SHANGDU

1

Emprendimos de nuevo un largo camino y mi escolta y yo cabalgamos sin parar. Pero cuando estábamos a unos doscientos lis al sudoeste de Kanbalik, encontramos a nuestros jinetes de avanzadilla que esperaban en una encrucijada para detenernos. Habían llegado ya a Kanbalik y habían dado media vuelta para informarnos de que el kan Kubilai no estaba en aquel momento en su residencia de la ciudad. Había salido a disfrutar de la estación de caza, y ahora residía en su palacio campestre de Shangdu, adonde nos conducirían. Con ellos esperaba otro hombre que iba ricamente ataviado, vestido al estilo árabe, y que yo al principio confundí con algún cortesano musulmán de barba gris a quien no conocía. Esperó a que los jinetes me comunicaran su mensaje, y luego se dirigió a mí con gran efusión:

—¡Marco, antiguo amo! ¡Soy yo!

—Narices —exclamé, sorprendido de que me alegrara verlo—. Bueno, quería decir Ali-Babar. ¡Qué bien volver a verte! Pero ¿qué haces aquí, tan lejos de las comodidades de la ciudad?

—He venido a vuestro encuentro. Cuando estos hombres trajeron la noticia de vuestro inminente regreso me uní a ellos. Tengo una misiva para vos, y me pareció una buena excusa para tomarme unas vacaciones y alejarme durante un tiempo del trabajo y de las preocupaciones. También pensé que así podríais utilizar los servicios de vuestro antiguo esclavo.

—Muy amable por tu parte. Pero vente conmigo, pasaremos las vacaciones juntos.

Los mongoles, dos jinetes de avanzadilla y mis dos escoltas, siguieron su camino, y Ali y yo cabalgamos juntos detrás de ellos. Nos dirigimos más al norte que antes, porque Shangdu está en lo alto de las montañas Damaqing, a considerable distancia de Kanbalik, directamente hacia el norte. Ali rebuscó bajo su aba bordada y sacó un documento doblado y sellado, con mi nombre escrito en letras romanas y también en letras árabes y mongoles, y en caracteres han.

—Alguien quería asegurarse de que lo recibiera —murmuré—. ¿De quién es?

—No lo sé, mi ex amo.

—Ahora los dos somos hombres libres, Ali. Puedes llamarme Marco.

—Como queráis, Marco. La dama que me dio ese documento iba totalmente cubierta de velos, y se me acercó en privado y de noche. Como ella no dijo palabra, tampoco yo lo hice, y pensé que probablemente sería, ejem, alguna amiga secreta y quizá la mujer de algún otro. Ahora soy mucho más discreto y menos curioso de lo que tal vez solía ser antes.

—Sin embargo tienes la misma imaginación desbocada que antes. Yo no mantenía en la corte ninguna intriga de ese tipo. Pero gracias, de todos modos. —Me guardé el documento para leerlo aquella noche—. Y ahora, ¿qué es de ti, viejo compañero? ¡Qué buen aspecto tienes!

—Sí —dijo pavoneándose un poco—. Mi buena esposa Mar-Yanah insiste en que me vista y me comporte como el rico propietario y patrón que soy ahora.

—¿De verdad? ¿Propietario de qué? ¿Patrón de quién?

—¿Recordáis, Marco, la ciudad llamada Kashan, en Persia?

—¡Ah, sí! La ciudad de los bellos muchachos. Pero no creo que Mar-Yanah te haya permitido abrir un burdel masculino.

Él suspiró, torció el gesto y dijo:

—Kashan también es famoso por sus peculiares azulejos kaši que quizá recordáis.

—Sí. Me acuerdo de que mi padre se interesó en su fabricación.

—Eso mismo. Vuestro padre pensó que en Kitai podría haber mercado para ese producto. Y tenía razón. Él y vuestro tío Mafio pusieron el capital para instalar un taller, enseñaron el arte del kaši a unos cuantos artesanos, y nos dejaron a Mar-Yanah y a mí al frente de todo el negocio. Ella diseña los dibujos del kaši y yo vendo fuera el producto. Lo hemos hecho muy bien, si se me permite decirlo. Los azulejos kaši están muy solicitados para adornar las casas de los ricos. Incluso después de pagar la parte de beneficios correspondientes a vuestro padre y a vuestro tío, Mar-Yanah y yo nos hemos hecho bastante ricos. Aún estamos aprendiendo el negocio, tanto ella y yo como nuestros artesanos, pero mientras tanto vamos ganando dinero. Hemos prosperado tanto que me puedo permitir unas vacaciones y hacer con vos este pequeño viaje.

Siguió charlando durante el resto del día, relatándome hasta el último detalle del negocio de fabricación y venta de azulejos, pero no todo lo que contaba me pareció totalmente interesante, y de vez en cuando me daba otras noticias de Kanbalik. Él y su bella Mar-Yanah eran muy felices. No había visto a mi padre desde hacía algún tiempo, el viejo Polo había estado fuera de viaje en alguna aventura mercantil, pero a mi tío sí lo había visto recientemente por un lado y otro de la ciudad. La bella Mar-Yanah era más bella que nunca. El valí Achmad se ocupaba de la vicerregencia y llevaba las riendas del gobierno en ausencia del kan. La bella Mar-Yanah estaba tan enamorada de Ali-Babar como él de ella. Muchos cortesanos habían acompañado a Kubilai a Shangdu para la cacería otoñal, entre ellos algunos de mis conocidos: el wang Chingkim, el artificiero Shi, y el orfebre Boucher. La bella Mar-Yanah coincidía con Ali en que el tiempo que habían pasado hasta entonces había sido, a pesar de haber llegado tarde, la mejor época de sus vidas, y que valió la pena haber esperado toda la vida hasta conseguirlo…

Aquélla noche nos instalamos en un confortable caravasar han a la sombra de la Gran Muralla, y después de bañarme y de cenar, me senté en mi habitación para abrir la misiva que Ali me había entregado. No tardé mucho en leerla, aunque tenía que deletrear letra por letra, pues aún no dominaba demasiado bien el alfabeto mongol; había una única línea que se traducía así: «Espérame cuando menos me esperes». Las palabras no habían perdido su fuerza, pero a mí ya empezaba a cansarme más su repetición que a inquietarme su amenaza. Me dirigí a la habitación de Ali y le pregunté:

—Dime una cosa, si la mujer que te dio esto para mí hubiera sido doña Zhao Kuan, la hubieras reconocido a pesar de los velos, ¿verdad?

—Sí, claro, y no lo era. Y eso me hace recordar que doña Zhao ha muerto. Se lo oí hace tan sólo un par de días a un correo que hacía a caballo el camino de postas. Sucedió después de que yo dejara Kanbalik. Fue un desafortunado accidente. Según dijo el correo, se cree que la dama salió de sus habitaciones persiguiendo a algún amante que la había ofendido, y al correr detrás de él, ya sabéis que tenía pies de loto, tropezó en la escalera y cayó de cabeza.

—Vaya, lo lamento —dije, aunque en realidad no era así. Uno menos en mi lista de susurrantes sospechosos—. ¿Y qué hay de la carta, Ali? ¿Quizá te la entregó una dama muy alta?

Estaba pensando en la extraordinaria hembra que había visto fugazmente en las habitaciones del vicerregente Achmad.

Ali meditó un momento y dijo:

—Quizá era más alta que yo, pero hay mucha gente que lo es. No, yo no diría que fuese especialmente alta.

—Me dijiste que no te habló. Eso hace pensar que la hubieras podido reconocer por la voz, ¿no?

Se encogió de hombros y respondió:

—¿Qué queréis que os diga? Como ella no habló, yo tampoco. ¿Trae malas noticias la carta, Marco? ¿O algún otro motivo de preocupación?

—Podría responder mejor si supiera de quién procede.

—Lo único que puedo deciros es que vuestros jinetes de avanzadilla llegaron a la ciudad hace varios días proclamando vuestra inminente llegada, y…

—Espera un momento. ¿Anunciaron algo más?

—Pues en realidad no. Cuando la gente les preguntó cómo iba la guerra en Yunnan, no dijeron nada, sólo que vos traíais el comunicado oficial, pero sus aires triunfales ya indicaban que llegaríais anunciando alguna victoria mongola. En todo caso, fue la noche de aquel día cuando la dama del velo me entregó esa misiva para vos. Por eso, cuando al día siguiente los dos jinetes volvieron a marcharse para salir a vuestro encuentro, yo, con la bendición de Mar-Yanah, me fui con ellos.

No pudo añadir nada más, y a mí realmente no se me ocurría qué hembra podía alimentar rencor contra mí, una vez muertas la dama Zhao y las mellizas Buyanty y Biliktu. Si la mujer del velo había actuado como intermediaria de otra persona, no tenía ni idea de quién podía ser. Así que no hablé más del tema, rompí la fastidiosa carta, continuamos nuestro viaje y llegamos a Shangdu sin que nos sucediera nada terrible, ni esperado ni inesperado.

Shangdu era sólo uno de los cuatro o cinco palacios secundarios que el gran kan mantenía fuera de Kanbalik, pero el más suntuoso. En las montañas Damaqing tenía a su disposición un extenso parque de caza, surtido con todo tipo de venados y equipado con expertos cazadores, guardabosques y ojeadores que vivían allí durante todo el año en poblados de los alrededores del parque. En el centro de éste se elevaba un palacio de mármol bastante grande, con los habituales comedores, salas de reunión, de juegos y los alojamientos de la corte, además de amplias habitaciones para un número cualquiera de miembros de la familia real, cortesanos y huéspedes, y para todos los numerosos sirvientes y esclavos necesarios, y para todos los músicos y saltimbanquis que llevaran consigo para animar las veladas. Cada habitación, incluido el más pequeño dormitorio, estaba decorado con pinturas murales realizadas por el maestro Zhao y otros artistas de la corte, representando escenas de persecuciones, correrías y caza, todas ellas de maravillosa ejecución. En el exterior del palacio principal había grandes cuadras para los animales de montar y de carga, para elefantes, caballos y mulas; lugares especialmente acondicionados para los gavilanes y halcones del kan, y perreras para sus perros y leopardos cazadores. Todos estos edificios estaban tan bellamente construidos y adornados, y tan inmaculadamente limpios como el propio palacio.

El gran kan tenía también en Shangdu una especie de palacio transportable. Era como un enorme pabellón yurtu, en realidad tan grande que no podía construirse de tela o fieltro. Estaba hecho principalmente de caña de zhugan y de hojas de palma, y se sostenía sobre columnas de madera pintadas, doradas y talladas en forma de dragón, que se mantenían unidas mediante una ingeniosa red de cordones de seda. Y a pesar de su gran tamaño podía desmontarse, transportarse y volverse a montar con tanta facilidad como un yurtu. Así que continuamente lo llevaban de un lado a otro, trasladándolo por el parque de Shangdu y por los campos adyacentes a los lugares que el gran kan y su comitiva elegían para cazar aquel día: había un grupo de elefantes reservado para la tarea de transportar sus piezas.

Kubilai siempre salía a cazar majestuosamente. Él y sus huéspedes partían del palacio de mármol formando un numeroso, colorido y radiante séquito. A veces el kan cabalgaba uno de sus «corceles dragón», los caballos blancos como la leche criados en Persia especialmente para él; a veces iba en una casita llamada hauda, meciéndose sobre los altos lomos de un elefante; y otras veces en un carro de dos ruedas lujosamente adornado, tirado por caballos o elefantes. Cuando iba montado a caballo, siempre llevaba uno de sus esbeltos leopardos cazadores, elegantemente ataviado, sobre las cruces del caballo, delante de su silla, y el animal desaparecía cada vez que alguna presa surgía en su camino. El leopardo echaba a correr tras de cualquier cosa que se moviese, y siempre devolvía obedientemente su caza a la cabalgata, pero como solía destrozar mucho las presas, los cazadores las metían en una bolsa separada y después las despedazaban para alimentar a las aves en las jaulas de palacio. Cuando Kubilai salía de caza en su carro o en una handa, llevaba siempre dos o más halcones, blancos como la leche, posados sobre el borde, y los soltaba cuando avistaba alguna presa menor corriendo o volando.

Detrás del carro del gran kan, de su corcel o de su elefante iba la cabalgata de acompañantes; todos los caballeros, damas y huéspedes distinguidos montados con un lujo apenas inferior al del propio kan, y según la caza perseguida aquel día, todos llevaban halcones encapuchados sobre sus puños enguantados, o iban acompañados de criados que cargaban con sus lanzas y arcos, o que llevaban en traílla sus perros de caza. A la cabeza de la cabalgata tenían que ir los numerosos ojeadores que habían salido más temprano y que formaban tres lados de un enorme cuadrado para comenzar a levantar la caza en el momento oportuno —ciervos, nutrias, venados, jabalíes, o lo que fuera— y empujarla hacia el cuarto lado del cuadrado, en dirección a los cazadores que se acercaban.

Si la cabalgata de Kubilai atravesaba alguno de los poblados próximos al parque o pasaba junto a él, todas las mujeres y niños de las familias del lugar salían de las casas vitoreando. También mantenían fuegos de bienvenida siempre encendidos para arrojar a las llamas especias e incienso si el kan llegaba por aquel camino, y perfumar así el aire por donde pasaba el gran kan. Al mediodía, la partida de caza se retiraba al palacio de zhugan, instalado siempre en un lugar cómodo, para comer, beber, escuchar música suave y echarse una siestecita antes de volver por la tarde al campo. Y cuando la caza del día terminaba, según lo cansados que estuvieran todos o lo lejos que se hallaran del palacio principal, o bien regresaban hasta allí o bien se quedaban a pasar la noche en el palacio de zhugan, en donde había numerosas habitaciones y confortables camas.

Yo, Ali y nuestros cuatro mongoles llegamos a Shangdu a media mañana. Un mayordomo nos indicó dónde encontraríamos el palacio transportable del gran kan y llegamos allí al mediodía, cuando toda la partida estaba repantigada comiendo. Algunas personas me reconocieron y me saludaron, entre ellas Kubilai. Le presenté a Ali-Babar llamándole «un ciudadano de Kanbalik, excelencia, uno de vuestros ricos príncipes mercaderes», y Kubilai lo acogió cordialmente, pues no había visto nunca a Ali en mi compañía en los días en que era el humilde esclavo Narices. Entonces comencé a decir:

—Os traigo de Yunnan buenas y malas noticias, excelencia… —Pero él alzó la mano para detenerme.

—Nada —dijo con firmeza—, nada es tan importante que merezca interrumpir una buena cacería. Guardad vuestras noticias hasta que regresemos esta tarde al palacio de Shangdu. Y ahora, ¿tenéis hambre?

Dio una palmada y ordenó a un criado que trajera comida.

—¿Estáis cansados? ¿Preferís volver al palacio antes que nosotros y descansar allí mientras esperáis, o preferís tirar una lanza con nosotros? Hemos levantado algunos admirables jabalíes, grandes y fieros.

—Os lo agradezco, excelencia. Me gustaría unirme a la cacería, pero tengo poca experiencia con la lanza. ¿Es posible matar al jabalí con arco y flechas?

—Cualquier cosa puede matarse con lo que sea, incluso con las manos desnudas; y quizá tengáis que utilizarlas también para rematar a un jabalí. —Se dio la vuelta y gritó—: ¡Hui! Mahawat, prepara un elefante para Marco Polo.

Era la primera vez que yo montaba en elefante, y fue de lo más agradable, mucho más que montar un camello, y muy diferente de montar a caballo. La hauda estaba construida, como una cesta, con tiras de zhugan entretejidas, llevaba un pequeño banco en el que me sentaba junto al guía, tenía lados altos para protegernos del roce de las ramas, y encima un dosel de tejado, pero estaba abierto por delante para que el mahawat pudiera guiar al elefante azuzándolo con un palo, y yo pudiera lanzar mis flechas. Al principio sentía un poco de vértigo por la gran altura que me separaba del suelo, pero en seguida me acostumbré. Y cuando el animal empezó a caminar por el parque, no me di cuenta inmediatamente de que andaba más de prisa que un caballo o un camello. E igualmente, cuando llegó el momento de cazar un veloz jabalí, tardé un rato en comprender que el elefante, a pesar de su enorme volumen, corría tan rápido como un caballo al galope.

El mahawat estaba muy orgulloso de sus importantes funciones y se jactaba de ellas, y esto me resultó muy instructivo. Sólo las hembras del elefante, me dijo, se utilizaban como animales de trabajo. Los machos no se podían amaestrar fácilmente, y sólo se conservaban unos cuantos en las manadas domésticas para acompañar a las hembras. Todos los elefantes llevaban grandes y toscos cencerros, objetos de madera tallada que sonaban con un ruido hueco y profundo en vez de metálico. El mahawat me dijo que si alguna vez oía una campana de toque metálico, era mejor que echara a correr, porque las campanas metálicas sólo las colgaban en los elefantes que se habían portado mal y ya no eran de confianza; dicho de otro modo, en los elefantes que más se parecían a las personas: generalmente hembras enloquecidas, como lo estaría cualquier madre humana, por haber perdido a su cachorro, o un macho que se había vuelto gruñón, mezquino e irascible con la edad, como cualquier hombre viejo.

Un elefante, dijo el mahawat, era más inteligente que un perro, más obediente que un caballo y más hábil con su trompa y sus colmillos que un mono con sus patas, y se le podía enseñar a hacer muchas cosas útiles y divertidas. En los bosques madereros, dos elefantes podían manejar una sierra para cortar un árbol, y luego podían recogerlo y amontonar los gigantescos troncos, o arrastrarlos hasta un camino forestal, bajo la supervisión de un único leñador humano que seleccionaba los troncos que se debían cortar. Como animal de carga, el elefante era incomparable a cualquier otro; era capaz de llevar tanto peso como tres poderosos bueyes, y trasladarlo a una distancia de treinta o cuarenta lis en un día normal de trabajo, o a más de cincuenta lis en caso de emergencia. Al elefante no le asustaba el agua, como le pasa al camello, porque es un buen nadador, mientras que el camello es incapaz de nadar.

No sé si un elefante hubiera podido cruzar un camino tan precario como la Ruta del Pilar, pero en todo caso aquel animal nos llevaba con rapidez y seguridad a través de los diferentes terrenos de Damaqing. Mi elefanta no era sino una más de la cabalgata, la del kan y varias más iban delante mío, por eso mi mahawat no tuvo que guiar demasiado. Pero cuando quería que la elefanta girara, no tenía más que tocar una u otra de aquellas orejas del tamaño de una puerta. Cuando pasábamos entre árboles, el animal, sin que se lo pidieran, utilizaba su trompa para apartar cualquier rama que estorbara, e incluso rompía las ramitas más flexibles para asegurarse de que al volver atrás no golpearían a los jinetes. A veces pasaba entre árboles que parecían estar demasiado próximos para permitir el paso, y lo hacía tan sinuosa y suavemente que ni siquiera arañaba las cinchas que sostenían nuestra hauda sobre sus hombros. Cuando llegábamos a la húmeda y arcillosa orilla de un pequeño riachuelo, la elefanta, casi tan juguetona como un niño, juntaba sus cuatro patas que parecían troncos, y se deslizaba por la pendiente hasta el borde del agua. En aquel lugar del río habían sido colocadas unas piedras para permitir el paso. Antes de aventurarse a pisar una de ellas, la elefanta probaba cuidadosamente si cada una resistía su peso, y sondeaba con su trompa la profundidad del agua de alrededor. Luego, si parecía satisfecha pasaba a una de las piedras, y de aquélla a la siguiente, sin dudar nunca, pero pisando con tanta delicadeza y precisión como un hombre gordo que hubiera bebido una copa de más.

La característica desagradable del elefante es común a todas las criaturas, pero el tamaño de este animal la amplifica a un nivel prodigioso. Quiero decir que la elefanta que yo montaba pedeaba terriblemente y con gran frecuencia. Otros animales también lo hacen —los camellos, los caballos, incluso los seres humanos, bien lo sabemos—, pero ningún otro creado por Dios lo hace de modo tan pestilente y estrepitoso como el elefante, y eso producía una miasma nociva casi tan visible como audible. Yo, con un heroico esfuerzo, fingía no darme cuenta de aquellas faltas de urbanidad. Pero de lo que me quejé débilmente fue de otra costumbre del animal: la elefanta echó hacia atrás su trompa varias veces por encima de su cabeza y me estornudó en la cara, con tanta fuerza que me sacudió del asiento, y con tanta humedad que pronto quedé totalmente empapado. Cuando expresé mi irritación por los estornudos, el mahawat dijo arrogantemente:

—Los elefantes no estornudan. La hembra simplemente está soplando para quitarse vuestro aroma de encima.

Gèsu! —murmuré yo—. ¿Le está molestando mi olor?

—Es sólo porque sois un forastero, y no está acostumbrada a vos. Cuando acabe conociéndoos, aceptará vuestro olor y moderará su comportamiento.

—Me alegra saberlo.

Así que seguimos adelante, entretenidos, balanceándonos rítmicamente sobre la alta haudat, y el mahawat me contó otras cosas. Hacia el sur, en las junglas de Champa, dijo, de allí donde procedían los elefantes, había cosas tales como elefantes blancos.

—No blancos del todo, claro, como los caballos y los halcones del gran kan, que son blancos como la nieve. Pero de un gris más pálido que el normal. Y como hay pocos ejemplares, igual que los albinos entre las personas, se consideran sagrados. Y a menudo se utilizan como venganza contra un enemigo.

—¿Sagrados e instrumentos de venganza? —repetí yo—. No lo entiendo.

Y me lo explicó. Cuando se cazaba a un elefante blanco, se debía regalarlo al rey del lugar, porque sólo un rey podía permitirse mantenerlo. Ése elefante, por ser sagrado, no podía destinarse al trabajo, sino que había que mimarlo dándole un buen establo, personas que lo cuidaran con dedicación y una dieta principesca; y su única función era la de marchar en las procesiones religiosas, ocasiones en las que había que engalanarlo con paños entretejidos de oro, cadenas enjoyadas, chucherías y demás. Era un gasto costoso, incluso para un rey. Sin embargo, dijo el mahawat, imaginad que el rey se disgusta con alguno de sus señores, o teme su rivalidad, o simplemente le coge manía…

—En los viejos tiempos —dijo— un rey le hubiera enviado dulces envenenados para que el destinatario muriera al probarlos, o una bella esclava con sus partes rosadas envenenadas para que el noble muriera después de acostarse con ella. Pero actualmente estos trucos están demasiado vistos. Hoy en día al rey le basta con enviar al noble un elefante blanco. Un regalo sagrado no puede rechazarse. Tampoco puede sacársele provecho. Pero debe correr con los ruinosos gastos de mantenerlo con el tren de vida adecuado, así que pronto cae en la bancarrota y se arruina, suponiendo que espere tanto. La mayoría se suicidan nada más recibir al elefante blanco.

Yo me negué a creerme tal historia y acusé al mahawat de haberla inventado. Pero luego me dijo otra cosa increíble: que él podía calcular la altura de un elefante sin siquiera verlo, y cuando al final de aquella jornada descabalgamos de nuestros elefantes, me demostró esa habilidad y hasta yo pude hacerlo. Me vi, pues, obligado a creerme esto y dejé de burlarme de su historia sobre el elefante blanco. En todo caso, la medición se lleva a cabo así: uno encuentra el rastro de un elefante, escoge la huella de una de sus pezuñas delanteras y mide su circunferencia. Todo el mundo sabe que una mujer bien proporcionada tiene una cintura que mide exactamente dos veces la circunferencia de su cuello, y éste dos veces la circunferencia de su muñeca. Asimismo, la altura del elefante hasta su cruz es exactamente el doble de su pezuña delantera.

Cuando oímos los gritos y golpes de los ojeadores delante nuestro, extraje una flecha y tensé mi arco. Y cuando una forma negra y erizada se abrió paso entre la espesura con un ronquido y entrechocó sus colmillos amarillos como si quisiera desafiar los de mi elefanta, solté la flecha. Dio de pleno en el jabalí; pude oír el tuoc del golpe y ver la nubecilla de polvo que se levantó de su pelambrera. Creo que habría caído al suelo inmediatamente si hubiese escogido una de las flechas pesadas, de cabeza ancha. Pero yo quería de entrada disparar desde lejos y por ello había utilizado una flecha de cabeza estrecha y de largo alcance. Se clavó profundamente en el cuerpo del jabalí, pero sólo conseguí que el animal diera la vuelta y huyera.

Mi elefanta, sin esperar órdenes, salió corriendo en su persecución y siguió tan de cerca sus piruetas y quiebros como si fuera un podenco entrenado en la caza del jabalí, mientras el mahawat y yo saltábamos de un lado a otro dentro de la haudat. Era imposible preparar otra flecha y mucho menos dispararla confiando en dar en el blanco. Pero el jabalí herido pronto comprendió que estaba huyendo hacia la línea de ojeadores. Frenó resbalando desmañadamente en el lecho seco de un torrente, dio la vuelta al verse acorralado, bajó su larga cabeza y nos miró con sus rojos ojos parpadeando furiosamente detrás de cuatro colmillos que se curvaban hacia arriba. Mi elefanta frenó, resbalando también en el fango, espectáculo sin duda divertido si hubiese podido contemplarlo desde otro lugar. Pero el mahawat y yo nos precipitamos por la parte delantera y abierta de la haudat y caímos sobre la gran cabezota de la elefanta, y hubiésemos continuado en nuestra caída de no habernos agarrado el uno al otro y a las grandes orejas del animal y a las correas que sujetaban la haudat y a cualquier otra cosa que encontramos.

Cuando la elefanta levantó de nuevo su trompa por encima de su cabeza deseé confusamente que hubiese pensado hacer algo mejor que estornudar, y resultó que sí lo había pensado. Dobló la trompa alrededor de mi cintura, me levantó por encima de su cabeza como si mi peso no fuera superior al de una hoja seca, me volteó en el aire y me depositó de pie… entre ella y el jabalí que roncaba furiosamente hundiendo las pezuñas en el suelo. Ignoro si la maliciosa intención de la elefanta era que yo, el forastero de nuevo olor, detuviera personalmente la carga del jabalí, o si la habían entrenado así para que el cazador pudiera disparar por segunda vez a su presa. Pero si pensaba haberme ayudado en algo se equivocaba, porque me había depositado en el suelo sin arco ni flechas, que se habían quedado arriba, en la haudat. Estuve a punto de girarme para ver si los ojitos del animal entre la piel arrugada brillaban de malicia o tenían una solemne expresión de preocupación, pues los ojos de un elefante son tan expresivos como los de una mujer, pero no me atreví a dar la espalda al jabalí herido.

Desde donde yo estaba parecía mayor que un cerdo criado en granja y de un salvajismo inexpresivamente mayor. Tenía su negro morro cerca del suelo, tenía encima cuatro malignos colmillos curvándose hacia arriba y hacia fuera, tenía encima de ellos los ojos rojos e inflamados y las orejas peludas estremeciéndose, y detrás de todo estaba el lomo poderoso y negro contrayéndose para dar el salto. Yo agarré mi cuchillo del cinto, lo saqué, lo proyecté hacia adelante y me tiré de cabeza contra el jabalí en el mismo momento en que éste cargaba contra mí. Si hubiese esperado un instante más, habría errado el movimiento. Caí encima del largo morro y de la jibosa espalda del jabalí, pero el animal no pudo levantar sus colmillos y clavarlos en mi ingle porque murió instantáneamente. Mi cuchillo penetró la piel y se hundió en la carne. Al clavarlo apreté la empuñadura de modo que las tres hojas se clavaron al mismo tiempo. El salto agónico del jabalí me arrastró un trecho, luego sus patas se doblegaron y los dos caímos al suelo amontonados.

Me puse en pie rápidamente, temiendo que el animal tuviera fuerza para una última convulsión. Cuando vi que permanecía inmóvil sangrando, arranqué mi cuchillo y luego la flecha, y los limpié en las cerdas negras, que parecían púas. Al cerrar mi seguro cuchillo de resorte y envainarlo de nuevo envié mentalmente una nueva acción de gracias a un lugar distante en el espacio y en el tiempo. Luego di la vuelta y dirigí una mirada no tan agradecida a la elefanta y al mahawat. Él estaba sentado en las alturas mirando con temor y quizá con una cierta admiración. Pero la elefanta se limitaba a balancearse suavemente sobre sus patas, mientras su ojo me miraba con una compostura satisfecha y femenina, como diciendo: «Claro. Hiciste lo que yo esperaba», sin duda el mismo breve comentario que la princesa liberada dirigió a San Zorzi cuando éste hubo matado al dragón.

2

Cuando hubimos regresado al palacio de Shangdu, Kubilai se me llevó de paseo por los jardines mientras esperábamos que los cocineros prepararan una cena con los jabalíes: mi trofeo y varios más cazados por otros participantes en la cacería, quienes habían acabado con ellos desde distancias más normales y seguras. La tarde se estaba desvaneciendo en el crepúsculo cuando el gran kan y yo nos detuvimos en un puente invertido para contemplar un lago artificial de un cierto tamaño. Una pequeña cascada alimentaba aquel lago y el puente estaba construido enfrente de ella, no pasando por encima sino con la forma de una letra U: las escaleras bajaban de una orilla y subían a la otra, y desde el centro del puente teníamos delante el pie espumante de la pequeña cascada.

Admiré un rato el espectáculo y luego me di la vuelta para contemplar el lago mientras Kubilai leía la carta del orlok Bayan que yo le había entregado para que la leyera con la última luz del crepúsculo. Era una tarde de otoño, hermosa y tranquila. Había nubes rojas en lo alto del cielo, encima del lago, y a continuación quedaba un trozo de cielo despejado y azul como el hielo, entre las nubes y los negros perfiles de las copas de los árboles de la orilla lejana del lago, tan planos que parecían recortados en papel negro y pegados allí. El lago, liso como un espejo, reflejaba únicamente los negros árboles y el azul claro del cielo bajo, y sólo lo rompió el paso de unos cuantos patos de adorno chapoteando por el centro. El surco que dejaron en el agua reflejó las nubes más altas de la puesta, y a cada pato seguía una estela larga y llameante que cortaba la superficie gélida y azul.

—O sea que Ukuruji ha muerto —dijo Kubilai suspirando y doblando el papel—. Pero hemos logrado una gran victoria y todo Yunnan capitulará pronto. —Ni el kan ni yo podíamos saberlo, pero en aquel momento los yi habían depuesto ya sus armas y otro mensajero cabalgaba al galope desde Yunnan Fu para traernos la noticia—. Bayan dice que tú, Marco, puedes darme más detalles. ¿Murió bien mi hijo?

Le conté el como, el dónde y el cuándo de todo: la utilización de los bho como un ejército sacrificable de pacotilla, la loable eficacia de las bolas de latón, la disminución de la batalla y su transformación en dos escaramuzas finales, de hombre contra hombre, en una de las cuales yo había sobrevivido, mientras en la otra Ukuruji sucumbió, y concluí explicando la captura y ejecución del traidor Bao Neihe. Hubiese querido enseñarle el sello yin del ministro Bao, pero mientras hablaba me di cuenta de que lo había dejado en mis alforjas, que estaban en aquel momento en mi habitación de palacio, o sea que no lo mencioné y como es lógico el gran kan no me pidió pruebas.

Luego dije, quizá algo tristemente:

—Debo pedir disculpas, excelencia, por no haber seguido los nobles preceptos de vuestro abuelo Chinghiz.

Uu?

—Me marché inmediatamente de Yunnan, excelencia, para traeros las noticias. Es decir, que no tuve oportunidad de violar a ninguna casta esposa o hija de yi.

Él sonrió y dijo:

—Ah, bueno. Siento que tuvieras que renunciar a las bellas mujeres yi. Pero cuando hayamos conquistado el imperio Song, quizá tengas ocasión de viajar a la provincia de Fujian. Según se dice las hembras del pueblo min de Fujian son tan extraordinariamente bellas que los padres no envían a sus hijas fuera de casa ni para buscar agua o cortar leña, por miedo de que las secuestren los cazadores de esclavos o los buscadores de concubinas imperiales.

—En este caso, esperaré conocer a una chica min.

—Mientras tanto parece que tus proezas en otros aspectos de la guerra habrían llenado de satisfacción al kan guerrero Chinghiz. —Señaló con un gesto la carta—. Bayan te atribuye gran parte de la victoria de Yunnan. Está claro que le impresionaste. Incluso me propone descaradamente consolarme de la pérdida de Ukuruji nombrándote hijo honorario mío.

—Esto me halaga. Pero por favor, pensad que el orlok escribió esto entusiasmado por la victoria. Estoy seguro de que no quiso faltar al respeto que os debe.

—Y tengo todavía abundancia de hijos —dijo el kan, como recordándoselo a sí mismo, no a mí—. Sobre mi hijo Chingkim puse hace tiempo el manto de príncipe heredero. Además, y tú, Marco, todavía no lo sabes, la joven esposa de Chingkim, Kukachin, ha dado a luz recientemente a un hijo, mi primer nieto, es decir, que queda asegurada la sucesión continua de nuestro linaje. Le han dado el nombre de Temur. —Continuó hablando como si se hubiese olvidado de mi presencia—. Ukuruji deseaba mucho convertirse en wang de Yunnan. Lástima que haya muerto. Habría sido un buen virrey de una provincia recién conquistada. Ahora pienso que… concederé este título de wang a su hermanastro Hukoji… —Luego se dirigió repentinamente a mí—. La propuesta de Bayan de que introduzca a un ferenghi en la dinastía real mongol es impensable. Sin embargo, estoy de acuerdo con él en que no debería ignorarse una sangre tan buena como la tuya. Podría infundirse provechosamente en la nobleza mongol inferior. Al fin y al cabo hay un precedente. Mi difunto hermano, el ilkan Hulagu de Persia, al conquistar aquel imperio quedó tan impresionado por el valor de los adversarios de jíormuz que los utilizó como sementales de todas las hembras que seguían su campamento, y creo que el resultado valió la pena.

—Sí, excelencia, me enteré de esto durante mi estancia en Persia.

—Bien. Tú no tienes esposa, ya estoy enterado. ¿Actualmente estás ligado o comprometido con otra mujer o con otras mujeres?

—Bueno… yo no, excelencia —contesté, temiendo repentinamente que pensara casarme con alguna dama soltera mongol o con una princesa menor elegida por él.

Yo no tenía ningunas ganas de casarme y desde luego menos con una gata nel saco.

—Y si dejaste de aprovecharte de las mujeres yi, estarás ahora ansiase por dar salida a tus ardores.

—Bueno… sí, excelencia. Pero yo mismo puedo buscarme…

Me hizo callar con un gesto y movió la cabeza con aire decidido.

—Muy bien. Poco antes de que trasladara la corte desde Kanbalik, llegó el cargamento anual de doncellas de regalo. Me traje a Shangdu unas cuarenta a las que todavía no he montado. Entre ellas hay una docena de finas chicas mongoles. Quizá no lleguen al nivel min de belleza, pero todas son de veinticuatro quilates, como podrás ver. Te las enviaré a tus habitaciones, una cada noche, con órdenes de que no utilicen semillas de helechos para que queden fácilmente preñadas. Haznos el favor, a mí y al kanato mongol, de servirte de ellas.

—¿Una docena, excelencia? —pregunté con cierta incredulidad.

—No me vengas ahora con pegas. La última orden que te di fue que partieras para la guerra. La orden de ir a la cama, y con una serie de vírgenes mongoles de primera calidad, se ha de obedecer con más prontitud, ¿no es cierto?

—Desde luego, excelencia.

—Que así sea, pues. Y espero obtener una buena cosecha de sanos híbridos mongol-ferenghi. Ahora, Marco, volvamos al palacio. Hay que informar a Chingkim de la muerte de su hermanastro, para que en su calidad de wang de Kanbalik pueda ordenar que la ciudad se adorne con colgaduras púrpuras de duelo. Mientras tanto el artificiero y el orfebre están muy impacientes por saber exactamente cómo utilizaste su invento de bolas de latón. Vamos.

El comedor de palacio de Shangdu era una sala imponente con rollos de pintura y trofeos de caza disecados colgando de las paredes, pero lo dominaba todo una escultura de fino jade verde. Era una pieza única y maciza de jade que debía de pesar cinco toneladas, y Dios sabe cuál era su valor en oro o en moneda volante. Estaba esculpida a semejanza de una montaña, muy parecida a una de las montañas que yo había ayudado a destruir en Yunnan, completa con precipicios, hendeduras, bosques de árboles y caminos abruptos y retorcidos como la Ruta de los Pilares, por los cuales subían cansinamente pequeñas esculturas de campesinos, porteadores y carros de caballos.

La carne de jabalí era muy gustosa, y la comí sentado a la mesa alta con el kan, el príncipe Chingkim, el orfebre Boucher y el artificiero Shi. Expresé a Chingkim mi pésame por el fallecimiento de su hermano y mi felicitación por el nacimiento de su hijo. Los otros dos cortesanos se dedicaron altivamente a interrogarme a fondo sobre el buen funcionamiento de las bolas de huoyao, a alabarme profusamente y a alabarse ellos mismos por haber inventado algo tan importante, un invento que todo el mundo imitaría y que persistiría a lo largo de las edades, cambiando el rostro de la guerra y haciendo famosos para siempre los nombres de Shi, de Polo y de Boucher.

—¿No os avergüenza, maestro Shi? —le reprendí—. Vos mismo dijisteis que el polvo de fuego fue inventado por algún desconocido han.

Peu de chose! —gritó Boucher—. No era más que un juguete hasta que un astuto veneciano, un judío renegado y un brillante joven francés descubrieron todo su potencial.

Ganbei! —exclamó el viejo Shi—. L’Schaim! —repitió, mientras brindaba con un vasito de maotai, que luego apuró de un sorbo.

Boucher le emuló y yo tomé sólo un pequeño sorbo del mío. Mis inmortales compañeros podían emborracharse si así les apetecía, yo me reservaba, porque sin duda más tarde necesitaría estar en posesión de todas mis facultades.

Unos músicos wighures tocaron durante la cena, por suerte no muy alto, y después nos entretuvieron unos juglares y unos funámbulos. Más tarde una compañía interpretó una obra que a pesar de sus elementos extraños encontré familiar. Un narrador han recitaba la historia pasando del sonsonete a los gemidos y a los gritos, y declamaba además las conversaciones correspondientes, mientras sus compañeros movían los hilos de las marionetas que representaban los distintos papeles. No entendí ni jota, pero lo encontré todo perfectamente comprensible, porque los personajes han, el marido viejo y traicionado, el médico cómico, el villano burlón, el sabio estúpido, la doncella abandonada, el héroe valiente y otros, se parecían enormemente a los de cualquier espectáculo veneciano de títeres: nuestro aturdido Pantaleone, el inepto médico dotar Balanzón, el pillo Pulcinella, el estúpido abogado dotòr da Nulla, la coqueta Colombina, el atrevido Trovatore, etc. Pero al parecer a Kubilai no le gustó mucho el espectáculo, porque dijo gruñendo a los de su lado:

—¿Por qué utilizar títeres para representar a personas? ¿Por qué no utilizar a personas para representar a personas?

Y en años posteriores, obedientemente, todas las compañías hicieron exactamente esto: prescindieron del narrador y de las marionetas y presentaron a actores humanos que hablaban y representaban su papel en la historia.

La mayor parte de la corte estaba aún divirtiéndose ruidosamente cuando me retiré a mis habitaciones. Pero era evidente que Kubilai había dado instrucciones un rato antes, porque me había metido ya en la cama y no había apagado todavía la lámpara del lado de mi cama cuando oí un golpecito en mi puerta y entró una mujer joven llevando una especie de cajita blanca.

Sain bina, saín nai —dije cortésmente, pero ella no me respondió, y cuando le dio la luz de la lámpara vi que no era mongol, sino han o de una de las razas emparentadas.

Evidentemente se trataba de una de las criadas que preparaban la llegada de su señora, porque vi en seguida que el objeto blanco era un simple incensario. Deseé que la señora fuera tan bella y exquisitamente delicada como la criada. Dejó el quemador de incienso cerca de mi cama: era una caja de porcelana con tapa, en forma de joyero, realzada con dibujos intrincados en relieve. Luego tomó mi lámpara, sonriendo tímidamente para pedirme permiso, y cuando asentí con la cabeza, se sirvió de la llama de la lámpara para encender una varilla de incienso, levantó la tapa del incensario y puso cuidadosamente el incienso dentro. Observé que éste era zanxijang púrpura, el incienso más fino, compuesto por hierbas aromáticas, almizcle y polvo de oro; este incienso difunde por la habitación no un olor pesado, picante y cerrado sino el aroma de los campos estivales. La criada se sentó en el suelo al lado de mi cama, dócil y silenciosa, esperando con los ojos discretamente bajados a que el fragante y tranquilizador perfume invadiera la habitación Pero a mí no me calmó del todo; me sentía casi tan nervioso como si fuera un novio de verdad. Traté, pues, de conversar un poquito con la doncella, pero o bien la habían enseñado a mostrarse imperturbable o desconocía por completo el mongol, porque ni siquiera levantó la mirada. Finalmente se oyó otro golpecito en la puerta y su dama entró orgullosamente. Me alegró comprobar que era bella, excepcionalmente bella para una mongol, aunque no tan delicada y fina y de rasgos de porcelana como su criada.

—Buen encuentro, buena mujer —dije de nuevo en mongol—. Y la recién llegada contestó con un murmullo:

—Sain bina, sain urkek.

—¡Vamos! No me llames hermano —dije con una risa trémula.

—Es el saludo normal.

—Bueno, por lo menos procura no tratarme como a un hermano.

Continuamos charlando de modo muy ligero, sin duda, casi inane, mientras la doncella la ayudaba a desembarazarse de sus considerables galas nupciales. Yo me presenté y ella soltó una especie de catarata verbal contándome que se llamaba Setsen, que pertenecía a la tribu mongol llamada Kerait, y que era cristiana nestoriana, pues todos los keraits se habían convertido de golpe por obra de un antiguo obispo nestoriano itinerante, y ella no había salido nunca de su ignoto pueblo en las remotas regiones septentrionales de Tannu-Tuva, un país de cazadores de pieles, hasta que la seleccionaron para el concubinato y la transportaron a un centro comercial llamado Urga, donde, para su sorpresa y alegría, el wang provincial le había dado la calificación de veinticuatro quilates y la había enviado hacia el sur, a Kanbalik. Dijo también que nunca había visto a un ferenghi, y que le excusara su descaro, pero ¿el color pálido de mi cabello y de mi barba era natural o se había vuelto gris con la edad? Expliqué a Setsen que mi edad no era mucho mayor que la suya y que aún estaba muy lejos de la senilidad, como podía haber deducido ella misma por la excitación creciente que se apoderaba de mí mientras miraba cómo se desvestía. Le prometí darle más pruebas de mi vigor juvenil, cuando la criada hubiese salido de la habitación. Sin embargo la chica, después de depositar a su dama desnuda a mi lado se sentó de nuevo en el suelo al lado de la cama como si estuviese dispuesta a quedarse, y ni siquiera apagó la luz. O sea que la conversación que mantuvimos después Setsen y yo fue peor que inane, fue ridícula.

—Ya puedes despedir a tu criada —le dije.

—La lon-gya no es una criada. Es una esclava —respondió ella.

—Lo que sea. Ya puedes despedirla.

—Tiene orden de atender a mi qingdu chukai, a mi desfloración.

—Yo anulo la orden.

—No podéis, señor Marco. Es mi ayudante.

—Igual me da, Setsen, aunque fuera tu obispo nestoriano. Prefiero que ayude desde fuera.

—No puedo enviarla fuera, ni vos tampoco. Está aquí por orden del alcahuete de la Corte y de la dama matrona de las concubinas.

—Yo estoy por encima de matronas y alcahuetes. Estoy aquí por orden del kan de todos los kanes.

Setsen pareció ofendida.

—Pensaba que estabais aquí porque teníais ganas de estar.

—Bueno, esto por supuesto —dije, inmediatamente arrepentido—. Pero lo que no esperaba es que hubiera público aplaudiendo mis proezas.

—No aplaudirá. Es una lon-gya. No dirá nada.

Perdiziòn. Me importa un comino que cante un inno imeneo, sólo deseo que lo haga fuera.

—¿Qué es esto?

—Un himno nupcial. Un himno de himeneo. Celebra… bueno, celebra la rotura de… es decir, la desfloración.

—Pero ella está aquí precisamente por esto, señor Marco.

—Para cantar.

—No, no, como testigo. Se irá cuando vos… cuando ella vea la mancha en la sábana. Se irá a informar a la dama matrona de que todo es como debía ser. ¿Entendéis?

—El protocolo, sí. Vaj!

Miré a la chica que parecía ocupada estudiando las circunvoluciones blancas del incensario, sin prestar la menor atención a nuestra disputa. Me alegré de no ser un novio auténtico, porque las circunstancias me habrían impedido estar a la altura de mi anterior bravata. Sin embargo, puesto que era únicamente una especie de novio suplente y que ni la novia ni su doncella consideraban embarazosa la situación, ¿por qué iba a sentirme yo cohibido? Procedí, pues, a proporcionar la prueba que estaba esperando la esclava, y Setsen colaboró amable aunque inexpertamente a ello, y durante estos esfuerzos la esclava, por lo que pude ver, nos prestó tanta atención como si nos hubiésemos quedado igual de inertes que su incensario. Pero al cabo de un rato Setsen se inclinó fuera de la cama, sacudió por un hombro a la muchacha y ésta se levantó, ayudó a desenredar la ropa de cama y las dos encontraron la manchita roja. La esclava asintió con la cabeza, nos sonrió brillantemente, se inclinó, apagó de un soplo la lámpara, salió de la habitación y nos dejó para que ejecutáramos solos las consumaciones no obligatorias que se nos antojaran.

Setsen me dejó por la mañana, y yo me reuní con el kan y sus cortesanos para cazar durante todo el día con halcones. Incluso Ali-Babar me acompañó, después de asegurarle yo que la caza con halcón no comportaba para el cazador tantos riesgos como otras especialidades más duras, por ejemplo, la caza del jabalí. Levantamos muchas piezas aquel día y el resultado fue bueno. La aguda vista del halcón le permite ver, vigilar, abatirse y cazar incluso a la luz del crepúsculo, y por ello toda la compañía pernoctó en el palacio de campo de zhugan. Regresamos a Shangdu al día siguiente, con abundancia de aves y liebres para las ollas de la cocina, y aquella noche, después de una buena cena de caza, recibí a la segunda contribución de Kubilai a la mejora de la raza mongol.

Sin embargo, también vino precedida por una esclava con un incensario blanco de porcelana en las manos, y cuando descubrí que era la misma bella esclava del día anterior, traté de comunicarle el desconcierto que sentía por obligarla a asistir a dos noches nupciales. Pero ella se limitó a sonreír de forma encantadora y o no pudo o no quiso entenderme. Por ello cuando la doncella mongol llegó y se presentó con el nombre de Jehol le dije:

—Perdona mi poco viril agitación, Jehol, pero me parece más que inquietante que la misma monitora supervise dos veces mis actos nocturnos.

—No os preocupéis por la lon-gya —dijo Jehol con indiferencia—. No es más que una esclava del vil pueblo min de la provincia de Fujian.

—¿De veras? —pregunté interesado por la información—. ¿Min auténtica? Sin embargo no me gusta que nadie compare mis sucesivas actuaciones, su grado de energía, de estupración o de eficacia o de lo que sea.

Jehol se limitó a reír y dijo:

—No hará ninguna comparación, ni aquí ni en el departamento de las concubinas. Es incapaz de hacer nada así.

En aquel momento Jehol se había desnudado tanto, con ayuda de la esclava, que apartó mi mente de otros temas. Dije, pues:

—Bueno, si a ti no te preocupa, supongo que tampoco yo debo preocuparme —y la noche siguió un curso igual a la anterior.

Pero cuando llegó la noche de la siguiente doncella mongol, cuyo nombre era Yesukai, y ésta entró precedida por aquella misma esclava min y su mismo incensario, planteé de nuevo las mismas objeciones. Yesukai se encogió de hombros y dijo:

—En el palacio de Kanbalik teníamos muchas criadas y esclavas. Pero cuando la dama matrona nos trajo a Shangdu para pasar la temporada llegamos con sólo unas cuantas domésticas, y esta esclava es la única lon-gya del grupo. Si nosotras, las chicas, tenemos que contentarnos con ella, vos también tenéis que acostumbraros.

—Quizá ella sea admirablemente reticente en relación a lo que pasa en esta habitación —gruñí—. Pero ya ha dejado de preocuparme que pueda hablar o no indiscretamente. Lo que temo es que después de unas cuantas noches como ésta empiece a reír.

—No puede reír —dijo Cheren, que fue la siguiente doncella mongol en visitarme—. Como tampoco puede hablar ni oír. La esclava es una lon-gya. ¿No conocéis esta palabra? Significa sordomuda.

—¿En serio? —murmuré, mirando a la esclava con más compasión que antes—. No me extraña que no haya contestado nunca cuando me he quejado de ella. Durante todo este tiempo he supuesto que lon-gya era su nombre.

—Si alguna vez tuvo un nombre, no puede decirnos cuál es —comentó Toghon, la siguiente doncella mongol—. En el departamento de las concubinas la llamamos Huisheng. Pero sólo lo hacemos por malicia femenina, cuando nos burlamos de ella.

—Huisheng —repetí—. ¿Qué malicia hay en ello? Me parece un nombre muy melifluo.

—Es un nombre muy impropio, porque significa Eco —dijo Dev-let, la siguiente doncella mongol—. Pero no importa. Ni lo oye ni responde a él.

—Un Eco sin sonido —dije, y sonreí—. Quizá sea un nombre impropio, pero es una paradoja agradable. Huisheng, Huisheng…

A Ayuka, la séptima u octava de las doncellas mongoles le pregunté:

—Cuéntame, ¿busca deliberadamente tu dama matrona a esclavas sordomudas para la tarea de supervisar las noches nupciales?

—No las busca. Las hace así desde su infancia: que sean incapaces de escuchar a escondidas y de chismorrear. No pueden emitir un sonido de sorpresa o de desaprobación si ven cosas extrañas en el dormitorio, ni luego contar las cosas perversas que han presenciado. Si alguna vez se portan mal y hay que pegarles no pueden gritar.

Bruto barabào! ¿Las hace así? ¿Cómo?

—En realidad la dama matrona encarga a un médico chamán que lleve a cabo la operación enmudecedora —dijo Merghus, que era la octava o novena doncella mongol—. Mete un espetón al rojo por cada oreja y por el cuello hasta la garganta. No sé cómo se hace exactamente, pero miradla bien: veréis una diminuta cicatriz en su garganta.

Miré, y así era. Pero vi más cuando puse los ojos en Huisheng, porque Kubilai estaba en lo cierto al decir que las muchachas min eran de una belleza insuperable. Por lo menos aquélla lo era. Por ser una esclava no llevaba la cara empolvada de blanco como las demás mujeres nativas de estos países, ni el complicado y rígido peinado de las señoras mongoles. Su piel de color melocotón pálido era la suya propia, y su cabello formaba simples ondas suaves sobre la cabeza. La pequeña cicatriz en forma decreciente de su cuello era su única tara, lo que no podía decirse de las nobles doncellas a las que servía. La mayoría de ellas habían crecido al aire libre, en duras condiciones de vida, entre caballos y otros animales, y tenían muchas muescas, hoyos y abrasiones que estropeaban incluso las zonas más íntimas de su carne.

En aquel momento Huisheng estaba sentada en la postura más graciosa y atractiva que pueda adoptar una mujer inconscientemente. Estaba prendiendo una flor en su suave cabello negro sin saber que alguien la miraba. Su mano izquierda sostenía la flor rosada sobre su oreja izquierda y se ayudaba con la mano derecha arqueada sobre la cabeza. Ésta disposición particular de la cabeza, las manos, los brazos y la parte superior del torso convierte a cualquier mujer, vestida o desnuda, en un poema de curvas y ángulos suaves: la cara vuelta un poco hacia abajo y a un lado, los brazos enmarcándola en una composición armoniosa, la línea del cuello fluyendo suavemente hacia el pecho, los senos dulcemente levantados por los brazos en alto. En esta postura incluso una mujer vieja parece joven, una mujer gorda parece flexible, una mujer escuálida parece esbelta, y una mujer bella no es nunca más bella que entonces.

Noté también que Huisheng tenía delante de cada oreja una pelusa negra muy fina que le crecía hasta la línea de la mandíbula, y otra pelusa plumosa que crecía bajando por la nuca hasta el cuello del vestido. Eran detalles encantadores, y me hicieron pensar en la posibilidad de que las mujeres min fueran excepcionalmente peludas en sus partes privadas. Podría señalar que las doncellas mongoles tenían todas en sus partes más privadas las peculiares «estufitas» mongoles de pelo liso y plano como trocitos de piel de gato. Pero si me he mostrado desacostumbradamente reticente sobre sus encantos o sobre las noches que pasé retozando con ellas, no se debe a un ataque repentino de modestia o de reserva por parte mía; se debe únicamente a que no recuerdo muy bien aquellas chicas. Incluso he olvidado si me visitó una docena exacta u once muchachas o trece u otro número cualquiera.

Desde luego eran bellas, agradables, competentes, satisfactorias, pero eran esto y nada más. Sólo las recuerdo como una sucesión de incidentes fugaces, uno diferente cada noche. Mi conciencia estaba más impresionada por la pequeña, discreta, silenciosa Eco, y no sólo porque estaba presente cada noche, sino porque superaba en mucho a todas las doncellas mongoles juntas. De no haber sido por la distracción de su influencia, probablemente no habría olvidado tan fácilmente a las demás. En definitiva eran la crema de la femineidad mongol, de veinticuatro quilates de calidad, adaptadas perfecta y eminentemente a su función de compañeras de cama. Pero incluso mientras disfrutaba del espectáculo que me ofrecía la esclava lon-gya al desnudarlas, no podía dejar de observar su excesivo e innecesario tamaño al lado de la diminuta y delicada Huisheng, y lo bastas que eran su tez y su fisonomía, al lado de su piel de melocotón y de sus rasgos exquisitos. Incluso sus senos, que en otras circunstancias habría adorado como bellamente voluptuosos, me parecieron demasiado agresivos y mamíferos comparados con la esbeltez y fragilidad casi infantiles del cuerpo de Huisheng.

Debo declarar sinceramente que tampoco las doncellas mongoles debieron de considerarme su ideal, y no debieron de sentir excesiva alegría por juntarse conmigo. Habían sido reclutadas, después de superar un riguroso sistema de selección, para meterse en la cama del kan de todos los kanes. Kubilai era un anciano, y quizá no era el sueño de una mujer joven, pero era el gran kan. Sin duda sufrieron un considerable desengaño cuando se vieron asignadas a un extranjero, a un ferenghi, a un don nadie, pero sin duda aún fue peor que les ordenaran no tomar la precaución de las semillas de helecho antes de acostarse conmigo. Probablemente su fecundidad era de veinticuatro quilates, es decir, que tenían que esperar quedar embarazadas y dar a luz no a un noble mongol descendiente del linaje de Chinghiz sino a bastardos mestizos, que el resto de la población de Kitai trataría necesariamente con poco afecto, o incluso despreciaría.

Yo tenía mis dudas sobre si Kubilai estuvo acertado al ordenar estas uniones entre sus concubinas y yo. No es que me sintiera ni superior ni inferior a ellas, porque sabía que ellas y yo y todas las demás personas del mundo pertenecíamos a una única raza humana. Me habían enseñado esto desde mis primeros años, y en mis viajes había observado amplias pruebas que lo confirmaban. (Dos pequeños ejemplos: en todas partes todos los hombres, con excepción quizá de los santos y de los eremitas, están siempre dispuestos a emborracharse; en todas partes todas las mujeres cuando corren lo hacen como si tuvieran las rodillas cojas). Es evidente que todas las personas descienden de los mismos Adán y Eva originales, pero también está muy claro que la progenie ha divergido ampliamente en las generaciones transcurridas desde la expulsión del Edén.

Kubilai me llamaba ferenghi, y no quería ofenderme, pero el calificativo me incluía en una masa equívocamente indiferenciada. Yo sabía que los venecianos éramos muy distintos de los eslavos, de los sicilianos y de las demás nacionalidades occidentales. No podía percibir tanta variedad entre las numerosas tribus mongoles, pero sabía que cada persona estaba orgullosa de la suya, la consideraba la primera raza de mongoles y afirmaba al mismo tiempo que todos los mongoles formaban la primera sección de la humanidad.

En mis viajes no siempre concebía afecto por cada nuevo pueblo que conocía, pero los encontré todos interesantes, y el interés residía en sus diferencias. Distintos colores de piel, diferentes costumbres, comidas, lenguajes, supersticiones, diversiones, incluso deficiencias, ignorancias y estupideces interesantes por su variedad. Poco después de la temporada pasada en Shangdu visitaría la ciudad de Hangzhou y vería que era una ciudad repleta de canales, como Venecia. Pero Hangzhou no se parecía a Venecia en todo lo demás, y eran las diferencias, no las semejanzas, lo que convertían al lugar en algo encantador. También Venecia continúa siendo encantadora y querida por mí, pero dejaría de serlo si no fuera algo único. En mi opinión, un mundo lleno de ciudades, lugares y paisajes iguales sería insoportablemente aburrido, y pienso lo mismo en relación a los pueblos del mundo. Si todos ellos, blancos, de color melocotón, marrones, negros o de cualquier otro color se mezclaran dando un tono indiferenciado, todas las demás diferencias tajantes y duras se difuminarían y desaparecerían. Se puede caminar sin temor por un desierto de arena tostada, porque no hay fisuras ni abismos, pero también carece de cimas elevadas que valga la pena contemplar. Comprendí que mi contribución a la fusión de las líneas de sangre ferenghi y mongol sería despreciable. Además me oponía a que pueblos tan distintos se fundieran deliberadamente siguiendo órdenes y no por un encuentro casual, y perdieran así un grado de variedad, y por lo tanto de interés.

Primero me sentí atraído por Huisheng debido en parte a sus diferencias con las demás mujeres que había conocido hasta entonces. Ver a aquella esclava min entre sus amas mongoles era como ver una ramita de flores de melocotón, rosadas y marfileñas, en un jarrón de crisantemos peludos y punzantes, de color de bronce y de cobre. Sin embargo Huisheng no sólo era bella comparándola con quienes lo eran menos. Era atractiva por sí, como lo es una flor de melocotón, y habría destacado en un huerto entero de melocotones floridos formados por sus bellas hermanas min. Había motivos para ello. Huisheng vivía en un mundo perpetuamente silencioso, y sus ojos estaban llenos de sueños incluso cuando estaba bien despierta. Sin embargo, la privación del habla y del oído no era un obstáculo total, ni algo que los demás notaran mucho. Yo mismo, antes de que me lo contaran, no había notado que fuera sordomuda, porque ella había desarrollado una viveza en sus expresiones faciales y un vocabulario de pequeños gestos que le permitían comunicar sus pensamientos y sentimientos sin ningún sonido, pero de modo inequívoco. Con el tiempo aprendí a leer con un vistazo todos los movimientos infinitesimales de sus ojos color de qahwah, de sus labios rojos como el vino, de sus cejas de pluma, de sus hoyuelos centelleantes, de sus manos de sauce y de sus dedos de fronda. Pero esto fue más tarde.

Me había sentido cautivado por Huisheng en las peores circunstancias posibles, mientras ella veía que me divertía de forma desvergonzada con su docena aproximadamente de amas mongoles. O sea, que no me atreví a iniciar ningún tipo de cortejo con ella porque corría el riesgo de que me rechazara burlonamente; tenía que dejar pasar algún tiempo, y esperar que se difuminara el recuerdo de aquellas circunstancias. Decidí, por lo tanto, esperar un intervalo prudente de tiempo antes de iniciar cualquier sondeo. Mientras tanto procuraría distanciarla algo de aquellas concubinas sin separarla mucho de mí. Para conseguirlo necesitaba la ayuda del propio gran kan.

Cuando estuve seguro de que no quedaba ninguna doncella mongol por servir, y cuando supe que Kubilai estaba de buen humor, pues acababa de llegar un mensajero anunciándole que Yunnan era suyo y que Bayan estaba avanzando hacia el corazón del imperio song, le pedí audiencia y él me recibió cordialmente. Le comuniqué que había cumplido mi servicio con las doncellas y le agradecí que me hubiera proporcionado la oportunidad de dejar un rastro mío en la posteridad de Kitai. Luego añadí:

—Creo, excelencia, que después de haber disfrutado de esta orgía de placeres sin freno, podría mantenerme firme como una roca en mi carrera de soltero. O sea creo que he alcanzado una edad y una madurez en la que debería dejar de despilfarrar pródigamente mis ardores, dejar la persecución de la potra como lo llamamos en Venecia, o la metida del cucharón, como decís por aquí. Creo que me convendría buscar una conyugalidad más estable, quizá con una concubina especialmente favorecida, y pido vuestro permiso, excelencia, para…

—¡Hui! —exclamó con una sonrisa de satisfacción—. ¿Os cautivó una de esas damiselas de veinticuatro quilates?

—Oh, todas me cautivaron, excelencia, no hay que decirlo. Sin embargo quisiera guardar para mí a la esclava que las servía.

Se recostó en su asiento y dijo gruñendo con bastante menos satisfacción:

Uu?

—Es una chica min y…

—¡Ajá! —gritó, volviendo a sonreír con placer—. No digas más. Entiendo que quedaras encantado.

—… y quisiera pediros permiso, excelencia, para comprar la libertad de esa esclava, porque está al servicio de vuestra dama matrona de concubinas. Su nombre es Huisheng.

Hizo un gesto con la mano y dijo:

—Te entregaré su título de propiedad cuando regresemos a Kanbalik. Luego será tu criada, o esclava, o consorte, lo que tú y ella decidáis. Es el regalo que te hago por la ayuda que me prestaste para adquirir Manzi.

—Os doy las gracias, excelencia, muy sinceramente. Y Huisheng os lo agradecerá también. ¿Volvemos pronto a Kanbalik?

—Mañana partiremos de Shangdu. Tu compañero Ali-Babar ya está informado. Probablemente en este momento está en tus habitaciones haciendo tu equipaje.

—¿Es una marcha repentina, excelencia? ¿Ha sucedido algo?

Sonrió con mayor satisfacción que nunca.

—¿No me has oído mencionar la adquisición de Manzi? Acaba de llegar un mensajero de la capital con la noticia.

—¡Song ha caído! —exclamé boquiabierto.

—El primer ministro Achmad ha enviado el mensaje. Una compañía de heraldos han ha cabalgado hasta Kanbalik para anunciar la inminente llegada de la emperadora viuda de los Song, Xichi. Llegará personalmente para rendir este imperio y entregar el Yin imperial y su propia persona real. Achmad podría recibirla, como es lógico, en su calidad de vicerregente, pero prefiero hacerlo yo.

—Desde luego, excelencia, es un acontecimiento que marca época. El derribo de los Song y la creación de toda una nueva nación Manzi para el kanato.

Él suspiró confortablemente.

—De todos modos, la estación fría se nos echa encima y aquí la caza ya no será tan agradable. Nos vamos, pues, y tomaremos a una emperatriz por trofeo.

—Ignoraba que el imperio Song estuviera gobernado por una mujer.

—No es más que la regente, la madre del emperador que murió hace unos años, y que murió joven dejando únicamente a hijos en edad infantil. La vieja Xichi debía reinar hasta que su primer nieto tuviera edad de subir al trono. Cosa que ahora no podrá hacer. Vete ya, Marco, y prepárate para cabalgar. Regreso a Kanbalik a gobernar un kanato de mayor extensión y a empezar a echar raíces. Que los dioses nos concedan sabiduría a los dos.

Corrí hasta mi habitación y entré gritando:

—¡Tengo noticias importantes!

Ali-Babar me había ayudado a recoger los objetos de viaje que había llevado conmigo a Shangdu, y unas cuantas cosas que había adquirido durante mi estancia allí, por ejemplo los colmillos de mi primer jabalí para guardarlos de recuerdo, y lo estaba metiendo todo en las alforjas.

—Ya nos hemos enterado —dijo sin mucho entusiasmo—. El kanato es mayor y más extenso que nunca.

—¡Tengo noticias más extraordinarias! ¡Acabo de conocer a la mujer de mi vida!

—Dejadme pensar quién pueda ser. Últimamente ha desfilado una auténtica procesión por vuestra habitación.

—¡No te lo puedes imaginad! —exclamé alegremente y empecé a alabar las gracias de Huisheng. Pero luego me contuve porque Ali no participaba de mi alegría—. Pareces extrañamente triste, viejo compañero. ¿Te ha ocurrido algo malo?

—El jinete de Kanbalik trajo otras noticias, no tan alegres… —dijo con un hilo de voz. Le miré con mayor atención. Si hubiese tenido una barbilla debajo de aquella barba gris le hubiera temblado.

—¿Qué otras noticias?

—El mensajero dijo que al salir de la ciudad le detuvo uno de mis artesanos de kaši y le pidió que me informara de que Mar-Yanah había desaparecido.

—¿Qué? ¿Tu buena esposa Mar-Yanah? ¿Desaparecida? ¿Cómo?

—No tengo ni idea. El hombre del taller dijo que hace un tiempo, hace ahora un mes o más, dos guardias de palacio llegaron al taller de kaši. Mar-Yanah habló con ellos y desde entonces no se la ha visto ni oído nada de ella. A consecuencia de esto los obreros están algo confusos e inquietos. Mi hombre sólo le dijo esto al mensajero.

—¿Guardias de palacio? Entonces debió de tratarse de algún asunto oficial. Iré de nuevo a ver a Kubilai y le preguntaré…

—Kubilai dice que no sabe nada de este asunto. Como es lógico fui yo primero a preguntar. Fue entonces cuando me ordenó que hiciera tu equipaje. Y puesto que salimos inmediatamente para Kanbalik no he puesto el grito en el cielo. Supongo que cuando lleguemos allí nos enteraremos de lo sucedido…

—Es todo muy raro —murmuré.

No dije más, pero en mi mente apareció de modo repentino y sin que yo lo pidiera el mensaje que Ali había traído: «Espérame cuando menos me esperes». No se lo había enseñado a Ali ni le había explicado su contenido. No había considerado necesario preocuparle con mis problemas, o con algo que creía que sólo me afectaba a mí, es decir, que había roto la misiva y la había tirado. Ahora hubiese preferido no haberlo hecho. Como ya he dicho me costaba bastante descifrar la escritura mongol. ¿Podía haberme equivocado al leerla? ¿Quizá decía en esta ocasión algo ligeramente distinto, por ejemplo: «Espérame donde menos me esperes»? ¿Habían utilizado como intermediario a Ali-Babar no sólo para amenazarme y alarmarme de nuevo, sino también para sacarlo a él de la ciudad mientras hacían algún trabajo sucio?

La persona que me deseaba mal debía de saber que cuando yo estaba ausente de la ciudad sólo era vulnerable a través de los demás, de las pocas personas que quedaban allí y que me eran queridas. En realidad, sólo tres personas. Mi padre y mi tío eran dos de ellas. Pero se trataba de hombres adultos y fuertes, y si alguien les hacía daño tendría que responder ante un gran kan encolerizado. Sin embargo la tercera persona era la buena, bella y dulce Mar-Yanah, pero era sólo una débil mujer, y una insignificante ex esclava, apreciada únicamente por mí y por mi anterior esclavo. Recordé con dolor las palabras de ella: «Me quedó mi vida, pero no mucho más…», y lo que dijo luego tristemente: «Si Ali-Babar puede amar lo que queda de mí…».

¿Había secuestrado a esta mujer sin tacha mi enemigo desconocido, el ser oculto y al acecho que murmuraba amenazas, y lo había hecho sin otro motivo que por hacerme daño? En caso afirmativo el enemigo era alguien vil y repugnante, pero había escogido inteligentemente a la víctima sustituía. Yo había ayudado a rescatar a la caída princesa Mar-Yanah de una vida de abusos y degradación, y la había ayudado a alcanzar por fin un puerto seguro y feliz. Recordé que ella había dicho: «Los veinte años pasados podían no haber existido nunca…». Si ahora por mi culpa tenía que sufrir otro tipo de males, el golpe sería para mí duro.

Bueno, lo sabríamos al llegar a Kanbalik. Y sentía una intensa aprensión: para poder encontrar a la desaparecida Mar-Yanah, debíamos primero encontrar a la mujer del velo que le había entregado a Ali la misiva para mí. Pero de momento no le dije nada sobre el tema: ya estaba él bastante preocupado. También dejé de alabar a mi recién descubierta Huisheng, para respetar la preocupación que le embargaba por su propia amante, perdida antes durante tanto tiempo y ahora de nuevo.

—Marco, ¿no podríamos cabalgar adelantándonos a este lento cortejo? —me preguntó ansiosamente cuando nosotros y toda la corte de Shangdu se encontraba en camino desde hacía ya dos o tres días—. Tú y yo podríamos llegar a Kanbalik mucho antes si pudiésemos espolear a nuestros caballos.

Desde luego, tenía razón. El gran kan viajaba con mucha ceremonia y sin ninguna prisa, manteniendo todo el séquito a un ritmo majestuoso de marcha. No le hubiese parecido digno viajar de otro modo, sobre todo considerando que se trataba de una especie de procesión triunfal. Todo su pueblo en ciudades y aldeas a lo largo del recorrido, informado de la feliz conclusión de la guerra contra los song, estaba ansioso por concentrarse al margen del camino para vitorearlo, aclamarlo y echarle flores cuando pasara.

Kubilai iba en un vehículo majestuoso, una especie de trono con dosel adornado con joyas y dorados, tirado por cuatro inmensos elefantes también muy enjaezados. Seguían al carruaje de Kubilai otros vehículos que llevaban a varias esposas suyas y a muchas más mujeres que le pertenecían, entre ellas a las doncellas que me había prestado, criadas, esclavas, etcétera. Dispuestos de modo variado delante, detrás y al lado de los carruajes el príncipe Chingkim y todos los demás cortesanos cabalgaban sobre caballos lujosamente enjaezados. Detrás de los carruajes iban los carros cargados de equipajes, equipos y armas de caza, trofeos de la temporada y provisiones de viaje como vinos, kumis y carnes; un carro estaba ocupado por una banda de músicos y sus instrumentos que tocaban para nosotros en las etapas nocturnas. Una tropa de guerreros mongoles cabalgaba a un día de distancia precediéndonos para anunciar con trompetas nuestra llegada a cada población, de modo que sus habitantes pudiesen prepararse y encender sus fuegos de incienso o si llegábamos con el crepúsculo encender sus árboles de fuego y sus flores chispeantes (recurriendo a los depósitos que había dejado el artificiero Shi al pasar por cada punto en el viaje de ida), y otra tropa de caballería nos seguía detrás, para recuperar los carros con ruedas rotas o los caballos heridos que se hubiesen separado de la comitiva. Además el gran kan, como era normal en esta estación, tenía dos o tres pares de halcones posados en los laterales de su carruaje, y toda la procesión debía detenerse cuando levantábamos alguna pieza que él deseaba cazar con los halcones.

—Sí, podríamos adelantar si viajáramos solos —contesté a su petición—. Pero creo que no debemos hacerlo. En primer lugar parecería una falta de respeto para el gran kan, y podemos necesitar que continúe dispensándonos su cálida amistad. En segundo lugar, si permanecemos con la procesión quien tenga noticias de Mar-Yanah no tendrá dificultad en encontrarnos y comunicárnoslas.

Esto era muy cierto, aunque no confié a Ali todos mis razonamientos en relación a este tema. Estaba convencido de que Mar-Yanah había sido secuestrada por mi enemigo murmurador. Yo ignoraba quién era y no creía que sirviese de nada cabalgar furiosamente hasta la ciudad sólo para correr desesperados de un lado a otro al llegar allí. Era más lógico suponer que el murmurador me estaría vigilando, y que me vería más pronto si llegaba con toda la pompa y abiertamente, y así podría entregar más pronto su siguiente mensaje, o su petición de rescate para devolver a Mar-Yanah, o cualquier otra amenaza insultante. Ésta era nuestra mejor esperanza para entrar en contacto con él, o por lo menos con su correo velado, y eventualmente con Mar-Yanah.

Mi permanencia con el séquito del gran kan me permitía también vigilar protectoramente a Huisheng, pero esto no había influido en mi decisión de no apresurar la marcha. Huisheng aún viajaba en compañía de sus amas mongoles, y no estaba enterada del interés que yo sentía por ella ni de las disposiciones que había tomado en relación a su futuro. En ocasiones le dedicaba algunas pequeñas atenciones, sólo para que no me olvidara; ayudarla a bajar del vehículo de las concubinas cuando nos deteníamos en algún caravasar o en alguna mansión campestre de un funcionario provincial, darle un vaso de agua de la fuente de un patio de posada, formar un ramillete con flores que nos habían tirado desde un pueblo y entregárselo con una inclinación galante, tonterías así. Quería que me tuviese en buen concepto, pero ahora tenía más motivos que antes para no forzar mi oferta personal.

Es más, había decidido esperar a que pasara un intervalo prudente de tiempo; ahora tenía que esperar. Posiblemente mi enemigo murmurador sabía ya dónde estaba yo y qué hacía. No podía arriesgarme a que este enemigo se enterara de que sentía un afecto especial por Huisheng. Si su malicia le había aconsejado atacarme a través de una amiga tan querida como Mar-Yanah, sólo Dios sabía lo que podría hacer a una persona que imaginase realmente querida por mí. Pero me resultaba difícil apartar mis ojos de ella y dejar de hacerle pequeños servicios que ella me pagaba con una sonrisa de sus hoyuelos. Todo hubiera resultado más fácil para mí si Ali y yo hubiésemos cabalgado avanzándonos a los demás, como él quería. Pero en bien suyo y de Mar-Yanah permanecí junto al séquito de Kubilai procurando no permanecer siempre al lado de Huisheng.