstas casas, situadas en el corazón mismo de la ciudad, tienen fachadas poco decoradas y no reciben el nombre de palacios. Se las llama «casas mudas», porque su simplicidad exterior no delata la riqueza de sus ocupantes, que figuran entre las familias más antiguas y nobles de Venecia. Por lo tanto también yo guardaré silencio sobre el nombre de la casa donde entró Ilaria, y así evito el peligro de deshonrar el nombre de esa familia.
Durante esa breve vigilancia me enteré de dos cosas más. Los fragmentos de conversación demostraban, incluso para una mente entontecida como la mía, que el hombre de cabello gris no era el padre de Ilaria sino su marido. Eso me causó cierta pena, pero me animé pensando que una mujer joven con un marido viejo debería abrirse fácilmente a las atenciones de un hombre más joven, como yo.
El otro elemento de la conversación que capté fue una referencia a la festa que debía celebrarse la semana siguiente, el Samarco dei Bócoli. (Debería haber indicado que el mes era abril, y que el veinticinco de abril es la fiesta de San Marcos. En Venecia ese día se celebra siempre con una fiesta de flores, de alegría y de mascarada dedicada a «san Marcos de los Brotes». Ésta ciudad gusta mucho de las fiestas, y recibe con especial alegría ese día porque es la primera fiesta que llega cada año después del Carnevale, que puede haberse celebrado dos meses antes).
El hombre y la mujer hablaron de los trajes que les estaban haciendo y de los distintos bailes a los que habían sido invitados, y sentí otra punzada en el corazón porque esos festejos se celebrarían detrás de unas puertas cerradas para mí. Pero luego Ilaria dijo que también deseaba participar en los paseos al aire libre a la luz de las antorchas. Su marido le hizo algunas objeciones gruñendo y quejándose del gentío y de los apretones que sufriría «entre el vulgo», pero Ilaria insistió riendo, y mi corazón latió de nuevo con esperanza y decisión.
Cuando hubieron desaparecido dentro de su casa muta, corrí a una tienda que conocía cerca del Rialto. En la entrada colgaban máscaras de tela, de madera y de cartapesta, rojas, negras, blancas y de color carne, de formas grotescas, cómicas, demoníacas y naturales. Irrumpí en la tienda y grité al fabricante de máscaras:
—¡Hacedme una máscara para la festa Samarco! Una máscara que me dé un aspecto hermoso pero viejo. Quiero aparentar más de veinte años. Pero que se me vea bien conservado, viril y galante.
6
Sucedió, pues, que en aquella mañana de fines de abril, el día de la festa, me vestí con mi mejor traje sin que tuviera que decírmelo ninguno de los criados. Me puse un doublet de terciopelo cereza y pantalones de seda color lavanda, y mis zapatos rojos cordobeses que tan poco usaba, y por encima una capa pesada de lana destinada a disimular mi delgada finura. Oculté mi máscara debajo de la capa, salí de la casa y me fui a probar mi mascarada con los niños de las barcas. Cuando estuve cerca de su barcaza saqué la máscara y me la puse. Tenía cejas y un bigote gallardo de pelo auténtico, y su rostro era la cara nudosa y curtida por el sol de un marinero que ha recorrido medio mundo.
—Olà, Marco —dijeron los chicos—. Sana capàna.
—¿Me reconocéis? ¿Se ve que soy Marco?
—Bueno. Ahora que lo dices… —replicó Daniele—. No, no te pareces mucho al Marco que conocemos. ¿A quién crees que se parece, Boldo?
Yo le corté impaciente:
—¿No parezco un marinero de más de veinte años?
—Pues… —dijo Ubaldo—. Quizá un marinero bajito…
—A veces no dan mucha comida a bordo —dijo Daniele animándome—. Podrías haberte quedado así por culpa de la comida.
Me sentí muy molesto. Cuando Doris salió de la barcaza y dijo sin más: «Olà, Marco», di media vuelta para gritarle algo, pero lo que vi me detuvo.
También ella se había disfrazado en honor del día. Se había lavado aquel cabello de tono indeterminado y había aparecido un hermoso cabello de color oro pajizo. Se había lavado la cara y se la había empolvado con un atractivo color pálido, como las venecianas adultas. También llevaba un traje femenino largo, de brocado, cortado y rehecho a partir de uno de los trajes de mi madre. Doris dio una vuelta para que las faldas se arremolinaran y me preguntó tímidamente:
—¿No soy tan fina y bonita como la lustrisima dama de tu amor, Marco?
Ubaldo masculló algo sobre «todas estas damas y gentilhombres enanos», pero yo me quedé mirando a Doris a través de los ojos de la máscara.
Doris insistió:
—¿Me sacarás a pasear en este día de fiesta, Marco?… ¿De qué te ríes?
—De tus zapatos.
—¿Qué? —preguntó ella en un susurro, bajando la mirada.
—Me río porque ninguna dama ha llevado nunca estos horribles tofi de madera.
Doris puso una cara indescriptiblemente ofendida y se retiró de nuevo a la barcaza. Yo me entretuve con los chicos hasta que me aseguraron, medio convenciéndome que nadie descubriría que yo era un chico, excepto quienes estaban ya enterados de ello. Luego los dejé y me fui a la piazza San Marcos. Era demasiado pronto, y aún no había salido de casa ningún participante en la fiesta. Dona Ilaria no había descrito su traje mientras yo la espiaba; podía ir tan disfrazada como yo, y por lo tanto para reconocerla era preciso que vigilara delante de su puerta y la viera salir hacia el primero de sus bailes.
Podía haber despertado sospechas si me quedaba en aquel extremo de los soportales como un ratero novato de extraordinaria estupidez, pero afortunadamente no era yo la única persona en la piazza vestida de modo sorprendente. Debajo casi de cada arco un matacin o un montimbanco disfrazados estaban montando sus plataformas para exhibir sus talentos mucho antes de que llegaran los espectadores. Se lo agradecí, porque así tuve algo que mirar aparte de la entrada de la casa muta.
Los montimbanchi, embutidos en trajes como de médico o de astrólogo, pero con mayor profusión de estrellas, lunas y soles, ejecutaban varios pases de conjuro o hacían girar el manubrio de un ordegnogorgia para atraer con la música a los paseantes. Cuando conseguían captar la atención de alguien empezaban a pregonar a voz en grito sus remedios: hierbas secas, líquidos de color, hongos de leche de luna o cosas semejantes. Los matacini aparecían todavía más resplandecientes con sus brillantes caras pintadas y sus trajes de cuadros, diamantes y parches, y lo único que podían ofrecer era su agilidad. Saltaban por encima de sus plataformas y dentro y fuera de ellas, ejecutando enérgicas acrobacias y danzas del sable, contorsionándose con fantásticas evoluciones, haciendo malabarismos con pelotas y naranjas o saltando el uno sobre el otro. Se paraban luego para recobrar el aliento y pasaban el sombrero para recoger unas monedas.
A medida que avanzaba el día llegaron más actores y ocuparon otros lugares en la piazza, también llegaron vendedores de confeti y dulces y bebidas refrescantes, y aumentó asimismo el número de paseantes normales, que sin embargo no llevaban todavía sus atuendos de fiesta. Estos paseantes se congregaban alrededor de una plataforma para contemplar las habilidades de un montimbanco o escuchar a un castròni cantando barcarole con acompañamiento de laúd, y cuando el artista empezaba a pasar su sombrero o a ofrecer sus mercancías, se trasladaban a otra plataforma. Muchas de estas personas tras pasar de un artista a otro llegaban a donde yo estaba al acecho con mi máscara y mi capa; entonces se quedaban parados delante mío mirándome con la esperanza de que hiciera algún número extraordinario. Su actitud era torturante, porque ante ellos sólo podía sudar (aquel día de primavera el calor apretaba más de la cuenta) y adoptar la actitud de algún criado apostado en aquel lugar que esperaba pacientemente a su amo.
El día iba avanzando de forma interminable mientras yo deseaba con toda el alma que mi capa fuera más ligera; sentía impulsos feroces de matar a todo el millón de palomas indignas que revoloteaban por la piazza y agradecía de todo corazón cualquier diversión nueva que se me presentaba. Los primeros ciudadanos que llegaron con algo distinto a las prendas habituales fueron de los gremios de las artes, vestidos con sus trajes de ceremonia. El arte de los médicos, cirujanos-barberos y boticarios llevaba altos sombreros cónicos y trajes flotantes. El gremio de los pintores e iluminadores llevaba vestiduras que podían haber sido simples telas, pero que estaban adornadas con mucha fantasía con hojas de oro y colores. El arte de los curtidores y artesanos del cuero llevaba delantales de cuero con dibujos decorativos no pintados ni cosidos sino marcados con hierro candente…
Cuando se hubieron reunido todos los gremios en la piazza, salió de su palacio el dogo Ranieri Zeno, y aunque su traje público nos era bien conocido, a mí y a todo el mundo, su lujo no desmerecía de cualquier festividad. Llevaba la scufieta blanca sobre la cabeza y la capa de armiño sobre el jubón dorado, cuya cola sostenían tres criados vestidos con la librea ducal. Detrás suyo emergió la comitiva del Consejo y de la Quarantia y otros nobles y funcionarios, todos ricamente ataviados. Luego salió una banda de música, llevando en silencio sus laúdes, flautas y rabeles, avanzando con paso medido hasta el muelle. El buzino dóro del dogo, con sus cuarenta remeros, acababa de deslizarse al lado del muelle y la procesión subió a bordo. Cuando la resplandeciente barca se hubo alejado por el agua los músicos empezaron a tocar. Siempre hacen lo mismo porque saben que la música adquiere una dulzura especial cuando llega a tierra saltando por encima de las ondas.
El crepúsculo coincidió con la hora de compieta y los lampaderi empezaron a recorrer la piazza encendiendo los cestos de antorchas colgados sobre los arcos. Yo permanecía aún a la vista de la puerta de Ilaria. Tenía la sensación de haber estado allí toda la vida, y me sentía débil por el hambre, porque no me había apartado ni para ir a una parada de frutas, pero estaba dispuesto a esperar el resto de mi vida si era preciso. Por lo menos en aquella hora mi presencia no era tan visible: la plaza estaba ya llena de gente, y la mayoría de paseantes llevaban un disfraz u otro.
Algunos bailaban al son de la música distante de la banda del dogo, otros cantaban acompañando la voz atiplada de los castròni, pero la mayoría se limitaban a dar vueltas exhibiendo sus aderezos y mirando los de los demás. Los jóvenes se echaban confeti, que son trocitos de dulces y cáscaras de huevo llenas de aguas perfumadas. Las muchachas mayores llevaban naranjas y esperaban descubrir algún favorito galante para tirarle una. Se supone que esta costumbre conmemora la naranja que Júpiter regaló en su boda a Juno, y un joven puede considerarse un Júpiter muy favorecido si su Juno al tirarle la naranja lo hace con fuerza suficiente para ponerle un ojo a la funerala o romperle un diente.
Luego, a medida que aumentaba la oscuridad llegó del mar el caligo, la niebla salada que por la noche envuelve a menudo Venecia, y yo empecé a agradecer mi capa de lana. Dentro de esta niebla las antorchas colgadas dejaron de ser cestos de hierros envueltos en llamas para convertirse en globos de luz de bordes suaves suspendidos mágicamente en el espacio. La gente de la piazza pasó a transformarse en simples borrones de niebla, más oscuros y coherentes, que se movían a través de la misma niebla. Pero al pasar entre mí y uno de los globos de luz de las antorchas, estos borrones irradiaban rayos y bordes extravagantes de sombra que parpadeaban como hojas negras de espadas acuchillando la niebla gris. Sólo cuando algún paseante se me aproximaba mucho se convertía brevemente en algo sólido, para disolverse acto seguido. Ante mí, como salido de un sueño, se materializaba un ángel: una chica de oropel y gasa con ojos risueños que se fundía y transformaba en una visión de pesadilla, un Satanás con cuernos y cara pintada de rojo.
De repente, la puerta que tenía detrás se abrió y la luz brillante de una lámpara rasgó la niebla gris. Me volví y vi dos sombras recortadas contra su brillo, que se resolvieron y se transformaron en mi dama y su marido. Sin duda de no haber permanecido apostado al lado de la puerta no hubiese podido reconocer a ninguno de los dos. Él se había transformado en uno de los personajes corrientes de la mascarada, el médico cómico dotòr Balanzón. Pero Ilaria había cambiado tanto que de momento no pude determinar de qué se había disfrazado. Una mitra blanca y dorada ocultaba su oscuro cabello, una escueta máscara dòmino ocultaba sus ojos, y el alba, la casulla, la capa pluvial y la estola convertían su fina figura en una forma regordeta y redondeada. Luego comprendí que iba adornada como la antigua fémina Pope Zuána. Su traje debió de costar una fortuna, y temí que aquello pudiese costarle una severa penitencia si algún clérigo auténtico la descubría disfrazada como la legendaria papisa.
Cruzaron la plaza entre aquel caldo humano e inmediatamente se dejaron llevar por el espíritu de la fiesta: ella tiraba confeti como un cura que aspersiona el agua bendita, él los distribuía como hace un mèdego con sus dosis. Su góndola los esperaba a la orilla de la laguna, entraron en ella, y el bote partió hacia el Gran Canal Dude un momento y al final decidí no llamar un bote para seguirlos. El caligo era ya tan denso que todas las embarcaciones se movían con mucho cuidado, cerca de la orilla. Me resultó más fácil seguir a mi presa con la mirada y perseguirla andando al trote a lo largo de las calles que bordean los canales, parándome en ocasiones en un puente para ver qué canal tomaría la góndola cuando la ruta divergía. Caminé mucho aquella noche mientras Ilaria y su consorte iban de un gran palazzo y casa muta a otro. Pero me pasé mucho más tiempo esperando delante de esos lugares acompañado por los gatos rondadores mientras mi dama disfrutaba de las fiestas del interior.
Me apostaba en la salada niebla, tan espesa ya que cuajaba y goteaba de los aleros y arcos y de la punta de la nariz de mi máscara. Oía la música apagada que llegaba de la casa y me imaginaba a Ilaria bailando la furiana. Me apoyaba contra muros de piedra resbaladizos y empapados y miraba con envidia los cristales de las ventanas detrás de los cuales la luz de las velas rompía la oscuridad. Me sentaba sobre balaustradas frías y húmedas de los puentes y mientras sentía gruñir mi estómago me imaginaba a Ilaria mordisqueando delicadamente pasteles de scalete y buñuelos de bigné. Me ponía de pie y golpeaba el suelo con mis entumecidos pies, maldiciendo de nuevo mi capa, que pesaba cada vez más y que notaba húmeda y fría contra mis tobillos. A pesar de sentirme empapado y triste, me erguía e intentaba adoptar un aire de inocente y divertido paseante cuando otros personajes enmascarados aparecían de repente entre el caligo y me dirigían saludos de borracho: un bufón cacareante, un corsàrov fanfarrón, tres muchachos cabriolando juntos disfrazados de las tres emes, mèdego, músico y majareta.
En las noches de fiesta no se toca el coprifuoco en la ciudad, pero después de llegar al tercer o cuarto palacio de la noche y mientras yo esperaba empapado en el exterior, oí tocar todas las campanas de las iglesias. Como si aquello fuera una seña, Ilaria se deslizó a la calle desde el salón de baile y se fue directamente donde yo permanecía agazapado, en un hueco del muro de la casa, envuelto en mi capa y con el capuchón puesto. Ella llevaba todavía sus vestiduras papales, pero se había quitado el dómino.
Dijo en voz baja «Caro là», el saludo que sólo utilizan los amantes, y yo quedé rígido como una estatua. Su aliento tenía el dulce olor del licor de avellanas bevarin cuando murmuró entre los pliegues de mi capuchón:
—El viejo cabrón está borracho ya, y no vendrá a… Dio me varda! ¿Quién eres? —agregó, retrocediendo.
—Mi nombre es Marco Polo —dije—. He estado siguiendo…
—¡Me han descubierto! —gritó, tan fuerte que temí que pudiera oírla algún esbirro—. ¡Tú eres su bravo!
—No, no, señora mía. —Me levanté y me quité el capuchón. Puesto que mi máscara de marinero la había asustado tanto, también me la quité—. No soy de nadie sino únicamente de vos.
Ella retrocedió un paso más, con los ojos llenos de desconfianza:
—¡Eres un muchacho!
No podía negarlo, pero sí atenuarlo:
—Con la experiencia de un hombre —dije rápidamente—. Os he amado y os he buscado desde el día en que os vi.
Sus ojos se entornaron mientras me examinaba con mayor detenimiento.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Estaba esperándoos —balbucí— para poner mi corazón a vuestros pies y mi brazo a vuestro servicio y mi destino en vuestras manos.
Ella miró nerviosamente a su alrededor:
—Ya tengo pajes suficientes. No quiero contratar tus servicios…
—¡Nunca contratar! —declaré—. Por amor de mi dama la serviré siempre.
Yo esperaba quizá una mirada de dulce rendición. Pero la que me dirigió era más bien una mirada de exasperación.
—Ya es la hora de completas —dijo—. ¿Dónde está…? ¿Has visto a alguien más por aquí? ¿Estás solo?
—No, no lo está —dijo otra voz, una voz muy tranquila.
Di la vuelta y comprendí que había tenido muy cerca de mi nuca la punta de una espada. En aquel momento se estaba retirando en la niebla y percibí una chispa de acero frío y goteante que desaparecía debajo de la capa de quien la había desenvainado. La voz me había parecido la del cura conocido de Ilaria, pero los curas no llevan espadas. Antes de que yo o ella pudiésemos hablar, la figura encapuchada murmuró de nuevo:
—Veo por vuestro atavío, señora, que esta noche vais de mofador. Así sea. Ahora el mofador ha sido mofado. Éste joven intruso desea ser el bravo de una dama, y os servirá sin paga sólo por amor. Dejad que así sea, y ésta será vuestra penitencia por la mofa.
Ilaria dio un grito sofocado y empezó a decir:
—¿Estáis sugiriendo…?
—Estoy absolviendo. Se os perdona ya todo lo que debe hacerse. Y una vez eliminado el obstáculo mayor, será más fácil eliminar un obstáculo más pequeño.
Dicho esto, la forma retrocedió en la niebla, se fundió con ella y desapareció. Yo no tenía idea de lo que el forastero intentaba decir, pero comprendí que había hablado en favor mío, y se lo agradecí. Me volví de nuevo hacia Ilaria, que me estaba contemplando con una triste mirada de apreciación. Su delgada mano se introdujo en su traje, sacó el dòmino y lo puso delante de sus ojos como sí quisiera ocultar algo.
—¿Tu nombre es… Marco? —Yo incliné la cabeza y contesté que así era—. Dices que me has seguido. ¿Sabes cuál es mi casa? —Murmuré un sí—. Ven mañana a v-verme, Marco. Por la puerta del servicio. A la hora de mezza-vespro. No me falles.
7
No le fallé, por lo menos en cuestión de puntualidad. Me presenté en la tarde siguiente, como me había ordenado, y una vieja bruja abrió la puerta del servicio. Sus ojuelos eran tan desconfiados como si conociera todos los secretos vergonzosos de Venecia, y me hizo entrar en la casa con tanto desagrado como si yo fuera uno de los peores. Me condujo escaleras arriba, me hizo pasar por una sala, señaló una puerta con un marchito dedo y me dejó. Llamé al panel y dona Ilaria abrió la puerta. Entré y ella pasó el pestillo detrás de mí.
Dijo que me sentara, y luego se paseó arriba y abajo delante de mi silla, contemplándome pensativamente. Llevaba un traje cubierto con lentejuelas de color dorado que brillaban como las escamas de una serpiente. Era un traje ceñido y su andar era sinuoso. La dama presentaba un aspecto reptiliano y peligroso, pero se retorcía continuamente las manos revelando así la preocupación que le causaba estar los dos solos y juntos.
—He estado pensando en ti desde la noche anterior —dijo. Yo quise hacerme eco con alegría de estas palabras, pero no salió ningún sonido de mi boca, y ella continuó hablando—: Dices que decidiste servirme, y desde luego p-puedes rendirme un servicio. Dices que lo harías p-por amor, y he de confesar que esto despierta mi… mi curiosidad. Pero supongo que sabes que tengo un marido.
Tragué saliva ruidosamente y contesté que sí, que lo sabía.
—Es mucho mayor que yo y está amargado por la edad. Tiene celos de mi juventud y siente envidia de todo lo joven. También tiene un carácter violento. Es evidente que no puedo poner a mi servicio a un hombre… a un hombre joven, ni menos disfrutar del amor de un joven. ¿Entiendes? Podría desearlo, incluso morirme de ganas, pero no puedo, porque estoy casada.
Medité un momento la cuestión, luego carraspeé y dije lo que me pareció evidente:
—Un marido viejo morirá pronto y vos seréis todavía joven.
—¡Lo entiendes! —Dejó de retorcer sus manos y dio unas palmadas, aplaudiéndome—. Eres listo y rápido a pesar de ser tan… tan joven.
Inclinó a un lado la cabeza para mirarme con admiración y agregó:
—O sea que morirá pronto, ¿no es cierto?
Me levanté muy abatido, suponiendo que estábamos de acuerdo en que debíamos esperar simplemente a que su viejo y cascarrabias marido muriese para poder mantener nuestras tan deseadas relaciones. No me apetecía nada tanto aplazamiento, pero como había dicho Ilaria, los dos éramos jóvenes. Podíamos aguantarnos un tiempo.
Sin embargo antes de que llegara a la puerta se vino hacia mí y se quedó muy cerca. De hecho se apretó contra mí y mirándome a los ojos me preguntó en voz muy baja:
—¿Cómo lo harás?
Tragué saliva y dije roncamente:
—¿Que cómo lo haré, señora?
Ella rió con aire conspirador.
—¡Desde luego eres discreto! Pero creo que debo saberlo, porque habrá que hacer algunos preparativos para asegurar que yo no… Sin embargo esto puede esperar. De momento imaginemos que te haya preguntado cómo vas… a amarme.
—¡Con todo mi corazón! —exclamé.
—Ah, claro, también con esto, esperemos. Pero supongo, y no vayas a escandalizarte, Marco, que también me amarás con alguna otra parte de ti, ¿no?
Cuando vio la expresión que debió de dibujarse en mi cara, se echó a reír alegremente.
Se me atragantó algo en el cuello, tosí y le dije:
—Me han enseñado personas de experiencia. Cuando estéis libre y podamos hacer el amor, sabré a qué atenerme. Os aseguro, señora, que no haré el ridículo.
Ella arqueó las cejas y dijo:
—¡Muy bien! Me han cortejado con promesas de muchas delicias diferentes, pero ninguna como ésta. —Me escudriñó de nuevo a través de unas pestañas que eran como garras dirigidas a mi corazón—. En este caso demuéstrame cómo evitas hacer el ridículo. Te debo por lo menos una buena paga por tu servicio.
Ilaria levantó las manos hasta sus hombros y se desabrochó de algún modo su jubón de serpiente dorada. La prenda se deslizó hasta su cintura y aparecieron ante mis ojos sus pechos de leche y rosas. Supongo que intenté agarrarla tratando simultáneamente de arrancarme el traje, porque ella soltó un gritito:
—¿Quién te ha enseñado, muchacho? ¿Una cabra? Ven a la cama.
Intenté reprimir mi ansia adolescente con un decoro viril, pero la cosa se hizo más difícil cuando los dos estuvimos ya en la cama y totalmente desnudos. El cuerpo de Ilaria estaba a mi disposición para que saboreara todos sus incitantes detalles, e incluso un hombre más fuerte que yo hubiese preferido abandonar todo freno. Pintada en leche y rosas, fragante como leche y rosas, suave como leche y rosas, su carne era tan bellamente distinta del basto material de Malgarita y Zulià que no pude evitar mordisquearla para ver si su gusto era tan delicioso como su aspecto, su olor y su tacto.
Así se lo dije, y ella sonrió y se estiró lánguidamente mientras cerraba los ojos y me decía:
—Muerde, p-pues, p-pero suavemente. Hazme todas las cosas interesantes que has aprendido.
Mi dedo tembloroso recorrió su cuerpo a todo lo largo, desde el borde de sus cerradas pestañas pasando por su bella nariz de Verona; por sus labios que hacían pucheros, por su barbilla y su satinado cuello, por la curva de un firme pecho y su fresco pezón, por su suave y redondo vientre hasta el nacimiento del fino pelo de debajo, y mientras tanto ella se retorcía y maullaba de placer. Para demostrarle que sabía muy bien cómo se hacían las cosas, le dije con una suave seguridad:
—No voy a tocarte la pota, por si acaso tienes que mear.
Todo su cuerpo se contrajo, sus ojos se abrieron de golpe y exclamó irritada «Amoredèi!» mientras se soltaba de mi mano y se apartaba bruscamente de mí. Me lanzó una vibrante mirada y luego me pregunto:
—¿Quién te enseñó a ti, asenazzo?
Y yo, el asno, murmuré:
—Una chica de las barcas.
—Dio v’agiuta —suspiró ella—. Mejor una cabra.
Se recostó de nuevo, pero de lado, apoyando la cabeza en una mano para mirarme.
—Ahora tengo realmente curiosidad —dijo—. Puesto que no debo… excusarme, ¿qué haces luego?
—Pues yo —dije desconcertado— meto mi, ya sabes, mi cirio dentro de tu… bueno, y lo muevo. Metiendo y sacando. Y eso es lo que hago. —Siguió un terrible silencio de duda y añadí inquieto—: ¿No es así?
—¿Crees en serio que todo se reduce a eso? ¿Una melodía a una cuerda? —Movió la cabeza lentamente, maravillada. Yo empecé a retirarme—. No, no te vayas. No te muevas. Quédate donde estás y deja que te enseñe como es debido. Para empezar…
Me sorprendió, pero agradablemente, saber que hacer el amor debería ser como hacer música, y que «para empezar» los dos músicos deben comenzar la tocata lejos de sus instrumentos principales, utilizando en su lugar los labios y las pestañas y los lóbulos de las orejas, y que la música debe dar placer incluso en su inicio pianisimo. La música subió a vivace cuando Ilaria introdujo como instrumentos sus prominentes pechos y sus pezones suavemente rígidos, y me acarició incitándome a que utilizara la lengua en lugar de los dedos para sacar notas de ellos. Con aquel pizzicato ella cantó literalmente y su voz acompañó la música.
En un breve intervalo entre estos coros, me informó con una voz que apenas era un susurro:
—Acabas de oír el himno del convento.
Me enteré también de que las mujeres poseen realmente la lumaghèta de la cual me habían hablado, y que el término no es correcto en sus dos sentidos. La lumaghèta es una cosa que desde luego se parece algo a un pequeño caracol, pero su función se parece más a la de la clave que utiliza el tocador de laúd para afinarlo. Cuando Ilaria me hubo demostrado personalmente cómo se manipula la lumaghèta de modo delicado y hábil, conseguí que ella entera soñara y tañera y vibrara deliciosamente como un laúd verdadero. También me enseñó a hacer otras cosas, que no podía hacerse a sí misma, y que nunca se me hubiesen ocurrido. Por ejemplo a veces yo la toqueteaba con mis dedos como a los trastes de una viella, y al instante siguiente utilizaba mis labios sobre ella como si tocara una dulzaina, y luego movía rápidamente la lengua como si fuera un flautista tocando su instrumento.
No fue hasta muy entrado el divertimento de aquella tarde que Ilaria me indicó que juntáramos nuestros instrumentos principales, y tocamos al unísono, y la música subió en crescendo hasta un clímax terrible de tuti fortisimi. Luego nos dedicamos a repetirlo, una y otra vez, durante el resto de la tarde. Después tocamos varias codas, que fueron en progresivo diminuyendo, hasta que quedamos prácticamente vacíos de música. Permanecimos entonces tranquilamente uno al lado del otro, disfrutando de los ecos cada vez más débiles del tremolo… dolce, dolce…, dolce…
Cuando hubo pasado algún rato, se me ocurrió hacerle una pregunta galante:
—¿Quieres dar unos saltos por aquí y estornudar?
Tuvo un ligero sobresalto, me miró de lado y murmuró algo que no pude entender. Luego dijo:
—No, grazie, no quiero, Marco. Quiero hablar ahora de mi marido.
—¿Por qué nublar el día? —protesté—. Descansemos un poco más, y luego veamos si podemos tocar otra canción.
—¡Oh, no! Mientras continúe casada seré una mujer casta. No volveremos a hacerlo hasta que mi marido haya muerto.
Antes, cuando impuso esa condición, yo había asentido. Pero ahora tenía una muestra del éxtasis que me aguardaba, y la idea de esperar se me hacía insoportable. Le dije:
—Esto puede durar años, por viejo que él sea.
Ella clavó su mirada en mí y dijo con tono cortante:
—¿Por qué durar? ¿Qué medios pretendes usar?
—¿Yo? —pregunté desconcertado.
—¿P-piensas seguirle continuamente como hiciste la noche anterior? ¿Piensas molestarle así hasta que se muera?
La verdad empezó a filtrarse a través de mi espesa mente. Le pregunté asustado:
—¿Dices en serio que hay que matarle?
—Digo que hay que matarle en serio —contestó con un escueto sarcasmo—. ¿De qué crees que estuvimos hablando, asenazzo, cuando decidimos que me harías un servicio?
—Pensé que hablabas de… esto —y le toqué tímidamente aquel punto.
—De esto basta. —Y con un movimiento se apartó algo de mí—. Por cierto, si quieres utilizar el lenguaje vulgar, llámalo por lo menos mi mona. No suena tan terrible como la otra palabra.
—¿Y ya no podré tocarte más la mona? —pregunté con tristeza—. ¿Hasta que te haga aquel servicio?
—Los despojos para el vencedor. Has tenido la suerte de pulir tu stilèto, Marco, pero otro bravo podría ofrecerme una espada.
—Un bravo —dije reflexionando—. Sí, un acto así me convertiría en un bravo auténtico, ¿no es cierto?
Ella contestó persuasivamente:
—Y yo preferiría mucho más amar a un valiente bravo que a un asaltante furtivo de esposas ajenas.
—En un armario de casa hay una espada —murmuré para mí—. Debió de pertenecer a mi padre o a uno de sus hermanos. Es vieja, pero la guardan afilada y brillante.
—No te acusarán de nada, ni siquiera sospecharán de ti. Como todo hombre importante, mi marido tiene muchos enemigos. Personas de su misma edad y posición. Nadie sospechará de un simple… quiero decir de un hombre más joven, que carece de motivos discernibles para quitarle la vida. Te bastará con acercarte a él en la oscuridad, cuando esté solo, y asegurarte de que tu golpe sea certero y de que él no sobreviva lo suficiente para describirte…
—No —le interrumpí—, lo mejor sería encontrarle en una reunión con gente de su rango, donde estuviesen sus enemigos reales. Yo, en estas circunstancias, sin que nadie me viese, podría… Pero no.
De repente comprendí que estaba planeando un asesinato y acabé diciendo sin fuerza:
—Probablemente sería imposible.
—No sería imposible para un b-bravo auténtico —dijo Ilaria con un susurro de paloma—. No lo sería con un premio tan generoso.
Se acercó de nuevo hacia mí y continuó acercándoseme, tentándome con la promesa de aquel premio. Esto despertó en mí varias emociones en conflicto, pero mi cuerpo reconoció sólo una de ellas y levantó su batuta para tocar un saludo de fanfarra.
—No —dijo Ilaria apartándome y adoptando un tono muy práctico—. Una maistra de música puede dar su primera lección gratis, para indicar lo que puede aprender el alumno. Pero si quieres otras lecciones de ejecución más avanzada, has de ganártelas.
Ella actuaba de forma inteligente al rechazarme sin haberme saciado completamente. Al final me fui de la casa, pasando de nuevo por la puerta de los criados, con el corazón palpitándome casi dolorosamente, y tan excitado como si ella no me hubiese satisfecho en absoluto. Aquélla batuta mía me guiaba y me dirigía, por así decirlo, y su inclinación me conduciría de nuevo al emparrado de Ilaria, fueran cuales fueren sus exigencias. Pareció como si otros hechos conspiraran para llevarme a ese mismo fin. Cuando di la vuelta a la manzana de casas y llegué a la piazza Samarco, la encontré llena de gente que hablaba excitada, y un banditore uniformado proclamó la noticia:
El dogo Ranieri Zeno había sufrido un ataque repentino aquella misma tarde en las habitaciones de su palacio. El dogo había fallecido. Se había convocado el Consejo para votar un sucesor a la corona ducal. Toda Venecia observaría tres días de luto antes de celebrarse el funeral del dogo Zeno.
«Bueno —pensé mientras seguía mi camino—, si un gran dogo puede morir, ¿por qué no un noble de menor categoría?». Además pensé que las ceremonias fúnebres obligarían a celebrar más de una reunión de todos aquellos nobles inferiores. Entre ellos estaría el de mi dama y sin duda estarían algunos de sus enemigos y, como ella había sugerido.
8
El difunto dogo Zeno permaneció expuesto durante tres días en su palacio; de día lo visitaban sus respetuosos ciudadanos y de noche lo velaban veladores profesionales. Pasé casi todo ese tiempo en mi habitación, practicando con la vieja pero aún digna espada hasta conseguir cortar y atravesar sin falla maridos fantasmas. Lo más difícil era la simple tarea de llevar la espada conmigo, pues era casi tan larga como mi pierna. No podía deslizarla desenvainada bajo mi cintura u otro lugar porque al andar se me podía clavar en el pie. Para llevarla por la calle tenía que meterla en su vaina y esto dificultaba todavía más su manejo. Además, para ocultarla tendría que llevar mi capa larga y envolverme en ella, y esto me impediría sacar rápidamente la espada y dar la estocada.
Mientras tanto, concebía astutos planes. En el segundo día de duelo escribí una nota dibujando cuidadosamente las letras con mi mano de escolar: «¿Asistirá él al funeral y a la proclamación?». Estudié la frase críticamente y luego subrayé la palabra él para que no hubiera duda sobre la persona referida. Tracé penosamente mi propio nombre debajo, para que no hubiera confusión sobre el autor de la nota. No la confié a ningún criado sino que la llevé yo mismo a la casa muta, y esperé otro rato interminable hasta que vi salir a él de la casa vestido con su traje negro de luto. Di la vuelta hasta la puerta de detrás, entregué la nota a la vieja portera y le dije que esperaba respuesta.
Al cabo de un rato la vieja volvió. No me entregó ninguna respuesta, pero con su dedo huesudo hizo ademán de que la siguiera. Me llevó de nuevo hasta las habitaciones de Ilaria, y encontré a mi dama estudiando el papel. Parecía algo aturdida, no me recibió con ningún saludo cariñoso y se limitó a decirme:
—Sé leer, claro, pero no entiendo tu maldita letra. Léemelo.
Así lo hice y ella contestó afirmativamente: su marido como todos los demás miembros del Gran Consejo veneciano asistiría tanto a los ritos funerarios del difunto dogo como a la proclamación del nuevo dogo una vez elegido.
—¿Por qué me lo pides?
—Porque así tengo dos oportunidades. Intentaré cumplir con mi… servicio… en el día del funeral. Si me resulta imposible por lo menos sabré cómo actuar mejor en la siguiente reunión de nobles.
Ella me quitó el papel y lo miró.
—No veo mi nombre escrito.
—Claro que no —contesté yo, el experto conspirador—. No iba a comprometer a una lustrisima.
—¿Está tu nombre puesto?
—Sí —señalé con orgullo mi nombre—. Aquí. Éste es, señora mía.
—Tengo entendido que no siempre es muy prudente dejar cosas por escrito. —Dobló el papel y se lo metió en su corpiño—. Lo guardaré bien.
Iba a decirle que lo rompiera, pero ella continuó con tono displicente:
—Espero que te hayas dado cuenta de que has sido muy imprudente al presentarte sin que yo te llamara.
—Esperé hasta que le vi salir de aquí.
—¿Y si hubiera en casa otra persona, uno de sus parientes o amigos? Escúchame bien. No vuelvas nunca si yo no te llamo.
Sonreí y dije:
—Hasta que seamos libres y…
—Hasta que yo te llame. Ahora vete, y vete de prisa. Estoy esperando a… quiero decir que él puede volver en cualquier momento.
Volví, pues, a casa y continué practicando. Al día siguiente, cuando empezaron las pompe funebri, al anochecer, me encontraba entre los espectadores. En Venecia un entierro, aunque sea del último plebeyo, se lleva a cabo dignificado por toda la pompa que él o su familia pueden permitirse, y en el caso de un dogo el entierro es realmente espléndido. El muerto no iba en su ataúd, sino en una litera abierta, revestido con sus mejores atuendos oficiales, sujetando con sus rígidas manos la maza ceremonial y con un rostro concentrado en una expresión de serena beatería, obra de los maestros de ceremonias. La dogaresa viuda iba a su lado, tan envuelta en velos que sólo se veía su blanca mano descansando sobre el hombro de su difunto marido.
Primero pusieron la litera sobre el techo del gran buzino d’oro del dogo, en cuya proa ondeaba a media asta la bandera ducal de color escarlata y oro. Luego la barca avanzó con una solemne lentitud por los principales canales de la ciudad y parecía que sus cuarenta remos apenas se movieran. Detrás y alrededor suyo se agrupaban negras gòndole funerales y batèli y burchielli con crespones, que llevaban a los miembros del Consejo, a la Signoria, a la Quarantia, a los principales clérigos de la ciudad y a los confratelli de los gremios de las artes, y todo el cortejo iba entonando himnos y cantando plegarias.
Cuando hubieron paseado un rato al difunto por los canales, levantaron la litera, la sacaron de la barca y la cargaron sobre los hombros de ocho de sus nobles. El corteggio tenía que recorrer todas las calles principales del núcleo urbano y, al ser ancianos muchos de los porteadores, los relevos se hacían con frecuencia. De nuevo acompañaban la litera de la dogaresa y toda la corte; ahora iban todos a pie seguidos por bandas de música tocando piezas lentas y tristes, por contingentes de las hermandades flagelantes que se propinaban letárgicamente fingidos azotes y finalmente por todos los venecianos capaces de caminar, ni demasiado jóvenes ni demasiado viejos ni lisiados.
No pude hacer nada durante la procesión acuática excepto contemplarla desde la orilla como el resto de los ciudadanos. Pero cuando llegó a tierra comprendí que la suerte favorecía mis planes. Porque también llegó del mar el caligo vespertino: las exequias resultaron así aún más melancólicas y misteriosas envueltas en la niebla, la música quedaba amortiguada y los cantos sonaban lúgubres y huecos.
Se encendieron antorchas de pared a lo largo de la ruta, y la mayoría de los participantes cogieron velas y las encendieron. Durante un rato caminé entre el vulgo, cojeando más que caminando porque la espada que llevaba junto a la pierna izquierda me obligaba a moverla rígidamente, pero fui avanzando gradualmente hasta la primera línea de la multitud. Desde allí pude comprobar que casi todos los acompañantes oficiales iban con capa y capuchón, excepto los sacerdotes. También yo iba bien cubierto y en espesa niebla se me podía tomar por uno de los artistas o artesanos de los gremios. Tampoco mi estatura resultaba extraña; la procesión incluía a muchas mujeres con velo no más altas que yo, y a unos cuantos enanos y jorobados más bajos que yo. Continué, pues, avanzando imperceptiblemente entre los acompañantes de la corte incluso pasé más adelante sin que nadie me lo impidiera, hasta que sólo me separaba de la litera y de sus portadores una fila de sacerdotes que mascullaban su pimpirimpàra ritual balancean sus incensarios para añadir más humo a la niebla.
Yo no era el único acompañante discreto de la procesión. Todo el mundo iba tan envuelto en telas y en la niebla, no menos lanosa que me costó bastante localizar a mi presa. Pero la marcha por las calles duraba mucho y tuve tiempo suficiente para desplazarme cautelosamente de un lado a otro, y lanzando rápidas miradas a la pequeña porción de perfil que sobresalía de las cogullas pude al final descubrir al marido de Ilaria y seguirle los pasos.
La oportunidad se presentó cuando el corteggio desembocó finalmente desde una calle estrecha al muelle adoquinado de la orilla septentrional de la ciudad: en la laguna de los Muertos, no lejos de donde estaba situada la barcaza de los niños, que sin embargo quedaba oculta por la niebla y la oscuridad crecientes. La barca del dogo estaba ya atracada en el muelle: había dado la vuelta a la ciudad y nos esperaba para recoger al difunto en su último viaje a la isla de los Muertos, que tampoco se distinguía en la distancia. Entonces se produjo una gran conmoción entre los acompañantes: los que estaban próximos a la litera trataron de ayudar a los portadores a izarla a la barca, y esto me permitió mezclarme en ellos. Me abrí paso a codazos hasta llegar al lado mismo de mi presa, y con tantos empujones y tanta actividad nadie notó los esfuerzos que tuve que hacer para desenvainar mi espada. Por suerte el marido de Ilaria no consiguió meter su hombro debajo de la litera, porque al liquidarlo el dogo se hubiese precipitado en la laguna de los Muertos.
Lo que sí cayó fue mi pesada vaina; sin duda los movimientos que hice la desprendieron del cinturón de mi jubón. Se precipitó con un fuerte ruido sobre los adoquines y continuó proclamando ruidosamente su presencia gracias a las patadas de los pies que arrastraban por el suelo. El corazón se me subió de golpe a la garganta y casi se escapó de mi boca cuando el marido de Ilaria se agachó para recoger la vaina. Pero él, sin mover escándalo, me la entregó diciéndome amablemente: «Cogedla, joven, se os ha caído». Estaba todavía a su lado, mientras los movimientos de la multitud nos empujaban de un lado a otro, y tenía todavía la espada en la mano debajo de mi capa: aquél era el momento para asestar el golpe, pero ¿cómo podía hacer yo tal cosa? Él me había salvado del inmediato reconocimiento: ¿podía darle las gracias con una estocada?
Pero entonces sonó cerca de mi oído otra voz rabiosa: «¡Estúpido asenazzo!», y algo nuevo hizo un ruido rasposo, y un objeto metálico relució a la luz de las antorchas. Todo sucedió en el borde de mi campo de visión, y mis impresiones fueron fragmentarias y confusas. Pero me pareció que uno de los curas que balanceaba un incensario de oro de pronto cambió y balanceó algo plateado. Y luego el marido de Ilaria se inclinó ante mis ojos, abrió la boca y vomitó una sustancia que parecía negra en aquella luz. Sin que yo le hubiera hecho nada, algo le acababa de pasar. Se tambaleó empujando a otras personas del grupo compacto y él y otros dos cayeron al suelo. Entonces una mano fuerte se cerró sobre mi hombro, pero yo la rechacé y el retroceso me apartó del centro del tumulto. Mientras luchaba por abrirme paso entre el círculo exterior de personas y rebotaba contra un par de ellas, se me cayó de nuevo la vaina y luego la misma espada, pero no me detuve. El pánico me dominaba y lo único que quería era correr y desaparecer. Sentí detrás mío exclamaciones de sorpresa y de indignación, pero ya estaba a buena distancia del grupo de antorchas y de velas y me había adentrado en la bendita oscuridad y en la niebla.
Continué corriendo a lo largo del muelle hasta que vi tomar forma ante mí a dos figuras nuevas en la noche neblinosa. Pude escabullirme, pero vi que eran figuras de niños y al cabo de un momento se resolvieron en las de Ubaldo y Doris Tagiabue. Sentí un gran alivio al ver a alguien conocido y pequeño. Traté de poner una cara risueña y probablemente el resultado fue horrible, pero los saludé con alegría.
—¡Doris, todavía estás restregada y limpia!
—Tú no —dijo ella señalando con el dedo.
Miré mi capa. Su parte frontal estaba húmeda pero de algo más que de caligo. Estaba manchada y rociada de rojo brillante.
—Y tienes la cara tan pálida como una lápida —dijo Ubaldo—. ¿Qué te pasó, Marco?
—Estuve… estuve a punto de ser un bravo —dije con voz repentinamente insegura. Se me quedaron mirando, y lo expliqué todo. Me alivió mucho poderlo contar a alguien no afectado por el tema—. Mi dama me envió a matar a un hombre. Pero creo que murió antes de que yo pudiera hacerlo. Debió de intervenir otro enemigo, o el enemigo alquiló a un bravo para que lo hiciera.
—¿Crees que ha muerto? —preguntó Ubaldo.
—Todo fue muy repentino. Tuve que huir. Supongo que no sabré lo que realmente pasó hasta que los banditori de la guardia de noche proclamen las noticias.
—¿Dónde sucedió?
—En aquel muelle, donde están embarcando al difunto dogo. O quizá no lo han embarcado todavía. El alboroto es enorme.
—Podría llegarme hasta allí y espiar. Te enterarías más de prisa a través mío que a través de los banditori.
—De acuerdo —le dije—. Pero ten cuidado, Boldo. Sospecharán de cualquier extraño.
Ubaldo salió corriendo por donde yo había llegado, y Doris y yo nos sentamos en un poste al lado del agua. Ella me miraba seria, y al cabo de un rato dijo:
—El hombre era el marido de la dama. —No le dio la entonación de una pregunta, pero yo asentí débilmente—. Y tú confías en ocupar su lugar.
—Ya lo he ocupado —dije con el tono más heroico que pude. Doris pareció estremecerse, por lo que añadí concretando—: Por lo menos una vez.
En aquel momento aquella tarde con Ilaria se me antojo muy lejana, y no me vinieron ganas de repetirla. «Es curioso —pensé— hasta qué punto la ansiedad puede disminuir el ardor de un hombre. Creo que si ahora estuviera en el dormitorio de Ilaria y ella me hiciera señas, desnuda y sonriente, no podría…».
—Puedes haberte metido en un lío terrible —dijo Doris, como si quisiera apagar totalmente mi ardor.
—No lo creo —dije, más para convencerme a mí mismo que a la chica—. Lo único criminal que hice fue estar en un lugar que no me correspondía. Y me escapé sin que me cogieran ni nadie me reconociera, por lo que no saben ni siquiera que hice esto. Excepto tú, claro.
—¿Y qué pasará ahora?
—Si el hombre ha muerto, mi dama me llamará pronto para agradecérmelo con sus abrazos. Acudiré algo avergonzado, porque yo confiaba en llegar a ella como un valiente bravo, como el matador del hombre que la oprimía. —Se me ocurrió un elemento nuevo—. Pero por lo menos ahora puedo ir a ella con la conciencia limpia.
Ésta idea me dio algo de alegría.
—¿Y si no ha muerto?
Mi alegría se desvaneció. No había considerado todavía esa eventualidad. No dije nada y permanecí sentado intentando pensar en lo que podría hacer o en lo que quizá debería hacer.
—Tal vez en este caso —se atrevió a decir Doris con un hilo de voz— podrías tomarme a mí como smanza en lugar de a ella.
Apreté los dientes:
—¿Por qué me haces continuamente esta propuesta ridícula? Especialmente ahora cuando tengo tantos problemas en que pensar.
—Si me hubieses aceptado cuando te lo propuse por primera vez, no tendrías ahora tantos problemas.
Ésta era una demostración de falta de lógica femenina o juvenil, algo totalmente absurdo, pero contenía la suficiente verdad para que yo respondiera cruelmente:
—Dona Ilaria es bella y tú no. Es una mujer y tú una niña. Ella se merece el título de dona, y yo también, soy de los Ene Aca. No podría tomar nunca por dama a alguien que no fuera noble, y…
—Ella no se ha comportado con mucha nobleza. Ni tú tampoco.
Pero yo continué mi letanía:
—Ella va siempre limpia y fragante; tú apenas acabas de descubrir que debes lavarte. Ella sabe hacer el amor de modo sublime, tu nunca sabrás más de lo que sabe la puerca Malgarita…
—Si tu dama sabe fottere tan bien, sin duda habrás aprendido, y podrías enseñarme a mí…
—¡Ahí está! Ninguna dama utiliza una palabra así, fottere! Ilaria la llama musicare.
—Pues enséñame a hablar como una dama. Enséñame a musicare como una dama.
—¡Esto es insoportable! Con tantos problemas en mi cabeza ¿cómo puedo estar sentado aquí discutiendo con una imbécil? —Me levanté y añadí severamente—: Doris, se supone que tú eres una buena chica. ¿Por qué te ofreces continuamente para dejar de serlo?
—Porque… —Inclinó la cabeza y su bello cabello cayó como un casco sobre su rostro, ocultando su expresión—. Porque es lo único que puedo ofrecerte.
—Ola, Marco —gritó Ubaldo solidificándose en medio de la niebla y llegando jadeando hasta nosotros.
—¿Qué has sabido?
—Primero te diré algo, zenso. Agradece que no hayas sido tú el bravo que lo hizo.
—Que hizo exactamente, ¿qué? —le pregunté aprensivamente.
—Que mató al hombre. La persona de quien hablaste. Sí, está muerto. Tienen la espada que lo mató.
—¡No la tienen! —protesté—. La espada que tienen sin duda es la mía, y no hay sangre en ella.
Ubaldo se encogió de hombros.
—Encontraron un arma. Seguramente encontrarán a un sassín. Tendrán que dar la culpa a alguien, por ser quien era la persona asesinada.
—Sólo era el marido de Ilaria…
—Era el próximo dogo.
—¿Qué?
—El mismo. Si no lo hubiesen matado los banditori le habrían proclamado mañana dogo de Venecia. Sacro! Esto oí decir, y lo he oído repetir varias veces. El Consejo le había elegido como sucesor de su Serenitá Zeno, y esperaban que finalizaran las pompe funebri para anunciarlo.
—¡Oh, Dios mío! —debí de decir yo, pero Doris lo dijo por mí.
—Ahora tienen que empezar de nuevo las votaciones. Pero no lo harán hasta encontrar al bravo culpable. El asunto no es una simple reyerta callejera. Al parecer no había sucedido nada semejante en toda la historia de la República.
—¡Dio mío! —suspiró de nuevo Doris, y luego me preguntó—: ¿Qué vas a hacer ahora?
Después de pensar un momento, suponiendo que la perturbación de mi mente pudiese calificarse de pensamiento, dije:
—Quizá no debería ir a casa. ¿Puedo dormir en un rincón de vuestra barcaza?
9
Fue allí, pues, donde pasé la noche, sobre un jergón de trapos malolientes, pero sin dormir en vela, con los ojos abiertos e inquietos. Cuando en algún momento de la madrugada, Doris oyó que me removía inquieto, se acercó a mí deslizándose por el suelo y me preguntó si quería que me abrazara y me calmara; pero yo le respondí con un ladrido y ella se deslizó de nuevo a su rincón. Doris, Ubaldo y los demás niños estaban dormidos cuando la aurora empezó a meter sus dedos por las muchas rendijas del viejo casco de la barcaza; yo me levanté, dejé mi capa manchada de sangre y salí a la mañana.
Toda la ciudad lucía con un frescor rosado y ámbar, y cada piedra brillaba con el rocío que el caligo había dejado. En cambio para mí no había nada que brillara, todo estaba sumergido bajo una capa marrón y triste, incluso el interior de mi boca. Me paseé sin rumbo fijo por las calles a aquella hora tan temprana y las vueltas que daba en mi camino dependían solamente de si me encontraba o no con otra persona que hubiese salido tan temprano a la calle. Pero las calles se llenaron paulatinamente de personas, tantas que ya no podía esquivarlas a todas, y sentí las campanas dar el toque de terza, el inicio de la jornada laboral. También yo fui derivando hacia la laguna, hacia la Riva Ca’de Dio y los almacenes de la Compagnia Polo. Creo que tenía el vago proyecto de pedir al contable Isidoro Priuli que me buscara rápidamente un puesto de grumete en alguna nave de pronta partida.
Entré con paso desanimado en su pequeña habitación de contable tan sumido en mis pensamientos que necesité unos instantes para darme cuenta de que en la habitación había más gente de la cuenta y de que maistro Doro estaba diciendo a un tropel de visitantes:
—Sólo puedo deciros que hace más de veinte años que no ha puesto el pie en Venecia. Os repito que micer Marco Polo vive desde hace tiempo en Constantinopla y que continúa allí. Si no queréis creerme, aquí tenéis a su sobrino del mismo nombre, quien puede testimoniar…
Yo di media vuelta porque acababa de descubrir que el tropel de personas presentes en la habitación estaba formado por sólo dos personas, pero muy corpulentas: dos gastaldi uniformados de la Quarantia. Antes de que yo pudiera escapar uno de ellos gruñó:
—Del mismo nombre, ¿eh? ¡Y mirad la cara de culpable que se trae!
El otro alargó el brazo y cerró una mano de hierro sobre mi antebrazo.
Bueno, se me llevaron mientras el contable y los empleados del almacén miraban la escena con ojos desorbitados. No tuvimos que recorrer mucho trecho, pero fue uno de los viajes más largos que haya hecho nunca. Me debatí débilmente bajo la poderosa presión de los gastaldi, pidiéndoles con lágrimas en los ojos que me dijeran de qué se me acusaba, pero aquellos impasibles corchetes mantuvieron cerrada la boca. Mientras recorríamos la Riva, pasando entre grupos de personas que también me miraban sorprendidas, se acumulaban las preguntas tumultuosamente en mi mente: ¿había alguna recompensa? ¿Quién me había entregado? ¿Fueron quizá Doris o Ubaldo quienes dieron de algún modo el chivatazo? Pasamos por el Puente de la Paja, pero no llegamos hasta la entrada del Palacio del Dogo en la piazzetta. En el Portal del Trigo giramos hacia la Torresella, situada al lado del palacio y que constituye el último resto de un antiguo castillo fortificado. Actualmente y de modo oficial es la prisión del Estado de Venecia, pero sus ocupantes le dan otro nombre. La prisión recibe el nombre que nuestros antepasados aplicaban al pozo de fuego que luego el cristianismo llamó Infierno. La prisión se llamaba Vulcano.
De repente, pasé de la luz brillante, rosa y ámbar, de la mañana a una orbà, cuyo nombre quizá no diga mucho hasta que uno se entera que significa «cegado». Una orbà es una celda cuyo tamaño es apenas suficiente para contener a una persona. Es una caja de piedra, sin ningún utensilio en su interior y privada totalmente de aberturas para la luz o el aire. Me quedé de pie en una oscuridad sin resquicios, apretada, sofocante y hedionda. En el suelo había un determinado grosor de una sustancia pegajosa que chupaba mis pies cuando los movía, por lo que no intenté sentarme, y las paredes parecían esponjosas por la presencia de una especie de baba que casi se movía si la tocaba, o sea que tampoco me apoyé en ellas; cuando me cansé de estar de pie me senté en cuclillas. Y me estremecí febrilmente cuando mi mente empezó a comprender poco a poco todo el horror de aquel lugar y de la situación en la que me había hundido. Yo, Marco Polo, hijo de la Casa Ene Acá de los Polo, cuyo apellido estaba inscrito en el Libro d’Oro, y que hacía unos momentos era un hombre libre, un joven despreocupado, que podía pasearse por donde le pluguiera a lo largo y ancho de todo el mundo, estaba ahora en prisión, deshonrado, despreciado, encerrado en una caja que ni una rata aceptaría como suya. ¡Oh, cómo lloré!
Ignoro cuánto tiempo permanecí en aquella celda ciega. Estuve por lo menos el resto de aquel día, y quizá llegué a estar dos o tres, porque si bien me esforcé en controlar mi vientre retorcido por el terror, contribuí en varias ocasiones a aumentar la suciedad del suelo. Cuando finalmente llegó un guardia para conducirme fuera, supuse que se había proclamado mi inocencia y exulté de alegría. Aunque yo hubiera sido culpable y hubiese matado al dogo electo, estaba convencido de haber sufrido bastante castigo, y de haber padecido remordimientos suficientes y de haber jurado arrepentirme dignamente. Pero como es lógico mi júbilo desapareció cuando los guardias me contaron que había padecido únicamente el primero de mis castigos, probablemente el menor, porque la orbà es sólo la celda provisional donde se encierra a los prisioneros hasta su interrogatorio preliminar.
Me condujeron ante el tribunal llamado los Señores de la Noche. Subí a una habitación del Vulcano y quedé enfrente de una larga mesa donde estaban sentados ocho serios ancianos con jubones negros. No me pusieron muy cerca de su mesa, y los guardias que tenía a ambos lados se quedaron a una cierta distancia, porque sin duda el hedor que yo despedía era el que yo mismo percibía. Si mi aspecto era igual de terrible debí de parecer el auténtico retrato de un criminal vil y brutal.
Los Signori della Notte se turnaron formulándome algunas preguntas inocuas: mi nombre, mi edad, mi residencia, detalles de mi historia familiar, etc. Luego uno de ellos consultó un papel que tenía delante y me dijo:
—Habrá que hacerte muchas preguntas más antes de poder dictaminar auto de procesamiento. Pero este interrogatorio se aplazará hasta que se te haya asignado un hermano de la Justicia para tu defensa, porque se te ha denunciado como autor de un crimen castigado con la pena capital…
¡Denunciado! Quedé tan sorprendido que se me escaparon casi todas las palabras siguientes de aquel hombre. El denunciante tenía que haber sido o bien Doris o bien Ubaldo, porque sólo ellos sabían que yo había estado cerca del hombre asesinado. Pero ¿cómo podían haber actuado con tanta rapidez? ¿Y de quién se sirvieron para que les escribiera la denuncia que luego debían meter en uno de los morros?
Los señores concluyeron su discurso preguntando:
—¿Tienes algún comentario que hacer sobre estas graves acusaciones?
Carraspeé un poco y dije con voz vacilante:
—¿Quién… quién me denunció, miceres?
La pregunta era inútil, porque lo lógico sería que no respondiesen, pero era la pregunta que tenía ocupada entonces mi mente. Y con gran sorpresa mía el interrogador respondió:
—Tú mismo te denunciaste, joven micer. —Sin duda le miré con aire estúpido, porque añadió—: ¿No has escrito tú mismo esto?
Cogió un trozo de papel y leyó la frase «¿Asistirá él al funeral y a la proclamación?». Debí de parpadear de nuevo estúpidamente, porque él añadió:
—Está firmado «Marco Polo».
Los guardias me cogieron y bajé de nuevo las escaleras caminando como un sonámbulo, luego recorrí otro tramo de escalera hasta llegar a lo que llaman los pozos, la parte más profunda del Vulcano. Me dijeron que tampoco aquello era el calabozo real de la prisión; lo normal era que cuando me hubiesen condenado con todas las de la ley me trasladaran a los Jardines Oscuros, reservados para los condenados que esperaban su ejecución. Rieron groseramente y abrieron en el muro de piedra una puerta de madera gruesa, que me llegaba sólo a la rodilla, me empujaron dentro y la puerta se cerró tras de mí con un golpe parecido a una campanada del día del Juicio Final.
Por lo menos esta celda era bastante más grande que la orbà y tenía un agujero en la puerta baja. Éste era demasiado pequeño y no pude amenazar con el puño a los carceleros que se alejaban, pero dejaba entrar algo de aire y un rastro de luz que impedía que en la celda se formaran tinieblas absolutas. Cuando mis ojos se hubieron adaptado a la oscuridad, pude ver que la celda estaba equipada con un cubo con tapa para la pissòta y dos maderos desnudos por camas. No pude distinguir nada más excepto una especie de montón arrugado de sábanas en un rincón. Sin embargo cuando me acerqué al montón se movió, se levantó y se convirtió en una persona.
—Salameléch —dijo con voz áspera.
El saludo parecía extranjero. Forcé la vista y reconocí un cabello y una barba fungoides de color rojo grisáceo. Era el zudìo cuyo apaleamiento público yo había presenciado en un día memorable por muchos más conceptos.
10
—Mordecai —dijo presentándose—. Mordecai Cartafilo.
Entonces me hizo la pregunta que se hacen todos los prisioneros cuando se ven por primera vez:
—¿Por qué te han metido aquí?
—Por asesinato —respondí—. Y supongo que por traición y lesamaestà y algunas cosas.
—Con el asesinato bastará —dijo secamente—. No te preocupes, muchacho. Dejarán de lado esas otras cuestiones sin importancia. No te pueden castigar por ellas cuando te hayan castigado por asesinato. A esto se le llama doble inculpación, y la ley del país lo prohíbe.
Le dirigí una aviesa mirada.
—Seguro que bromeas, viejo.
Él se encogió de hombros.
—Uno ilumina las tinieblas lo mejor que puede.
Nos sentamos un rato en silencio. Luego dije:
—Estáis aquí por usura, ¿no es cierto?
—No por eso. Estoy aquí por una cierta dama que me acusó de usura.
—Esto es una coincidencia. Yo también estoy aquí, por lo menos indirectamente, por culpa de una dama.
—Bueno, he dicho dama sólo para indicar el género —escupió en el suelo—. En realidad es una shéquesa kàrove.
—No entiendo estas palabras extranjeras.
—Una gentile putana cagna —dijo, mientras seguía escupiendo—. Me suplicó que le prestara dinero y me entregó algunas cartas de amor como fianza. Cuando no pudo pagar y yo no le devolví las cartas, quiso asegurarse de que no las entregaría a nadie más.
Moví la cabeza comprensivamente.
—Vuestro caso es triste, pero el mío es más irónico. Mi dama me suplicó que le hiciera un servicio y prometió su persona como recompensa. El servicio ha sido realizado, pero no por mí. Sin embargo, aquí estoy yo, recompensado de un modo bastante distinto, y mi dama probablemente ni siquiera lo sabe todavía. ¿No es irónico?
—Más bien hilarante.
—Sí, Ilaria. ¿Conocéis a la dama?
—¿Qué? —me miró intensamente—. ¿Vuestra kàrove también se llama Ilaria?
Yo le miré del mismo modo.
—¿Cómo os atrevéis a llamar a mi dama una putana cagna?
Luego dejamos de mirarnos, nos sentamos en las tablas de la cama y comenzamos a comparar experiencias, y, ¡ay de mí!, resultó que los dos habíamos conocido a la misma dona Ilaria. Le conté al viejo Cartafilo mi aventura entera, y al final dije:
—Pero vos habéis hablado de cartas de amor. Y yo nunca le envié ninguna.
—Siento tener que ser yo quien os lo diga —me dijo—. No estaban firmadas con vuestro nombre.
—Entonces, en ese mismo momento, tenía amoríos con alguien más.
—Eso parece.
—Me sedujo solamente para que le hiciera de bravo —murmuré—. Me he portado como un ingenuo. He sido totalmente imbécil.
—Eso parece.
—Y el único mensaje que yo firmé, el que ahora tienen los Signori, lo debió de meter ella en el morro. Pero ¿por qué me ha hecho esto?
—Ya no necesita más a su bravo. Su marido esta muerto, su amante disponible, vos no sois más que un estorbo del que hay que desprenderse.
—¡Pero yo no maté a su marido!
—¿Quién lo hizo? Probablemente el amante. ¿Y esperabais que lo denunciara a él, cuando podía ofreceros a vos a cambio, y de este modo salvarle?
Yo no sabía qué responder a esto. Al cabo de un momento preguntó:
—¿Oísteis hablar en alguna ocasión de la lamia?
—¿Lamia? Significa bruja.
—No exactamente. La lamia puede tomar la forma de una bruja muy joven y muy bella. Seduce a muchachos que se enamoran de ella. Cuando alguno ha caído en la trampa, hace el amor con él tan voluptuosa y laboriosamente que el chico queda exhausto. Y cuando él está ya débil e indefenso, se lo come vivo. Esto es sólo un mito, claro, pero un mito curiosamente difundido y que persiste. Me lo he encontrado en todos los países que he visitado a orillas del Mediterráneo. Y he viajado mucho. Es extraño que gentes tan diferentes entre sí crean en la sed de sangre de la belleza.
Pensé un momento y dije:
—Ella sonreía mientras miraba cómo os flagelaban, viejo.
—No me sorprende. Ella probablemente alcance el máximo de excitación sexual cuando os vea ir al matarife.
—¿Al qué?
—Así es como los viejos veteranos de la cárcel llamamos al verdugo, el matarife.
Yo grité muy agitado:
—Pero a mí no me pueden ejecutar. ¡Yo soy inocente! ¡Soy de los Ene Aca! Ni siquiera deberían de haberme encerrado con un judío.
—Oh, perdóneme, su señoría. Es que la mala luz de este lugar ha debilitado mi vista. Os tomé por un preso común encerrado en los pozos del Vulcano.
—¡No soy un común!
—Perdonadme de nuevo —dijo, y alargó el brazo a través del espacio que separaba los dos camastros. Arrancó algo de mi jubón y lo miró detenidamente.
—¡Es sólo una pulga! ¡Una vulgar pulga! —La reventó con sus uñas—. Parece tan común como las mías.
—¡Tenéis la vista perfecta! —refunfuñé.
—Si realmente sois noble, joven Marco, debéis hacer lo que hacen todos los prisioneros nobles. Exigir una celda mejor, una celda privada, con una ventana que dé a la calle o al canal. Desde allí podréis tirar una cuerda y enviar mensajes o pedir que os los suban. En teoría no está permitido, pero tratándose de un noble se hace la vista gorda.
—Habláis como si tuviera que estarme aquí mucho tiempo.
—No —suspiró—, probablemente no mucho.
El tono de esta observación me puso los pelos de punta.
—Ya os lo he dicho, viejo loco, ¡soy inocente!
Él contestó entonces con la misma voz violenta e indignada que yo:
—¿Y por qué me lo decís a mí, infeliz mamzar? Contadlo a los Signori della Notte. Yo también soy inocente, pero aquí estoy, y aquí me pudriré.
—¡Esperad! ¡Tengo una idea! —dije—. Los dos estamos aquí por culpa de los ardides y mentiras de dona Ilaria. Si ambos se lo decimos a los Signori, acabarán sospechando que ella miente.
Mordecai movió la cabeza incrédulo:
—¿Y a quién harían caso? Ella es la viuda de un casi dogo. A vos os acusan de asesinato y yo soy un usurero convicto.
—Puede que tengáis razón —dije desalentado—. Es una mala suerte que seáis judío.
Fijó en mí una mirada bastante penetrante y contestó:
—La gente siempre me ha dicho lo mismo. ¿Por qué me lo repetís ahora?
—Me refería a que el testimonio de un judío es naturalmente sospechoso.
—Eso he notado con frecuencia. Y me pregunto por qué.
—Bueno… vosotros matasteis a nuestro Señor Jesús…
Soltó un bufido y dijo:
—Sí, fui yo mismo.
Y como si se hubiera disgustado conmigo, me dio la espalda, se tumbó sobre su tabla y se envolvió con sus voluminosas ropas. Luego murmuró dirigiéndose a la pared:
—Yo sólo hablé al hombre… solamente dos palabras… —luego al parecer se durmió.
Al cabo de un rato, largo y tenebroso, cuando el agujero de la puerta ya había quedado oscuro, la puerta se abrió ruidosamente y entraron a gatas dos guardianes arrastrando una gran tinaja. El viejo Cartafilo dejó de roncar y se sentó impaciente. Los guardas nos dieron a cada uno una tablilla de madera, sobre la cual vertieron una masa grumosa, pegajosa y tibia sacada de la tinaja. Luego nos dejaron un débil candil, formado por un tazón lleno de aceite de pescado con un pedazo de trapo que ardía con mucho humo y poca luz, se marcharon y cerraron dando un portazo. Yo miré la comida con ciertas dudas.
—Gachas de polenta —me dijo Mordecai, tomando ávidamente las suyas con dos dedos—. Un holòsh, pero haréis bien en comerlo. Es la única comida del día. No os darán nada más.
—No tengo hambre —dije—. Podéis quedaros con mi ración.
Casi me la arrebató, y se comió los dos platos sorbiendo ruidosamente. Cuando hubo terminado se sentó y comenzó a limpiarse los dientes succionándolos, como si no quisiera perderse ni una partícula, me miró desde debajo de sus cejas fungoides y finalmente me dijo:
—¿Qué coméis normalmente para cenar?
—Pues… a lo mejor una fuente de tagiadèle con persuto… y para beber un zabagión…
—Bongusto —dijo sarcásticamente—. No puedo tentar un gusto tan refinado como el vuestro, pero quizá os gustaría probar una de éstas. —Hurgó entre sus ropas—. Las tolerantes leyes venecianas me permiten observar algunos preceptos religiosos, incluso estando en la cárcel.
No pude entender qué relación tenía todo esto con las galletas cuadradas y blancas que sacó y me dio. Pero me las comí con gusto, aunque apenas sabían a nada, y se lo agradecí.
Pero al día siguiente, a la hora de cenar, estaba demasiado hambriento para hacer ascos. Probablemente me habría comido esa masa grumosa aunque sólo fuese porque rompía la monotonía de no hacer nada más que estar sentado, dormir sobre el duro y desnudo banco, dar los dos o tres pasos que la celda permitía y de vez en cuando charlar con Cartafilo. Pero así es como pasaban los días, marcados simplemente por la iluminación y el oscurecimiento del agujero de la puerta, las oraciones del viejo zudìo tres veces al día y la llegada de la horrible comida por la tarde.
Quizá para Mordecai la experiencia no era tan terrible, pues por lo que pude saber, hasta entonces había pasado todos sus días acurrucado en su tienda de prestamista, una especie de celda situada en la Mercetia, y nuestra reclusión no podía ser muy diferente de aquélla. Pero yo había vivido libre, alegre y sin trabas; encerrarme en el Vulcano era como enterrarme en vida. Comprendía que debía estar agradecido de tener al menos compañía en mi prematura sepultura, aunque se tratara sólo de un judío, y aunque su conversación no fuera siempre alegre. Un día le comenté que había visto administrar diferentes tipos de castigo en los pilares de Marco y Todaro, pero nunca una ejecución.
—Eso se debe a que la mayoría de ejecuciones se llevan a cabo aquí, dentro de los muros, para que no se enteren ni siquiera los demás prisioneros hasta el final. Encierran al condenado en una de las celdas de los llamados Giardini Foschi, que tienen barrotes en las ventanas. El matarife espera fuera de la celda, pacientemente, hasta que el hombre de dentro, moviéndose de un lado a otro, se queda delante de la ventana y de espaldas a la reja. Entonces el matarife, con un movimiento rápido pasa la garrotta entre los barrotes y alrededor de su garganta, y le quiebra el cuello o lo estrangula hasta matarlo. Los Jardines Oscuros están en el lado de este edificio que da al canal, y en el corredor hay una losa de piedra que puede levantarse. Por la noche deslizan el cuerpo de la víctima por ese agujero secreto, lo meten en una barca que está a la espera y lo llevan a la Sepoltúra Pública. La ejecución sólo se anuncia cuando ha terminado todo. De este modo, la conmoción es mucho menor. Venecia no quiere que en todos los sitios se sepa que aquí aún se ejerce con tanta frecuencia la lege de tagión romana. Por esto, las ejecuciones públicas son escasas. Se castigan así solamente los crímenes realmente atroces.
—¿Qué tipo de crímenes? —pregunté.
—En mi época un hombre murió así por haber violado a una monja, y otro por haber contado a un extranjero secretos del arte de la vidriería de Murano. No me extrañaría que el asesino de un dogo electo entrara en esta categoría, si es eso lo que estás preguntando.
Yo tragué saliva.
—Y esto… en público… ¿cómo se hace?
—El culpable se arrodilla entre los pilares y es decapitado por el matarife. Pero antes el matarife le corta las partes de su cuerpo culpables del crimen. El violador de la monja, por supuesto, tenía la picha amputada. Al vidriero le cortaron la lengua. Y el condenado camina hacia los pilares con su parte culpable colgada de una cuerda alrededor del cuello. En tu caso, supongo que sólo será la mano.
—Y sólo la cabeza —dije con voz apagada.
—Será mejor que no os riáis.
—¿Reírme? —grité angustiado; y luego me reí, pues sus palabras eran absurdas—. Os estáis burlando otra vez, ¿eh, viejo?
Se encogió de hombros diciendo:
—Uno hace lo que puede.
Un día, la monotonía de mi reclusión se interrumpió. Se abrió la puerta para dejar paso a un forastero que entró agachado. Era un hombre bastante joven que no llevaba un uniforme sino un jubón de la Hermandad de la Justicia. Se presentó como fratello Ugo y dijo enérgicamente:
—Ya debéis un considerable casermagio de pensión completa en esta prisión del Estado. Si sois pobre, tenéis derecho a la ayuda de la Hermandad, que os pagará vuestro casermagio mientras estéis encarcelado. Soy un abogado con licencia, y os representaré lo mejor que sepa. También os traeré mensajes de fuera, me llevaré los vuestros y os proporcionaré algunas pequeñas comodidades: por ejemplo, sal para las comidas y aceite para la lámpara. También puedo conseguiros —echó una mirada al viejo Cartafilo con un rápido gesto despreciativo— una celda privada.
—Dudo que sea menos desgraciado en otro sitio, fra Ugo —dije—. Me quedaré en ésta.
—Como deseéis —respondió—. Otra cosa: me he puesto en contacto con la Casa Polo, de la cual, según parece, sois el cabeza oficial, aunque todavía seáis menor. Si así lo preferís podéis permitiros pagar el casermagio de la prisión, y también contratar a un abogado de vuestra propia elección. Sólo tenéis que escribir los necesarios pagheri y autorizar a la Compañía para que los pague.
Yo dije indeciso:
—Eso sería una humillación pública para la Compañía. Y no sé si tengo derecho a malgastar sus fondos…
—En una causa perdida —terminó la frase por mí, mientras asentía con la cabeza—. Lo comprendo muy bien.
Alarmado, empecé a protestar:
—No me refería a…; bueno, yo esperaba…
—La alternativa es aceptar la ayuda de la Hermandad de la Justicia. La Hermandad, para cobrar sus servicios, está autorizada a enviar dos mendigos pidiendo limosna por la calle en beneficio del desgraciado Marco P.
—Amoredèi! —exclamé—. ¡Eso sería infinitamente más humillante!
—No es necesario que os decidáis en este momento. Hablemos ahora de vuestro caso. ¿Cómo pensáis confesar?
—¿Confesar? —dije indignado—. ¡No voy a confesar, sino a protestar! ¡Soy inocente!
El hermano Ugo miró de nuevo hacia el judío con hostilidad, como si sospechara que yo ya había recibido consejo. Mordecai se limitó a poner cara de escéptica diversión.
Yo continué:
—Como primer testigo nombraré a dona Ilaria. Cuando se vea obligada a hablar de nuestro…
—No la podréis nombrar —interrumpió el hermano—: Los Signori della Notte no lo permitirán. La dama ha sufrido una desgracia muy recientemente, y el luto aún la tiene postrada.
Yo me burlé:
—¿Pretendéis decirme que llora por su marido?
—Bueno… —dijo reflexionando— si no es por eso, puedes estar seguro de que se siente realmente afectada por no ser ahora la dogaresa de Venecia.
El viejo Cartafilo hizo un ruido, que sonó como una risita sofocada; y seguramente también yo proferí algún sonido, pues me preocupaba este aspecto de la situación en el que no había pensado antes. Ilaria debía de estar rabiosa, decepcionada y frustrada. Al desear la muerte de su marido, ni siquiera había soñado en el honor que él estaba a punto de recibir, y también ella. Ahora, pretendería olvidar su propia implicación, y probablemente la consumiría el deseo de vengar su perdido título. No importaba con quién desahogase su cólera. ¿Y quién podía servir de blanco mejor que yo mismo?
—Si vos sois inocente, joven micer Marco —dijo Ugo—, entonces, ¿quién asesinó a ese hombre?
—Creo que fue un sacerdote —dije yo.
El hermano Ugo me miró insistentemente, luego golpeó la puerta de la celda para que el guardián viniera a por él. Cuando la puerta rechinó a la altura de sus rodillas, me dijo:
—Os sugiero que contratéis a otro abogado. Si intentáis acusar a un reverendo padre y vuestro primer testigo es una mujer impulsada por la vendèta, necesitaréis el abogado de más talento de la República. Ciao.
Cuando se hubo marchado le dije a Mordecai:
—Todos dan por seguro que estoy condenado, sea culpable o no. Tiene que haber alguna ley que proteja a los inocentes contra condenas injustas.
—Oh, sí, casi seguro. Pero un viejo refrán dice: las leyes de Venecia son supremamente justas y serán rigurosamente obedecidas… durante una semana. No tengas demasiadas esperanzas.
—Tendría más esperanza si contara con más ayuda —dije—. Y vos podéis ayudarnos a los dos. Enseñadle al hermano Ugo esas cartas que guardáis y que él las presente como pruebas. Al menos, eso arrojará una sombra de sospecha sobre la dama y su amante.
Me miró furtivamente con sus rojizos ojos y rascándose pensativamente la barba fungoide me dijo:
—¿Creéis que sería propio de un cristiano hacer eso?
—¿Por qué no? Claro… Salvar mi vida, recobrar vuestra libertad. No veo que eso sea poco cristiano.
—Entonces siento estar adscrito a una moralidad distinta, pero yo no puedo hacerlo. No lo hice para salvarme a mí mismo de la frusta y no lo haré para salvarnos a los dos.
Le miré fijamente sin poder creerle, y pregunté:
—¿Por qué?, ¿por qué no?
—Mi negocio está basado en la confianza. Soy el único prestamista que acepta tales documentos en prenda, y sólo puedo hacerlo si confío en que mis clientes pagarán sus deudas y los intereses acumulados. Los clientes comprometen escritos de este tipo solamente porque confían en que mantendré la inviolabilidad de su contenido. ¿Creéis que de no ser así las mujeres entregarían sus cartas de amor?
—Pero ya os lo he dicho, viejo, nadie confía en un judío. Mirad cómo dona Ilaria os ha correspondido: con la traición. ¿No es eso prueba suficiente de que no os considera digno de confianza?
—Es prueba de algo, sí —dijo irónicamente—, pero si pierdo la confianza, aunque sea una sola vez y por la más horrible de las provocaciones, debo abandonar el negocio que he elegido. No porque los demás me consideren despreciable, sino porque me lo consideraría yo mismo.
—¿De qué negocios habláis, viejo loco? ¡Quizá os quedéis aquí el resto de vuestros días! ¡Vos mismo lo dijisteis! No podéis comportaros como…
—Puedo comportarme según me dicta mi conciencia. Quizá sea un pobre consuelo, pero es el único que tengo; sentarme aquí rascándome las picaduras de pulgas y de chinches, ver cómo enflaquece mi carne, antes próspera y gorda, y sentirme superior a la moralidad cristiana que me ha metido aquí.
—Pero podríais pavonearos de lo mismo fuera de aquí… —gruñí.
—¡Zito! ¡Basta! La enseñanza de los locos es la locura. No vamos a hablar más de eso. Mirad, muchacho, aquí en el suelo hay dos grandes arañas. Hagamos una carrera con ellas y apostemos incalculables fortunas a la ganadora. Elegid vos la araña que queráis…
11
Los días pasaron, tristes y sombríos, y luego volvió a aparecer el hermano Ugo, agachándose para cruzar la pequeña puerta. Yo esperaba, abatido, que dijera algo tan descorazonador como la vez anterior; pero lo que dijo fue asombroso:
—Vuestro padre y vuestro tío han vuelto a Venecia.
—¿Qué? —exclamé pasmado, incapaz de comprender—. ¿Queréis decir que han traído sus cuerpos, para que los entierren en su tierra natal?
—Quiero decir que están aquí. ¡Vivos y coleando!
—¿Vivos? ¿Después de casi diez años de silencio?
—¡Sí! Todos sus conocidos están tan asombrados como vos. En la comunidad de mercaderes no se habla de otra cosa. Se dice que traen una embajada de la Lejana Tartaria para el Papa de Roma. Pero por fortuna (por fortuna para vos, joven micer Marco) han pasado por Venecia antes de seguir hacia Roma.
—¿Por qué por fortuna para mí? —pregunté algo tembloroso.
—¿Acaso podían haber aparecido en un momento más oportuno? Ahora mismo están solicitando en la Quarantia permiso para visitaros, lo cual difícilmente se concede a nadie más que al abogado del prisionero. Podría ser que vuestro padre y vuestro tío consiguieran alguna indulgencia en vuestro caso. Por lo menos, su presencia en vuestro proceso debería daros apoyo moral. Y cierta resistencia a vuestro espinazo cuando vayáis camino de los pilares.
Después de ese equívoco comentario se marchó de nuevo. Mordecai y yo nos quedamos hablando en animada conversación hasta bien entrada la noche, incluso después del toque de coprifuoco y de que un guardián nos gruñera a través del agujero de la puerta para que apagáramos la tenue luz de nuestra lámpara de trapo.
Tuvieron que pasar aún cuatro o cinco días más, para mí llenos de impaciencia; pero después, la puerta rechinó al abrirse y entró un hombre tan corpulento que tuvo que forcejear para atravesar el umbral. Cuando estuvo en el interior de la celda y se puso en pie, parecía que no paraba de levantarse de tan alto como era. Yo no recordaba en lo más mínimo tener por pariente a un hombre tan inmenso. Era tan peludo como grande, con negros y despeinados rizos y una crecida barba de tono negro azulado. Bajó la mirada hacia mí desde su intimidante gran altura y su voz sonó desdeñosa cuando tronó diciendo:
—¡Vaya! ¡Si no es esto pura merda con un pastel encima!
Yo dije sumisamente:
—Benvegnúo, caro pare!
—Yo no soy tu querido padre, ¡joven sapo! Soy tu tío Mafio.
—Benvegnúo, caro zio. ¿No va a venir mi padre?
—No. Nos dieron permiso para un único visitante. Y era mejor que él estuviera retirado, guardando luto por tu madre.
—Oh, claro.
—Pero en realidad está ocupado cortejando a su próxima esposa.
Al oír esto me puse en pie de un salto:
—¿Qué? ¿Cómo puede hacer tal cosa?
—¡Eh! ¿Quién eres tú para censurar nada, tú, escandaloso scagaròn? ¡El pobre hombre vuelve del extranjero y se encuentra a su esposa enterrada ya hace tiempo, a su criada desaparecida, a su valioso esclavo perdido, a su amigo el dogo muerto y a su hijo, la esperanza de la familia, en la cárcel, acusado del asesinato más vil de la historia veneciana! —Hablaba tan alto que debió de oírle todo el Vulcano en pleno, luego bramó—: Dime la verdad, ¿cometiste tú esa fechoría?
—No, mi señor tío —dije amedrentado—. Pero ¿qué tiene que ver todo eso con una nueva esposa?
Mi tío, algo más tranquilo, dijo con un bufido despreciativo:
—Tu padre es un gran aficionado a las esposas. No sé por qué, pero le gusta estar casado.
—Pues eligió una rara manera de demostrárselo a mi madre —dije—. Marchándose y no volviendo más.
—Y lo volverá a hacer; volverá a marcharse —dijo tío Mafio—. Por eso necesita una persona de buen juicio para dejar al frente de los intereses de la familia. Él no tiene tiempo para esperar a otro hijo. Su esposa tendrá que encargarse de esto.
—¿Por qué otro? —dije con vehemencia—. Él ya tiene un hijo.
Mi tío no contestó a esto con palabras. Se limitó a mirarme de arriba abajo con ojos mordaces, y luego dejó vagar su mirada por la reducida, penumbrosa y fétida celda.
Avergonzado de nuevo le dije:
—Yo no había confiado en que él podría sacarme de aquí.
—No, debes salir tú solo —dijo mi tío, y por un momento el corazón dejó de latirme. Pero él siguió contemplando aquel cubículo y añadió, como si pensara en voz alta—: De todos los desastres que pueden asolar a una ciudad, lo que más ha aterrorizado siempre a Venecia es el riesgo de un gran incendio. Y sería especialmente temible si amenazara el palacio del Dogo, con los tesoros de la ciudad que allí se guardan; o la basílica de San Marcos, con sus tesoros aún más irremplazables. El palacio está situado a un lado de esta prisión, y la basílica al otro lado. Los carceleros de aquí, del Vulcano, solían tomar precauciones especiales, supongo que aún lo hacen, para controlar hasta el más pequeño destello de luz de lámpara.
—Pues, sí, ellos…
—Cállate. Lo hacen porque si de noche una de esas lámparas prendiera fuego, por ejemplo, en estos camastros de madera, habría muchos gritos de alarma, y mucha gente corriendo para traer cubos de agua. Tendrían que sacar al prisionero de su celda en llamas, para poder extinguir el fuego. Y luego, si entre el humo y la confusión el prisionero podía llegar hasta el pasillo de los Giardini Foschi, en la parte de la prisión que da al canal, allí podría ocurrírsele deslizar el sillar movible situado en el muro y que conduce al exterior. Y si lo lograba, por ejemplo, mañana por la noche, probablemente encontraría un batèlo esperando en aquellas aguas, inmediatamente debajo.
Finalmente, Mafio se quedó mirándome de nuevo. Yo estaba demasiado ocupado imaginándome las posibilidades y no pude decir nada, pero el viejo Mordecai tomó la palabra sin que nadie se lo pidiera:
—Eso ya se ha hecho antes. Y en consecuencia, hay ahora una ley según la cual el prisionero que intente provocar un incendio, por trivial que sea el delito, será condenado a la hoguera. Y para esa sentencia no hay apelación.
Tío Mafio dijo sarcásticamente:
—Gracias, Matusalén. —Y añadió dirigiéndose a mí—: Bueno, acabas de oír un motivo más para lograrlo y no quedarte en el intento. —Llamó al guardián dando varias patadas a la puerta—. Hasta mañana por la noche, sobrino.
Estuve despierto casi toda la noche. Y no porque la fuga necesitara una detenida planificación: simplemente estaba despierto, disfrutando con la perspectiva de volver a ser libre. El viejo Cartafilo dejó repentinamente de roncar, se enderezó y me dijo:
—Espero que tu familia sepa lo que está haciendo. Otra ley dice que el pariente más próximo de un prisionero es responsable de su conducta. El padre del hijo (khas vesholem), el marido de la esposa, el señor del esclavo. Si un prisionero consigue escapar provocando un incendio, llevarán a la hoguera, en su lugar, a la persona responsable.
—Mi tío no parece un hombre al que le importen mucho las leyes —dije, bastante orgulloso— ni parece que le asuste demasiado la hoguera. Pero, Mordecai, yo no puedo hacerlo sin que tú participes. Debemos fugarnos juntos. ¿Qué dices a eso?
Se quedó callado un rato y luego murmuró entre dientes:
—Quizá sea preferible la hoguera a una muerte lenta de la pettechie, la enfermedad de la cárcel. Y yo hace mucho tiempo que perdí al último de mis parientes.
Llegó la noche siguiente, y cuando sonó el coprifuoco y los carceleros nos ordenaron apagar las lámparas, nosotros nos limitamos a esconder su luz tras el cubo de la pissòta. Cuando los guardianes pasaron de largo, volqué casi todo el aceite de pescado de la lámpara sobre la tabla de mi camastro. Mordecai contribuyó con su ropa, que como estaba verde de moho y orín haría el fuego más humeante, la atamos bajo mi cama y la encendimos con la mecha de la lámpara de trapo. En poco rato, la celda se puso neblinosa y ennegrecida y las llamas comenzaron a lamer la madera. Mordecai y yo abanicábamos con los brazos para que el humo saliera mejor por el agujero de la puerta y gritamos: «¡Fuoco! ¡Al fuoco!», y oímos unos pasos que corrían por el pasillo.
Después, tal como había pronosticado mi tío, comenzó el lío y la confusión y a Mordecai y a mí nos ordenaron salir de la celda para poder apagar el fuego con cubos de agua. El humo salió a bocanadas con nosotros, y los carceleros nos apartaron de en medio. Por el camino, encontramos bastantes guardianes, pero apenas se fijaron en nosotros. Ayudados por el humo y la oscuridad que nos ocultaban, nos escabullimos corredor abajo y torcimos en un recodo.
—Ahora por aquí —dijo Mordecai, corriendo a una velocidad considerable para un hombre de su edad.
Había estado en la cárcel el tiempo suficiente para aprenderse esos vericuetos, y me llevó de un lado a otro hasta que divisamos luz al final de un gran vestíbulo. Allí se detuvo en la esquina, miró cuidadosamente a nuestro alrededor y me hizo señas para continuar. Salimos a un pasillo más corto, iluminado por dos o tres antorchas colgadas en la pared, pero vacío.
Mordecai se arrodilló, me indicó que le ayudara, y vi que un gran sillar cuadrado en la parte inferior del muro tenía clavadas unas agarraderas de hierro. Él cogió una y yo otra, tiramos con fuerza y el sillar se desplazó, revelándose menos grueso que los demás. A través de la abertura penetró un maravilloso aire fresco, humedad y olor a salobre. En seguida me puse en pie para inhalar, profunda y agradecidamente, y al instante siguiente me encontré tumbado en el suelo. Un guardián acababa de salir de algún rincón y gritaba pidiendo ayuda.
Hubo un momento de mayor confusión que antes. El guardián se me echó encima, y nos revolcamos por el suelo de piedra, mientras Mordecai, encogido en el agujero, nos miraba con la boca abierta y los ojos desorbitados. Conseguí situarme un momento encima del guardián y me aproveché de ello. Me arrodillé para que todo mi peso descansara sobre su pecho y con la rodilla le clavé los brazos en el suelo. Le tapé con ambas manos la boca, que movía incesantemente para gritar, giré hacia Mordecai y le dije:
—No podré sujetarlo… mucho rato más.
—Ven tú aquí, muchacho —dijo—, déjame hacerlo a mí.
—No. Uno de los dos puede escapar. Hacedlo vos. —Oí más pasos que corrían por algún lugar de los pasillos—. ¡Daos prisa!
Mordecai metió los pies por el agujero, luego se volvió para preguntarme:
—¿Por qué yo?
Entre forcejeos y revolcones, conseguí con un esfuerzo supremo pronuncia: unas últimas palabras:
—Me dejasteis escoger la mejor araña. ¡Idos ya!
Mordecai me dirigió una mirada interrogativa y dijo lentamente:
—La recompensa de una mitzva es otra mitzva —se deslizó a través de la abertura y desapareció. Oí fuera, debajo del agujero oscuro, un lejano salpicón, y luego pudieron conmigo.
Me arrastraron brutalmente por los pasillos y me arrojaron, literalmente, en una nueva celda. Quiero decir, en una celda muy antigua, por supuesto, pero una distinta. El único mueble era la tabla del camastro, no había agujero en la puerta y la única luz era el cabo de una vela. Me senté en medio de la oscuridad, me dolían las magulladuras, y recordé mi situación. Al intentar escaparme, había perdido toda esperanza de demostrar alguna vez que era inocente de la acusación anterior. Y al no lograr escapar, me había condenado a mí mismo a la hoguera. Sólo tenía un motivo para estar agradecido: ahora tenía una celda privada y ningún compañero de celda podía verme llorar.
Después de aquello, rencorosamente, dejaron los guardianes de alimentarme durante bastante tiempo, privándome hasta del horroroso grumo carcelario; la oscuridad y monotonía eran absolutas, y por eso no tengo ni idea del tiempo que pasé solo en esa celda antes de que fuera admitido un visitante. Era otra vez el hermano de la Justicia.
—Supongo que el permiso de mi tío para visitarme ha sido revocado.
—Dudo que él hubiera querido venir —dijo el hermano Ugo—. Comprendo que se mostrara tan indignado y blasfemo cuando vio que el sobrino que sacaba del agua se convertía en un viejo judío.
—Entonces vuestra abogacía tampoco es ya necesaria —dije resignadamente—. Imagino que habéis venido sólo como consolador de prisioneros.
—De todos modos, os traigo noticias que deberían consolaros. Ésta mañana el Consejo eligió a un nuevo dogo.
—Ah, sí. Estaban aplazando la elección hasta que tuvieran al sassín del dogo Zeno. Y me tienen a mí. ¿Por qué pensáis que eso me consolará?
—Quizá habéis olvidado que vuestro padre y vuestro tío son miembros de ese Consejo. Y desde su milagroso regreso después de tan larga ausencia, son, con mucho, los miembros más populares de la comunidad de mercaderes. Por eso, en la elección pueden ejercer bastante influencia sobre los votos de todos los nobles mercaderes. Un hombre llamado Lorenzo Tièpolo ambicionaba convertirse en dogo, y a cambio del bloque de votos de los mercaderes, estaba dispuesto a hacer ciertas concesiones a tu padre y a tu tío.
—¿Como cuáles? —pregunté sin asomo de esperanza.
—Es tradicional que un nuevo dogo, al acceder a su cargo, proclame algunas amnistías. La Serenitá Tièpolo va a perdonar el criminal incendio que provocasteis, y que permitió escapar a Mordecai Cartafilo de esta prisión.
—Así que no me llevarán a la hoguera como a un incendiario —dije—: Simplemente perderé la mano y la cabeza como un asesino.
—No, no ocurrirá tal cosa. Tenéis razón al decir que han capturado al sassín, pero estáis equivocado creyendo que sois vos. Otro hombre ha confesado la sassinàda.
Afortunadamente la celda era pequeña, pues de lo contrario me hubiera caído al suelo. Pero sólo me tambaleé y me dejé caer sobre la pared. El hermano continuó, a un ritmo enloquecedoramente lento:
—Os dije que traía noticias consoladoras. Tenéis más abogados de los que creéis, y todos han estado ocupados con vuestro caso. El zudìo al que liberasteis no siguió corriendo, ni cogió un barco para alguna tierra lejana. Ni siquiera se escondió en las callejuelas del burghèto judío. En vez de eso, fue a visitar a un sacerdote, no a un rabino, sino a un auténtico sacerdote cristiano, uno de los clérigos menores de la propia basílica de San Marcos.
—Ya intenté hablaros de ese sacerdote —dije yo.
—Bien, pues parece que el sacerdote había sido el amante secreto de dona Ilaria, pero ella empezó a odiarle cuando perdió la oportunidad de convertirse en dogaresa. Cuando ella rechazó los amores del sacerdote, éste tuvo remordimientos por haber cometido algo tan vil como un asesinato, sin obtener resultados aprovechables. Por supuesto, aún guardaría silencio y la cuestión habría quedado entre él y Dios. Pero entonces Mordecai le visitó. Al parecer, el judío le habló de algunos documentos que tenía como prenda. Ni siquiera se los enseñó, sólo tuvo que mencionarlos, y ya fue suficiente para convertir el remordimiento secreto del sacerdote en abierto arrepentimiento. Acudió a sus superiores e hizo confesión de todo, renunciando al privilegio confesional. Ahora está bajo arresto domiciliario en sus aposentos de la canónica. Dona Ilaria también está confinada en su casa, como cómplice del crimen.
—¿Qué pasará luego?
—Todo debe esperar a la toma de posesión del nuevo dogo. Lorenzo Tièpolo no deseará que el comienzo de su gobierno esté marcado por un escándalo, pues en el caso están implicadas personas más eminentes que un simple muchacho jugando a bravo. La viuda de un dogo electo asesinado, un sacerdote de San Marcos… en fin, que el dogo Tièpolo hará todo lo posible para restar importancia al escándalo. Probablemente permitirá que el sacerdote sea juzgado in camera por un tribunal eclesiástico, y no por la Quarantia. Yo supongo que será exiliado a alguna remota parroquia de tierra firme, en el Véneto. Y el dogo probablemente obligará a dona Ilaria a tomar los hábitos en algún convento, también remoto. Hay un precedente para este caso. Hace unos cien años, en Francia, hubo una situación similar en la que estuvieron implicados un sacerdote y una dama.
—¿Y a mí qué me pasará?
—En cuanto el dogo se ponga la blanca scufieta, proclamará sus amnistías, y la tuya será una de ellas. Te perdonarán el incendio provocado; por lo demás, ya te han exculpado de la sassinàda. Te sacarán de la cárcel.
—¡Libre! —suspiré.
—Bueno, y quizá un poco más libre de lo que hubierais deseado.
—¿Qué?
—Dije que el dogo procurará que este sórdido asunto se olvide y pronto. Si se limita a dejaros suelto por Venecia, seréis un recordatorio permanente del caso. Vuestra amnistía está condicionada a vuestro destierro. Estáis proscrito. Debéis dejar Venecia para siempre.
Los días siguientes que permanecí en la celda, pensé en todo lo que había pasado. Me dolía la idea de abandonar Venecia, la serenísima, la clarísima. Pero era mejor que morir en la piazzetta o que quedarse en el Vulcano, que no ofrecía ni serenidad ni claridad. Incluso lo sentía por el sacerdote que había asestado el golpe de bravo en mi lugar. Sin duda, como un joven cura de la basílica, esperaba ascender en el escalafón de la Iglesia; lo cual nunca podría conseguir exiliado en un pueblo de mala muerte. E Ilaria tendría que soportar un exilio aún más penoso: su belleza y sus talentos inútiles ya para siempre. Pero quizá no; había conseguido prodigarlos con bastante generosidad de casada; quizá, como esposa de Cristo, conseguiría también disfrutarlos. Al menos tendría abundantes oportunidades de cantar el himno de las monjas, como lo llamaba ella. Con todo, comparado con el destino irrevocable de nuestra víctima, los tres habíamos salido airosos.
Me sacaron de la prisión aún menos ceremoniosamente de como me habían metido. Los guardianes abrieron la puerta de mi celda, me llevaron por los pasillos, me hicieron bajar escaleras y atravesar otras puertas, abrieron la última y me dejaron en el patio. Desde allí sólo tuve que cruzar la Puerta del Trigo para salir a la luminosa Riva de la laguna, y quedé tan libre como las incontables gaviotas que trazaban círculos por el aire. Era una buena sensación, pero me hubiera sentido bastante mejor si hubiera podido lavarme y ponerme ropa nueva antes de salir. No me había lavado durante toda mi reclusión, llevaba las mismas ropas que al principio y apestaba a aceite de pescado, humo y efluvios de pissòta. Mis prendas estaban desgarradas por la pelea que sostuve la noche de mi abortada fuga. Y lo que quedaba de ellas estaba sucio y arrugado. Además, en aquellos días me estaba saliendo la primera pelusilla en la cara; puede que la barba no fuera muy visible, pero se sumaba a mi sensación general de suciedad. Hubiera deseado circunstancias mejores para encontrarme por primera vez con mi padre en mi memoria. Él y mi tío Mafio estaban esperándome en la Riva, vestidos con las elegantes ropas que probablemente habían llevado, como miembros del Consejo, en la toma de posesión del nuevo dogo.
—Contempla a tu hijo —rugió mi tío—. ¡Tu arcistupendonazzisimo hijo! ¡Contempla al tocayo de nuestro hermano y de nuestro patrón! ¿Cómo puede haber causado tanto alboroto un meschin tan desgraciado e insignificante?
—¿Padre? —pregunté tímidamente al otro hombre.
—Hijo mío —dijo él, dudando casi tanto como yo, pero con los brazos abiertos.
Yo había imaginado a alguien de aspecto más sobrecogedor incluso que el de mi tío, ya que él era el mayor de los dos. Pero en realidad, al lado de su hermano empalidecía; no era tan alto ni fornido, y tenía la voz mucho más suave. Llevaba, como mi tío, barba de viajero, pero la suya estaba bien recortada. Su barba y su pelo no tenían el temible color negro de ala de cuervo, sino un decoroso color de ratón, igual que el mío.
—Hijo mío. Pobre niño huérfano —dijo mi padre abrazándome, pero en seguida me apartó de sí a un brazo de distancia y preguntó preocupado—: ¿Siempre hueles así?
—No, padre. He estado encerrado durante…
—Olvidas, Nico, que éste es un bravo, un bonvivàn, un jugador entre los pilares —bramó mi tío—. Paladín de matronas mal casadas, que acecha en la noche, maneja la espada y libera judíos.
—Bueno, bueno —dijo mi padre indulgentemente—, un pollito debe estirar las alas fuera del nido. Venga, vámonos a casa.
12
Todos los sirvientes se movían con mayor presteza y se mostraban más contentos que nunca desde la muerte de mi madre. Incluso parecían alegrarse de verme de nuevo en casa. La doncella se apresuró a calentar agua cuando lo solicité, y maistro Attilio me dejó su navaja de afeitar cuando se la pedí educadamente. Me bañé varias veces, me raspé inexpertamente la pelusa de mi cara, me puse un jubón y unas calzas limpias y fui a reunirme con mi padre y mi tío en la sala principal, donde estaba la estufa de azulejos.
—Ahora —dije—, quiero que me contéis vuestros viajes. Habladme de todos los sitios que habéis visto.
—Dios mío, otra vez no —gruñó tío Mafio—. No nos han dejado hablar de otra cosa.
—Ya habrá tiempo para eso después —dijo mi padre—. Todo en su momento. Háblanos ahora de tus propias aventuras.
—Ahora ya han acabado —me apresuré a decir—. Preferiría oír algo nuevo.
Pero ellos no cedieron. Así que les conté, con franqueza, todo lo que había sucedido desde la primera vez que vi a Ilaria en San Marcos, omitiendo sólo la tarde amatoria que ella y yo pasamos juntos. Así, parecía que fue una mera locura caballeresca lo que me empujó a mi calamitoso intento de bravura.
Cuando hube terminado, mi padre suspiró:
—Cualquier mujer puede tentar al diablo. En fin, tú hiciste lo que te pareció mejor. Y quien hace lo que puede, ya hace mucho. Pero las consecuencias han sido trágicas. Tuve que aceptar la estipulación del dogo de que abandonaras Venecia, hijo mío. Desde luego, podía haber sido mucho más duro contigo.
—Lo sé —dije con arrepentimiento—. ¿Adonde iré, padre? ¿Tendré que buscar una Tierra de Cucaña?
—Mafio y yo tenemos negocios en Roma. Vendrás con nosotros.
—Entonces, ¿tendré que pasar en Roma el resto de mi vida? La sentencia fue de destierro perpetuo…
Mi tío dijo lo mismo que el viejo Mordecai:
—Las leyes de Venecia se obedecen durante una semana. La sentencia perpetua de un dogo dura lo que dura su vida. Cuando Tièpolo muera, su sucesor difícilmente podrá evitar tu regreso. De todos modos, eso puede tardar aún una buena temporada.
—Tu tío y yo tenemos que llevar a Roma una carta del gran kan de Kitai… —dijo mi padre.
Nunca había oído esas palabras de dura sonoridad, y le interrumpí para decírselo.
—El kan de todos los kanes mongoles —explicó mi padre—, el soberano de lo que aquí llaman erróneamente Catai.
Le miré perplejo y pregunté:
—¿Os encontrasteis a los mongoles? ¿Y habéis sobrevivido?
—Los encontramos y nos hicimos amigos de algunos. Tenemos el amigo más poderoso que existe, el kan Kubilai, que gobierna el imperio mayor del mundo. Nos pidió que le lleváramos una solicitud al Papa Clemente…
Él siguió hablando, pero yo no escuchaba. Le miraba con reverencia y admiración, y pensaba… que ése era mi padre, al que había creído muerto hacía tiempo, y que esa persona de aspecto normal afirmaba ser un confidente de los bárbaros kanes y de los santos papas.
Terminó diciendo:
—… Y después, si el Papa nos presta los cien sacerdotes que solicita Kubilai, los conduciremos hacia Oriente. Y volveremos a Kitai.
—¿Cuándo salimos hacia Roma? —pregunté.
Mi padre dijo tímidamente.
—Pues…
—Después de que tu padre se case con tu nueva madre —dijo mi tío—. Y para eso debemos esperar la proclamación de los bandi.
—Oh, no lo creo, Mafio —dijo mi padre—. Fiordelisa y yo no somos demasiado jovencillos, pues los dos somos viudos, y probablemente el pare Nunziata nos dispensará de las tres amonestaciones de los bandi.
—¿Quién es Fiordelisa? —pregunté—. ¿Y no es demasiado precipitado, padre?
—Ya la conoces —dijo él—, Fiordelisa Treván, la señora de la tercera casa canal abajo.
—¡Ah, sí! ¡Es una buena mujer! Era la mejor amiga de mi madre en todo el vecindario.
—Si estás insinuando lo que creo que pretendes decir, Marco, te recuerdo que tu madre está en su tumba, en donde no existen celos, ni envidias, ni recriminaciones.
—Sí —dije, y añadí con impertinencia—: Pero veo que no llevas el luto vedovile.
—Tu madre hace ocho años que está enterrada. ¿Debería vestirme ahora de negro y llevar luto doce meses más? No soy tan joven que pueda recluirme todo un año para llorar su muerte. Ni tampoco dona Lisa es una bambina.
—¿Se lo has propuesto ya, padre?
—Sí, y ha aceptado. Mañana tendremos nuestra entrevista pastoral con el pare Nunziata.
—¿Está enterada de que te vas a marchar inmediatamente después de casarte con ella?
Mi tío me interrumpió bruscamente:
—¿Qué significa este interrogatorio, saputèlo?
Mi padre dijo con paciencia:
—Me caso con ella, Marco, porque voy a marcharme. Cuando el demonio apremia no hay más remedio que actuar. Volví a casa esperando encontrar a tu madre viva y al frente de la Casa Polo. Pero no ha sido así. Y ahora, por tu culpa, no puedo dejarte a ti al cargo de los negocios. El viejo Doro es un buen hombre, y no necesita que nadie le esté vigilando por encima del hombro. No obstante, prefiero que haya alguien con el apellido Polo como cabeza visible de la Compañía, aunque sólo sirva para eso. Dona Fiordelisa asumirá esta función y con gusto. Además, no tiene hijos y no tendrás competidores en la herencia, si eso es lo que te preocupa.
—No es eso —dije, y volví a hablar con impertinencia—. Sólo me preocupa la aparente falta de respeto hacia mi madre, y también hacia dona Treván, al casaros con tantas prisas solamente por motivos mercenarios. Toda Venecia murmurará y se reirá, y ella seguramente ya lo sabe.
Mi padre dijo de forma suave pero rotunda:
—Yo soy mercader, ella es viuda de mercader, y Venecia es una ciudad mercantil, en donde todos saben que el mejor motivo para hacer cualquier cosa es un motivo mercenario. Para un veneciano, el dinero es su segunda sangre, y tú eres veneciano. Ahora ya he oído tus objeciones, Marco, y las he rechazado. No deseo oír ninguna más. Y recuerda, una boca cerrada no se equivoca.
Así que me callé y no dije nada más sobre el tema, equivocadamente o no; y el día que mi padre se casó con dona Lisa estuve en la iglesia del confino de San Felice con mi tío y todos los sirvientes libres de ambas casas, y numerosos vecinos, nobles mercaderes y sus familias, mientras el anciano pare Nunziata celebraba tembloroso la misa nupcial. Pero cuando la ceremonia hubo terminado y el pare los declaró Messere e Madona y llegó el momento de que mi padre llevara a su esposa a su nuevo hogar, con todos los invitados a la recepción, yo me escabullí del feliz cortejo.
Aunque iba vestido con mis mejores ropas, dejé que mis pasos me llevaran al barrio de las barcas. Desde mi salida de la cárcel, sólo había visitado a mis amigos breve y esporádicamente. Ahora era un ex convicto, y parecía que todos los chicos me consideraban un hombre, o quizá incluso una persona importante. En cualquier caso, se había creado una distancia que antes no existía. Pero aquel día sólo encontré en la barcaza a Doris. Estaba arrodillada en los tablones del casco, vestía únicamente una camisola corta y estaba pasando ropa mojada de un cubo a otro.
—Boldo y los demás se han montado en una gabarra de basura que va a Torcello —me explicó Doris—. Estarán allí el día entero, así que aprovecho para lavar todo lo que no llevan puesto.
—¿Me puedo quedar a hacerte compañía? —pregunté—. ¿Y dormir otra vez en la barcaza?
—Si te quedas tus ropas también necesitarán un buen lavado —dijo mirándolas con ojo crítico.
—He dormido en sitios peores —repliqué—. Y además tengo más ropa.
—¿De qué huyes esta vez, Marco?
—Hoy es la boda de mi padre. Y lleva a casa una marègna para mí, y no creo que yo necesite ninguna. Ya he tenido una madre auténtica.
—Yo seguramente tuve una, pero no me importaría tener una marègna. —Y añadió, suspirando como una mujer mayor cansada—: A veces siento que yo misma soy una marègna para todo este enjambre de huérfanos.
—Ésta dona Fiordelisa es una mujer bastante buena —dije, sentándome de espaldas al casco—, pero no me apetece dormir bajo el mismo techo que mi padre la noche de su boda.
Doris me miró, adivinando sin duda mi pensamiento, dejó lo que estaba haciendo y vino a sentarse a mi lado.
—Muy bien —me susurró al oído—. Quédate aquí. Y haremos como si fuera hoy tu noche de bodas.
—Oh, Doris, ¿ya empiezas otra vez?
—No sé por qué te empeñas en rechazarme. Ahora me he acostumbrado a ir siempre limpia, como me dijiste que debe hacer una dama. Estoy limpia toda yo. Mira.
Antes de que pudiera protestar, se quitó de un ágil movimiento la única prenda que llevaba. Realmente estaba limpia, y además no tenía vello en el cuerpo. Dona Ilaria no era, desde luego, tan suave y lisa por todas partes. Claro que a Doris también le faltaban las curvas y redondeces femeninas. Sus tetas apenas apuntaban sobre su pecho, y sus pezones eran de un rosa ligeramente más oscuro que el de su piel; sus caderas y nalgas sólo estaban acolchadas con un poco de carne de mujer.
—Todavía eres una zuzzurullona —dije, intentando parecer aburrido y desinteresado—. Aún te falta mucho para llegar a ser una mujer.
Eso era verdad, pero su extremada juventud, sus pequeñas dimensiones y su inmadurez tenían una especie de atractivo propio. Todos los chicos a esa edad son lascivos, sin embargo lo que les suele apetecer son mujeres auténticas. Tienden a considerar a las chicas de su misma edad como un compañero de juego más, una muchachota entre muchachos, una zuzzurullona. Sin embargo, yo estaba algo más avanzado en ese aspecto que la mayoría de los chicos; yo ya había pasado por la experiencia de una mujer auténtica. Me había aficionado a los dúos musicales, ahora hacía tiempo que estaba privado de esa música, y allí tenía a una bonita novicia suplicándome que la iniciara.
—Sería deshonroso por mi parte fingir una noche de bodas —dije, discutiendo conmigo mismo más que con ella—. Ya te he dicho que dentro de unos días me marcho para Roma.
—Tu padre también, y eso no le ha impedido casarse de verdad.
—Es cierto, y por eso nos peleamos. Yo no creo que sea correcto. Pero su nueva esposa parece estar perfectamente de acuerdo.
—Igual me pasaría a mí. De momento, finjámoslo, Marco. Luego te esperaré y tú volverás. Dijiste que volverías cuando hubiera otro cambio de dogo.
—¡Qué ridícula estás, pequeña Doris! Aquí sentada, desnuda y hablando de dogos y cosas de ésas.
Pero en realidad no estaba ridícula; parecía una tierna ninfa de las viejas leyendas… De veras que intenté discutir el tema:
—Tu hermano siempre habla de lo buena chica que es su hermana.
—Boldo no volverá hasta esta noche, y no sabrá nada de lo que pase desde ahora hasta entonces.
—Se pondrá furioso —continué, como si Doris no me hubiera interrumpido— tendremos que pelearnos otra vez, como nos peleamos cuando me arrojó el pescado, hace tanto tiempo.
Doris hizo pucheros:
—No aprecias mi generosidad. Es un placer que te ofrezco a costa de mi dolor.
—¿Dolor? ¿Por qué?
—A una virgen siempre le duele la primera vez. Y no la satisface. Todas las chicas lo saben. Las mujeres nos lo cuentan.
Dije pensativamente:
—No sé por qué ha de ser doloroso. No lo es si se hace del modo en que mi… —Pensé que sería una torpeza mencionar a dona Ilaria en ese momento—. Quiero decir, del modo en que aprendí a hacerlo.
—Si eso es verdad —dijo Doris— puedes ganarte la adoración de muchas vírgenes en tu vida. Enséñame lo que has aprendido.
—Uno comienza haciendo… ciertas cosas preliminares. Como esto —y le toqué uno de sus diminutos pezones.
—¿La zizza? Eso sólo hace cosquillas.
—Creo que las cosquillas se convierten muy pronto en otra sensación.
Muy pronto Doris dijo:
—Sí, tienes razón.
—A la zizza también le gusta. Mira, se pone de punta pidiendo más.
—Sí, sí, es verdad.
Se tumbó lentamente, de espaldas sobre las tablas, y yo seguí su movimiento.
—A una zizza aún le gusta más que la besen —dije yo.
—Sí. —Como un gato perezoso, Doris estiraba voluptuosamente su pequeño cuerpo.
—Después hay esto —dije.
—Que también hace cosquillas.
—También se convierte luego en algo mejor que un cosquilleo.
—Sí, es verdad. Siento…
—Dolor no, seguramente.
Dijo que no con la cabeza; entonces tenía los ojos cerrados.
—Éstas cosas no necesitan siquiera la presencia de un hombre. Se las llama el himno del convento porque las chicas pueden hacerlo solas.
Estaba mostrándome escrupulosamente justo, dándole la oportunidad de que me despidiera. Pero Doris sólo dijo, jadeante:
—No tenía ni idea de eso… Ni siquiera sé cómo lo tengo aquí abajo.
—Podrías verte fácilmente tu mona con un espejo.
—No conozco a nadie que tenga un espejo —dijo débilmente.
—Entonces mira la de… mejor no, la tiene toda peluda. La tuya todavía está sin nada, visible y suave. Y bonita. Parece…
Busqué una comparación poética.
—¿Conoces ese tipo de pasta con pliegues que forman una pequeña concha? ¿Que se llama labios de dama?
—Eso es lo que le has hecho sentir, como un beso en los labios dijo hablando como en sueños.
Había vuelto a cerrar los ojos, y su pequeño cuerpo se retorcía lentamente.
—Sí, como labios besados —dije yo.
En su lento meneo, su cuerpo pareció contraerse por un momento, luego relajarse, y soltó un gemido de placer. Mientras yo seguía tocando musicalmente su cuerpo, Doris volvió a repetir esa ligera convulsión, una y otra vez, y cada vez duraba más, como si estuviera aprendiendo con la práctica a prolongar el placer. Mis atenciones hacia ella no cesaron, pero utilicé solamente la boca, y con las manos libres pude quitarme la ropa. Cuando estuve desnudo junto a su cuerpo, Doris pareció saborear al máximo sus suaves espasmos, y sus manos comenzaron a recorrer ansiosamente mi piel. Continué durante un largo rato haciendo la música del convento, como me había enseñado Ilaria. Cuando, finalmente, Doris estaba empapada en sudor, me detuve y la dejé descansar.
Su respiración fue reduciendo su rápido ritmo, y abrió los ojos mirándome aturdida. Después frunció el cejo porque me notó duro contra ella, y desvergonzadamente movió una mano para agarrármela; luego dijo sorprendida:
—Has hecho todo eso… o me has hecho a mí todo eso… y tú ni siquiera…
—No, no todavía.
—No lo sabía —dijo riendo, de muy buen humor—. Era imposible que me enterara. Estaba muy lejos. En las nubes… —Sujetándomela aún con una mano se tocó con la otra—: Todo eso… y todavía soy virgen. Es milagroso. ¿Crees Marco que así es como nuestra bendita Virgen María…?
—Ya estamos pecando, Doris —dije rápidamente—, o sea, que no digamos blasfemias encima.
—No. Pequemos un poco más.
Y así lo hicimos, y pronto tuve a Doris gorjeando y estremeciéndose de nuevo, en las nubes, como había dicho ella, disfrutando con el himno de las monjas. Y finalmente hice lo que ninguna monja puede hacer, y no fue brusco ni forzado, sino fácil y natural. Doris, cubierta de sudor, se movía sin fricción entre mis brazos, y esa parte suya estaba aún más húmeda. O sea que no sintió ninguna violencia, sino una sensación más intensa entre las muchas otras que había experimentado por primera vez. Cuando eso ocurrió abrió unos ojos desbordantes de placer. El gemido que soltó esta vez correspondía a un registro musical diferente de los anteriores.
Para mí también fue una sensación nueva. Dentro de Doris me sentía como agarrado por un tierno puño, mucho más prieto que con ninguna de las otras mujeres con las que me había acostado. Y me di cuenta, hasta en ese momento de máxima excitación, que estaba desaprobando mi ignorante afirmación de antaño, al decir que todas las mujeres eran iguales en sus partes íntimas.
Durante un rato más, tanto Doris como yo hicimos muchos ruidos distintos. Y el sonido final, cuando dejamos de movernos para descansar, fue el suspiro que ella exhaló en una mezcla de admiración y sorpresa:
—¡Dios mío!
—Creo que no ha sido doloroso —dije sonriendo.
Meneó la cabeza con vehemencia y me devolvió la sonrisa:
—Lo había soñado muchas veces. Pero nunca soñé que sería tan… Y nunca oí a una mujer contar que su primera vez fuera tan… Gracias, Marco.
—Gracias a ti, Doris —dije educadamente—. Y ahora que sabes como…
—¡Calla! No deseo hacer nada parecido con alguien que no seas tú.
—Yo me marcharé pronto.
—Ya lo sé. Pero estoy segura de que volverás. Y no volveré a hacer eso hasta que no regreses de Roma.
Sin embargo, no me marché a Roma. Todavía no conozco esa ciudad. Doris y yo seguimos retozando hasta la caída de la noche, y cuando Ubaldo, Daniele, Malgarita y los demás volvieron de su día de excursión, ya estábamos vestidos y comportándonos más decentemente. Cuando nos retiramos a dormir a la barcaza, me acosté solo, sobre el mismo jergón de paja que había utilizado en otra ocasión. Y a todos nos despertó por la mañana el pregón de un banditore, que salía de ronda más temprano que de costumbre, por la extraordinaria noticia que tenía que declamar. El Papa Clemente IV había muerto en Viterbo. El dogo de Venecia proclamaba un período de duelo y de oración por el alma del Santo Padre.
—¡Maldición! —bramó mi tío, golpeando la mesa y haciendo saltar los libros—. ¿Es que traemos la desgracia con nosotros, Nico?
—Primero muere un dogo y ahora el Papa —dijo mi madre con tristeza—. En fin, todos los salmos terminan en gloria.
—Y según las noticias de Viterbo —dijo el contable, en cuyo despacho nos habíamos reunido—, puede haber una larga parálisis en el cónclave. Parece que hay muchos pies ansiosos por calzar las sandalias del Pescador.
—No podemos esperar a la elección, sea pronto o tarde —refunfuñó mi tío y me miró ceñudamente—. Debemos sacar a este galeotto de Venecia, o iremos todos a la cárcel.
—No es necesario que esperemos —dijo mi padre impertérrito—. Doro, con gran eficacia, ha comprado y reunido todo lo que necesitamos para el viaje. Solamente nos faltan los cien sacerdotes, y a Kubilai no le importará que no los haya elegido el Papa. Cualquier alto prelado puede proporcionarlos.
—¿A qué prelado acudiremos? —preguntó Mafio—. Si lo pedimos al patriarca de Venecia nos dirá, y con razón, que prestarnos cien sacerdotes significaría dejar vacías todas las iglesias de la ciudad.
—Y tendríamos que llevarlos todo este trayecto de más —musitó mi padre—. Mejor que los busquemos más cerca de nuestro destino.
—Perdonad mi ignorancia —dijo mi nueva marègna, Fiordelisa—. Pero ¿puede saberse por qué estáis reclutando sacerdotes, y tantos sacerdotes, para un salvaje jefe mongol? Seguro que no es ni cristiano.
—No tiene religión concreta, Lisa —explicó mi padre.
—Ya me lo imaginaba.
—Pero tiene esa virtud característica de los impíos: es tolerante con las creencias de los demás. De hecho, desea que sus súbditos tengan un amplio abanico de creencias donde elegir. En sus tierras hay muchos predicadores de diversas religiones paganas, pero de la fe cristiana sólo están los degradados e ilusos sacerdotes nestorianos. Kubilai quiere que le proporcionemos una adecuada representación de la verdadera Iglesia cristiana de Roma. Naturalmente, Mafio y yo estamos ansiosos por obedecer; y no sólo por la propagación de la santa fe. Si podemos cumplir esa misión pediremos al kan permiso para lanzarnos a misiones más provechosas.
—Nico quiere decir —aclaró mi tío— que esperamos organizar el comercio entre Venecia y los países de Oriente, para que fluya de nuevo a lo largo de la Ruta de la Seda.
Lisa dijo sorprendida:
—¿Hay una ruta cubierta de seda?
—Ojalá lo estuviera —replicó mi tío, moviendo los ojos en sus órbitas—. Es más tortuosa, terrible y castigadora que cualquier camino que lleve al cielo. Incluso llamarla ruta es una exageración.
Isidoro pidió permiso para explicarlo a la dama:
—La ruta desde las costas levantinas a través del interior de Asia se ha llamado Ruta de la Seda desde tiempos antiguos, porque la seda de Kitai era la mercancía más costosa que pasaba por ella. En aquella época, la seda valía su peso en oro. Y quizá, la propia ruta, al ser tan valiosa, estaba en mejor estado y era más fácil transitar por ella. Pero en épocas más recientes cayó en desuso, debido en parte a que robaron a Kitai el secreto de fabricar la seda, y actualmente la seda se cultiva hasta en Sicilia. Pero esas tierras orientales se hicieron también imposibles de transitar por los estragos de los hunos, tártaros y mongoles que merodeaban por toda Asia. Por eso nuestros comerciantes occidentales sustituyeron la ruta terrestre por las rutas marítimas que los navegantes árabes conocían.
—Si se puede llegar por mar —dijo Lisa a mi padre—, ¿por qué sufrir los rigores y peligros de un viaje por tierra firme?
—Ésas rutas marítimas están prohibidas para nuestros barcos. Los árabes, que antes eran pacíficos, y desde siempre se conformaban con vivir sumisamente en la paz de su profeta, se levantaron y se convirtieron en los guerreros sarracenos que pretenden imponer la religión del Islam en el mundo entero. Y están tan celosos de sus rutas marítimas, como de ser actualmente los amos de Tierra Santa.
—Los sarracenos están dispuestos a comerciar con nosotros, los venecianos, y con cualquier otro pueblo cristiano del que puedan sacar provecho —dijo Mario—. Pero los privaríamos de esos beneficios si enviáramos flotas de nuestros propios barcos a comerciar a Oriente. Por eso, hay corsarios sarracenos patrullando constantemente los mares para cerrarnos el paso.
Lisa, con una expresión remilgada de sorpresa, preguntó:
—¿Son nuestros enemigos y comerciamos con ellos?
Isidoro contestó encogiéndose de hombros:
—El negocio es el negocio.
—Ni siquiera a los papas —dijo tío Mafio— les ha disgustado nunca comerciar con los paganos, siempre que pudieran sacar provecho. Y un Papa, o cualquier otro pragmático, debería de estar impaciente por establecer relaciones comerciales con el más lejano Oriente. Pueden hacerse grandes fortunas. Nosotros lo sabemos a ciencia cierta porque hemos visto la riqueza de aquellas tierras. Nuestro primer viaje fue simplemente exploratorio, pero esta vez nos llevaremos algo para comerciar. La Ruta de la Seda es terrorífica, pero no imposible. Ya hemos atravesado esas tierras dos veces, de ida y vuelta. Y podemos repetirlo.
—Sea quien sea el nuevo Papa —dijo mi padre— seguramente dará su bendición para esta empresa. Roma estaba aterrorizada cuando parecía que los mongoles iban a invadir Europa. Pero nuestra impresión es que los diferentes kanes mongoles ya han extendido las fronteras de sus kanatos tan hacia el oeste como pretendían. Eso significa que ahora la mayor amenaza para la cristiandad son los sarracenos. O sea que Roma debería ver con buenos ojos la posibilidad de establecer una alianza con los mongoles contra el Islam. Nuestra misión en nombre del kan de todos los kanes podría ser de suprema importancia; tanto para los fines de la Madre Iglesia como para la prosperidad de Venecia.
—Y para la Casa Polo —añadió Fiordelisa, que ya era de nuestra Casa.
—Eso sobre todo —dijo Mafio—. Venga, dejemos de charlar, Nico, y volvamos a lo nuestro. ¿Pasaremos de nuevo por Constantinopla para reclutar allí nuestros sacerdotes?
Mi padre lo pensó un momento y dijo:
—No. Los sacerdotes de allí son demasiado comodones; son tan blandengues como los eunucos. El gato con guantes no coge ratones. Sin embargo, en las filas de los cruzados hay muchos capellanes, que son hombres duros, acostumbrados a la vida dura. Vayamos a Tierra Santa, a San Zuàne de Acre, en donde están ahora acampados los cruzados. Doro, ¿hay algún barco que parta hacia Oriente y que nos pueda dejar en Acre?
El contable se puso a consultar sus registros y yo me fui del almacén para contarle a Doris mi nuevo destino y para despedirme de ella y de Venecia.
Tuvo que pasar un cuarto de siglo antes de que volviera a verlas, a alguna de las dos. Mucho debieron de haber cambiado y envejecido en ese tiempo, no menos que yo mismo. Pero Venecia aún seguía siendo Venecia, y Doris —por raro que parezca— seguía siendo en cierto modo la Doris que yo dejé. Quizá lo que dijo, que no volvería a amar a nadie hasta que yo volviera; quizá esas palabras sirvieron de fórmula mágica para preservarla intacta al paso de los años. Pero lo cierto es que ella, después de ese largo tiempo, continuaba siendo una Doris tan joven, tan bella y tan vibrante, que la reconocí nada más verla, e instantáneamente me enamoré de ella, o al menos así me lo pareció.
Pero bueno, esta historia ya la contaré en su momento.