EL GRAN DESIERTO DE SAL

1

Kashan fue la última ciudad que atravesamos en la parte verde y habitable de Persia; al este de esa ciudad empezaba la región deshabitada llamada Dasht-e-Kavir, o Gran Desierto de Sal. El día antes de llegar a esa ciudad el esclavo Narices dijo:

—Observad, amos míos, que el camello de carga ha empezado a cojear. Creo que se ha herido con alguna piedra. Si no lo curamos puede ponernos en apuros cuando entremos en el desierto.

—Tú eres el camellero —dijo mi tío—. ¿Qué nos aconsejas como experto?

—La cura es muy sencilla, amo Mafio. Dejar que el animal descanse unos días. Bastará con tres.

—Muy bien —respondió mi padre—. Nos alojaremos en Kashan, y sacaremos partido del retraso. Podemos renovar nuestras raciones de viaje. Dar a lavar nuestra ropa, etcétera.

Durante el viaje desde Bagdad hasta aquel punto, Narices se había comportado con tanta eficacia y de modo tan sumiso que habíamos olvidado totalmente sus posibles perrerías. Pero pronto, por lo menos yo, tuve motivos para sospechar que el esclavo había causado deliberadamente al camello la pequeña herida para conseguir así unos días de descanso.

La industria más importante de Kashan (y que dio nombre a la ciudad) ha sido durante siglos la fabricación del kaši, o lo que nosotros llamaríamos mosaico, esos azulejos artísticamente vidriados que se utilizan en todo el Islam para decorar las masyids o templos, los palacios y otros edificios importantes. La fabricación del kaši se lleva a cabo en talleres cerrados, pero el segundo artículo de comercio en valor que ofrece Kashan se hizo visible de modo más inmediato a medida que entrábamos en la ciudad: sus bellos niños y jóvenes.

Las muchachas y mujeres que podían verse por las calles, y que se adivinaban a través de sus velos chador, presentaban la gama habitual, desde las vulgares hasta las bonitas, incluyendo a alguna que realmente destacaba de vez en cuando, pero todos los jóvenes tenían una cara, un físico y un aire de sorprendente belleza. Ignoro a qué podía deberse tal cosa. El clima, la comida y el agua de Kashan no diferían de los que habíamos encontrado en otros lugares de Persia, y no pude ver nada extraordinario en los habitantes locales con edad de ser madres y padres. Por lo tanto ignoro por qué motivo sus vástagos de sexo masculino tenían que ser superiores a los niños y jóvenes de otras localidades; pero debía reconocer que lo eran.

Desde luego, yo era un chico y hubiese preferido entrar en la ciudad equivalente a Kashan, Shiraz, que según se dice está igualmente llena de mujeres hermosas. Sin embargo, incluso mi vista despreocupada tuvo que admirar lo que veía en Kashan. Los niños y jóvenes no iban sucios ni estaban cubiertos de granos, ni de manchas; iban inmaculadamente limpios, con el cabello brillante, los ojos resplandecientes, la tez clara y casi traslúcida. Su actitud no era hosca ni su postura desgarbada; iban erectos y orgullosos, y su mirada era directa. No hablaban entre dientes o chapurreando, sino de modo articulado e inteligente. Todos y cada uno de ellos eran tan guapos y atractivos como chicas, y chicas de alta cuna, bien cuidadas, bien educadas y de buenos modales. Los niños más pequeños eran como los exquisitos cupidos dibujados por los artistas alejandrinos. Los niños mayores eran como los ángeles pintados en los paneles de la basílica de San Marcos. Sinceramente me impresionaron y me dieron una cierta envidia, pero no reconocí verbalmente el hecho. Al fin y al cabo, yo no me consideraba un ejemplar de mi sexo y de mi edad inferior a ellos. Pero mis tres compañeros exclamaron:

Non persiani, ma prezioni —dijo con admiración mi tío.

—Un precioso espectáculo, sí —asintió mi padre.

—Auténticas joyas —dijo Narices, mirando ansioso a su alrededor.

—¿Son todos jóvenes eunucos? —preguntó mi tío—. ¿O destinados a serlo?

—Oh no, amo Mafio —respondió Narices—. Tanto pueden dar como tomar, si me entendéis. No sólo no tienen las partes viriles disminuidas, sino que mejoran en sus demás partes inferiores, y resultan más accesibles y acogedores, si me entendéis. ¿Conocéis las palabras fa’il y mafa’ul? Pues al-fa’il significa «el que hace» y al-mafa’ul «aquel a quien hacen». A estos chicos de Kashan se les cría para que sean guapos y se los enseña a ser obedientes y se los… modifica físicamente, para que hagan de fa’il o de mafa’ul de modo igualmente delicioso.

—Tus palabras los hacen bastante menos angelicales de lo que aparentan —dijo mi padre, con disgusto—. Pero el sha Zaman dijo que sacaba de Kashan a muchachos vírgenes y los distribuía como regalos a otros monarcas.

—Bueno, los vírgenes son otra cosa. No veréis a los chicos vírgenes por la calle, amo Nicolò. Los tienen confinados en un pardah tan estricto como el de las princesas vírgenes. Se los reserva para convertirlos luego en concubinos de estos príncipes y de otros ricos personajes que mantienen no uno sino dos anderun: uno de mujeres y otro de chicos. Los padres de los muchachos vírgenes los mantienen en perpetua indolencia hasta que están maduros para su presentación. Los chicos no hacen más que vivir repantigados en los cojines del diván, mientras se los alimenta forzadamente con castañas hervidas.

—¿Castañas hervidas? ¿Para qué?

—Ésta dieta engorda su carne inmensamente y la deja pálida y tan blanca que se puede marcar con un dedo. Los traficantes de anderun aprecian de modo especial a estos muchachos con aspecto de embutido. Sobre gustos no hay disputa. Yo personalmente prefiero a un chico que sea durante el acto nervudo, sinuoso y atlético, no a un mohíno montón de sebo que…

—Ya hay bastante lujuria aquí —dijo mi padre—. Ahórranos la tuya.

—Como ordenéis, mi amo. Sólo añadiré que los chicos vírgenes son carísimos de comprar, y no pueden alquilarse. Por otra parte observad que incluso los chicos callejeros son guapos. Se pueden comprar baratos y tenerlos siempre o alquilarlos más baratos todavía para un…

—¡Dije que callaras! —le cortó mi padre—. Veamos ahora, ¿dónde buscaremos alojamiento?

—¿Hay por aquí algún caravasar judío? —preguntó mi tío—. Me gustaría cambiar de dieta y comer bien.

Debo explicar esta observación. En las semanas anteriores la mayoría de posadas que habíamos encontrado a lo largo del camino estaban regentadas, como es natural, por musulmanes, pero algunas eran propiedad de cristianos nestorianos. Y la degenerada Iglesia de Oriente observa tantos días de ayuno y de fiesta que cada día hay una u otra celebración. O sea que en estos lugares o nos mataban piadosamente de hambre o nos hartaban piadosamente. Además estábamos en el mes que los musulmanes persas llaman Ramazan. Éste nombre significa «el mes caliente», pero el calendario islámico sigue la luna, y su Mes Caliente cae cada año en una época distinta y puede coincidir con agosto, con enero o con cualquier otro mes, y aquel año coincidió con el final del otoño. Caiga donde caiga, durante ese mes los musulmanes deben ayunar. En cada uno de los treinta días del Ramazan, el musulmán, a partir de la hora matutina en que la luz permite distinguir entre un hilo blanco y otro negro, no puede tomar comida ni bebida, ni puede haber relaciones sexuales entre hombre y mujer, hasta que caiga la noche. Por eso durante el día los viajeros no habíamos podido suplicar siquiera que nos dieran una cucharada de agua de pozo en un establecimiento musulmán, en cambio en todos ellos después de la puesta del sol nos atiborraban de comida hasta ahogarnos. O sea que desde hacía tiempo todos sufríamos el mal de la indigestión, y la idea de tío Mafio no era la expresión de un capricho vano.

No hay que decir que los judíos de Oriente raramente se dedican a ocupaciones tales como alquilar camas y dar comida a los forasteros de paso, como tampoco se dedican a ello en Occidente, sin duda porque es un oficio menos provechoso y más laborioso que prestar dinero y practicar otras formas de usura. Sin embargo nuestro esclavo Narices era una persona con muchos recursos. Después de parlamentar brevemente con unos cuantos transeúntes, nos enteramos de que había una vieja viuda judía cuya casa tenía al lado un establo que no utilizaba. Narices nos llevó allí y resultó ser también un enviado extraordinariamente persuasivo. Salió de la casa informándonos de que la viuda nos permitía meter a nuestros camellos en su establo y acomodarnos a nosotros en el henil situado encima del establo.

—Además —dijo, mientras conducía allí a los animales y empezaba a descargarlos—, puesto que todos los sirvientes de la casa son persas de Kashan y por lo tanto sujetos a las limitaciones del Ramazan, la almauna Ester está dispuesta a preparar vuestras comidas y a servíroslas con sus propias manos. O sea que podréis comer de nuevo en vuestras horas habituales, y me ha asegurado que es buena cocinera. El pago que pide por nuestra estancia es también muy razonable.

Mi tío se quedó francamente boquiabierto ante la gestión del esclavo y dijo impresionado:

—Tú eres musulmán, la cosa que los judíos más desprecian, y nosotros somos cristianos, la siguiente cosa más despreciada por ellos. Y si esto no fuera suficiente para que esta viuda Ester nos echara de su puerta, creo que tú eres la criatura más repulsiva que ella haya visto nunca. ¿Cómo conseguiste que se quedara con nosotros, si puede saberse?

—Sólo soy un sindi y un esclavo, mi amo, pero no soy ignorante ni me falta el espíritu de iniciativa. También sé leer y puedo observar.

—Te felicito. Pero esto no responde a mi pregunta ni disminuye tu fealdad.

Pensativo, Narices se rascó su rala barba.

—Amo Mafio, en los libros sagrados de vuestra religión, de la mía y de la religión de la almauna Ester, encontraréis citada a menudo la palabra belleza, pero nunca la palabra fealdad, no la encontraréis en ninguna de estas escrituras. Quizá nuestros distintos dioses no se ofenden con la fealdad física de los simples mortales, y quizá la almauna Ester es una mujer piadosa. Sin embargo, antes de que se escribieran todos estos libros sagrados, todos teníamos la misma religión, mis antepasados, los de la almauna, quizá también los vuestros, todos éramos de la antigua religión babilónica que ahora todos detestan por pagana y demoníaca.

—¡Impertinente advenedizo! ¿Cómo te atreves a sugerir tal cosa? —exclamó mi padre.

—El nombre de la almauna es Ester —dijo Narices—, y también hay damas cristianas que tienen este nombre, el cual deriva de la diosa demonio Istar. El difunto marido de la almauna se llamaba, según ella me dijo, Mordecai, nombre que proviene del dios demonio Marduk. Pero mucho antes de que existieran estos demonios en Babilonia, vivieron Noé y su hijo Sem, y la almauna y yo somos descendientes de Sem. Sólo las diferencias posteriores de nuestras religiones dividen entre sí a los semitas, y esto no debería haber tenido efectos muy graves. Tanto los musulmanes como los judíos evitamos ciertos alimentos, los dos pueblos sellamos a nuestros hijos en la fe con la circuncisión, los dos creemos en ángeles celestiales y odiamos al mismo adversario, tanto si le llamamos Satán como Saitan. Los dos reverenciamos la ciudad santa de Jerusalén. Quizá no sabéis que en los primeros tiempos el profeta (la paz y la bendición sean con él) ordenó que los musulmanes, al hacer nuestras devociones, nos inclináramos ante Jerusalén y no ante La Meca. El lenguaje que hablaban originariamente los judíos y el que hablaba el profeta (que la bendición y la paz sean con él) no se distinguían mucho, y…

—Y tanto los musulmanes como los judíos —intervino secamente mi padre— tienen lenguas con goznes en medio que se menean por ambos extremos. Venid, Mafio, Marco, entremos y ofrezcamos nuestros respetos a nuestra anfitriona. Narices, acaba de descargar los animales y luego búscales comida.

La viuda Ester era una mujer pequeña de cabello blanco y rostro dulce, y nos saludó con mucha amabilidad, como si no fuéramos cristianos. Insistió en que nos sentáramos y bebiéramos su «reconstituyente para viajeros», que resultó ser leche caliente perfumada con cardamomo. La dama la preparó personalmente, porque el sol aún no se había puesto y ninguno de sus sirvientes musulmanes podía siquiera calentar la leche o pulverizar las semillas.

Al parecer la dama judía tenía una lengua con goznes en medio, como había supuesto mi padre, porque nos entretuvo un rato con su conversación. O más bien entretuvo a mi padre y a mi tío, mientras yo miraba a mi alrededor. Era evidente que la casa había sido de categoría y estuvo ricamente provista, pero supuse que después de la muerte de su amo Mordecai había ido decayendo, pues su mobiliario estaba raído. Conservaba un equipo completo de sirvientes, pero tuve la impresión de que continuaban allí, no por sus salarios, sino por fidelidad a su ama Ester, y que sin que ella se enterara trabajaban lavando en la puerta trasera o recurrían a algún subterfugio inocente para alimentarse a sí mismos y también a ella.

Dos o tres de los criados eran tan viejos y poco notables físicamente como la señora, pero tres o cuatro más eran niños y jóvenes de Kashan de suprema hermosura. Y noté con satisfacción que una criada era una muchacha tan bella como cualquiera de los chicos, una mujer joven con pelo rojo oscuro y un cuerpo voluptuoso. Para pasar el rato mientras la viuda Ester continuaba con su charla, hice el cascamorto a esta criada, dirigiéndole miradas lánguidas y guiños sugestivos. Y ella cuando su señora no miraba me sonreía alentadoramente.

Al día siguiente, mientras el camello tullido descansaba con los cuatro restantes, los viajeros nos fuimos separadamente a pasear por la ciudad. Mi padre se dirigió a un taller de kaši, para enterarse del sistema de fabricación de estos azulejos, pues lo consideraba una industria útil que podría introducir entre los artesanos de Kitai. Nuestro camellero Narices se fue a comprar algún tipo de ungüento para la pata herida del camello y tío Mafio se fue a buscar un nuevo cargamento de mumum depilador. Resultó que ninguno de los tres encontró lo que buscaba, porque en Kashan nadie trabajaba durante el Ramazan. Yo no tenía ningún encargo que cumplir y me limité a pasear y a observar.

Allí, como en todas las restantes ciudades situadas más hacia Oriente, revoloteaban constantemente por el cielo unos grandes cuervos negros, de cola partida. Éstas aves, que viven de desechos, trazan primero círculos en el aire y luego se lanzan sobre el suelo a buscarlos. También desde allí hacia Oriente la otra ave predominante en las ciudades dedicaba al parecer todo su tiempo a buscar desechos en el suelo. Ésta ave es el mynah, que se pasea agresivamente por todas partes con su pico inferior hinchado como la mandíbula pugnaz de un hombrecito que busca camorra. Y como ya he dicho los habitantes más visibles de Kashan, después de los anteriores, eran los guapos niños que jugaban por las calles. Acompañaban sus juegos de pelota cantando y entonaban también las canciones de jugar al escondite y del baile del torbellino, lo mismo que los niños venecianos, con la diferencia de que estas canciones eran del tipo maullido de gato. Lo mismo puede decirse de la música que tocaban los músicos callejeros que pedían bakchís. Al parecer el único instrumento que poseían era el changal, que no es otra cosa que la guimbarde o harpa del judío, y la chimta, una especie de tenacillas de cocina hechas de hierro, con lo que su música se convertía en una terrible cacofonía de tañidos y martilleos. En mi opinión los paseantes que les echaban una moneda o dos no lo hacían tanto para agradecerles el entretenimiento como para interrumpirlo, aunque sólo fuera un instante.

Aquélla mañana no llegué muy lejos, porque mi paseo me hizo recorrer un círculo por las calles y pronto descubrí que de nuevo me estaba acercando a la casa de la viuda. La bella criada me hizo una señal desde una ventana, como si estuviera allí esperando precisamente a que pasara. Me hizo entrar en la casa y pasar a una habitación provista de un qali y un diván de cojines ligeramente gastados, me confió que su señora estaba ocupada en otra parte y me dijo que su nombre era Sitaré, que significa estrella.

Nos sentamos juntos sobre un montón de cojines. Yo ya no era un mozuelo imberbe y sin experiencia, y no me eché sobre ella con avidez juvenil y chapucera. Empecé con palabras dulces y cumplidos halagadores, y me fui acercando a ella gradualmente hasta que mis bigotes hicieron cosquillas a su delicada oreja obligándola a retorcerse y a reír, y sólo entonces levanté el velo de su chador y puse mis labios sobre los suyos y la besé tiernamente.

—Esto está bien, mirza Marco —dijo—. Pero mejor que no perdáis el tiempo.

—Para mí no es perderlo —le dije—. Disfruto con los preparativos tanto como con el final. Puedo pasarme todo el día…

—Me refiero a que no es necesario que me lo hagáis todo a mí.

—Eres una chica considerada Sitaré, y buena. Pero debo decirte que no soy musulmán. No me abstengo durante el Ramazan.

—Oh, no tiene importancia que seáis un infiel.

—Esto me alegra. Empecemos, pues.

—Muy bien. Deshaced este abrazo y me iré a buscarlo.

—¿Qué?

—Ya os lo dije. No es preciso que continuéis fingiendo conmigo. Él está esperando ya para entrar.

—¿Quién está esperando?

—Mi hermano Aziz.

—¿Para qué diablos queremos a tu hermano con nosotros?

—No con nosotros, con vos. Yo me iré.

La solté, me incorporé y la miré.

—Perdona, Sitaré —dije cautelosamente, no sabiendo la mejor manera de preguntarlo—. ¿Estás quizá, bueno, estás divané?

Divané significa loca.

Ella se sorprendió sinceramente.

—Supuse que os disteis cuenta de que nos parecíamos cuando estuvisteis aquí anoche. Aziz es el chico aquel que se me parece y que tiene el pelo rojo como yo, pero que es mucho más guapo. Su nombre significa Amado. Sin duda fue por esto que me mirabais y me guiñabais el ojo.

Ahora era yo el sorprendido.

—Aunque él fuera tan guapo como un peri, ¿cómo podría guiñarte el ojo a ti, si no eras la persona que yo…?

—Ya os dije que no es preciso aducir ningún pretexto. Aziz también os vio y quedó inmediatamente prendado, y ya está esperando, y ansioso.

—No me importa que Aziz se quede eternamente varado en el purgatorio —grité exasperado—. Déjame que te lo explique con la mayor claridad del mundo. En este momento estoy intentando seducirte para que me dejes hacer contigo lo que yo quiera.

—¿Yo? ¿Queréis hacer zina conmigo? ¿Conmigo y no con mi hermano Aziz?

Golpeé brevemente con el puño un inocente cojín, y luego pregunté:

—Dime algo, Sitaré. ¿Se dedican todas las chicas de Persia a malgastar sus energías haciendo de alcahuetas para otras personas?

Ella se lo pensó un momento y dijo:

—¿Todas las chicas de Persia? No lo sé. Pero aquí en Kashan sí se hace a menudo, porque es una costumbre arraigada. Un hombre ve a otro hombre o a un chico, y se enamora de él. Pero no puede cortejarlo directamente, porque esto va en contra de la ley proclamada por el profeta.

—Que la paz y la bendición sean con él —murmuré.

—Sí. O sea que el enamorado corteja a la parienta más próxima del hombre. Si es preciso puede incluso casarse con ella. De este modo tiene una excusa para estar cerca de lo que su corazón desea realmente, quizá el hermano de la mujer, o quizá su hijo si ella es una viuda, o incluso su padre, y tiene todas las oportunidades para hacer tina con él. Como veis, de este modo no se ofende abiertamente el decoro.

Gèsu.

—Por esto supuse que me estabais cortejando a mí. Pero desde luego si no deseáis a mi hermano, no podéis poseerme.

—¿Por qué no? Parecía que te gustaba saber que te quería a ti y no a él.

—Sí, me gusta. Me sorprende y me gusta. Ésta preferencia es insólita; es una excentricidad cristiana, si se me permite decirlo. Pero soy virgen, y debo continuar así en bien de mi hermano. Habéis cruzado ya muchos países musulmanes, y sin duda lo habréis comprendido. Por este motivo las familias tienen guardadas a sus hijas y hermanas en estricto pardah, y preservan celosamente su virtud. Sólo si una chica se mantiene intacta o una viuda casta pueden esperar un buen matrimonio. Por lo menos así son las cosas en Kashan.

—Bueno, lo mismo pasa en el lugar de donde vengo —tuve que admitir.

—Sí, intentaré casarme bien con un hombre bueno que mire por los dos y nos ame a los dos, porque mi hermano Aziz es toda la familia que tengo.

—Espera un momento —dije escandalizado—. Admito que a menudo la castidad de una mujer veneciana es un artículo de trueque, y que con frecuencia sirve para conseguir un buen partido. Pero sólo para el progreso comercial o social de toda su familia. ¿Me dices ahora que aquí las mujeres están dispuestas a proteger y a fomentar el deseo de un hombre por otro? ¿Estarías dispuesta deliberadamente a convertirte en la esposa de un hombre sólo para poder compartirlo con tu hermano?

—Oh, no lo haría con cualquier hombre que se presentara —dijo ella con ligereza—. Deberíais sentiros halagado de que tanto Aziz como yo os hayamos encontrado de nuestro agrado.

Gèsu.

—Uniros con Aziz no os compromete a nada, ya lo veis, porque un hombre no tiene la membrana sangar. Pero si queréis romper la mía tenéis que casaros conmigo y tomarnos a los dos.

Gèsu.

Me levanté del diván.

—¿Os vais? ¿O sea que no me queréis? Pero ¿y con Aziz? ¿No queréis tenerlo ni siquiera una vez?

—Creo que no, gracias, Sitaré. —Me dirigí lentamente hacia la puerta—. Por desgracia ignoraba las costumbres locales.

—Se quedará muy triste. Sobre todo si debo contarle que me deseabais a mí.

—Entonces no lo hagas —murmuré—. Dile solamente que yo desconocía las costumbres locales.

Y salí de la estancia.

2

Entre la casa y el establo había un pequeño huerto plantado con hierbas para la cocina, y la viuda Ester estaba allí. Llevaba puesta únicamente una zapatilla, su otro pie estaba descalzo y con la zapatilla que se había quitado golpeaba el suelo. Me acerqué con curiosidad y vi que estaba machacando un gran escorpión negro. Cuando quedó hecho papilla, avanzó un paso y dio la vuelta a una piedra; otro escorpión avanzó perezosamente hacia la luz y ella lo aplastó como al anterior.

—Es el único sistema para acabar con estos repugnantes animales —me dijo—. Los escorpiones merodean de noche y entonces es imposible verlos. Hay que descubrirlos a la luz del día. Ésta ciudad está infestada de escorpiones. Ignoro por qué motivo. Mi difunto esposo Mordecai (alav ha-sholom) solía quejarse diciendo que el Señor se equivocó miserablemente enviando simples langostas sobre Egipto, y que podía haber enviado los escorpiones venenosos de Kashan.

—Vuestro marido era sin duda una persona valiente, mirza Ester, puesto que criticó al mismo Dios Señor nuestro.

Ella se echó a reír.

—Leed vuestras escrituras, joven. Los judíos han estado censurando y dando consejos a Dios desde Abraham. Podéis leer en el libro del Génesis que Abraham discutió por primera vez con el Señor y luego se puso a regatear con él hasta llegar a un acuerdo. Mi Mordecai era igual de decidido cuando se ponía a cavilar sobre los actos divinos.

—En una ocasión tuve un amigo… un judío llamado Mordecai —le dije.

—¿Teníais un judío amigo?

El tono era de escepticismo, pero no puedo decir si dudaba de que un cristiano pudiera ser amigo de un judío o de que un judío lo fuera de un cristiano.

—Bueno —dije—, era judío cuando le conocí, y se llamaba Mordecai. Pero parece como si continuara encontrándomelo con otros nombres y atuendos. Incluso le vi en uno de mis sueños.

Y le conté estos diversos encuentros y manifestaciones, destinados evidentemente cada uno de ellos a que descubriera «la sed de sangre de la belleza». La viuda me miraba atentamente mientras yo hablaba, y cuando hube terminado dijo con los ojos muy abiertos:

—¡Bar mazel, y sin embargo sois un gentil! Sea cual fuere el mensaje que él intenta comunicaros, os sugiero que le hagáis caso. ¿Sabéis quién es esta persona a la que veis continuamente? Tiene que ser uno de los lamed-vav. Uno de los treinta y seis.

—¿Los treinta y seis qué?

—Tzaddikim. Una especie de… santos, o así los llamaría un cristiano. Según una vieja creencia judía, en el mundo hay siempre treinta y seis hombres de perfecta rectitud, sólo treinta y seis. Nadie sabe quiénes son, y ellos mismos ignoran que son tzaddikim, porque de lo contrario este conocimiento de sí mismos perjudicaría su perfección. Pero ellos van por el mundo haciendo constantemente buenas obras, sin esperar premio ni reconocimiento. Hay quien dice que los tzaddikim son inmortales. Otros dicen que cuando un tzaddik muere, Dios nombra a otro hombre bueno para este oficio, sin que él sepa el honor que le ha correspondido. Otros afirman que en realidad sólo hay un tzaddik, que puede estar simultáneamente en treinta y seis lugares, si así lo desea. Pero todos los que creen en la leyenda están de acuerdo en que Dios acabaría con este mundo si los lamed-vav dejaran de hacer sus buenas obras. De todos modos no había oído contar nunca que uno de ellos hiciera beneficiario de sus buenos oficios a un gentil.

—El que encontré en Bagdad quizá no era ni judío —repliqué—. Era un fardarbab adivino del futuro. Podía haber sido un árabe.

Ella se encogió de hombros.

—Los árabes tienen una leyenda idéntica. Llaman al justo abdal. Sólo Alá conoce la verdadera identidad de cada uno de ellos, y sólo porque ellos existen permite Alá que el mundo continúe existiendo. Ignoro si los árabes tomaron la leyenda de nuestros lamed-vav, o si es una creencia que ellos y nosotros hemos compartido desde mucho tiempo antes, cuando todos éramos hijos de Sem. Pero sea quien fuere vuestro justo, tanto si se trata de un abdal que dispensa sus favores a un infiel como de un tzaddik que lo hace con un gentil, habéis sido muy favorecido y deberíais prestar atención.

—Al parecer sólo me hablan de belleza y de sed de sangre. Pero lo que yo hago, cuando puedo, es precisamente buscar la primera y evitar la segunda. No creo que necesite más consejos sobre este tema.

—Creo que una y otra son como las dos caras de una misma moneda —dijo la viuda, mientras aplastaba con su zapatilla otro escorpión—. Si hay peligro en la belleza, ¿no hay también belleza en el peligro? ¿Si no, por qué los hombres se van de viaje tan contentos?

—¿Yo? Bueno, yo viajo únicamente por curiosidad, mirza Ester.

—¡Sólo por curiosidad! ¿He oído bien? Joven, no lamentéis nunca esa pasión llamada curiosidad. ¿Dónde estaría entonces el peligro si no existiera la curiosidad, o dónde estaría la belleza?

No vi mucha relación entre estas tres cosas, y empecé a preguntarme de nuevo si estaba hablando con una persona algo divané. Ya sabía que los viejos a veces hablan de modo sorprendentemente inconexo, y eso pensé cuando la viuda dijo a continuación:

—¿Puedo repetiros las palabras más tristes que haya oído jamás?

Continuó hablando, como suelen hacer los viejos, sin esperar a que yo dijera sí o no.

—Fueron las últimas palabras de mi marido Mordecai (alav ha-sholom) cuando agonizaba. Estaban presentes el daršan y otros miembros de nuestra pequeña congregación, y yo también, como es natural, llorando e intentando hacerlo con una silenciosa dignidad. Mordecai se había despedido de todos, había recitado el Sema Yisrael y se había preparado para la muerte. Tenía los ojos cerrados, las manos juntas y todos creíamos que se nos iba en paz. Pero luego sin abrir los ojos ni dirigirse a nadie en especial habló de nuevo, con voz muy clara y distinta. Y lo que dijo fue lo siguiente…

La viuda imitó la postura del moribundo. Cerró los ojos, cruzó las manos sobre su pecho, una de las cuales sostenía todavía su zapatilla sucia, inclinó la cabeza algo hacia atrás y dijo con voz sepulcral:

—Siempre deseé ir allí… y hacer esto… pero nunca lo hice.

La vieja se quedó en esta postura; era evidente que esperaba que yo dijera algo. Repetí las palabras del moribundo «Siempre deseé ir allí… y hacer esto…» y luego pregunté:

—¿Qué quería decir? ¿Ir adónde? ¿Hacer qué cosa?

La viuda abrió los ojos y me amenazó con la zapatilla.

—Esto mismo preguntó el daršan cuando hubimos esperado unos momentos para que dijera algo más. Se inclinó sobre la cama y le preguntó: «¿Ir a qué lugar, Mordecai? ¿Hacer qué cosa?». Pero Mordecai no dijo nada más. Había muerto.

Yo hice el único comentario que se me ocurrió:

—Lo siento, mirza Ester.

—También yo. Pero así era él: un hombre que en el último parpadeo de su vida lamentaba algo que había picado alguna vez su curiosidad, y que él por desidia no había conseguido ver o tocar, algo que ya no podía tener.

—¿Era viajante Mordecai?

—No, era mercader de paños, y muy bueno. No viajó nunca más allá de Bagdad o de Basora. Y quién sabe lo que le hubiera gustado ser y hacer.

—Entonces creéis que murió desgraciado.

—Por lo menos insatisfecho. Ignoro de qué habló al morir, ¡pero cuánto me hubiese gustado que en vida hubiese podido ir donde quería y hacer lo que fuera!

Yo intenté sugerirle delicadamente que ahora esto ya no podía importarle.

Ella contestó con firmeza:

—Le importaba cuando podía importarle más. Cuando sabía que había perdido para siempre la oportunidad.

Yo le dije, para animarla un poco:

—Pero quizá si hubiese aprovechado la oportunidad, ahora vos lo sentiríais más. Quizá era algo… algo no muy recomendable. Me he dado cuenta de que en estos países abundan las tentaciones de pecado. Supongo que en todos los países. Yo mismo en una ocasión tuve que confesarme a un sacerdote por haberme dejado llevar demasiado libremente por mi curiosidad y…

—Confesaos, si es preciso, pero no abjuréis nunca de la curiosidad ni la ignoréis. Esto es lo que intentaba deciros. Si un hombre ha de tener una falta, que sea una falta apasionada, como la curiosidad insaciable. Sería una lástima condenarse por algo de poca monta.

—Confío en no condenarme, mirza Ester —dije piadosamente—, como también confío en que mirza Mordecai no se condenó. Quizá dejó perder esta oportunidad, sea lo que fuere, por pura virtud. Puesto que no podéis saberlo, no es necesario que lo lamentéis…

—No lloro por esto. No toqué este punto para soltar unas lágrimas.

Entonces me pregunté por qué lo había tocado. Y ella, como si contestara a mi silenciosa pregunta, dijo:

—Quería que lo supieras. Cuando os llegue el momento final de la muerte quizá hayáis perdido todos los impulsos, sentidos y facultades, pero sin embargo continuaréis poseyendo la pasión de la curiosidad. Es algo que incluso tienen los mercaderes de paños, que quizá tienen incluso los escribientes y otros hombres de oficios aburridos. Es evidente que un viajero la tiene. Y en estos momentos finales lamentaréis, como le sucedió a Mordecai, no lo que habéis hecho en vuestra vida, sino lo que no habéis hecho.

Mirza Ester —dije protestando—. Una persona no puede vivir siempre con el miedo de perderse algo. Sé, por ejemplo, que nunca seré Papa, ni sha de Persia, pero espero que este fallo no amargará mi vida. Ni mi hora final en el lecho de muerte.

—No me refiero a cosas inalcanzables. Mordecai murió lamentando algo que había estado a su alcance, dentro de sus posibilidades, al alcance de su mano, y que él dejó escapar. Imaginaos llorando por los espectáculos, las delicias y las experiencias de que habíais podido disfrutar, pero que os perdisteis, o imaginaos llorando sólo por una pequeña experiencia de éstas, y que lloráis demasiado tarde, cuando todo aquello es ya algo inalcanzable para siempre.

Intenté obedientemente imaginármelo. Y aunque yo era joven, y esta perspectiva tardaría en llegar, o así lo suponía, sentí un ligero escalofrío.

—Imaginaos que vais a la muerte —continuó ella implacablemente— sin haberlo probado todo en este mundo. Lo bueno, lo malo, incluso lo indiferente. Y sabiendo, en ese momento final, que nadie os privó de hacerlo sino vos mismo, por exceso de precaución, por una elección descuidada o por no haber sido capaz de seguir el impulso de vuestra curiosidad. Decidme, joven, ¿puede haber algo más doloroso al otro lado de la muerte? ¿Incluso la misma condenación?

Al cabo de un momento, cuando conseguí quitarme el escalofrío de encima, dije con toda la animación que pude:

—Bueno, quizá con la ayuda de los treinta y seis de que habéis hablado podré evitar tanto la privación en esta vida como la condena en la próxima.

Aleichem sholem —dijo, mientras golpeaba con la zapatilla otro escorpión.

No acabé de comprender si me deseaba la paz a mí o al escorpión.

La viuda se quedó recorriendo el huerto y levantando piedras, y yo, sin nada que hacer, entré en el establo por si alguno de los nuestros había regresado ya de su paseo por la ciudad. Había vuelto uno de ellos, pero no solo, y el espectáculo hizo que me parara en seco y lanzara un grito sofocado.

Allí estaba nuestro esclavo Narices con un forastero, uno de los magníficos jóvenes de Kashan. Quizá mi conversación con la criada Sitaré me había hecho temporalmente inmune al asco, porque no protesté violentamente ni me retiré de la escena. Me quedé mirando con indiferencia, como los camellos, que se limitaban a mover las patas, a rumiar y a mascar. Los dos hombres iban desnudos; el forastero estaba de cuatro patas en la paja y tenía a nuestro esclavo encorvado sobre su espalda como un camello en celo. Los lascivos sodomitas giraron sus cabezas en plena cópula cuando yo entré, pero se limitaron a sonreírme y continuaron con su indecencia.

La figura del joven era tan agradable de mirar como su cara. Pero el aspecto de Narices era repelente incluso vestido, como ya he dicho. Sólo puedo agregar ahora que su torso panzudo y sus nalgas cubiertas de granos y sus miembros zanquivanos totalmente expuestos formaban un cuadro tal que la mayoría de personas al verlo vomitaría su última comida. Me asombró que un ser tan repulsivo pudiera persuadir a alguien, ni siquiera a alguien un poco menos repulsivo que él, a interpretar el papel de al-mafa’ul mientras él hacía de al-fa’il.

El instrumento fa’il de Narices era invisible para mí, porque lo tenía metido donde lo tenía, pero el órgano del joven era visible debajo de su vientre, y estaba endurecido como un candelòto, lo cual me sorprendió un poco porque ni él ni Narices lo estaban manipulando en absoluto. Y todavía me pareció más sorprendente que al final, cuando él y Narices se pusieron a gemir y a retorcerse juntos, su candelòto lanzara un chorro de spruzzo sobre la paja del suelo sin que nadie lo tocara ni lo acariciara.

Cuando hubieron descansado y jadeado brevemente, Narices levantó su cuerpo brillante de sudor de la espalda del chico. Sin echarse encima ni una gota de agua del abrevadero de los camellos, sin siquiera coger algo de paja para limpiar su órgano extraordinariamente diminuto empezó a vestirse mientras tatareaba una alegre cancioncilla. El joven forastero también empezó a vestirse de modo más indolente y lento, como si disfrutara francamente exhibiendo su cuerpo desnudo en circunstancias tan vergonzosas.

Me apoyé en un pequeño tabique y dije a nuestro esclavo, como si hubiésemos pasado todo el rato charlando amistosamente:

—¿Sabes una cosa, Narices? Hay muchos pillos y bribones que protagonizan canciones y cuentos, personajes como Encolpios y Renart el Zorro. Viven una vida de alegre abandono, y lo consiguen gracias a su astuto ingenio, pero resulta que nunca cometen ningún crimen ni ningún pecado. Lo único que hacen son bromas y travesuras. Sólo roban a los ladrones, sus hazañas eróticas no son nunca sórdidas, beben y comen sin emborracharse nunca ni hacer el tonto, cuando manejan la espada sólo propinan leves cortes. Tienen un aire atractivo, ojos que guiñan alegres y una risa contagiosa, incluso en el patíbulo, porque no los llegan a colgar nunca. En todas sus aventuras, estos bribones aventureros son siempre encantadores y gallardos, inteligentes y divertidos. Estos cuentos te dan ganas de conocer a algún bribón valiente, atrevido y atractivo.

—Y vos acabasteis conociendo a uno —dijo Narices.

Guiñó sus porcinos ojos, sonrió para mostrar sus dientes rotos y adoptó una pose que sin duda creía gallarda.

—Acabé conociendo a uno —repliqué—. Y en ti no hay nada atractivo ni admirable. Si tú eres el bribón típico, todas las historias son mentira y un bribón es un cerdo. Eres una persona sucia de cuerpo y de hábitos, de aspecto y carácter repugnantes, de inclinaciones cloacales. Te mereces perfectamente aquel caldero de aceite hirviendo del cual conseguí librarte con demasiada indulgencia.

El guapo forastero se echó a reír roncamente al oír esto. Narices respiró con ruido y murmuró:

—Amo Marco, en mi calidad de devoto musulmán debo protestar por haberme comparado a un cerdo.

—Confío que también te resistirías a copular con una cerda —dije—. Pero lo dudo.

—Por favor, joven amo. Estoy cumpliendo devotamente el Ramazan, que prohíbe la relación sexual entre hombres y mujeres. Debo reconocer que incluso en los meses permisibles a veces me cuesta conseguir mujeres, sobre todo porque desfiguraron mi bello rostro con la desgracia de mi nariz.

—Vaya, no exageres —dije—. Siempre hay en algún lugar mujeres desesperadas dispuestas a todo. A lo largo de mi vida, he visto a una mujer esclava copular con un negro y a otra árabe copular con un mono de verdad.

Narices dijo altaneramente:

—Confío que no me imaginaréis capaz de condescender a tener relación con una mujer tan fea como yo. En cambio Yafar, este Yafar, es tan lindo como la mujer más bella.

Yo dije con un gruñido:

—Dile a este lindo desgraciado que acabe de vestirse rápidamente y que se vaya, de lo contrario lo daré de comida a los camellos.

El lindo desgraciado me miró furiosamente y luego dirigió una desarmadora mirada de súplica a Narices, quien me insultó inmediatamente con una pregunta impertinente.

—¿Os apetecería probarlo vos mismo, amo Marco? La experiencia podría ampliar vuestros horizontes mentales.

—¡Lo que voy a hacer es ampliar el agujero de tu nariz! —grité sacándome la daga del cinto—. Voy a abrirlo hasta que dé toda la vuelta a tu fea cabeza. ¿Cómo te atreves a hablar así a un amo? ¿Por quién me tomas?

—Os tomo por un joven al que le falta mucho por aprender —dijo—. Ahora sois un viajero, amo Marco, y antes de volver a casa habréis llegado mucho más lejos que ahora y habréis visto y experimentado muchas más cosas. Cuando volváis a casa os burlaréis, y con razón, de los hombres que llaman altas a las montañas y profundos a los pantanos sin haber escalado nunca una montaña ni sondeado un pantano, hombres que no se han aventurado nunca más allá de sus estrechas callejuelas, y de sus rutinas vulgares y de sus precavidos pasatiempos y de sus vidas pequeñas y encogidas.

—Quizá sí. Pero ¿qué tiene esto que ver con tu puta galineta?

—Hay otros viajes que pueden llevar a una persona más allá de lo corriente, amo Marco, no por la lejanía de la tierra sino por el mundo de los conocimientos. Considerad esto. Habéis insultado a este joven llamándole puta, cuando de hecho es lo único para lo cual le criaron y le educaron y lo único que le enseñaron a ser.

—Un sodomita, pues, si así lo prefieres: un estado pecaminoso para un cristiano, tanto el pecador como el pecado son aborrecibles.

—Sólo os pido, amo Polo, que hagáis un corto viaje por el mundo de este joven. —Antes de que yo pudiera protestar, dijo—: Yafar, cuéntale al extranjero tu educación.

Yafar, que tenía aún en las manos la prenda inferior, me miró inseguro y empezó a decir:

—Oh, joven mirza, reflejo de la luz de Alá…

—Deja esto —le dijo Narices—. Cuéntale únicamente cómo prepararon tu cuerpo para el trato sexual.

—Oh, bendición del mundo —empezó de nuevo Yafar—. Desde los primeros años que guardo memoria, siempre que dormía llevaba metido en mi abertura inferior un golulé, que es un instrumento fabricado de cerámica kaši, una especie de pequeño cono en punta. Después de finalizar mi aseo nocturno, me metían cada vez el golulé, bien engrasado con una droga que estimulaba el desarrollo de mi badam. Mi madre o mi niñera con el tiempo me lo iban metiendo más hondo, y cuando me cupo entero lo cambiaron por uno mayor. De este modo mi abertura fue ensanchándose, pero sin perjudicar el músculo de cierre que lo rodea.

—Gracias por la historia —le dije fríamente, y agregué dirigiéndome a Narices—: Tanto si nace como si se hace, un sodomita continúa siendo una abominación.

—Creo que la historia no ha concluido —dijo Narices—. Viajad un poco más lejos.

—Cuando tenía unos cinco o seis años —continuó Yafar—. Pude prescindir del golulé, y en su lugar animaron a mi hermano mayor, el siguiente en edad, a que hiciera uso de mí siempre que tuviera deseos de ello y el órgano erecto.

Adriò de vu! —exclamé con voz entrecortada, convirtiéndose mi asco en compasión—. ¡Qué infancia más horrible!

—Podía haber sido peor —dijo Narices—. Cuando un bandido o un mercader de esclavos captura a un niño, al que no han preparado con tanto cuidado, el capturador lo empala brutalmente con una estaca de tienda para que su abertura se adapte a su uso consiguiente. Pero esto destroza el músculo circundante, y el niño no puede luego contenerse nunca, y excreta de modo incontinente. Además, tampoco puede utilizar luego este músculo para proporcionar contracciones placenteras durante el acto. Continúa, Yafar.

—Cuando me hube acostumbrado a que me utilizara este hermano, el siguiente en edad y mejor equipado colaboró en mi posterior desarrollo. Y cuando mi badam estuvo ya maduro para empezar a disfrutar con el acto, entonces mi padre…

Adriò de vu! —exclamé de nuevo. Pero ahora la curiosidad superaba ya mi asco y compasión—. ¿Qué quiere decir esto de badam?

Yo no podía entender este detalle, porque la palabra badam significa almendra.

—¿No lo sabéis? —preguntó Narices sorprendido—. Vos tenéis una. Todos los varones tienen una. Lo llamamos almendra debido a su forma y tamaño, pero a veces los médicos lo llaman también el tercer testículo. Está situado detrás de los otros dos, no en la bolsa sino escondido dentro de la ingle. Un dedo o, ejem… cualquier otro objeto metido a suficiente profundidad en el ano se restriega contra esta almendra y la estimula y excita de modo agradable.

—¡Ah! —dije, entendiendo—. Por eso Yafar hace un momento largó un spruzzo sin recibir ninguna caricia ni provocación aparentes.

—Llamamos a esta corrida leche de almendra —dijo Narices remilgadamente. Luego añadió—: Algunas mujeres de talento y experiencia conocen la existencia de esta glándula masculina invisible. Cuando copulan con un hombre le hacen cosquillas de un modo u otro y cuando él eyacula la leche de almendra su placer aumenta deliciosamente.

Moví la cabeza admirado y dije:

—Tenías razón, Narices. Se pueden aprender nuevas cosas en los viajes. —Metí de nuevo la daga en su vaina—. Perdono tu descaro por lo menos en esta ocasión.

Él respondió con aire satisfecho:

—Un buen esclavo antepone la utilidad a la humildad. Y ahora, amo Marco, ¿quizá deseéis introducir vuestra otra arma en otra vaina? Mirad el magnífico artículo de Yafar…

Scaragòn! —grité—. Puedo tolerar en otros tales costumbres mientras esté en estas regiones, pero no participaré en ellas. Aunque la sodomía no fuera un vil pecado, preferiría el amor de las mujeres.

—¿Amor, señor? —repitió Narices, y Yafar se echó a reír bastamente como antes y uno de los camellos eructó—. Nadie hablaba de amor. El amor entre dos hombres es una cosa totalmente distinta, y creo que sólo nosotros, los guerreros musulmanes de corazón cálido, podemos conocer la más sublime de todas las emociones. Dudo que ningún cristiano de sangre fría que predica la paz sea capaz de este amor. No, mi amo, yo sugería simplemente un acto conveniente de descarga, desahogo y satisfacción. En un acto así, ¿qué diferencia hay entre un sexo y otro?

Yo solté un bufido como un camello arrogante.

—Para ti es fácil decirlo, esclavo, porque no te importa un animal u otro. En cuanto a mí, puedo afirmar con satisfacción que mientras haya mujeres en el mundo no desearé unirme a ningún hombre. Yo soy un hombre y conozco tanto mi propio cuerpo que el de otro varón no despierta en mí el más mínimo interés. Pero las mujeres… ¡ah, las mujeres! ¡Son magníficas: tan diferentes todas de mí y cada una tan exquisitamente diferente de las demás, que nunca podré valorarlas lo bastante!

—¿Valorarlas, señor? —preguntó Narices con un tono que parecía divertido.

—Sí. —Me detuve un momento y luego dije con la debida solemnidad—: En una ocasión maté a un hombre, Narices, pero no podría nunca matar a una mujer.

—Todavía sois joven.

—Vamos, Yafar —dije al forastero—. Acaba ya de vestirte y vete antes de que regresen mi padre y mi tío.

—Los vi llegar hace un momento, señor Marco —dijo Narices—. Entraron en la casa con la almauna Ester.

Así que yo también entré, y de nuevo la criada Sitaré me interceptó al abrir la puerta. Yo habría pasado de largo, pero ella me cogió del brazo y murmuró en mi oído:

—No habléis alto.

Yo dije, sin cuchichear:

—No tengo nada que hablar contigo.

—¡Chitón! El ama está en casa, y vuestro padre y vuestro tío están con ella. Procurad que no os oigan y contestadme. Mi hermano Aziz y yo hemos discutido vuestro tema y…

—Yo no soy un tema —la interrumpí con enojo—. No me gusta que me discutan.

—Oh, por favor, silencio. ¿Sabéis que pasado mañana es el Eid-al-Fitr?

—No. Ni siquiera sé qué es eso.

—Mañana, cuando se ponga el sol, finaliza el Ramazan. En este momento comienza el mes de Šawal, y su primer día es la Fiesta del Desayuno, cuando finalizan para los musulmanes la abstinencia y las restricciones. Mañana por la noche a cualquier hora vos y yo podemos hacer zina lícitamente.

—Excepto que tú eres virgen —le recordé—. Y que has de continuar siéndolo por el bien de tu hermano.

—Esto es lo que discutimos Aziz y yo. Tenemos que pediros un pequeño favor, mirza Marco. Estoy dispuesta; estoy dispuesta y tengo el permiso de mi hermano para hacer zina con vos. Desde luego, también podéis tenerle a él si os apetece.

—Tu oferta se me antoja un pago considerable por un favor pequeño —dije con recelo—. Y tu querido hermano tiene un espíritu realmente fraterno. Estoy muriéndome de impaciencia por conocer a este chulo y afectado bribón.

—Ya le conocéis. Es el mozo de la cocina, con pelo rojo oscuro como el mío, y…

—No le recuerdo.

Pero podía imaginármelo: el mellizo de Yafar, la pareja de Narices en el establo, un hombrachón musculoso y guapo, con el orificio de una mujer, la inteligencia de un camello y la moral de una zorra.

—Cuando digo un pequeño favor —continuó Sitaré— me refiero a un favor pequeño para mí y para Aziz. Para vos será un buen favor, porque os aprovecharéis de él. De hecho ganaréis dinero.

Tenía allí, delante mío, a una muchacha bonita, de cabello castaño, que se me ofrecía ella, me ofrecía su virginidad y además me prometía un beneficio monetario, y si me apetecía podía incluir en el trato a su hermano que era aún más guapo. Como es natural recordé inmediatamente la frase que había oído varias veces: «la sed de sangre de la belleza». Y naturalmente la situación me alertó, pero no tanto que rechazara de plano el ofrecimiento sin antes enterarme de más cosas.

—Continúa —le dije.

—Ahora no. Ahí viene vuestro tío. ¡Silencio!

—Bueno, bueno —dijo con voz estentórea tío Mafio, acercándose a nosotros desde el interior oscuro de la casa—. ¿Juntando fiame, no?

Y su negra barba se abrió con una sonrisa brillante y blanca mientras pasaba entre nosotros y se iba por la puerta del establo.

La frase jugaba con la palabra fiame, porque en Venecia «llamas» puede significar además de fuego personas pelirrojas y amantes en secreto. Supuse que mi tío quería tomarme el pelo refiriéndose jocosamente con la frase a un devaneo entre chico y chica.

Cuando no pudo oírnos, Sitaré me dijo:

—Mañana. En la puerta de la cocina, por donde entrasteis antes. A esta misma hora.

Y luego desapareció dirigiéndose hacia algún aposento posterior de la casa.

Yo me fui hacia la parte delantera, y entré en la habitación de donde procedían las voces de mi padre y de la viuda Ester. Cuando yo entraba, él decía en un tono sordo y serio:

—Sé que os lo ha inspirado vuestro buen corazón. Pero me hubiera gustado que me lo hubieseis pedido primero a mí, y a mí solo.

Luego se dieron cuenta de mi presencia, y cambiaron repentinamente el tema del que habían estado discutiendo en privado.

—Sí, no me arrepiento de habernos detenido aquí estos días —dijo mi padre—. Necesitamos varios artículos que durante este mes sagrado no hubiéramos podido encontrar en el bazar. Mañana, cuando finalice el mes, los compraremos; el camello herido estará ya curado y podremos partir al día siguiente. No sabemos cómo agradeceros la hospitalidad que habéis demostrado durante nuestra estancia.

—Esto me recuerda —dijo ella— que vuestra cena está casi a punto. Os la traeré a vuestros aposentos lo más pronto posible.

Mi padre y yo fuimos juntos al henil, donde encontramos a tío Mafio repasando las páginas de nuestro Kitab. Levantó la vista y dijo:

—Nos costará alcanzar nuestro próximo destino, Mashhad. El camino cruza el desierto por su parte más ancha. Quedaremos resecos y encogidos como un bacalao. —Hizo una pausa para rascarse vigorosamente la parte inferior de su codo izquierdo—. Me ha picado algún maldito bicho, y me escuece la herida.

—La viuda me ha contado que esta ciudad está infestada de escorpiones —comenté yo.

Mi tío me dirigió una mirada despreciativa.

—Si alguna vez te pica uno, asenazzo, sabrás que los escorpiones no pican. No, era una mosquita de forma perfectamente triangular, y tan pequeña que apenas puedo creer el terrible escozor que ha dejado.

La viuda Ester cruzó varias veces el patio llevando los platos de nuestra cena, y los tres comimos sin levantar la mirada del Kitab. Narices comió solo en el establo, debajo, entre los camellos, pero comió de modo casi tan audible como un camello. Intenté no fijarme en sus ruidos y concentrar mi atención en los mapas.

—Tienes razón, Mafio —dijo mi padre—. Tenemos que cruzar la parte más ancha del desierto. Que Dios nos ayude.

—De todos modos es una ruta fácil. Mashhad está un poco al noreste de aquí. En esta estación nos bastará con apuntar cada mañana a la salida del sol.

—Y yo —añadí— verificaré frecuentemente nuestra ruta con el kamàl.

—Veo —dijo mi padre— que al-Idrisi no indica ningún pozo ni oasis ni caravasar en este desierto.

—Algo de esto debe de haber. Al fin y al cabo ésta es una ruta comercial. Mashhad es, como Bagdad, una etapa importante en la Ruta de la Seda.

—Y una ciudad tan grande como Kashan, según me dijo la viuda. Y además, está en las montañas frías, a Dios gracias.

—Las montañas realmente frías vienen después de Kashan. Probablemente tendremos que detenernos en algún lugar para invernar.

—Bueno, no podemos aspirar a recorrer el mundo siempre viento en popa.

—Y hasta llegar a Kashgar, en el mismo Kitai, no pasaremos por ningún territorio conocido ni para ti, Nico, ni para mí.

—Lo que está lejos de los ojos, Mafio, está lejos del corazón, y los males del día ya bastan, etcétera. De momento no hagamos planes para después de Mashhad ni nos preocupemos de nada.

3

Pasamos la mayor parte del día siguiente, el último del Ramazan, holgazaneando en la finca de la viuda. Creo que no he dicho todavía que en los países musulmanes el inicio del día no se cuenta a partir del alba, como sería de esperar, ni a partir de medianoche, como en los países civilizados, sino a partir de la puesta del sol. En todo caso en lugar de perder el tiempo en el bazar de Kashan, era mejor esperar, como había indicado mi padre, a que estuviera otra vez bien surtido. Lo único en que ocuparse de momento era dar de comer y de beber a los camellos y sacar a paletadas sus excrementos del establo. Como es lógico, Narices se encargó de esto, y por indicación de la viuda esparció el estiércol por el huerto. De vez en cuando yo, mi padre o mi tío salíamos para dar un paseo por las calles. Y lo propio hacía Narices cuando quedaba libre de su trabajo, y estoy seguro de que en cada salida consiguió consumar otras relaciones indecentes de las suyas.

Cuando salí a pasear por la ciudad, a última hora de la tarde, vi a un grupo de personas reunidas en un rincón, en la confluencia de dos calles. La mayoría eran jóvenes, varones de buen aspecto y hembras indeterminadas. Pensé primero que se dedicaban a la ocupación favorita de Oriente, que es quedarse en un lugar, mirar y rascarse la ingle, pero oí una voz monótona que procedía del centro del grupo. Me detuve y me uní al público, y me fui introduciendo gradualmente entre ellos hasta que pude ver el objeto de su atención.

Era un anciano sentado en el suelo con las piernas cruzadas: era un Sa’ir, o poeta, y entretenía a la gente contándoles una historia. De vez en cuando, por lo visto cuando decía una frase especialmente poética o feliz, uno de los espectadores dejaba caer una moneda en el cuenco que el viejo tenía junto a él en el suelo. Mi dominio del farsi no era suficiente para apreciar estos matices, pero me bastaba para seguir el hilo de la historia, y ésta era interesante, así que me quedé allí y escuché. El sa’ir estaba contando cómo nacen los sueños.

En el principio, dijo, entre todos los espíritus que existen, los yinn, los afarit, los peri y otros, había un espíritu llamado Sueño. El Sueño tenía y tiene a su cargo el estado en que se sumergen los seres vivos cuando duermen. Resulta que el Sueño había engendrado un enjambre de hijos, llamados Ensueños, pero en aquel tiempo tan remoto ni el Sueño ni sus hijos se habían imaginado que los Ensueños pudiesen meterse de noche en la cabeza de los hombres. Un buen día, cuando el buen espíritu del Sueño no tenía mucho quehacer, decidió llevarse de vacaciones a la playa a todos sus niños y niñas. Allí los dejó subir a una barquita que encontraron y se los quedó mirando cariñosamente mientras remaban por el mar.

Por desgracia, dijo el viejo poeta, el espíritu Sueño había hecho anteriormente algo que había ofendido a un poderoso espíritu llamado Tormenta, y la Tormenta estaba esperando el momento oportuno para vengarse. Cuando los pequeños hijos del Sueño se hubieron aventurado en el mar, la maligna Tormenta azotó el agua con una furia salvaje, hizo soplar un fuerte viento, y arrastró la frágil barca por todo el océano hasta que chocó contra los arrecifes rocosos de una isla desierta llamada Aburrimiento y naufragó.

Desde aquel día, dijo el sa’ir, todos los niños y niñas del Sueño quedaron abandonados en aquella triste isla.

Y ya sabéis —dijo— lo nerviosos que se ponen los niños cuando han de vivir inactivos en el Aburrimiento. De día los pobres Ensueños han de soportar este monótono exilio lejos del mundo de los vivos. Pero cada noche, al-hamdo-lillah!, el espíritu Tormenta pierde su poder, porque el espíritu Luna, más bueno, es el responsable de la noche. Gracias a ella los hijos del Sueño pueden escapar fácilmente unas horas del Aburrimiento. Y esto es lo que hacen. Abandonan la isla, recorren el mundo y se entretienen entrando en la cabeza de los hombres y mujeres que duermen. A esto se debe —prosiguió el sa’ir— que de noche cualquier durmiente pueda divertirse gracias a un ensueño, o ser instruido, avisado o asustado por él, según que el Ensueño de aquella noche concreta sea un Ensueño niño benéfico o un Ensueño niño juguetón, y según que aquella noche el Ensueño correspondiente esté de buen o de mal humor.

Todos los oyentes expresaron ruidosamente su satisfacción cuando el cuento hubo concluido y dejaron caer una generosa lluvia de monedas en el cuenco del viejo. Yo tiré un šahi de cobre, porque la historia me había divertido, y no me pareció increíble, como muchos otros mitos orientales más tontos. Me pareció muy lógica la idea del poeta de que existen innumerables niños Ensueño de ambos sexos con temperamentos volubles y ganas de entrometerse en todo. Ésta idea podría incluso sugerir una explicación aceptable de algunos fenómenos que ocurren con frecuencia en Occidente, bien atestiguados, pero no explicados hasta ahora. Me refiero a las temidas visitas nocturnas del íncubo que seduce a mujeres castas y del súcubo que seduce a curas castos.

Cuando la puesta del sol señaló el fin del Ramazan, fui a la puerta trasera de la casa de la viuda Ester, y Sitaré me hizo entrar en la cocina. Ella y yo éramos sus únicos ocupantes, y ella manifestaba su estado de excitación apenas reprimido: sus ojos despedían destellos y sus manos no paraban de moverse. Seguramente se había vestido con su mejor ropa, se había puesto al-kohl alrededor de las pestañas y zumo de cerezas en los labios, pero el arrebol de sus mejillas no había salido de ningún frasco de cosméticos.

—Llevas el vestido de la fiesta —le dije.

—Sí, pero también lo llevo para daros gusto. No voy a fingir nada, mirza Marco. Dije que me gustaba saber que yo era el objeto de vuestro ardor, y es verdad. Mirad, he puesto un jergón en aquel rincón. Y he comprobado que el ama y los demás criados van a estar ocupados en otros lugares y que nadie nos interrumpirá. Estoy francamente deseando que nuestra…

—Un momento —dije, pero sin mucha fuerza—. No he aceptado ningún trato. Tu belleza haría la boca agua a cualquier hombre, y lo estoy comprobando yo mismo, pero primero debo saber. ¿Cuál es el favor a cambio del cual estás dispuesta a entregarte?

—Tened paciencia un momento y luego os lo contaré. Me gustaría que contestarais primero a un acertijo.

—¿Es ésta otra costumbre del lugar?

—Sentaos en este banco. Poned las manos a los lados y agarrad el banco para no caer en la tentación de tocarme. Ahora cerrad los ojos. Fuerte. Y mantenedlos cerrados hasta que yo os lo diga.

Me encogí de hombros, hice lo que me había mandado y sentí que se movía un momento por la habitación. Luego me besó en los labios, de un modo tímido, inexperto y femenino, pero muy delicioso, y durante mucho rato. Me excité tanto que casi me mareé. Si no me hubiese agarrado al banco me habría tambaleado de un lado a otro. Esperé que dijera algo. En lugar de esto me besó de nuevo, como si la práctica le diera más placer, y lo hizo durante más tiempo. Hubo otra pausa y yo esperé otro beso, pero ella dijo:

—Abrid los ojos.

Los abrí y sonreí. Estaba de pie delante mío y el rubor de sus mejillas cubría ahora todo su rostro, y sus ojos brillaban y sus labios de rosa reían.

—¿Pudisteis distinguir un beso de otro? —me preguntó.

—¿Distinguirlos? Claro que no —dije galantemente. Luego agregué en el estilo de un poeta persa, o eso creía yo—: ¿Cómo puede un hombre decir de dos perfumes igualmente dulces o de dos fragancias igualmente embriagadoras, que uno es mejor que el otro? Sólo quiere más. ¡Y yo quiero más, más!

—Pues más besos tendréis. ¿Pero de mí? Fui yo quien os besó primero. ¿O los queréis de Aziz, que os besó después?

Al oír esto me tambaleé sobre mi banco. Entonces ella alargó la mano detrás suyo y lo sacó a la vista, y la conmoción que sentí fue todavía más fuerte.

—¡Sólo es un niño!

—Es mi hermano pequeño Aziz.

No era de extrañar que no le hubiese distinguido entre los criados de la casa. Sólo podía tener ocho o nueve años, y era pequeño incluso para su edad. Pero después de verlo una vez era difícil olvidar su presencia. Como todos los niños de la localidad que había visto, Aziz era un cupido alejandrino, pero su belleza superaba incluso el nivel de Kashan, del mismo modo que su hermana era superior a todas las demás chicas de Kashan que había visto «íncubo o súcubo», pensé locamente.

Yo estaba todavía sentado en aquel banco bajo y mis ojos y los suyos estaban al mismo nivel. Sus ojos azules eran claros y solemnes, y en su pequeña cara parecían mayores y más luminosos que los de su hermana. Su boca era como un capullo de rosa, idéntica a la de su hermana. Su cuerpo estaba perfectamente formado, hasta sus pequeños y ahusados dedos. Su cabello tenía el mismo color castaño oscuro que el de Sitaré, y su piel era del mismo marfil. La belleza del niño estaba realzada por una aplicación de al-kohl alrededor de las pestañas y de zumo de cerezas sobre los labios. A mi parecer estas adiciones eran innecesarias, pero antes de que pudiera decirlo, Sitaré habló:

—Cuando no estoy atendiendo a la señora me permiten llevar cosméticos —dijo rápidamente como avanzándose a mis objeciones— y me gusta que Aziz lleve mis mismos adornos.

Anticipándose de nuevo a mi comentario, añadió:

—Mirad, quiero enseñaros algo, mirza Marco. —Con un movimiento torpe y apresurado desabrochó la blusa que llevaba su hermano y se la quitó—. Es un chico y como es natural no tiene pechos, pero contemplad estos pezones tan prominentes y delicados.

Yo los miré asombrado porque estaban teñidos de rojo brillante con hinna. Sitaré dijo:

—¿No son muy semejantes a los míos? —Mis ojos se abrieron todavía más porque ella con un movimiento se quitó la parte superior de su vestidura y me mostró sus pechos con pezones pintados de hinna para que los comparara—. ¿Lo veis? Los suyos se excitan y se ponen tiesos como los míos.

Sitaré continuó charlando, pero yo ya era incapaz de interrumpirla.

—Además, Aziz es un chico y como es lógico tiene algo que a mí me falta. —Deshizo el cordón de su pai-yamah y dejó caer la prenda al suelo, arrodillándose luego a su lado—. ¿No es un perfecto zab en miniatura? Y observad, cuando lo acaricio. Igual que el de un hombrecito. Ahora mirad esto.

Hizo dar la vuelta al niño y con las manos separó sus rosadas nalgas con hoyuelos.

—Nuestra madre fue siempre muy estricta en el uso del golulé; cuando ella murió yo también lo fui, y ya podéis observar el magnífico resultado. —Con otro movimiento rápido y sin ninguna timidez de muchacha dejó caer al suelo su propio pai-yamah. Se dio la vuelta y se agachó ante mí para que pudiera observar la parte inferior de su cuerpo que no estaba velada por pelusa rojiza—. El mío está situado dos o tres dedos más hacia adelante, pero ¿podríais realmente distinguir entre mi mihrab y su…?

—¡Basta ya! —conseguí decir finalmente—. ¿Estás proponiéndome que peque con este niño?

No lo negó, pero el niño sí. Aziz se volvió de cara a mí y habló por primera vez. Su voz era como la vocecita musical de un pájaro cantor, pero firme:

—No, mirza Marco. Mi hermana no insiste, ni yo tampoco. ¿Creéis realmente que yo tendría necesidad de esto?

Desconcertado por la pregunta directa, tuve que admitir:

—No. —Pero luego volví a mis principios cristianos y le dije con tono acusador—: Exhibirse es tan reprensible como importunar. Cuando yo tenía tu edad, muchacho, apenas sabía la función normal de mis partes. Dios sabe que nunca las habría expuesto de modo tan consciente, malvado y… vulnerable. ¡Con sólo estar aquí frente a mí, de esta manera, ya eres un pecado!

Aziz puso una cara ofendida, como si le hubiese abofeteado, y arrugó sus delicadas cejas con una expresión de perplejidad.

—Todavía soy muy joven, mirza Marco, y quizá sea ignorante, porque nadie me ha enseñado aún a ser un pecador. Sólo me han enseñado a ser al-fa’il o al-mafa’ul, según lo exija la ocasión.

Yo suspiré. Por desgracia estaba olvidando de nuevo las costumbres locales. Así que por un momento dejé de lado mis principios en favor de la sinceridad y dije:

—Probablemente tanto actuando de activo como de pasivo podrías conseguir que un hombre olvidara que esto es un pecado. Y si para ti no lo es entonces te pido perdón por haberte acusado injustamente.

Me dirigió una sonrisa tan radiante que todo su cuerpecito desnudo pareció brillar en la habitación, donde empezaba ya a oscurecer.

Luego dije:

—Te pido perdón también, Aziz, por haber pensado otras cosas injustas sobre ti sin haberte conocido. Sin duda alguna eres el niño más bello y fascinador que haya visto nunca, de cualquier sexo, y más atractivo que muchas de las mujeres adultas que he visto. Eres como uno de los niños Ensueño protagonistas de una historia que oí hace poco. Incluso serías una tentación para un cristiano, si tu hermana no estuviera presente. Debes comprender que ante el deseo que ella despierta, a ti te corresponde el segundo lugar.

—Lo entiendo —dijo el niño sonriendo todavía—. Y estoy de acuerdo.

Sitaré, que era también una figura de alabastro brillando en la penumbra, me miró con cierto asombro y respiró a fondo como si no pudiese creerlo.

—¿Todavía me deseáis?

—Te deseo mucho. Tanto, que ahora mismo estoy rogando para que esté en mi poder hacer el favor que me pidas.

—Oh, es lo siguiente. —Recogió la ropa que se había quitado y la apretó en un montón contra su cuerpo para que su desnudez no me distrajera—. Os pedimos únicamente que os llevéis a Aziz en vuestra caravana y sólo hasta Mashhad.

Yo parpadeé perplejo y pregunté:

—¿Por qué?

—Tú mismo has dicho que no has visto nunca un niño más bello y atractivo. Y Mashhad es un lugar donde convergen muchas rutas comerciales, un lugar de numerosas oportunidades.

—Yo no tengo muchas ganas de ir —dijo Aziz. Su desnudez también me distraía, por lo que cogí su ropa y se la di para que se tapara con ella—. No quiero dejar a mi hermana, que es toda la familia que me queda. Pero ella me ha convencido de que lo mejor que puedo hacer es irme.

—Aquí, en Kashan —continuó diciendo Sitaré—, Aziz es sólo uno de los incontables niños guapos que compiten entre sí para llamar la atención de cualquier proveedor de anderun que pase por el lugar. Él puede esperar a lo más que le escoja uno de ellos y lo envíe como concubino de algún noble, quien quizá resulte una persona mala y viciosa. Pero en Mashhad podríais presentarlo a alguno de los ricos mercaderes viajantes, para que lo apreciara debidamente y lo comprara. Puede empezar viviendo como concubino de ese hombre, pero tendrá oportunidad de viajar, y con el tiempo podría aprender la profesión de su amo, progresar y llegar a ser algo mejor que un simple objeto de juego encerrado en un anderun.

Tenía yo la mente tan ocupada con la idea de jugar que hubiese preferido dejar de hablar y pasar a hacer otras cosas. Sin embargo también en aquel momento me estaba dando cuenta de una verdad que, según creo, no aprecian muchos viajeros.

Vagamos por el mundo, nos detenemos brevemente en esa o aquella población, y para nosotros cada una de ellas no es más que un destello de vagas impresiones en una larga serie de destellos semejantes y que se olvidan. Las personas que lo habitan sólo son figuras oscuras que destacan momentáneamente en las nubes de polvo del camino. Los viajeros solemos tener un destino y un objetivo al cual dirigirnos, y cada etapa por el camino no es más que un hito en nuestro avance. Pero en realidad la gente de cada lugar tenía una existencia antes de que nosotros llegáramos, y continuará teniéndola después de partir nosotros, y esta gente tiene sus propias preocupaciones, esperanzas, penas, ambiciones y planes, y su importancia para ellos es tanta que a veces valdría la pena que nosotros las notáramos al pasar. Entonces podríamos aprender hechos interesantes, o disfrutar con risa alegre, o vivir un dulce recuerdo digno de ser atesorado, o incluso a veces mejorarnos a nosotros mismos. Presté, pues, oído a las palabras tristes y a los rostros encendidos de Sitaré y de Aziz mientras hablaban de sus planes, de sus ambiciones y de sus esperanzas. Y desde entonces en todos mis viajes siempre he intentado ver los lugares por donde he pasado en su totalidad, por pequeños que fueran, y he procurado considerar a sus habitantes más humildes con una mirada poco apresurada.

—Sólo pedimos —dijo la chica— que os llevéis a Aziz hasta Mashhad, y que allí busquéis a algún mercader de caravanas pudiente, de naturaleza bondadosa y otras cualidades…

—Alguien como vos, mirza Marco —sugirió el niño.

—… y que le vendáis a Aziz.

—¿Vender a tu hermano? —exclamé.

—No podéis llevar hasta allí, y abandonar sin más, a un niño pequeño en una ciudad extraña. Nos gustaría que lo dejarais manos del mejor amo posible. Y como ya os dije la transacción os proporcionará un beneficio. Para compensar las molestias de transportarlo y el esfuerzo de encontrar al comprador que le convenga, podéis quedaros con todo el dinero que saquéis por él. Será una buena cantidad por un niño tan valioso. ¿Os parece justo el trato?

—Más que justo —dije—. Quizá convenza a mi padre y a mi tío, pero no puedo prometer nada. Al fin y al cabo sólo soy uno entre tres. Tengo que presentarles la propuesta.

—Esto bastará —dijo Sitaré—. Nuestra ama ha hablado ya con los dos. La mirza Ester también desea que el joven Aziz tenga mejores perspectivas en la vida. Creo que vuestro padre y vuestro tío están ya considerando el tema. O sea que si a vos os gusta llevaros a Aziz vuestra opinión podría tener mucho peso.

—Probablemente la palabra de la viuda tiene más peso que la mía —dije sin mentir—. En tal caso, Sitaré, ¿por qué estabas dispuesta a… —con un gesto indiqué su estado de desnudez—, a llegar a tal extremo para halagarme y convencerme?

—Bueno… —dijo sonriendo. Apartó la ropa que tenía en la mano para que pudiera contemplar sin estorbos su cuerpo—. Esperaba que seríais muy agradable…

Dije también sin mentir:

—En todo caso lo sería. Pero debes tener en cuenta otros aspectos. En primer lugar debemos atravesar un desierto peligroso e incómodo. No es lugar adecuado para ninguna persona y menos para un niño. Como todo el mundo sabe el demonio Satán es más evidente y más poderoso en los desiertos deshabitados. Los santos cristianos van al desierto simplemente para poner a prueba la fuerza de su fe, y me refiero con esto a los cristianos más sublimes y devotos, como san Antonio. Los mortales que no son asnos corren grave peligro en un desierto.

—Quizá sí, pero igualmente van —dijo el joven Aziz, que no se asustaba al parecer ante aquella perspectiva—. Y puesto que yo no soy cristiano, quizá corra menos peligro. Tal vez sirva de alguna protección para todos vosotros.

—Hay otro miembro de la expedición que no es cristiano —dije agriamente—. Y esto es algo que también debería tener en cuenta. Nuestro camellero es un animal, que se une y copula con los animales más viles. Tentar su naturaleza bestial con un niñito deseable y accesible es…

—¡Ah! —dijo Sitaré—. Ésta debió de ser la objeción que planteó vuestro padre. Sabía que la señora estaba preocupada por algo. En este caso Aziz ha de prometer que evitará al animal y vos debéis prometer que vigilaréis a Aziz.

—Estaré siempre a vuestro lado, mirza Marco —declaró el niño—. De día y de noche.

—Quizá, según vuestros principios, Aziz no sea un niño casto —agregó su hermana—. Pero tampoco es promiscuo. Mientras esté con vos sólo será vuestro y no levantará su zab ni sus nalgas ni siquiera sus ojos a otro hombre.

—Sólo seré vuestro, mirza Marco —afirmó Aziz, con un tono que podría haber sido de encantadora inocencia si no hubiese apartado la ropa que tenía en la mano para que yo lo contemplara a placer como había hecho Sitaré.

—¡No, no, no! —exclamé con una cierta agitación—. Aziz, debes prometer que no nos tentarás a ninguno de nosotros. Nuestro esclavo es sólo un animal, pero los otros tres somos cristianos. Debes mantenerte totalmente casto desde aquí hasta Mashhad.

—Si así lo deseáis —dijo con tono alicaído—. Lo juro por las barbas del profeta (que la paz y la bendición sean con él).

Pregunté a Sitaré con escepticismo:

—¿Tiene valor este juramento pronunciado por un niño barbilampiño?

—Desde luego que sí —respondió mirándome con desdén—. Éste terrible viaje por el desierto no será muy divertido. A vosotros los cristianos os debe de dar algún placer mórbido negar el placer. Pero no importa. Aziz, puedes vestirte de nuevo.

—Tú también Sitaré —dije, y si su Aziz pareció alicaído, ella me miró estupefacta—. Te aseguro, preciosa muchacha, que lo digo de muy mala gana, pero con la mejor voluntad del mundo.

—No lo entiendo. Si estáis dispuesto a asumir la responsabilidad de mi hermano, mi virginidad no cuenta nada comparada con su progreso personal. Por lo tanto os la entrego, y lo hago agradecida.

—Y yo con todo mi agradecimiento declino tomarla. Por un motivo que sin duda tú comprendes, Sitaré. Porque ¿qué será de ti cuando tu hermano se vaya?

—¿Y esto qué importa? Sólo soy una mujer.

—Pero una mujer bellísima. Por lo tanto, una vez colocado Aziz, puedes ofrecerte a ti misma para conseguir una buena posición. Un buen matrimonio, un concubinato o lo que puedas conseguir. Pero sé que una mujer no puede llegar a mucho si no es virgen e intacta. Por lo tanto voy a dejarte así.

Ella y Aziz se me quedaron mirando, y el niño murmuró:

—Verdaderamente los cristianos están divané.

—Algunos, desde luego. Algunos intentan comportarse como debe hacerlo un cristiano.

Sitaré me miró con mirada más dulce y dijo con una voz más suave:

—Quizá lo consiguen unos cuantos. —Pero de nuevo apartó provocativamente la ropa que tapaba su bello cuerpo—. ¿Estáis seguro de que renunciáis? ¿Es firme vuestra bondadosa decisión?

Me puse a reír trémulamente.

—No es en absoluto firme, y lo mejor será que me dejes salir rápidamente de aquí. Voy a consultar con mi padre y con mi tío si nos llevamos a Aziz con nosotros.

La consulta no fue muy larga porque en aquel mismo instante estaban en el establo hablando sobre aquel tema.

—Es decir, que Marco también está a favor de que nos llevemos al niño —dijo tío Mafio a mi padre—. Con esto tenemos dos votos afirmativos contra un voto indeciso.

Mi padre frunció el ceño y enredó sus dedos en su barba.

—Haremos una buena obra —intervine yo.

—¿Cómo podemos negarnos a hacer una buena obra? —preguntó mi tío.

Mi padre gruñó un antiguo proverbio:

—Santa Caridad ha muerto y su hija la Clemencia está enferma.

Mi tío replicó con otro refrán:

—Deja de creer en los santos y ellos dejarán de hacer milagros.

Luego quedaron mirándose el uno al otro, callados, sin encontrar una salida, hasta que yo me atreví a hablar.

—He advertido ya al niño sobre la probabilidad de que le molesten. —Los dos dirigieron su mirada hacia mí con aire sorprendido—. Ya sabéis —agregué incómodo— las tendencias malignas de Narices.

—Ya, claro —dijo mi padre—. De esto se trata.

Me alegré de que el tema no le preocupara excesivamente, porque no quería ser yo quien le contara la indecencia más reciente de Narices, que podría costar al esclavo una paliza propinada con retraso.

—Le hice prometer a Aziz —dije— que rechazaría cualquier proposición sospechosa. Y he prometido vigilarle. En cuanto al transporte, el camello del equipaje no está muy cargado, y el niño pesa muy poco. Su hermana propuso que nos quedáramos con el dinero que sacaríamos vendiéndolo. Pero creo que deberíamos limitarnos a restar de la suma el coste de su mantenimiento, y dejar que el niño se quede con el resto. Como una especie de herencia para empezar una nueva vida.

—Eso es —dijo tío Mafio rascándose de nuevo el codo—. El chaval tiene una montura para cabalgar y un guardián que le protegerá. Está pagando su transporte hasta Mashhad y además se ganará una dote. No creo que puedan hacerse más objeciones.

—Si lo tomas tú, Marco, quedará bajo tu responsabilidad —dijo mi padre solemnemente—. ¿Garantizas que no le pasará nada al niño?

—Sí, padre —respondí, y puse mi mano de modo significativo sobre mi cuchillo de cinto—. Cualquiera que intente hacerle daño tendrá que pasar antes por mí.

—Ya lo oyes, Mafio.

Me di cuenta de que debía de estar formulando un voto importante, porque mi padre ordenaba a mi tío que fuera testigo.

—Lo oigo, Nico.

Mi padre suspiró, nos miró a los dos alternativamente, mesó un rato más su barba y finalmente dijo:

—En este caso que venga con nosotros. Ve a comunicárselo, Marco, y di a su hermana y a la viuda Ester que preparen el equipaje de Aziz.

De este modo Sitaré y yo aprovechamos la oportunidad para disfrutar de un agitado intercambio de besos y de caricias, y lo último que ella me dijo fue:

—No te olvidaré, mirza Marco. No me olvidaré de ti, ni olvidaré tu bondad para con nosotros, ni tu consideración hacia mi futuro destino. Me gustaría muchísimo premiarte, y con aquello a lo que tú renunciaste tan galantemente. Si vuelves a pasar por este lugar…

4

Nos dijeron que cruzaríamos el Dasht-e-Kavir en la mejor época del año. No me gustaría tener que atravesarlo en la peor. Lo hicimos a fines de otoño, cuando el sol ya no calentaba infernalmente, pero aquella travesía incluso sin incidentes no es en absoluto un viaje de placer. Hasta entonces había imaginado que un largo viaje por mar era el tipo de viaje más invariable, aburrido, interminable y monótono, por lo menos si una tormenta no lo convertía en una experiencia terrible. Pero un viaje por el desierto es todo lo anterior y además significa pasar sed, rascarse, restregarse, tener el cuello áspero, rasparse, quemarse. La lista de terribles verbos podría continuar indefinidamente, y continúa como un cántico de maldiciones, sin abandonar la mente del viajero del desierto, que avanza penosa e interminablemente de un horizonte sin accidentes, a través de una superficie plana, hacia una línea lejana y también sin accidentes que retrocede continuamente delante de él.

Cuando salimos de Kashan íbamos de nuevo vestidos para un viaje duro. Ya no llevábamos en la cabeza el bello turbante persa ni las vestiduras suntuosamente bordadas. Íbamos otra vez envueltos con el tocado de los árabes, la kaffiyah, que colgaba sin apretar de nuestras cabezas, y llevábamos las capas aba, ese traje menos bonito pero más práctico que no se pega al cuerpo sino que se hincha libremente permitiendo que el calor y el sudor del cuerpo se disipen y que no deja que se formen pliegues donde pueda acumularse la arena que levanta el viento. Nuestros camellos llevaban colgando por todas partes odres de cuero con buena agua de Kashan y sacos llenos de cordero seco y frutos y el quebradizo pan local. (Tuvimos que esperar a que el bazar se aprovisionara de nuevo después del Ramazan para poder comprar estos alimentos). También habíamos comprado en Kashan nuevos artículos para el viaje: palos lisos y redondos y trozos de tela ligera con las costuras cosidas formando vainas. Al meter los palos dentro de éstas podíamos transformar rápidamente las telas en tiendas, cada una de un tamaño suficiente para acomodar bien a una persona o en caso de necesidad para acomodar a dos en una intimidad bastante menos confortable.

Antes de salir de Kashan advertí a Aziz que no se dejara tentar nunca por Narices dentro de una tienda o en cualquier lugar que nosotros pudiéramos alcanzar con la vista. En efecto, Narices al ver por primera vez al hiño con nosotros había abierto sus porcinos ojos hasta darles una dimensión casi humana y había dilatado la única ventana de su nariz como si oliera la presa. También aquel primer día Aziz estuvo brevemente desnudo en nuestra compañía y Narices se quedó mirándolo ávidamente, mientras yo ayudaba al niño a quitarse la ropa persa con la que su hermana le había vestido y le enseñaba a ponerse la kaffiyah árabe y el aba. Tuve, pues, que dirigir una severa advertencia a Narices y acaricié significativamente el cuchillo de mi cinto mientras le sermoneaba, y él por su parte hizo promesas insinceras de obedecer y portarse bien.

Yo no habría confiado nunca en las promesas de Narices, pero resultó que ni siquiera intentó molestar nunca al niño. Hacía apenas unos días que nos habíamos adentrado en el desierto cuando Narices empezó a sufrir alguna dolorosa y sensible enfermedad en sus partes inferiores. Si, como yo sospechaba, el criado había herido deliberadamente a uno de los camellos para que paráramos en Kashan, otro de los animales se estaba vengando ahora de él. Cada vez que el camello de Narices daba un paso en falso y le sacudía, Narices lanzaba un grito de dolor. Pronto puso en su silla todas las prendas blandas que pudo encontrar en nuestro equipaje. Pero luego cada vez que se apartaba del fuego del campamento para orinar, le oíamos gemir, debatirse y blasfemar con vehemencia.

—Sin duda uno de los chicos de Kashan le ha pegado el scolamento —dijo tío Mafio mofándose—. Le está bien empleado, por falta de virtud… y de discriminación.

Yo ni en aquel entonces ni más tarde sufrí nunca esta afección, pero de ello doy las gracias más a mi buena fortuna que a mi virtud o a mi discriminación. Sin embargo, habría mostrado mayor compañerismo con Narices, y no me habría reído tanto de su situación si el hecho de que su zab le diera tantas preocupaciones no le impidiera precisamente pensar en meterlo dentro de mi joven pupilo. El mal del esclavo disminuyó gradualmente y al final desapareció, sin que al parecer la experiencia le afectara mucho, pero entonces se habían producido otros acontecimientos que habían puesto a Aziz fuera del alcance de su lujuria.

Una tienda o un abrigo semejante a una tienda constituyen una absoluta necesidad en el Kasht-e-Kavir, porque una persona no puede simplemente estirarse sobre sus mantas para dormir, pues quedaría cubierto de arena antes de despertar. La mayor parte de este desierto puede compararse al azafate de un echador de suertes, fardarbab, pero de tamaño gigantesco. Es una extensión plana de arena lisa color marrón, una arena tan fina que se escapa de los dedos como el agua. En los intervalos entre vientos esta arena está tan libre de marcas y tan virginal que al pasar por ella un insecto por pequeño que sea, como un ciempiés, una langosta o un escorpión, deja un rastro visible desde lejos. Una persona aburrida por la monotonía del viaje en el desierto podría distraerse siguiendo el rastro ondulante de una única hormiga.

Sin embargo de día era raro el momento en que dejaba de soplar el viento removiendo aquella arena, levantándola en el aire, transportándola y arrojándola luego. Los vientos del Dasht-e-Kavir soplan siempre desde la misma dirección, el suroeste, y así resulta fácil conocer la dirección en que viaja un forastero, aunque uno se lo encuentre acampado e inmóvil: basta distinguir el blanco de su montura que ha quedado más cubierto de arena flotante. De noche el viento del desierto cesa de soplar y deja caer del aire las partículas más pesadas de arena, pero las más finas se quedan suspendidas en el aire como polvo y se mantienen allí tan densas que llegan a formar una niebla seca. Éste polvo apaga todas las estrellas que el cielo pueda contener, y a veces incluso puede oscurecer una luna llena. Ésta combinación de oscuridad y niebla puede limitar la visión a la distancia de unas cuantas brazas. Narices nos contó que unos seres llamados karauna se aprovechaban de esta niebla oscura, creada según la leyenda popular persa por los mismos karauna mediante la magia negra, y dentro de ella ejecutaban siniestros planes. En general el peligro más grave de esta niebla es que el polvo en suspensión va cayendo imperceptiblemente desde el aire durante el silencio de la noche y un viajero que no se haya abrigado con una tienda podría ir quedando enterrado de modo silencioso y furtivo, y ahogarse hasta morir en su sueño.

Todavía nos faltaba atravesar la mayor parte de Persia, pero era su parte vacía, quizá la más vacía del mundo entero, y por el camino no nos encontramos a un solo persa ni a muchas cosas más, ni vimos en la arena rastros de animales mayores que un insecto. En otras regiones de Persia, también deshabitadas y no cultivadas por el hombre, los viajeros nos tendríamos que haber puesto en guardia contra grupos de leones cazadores, o contra jaurías de perros šuturmurq que no vuelan y que según nos dijeron podían reventar las entrañas de un hombre con una patada. Pero en el desierto donde no vive ningún ser vivo no hay que temer nada de esto. Vimos en ocasiones a algún buitre o milano, pero se quedaban en lo alto del cielo ventoso y al pasar no se detenían. Incluso parece que los vegetales eviten este desierto. La única cosa verde que vi crecer era un arbusto bajo con hojas largas de aspecto carnoso.

—Es una euforbia —nos dijo Narices—. Y crece aquí únicamente porque Alá dispuso que sirviera de ayuda al viajero. En la estación del calor, la vaina de la euforbia madura y se rompe proyectando sus semillas. Empiezan a reventar cuando el aire del desierto alcanza exactamente el mismo grado de calor que la sangre humana. Luego las vainas estallan con frecuencia cada vez mayor a medida que el aire se calienta más. De este modo basta que el viajero oiga la fuerza con que estallan las euforbias para que sepa si el aire se pone tan caliente y es tan peligroso que debe detenerse por necesidad y buscar abrigo a la sombra si no quiere morir.

Éste esclavo, a pesar de su escuálido cuerpo, de su erotismo sexual y de su carácter detestable, era un experto viajero y nos contó o nos mostró innumerables cosas útiles y de interés. Por ejemplo, en la primera noche que pasamos en el desierto, cuando nos detuvimos para acampar, bajó de su camello y clavó su palo de aguijón en la arena dejándolo inclinado en la dirección hacia la que íbamos.

—Podemos necesitarlo mañana —explicó—. Decidimos dirigirnos hacia el lugar por donde sale el sol. Pero si en aquella hora la arena sopla quizá no tengamos otro medio que el palo para encontrar este punto.

Las traidoras arenas del Kasht-e-Kavir no son la única amenaza para el hombre. Como ya he dicho, este nombre significa Gran Desierto de Sal, y esto tiene su explicación. Grandes extensiones de este desierto no son de arena, sino que están formadas por inmensas superficies de una pasta salada, no tan mojada que pueda llamarse lodo o pantano, y el viento y el sol han secado la pasta convirtiendo la superficie en un pan de sal sólida. A menudo el viajero tiene que atravesar una de estas costras de sal blanca, brillante, crujiente, temblorosa y cegadora, y debe hacerlo con agilidad. Los cristales de sal son más abrasivos que la arena: incluso las callosas pezuñas de un camello pueden desgastarse rápidamente y quedar tiernas y sangrantes, y si el jinete se ve obligado a desmontar, sus botas pueden acabar igual, y luego sus pies. Además las superficies de sal tienen un grueso variable, y hay algunas zonas que Narices llamaba «tierras temblorosas». A veces el peso de un camello o de una persona puede romper la costra. Entonces el animal o la persona se hunden en la pastosa suciedad que hay debajo. Es imposible salir de esas arenas movedizas de sal sin ayuda ajena, o quedarse metido en ellas y esperar que alguien venga a ayudar. La pasta estira hacia abajo ineluctablemente todo lo que cae sobre ella, lo chupa hasta debajo de su superficie y se cierra luego por encima. Si no hay nadie presente que pueda rescatar al infortunado caído, alguien situado en tierra más firme, éste está condenado. Según Narices, caravanas enteras de personas y animales han desaparecido así sin dejar rastro.

Por ello, cuando llegamos a la primera de estas superficies de sal nos detuvimos a estudiarla respetuosamente aunque su aspecto era tan inocuo como una capa de escarcha caída fuera de temporada sobre el suelo. La costra blanca brillaba ante nosotros y continuaba sin interrupción hasta el horizonte, y se extendía a ambos lados hasta donde alcanzaba la mirada.

—Podríamos intentar dar un rodeo —dijo mi padre.

—Los mapas del Kitab no dan detalles de este tipo —intervino mi tío rascándose meditativamente el codo—. No hay manera de saber su extensión ni de imaginar qué rodeo sería más corto, si hacia el norte o hacia el sur.

—Y si queremos dar un rodeo a todos los obstáculos que encontremos —dijo Narices— nos pasaremos la vida en el desierto.

Yo no dije nada porque ignoraba totalmente el arte de viajar por el desierto y no me avergoncé de dejar la decisión en manos de gente más experta. Los cuatro hicimos sentarse a nuestros camellos y miramos hacia el resplandeciente desierto. Pero el niño Aziz aguijoneó detrás nuestro su camello de carga, lo mandó arrodillarse y desmontó. No nos dimos cuenta de lo que hacía hasta que pasó entre nosotros y se puso a caminar sobre la costra de sal. Giró la cabeza, nos miró desde abajo y sonriendo encantadoramente nos dijo con su vocecita de pájaro:

—Ahora podré pagar la bondad que demostrasteis llevándome con vosotros. Caminaré delante vuestro y según sienta temblar el suelo bajo mis pies sabré la resistencia de la superficie. Iré por el suelo más firme, y vosotros sólo tendréis que seguirme.

—Te lastimarás los pies —protesté yo.

—No, mirza Marco, porque peso poco. Además me he tomado la libertad de sacar estas placas de los bultos. —Nos enseñó dos de los platos dorados que el sha Zaman había enviado con nosotros—. Me los ataré debajo de las botas como protección adicional.

—Sin embargo tu idea continúa siendo peligrosa —dijo mi tío—. Ha sido un acto de valentía por tu parte ofrecerte voluntario, muchacho, pero hemos jurado que no te pasará nada malo. Mejor que uno de nosotros…

—No, mirza Mafio —respondió Aziz sin inmutarse—. Si por casualidad se rompiera la sal y cayera dentro os sería más fácil sacarme a mí que a una persona mayor.

—Tiene razón, amos —dijo Narices—. El niño sabe lo que dice. Y como veis tiene un corazón dotado de valor y de iniciativa.

Dejamos, pues, que Aziz nos precediera, y nosotros le seguimos a una distancia discreta. La marcha era lenta, porque él avanzaba casi arrastrando los pies, pero de este modo el camino resultaba menos penoso para los camellos. Cruzamos con seguridad aquella tierra temblorosa y antes de que cayera la noche llegamos a una zona de arenas más seguras donde acampar.

Sólo en una ocasión se equivocó Aziz al juzgar la costra de sal. Ésta se rompió con un crac cortante, como si fuera una lámina de cristal, y el niño se hundió hasta la cintura en la pasta. No lanzó una exclamación de terror cuando esto sucedió ni se puso siquiera a lloriquear durante el tiempo que tardó tío Mafio en bajar de su camello, hacer un lazo en la cuerda de su silla, echarlo sobre el niño y estirarlo suavemente por encima del suelo hasta un lugar más firme. Pero Aziz sabía perfectamente que todo ese rato estuvo suspendido precariamente sobre un abismo sin fondo porque su rostro estaba muy pálido y sus ojos azules eran muy grandes cuando todos nos juntamos alrededor suyo con gran solicitud. Tío Mafio abrazó al chaval y le tuvo abrazado murmurando palabras de aliento, mientras mi padre y yo le quitábamos el lodo salado que se secaba rápidamente sobre sus ropas. Cuando le hubimos quitado todo el lodo, el niño había recuperado el ánimo e insistió en que quería precedernos de nuevo, despertando con esto la admiración de todos.

En los días que siguieron, cada vez que llegábamos a una superficie de sal no podíamos hacer otra cosa que imaginar su hipotética extensión o decidir por votación si nos aventurábamos sobre la costra o acampábamos allí, cerca del borde, y esperábamos hasta la mañana siguiente para reemprender el camino. Siempre cabía la posibilidad de que al caer la noche nos encontráramos todavía en plena tierra temblorosa, y tuviéramos que decidirnos por una de dos alternativas, igualmente desagradables: proseguir la marcha desafiando la oscuridad de la noche y su niebla seca, que podía ser mucho más terrible que un trayecto diurno, o acampar sobre la superficie salada y prescindir del fuego, porque temíamos que al encender un fuego sobre aquella superficie la sal se fundiría y nos precipitaría a nosotros, a nuestros animales y todo el equipaje en las arenas movedizas. Sin duda salimos con bien gracias únicamente a nuestra buena fortuna, o a la bendición de Alá, como habrían dicho nuestros dos musulmanes, y ciertamente no se debió a que nuestras suposiciones estuvieran informadas por sabiduría alguna, pero en cada ocasión acertamos y cuando caía la noche habíamos atravesado ya sin peligro la sal.

O sea que nunca tuvimos necesidad de acampar en frío sobre las terribles tierras temblorosas, pero acampar en cualquier punto de ese desierto, aunque pudiéramos confiar en que la arena no se disolvería bajo nuestros cuerpos, no era una experiencia agradable. La arena, si uno la mira atentamente, no es más que una multitud infinita de piedrecitas diminutas. Las rocas no conservan el calor, y tampoco lo hace la arena. Los días en el desierto eran bastante confortables, incluso cálidos, pero cuando el sol se ponía, las noches eran frías, y la arena bajo nuestras mantas más fría aún. Siempre necesitábamos un fuego para mantenernos en calor hasta que llegaba el momento de arrastrarnos dentro de las tiendas y meternos entre las mantas. Pero muchas noches eran tan frías que dividíamos la fogata en cinco fuegos distintos, bien separados, y dejábamos que calentaran estas parcelas separadas de suelo, y sólo entonces extendíamos las mantas y levantábamos las tiendas encima de los lugares calentados. Incluso así, la arena no conservaba durante mucho tiempo el calor, y por la mañana nos encontrábamos helados y tiesos, y en este estado poco alegre teníamos que levantarnos y enfrentarnos con otro día de desierto triste.

Los fuegos nocturnos de campamento nos daban calor y una cierta ilusión de hogar en medio de aquel desierto vacío, solitario, silencioso y oscuro, pero no nos servían mucho para cocinar. En el Dasht-e-Kavir la madera es inexistente y utilizábamos excrementos secos de animales como combustible. Los animales de innumerables generaciones anteriores que habían cruzado el desierto habían dejado caer suministros fáciles de encontrar, y nuestros propios camellos contribuían con sus depósitos al suministro de futuros viajeros. Sin embargo, nuestros únicos víveres eran algunas variedades de carnes y frutos secos. Un pedazo de cordero seco y frío puede mejorar su gusto si se remoja y luego se asa sobre el fuego, pero no sobre un fuego de excrementos de camello. Nosotros ya olíamos todos a lo mismo gracias al humo de estos fuegos, pero no podíamos decidirnos a comer algo impregnado del mismo olor. A veces, cuando creíamos que podíamos gastar agua, la calentábamos y remojábamos la comida en ella, pero esto tampoco mejoraba mucho el plato. Cuando se ha llevado mucho tiempo agua en un odre de cuero, empieza a tener el aspecto, olor y gusto del agua que hay en la vejiga de una persona. Teníamos que bebería para sobrevivir, pero cada vez deseábamos menos cocinar con ella, y preferíamos roer la carne seca y fría.

También cada noche dábamos de comer a los camellos: un puñado doble de habas secas para cada uno, y luego una buena ración de agua para que las habas se hincharan en el interior de sus vientres y les dieran la ilusión de una buena cena. No digo que los animales disfrutaran mucho con estas escasas raciones, pero ya se sabe que los camellos no disfrutan con nada. No habrían murmurado ni gruñido menos si les hubiésemos ofrecido un banquete de manjares refinados, y al día siguiente no hubiesen llevado a cabo mejor sus tareas impulsados por la gratitud.

Si estas palabras hacen pensar que tengo a los camellos en poca estima, así es. Creo que en el mundo he cabalgado o me he subido sobre todo tipo de animal de transporte, pero prefiero cualquier otro a un camello. Reconozco que el de dos gibas de las tierras más frías de Oriente es algo más inteligente y tratable que el camello con una giba de los países cálidos. Y esto apoya en cierto modo la idea que algunos tienen que el cerebro de un camello está en su giba, suponiendo que tenga alguno. Cuando la giba ha disminuido por la sed y el hambre, el animal es todavía más hosco, irritable e intratable que un camello bien alimentado, pero no mucho.

Los camellos tenían que descargarse cada noche, como se haría con cualquier animal de caravana, pero no hay ningún otro tan exasperantemente difícil de cargar de nuevo por la mañana. Los camellos gritaban, retrocedían, bramaban y se encabritaban, y cuando estos trucos sólo conseguían exasperarnos sin disuadirnos, escupían contra nosotros. Además por el camino no hay animal más desprovisto del sentido de la dirección o de la propia preservación que el camello. Los nuestros se habrían metido indiferentes, uno tras otro, en todos los agujeros con arenas movedizas de los panes de sal que encontramos si los jinetes o nuestro camellero no nos hubiésemos esforzado en evitarlos. A los camellos también les falta el sentido del equilibrio, más que a cualquier otro animal. Un camello, como una persona, puede levantar y transportar una tercera parte de su propio peso durante un día entero y a considerable distancia. Pero un hombre, que tiene dos piernas, no se balancea tanto como un camello, que tiene cuatro patas. Frecuentemente uno u otro de nuestros camellos resbalaba en la arena, y con mayor frecuencia incluso en la sal, y se caía grotescamente de lado, y era imposible levantarlo de nuevo si no lo descargábamos del todo, lo animábamos a gritos y lo ayudábamos con todas nuestras fuerzas combinadas. Todo lo cual él nos lo agradecía escupiéndonos.

He utilizado la palabra «escupir» porque incluso en Venecia yo había oído a los viajeros de lejanos países contar que los camellos escupían, pero la palabra no es correcta. Hubiese preferido que lo fuera. Lo que en realidad hacían era sacarse de su molleja más profunda una horrible masa de materia regurgitada y escupirla. En el caso de nuestros camellos esta materia era una sustancia compuesta por habas secas comidas, remojadas, hinchadas y gaseosas, luego medio digeridas y medio fermentadas, y finalmente, en el punto máximo de nocividad de la sustancia, removidas con los jugos estomacales, vomitadas, recogidas en la boca del camello, apuntadas con labios protuberantes y proyectadas con toda la fuerza imaginable contra alguno de nosotros, preferentemente a los ojos.

Como es de esperar no hay ningún caravasar en todo el Dasht-e-Kavir, pero durante el mes largo que tardamos en cruzarlo tuvimos en dos ocasiones la bendita buena fortuna de llegar a un oasis. El oasis es una fuente que sale del suelo, sólo Dios o Alá sabe por qué. Sus aguas son frescas, no saladas, y a su alrededor ha crecido una zona de vegetación que se extiende por varios zonte. Nunca pude descubrir nada comestible creciendo en estos oasis, pero el mismo verdor de los árboles achaparrados y de los arbustos raquíticos y de la hierba rala constituía un refresco tan agradecido como la fruta o las verduras frescas. En ambas ocasiones tuvimos el placer de detener un momento nuestra jornada antes de continuar. Cogíamos agua de la fuente para bañar nuestros cuerpos cargados de polvo e incrustados de sal, que olían a humo y a excrementos, y sacábamos agua para llenar los depósitos de los vientres de los camellos, y cogíamos agua que hervíamos y pasábamos por el filtro de carbón que mi padre siempre llevaba consigo, para limpiar luego y llenar con ella nuestros odres. Cuando finalizábamos estas tareas nos estirábamos y disfrutábamos de la sensación nueva que suponía descansar bajo una sombra verde.

En nuestra primera etapa en un oasis observé que al llegar todos nos dispersábamos y encontrábamos árboles separados bajo cuya sombra descansar, y que luego montábamos cada uno su tienda a una distancia considerable el uno del otro. Nadie se había peleado en los últimos días, y no teníamos motivos definibles para evitar la compañía de los demás, pero hacía tiempo que estábamos en tal compañía que ahora era agradable cambiar y disfrutar de una cierta intimidad solitaria. Quizá me hubiera preocupado de proteger cerca de mí a Aziz si el esclavo Narices no hubiese estado preocupado por su vergonzosa afección privada e incapaz en mi opinión de molestar al niño. Por lo tanto dejé que Aziz se fuera por su cuenta.

O eso creí. Pero después de haber disfrutado de un día y una noche en el oasis, se me ocurrió la noche siguiente dar un paseo por el bosquecillo. Me imaginé en un jardín medio abierto, quizá en los alrededores del palacio de Bagdad, por donde me había paseado tan a menudo con la princesa Magas. Era bastante fácil imaginarlo porque la noche había traído consigo la niebla seca, impidiéndome ver nada, aparte de los árboles más cercanos. Ésa niebla incluso amortiguaba los sonidos, por lo que estuve a punto de chocar con Aziz cuando oí su risa musical y que decía:

—¿Daño? Pero si esto no es malo para mí. Ni para nadie. Hagámoslo ya.

Respondió una voz más grave, pero con un murmullo, por lo que sus palabras me resultaron indistinguibles. Estaba a punto de soltar un grito de indignación, de agarrar a Narices y de separarlo a rastras del niño, pero Aziz dijo de nuevo, asombrado:

—Nunca vi nada semejante. Con una funda de piel que lo envuelve…

Yo me quedé donde estaba, estupefacto.

—O que puede echarse atrás a voluntad. —Aziz continuaba asombrado—: Es como si un mihrab privado envolviera siempre tiernamente tu zab.

Narices no poseía un aparato así. Era musulmán y le habían circuncidado como al niño. Empecé a retirarme de aquel lugar, procurando no hacer ruido.

—Debe de dar una sensación maravillosa, incluso sin que nadie te acompañe —continuó diciendo la voz de pajarito—, mover la funda adelante y atrás como ahora. ¿Puedo hacerlo yo?

La niebla se cerró alrededor de su voz, a medida que yo me alejaba. Pero me quedé esperándole, despierto y vigilante delante de su tienda hasta que al final regresó. Llegó como un rayo de luna perdido que saliera de las tinieblas, radiante, porque iba completamente desnudo con su ropa en la mano.

—¡Éstas tenemos! —dije severamente, pero sin levantar la voz—. Juré por mí honor que no te pasaría nada malo…

—Nada malo me ha pasado, mirza Marco —respondió parpadeando con absoluta inocencia.

—Me juraste por las barbas del profeta que no tentarías a ninguno de nosotros…

—No lo he hecho, mirza Marco —dijo con tono dolido—. Yo iba vestido del todo cuando él topó conmigo casualmente en aquel bosquecito.

—Y que serías totalmente casto.

—Y lo he sido, mirza Marco, desde Kashan hasta aquí. Nadie me ha penetrado, ni yo lo he hecho a nadie. Lo único que hicimos fue besarnos. —Se me acercó y me besó dulcemente—. Y también esto… —Hizo la demostración y al cabo de un momento insinuó su pequeña parte en mi mano y me dijo con un susurro—: Nos hicimos esto el uno al otro…

—Basta ya —dije con voz ronca. Le solté y aparté su mano de mí—. Ahora vete a dormir, Aziz. Mañana partimos con el alba.

Aquélla noche no pude dormir sin antes aceptar la excitación que Aziz había despertado en mí y satisfacerme manualmente. Pero mi falta de sueño se debió también en parte a la nueva visión que ahora tenía de mi tío, y a la desilusión que me causaba y al tono de desprecio que ahora teñían mis sentimientos hacia él. No era una decepción corriente descubrir que el aspecto arrojado, brusco, cordial y barbudo de tío Mafio no era más que una máscara, y que debajo se ocultaba un sodomita afectado, astuto y despreciable.

Sabía que tampoco yo era un santo, y me esforzaba en no ser un hipócrita. Podía admitir francamente que también yo era sensible a los encantos del niño Aziz. Pero esto se debía a que lo tenía cerca, al alcance de la mano, donde no había mujer alguna, y a que Aziz era tan guapo y seductor como una mujer. Pero me daba cuenta de que tío Mafio debía de verlo todo de modo distinto; debía de considerar a Aziz como un chico disponible y bello, como un posible compañero de cama.

Recordé hechos anteriores relacionados con otros hombres: masajistas de hammam, por ejemplo, y palabras pronunciadas anteriormente; aquella conversación furtiva entre mi padre y la viuda Ester, por ejemplo. La deducción era inevitable: a tío Mafio le gustaban las personas de su propio sexo. Alguien con estas inclinaciones no constituía una curiosidad en tierras musulmanas, donde casi cada varón parecía igualmente pervertido. Pero sabía muy bien que en nuestro Occidente, más civilizado, la gente se reía de estas personas o se burlaba de ellas o las maldecía. Yo sospechaba que la misma situación debía repetirse en las naciones totalmente incivilizadas que quedaban más hacia Oriente. En todo caso parecía que la depravación de mi tío había causado algún problema en el pasado. Deduje que mi padre había tenido motivos para intentar eliminar la perversión de su hermano, y al parecer el mismo Mafio había intentado sofocar sus tendencias. En tal caso llegué a la conclusión de que mi tío no era totalmente detestable; quizá aún había esperanzas para él.

Muy bien. Yo contribuiría con mis mejores esfuerzos para ayudarle a reformarse y a redimirse. Cuando continuáramos la marcha, no cabalgaría apartado de él en son de reproche, ni evitaría su mirada, ni me negaría a hablar con él. No contaría nada de lo sucedido. No daría a entender que conocía su vergonzoso secreto. Lo que haría sería vigilar de nuevo estrechamente a Aziz, y no permitiría que el niño se moviera de nuevo en libertad aprovechándose de la noche. Sobre todo actuaría de modo cuidadoso y estrictamente paternal si llegábamos a otro oasis. En tales lugares la disciplina y los frenos tendían a relajarse tal como hacíamos con nuestros cansados músculos. Si nos encontrábamos de nuevo con este ambiente de facilidad y abandono relativos mi tío podría encontrar irresistible la tentación: disfrutar de Aziz más a fondo de lo que había ya probado.

Al día siguiente, cuando emprendimos la marcha en dirección noreste por el desierto sin vegetación, me mostré afable como siempre con todos los componentes de la expedición, incluyendo a tío Mafio, y creo que nadie podría haber discernido mis sentimientos interiores. Sin embargo me alegré de que el esclavo Narices asumiera aquel día el peso de la conversación, posiblemente para distraer su mente de sus propios problemas. Se extendió primero en un tema, luego derivó a otro y yo me limité a cabalgar en silencio sin interrumpir sus divagaciones.

Su facundia se puso en marcha cuando al cargar los camellos encontró a una pequeña serpiente enrollada y dormida en una de las albardas del equipaje. Narices soltó de entrada un chillido, pero luego dijo:

—Sin duda hemos traído al animalito desde Kashan.

Y en lugar de matar a la serpiente la dejó caer sobre la arena y permitió que huyera. Mientras cabalgábamos nos explicó el motivo de su proceder.

—Nosotros los musulmanes no detestamos a las serpientes como vosotros los cristianos. Tampoco las queremos mucho, pero ni las tememos ni las odiamos como vosotros. Según vuestra sagrada Biblia, la serpiente es la encarnación del demonio Satán. Y en vuestras leyendas habéis hinchado a la serpiente convirtiéndola en un monstruo llamado dragón. Todos nuestros monstruos musulmanes toman la forma de personas, como los yinn y los afarit, o de aves, como el ruj gigante, o de combinaciones de animales, como el mardjora. Éste monstruo está formado por la cabeza de un hombre, el cuerpo de un león, las espinas de un puercoespín y la cola de un escorpión. Observad que la serpiente no entra en su composición.

—La serpiente ha sido maldita desde el desgraciado asunto del Jardín del Edén —dijo mi padre suavemente—. Es comprensible que los cristianos la teman y es lógico que la odien y que la maten aprovechando cualquier oportunidad.

—Nosotros los musulmanes —dijo Narices— reconocemos lo que hay que reconocer. Fue la serpiente del Edén la que legó el idioma árabe a los árabes. Ideó este lenguaje para hablar con Eva y seducirla, porque como todo el mundo sabe el árabe es el idioma más sutil y persuasivo de todos. Como es lógico cuando Adán y Eva estaban solos hablaban entre sí farsi, porque el persa farsi es el más encantador de los idiomas. Y Gabriel, el ángel vengador, siempre habla turco, porque éste es el más amenazador de todos los idiomas. Sin embargo yo no iba a esto. Estaba hablando de las serpientes y es evidente que la sinuosidad y las curvas de la serpiente inspiraron la escritura de los caracteres, el alfabeto árabe que se utiliza para transcribir el farsi, el turco, el sindi y todos los demás idiomas civilizados.

Mi padre habló de nuevo:

—Nosotros los occidentales hemos llamado siempre a la escritura árabe escritura de gusanitos, y por lo que dices estuvimos a punto de acertar en la descripción.

—La serpiente nos dio otras cosas más, amo Nicolò. Su manera de avanzar por el suelo doblándose y enderezándose inspiró a algunos ingeniosos antepasados nuestros la invención del arco y de la flecha. El arco es delgado y sinuoso, como una serpiente. La flecha es delgada y recta, y tiene una cabeza que mata como una serpiente. Tenemos buenos motivos para honrar a la serpiente, y la honramos. Por ejemplo llamamos al arco iris serpiente celestial, y esto es un cumplido para los dos.

—Interesante —murmuró mi padre con una sonrisa condescendiente.

—En cambio —continuó Narices—, vosotros los cristianos comparáis la serpiente a vuestro zab, y decís que la serpiente del Edén introdujo el placer sexual en el mundo, y que por lo tanto el placer sexual es equivocado, feo y abominable. Nosotros los musulmanes culpamos a quien le corresponde. No a la serpiente inofensiva, sino a Eva y a todas sus descendientes. Como dice el Corán en la azora cuarta: «La mujer es la fuente de todo el mal de la tierra, y Alá creó este monstruo únicamente para que el hombre sintiera asco de él y se apartara de los terrenales…».

Ciacche-ciacche! —dijo mi tío.

—¿Perdón, amo?

—Dije ¡tonterías! Sciochezze! Sotise! Bifam istibah!

Narices exclamó escandalizado:

—Amo Mafio, ¿llamáis al Sagrado Libro bifam ištibah?

—Vuestro Corán fue escrito por un hombre, y esto no podéis negarlo. También el Talmud y la Biblia fueron escritos por hombres.

—Vamos, Mafio —intervino mi piadoso padre—. Se limitaron a transcribir las palabras de Dios. Y del Salvador.

—Pero eran hombres, hombres sin lugar a dudas, con las mentes de hombres. Todos los profetas, apóstoles y sabios han sido hombres. ¿Y qué clase de hombres escribieron los libros sagrados? ¡Hombres circuncidados!

—Quiero indicar, mi amo —dijo Narices—, que no escribieron con sus…

—En cierto modo hicieron exactamente esto. Todos estos hombres estaban religiosamente mutilados en sus órganos infantiles. Cuando llegaron a la edad adulta su placer sexual quedó disminuido en proporción a la disminución sufrida por sus demás partes. Por este motivo en sus libros sagrados decretaron que el sexo no debía ser para el placer, sino únicamente para la procreación, y que el sexo en todas las demás ocasiones debía avergonzarnos y hacernos sentir culpables.

—Mi buen amo —insistió Narices—. Sólo nos han quitado el prepucio, no nos han capado ni convertido en eunucos.

—Toda mutilación es una privación —replicó tío Mafio, soltando la rienda de su camello para rascarse el codo—. Los sabios de épocas antiguas, al darse cuenta de que al recortar sus miembros habían amortiguado sus sensaciones y su placer, tuvieron envidia y miedo de que otros pudieran encontrar mayor satisfacción en el sexo. A la desgracia le gusta ir acompañada, entonces compusieron sus escrituras para asegurarse de que no les faltaría compañía. Primero los judíos, luego los cristianos, porque los evangelistas y los demás primeros cristianos sólo eran judíos convertidos, y luego Mahoma y los restantes sabios musulmanes. Todos éstos eran hombres circuncidados y sus disquisiciones sobre el tema del sexo son comparables al canto de un sordo.

Mi padre pareció tan escandalizado como Narices.

—Mafio —le advirtió—, en este desierto abierto estamos terriblemente expuestos a los rayos. Tu crítica es un elemento nuevo en mi experiencia, quizá incluso original, pero te sugiero que lo atemperes con discreción.

Mi tío, sin hacerle caso, continuó:

—Cuando pusieron trabas a la sexualidad humana actuaron como tullidos escribiendo las reglas para un certamen atlético.

—¿Tullidos, mi amo? —preguntó Narices—. Pero ¿cómo podían haber sabido que eran tullidos? Afirmáis que mis sensaciones están amortiguadas. Personalmente carezco de norma exterior con la que medir mi propio disfrute, y por lo tanto me maravilla que alguien Pueda hacerlo. Sólo puedo imaginar una persona capaz de juzgarse así misma a este respecto. Sería una persona que hubiese tenido la correspondiente experiencia, por así decirlo, antes y después. ¿Quizá a vos, amo Mafio, no os circuncidaron hasta llegar a la mitad de vuestra vida adulta?

—¡Insolente infiel! ¡No me lo hicieron nunca!

—¡Ah! Entonces, si exceptuamos a este hombre, me parece que nadie podría decidir la cuestión excepto una mujer. Una mujer que hubiese dado placer a los dos tipos de hombres, al circuncidado y al incircunciso, y que hubiera prestado mucha atención a sus distintos niveles de satisfacción.

Aquello me hizo estremecer. Tanto si Narices hablaba con malicia despreciativa como si lo hacía por puro ingenio, sus palabras acertaban muy de pleno en la verdadera naturaleza de tío Mafio y en su probable experiencia. Miré a mi tío temiendo que enrojeciera o que se defendiera con una bravata o que rompiera quizá la cara de Narices, confesando así lo que había ocultado tanto tiempo. Pero aguantó la presente insinuación como si no se hubiera dado cuenta de ella y continuó pensando en voz alta:

—Si de mí dependiera, buscaría una religión cuyas escrituras no fueran redactadas por personas con la virilidad mutilada ritualmente.

—Allí donde vamos —dijo mi padre— hay varias religiones de este tipo.

—Como sé muy bien —replicó mi tío—. Por eso me pregunto cómo podemos nosotros, los cristianos, los judíos y los musulmanes llamar bárbaros a los pueblos orientales.

Mi padre dijo:

—El hombre que ha viajado puede mirar con una sonrisa de compasión los bastos guijarros que todavía atesora en casa la gente de su pueblo; sí, puede hacerlo porque ha visto rubíes y perlas auténticas en lejanos lugares. No soy teólogo y no puedo decir si esto es válido también para las religiones que venera en casa del viajero la gente de su pueblo. —Y añadió con un tono seco impropio de él—: Lo que si sé es que de momento estamos todavía bajo el cielo de estas religiones que desprecias tan abiertamente, y que somos vulnerables a la reprensión celestial. Si tus blasfemias provocan un torbellino quizá no podamos continuar nuestro viaje. Te recomiendo encarecidamente que cambies de tema.

Narices así lo hizo. Volvió a su tema anterior y nos explicó con increíble detenimiento que cada letra de la escritura árabe de gusanitos está impregnada con una cierta emanación específica de Alá, y que cuando las letras se retuercen hasta formar palabras y éstas se transforman en frases reptilinas, cualquier fragmento de escritura árabe, aunque sea tan mundano como un cartel o el recibo de inquilinato, contiene un poder benéfico que es mayor que la suma de los caracteres por separado, y por lo tanto es un talismán eficaz contra el mal, los yinn, los afarit y el demonio Saitan… etc., etcétera. A lo cual el único que contestó fue uno de nuestros camellos macho. Desplegó su aparato inferior mientras caminaba y regó abundantemente la arena.

5

Al final no nos aniquiló ningún rayo ni ningún torbellino, y no puedo recordar que en aquella jornada ocurriera nada digno de mención dentro de la monotonía marrón del paisaje, hasta que llegamos, como ya he señalado, a un segundo oasis verde y de nuevo acampamos con el propósito de disfrutar allí de dos o incluso de tres días de descanso. Tal como había decidido, en esta ocasión no dejé que Aziz se alejara de mí mientras bebíamos hasta saciarnos agua buena y dábamos de beber a los camellos y llenábamos nuestros odres, y sobre todo mientras bañábamos nuestros cuerpos y lavábamos nuestra ropa, pues durante este intervalo todos nosotros íbamos desnudos por necesidad. Y cuando nos dispusimos de nuevo a levantar nuestras tiendas privadamente, separadas una de otra, me aseguré de que la suya y la mía estuvieran juntas.

Sin embargo todos nos reunimos alrededor del fuego de campamento para cenar. Y recuerdo como si fuera ayer todos los triviales incidentes de aquella noche. Aziz se sentó al otro lado del fuego, delante mío y de Narices, y primero mi tío se sentó sociablemente a su lado y luego mi padre se dejó caer pesadamente al otro lado. Mientras roíamos carne ternillosa de cordero, masticábamos queso mohoso y remojábamos azufaifas encogidas en vasos de agua para ablandarlas, mi tío dirigía de soslayo miradas aviesas al niño, y yo y mi padre los mirábamos a los dos con desconfianza. Narices, que al parecer no se daba cuenta de que en el grupo hubiese tensión alguna, me dijo distraídamente:

—Empezáis a parecer un viajero auténtico, amo Marco.

Se estaba refiriendo a mi reciente barba. En el desierto sería una gran estupidez gastar agua para afeitarse, y no hay hombre capaz de resistir un enjabonado mezclado con arena y sal abrasivas. Mi barba tenía ya una densidad masculina: yo había prescindido entonces del cómodo depilatorio del ungüento de mumum, y había dejado que mi barba creciera y formara una protección para la piel de la cara. Sólo me preocupaba de recortarla para que tuviera una longitud neta y confortable, y desde entonces siempre la he llevado igual.

—Quizá ahora entendáis —continuó Narices— lo misericordioso que fue Alá cuando dio barbas a los hombres, y las negó a las mujeres.

Yo lo pensé un momento, y dije:

—Desde luego es bueno que los hombres tengan barbas, porque así pueden penetrar en las arenas abrasivas del desierto. Pero ¿por qué fue misericordioso cuando las negó a las mujeres?

El camellero levantó las manos y los ojos hacia arriba como si mi ignorancia le consternara. Pero antes de que pudiera replicar, el pequeño Aziz rió y dijo:

—Por favor, ¡deja que se lo cuente! ¡Piensa, mirza Marco! ¿No demostró el Creador mucha consideración? Él no quiso poner barba en un ser incapaz de tenerla bien afeitada o recortada con gusto, porque su barbilla se mueve demasiado.

Me eché a reír y lo mismo hicieron mi padre y mi tío; entonces yo agregué:

—Si éste es el motivo, me alegro de que así sea. Yo no podría acercarme a una mujer barbuda. Pero ¿no hubiese sido más prudente por parte del Creador hacer a las hembras menos inclinadas a mover la barbilla?

—Ah —dijo mi padre el proverbialista—. Donde hay cuencos tiene que oírse ruido.

—Mirza Marco, aquí hay otro acertijo para vos —gorjeó Aziz, dando saltos de alegría sobre su asiento. Estaba claro que el niño era un ángel maculado, que en muchos aspectos tenía más mundo que un adulto cristiano, pero en definitiva continuaba siendo un niño. Tenía tantas ganas de hablar que las palabras salieron casi atropellándose de su boca—: En este desierto hay pocos animales. Pero puede encontrarse aquí a uno que une en sí las naturalezas de siete animales distintos. ¿Cuál es, Marco?

Yo arrugué el entrecejo, fingí que rumiaba ferozmente, y luego dije:

—Me rindo.

Aziz emitió una risa triunfal y abrió la boca para hablar. Pero entonces su boca se abrió más todavía y sus grandes ojos se agrandaron aún más. Lo propio hicieron los ojos y las bocas de mi padre y de mi tío. Narices y yo tuvimos que darnos la vuelta para ver lo que ellos habían visto.

Tres hombres peludos y marrones se habían materializado en la niebla seca de la noche, y nos miraban con ojos puestos como hendiduras en rostros carentes de expresión. Llevaban pieles y cueros, no ropas árabes, y debían de haber cabalgado rápidamente y durante mucho tiempo porque sus cuerpos estaban cubiertos de polvo endurecido por el sudor, y su hedor nos llegaba incluso desde el lugar donde estaban.

Sain bina —dijo mi tío, quien fue el primero en recuperarse de su sorpresa, mientras se ponía en pie lentamente.

Mendu, sain bina —respondió uno de los forasteros, con una ligera expresión de sorpresa.

Mi padre también se levantó, y él y tío Mafio hicieron gestos de bienvenida y luego se pusieron a hablar a los intrusos en un idioma que no entendí. Los hombres peludos sacaron a tres caballos de la niebla que los ocultaba detrás suyo; tiraron de sus riendas y los condujeron a la fuente. Ellos esperaron para beber a que los caballos se hubiesen abrevado.

Narices, Aziz y yo nos levantamos del fuego y cedimos nuestros lugares a los extranjeros. Mi padre y mi tío se sentaron con ellos, sacaron comida de nuestros bultos y se la ofrecieron, y continuaron sentados y charlando mientras los visitantes comían con voracidad. Yo estudié lo mejor que pude a los recién llegados manteniéndome discretamente apartado de la confabulación. Eran de estatura baja, pero robusta. Sus rostros tenían el color y la textura del cuero bronceado de cabritillo, y dos de ellos llevaban bigotes largos pero delgados; ninguno llevaba barba. Su basto pelo negro tenía una longitud propia de mujeres y estaba trenzado formando numerosas trenzas. Repito que sus ojos eran simples hendiduras, tan estrechas que me preguntaba cómo podían ver a través de ellas. Cada hombre llevaba un arco corto, curvado y recurvado pronunciadamente, colgando de la espalda, con la cuerda atravesada delante del pecho y un carcaj de flechas cortas, y en el cinto llevaban un arma que era o una espada corta o un cuchillo largo.

Entonces comprendí que los hombres eran mongoles, porque en aquella época ya había visto ocasionalmente algún mongol, y aunque aquel país era Persia de nombre, constituía una provincia del kanato mongol. Pero ¿qué hacían aquellos tres mongoles merodeando en el desierto? No parecía que fueran bandidos ni que tramaran nada malo contra nosotros, o por lo menos mi padre y mi tío los habían convencido rápidamente de que abandonaran esta idea. ¿Y por qué tenían al parecer tanta prisa? En el desierto interminable, nadie se apresura.

Pero aquellos hombres sólo se quedaron en el oasis el tiempo suficiente para atiborrarse de comida. Y quizá no se habrían quedado ni siquiera este rato si nuestros alimentos, por poco apetitosos que fueran, no les parecieran viandas reales, porque aquellos mongoles no llevaban ninguna ración de viaje excepto tiras de carne atasajada de caballo, que parecían cordones de cuero crudo. Mi padre y mi tío, a juzgar por sus gestos, estaban invitando con cordialidad e incluso con insistencia a los recién llegados para que descansaran un poco, pero los mongoles se limitaron a mover negativamente sus peludas cabezas y a gruñir mientras devoraban cordero, queso y frutas. Luego se pusieron en pie, eructaron agradecidos, cogieron las riendas de sus caballos y montaron de nuevo.

Sus caballos se parecían bastante a los hombres, porque eran extraordinariamente peludos y de aspecto salvaje y casi tan bajos como los caballos teñidos de hinna de Bagdad, pero mucho más robustos y musculosos. Llevaban una costra endurecida de espuma y polvo, señal de que habían cabalgado duramente, pero parecían tan ansiosos como sus jinetes por emprender de nuevo la marcha. Uno de los mongoles dirigió desde la silla a mi padre un largo discurso que tenía un tono de advertencia. Luego los tres hicieron girar las cabezas de sus monturas y salieron a medio galope hacia el suroeste, desapareciendo casi instantáneamente de nuestra vista en las tinieblas neblinosas, y los crujidos y tintineos de sus armas y arneses se esfumaron con idéntica rapidez de nuestros oídos.

—Era una patrulla militar —dijo apresuradamente mi padre, al notar que Narices y Aziz le miraban muy asustados—. Al parecer últimamente algunos bandidos han estado… err, actuando en el desierto y el ilkan Abaha desea entregarlos rápidamente a la justicia. Mafio y yo, preocupados como es lógico por la seguridad de todos, intentamos persuadirlos de que se quedaran y nos protegieran, o incluso de que viajaran un rato en compañía nuestra. Pero prefirieron seguir la pista de los bandidos y perseguirlos sin tregua con la esperanza de agotarlos de sed y de hambre.

Narices carraspeó y dijo:

—Excusadme, amo Nicolò. Como es natural yo nunca espío la conversación de un amo, pero me llegó algo de lo que hablasteis. El turco es uno de los idiomas que conozco, y los mongoles hablaban una variante del turco. ¿Puedo preguntar si estos mongoles al hablar de bandidos utilizaron realmente la palabra bandidos?

—No, utilizaron un nombre. Un nombre de tribu, supongo. Karauna. Pero yo supuse que eran…

—¡Ayy, esto fue lo que oí! —gritó Narices—. Y esto es lo que temía haber oído. ¡Que Alá nos proteja! ¡Los karauna!

Permitidme decir que casi todas las lenguas que pude oír utilizadas desde levante hacia Oriente, por distintas que fueran en otros aspectos, contenían una palabra o elemento de palabra igual en todas ellas, y este elemento era kara. Se pronunciaba de modo variable: kara, jara, qara o k’ra, y en algunos lenguajes kara, y podía tener distintos significados. Kara podía significar negro o podía significar frío o podía significar hierro o podía significar mal o incluso podía significar muerte, o kara podía significar todas estas cosas a la vez. Podía pronunciarse con admiración o desaprobación o injuriosamente, como por ejemplo cuando los mongoles llamaban a su antigua capital apreciativamente Karakoren, que significa Empalizada Negra, o cuando llamaban a una determinada araña, grande y venenosa, karakurt, que significa insecto malo o mortal.

—¡Los karauna! —repitió Narices, casi ahogándose con la palabra—. Los Negros, los Corazones Fríos, los Hombres de Hierro, los Malos Demonios, los Portadores de Muerte. Éste nombre, amo Nicolò, no es de ninguna tribu en concreto. Se aplicó a ellos como una maldición. Los karauna son los proscritos de las demás tribus, de los turcos y de los kipchak en el norte, de los baluchi en el sur. Y estos pueblos son bandidos natos; imaginad, pues, lo terrible que ha de ser una persona para que la expulsen de una tribu así. Algunos karauna son incluso antiguos mongoles, y ya sabéis lo odiosos que deben de ser para que los mongoles los declaren proscritos. Los karauna son gente desalmada, son los depredadores más crueles, sanguinarios y temidos de todos estos países. Ay, señores y amos míos, corremos un peligro terrible.

—En este caso, apaguemos el fuego —dijo tío Mafio—. Hay que reconocer, Nico, que nos hemos paseado bastante alegremente por este desierto. Voy a sacar las espadas del equipaje y propongo que esta noche empecemos a turnarnos haciendo guardia.

Me ofrecí voluntario para hacer la primera guardia, y pregunté a Narices cómo reconocería a los karauna si se presentaban.

Él me contestó con cierto sarcasmo:

—Habréis notado que los mongoles se sujetan las chaquetas en el lado derecho. Los turcos, los baluchi y los de su ralea tiran las chaquetas a la izquierda. —Luego este sarcasmo se disolvió en su terror y gritó—: ¡Oh, amo Marco!, si os queda tiempo para verlos antes de que ataquen los reconoceréis sin ninguna duda. Ayy, bismillah, jeli zahmat dadam…! —y rezando a voz en grito llevó a cabo un número asombroso de profundas postraciones de salaam antes de meterse a rastras en su tienda.

Cuando todos mis compañeros estuvieron acostados recorrí dos o tres veces el perímetro entero del oasis con la espada simsir en la mano, clavando mis ojos, hasta donde alcanzaban, en la noche espesa, negra y neblinosa. La oscuridad era impenetrable y yo no podía evidentemente vigilar todos los accesos al campamento, por lo que decidí apostarme delante de mi tienda, al lado de la de Aziz. La noche era una de las más gélidas del viaje y al final me metí dentro de la tienda estirado debajo de las mantas, dejando únicamente que sobresaliera mi cabeza de la lona. O bien Aziz no podía dormir o el ruido que hice al estirarme le despertó porque también él asomó la cabeza y murmuró:

—Estoy asustado, Marco, y tengo frío. ¿Puedo dormir a tu lado?

—Sí, hace frío —contesté—. Tengo toda la ropa puesta y sin embargo estoy tiritando. Me gustaría coger más mantas, pero prefiero no despertar los camellos. Trae tus mantas, Aziz, y yo cogeré tu tienda y la pondré encima para que nos tape. Si te acuestas cerca de mí y ponemos todas estas telas encima estaremos cómodos.

Esto hicimos. Aziz salió meneándose de la tienda como un tritón desnudo y se metió en la mía. Trabajé rápidamente en la fría noche para sacar los palos de los dobladillos de su tienda, y amontoné la tela encima de él. Me introduje a su lado dejando que sobresaliera únicamente mi cabeza, mis manos y el šimšir. Muy pronto dejé de tiritar, pero sentí que mi interior se estremecía de modo distinto, y no de frío, sino por el calor, la proximidad y la suavidad del cuerpo del niño. Se había apretado contra mí en un abrazo muy íntimo, y sospecho que lo hizo deliberadamente. Al cabo de un momento estuve seguro de ello porque soltó el cordón de mi pai-yamah y acurrucó su cuerpo desnudo contra mi desnudo trasero, y luego hizo algo más íntimo todavía. Yo lancé un grito sofocado y oí que él musitaba:

—¿No te calienta esto todavía más?

Calor no era la palabra más adecuada. Su hermana Sitaré había contado que Aziz era un especialista en este arte, y era evidente que el niño sabía excitar lo que Narices había llamado «la almendra de dentro», porque mi miembro se puso erecto con tanta rapidez y dureza como una lona de tienda cuando se mete el palo dentro de su dobladillo. No sé qué hubiese sucedido después. Podía decirse que yo estaba descuidando gravemente mi guardia, pero creo que los karauna se habrían acercado y nos habrían atacado sin ser descubiertos aunque yo hubiese estado más atento. Algo me golpeó la nuca tan fuertemente que la negra noche que me envolvía se hizo más negra todavía, y lo siguiente que pude notar cuando volví en mí fue que me arrastraban dolorosamente por los cabellos a través de la hierba y de la arena.

Me arrastraron hasta el fuego del campamento que alguien encendía, alguien que no era ninguno de nosotros. Los invasores eran hombres en comparación de los cuales los mongoles que nos habían visitado parecían gentileshombres de corte, elegantes y mundanos. Eran siete en total, iban sucios y harapientos, y eran feos, y aunque no sonreían nunca tenían siempre al aire sus dientes quebrados. Cada uno tenía un caballo, pequeño como un caballo mongol, pero huesudo, y con las costillas a la vista y lleno de llagas y pústulas. Observé otra cosa a pesar de mi estado medio inconsciente: no tenían orejas.

Uno de los merodeadores estaba encendiendo el fuego, los demás arrastraban a mis compañeros hacia él, y todos balbuceaban en voz estridente un lenguaje que yo desconocía. Narices parecía ser el único capaz de entenderlo, y aunque también le habían golpeado y lo habían sacado a rastras de la tienda y el terror lo consumía, se tomó la molestia de traducir y de gritar a todos nosotros.

—¡Son los karauna! Tienen un hambre mortal. ¡Dicen que no nos matarán si les damos de comer! ¡Por favor, mis amos, en nombre de Alá, apresuraos y enseñadles la comida!

Los karauna nos echaron a todos al lado del fuego y empezaron a coger frenéticamente agua de la fuente con las manos y a echársela gaznate abajo. Mi padre y mi tío corrieron obedientes a sacar la comida. Yo me quedé echado en el suelo, sacudiendo la cabeza, esforzándome en quitarme de encima el dolor, las tinieblas y el zumbido de su interior. Narices, que intentaba mostrarse adecuadamente ocupado y servicial, y que sin duda estaba muerto de miedo, continuó sin embargo gritando:

—¡Dicen que no nos robarán ni nos matarán a los cuatro! Desde luego mienten, y lo harán, pero esperarán a que los cuatro les hayamos alimentado. Por amor de Alá, continuemos dándoles comida mientras quede. ¡Los cuatro!

Lo que más me preocupaba era la ruina que tenía dentro de la cabeza, pero supuse confusamente que Narices me estaba pidiendo también a mí que demostrara algo de vida y de actividad. O sea que me puse en pie medio tambaleándome y conseguí verter algunos albaricoques secos en un vaso de agua para reblandecerlos. Oí que tío Mafio gritaba también.

—¡Tenemos que obedecer, los cuatro! Pero luego, mientras ellos se atraquen de comida, tenemos que buscar los cuatro una oportunidad para recuperar nuestras espadas y luchar.

Finalmente comprendí el mensaje que él y Narices intentaban comunicarnos. Aziz no estaba entre nosotros. Cuando los karauna nos atacaron vieron cuatro tiendas y sacaron a rastras de ellas a cuatro hombres, y ahora tenían a cuatro cautivos que cumplían obedientes sus órdenes. Esto fue porque yo había desmontado la tienda de Aziz. Cuando me sacaron de la mía, Aziz pudo haber salido también cogido a mí, pero no fue así. Y debió de entender lo que pasaba, es decir que continuaría escondido, a no ser que… El chico era valiente. Podía intentar alguna salida desesperada…

Uno de los karauna nos bramó algo. Una vez satisfecha su sed parecía encantarle vernos convertidos en sus esclavos. Se golpeó el pecho con los puños como un conquistador victorioso y nos dirigió a gritos un largo discurso narrativo, que Narices nos tradujo con un hilo de voz:

—Los mongoles los han perseguido tanto que estaban casi muertos de sed y de hambre. Han abierto varias veces las venas de sus caballos para beber sangre y continuar. Pero los caballos se han debilitado tanto que renunciaron a esto, aunque al final les cortaron las orejas y se las comieron. Ayy, mashallah, che arz konam!… —y finalizó su traducción con otro torrente de plegarias.

La confusión también disminuyó, y los siete karauna dejaron de dar vueltas a la fuente, permitieron que sus maltratados caballos se acercaran a ella, y se fueron al lugar donde habíamos puesto la comida, alrededor del fuego. Con dientes al aire y gruñidos guturales nos indicaron que nos quedáramos de pie a un lado, para no molestarlos. Los cuatro nos retiramos, y los karauna se arrojaron babeando sobre las provisiones, pero en aquel instante estalló una confusión indescriptible. Tres caballos más emergieron de un salto de las tinieblas llevando a tres jinetes que gritaban agitando en el aire sus espadas.

¡La patrulla mongol había regresado! Mejor dicho: los mongoles se habían quedado todo el rato vigilando en algún lugar próximo, y ni yo mismo, el guarda del campamento, había sospechado su presencia. Sabían que éramos un cebo irresistible para los karauna, y se habían limitado a esperar a que los bandidos cayeran en la trampa.

Los karauna, aunque fueron sorprendidos de improviso, desmontados y con la atención fija en la comida que tenían delante, ni se rindieron al momento ni cayeron ante las relucientes espadas. Dos o tres de los sucios hombres marrones se tiñeron mágicamente de rojo brillante ante nuestros ojos, al brotar la sangre de las heridas que recibieron de los mongoles. Pero ellos, al igual que los que habían quedado indemnes, desenvainaron también sus espadas.

Los mongoles que habían irrumpido montados a caballo sólo pudieron asestar estos golpes rápidos antes de que sus monturas los llevaran más allá del escenario. Sin girar sus caballos, se deslizaron de las sillas para continuar la lucha a pie. Pero los karauna se habían apresurado tanto para sentarse a comer que no habían trabado ni atado ni desensillado sus monturas. La tentación de resistir y luchar debió de ser muy grande porque tenían la comida delante suyo y eran siete contra tres. Probablemente el motivo de su fuga fue que estaban débiles por el hambre, y sabían que tres mongoles bien alimentados podían muy bien con ellos; lo cierto es que saltaron a horcajadas sobre sus tristes caballos, cruzaron sus armas con los mongoles, que ahora estaban en el suelo, espolearon sus caballos y saltaron del círculo de luz en la dirección desde la cual me habían arrastrado.

Los mongoles tuvieron la consideración de pararse el tiempo suficiente para echarnos una ojeada y comprobar que no estábamos heridos visiblemente, luego cogieron sus caballos, montaron de un salto y salieron en persecución de los bandidos. Todo sucedió en medio de un tumulto tan furioso, desde mi tortazo hasta el retorno repentino de la calma del oasis, que parecía como si una tormenta del desierto, un simún, se hubiera abatido sobre nosotros, nos hubiese hecho un lío a todos y hubiera seguido inmediatamente su curso.

Gèsu… —exhaló mi padre.

Al-hamdo-lillah… —rezó Narices.

—¿Dónde está el niño, Aziz? —me preguntó tío Mafio.

—Está a salvo —dije en voz alta para que se oyera sobre el tintineo que todavía resonaba en mi cabeza—. Está en mi tienda.

E hice señas hacia el lugar por donde habían marchado los caballos y en donde no se había posado todavía el polvo que ellos habían levantado.

Cuando mi tío se hubo puesto alguna ropa marchó corriendo en aquella dirección. Mi padre vio que yo me restregaba la cabeza, se me acercó, la tocó y dijo que tenía un buen chichón. Ordenó a Narices que pusiera a calentar un cazo de agua.

Entonces mi tío llegó corriendo desde las tinieblas y gritando:

—¡Aziz no está! ¡Está su ropa, pero él ha desaparecido!

Mi padre y mi tío dejaron a Narices para que me bañara la cabeza y me vendara un emplasto de ungüento sobre ella, y fueron en busca del niño. No lo encontraron. Tampoco lo encontramos los demás, Narices y yo, cuando nos juntamos a ellos, a pesar de recorrer una y otra vez metódicamente todo el oasis. Nos reunimos en conferencia e intentamos reconstruir lo sucedido.

—Sin duda salió de la tienda. A pesar de ir desnudo y del frío.

—Sí, debió de pensar que más tarde o más temprano la saquearían.

—Es decir que buscó un lugar más seguro para esconderse.

—Lo más probable es que se acercara sigilosamente a nosotros para ayudarnos.

—En todo caso cuando los karauna huyeron repentinamente él estaba en lugar descubierto.

—Y ellos lo vieron, lo cogieron y se lo llevaron.

—Lo matarán a la primera oportunidad —dijo tío Mafio con voz afligida—. Lo matarán de algún modo bestial, porque sin duda están furiosos pensando que nosotros montamos esta emboscada.

—Quizá no tengan tiempo. Los mongoles les están pisando los talones.

—Los karauna no matarán al niño, sino que lo guardarán como rehén. Como un escudo para defenderse de los mongoles.

—Y si los mongoles no atacan, suponiendo que así sea —dijo mi tío—, imaginad lo que harán los karauna a este niño.

—Mejor que no lloremos hasta que alguien sufra daño —dijo mi padre—. Pero sea cual fuere el resultado, tenemos que estar allí. Narices, quédate aquí. ¡Mafio, Marco, montemos!

Golpeamos con los palos nuestros camellos, y como nunca los habíamos hostigado, los animales se sorprendieron tanto que no pensaron en protestar ni resistir, sino que partieron a galope tendido y lo mantuvieron. A consecuencia de aquel movimiento mi cabeza parecía rebotar contra el extremo superior de mi espina dorsal con una pulsación terriblemente dolorosa, pero no me quejé.

En la arena los camellos corren más que los caballos, o sea que alcanzamos a los mongoles bastante antes del alba. De todos modos también habríamos dado con ellos porque regresaban tranquilamente al oasis. La niebla seca se había abatido ya sobre el suelo y los vimos desde cierta distancia a la luz de las estrellas. Dos de ellos iban a pie conduciendo sus caballos y sosteniendo al tercero en su silla, que se bamboleaba y doblaba sobre ella, porque estaba sin duda malherido. Los dos nos dijeron algo cuando nos acercamos y movieron las manos en la dirección de donde venían.

—¡Es un milagro! ¡El niño está con vida! —dijo mi padre y fustigó con mayor fuerza su camello.

No nos detuvimos para hablar con los mongoles, sino que proseguimos nuestra marcha hasta que vimos formas negras e inmóviles esparcidas por la arena. Eran los siete karauna y sus caballos, todos muertos, llenos de rajas y de flechazos; algunos hombres estaban separados de sus manos cortadas, que empuñaban todavía las espadas. Pero no nos ocupamos de ellos. Aziz estaba sentado en la arena, en un gran charco formado por la sangre de uno de los caballos caídos, y estaba recostado sobre su silla. Había cubierto su cuerpo desnudo con una manta que debió de sacar de una albarda, y estaba empapado de sangre. Saltamos de nuestros camellos antes de que acabaran de arrodillarse y corrimos hacia él. Tío Mafio, con el rostro cubierto de lágrimas, acarició cariñosamente el cabello del niño y mi padre le puso la mano sobre el hombro y los tres exclamamos llenos de admiración y alivio:

—¡No tienes nada!

—Gracias sean dadas al buen san Zudo de los Imposibles.

—¿Qué te sucedió, querido Aziz?

Él contestó con su vocecita de pájaro más tranquila de lo corriente:

—Me fueron pasando del uno al otro mientras cabalgaban, para que cada uno tuviera su turno sin disminuir la marcha.

—¿Y no te han hecho daño?

—Tengo frío —dijo Aziz con indiferencia.

De hecho estaba temblando violentamente debajo de aquella manta raída.

Tío Mafio insistió ansiosamente:

—¿No… no abusaron de ti? ¿Aquí?

Puso una mano sobre la manta, entre los muslos del niño.

—No, no hicieron nada de esto. No les dio tiempo. Y creo que estaban demasiado hambrientos. Y luego los mongoles nos alcanzaron. —Hizo pucheros con pálido rostro como si fuera a llorar—. Tengo tanto frío…

—Sí, sí, muchacho —dijo mi padre—. Pronto te recuperarás con nosotros. Marco, quédate con él y confórtale. Mafio, ayúdame a buscar estiércol para hacer fuego.

Me quité el alba y la extendí sobre el niño para darle más calor, sin preocuparme de la sangre que empezó a empaparlo. Pero él no se arropó con este abrigo. Se quedó donde estaba, recostado en la silla tumbada, con sus piernecitas estiradas ante él y sus manos flojas a ambos lados. Intenté animarle y alegrarle diciendo:

—Todo este rato, Aziz, he estado pensando en el curioso animal que yo tenía que acertar.

Una débil sonrisa se formó brevemente sobre sus labios.

—No supiste cómo contestar a mi acertijo, ¿verdad, Marco?

—Sí, me rendí. Pregúntame otra vez.

—Un ser del desierto… que reúne en sí mismo… las naturalezas de siete animales distintos. —Su voz se hundía de nuevo en la indiferencia—. ¿No puedes adivinarlo todavía?

—No —respondí con el ceño fruncido como antes, y fingiendo que exploraba a fondo mi mente—. No, me rindo, no puedo.

—Tiene la cabeza de un caballo… —dijo lentamente, como si le costara recordar, o le costara hablar—. Y el cuello de un toro… las alas de un ruj… el vientre de un escorpión… los pies de un camello… los cuernos de una qazel… y las… las grupas… de una serpiente…

Me preocupaba esta insólita falta de vivacidad, pero no podía discernir a qué se debía. A medida que su voz bajaba, sus párpados se cerraban. Yo le apreté el hombro para animarlo y dije:

—Debe de ser un animal muy maravilloso. Pero ¿qué es? Aziz, explícame el acertijo. ¿Qué es?

El niño abrió sus bellos ojos, me miró, sonrió y dijo:

—No es más que la langosta común.

Luego cayó de repente hacia adelante y su rostro chocó con la arena que tenía entre las rodillas, como si pudiera plegarse por la cintura. Se notó un aumento repentino y perceptible del hedor a sangre y a olores corporales y a estiércol de caballo y a excrementos humanos. Horrorizado me puse en pie de un salto y llamé a mi padre y a mi tío. Vinieron corriendo y se quedaron mirando con ojos incrédulos al niño.

—Ninguna persona viva puede doblarse así y caer de plano —exclamó mi tío con horror.

Mi padre se arrodilló, cogió una de las muñecas del niño y la sostuvo un momento, luego nos miró y movió tristemente la cabeza.

—¡El niño ha muerto! ¿Pero de qué? ¿No dijo que no le habían hecho daño? ¿Que sólo se lo fueron pasando mientras cabalgaban?

Yo levanté las manos con un gesto de impotencia:

—Estuvimos charlando. Luego cayó así, hacia adelante. Como un muñeco de serrín que ha perdido todo el serrín.

Mi tío se apartó sollozando y tosiendo. Mi padre cogió delicadamente al niño por los hombros y lo levantó, recostando de nuevo su cabeza inerte contra la silla y con una mano lo sostuvo para que no se cayera mientras con la otra quitaba las ropas empapadas de sangre. Luego mi padre hizo un ruido como de vómito y murmuró repitiendo lo que el niño nos había contado:

—Los karauna estaban hambrientos —y retrocedió con un movimiento de asco, dejando que el cuerpo del niño cayera de nuevo hacia adelante, pero no sin que antes yo también lo viera.

Lo que le había sucedido a Aziz no puedo compararlo a nada excepto a un antiguo cuento griego que me habían contado en cierta ocasión en la escuela sobre un robusto niño de Esparta y un cachorro voraz de zorro que llevaba escondido bajo su túnica.

6

Dejamos los cuerpos de los karauna donde estaban, como carroña para los picos de cualquier buitre que pudiera encontrarlos. Pero nos llevamos el pequeño cuerpo de Aziz, mordido, desventrado y parcialmente devorado, y nos dirigimos de nuevo al oasis. No quisimos dejarle sobre la superficie de arena, ni enterrarlo debajo suyo, porque nada puede enterrarse tan profundamente en la arena que el viento no consiga cubrirlo y descubrirlo continuamente, tan indiferente con cualquier objeto como con el estiércol de camello que dejan las caravanas.

Mientras regresábamos al oasis pasamos por el borde blanco de un pequeño pan de sal y nos detuvimos allí. Llevamos a Aziz sobre la tierra temblorosa, envuelto en mi aba como en un sudario y encontramos un lugar donde pudimos romper la costra brillante, y depositamos a Aziz sobre el lodo movedizo que apareció debajo. Le dijimos nuestro adiós y le rezamos algunas plegarias durante el tiempo que tardó el pequeño fardo en hundirse y desaparecer de nuestra vista.

—La placa de sal volverá a cerrarse pronto encima suyo —reflexionó mi padre—. Descansará debajo sin que nada lo altere, ni la corrupción, porque las sales impregnarán su cuerpo y lo conservarán.

Mi tío, rascándose distraídamente el codo, dijo con resignación:

—Incluso pudiera ser que esta tierra, como otras que he visto, se levante con el tiempo, se quiebre y rehaga su topografía. Algún futuro viajero quizá lo encuentre dentro de unos siglos y contemple su dulce rostro y se pregunte cómo fue que un ángel del cielo cayera a la Tierra y lo enterraran aquí.

Ésta despedida era la mejor que podía pronunciarse para el difunto. Dejamos, pues, a Aziz, montamos de nuevo y continuamos la marcha. Cuando regresamos al oasis Narices llegó corriendo, lleno de pena y preocupación, y luego deshaciéndose en lamentos cuando vio que volvíamos los tres solos. Le contamos, con las menos palabras posibles, cómo habíamos sido privados del miembro más pequeño de nuestro grupo. Él murmuró algunas plegarias musulmanas con aspecto adecuadamente triste y apesadumbrado, y luego nos dirigió una condolencia musulmana típicamente fatalista:

—Que vuestras vidas se alarguen, oh buenos amos, con los días que el niño ha perdido, Inšallah.

En aquel entonces el sol se encontraba ya en el punto más alto, y además estábamos cansados y mi cabeza parecía que fuera a estallar de dolor y nos sentíamos incapaces de emprender de nuevo apresuradamente la marcha, o sea que nos preparamos a pasar otra noche en aquel oasis, que ya no era un lugar de felicidad para nosotros. Los tres mongoles nos habían precedido, y Narices continuó dedicándose a lo que estaba haciendo cuando llegamos: ayudar a aquellos hombres a limpiar, untar y vendar sus heridas.

Éstas heridas eran numerosas, pero ninguna era muy seria. El hombre que en principio parecía peor herido sólo tuvo los sesos revueltos temporalmente cuando un caballo le dio una patada en la cabeza en la refriega final con los karauna; estaba ya muy recuperado. A pesar de ello los tres hombres tenían numerosas heridas de espada, habían perdido mucha sangre y debían de estar muy debilitados, y nosotros suponíamos que se quedarían unos días en el oasis para recuperarse. Pero ellos nos dijeron que eran mongoles, indestructibles e imparables, y que continuarían su marcha.

Mi padre les preguntó adonde se dirigían. Respondieron que no tenían un destino asignado, y que sólo llevaban orden de encontrar, perseguir y destruir a los karauna del Dasht-e-Kavir, y ellos querían continuar con su misión. Mi padre les mostró entonces nuestro passepartout firmado por el gran kan Kubilai. Desde luego ninguno de aquellos hombres sabía leer, pero reconocieron fácilmente el sello distintivo del kan de todos los kanes. Quedaron estupefactos de que estuviera en posesión nuestra, como antes, cuando se sorprendieron de que mi padre y mi tío les hablaran en su lengua, y preguntaron si deseábamos darles alguna orden en nombre del gran kan. Mi padre propuso que llevando nosotros ricos presentes para su señor supremo, ellos podían colaborar en su entrega escoltándonos a caballo hasta Mashhad, y aceptaron con gusto.

Al día siguiente partimos siete personas hacia el noreste. Los mongoles desdeñaban conversar con un vil camellero, y tío Mafio no parecía dispuesto a hablar con nadie y mi cabeza todavía me dolía cuando vibraba al hablar, o sea que sólo mi padre y nuestros tres nuevos compañeros hablaron mientras cabalgábamos, y yo ya tuve bastante con cabalgar cerca de ellos y escucharlos, empezando así a aprender un nuevo idioma.

Lo primero que aprendí fue que el nombre mongol no denota a una raza o a una nación de gentes, el nombre deriva de la palabra mong, que significa valiente, y aunque los tres mongoles de nuestra escolta parecían semejantes entre sí a mis ojos poco expertos, en realidad eran tan distintos como si hubiesen sido venecianos, genoveses y písanos. Uno era de la tribu jalkas, otro de los merkit y el otro de los buriat, tribus que según entendí provenían originalmente de partes muy separadas de los países que el poderoso Chinghiz (jalkas de nacimiento) había unido hacía mucho al empezar a constituir el kanato mongol. Además uno de los hombres era de fe budista, el otro taoísta, religiones de las que yo no sabía nada, y el tercero era, aunque parezca extraño, cristiano nestoriano. Pero al mismo tiempo supe que sea cual fuere el origen tribal de un mongol o su afiliación religiosa o su ocupación militar, nunca se le llama jalka o cristiano o incluso arquero o armero u otra designación semejante. Él se llama siempre mongol, y además orgullosamente: «¡Mongol!», y sólo mongol hay que llamarle, porque serlo supera todo lo que pueda ser por otros conceptos, y el nombre de mongol tiene primacía sobre todos los demás nombres.

Sin embargo mucho antes de que pudiera trabar la más mínima conversación con nuestras tres escoltas, había deducido de su comportamiento algunas de las costumbres y usos curiosos de los mongoles, o quizá dicho con más justeza, algunas de sus bárbaras supersticiones. Cuando estábamos todavía en el oasis, Narices les había propuesto que se lavasen la sangre, el sudor y la porquería acumulados largo tiempo en sus ropas, para quedar frescos y limpios en la próxima fase de su viaje. Ellos rechazaron la propuesta indicando que era imprudente lavar un artículo de ropa cuando uno estaba fuera de casa, porque podía provocar una tempestad. Sin embargo ninguna persona con un poco de sentido común se molestaría si cayera algún tipo de precipitación húmeda en aquel desierto reseco y requemado, por misterioso que fuera su origen. Pero los mongoles, que no temen nada bajo el cielo, se asustan tanto con el trueno y los relámpagos como los niños o las mujeres más apocadas.

Además, mientras estábamos todavía en aquel oasis con agua abundante los tres mongoles nunca se dieron un baño completo y refrescante, aunque Dios sabe cómo lo necesitaban. Se les había formado una corteza tal que casi crujía, y su aroma podría haber ahuyentado a un chacal. Pero lo único que se lavaban era la cabeza y las manos, y esta pequeña ablución la hacían de modo perentorio. Uno de ellos metía una calabaza en la fuente, pero no llegaba a utilizar toda el agua de la calabaza. Chupaba el agua hasta llenarse la boca, la guardaba allí y luego la iba escupiendo en las manos juntas, un pequeño escupitajo cada vez: con el primero se humedecía el pelo, con el siguiente las orejas, y así sucesivamente. Sin duda esto no se debía a ninguna superstición sino al afán de conservación, una costumbre impuesta por un pueblo que ha de pasar gran parte de su tiempo en una tierra árida. Pero creo que hubieran sido personas más aceptables socialmente si hubiesen dejado de lado estas limitaciones cuando ya no eran necesarias.

Otra cosa. Aquéllos tres hombres llegaron procedentes del noreste cuando nos encontraron. Ahora avanzábamos todos en aquella misma dirección, ellos también, obligatoriamente, pero insistieron en que cabalgáramos a un lado de su primera pista, a un farsaj de distancia de ella, porque según nos dijeron era de mal agüero volver exactamente por el mismo camino recorrido a la ida.

También nos informaron que era muy funesto que durante la primera noche que acampábamos juntos un miembro de la expedición se sentara con la cabeza inclinada, como de pena, o que apoyara la mejilla o la barbilla en la mano como si estuviera meditando. Esto, según dijeron, podía causar tristeza en todo el grupo. Y mientras lo decían, miraban inquietos a tío Mafio, que estaba sentado precisamente de aquel modo y que desde luego tenía un aire desolado. Mi padre o yo podíamos alegrarlo un momento y conseguir que se mostrara sociable, pero pronto volvía a hundirse en la melancolía.

Durante mucho tiempo después de la muerte de Aziz mi tío apenas habló, suspiraba a menudo y se mostraba afligido y triste. Yo había intentado antes adoptar una actitud tolerante hacia su naturaleza poco masculina, pero ahora me sentía más inclinado a demostrar un desprecio divertido y exasperado. No hay duda de que si un hombre puede encontrar el placer sensual únicamente con personas de su sexo también puede hallar un amor profundo y duradero con alguna de estas personas, y un sentimiento auténtico de este tipo, como los casos más convencionales de verdadero amor, puede apreciarse, admirarse y alabarse. Sin embargo tío Mafio sólo había tenido un único e insignificante encuentro sexual con Aziz, y aparte de esto no había tenido más intimidad con el niño que el resto de nosotros. Todos estábamos afligidos por Aziz, y llorábamos su pérdida. Pero que tío Mafio continuara igual, y que lo hiciera como un hombre llora a una esposa perdida al cabo de muchos años de feliz matrimonio era algo lúgubre, ridículo e impropio. Él continuaba siendo mi tío y yo continuaría tratándole con el debido respeto, pero en mi interior había llegado a la conclusión de que su exterior macizo, corpulento y fuerte no contenía en su interior mucha sustancia.

Nadie podía estar tan triste como yo por la muerte de Aziz, pero me daba cuenta de que mis motivos eran principalmente egoístas, y que no me daban derecho a quejarme en voz alta. Un motivo era que había prometido tanto a Sitaré como a mi padre que guardaría al niño de todo mal, y no lo había cumplido. Por ello no estaba seguro si me sentía más apenado por su muerte o por mi fracaso como guardián. Otro de mis motivos egoístas era que me apenaba que hubiesen arrancado de este mundo a una persona cuya existencia valía la pena conservar. Sí, ya sé que cuando alguien muere, todo el mundo se apena, pero no por ello el motivo es menos egoísta. Nosotros, los supervivientes, nos quedamos sin la persona que acaba de morir. Pero él o ella se queda sin nada, sin las demás personas, sin todas las cosas que vale la pena tener, sin el mundo entero y todo lo que contiene, y se queda privado en un instante, y una pérdida así merece unos lamentos tan altos, grandes y duraderos que quienes nos quedamos en el mundo somos incapaces de expresarlos.

Aún tenía otro motivo egoísta para lamentar la muerte de Aziz. No podía olvidar el sermón de la viuda Ester: un hombre ha de hacer uso de todo lo que la vida le ofrece para no morir luego echando de menos las oportunidades que desaprovechó. Quizá era una demostración loable de virtud que yo hubiese rechazado el ofrecimiento de Aziz, dejando así sin mancha su castidad. Quizá hubiese sido pecaminoso para mí y reprensible haberlo aceptado, despojando así su castidad. Pero ahora me preguntaba qué importancia tenía esto puesto que en cualquier caso Aziz se habría ido a su tumba con igual rapidez. Si nos hubiésemos abrazado, el hecho habría supuesto un último placer para él y un placer único para mí: lo que Narices había llamado «viaje más allá de lo corriente», y tanto si el resultado era inocuo como inicuo no habría dejado ningún rastro en la sal movediza que todo se lo traga. Pero yo me había negado y si se presentaba de nuevo una oportunidad semejante en el resto de mi vida no me la ofrecerla ya el bello Aziz. Éste había desaparecido y aquella oportunidad se había pedido y en aquel momento, no en un imaginario y futuro lecho de muerte, en aquel memento me sabía mal haberla perdido.

Pero yo estaba vivo. Y mi tío, mi padre, yo y nuestros compañeros continuamos el viaje, porque esto es lo único que podemos hacer los vivientes para olvidar la muerte, o para desafiarla.

No se nos acercó ningún karauna más, ni ningún otro peligro nos acechó y ni siquiera nos encontramos con otros viajeros durante el resto de nuestra travesía por el desierto. O nuestra escolta mongol había sido innecesaria o su presencia había desalentado otros ataques. Salimos finalmente de las tierras bajas arenosas, alcanzamos las montañas Binalud, y ascendimos por esta cordillera hasta Mashhad. Era una ciudad bonita y agradable, algo mayor que Kashan, y sus calles estaban ocupadas por hileras de árboles chinar y moreras.

Mashhad es una de las grandes ciudades sagradas del Islam persa, porque un mártir muy venerado de los antiguos tiempos, el imán Riza, está enterrado en una masyid muy adornada de esta ciudad. La visita piadosa de un musulmán a Mashhad le permite anteponer el prefijo de Meshadi a su nombre, al igual que un peregrinaje a La Meca le da derecho a que le llamen Hayyi. La mayor parte de la población de la ciudad estaba formada por peregrinos de paso, y por ello Mashhad tenía posadas tipo caravasar muy limpias y confortables. Nuestros tres mongoles nos condujeron a una de las mejores, y ellos mismos pasaron allí una noche antes de reanudar sus patrullas en el Dasht-e-Kavir.

En este caravasar los mongoles demostraron una más de sus costumbres. Mientras que mi padre, mi tío y yo nos alojamos agradecidos dentro de la posada, y nuestro camellero Narices se alojó agradecido en el establo con sus animales, los mongoles insistieron en extender sus jergones enrollables al aire libre, en el centro del patio, y ataron sus caballos a estacas que clavaron a su alrededor. El posadero de Mashhad les permitió esta excentricidad, pero algunos no lo aceptan. Más tarde descubrí que si el posadero ordena a un grupo de mongoles alojarse bajo techado como personas civilizadas, ellos lo hacen a regañadientes, pero no aceptan nunca la cocina del caravasar. Encienden un fuego en medio de su habitación, ponen un trípode encima y se hacen ellos mismos la comida. Al caer la noche no descansan en las camas que les han preparado, sino que despliegan sus alfombras y mantas y duermen en el suelo.

Bueno, entonces también yo podía entender en cierto modo la resistencia de los mongoles a residir bajo un techo fijo. Tanto yo como mi padre y mi tío después de la larga travesía del Gran Desierto de Sal, nos habíamos acostumbrado a los espacios sin límites, a los movimientos sin traba, al silencio infinito y al aire limpio del exterior. Al principio nos entusiasmó el frescor del baño en el hammam y el masaje posterior, y nos gustó que nos cocinaran la cena y que nos la presentaran los criados, pero pronto el ruido, la agitación, el alboroto de la vida bajo techado empezaron a incomodarnos. El aire estaba como estancado y parecía que las paredes nos apretaran demasiado y los demás huéspedes del caravasar se nos antojaron una multitud terriblemente parlanchina. Sobre todo el humo que se metía por todas partes atormentaba a tío Mafio, quien tenía esporádicos ataques de tos. Es decir, que si bien la posada estaba bien equipada y Mashhad era una ciudad estimable, sólo nos quedamos allí el tiempo suficiente para cambiar de nuevo nuestros camellos por caballos y para repostar nuestros equipos y raciones de viaje; luego reanudamos nuestra marcha.