MANZI
1
La tempestad del escándalo fue amainando gradualmente. La corte de Kanbalik, como un navío escorado peligrosamente, se fue enderezando poco a poco y estabilizó su rumbo. Tengo entendido que Kubilai no intentó nunca pasar cuentas con su primo Kaidu por su supuesta intervención en los recientes atropellos. Kaidu quedaba muy lejos, en occidente, y se había disipado ya el peligro de su posible participación. Es decir, que el gran kan se contentó con dejar las cosas en su lugar, y dedicó sus energías a limpiar la porquería acumulada en su propio umbral. Empezó prudentemente dividiendo los tres cargos distintos del difunto Achmad entre tres hombres diferentes. A la responsabilidad de su hijo Chingkim como wang de la ciudad añadió la de actuar de vicerregente en las ausencias del gran kan. Promovió a mi antiguo compañero de guerra Bayan al rango de primer ministro, pero éste prefería quedarse en el campo como orlok en activo y en definitiva este cargo acabó gravitando sobre el príncipe Chingkim. Kubilai quizá hubiera deseado que otro árabe reemplazara a Achmad como ministro de Finanzas, o que lo hiciera un persa o un turco o un bizantino, porque tenía en muy buena opinión las capacidades financieras de los musulmanes, y porque este Ministerio había estado controlado por el onaq musulmán de mercaderes y comerciantes. Sin embargo, la liquidación de los bienes del difunto Achmad produjo otra revelación que amargó para siempre las relaciones del gran kan con los musulmanes. Regía la norma en Kitai, como en Venecia y en todas partes, que el Estado confiscara los bienes de los traidores. Se descubrió así que los bienes del árabe consistían en grandes riquezas de las que se había apropiado fraudulentamente, con desfalcos o abusos de poder, durante su carrera oficial. (Otros bienes suyos, como su colección de pinturas, no salieron nunca a la luz).
La evidencia irrefutable de la larga duplicidad de Achmad irritó tanto a Kubilai, confirmando sus primeras impresiones, que nombró ministro de Finanzas a un anciano erudito han, conocido mío, el matemático de la corte Linan. Kubilai empezó a detestar tanto a los musulmanes que proclamó nuevas leyes limitando severamente la libertad de los musulmanes de Kitai, reduciendo la extensión de sus actividades mercantiles, prohibiéndoles practicar la usura como antes, y rebajando sus exorbitantes beneficios. Obligó también a los musulmanes a renunciar públicamente al texto de su sagrado Corán que les permite estafar, engañar y matar a quienes no pertenezcan al Islam. Aprobó asimismo una ley que obligaba a los musulmanes a comer cerdo, si se lo servía un anfitrión o posadero. Creo que esta ley no se obedeció nunca mucho, ni se aplicó de modo muy estricto. Y sé que las demás leyes envenenaron las ideas de muchos musulmanes, ricos y poderosos, residentes en Kanbalik. Lo sé porque los oí murmurar imprecaciones, no contra Kubilai, sino contra nosotros los «infieles Polo» considerándonos culpables de incitarle a perseguir a los musulmanes.
Desde que yo había regresado de Yunnan a Kanbalik, no me había parecido la ciudad un lugar muy hospitalario ni agradable. Ahora el gran kan, ocupado con tantas cosas, como el nombramiento de un wang y de magistrados y prefectos en la recién adquirida Manzi, no me asignaba ningún trabajo para él, y la Compagnia Polo no tenía tampoco necesidad de mí. El nombramiento de nuestro antiguo conocido Linan como ministro de Finanzas no había provocado ninguna interferencia con las actividades comerciales de mi padre. En todo caso la supresión de los negocios musulmanes había supuesto un aumento de los suyos, pero él podía muy bien dirigirlos todos personalmente. En aquel momento estaba ocupado cogiendo las riendas de las iniciativas que Mafio había dirigido, y formando a nuevos inspectores para los talleres de kaši que habían fundado Ali-Babar y Mar-Yanah. Es decir, que yo no tenía nada que hacer, y se me ocurrió que si abandonaba Kanbalik un tiempo quizás aliviaría algo las inquietudes y rencores locales todavía latentes. Fui a ver al gran kan y le pregunté si tenía alguna misión exterior a la que yo pudiera dedicarme.
Estudió un momento el tema y luego dijo con un tono de divertida malicia:
—Sí, la tengo, y te agradezco que te hayas presentado voluntario. Song se ha convertido ya en Manzi y forma parte de nuestro kanato, pero todavía no ha entregado fondos al tesoro. Nuestro antiguo ministro de Finanzas habría ya tirado la red de su ortaq sobre todo el país, y estaría en estos momentos recibiendo ricos tributos. Puesto que él ya no existe, y ya que tú contribuíste a su desaparición, considero muy lógico que te ofrezcas voluntario para ocupar su lugar. Irás a la capital de Manzi, Hangzhou, e introducirás algún sistema de cobro de tasas que satisfaga nuestro tesoro imperial y que no deje demasiado descontenta a la población de Manzi.
Ésta misión superaba con creces a la que yo hubiera querido para mí. Le dije:
—Excelencia, no sé nada sobre tasas…
—Entonces dale otro nombre a la cosa. El antiguo ministro de Finanzas lo llamó tarifa sobre transacciones comerciales. Tú lo puedes llamar impuesto o exacción, o benevolencia involuntaria, como quieras. No te pido que extraigas la última gota de sangre de las venas de estos súbditos recién anexionados. Pero espero que todas las familias de todas las provincias de Manzi paguen una cantidad respetable como tributo.
—¿Cuántas cabezas hay allí, excelencia? —Incluso me arrepentía de haber pedido audiencia—. ¿Qué cantidad consideráis respetable?
Él replicó secamente:
—Supongo que podrás contar tú mismo las cabezas cuando llegues allí. En cuanto a la cantidad muy pronto te comunicaré si es o no de mi agrado. Ahora no te quedes aquí mirándome y dando boqueadas como un pez. Me pediste una misión. Te acabo de confiar una. Todos los documentos necesarios de nombramiento y autoridad estarán listos cuando estés a punto de partir.
Partí hacia Manzi sin más entusiasmo que cuando lo hice para combatir en Yunnan. Entonces no podía saber que iba a vivir los años más felices y satisfactorios de toda mi vida. En Manzi, como antes en Yunnan, cumpliría a la perfección la misión que se me había encomendado, y me ganaría de nuevo el aplauso del kan Kubilai, y me haría rico de modo estrictamente legal, por derecho propio, por obra mía y no simplemente como socio de la Compagnia Polo, y me confiarían otras misiones, y también las llevaría a término.
Pero cuando digo «yo» debería decir «Huisheng y yo», porque Eco Silencioso era ahora mi compañera de viaje, mi buena consejera y mi firme camarada, y si no la hubiese tenido a mi lado no habría podido hacer lo que hice en aquellos años.
La Santa Biblia nos cuenta que Dios Nuestro Señor dijo: «No es bueno que el hombre esté solo: vamos a hacerle una ayuda proporcionada a él». Bueno, ni siquiera Adán y Eva eran totalmente iguales, lo cual yo, después de tantas generaciones no he dejado nunca de agradecer a Dios, y Huisheng y yo éramos físicamente diferentes de muchas maneras más. Pero ningún hombre hubiese podido pedir una ayuda mejor que ella, y debo reconocer sinceramente que muchas de nuestras diferencias se debían a que ella era superior a mí: por su temperamento tranquilo, por su corazón tierno, por una sabiduría que era algo más profundo que la simple inteligencia.
Aunque Huisheng hubiera continuado como esclava y se hubiese limitado a servirme, o aunque se hubiera convertido en mi concubina y se hubiese limitado a satisfacerme, habría sido una adición valiosa e importante a mi vida, y un adorno para ella, y una delicia. Era alguien bello a quien mirar, alguien delicioso a quien amar, alguien alegre y brioso con quien estar. Por increíble que parezca su conversación era un placer digno de disfrutarse. Como me había dicho en cierta ocasión el príncipe Chingkim las charlas de almohada son el mejor sistema para aprender un idioma, y esto era igualmente cierto para un lenguaje de signos y gestos, y sin duda nuestra amorosa intimidad en la almohada hizo más rápido el mutuo aprendizaje de este idioma inventado e hizo su uso más elocuente. Cuando nos acostumbramos a este método de comunicación, descubrí que la conversación con Huisheng rebosaba de rico significado y de sentido común y de matices de ingenio real. En definitiva Huisheng era demasiado brillante y tenía demasiado talento para quedar relegada a alguna de las posiciones subordinadas adecuadas para la mayoría de mujeres, las posiciones que les gusta ocupar y donde su utilidad es mayor.
La privación del sonido había hecho extraordinariamente agudos los demás sentidos de Huisheng. Ella podía ver, sentir, oler o detectar de algún modo cosas que me habrían pasado totalmente por alto y que ella me hacía notar, de modo que yo percibía más cosas que nunca. Para poner un ejemplo muy trivial, en ocasiones cuando paseábamos ella podía salir corriendo de mi lado hacia un ribazo distante donde para mí sólo había hierbajos. Al llegar allí se arrodillaba, arrancaba algo que parecía una hierba vulgar, me lo traía y me enseñaba una flor que aún no se había abierto y que ella guardaba y cuidaba hasta que la ramita florecía y se tornaba bella.
En una ocasión, en los primeros días, cuando estábamos todavía inventando nuestro lenguaje, pasábamos la tarde en uno de los pabellones entre jardines a los que el ingeniero de palacio había llevado tan milagrosamente agua capaz de tocar flautas de cerámica debajo de los aleros. Con dificultad conseguí explicar a Huisheng el funcionamiento de aquello, aunque supuse que ella no tenía la menor idea de lo que era la música, y moví las manos siguiendo el ritmo de aquellos gorgoteos rumorosos. Ella asintió con alegría y supuse que estaba fingiendo que me entendía, para darme gusto. Pero luego me cogió una mano, la aplicó a una de las columnas laterales esculpidas y la sostuvo contra ella haciéndome señales para que me quedara quieto, muy quieto. Así lo hice, con perplejidad, pero cariñosamente divertido, y al cabo de un rato descubrí con enorme sorpresa que estaba captando exactamente las mismas leves vibraciones de la flauta de cerámica de arriba que pasaban por la madera y se hacían perceptibles al tacto. Mi Eco Silencioso me había enseñado un eco realmente callado. Ella podía apreciar los ritmos de aquella música inaudible, podía incluso disfrutar con ellos quizás mejor de lo que yo disfrutaba con mi oído, gracias a la delicadeza de sus manos y de su piel.
Éstas extraordinarias facultades suyas tuvieron un valor incalculable para mí en mis viajes, en mi trabajo y en mi trato con los demás. Esto fue especialmente importante en Manzi, donde se me trató con una desconfianza natural por ser un emisario de los conquistadores y donde tuve que negociar con antiguos señores llenos de resentimiento y con codiciosos jefes de mercaderes y con subordinados hostiles. Huisheng no sólo podía descubrir una flor invisible para los demás sino que a menudo podía discernir los pensamientos, sentimientos, motivos e intenciones inexpresados de una persona. También me los podía revelar, a veces en privado, a veces mientras esa misma persona estaba sentada hablando conmigo, y en muchas ocasiones esto me daba una notable ventaja sobre los demás. Pero en más ocasiones todavía el simple hecho de tenerla a mi lado me daba una ventaja. Los hombres de Manzi, tanto nobles como villanos, no estaban acostumbrados a ver a mujeres sentadas participando en conferencias masculinas. Si la mía hubiese sido una mujer ordinaria, vulgar, voluble, estridente, me habrían desdeñado considerándome un bárbaro grosero o un capón dominado por sus gallinas. Pero Huisheng era un adorno en cualquier reunión, un adorno tan encantador y atractivo (y tan felizmente silencioso) que todo el mundo se comportaba del modo más cortés posible, hacía posturas e incluso cabriolas para lograr su admiración, y sé concretamente que en muchas ocasiones los demás accedían a mis peticiones o aceptaban mis instrucciones o me daban un trato mejor simplemente para ganarse una mirada de aprobación de Huisheng.
Ella viajaba conmigo y adoptó un ropaje que le permitía cabalgar a horcajadas sobre un caballo y siempre iba a mi lado. Era mi buena compañera, mi confidente leal y mi esposa en todos los aspectos excepto en el título. Yo hubiese estado dispuesto en cualquier momento a «romper el plato», como llaman los mongoles al casamiento, porque su ceremonia matrimonial oficiada por un sacerdote chamán culmina en la rotura ceremonial de una pieza de porcelana fina. Pero Huisheng, diferenciándose también en esto de la mayoría de mujeres, no daba ninguna importancia a la tradición, a la formalidad, a la superstición o al ritual. Ella y yo formulamos los votos que se nos antojaron y lo hicimos en privado; esto nos bastó y ella prefirió evitar los anuncios públicos y las inútiles exhibiciones.
Kubilai en cierta ocasión me dio este consejo cuando toqué el tema:
—Marco, no rompas el plato. Mientras no hayas tomado todavía a una primera esposa, todas las personas con las que tengas que tratar asuntos comerciales, negociar un tratado o lo que sea se mostrarán flexibles y conciliadores. Procurarán que les tengas en buen concepto y no pondrán obstáculos a tu buena fortuna, porque alimentarán la secreta esperanza de convertir a su hija o a su sobrina en tu primera esposa y madre de tu principal heredero.
Éste consejo hubiese bastado para que me apresurara a romper un plato con Huisheng, porque yo despreciaba totalmente la posibilidad de ordenar mi vida de acuerdo con los dictados de los «buenos negocios». Pero Huisheng señaló, con cierto énfasis, que si ella fuera esposa se vería obligada a aceptar algunas tradiciones, por lo menos las referentes a la subordinación de la mujer, y ya no podría cabalgar alegremente a mi lado, sino que debería viajar en un palanquín cerrado, suponiendo que pudiera desplazarse alguna vez, y ya no podría ayudarme en mis conferencias de trabajo con otros hombres, y la tradición le prohibiría…
—¡Basta, basta! —dije riendo al ver su agitación.
Cogí sus dedos y detuve su movimiento y le prometí que por nada del mundo me casaría con ella.
Nos quedamos, pues, como simples amantes, lo que quizá sea el mejor tipo de matrimonio posible. Yo no la trataba como a una esposa, como a una inferior, sino que le concedía plena igualdad conmigo y ella insistía en que los demás hicieran lo mismo con ella. (Quizá esto no fuera tan liberal por parte mía como suena, puesto que yo reconocía perfectamente sus muchos puntos de superioridad, y quizá otras personas perspicaces se daban cuenta de lo mismo). Pero la trataba como a una esposa, una esposa muy noble, regalándole joyas, jade y marfil, y la ropa más rica y adecuada, y le di como montura personal una magnífica yegua blanca perteneciente a los «caballos dragones» del propio kan. Sólo le impuse una regla marital: que no enmascararía nunca su belleza con cosméticos, a la moda de Kanbalik. Ella la cumplió y su tez de flor de melocotón no quedó nunca cubierta con polvo de arroz, sus labios de vino de rosas no quedaron descoloridos ni repintados con tintes chillones, ni se depiló nunca sus delicadas cejas. Gracias a esto se convirtió en una mujer fuera de la moda, y ante su belleza radiante todas las demás mujeres maldecían la moda y su esclavitud a los dictados de la moda. Dejé que Huisheng se peinara como le apeteciera, porque no hacía nunca con su cabello nada que no me gustara, y le compré peines enjoyados y agujas para el cabello.
Con el tiempo llegó a poseer un tesoro de joyas, oro, jade y otros objetos digno de una katun, pero siempre apreció un único objeto por encima de los demás. También yo lo apreciaba realmente, aunque a menudo fingía despreciarlo y le pedía que lo tirara. Era algo que yo no le había dado; era una de las pertenencias, patéticamente escasas, que había traído consigo cuando vino a mí: aquel incensario vulgar y poco elegante de porcelana blanca. Lo llevaba siempre consigo a dondequiera que fuéramos, y en cualquier lugar, en un palacio, un caravasar, un yurtu o acampando al aire libre Huisheng se ocupaba siempre de que el dulce aroma del trébol caliente después de una lluvia suave se convirtiera en el acompañamiento de nuestras noches.
Nuestras noches…
Siempre fuimos amantes, nunca hombre y mujer casados. Sin embargo voy a invocar el carácter privado del tálamo matrimonial y rehusaré dar detalles sobre lo que ella y yo hacíamos allí. Me he expresado sin reservas cuando he recordado otras relaciones íntimas que mantuve, pero prefiero dejar en privado algunas cosas entre Huisheng y yo.
Voy a hacer sólo algunas observaciones generales referentes a la anatomía. Esto no violará la esfera privada de Huisheng ni le haría sonrojarse porque ella afirmaba a menudo que no se distinguía físicamente de las demás hembras min, y que estas mujeres no diferían de las han ni de cualquier otra raza nativa de Kitai o de Manzi. En esto disiento de ella. El mismo kan Kubilai había observado en una ocasión que las mujeres min superaban en belleza a todas las demás, y Huisheng sobresalía entre las mismas min. Pero cuando ella repetía con gestos modestos y humildes que sus rasgos y su figura eran simplemente ordinarios yo no objetaba nada, porque la mujer más bella es la que no se da cuenta de que lo es.
Y Huisheng era bella por todas partes. Esto bastaría para describirla adecuadamente, pero debo dar algunos detalles para corregir ideas equivocadas que yo mismo había tenido con anterioridad. He mencionado ya la fina pelusilla que le crecía delante de las orejas y en la nuca, y dije entonces que imaginé la posibilidad de que tuviera abundancia de pelo en otras partes de su cuerpo. Me habría equivocado totalmente si hubiese esperado esto. Huisheng no tenía nada de pelo en las piernas ni en los brazos, ni debajo de los brazos, ni incluso en su alcachofa. Estaba tan limpia en este lugar, tan lisa y sedosa como lo había estado la niña Doris de mi juventud. Esto no me importó en absoluto, porque a un órgano tan accesible se le pueden dedicar atenciones íntimas imposibles con uno peludo, pero le hice algunas preguntas al respecto. ¿Ésta ausencia de pelo era cosa suya, o quizá utilizaba algún mumum para conseguirla? Ella contestó que ninguna mujer min (ni han, ni yi ni de otras razas semejantes) tenía pelo en el cuerpo, o si lo tenía era un rastro imperceptible.
Todo su cuerpo era igualmente infantil. Sus caderas eran estrechas y sus pequeñas nalgas cabían en mis dos manos. Sus pechos también eran pequeños, pero de forma perfecta y bien separados. Yo desde hace tiempo tenía el convencimiento de que las mujeres con grandes pezones y con un considerable halo oscuro a su alrededor eran mucho más sensibles sexualmente que las mujeres con pezones pequeños y pálidos. Los pezones de Huisheng eran diminutos si se comparaban con los de otras mujeres, pero no lo eran si se comparaban con sus pechos, que eran como tazas de porcelana. No eran ni oscuros ni pálidos, sino brillantes, tan rosados como sus labios. Y no indicaban falta de sensibilidad, porque los pechos de Huisheng, al contrario de los de mujeres más grandes que sólo respondían cuando les hacían cosquillas en la punta, tenían una maravillosa sensibilidad en todo el hemisferio. Bastaba con que yo los acariciara en algún lugar para que sus «estrellitas» asomaran tan frescamente como si fueran pequeñas lenguas. Lo mismo pasaba abajo. Quizá debido a la falta de pelo su bajo vientre y los muslos adyacentes eran sensibles en todas partes. Bastaba acariciarlos en algún punto para que por su rajita modesta de doncella emergiera lentamente la bella y rosada «mariposa entre los pétalos», y lo hacía de modo más apreciable y encantador porque no quedaba oculta por ninguna pilosidad.
Nunca supe, y evité preguntarlo, si Huisheng había sido virgen cuando vino por primera vez a mí. Un motivo de esta ignorancia es que ella era casi perpetuamente virginal, como voy a explicar ahora mismo. Otro motivo es que, según me contó, las mujeres de estas razas no llegan nunca al matrimonio con el himen intacto. Están acostumbradas desde la infancia a bañarse, y no sólo por fuera sino también por dentro, utilizando fluidos delicados fabricados con zumos de flores. Su refinamiento superaba en mucho al de las damas venecianas más civilizadas, finas y de gran alcurnia (por lo menos hasta que yo ordenara a las mujeres de mi propia familia veneciana adoptar esta costumbre). Un resultado de una limpieza tan escrupulosa era que el himen de las niñas se iba dilatando de modo gradual e indoloro, se replegaba y desaparecía. De este modo la chica llegaba al tálamo nupcial sin temor a la primera penetración y sin sufrir ningún dolor cuando ésta tenía lugar. Y a consecuencia de ello estas razas de Kitai y de Manzi no daban importancia como otros pueblos al certificado de desfloración consistente en una sábana manchada.
Al hablar de otros pueblos permítaseme observar que los hombres de los países musulmanes guardan como un tesoro una cierta creencia. Creen que cuando mueren y van al cielo, que llaman Djennet, retozarán durante toda la eternidad con anderuns enteros de mujeres celestiales llamadas haura, las cuales entre sus muchos talentos tienen la habilidad de renovar continuamente su virginidad. Los hombres budistas piensan lo mismo de las mujeres devatas con quienes disfrutarán en su celeste tierra pura entre cada vida. Ignoro si existen estas hembras sobrenaturales en el más allá, pero puedo testificar que las mujeres min poseían en esta tierra la maravillosa cualidad de que sus partes no se volvían nunca flojas ni fláccidas. O por lo menos Huisheng tenía esta cualidad.
Su abertura no sólo era pequeña e infantil por fuera, como un hoyuelo de lo más tímido y encantador, sino también por dentro emocionantemente prieta y capaz de estrechar. Y sin embargo también era madura, en el sentido de que era delicadamente musculosa en toda su longitud interior, e impartía no un apretón constante, sino una sensación ondeante y repetitiva que avanzaba de un extremo al otro. Aparte de los demás efectos deliciosos debidos a su pequeñez, cada vez que entraba en Huisheng era como entrar por primera vez. Ella era haura y devala: perpetuamente virginal.
Me di cuenta de algunos de sus únicos caracteres anatómicos en la primera noche que nos acostamos juntos, e incluso antes de copular. Debo decir también en relación a esta primera cópula que no se produjo porque yo tomara a Huisheng sino porque ella se entregó a mí. Yo había mantenido de modo resuelto mi decisión de no pedirle ni apresurar nada, y me había dedicado a cortejarla con toda la galantería y florituras de un trovatore que demuestra su afecto a una dama situada muy por encima de su humilde nivel social. Durante aquel tiempo ignoré a todas las demás mujeres y todo tipo de distracción, y pasé todo el tiempo posible con Huisheng o cerca de ella, y ella se alojó en mis habitaciones, pero los dos dormimos siempre separados. Ignoro qué atracción o atención ganó finalmente su consentimiento, pero sé cuándo sucedió. Fue el día que pasamos en el pabellón de las flautas de cerámica, cuando me enseñó a percibir la música con el tacto y no sólo con el oído. Y aquella noche, trajo por primera vez a mis habitaciones el incensario y lo alumbró al lado de mi cama, y se metió en ella conmigo y, para decirlo de este modo, me dejó de nuevo palpar la música además de oírla, de verla y de gustarla (y de olerla también a través de aquel dulce aroma del incienso, como trébol caliente después de una lluvia suave).
Hubo también otro olor y otro gusto perceptible cuando hice el amor con Huisheng. Aquélla primera noche, antes de comenzar, me preguntó tímidamente si deseaba tener hijos. Sí, realmente hubiese deseado tenerlos de una persona tan preciosa como ella, pero por el hecho de ser ella tan preciosa para mí, no deseé someterla a los horrores del parto y contesté claramente que no. Aquello la dejó algo abatida, pero inmediatamente tomó precauciones contra la eventualidad. Se levantó y cogió un limón muy pequeño, lo peló hasta lo blanco y lo cortó por la mitad. Yo expresé ciertas dudas de que algo tan simple y corriente como un limón pudiese conseguir algo tan difícil como impedir la concepción. Ella sonrió para calmarme y me enseñó cómo proceder. Me entregó el trozo de limón y me pidió que lo aplicara yo mismo. (De hecho a partir de entonces dejó que lo hiciera yo todas las noches que dormimos juntos). Se recostó y abrió las piernas descubriendo la bolsita arrugada de color de melocotón que tenía allí debajo; yo separé suavemente su rajita y metí dentro un trozo de limón. Entonces me di cuenta por primera vez de lo muy pequeña y virginalmente prieta que era, pues se iba ajustando a mi mismo dedo mientras yo empujaba cuidadosa y trémulamente el limón por el cálido canal hasta la firme y lisa protuberancia de su matriz, que el limón acabó cubriendo con ansia y amor.
Cuando retiré la mano, Huisheng sonrió de nuevo, quizá al ver mi rostro sonrojado o al verme sin aliento, y quizá confundió mi excitación por una muestra de preocupación, pues se apresuró a asegurarme que la caperuza de limón era un preventivo de accidentes seguro y cierto. Según dijo se podía demostrar que era superior a cualquier otro sistema, como las semillas de helecho de las mujeres mongoles, o la inserción de una pepita puntiaguda de sal de roca practicada por las bho, o el absurdo sistema de las mujeres hindúes que soplan humo de madera en su interior o el sistema de las mujeres de Champa que obligan a sus hombres a atarse sobre el órgano un sombrerito de caparazón de tortuga. Nunca había oído hablar sobre la mayoría de estos métodos, y no puedo hacer comentarios sobre su utilidad. Pero más tarde tuve pruebas de la eficacia del limón a este respecto. Y también descubrí aquella misma noche que era un método mucho más agradable que la mayoría de los otros, porque daba un aroma y un gusto fresco, ácido y brillante a las partes impecablemente limpias y fragantes de Huisheng y a sus emanaciones y esencias…
Y esto es todo. Ya he dicho que no me detendría en los detalles de nuestros placeres de cama.
2
Cuando partimos para Hangzhou nuestra caravana estaba formada por cuatro caballos y diez o veinte asnos. Uno de los caballos era la briosa yegua blanca de Huisheng; los otros tres, no tan hermosos, eran para mí y para dos escoltas mongoles armados. Los asnos llevaban todo nuestro equipaje, a un escriba han (que escribiría e interpretaría para mí), a una de mis doncellas mongoles (que nos acompañaba para servir a Huisheng) y a dos indeterminados esclavos para las tareas de acampada y otros trabajos duros.
Del cuerno de mi silla pendía otra de las placas de marfil inscritas en oro de Kubilai, pero no abrí las credenciales que me había entregado hasta que estuvimos de camino. Como es lógico estaban escritas en han, para uso de los funcionarios de Manzi a quienes tendría que mostrarla, y por lo tanto ordené a mi escriba que me explicara su contenido. Me dijo, con un tono de cierta admiración, que me habían nombrado agente del tesoro imperial y me habían concedido el rango de guan, o sea, que tendrían que obedecerme todos los magistrados, prefectos y otros funcionarios del gobierno, todos ellos excepto el wang, señor máximo. El escriba añadió a modo de información:
—Amo Polo, quiero decir guan Polo, tendréis derecho a llevar el botón de coral.
Lo dijo como si fuera el mayor honor de todos, pero hasta más tarde no comprendí su significado.
Fue un trayecto fácil, tranquilo, agradable y generalmente llano hacia el sur partiendo de Kanbalik y atravesando la provincia de Zhili, la Gran Llanura de Kitai, una vasta tierra de labranza que se extiende de horizonte a horizonte, pero que está absurdamente dividida y vallada formando minúsculas fincas familiares de sólo un mou o dos de extensión. No había dos familias vecinas de campesinos que se hubiesen puesto de acuerdo sobre la cosecha ideal para aquella tierra y estación, y por lo tanto una parcela era de trigo, la siguiente de mijo, la otra de trébol o de hortalizas o de otra cosa. O sea que aquella nación entera de verdura era en realidad un tablero moteado con todos los matices, colores y tonos del verde. Después del Zhili vino la provincia de Shandong, y las tierras de labor dejaron paso a arboledas de moreras, cuyas hojas alimentan a los gusanos de seda. Procede de Shandong la tela de seda pesada, áspera y muy buscada llamada también shandong.
Observé una cosa en todos los caminos principales de aquella región meridional de Kitai: estaban provistos a intervalos de carteles informativos. Yo no podía leer la escritura han, pero mi escriba me lo traducía. Una columna erigida al lado del camino tenía por ejemplo dos tablas, una señalando en cada dirección, y diciendo la primera: «Hacia el norte, a Gairi, diecinueve lis», y la otra: «Hacia el sur a Zhenning, veintiocho lis». De este modo el viajero sabía siempre dónde estaba, y adonde iba, y de dónde venía (por si lo había olvidado). Los carteles eran especialmente útiles en las encrucijadas donde podía leerse todo un montón de tablas con las listas de todas las ciudades y pueblos existentes en cualquier dirección a partir de allí. Tomé nota de este invento han tan útil, pensando que podría recomendar su adopción en el resto del kanato, o incluso en toda Europa, donde estas cosas eran desconocidas.
Durante la mayor parte de nuestro camino hacia el sur a través de Kitai, cabalgábamos siempre al lado mismo del Gran Canal o teniéndolo a la vista. Éste canal tenía un tráfico intenso y si nos alejábamos algo podíamos ver un extraño espectáculo: barcas y navíos que al parecer surcaban campos de cereales y navegaban entre los árboles frutales. La inspiración o la necesidad de construir aquel canal provino de los cambios continuos que experimentaba el curso del Huang o río Amarillo. A lo largo de la historia escrita, el tramo oriental del río había saltado de un extremo a otro del país como la punta de un látigo, aunque desde luego no tan rápidamente. En uno u otro siglo había desembocado en el mar de Kitai muy al norte de la península de Shandong, a sólo un par de centenares de lis del sur de Kanbalik. Unos siglos después, su inmenso y serpenteante lecho se había desplazado por el mapa como una culebra llevando sus aguas al mar, muy al sur de la península de Shandong, a más de mil lis de distancia de su anterior desembocadura. Para entender el hecho imaginemos un río que corriera por Francia y que en una época vaciara sus aguas en la Bahía de Vizcaya, en el puerto inglés de Burdeos, y que más tarde se retorciera por toda la amplitud de Europa y acabara desembocando en el Mediterráneo, en la República de Marsella. Y en otros momentos de la historia, el río Amarillo se había abierto camino hacia el mar de Kitai en varios puntos intermedios entre estos dos extremos del norte y del sur.
La inconstancia del río había dejado aislados por las tierras que solía atravesar muchos ríos de menor importancia, lagos y lagunas. Algunas de las anteriores dinastías reinantes aprovecharon astutamente este hecho y excavaron un canal para conectar entre sí y aprovechar las aguas existentes, creando una vía navegable que corre aproximadamente de norte a sur por tierra firme, lejos del mar. Creo que hasta hace poco no era más que un canal inconexo y fragmentario, que unía solamente dos o tres poblaciones en cada tramo. Pero Kubilai, o más bien su jefe de excavación del Gran Canal, había reclutado ejércitos de trabajadores, había abierto más cauces y dragado o mejorado los existentes. El canal era, pues, ancho, profundo y permanente, sus orillas estaban bien niveladas y pavimentadas con losas, y disponía de compuertas y aparatos de arrastre para poder cruzar terrenos altos. El canal permitía a embarcaciones de todo tamaño, desde botes sanban hasta navíos chuan de alta mar, recorrer a vela, o remando o remolcados todo el trayecto desde Kanbalik hasta la frontera meridional de Kitai, donde el delta del otro gran río, el Yangzi, desemboca en abanico en el mar de Kitai. El reino de Kubilai se ha extendido ahora al sur del Yangzi, y en consecuencia están prolongando el Gran Canal hasta la capital Manzi, Hangzhou, El Gran Canal era un logro de los tiempos modernos casi tan extraordinario, espectacular y sorprendente como la antigua Gran Muralla, y mucho más útil a la humanidad.
Cuando nuestra pequeña expedición pasó en barca el Yangzi, el río Tremendo, pareció que estuviéramos cruzando un mar de color marrón, tan ancho que apenas podíamos distinguir la línea de un marrón más oscuro que marcaba al otro lado la orilla de Manzi. Me costó recordar que aquél era el mismo río que una pedrada mía había podido atravesarlo, muy al oeste, río arriba, en Yunnan y To-Bhot, donde recibe el nombre de Jinsha.
Hasta entonces habíamos atravesado un país habitado principalmente por han, pero que durante muchos años había estado sometido al dominio mongol. Pero ahora entrábamos en lo que hasta hacía muy poco había sido el Imperio Song, y nos encontrábamos entre gente han cuyos estilos de vida no habían quedado en absoluto influidos o desplazados por la sociedad mongol, más robusta y vigorosa. Desde luego había patrullas mongoles que recorrían el país para mantener el orden y cada centro de población tenía un nuevo jefe, que en general era han, pero que había sido importado desde Kitai e instalado por los mongoles. Pero éstos no habían tenido tiempo de introducir ningún cambio en las formas anteriores del país. Además el Imperio Song se había rendido y convertido en Manzi sin lucha alguna, de modo que el país no había combatido y no estaba asolado ni saqueado. Era una tierra pacífica, próspera y agradable de contemplar. Por lo tanto después de desembarcar en la orilla de Manzi empecé a interesarme todavía más por todo lo que nos rodeaba, y quise ver cómo eran los han en su estado natural, por decirlo así.
El aspecto más notable de todos era su increíble ingenio. En el pasado yo había tendido a denigrar esta cualidad suya, tan loada, porque a menudo había visto que sus inventos y descubrimientos eran muy poco prácticos, como por ejemplo su círculo dividido en trescientos sesenta y cinco segmentos y un cuarto. Pero me impresionó más la inteligencia de los han en Manzi, y la mejor demostración de ella me la dio un próspero terrateniente que me guió por sus propiedades, en las afueras de la ciudad de Suzhou. Me acompañaba el escriba, quien traducía para mí.
—Una gran finca —dijo nuestro anfitrión, moviendo en círculo los brazos.
Quizá lo era en un país donde el campesino poseía en promedio un miserable mou o dos de tierra. Pero se habría considerado ridículamente pequeña en cualquier otro lugar, por ejemplo en el Véneto donde las propiedades se miden en extensiones de zonte. Lo único que podía ver allí era una parcela apenas suficiente para contener la propia chabola del propietario, de una habitación, que era su «casa de campo», pues ya tenía una mansión de categoría en Suzhou, y un atiborrado huerto al lado de la chabola, un emparrado lleno de uva, unas desvencijadas pocilgas, un estanque de tamaño no superior al menor de los estanques de un jardín de palacio en Kanbalik, y una pequeña arboleda, que estaba formada, según deduje al ver sus ramas retorcidas como puños, por simples moreras.
—Kankan! ¡Mirad! ¡Mi huerto, mis pocilgas, mi viña y mi piscifactoría! —dijo orgullosamente como si describiera una entera prefectura, fértil y próspera—. Produzco seda, cerdos, el pescado zujin y vino de uva, cuatro elementos básicos para una vida feliz.
Convení en que lo eran, pero comenté que no veía allí mucho espacio para producir una cantidad provechosa de estos elementos, y que además me extrañaba mucho ver aquel cuarteto de cosechas juntas.
—Las cuatro se apoyan y se incrementan mutuamente —dijo algo sorprendido—. Así no se precisa mucho terreno para producir una cosecha abundante. Habéis visto mi casa de la ciudad, guan Polo, y por lo tanto sabéis que soy rico. Mi riqueza proviene íntegramente de esta finca.
No pude contradecirle, por lo tanto le pregunté cortésmente que me explicara sus métodos agrícolas, pues debían de ser magistrales. Empezó contándome que en el diminuto huerto cultivaba rábanos.
Esto me sonó tan vulgar que murmuré:
—No me habíais hablado de este elemento básico de una vida feliz.
—No, no, no son para la mesa, guan, ni para el mercado. Los rábanos son únicamente para la uva. Si se guardan las uvas en un pote de raíces de rábano, se conservan frescas, dulces y deliciosas durante meses si es preciso.
Continuó. La parte superior de los rábanos, las hojas verdes, las daba de comida a los cerdos. Las pocilgas estaban situadas más arriba del huerto de moreras y los excrementos de los cerdos bajaban colina abajo por unos surcos revestidos de tejas fertilizando los árboles. Las hojas estivales y verdes de los árboles alimentaban a los gusanos de seda, y en otoño cuando las hojas se volvían marrones, servían también de comida para los cerdos. Mientras tanto los excrementos de los gusanos de seda eran la comida favorita de los peces zujin, y los excrementos de éstos enriquecían el fondo del estanque, cuyos sedimentos se dragaban de vez en cuando para alimentar la viña. De este modo, kankan! ecco! mirad!, en aquel universo en miniatura cada ser vivo era interdependiente, y prosperaba gracias a ello y le hacía rico a él.
—¡Ingenioso! —exclamé, sinceramente convencido.
Los han de Manzi eran inteligentes también en otros extremos menos espectaculares, y no sólo lo eran las clases superiores, sino las gentes más humildes. Cuando un campesino han calculaba la hora del día echando un vistazo a la altura del sol, desde luego no hacía nada que no pudiera hacer cualquier campesino del Véneto. Sin embargo, en casa, la esposa del campesino podía saber dentro de su cabaña exactamente la hora de empezar a preparar la cena de su marido: le bastaba echar un vistazo a los ojos del gato de la familia y apreciar el grado de dilatación de sus pupilas causado por la luz menguante. También la gente del pueblo era diligente, frugal e increíblemente paciente. Ningún campesino compraba una horca, por ejemplo. Buscaba una rama de árbol que terminara en tres ramitas flexibles, las ataba en paralelo y esperaba años hasta que se convertían en ramas sólidas; cortaba luego la rama principal y conseguía así una herramienta que le serviría a él y probablemente a sus nietos.
Me impresionó mucho la ambición y perseverancia de un muchacho campesino que conocí. La mayoría de campesinos han eran analfabetos y no les importaba continuar así, pero aquel chico había aprendido a leer, no sé cómo, estaba decidido a superar su pobreza y había pedido prestados libros para estudiar. No podía descuidar el trabajo del campo, porque él era el único sostén de sus ancianos padres, y cuando conducía su buey para labrar el campo ataba un libro a los cuernos del animal y leía. Y de noche, leía alumbrándose con la luz de los gusanos de luz que recogía de los surcos del campo durante el día, pues la familia no podía permitirse siquiera comprar grasa para la lámpara de aceite.
No voy a decir que todos los han de Manzi eran la encarnación de virtudes, talentos y atributos no menos valiosos. Conocí algunos ejemplos detonantes de fatuidad e incluso de locura. Una noche llegamos a un poblado en el que tenía lugar algún tipo de fiesta religiosa. Había música, cantos, bailes y hogueras encendidas por todas partes, y con frecuencia quebraban la noche los truenos y explosiones de los árboles de fuego y de las flores chispeantes. El centro de toda la celebración era una mesa montada en la plaza del pueblo. En ella se amontonaban las ofrendas a los dioses: muestras de los mejores productos locales del campo, frascos de putao y de maotai, cuerpos de cochinillos y de corderos sacrificados, finas viandas cocinadas, jarros de flores bellamente dispuestos. Había un hueco en el centro de esta abundancia: habían practicado un agujero en medio de la mesa, y de vez en cuando un habitante del pueblo se arrastraba debajo de ella, metía la cabeza por el agujero, se quedaba un rato en esta postura y luego salía para dejar paso a otro. Cuando pregunté extrañado qué sentido tenía todo aquello, mi escriba hizo averiguaciones y me informó:
—Los dioses miran hacia abajo y ven los sacrificios amontonados para ellos. Entre las ofrendas ven las cabezas. Cada aldeano se va con la confianza de que los dioses le han visto ya muerto y borrarán su nombre de la lista de mortales locales que han de sufrir desgracias, penas y la muerte.
Podía haberme echado a reír. Pero se me ocurrió que si aquella gente se comportaba ingenuamente, por lo menos lo hacía de forma ingeniosa. Después de pasar algún tiempo en Manzi y de admirar innumerables ejemplos de la inteligencia han, y de deplorar un número igual de ejemplos de estupidez, llegué a una conclusión. Los han poseían una inteligencia, una laboriosidad y una imaginación prodigiosas. Éste extremo constituía su fallo principal: que a menudo echaban a perder sus dones en el cumplimiento fanático de sus creencias religiosas, creencias claramente estúpidas. Si los han no se hubiesen preocupado tanto por sus nociones de lo divino, y se hubieran dedicado a buscar «la sabiduría en lugar del conocimiento» (como me dijo en cierta ocasión uno de ellos), creo que esas personas, como pueblo, podrían haber llevado a cabo grandes cosas. Si no se hubiesen quedado perpetuamente postrados en adoración, posición que invitaba a que pasara sobre sus cuerpos una serie continua de dinastías opresoras, podrían haberse convertido ya en los dominadores de todo el mundo.
El chico de quien he hablado, cuya iniciativa y tenacidad me pareció tan admirable, perdió algo de mi consideración cuando hablamos más y me dijo a través de mi escriba:
—Mi pasión por la lectura y mi deseo de aprender podría apenar a mis ancianos padres. Podrían calificar mi ambición de arrogancia excesiva, pero…
—¿Por qué iban a pensar esto?
—Nosotros seguimos los preceptos de Kong Fuzi, y una de sus enseñanzas es que una persona de baja cuna no debería aspirar a superar la posición prescrita para él en esta vida. Pero iba a decir que mis padres no se oponen, porque mis lecturas me dan oportunidad también de manifestar mi piedad filial, y otro de los preceptos es que debemos honrar a los padres por encima de todo. O sea que cada noche soy el primero de los tres en retirarme porque quiero estar con mis libros y con mis luciérnagas. Entonces me tiendo en mi jergón y me obligo a permanecer totalmente inmóvil mientras leo, para que todos los mosquitos de la casa puedan chupar tranquilamente mi sangre.
Yo parpadeé y dije:
—No lo entiendo.
—Cuando mis ancianos padres estiran sus viejos cuerpos sobre sus jergones, los mosquitos están saciados y hartos y no les molestan. Sí, mis padres lo cuentan a menudo con orgullo a nuestros vecinos, y todos me consideran un ejemplo para sus hijos.
Yo le dije con incredulidad:
—Es algo maravilloso: ¿estos viejos tontos están orgullosos de que te dejes comer vivo, y no lo están de que te esfuerces por mejorar?
—Bueno, hacer lo primero es obedecer a los preceptos, mientras que lo otro…
—Vaj! —exclamé, le di la espalda y me aparté de él.
Un padre tan apático que era incapaz de aplastar sus propios mosquitos no merecía en mi opinión que le dedicaran muchos honores, ni que le prestaran atención, ni creo que valiera la pena conservarlo. Como cristiano creo que debemos demostrar devoción a nuestro padre y a nuestra madre, pero no pienso que el mandamiento obligue a demostrar una filialidad abyecta que excluya todo lo demás. En caso afirmativo, ningún hijo dispondría nunca de tiempo ni de oportunidad para producir un hijo que le honrara a él.
Éste Kong Fuzi, o Kong el Maestro, de quien había hablado aquel muchacho, era un antiguo filósofo han, el originador de una de las tres religiones principales de este pueblo. Las tres fes estaban fragmentadas en numerosas sectas contradictorias y antagonistas, y las tres en la práctica popular estaban muy entremezcladas y entreveradas con rastros de muchos cultos menores, la adoración de dioses y diosas, de demonios, de espíritus de la naturaleza, y antiguas supersticiones, pero en general las religiones eran tres: el budismo, el Tao y los preceptos de Kong Fuzi.
Ya he hablado del budismo, que promete a las personas la salvación de los rigores de este mundo mediante una serie de renacimientos continuos y ascendentes hasta la nada del Nirvana. También he mencionado el Tao, el Camino por el cual una persona podría armonizar su vida y vivir felizmente con todas las cosas buenas que el mundo le ofrece. Los preceptos no se ocupan tanto del mundo de aquí ni del de más allá como de todo-lo-que-fue. Para decirlo de forma simple, un practicante del budismo mira hacia el vacío hueco del futuro; un seguidor del Tao se esfuerza por disfrutar del presente lleno de vida y de acontecer; pero un devoto de los preceptos se ocupa principalmente del pasado, de los viejos, de los muertos.
Kong Fuzi predicó el respeto por la tradición, y sus preceptos llegaron a convertirse en esta misma tradición. Ordenó que los hermanos pequeños reverenciaran a los hermanos mayores, que una esposa reverenciara a su marido, y que todos reverenciaran a los padres, y ellos a los ancianos o jefes de la comunidad, etc. El resultado fue que el mayor honor recaía, no en el mejor, sino en el más viejo. Un nombre que se había enfrentado heroicamente con fuerzas terribles, para conseguir alguna gran victoria o para alcanzar alguna eminencia notable, se consideraba menos digno que alguna especie de vegetal humano que no había hecho más que quedarse sentado sin hacer nada y que había existido y sobrevivido hasta alcanzar una edad venerable. Todo el respeto que deberían merecer los hombres excelentes recaía sobre la ancianidad vegetal. Para mí esto no era razonable. Yo había conocido a demasiados viejos imbéciles, no sólo en Manzi, y sabía que la edad no confiere de modo inevitable sabiduría, dignidad, autoridad o valor. Los años por sí solos no dan este resultado; los años han de haber contenido experiencia, educación, resultados y un trabajo constante; y los años de la mayoría de las personas no han sido así.
Peor todavía. Si un abuelo viviente se merecía la veneración, en tal caso, su padre y su abuelo, aunque hubieran muerto y desaparecido, eran aún más viejos, no xe vero?, y tenían que venerarse todavía más. O por lo menos así interpretaban los preceptos sus devotos, y estos preceptos habían impregnado la conciencia de todos los han, incluyendo a quienes profesaban la fe del budismo o del Tao o del Tengri de los mongoles o la versión nestoriana del cristianismo o alguna de las religiones menores. Había una actitud general de: «¿Quién sabe? Quizá no sirve de nada, pero tampoco perjudica, quemar un poco de incienso para la deidad del vecino, por absurda que me parezca». Incluso las personas que más se aproximan a la racionalidad, los han convertidos a la cristiandad nestoriana, que no harían nunca koutou al ídolo absurdamente gordo del prójimo ni a los huesos divinizados de un chamán ni a los palitos que un taoísta utiliza para dar consejos, ni a nada, incluso ellos consideran que no es perjudicial y que quizá es beneficioso hacer koutou a sus propios antepasados. Una persona puede ser pobre en bienes materiales, pero incluso el desgraciado más miserable tiene naciones enteras de antepasados. Hacer las debidas reverencias a todos ellos mantiene perpetuamente agachadas a todas las personas vivientes del pueblo han, si no desde el punto de vista físico, ciertamente en su concepto de la vida.
La palabra mianzi significa en han literalmente «cara», la cara que tenemos en la parte delantera de la cabeza. Pero los han raramente dejan que sus rostros expresen a través de su superficie sus propios sentimientos, y la palabra acabó refiriéndose a los sentimientos presentes detrás de estas caras. Insultar a una persona, humillarla o ganarla en una competición era hacerle «perder la cara». Y la vulnerabilidad de esta cara de los sentimientos persistió más allá de la tumba y se perpetuó en la eternidad. Si un hijo no se atrevía a comportarse de modo que avergonzara o entristeciera las caras de los sentimientos de sus antecesores vivientes, mucho más reprensible era herir las desencarnadas caras de los sentimientos de los difuntos. De este modo los han ordenaron sus vidas como si todas las generaciones de sus antepasados los estuvieran observando, escrutando y juzgando. Podría haber sido una superstición útil si hubiese estimulado a todos los hombres a llevar a cabo hazañas que merecieran el aplauso de sus antepasados. Pero no fue así. Sólo consiguió que trataran de evitar ansiosamente la desaprobación de sus ancestros. Una vida dedicada por entero a evitar el error rara vez logra algo excepcionalmente bueno, o no logra nada.
Vaj.
3
La ciudad llamada Suzhou por la cual pasamos de camino hacia el sur, era encantadora, y casi nos supo mal dejarla. Pero cuando alcanzamos nuestro punto de destino, Hangzhou, comprobamos que era un lugar todavía más bello y gracioso. Hay un proverbio en verso, conocido incluso por los han de lejanas regiones que no han visitado ninguna de estas dos ciudades:
Shang ye Tian tang.
Zhe ye Su, Hang.
Que podría traducirse así:
Tenemos el cielo lejos, yo y tú.
Pero en la tierra tenemos Hang y Su.
Como ya he dicho Hangzhou se parecía a Venecia en un aspecto: estaba rodeada por todas partes de agua y atravesada por vías fluviales. Era una ciudad ribereña del río y del mar, pero no era un puerto marítimo. Estaba situada en la orilla septentrional de un río llamado Fuchun, que aquí se ensanchaba, perdía profundidad y se abría en abanico, formando al este de la ciudad muchos canales separados que atravesaban un vasto, extenso y plano delta de arena y guijarros. Éste delta vacío se extendía a través de unos doscientos lis desde Hangzhou hasta el borde generalmente distante del mar de Kitai. (Pronto explicaré qué significa esta aclaración de «generalmente»). Ninguna nave de altura podía cruzar aquel inmenso bajío arenoso y por ello Hangzhou carecía de instalaciones portuarias, excepto los pocos muelles necesarios para servir a los botes pequeños y no muy numerosos que se dirigían al interior del país desde la ciudad.
Todas las avenidas principales de Hangzhou eran canales que corrían desde el río a la ciudad, la atravesaban y la rodeaban. En algunos lugares estos canales se ensanchaban y formaban lagos anchos, serenos y lisos como un espejo, y en aquellas islas había parques públicos, llenos de flores, aves, pabellones y banderas. Las calles menos importantes estaban bien adoquinadas, y eran anchas, pero tortuosas y retorcidas, y saltaban sobre los canales mediante puentes ornamentados de altos arcos, en número superior al que yo pudiera contar. Desde cualquier recodo de cualquier calle o canal se disfrutaba de la vista de una de las numerosas puertas de la ciudad, altas y muy trabajadas, o se veía una tumultuosa plaza de mercado, o el edificio de un palacio o de un templo, de hasta diez o doce pisos de altura con los típicos aleros han retorcidos proyectándose hacia fuera en cada uno de los pisos.
El arquitecto de la corte en Kanbalik me había dicho en una ocasión que las ciudades han carecían de calles rectas porque el pueblo bajo creía estúpidamente que los demonios sólo podían avanzar en línea recta, y los han creían estúpidamente que poniendo recodos en todas sus calles podían prevenirse contra los demonios. Pero esto era absurdo. En realidad las calles de una ciudad han, tanto las adoquinadas como las más fluviales de Hangzhou, estaban trazadas emulando deliberadamente el estilo de la escritura han. La plaza del mercado de la ciudad, o cada una de las plazas en una ciudad como Hangzhou que contaba con tantas, era un cuadrado de lados rectos, pero todas las calles adyacentes tenían dobleces, curvas y sinuosidades, suaves o abruptas, imitando los trazos de pincel de una palabra han escrita. Mi propio yin personal, con mi firma, podría haber sido muy bien el plano de una ciudad han rodeada de murallas.
Hangzhou, como corresponde a una capital, era una ciudad muy civilizada y refinada, y manifestaba muchos rasgos de buen gusto. En cada calle había a intervalos vasijas altas donde los vecinos o tenderos ponían flores para satisfacción de los paseantes. En aquella estación todos los jarros estaban rebosantes de crisantemos resplandecientes y deslumbrantes. Aprovecho para decir que esta flor era el símbolo nacional de Manzi, reproducido en todos los carteles, documentos oficiales y escritos semejantes, y se reverenciaba porque los elementos exuberantes de su flor recuerdan el sol y sus rayos. También a lo largo de las calles había a intervalos postes con cajas y una inscripción que decía, según mi escriba: «Receptáculo para depositar respetuosamente el papel sagrado». Me explicó que la denominación se refería a cualquier trozo de papel escrito. La basura corriente se barría y se recogía, pero la palabra escrita tenía tan alta consideración que todos estos papeles se llevaban a un templo especial y se quemaban ritualmente.
Pero Hangzhou era también bastante voluptuosa y alegre en otros aspectos, como corresponde a una ciudad comercial próspera. Parecía como si todas las personas de la calle, excepto los recién llegados como nosotros, cubiertos con el polvo del camino, fueran lujosamente vestidos con sedas y terciopelos e hicieran sonar sus joyas al andar. Los admiradores de Hangzhou llamaban a la ciudad un Cielo en la Tierra, pero los habitantes de otras ciudades decían envidiosamente que era «el Crisol del Dinero». También vi paseándose tranquilamente por las calles a plena luz del día a muchas de aquellas chicas de alquiler que los han llaman «flores silvestres». Había muchas tiendas de vino y de cha abiertas a la calle, con nombres como Pura Delicia, Fuente del Refresco y Jardín de Djennet (ésta última frecuentada por los residentes y visitantes musulmanes), y según mi escriba algunas de estas tiendas servían realmente vino y cha, pero el negocio principal de todas eran las flores silvestres.
Supongo que los nombres de las calles y puntos de interés de Hangzhou estaban a medio camino entre lo elegante y lo voluptuoso. Muchos eran bellos y poéticos: una isla con parque se llamaba el Pabellón Desde Donde las Garzas Parten al Amanecer. Algunos nombres parecía que recordaran alguna leyenda local: un templo era la Casa Santa Que Nació Aquí a Través del Cielo. Algunos eran tersamente descriptivos: un canal llamado Tinta para Beber no era negro, sino claro y limpio. El canal estaba bordeado de escuelas, y cuando un han habla de beber tinta se refiere a los estudios escolásticos. Algunos nombres eran más ricamente descriptivos: la calle de las Flores Adornadas con Plumas de Aves de Colores era una callejuela llena de tiendas donde se fabricaban sombreros. Y algunos nombres eran simplemente inmanejables: la calle principal que llevaba desde la ciudad al interior del país tenía el título de Avenida Pavimentada que Recorre un Largo Camino Entre Árboles Gigantes y Riachuelos que Caen en Cascadas y Llega al Final a un Antiguo Templo Budista en la Cima de una Colina.
Hangzhou también se parecía a Venecia porque no permitía la entrada de animales grandes en el centro de la ciudad. Los jinetes que llegan a Venecia procedentes de Mestre en la tierra firme deben dejar su caballo atado en un campo situado en el lado noroccidental de la isla y tomar una góndola para recorrer el resto del camino. Nosotros cuando llegamos a Hangzhou dejamos nuestras monturas y nuestros asnos de carga en un caravasar de las afueras y continuamos tranquilamente a pie (el mejor sistema para examinar el lugar) recorriendo las calles y pasando por muchos puentes, mientras nuestros esclavos llevaban el equipaje que necesitábamos. Cuando llegamos al inmenso palacio del wang, incluso tuvimos que dejar fuera nuestras botas y zapatos. El mayordomo que nos recibió en el portal principal nos advirtió que ésta era la costumbre han, y nos proporcionó zapatillas blandas para andar por el interior.
El wang de Hangzhou, recientemente nombrado, era otro de los hijos de Kubilai, Agayachi, algo mayor que yo. Un jinete de avanzadilla le había informado de nuestra llegada, y nos recibió muy efusivamente:
—Sain bina, sain urkek.
Y saludó también a Huisheng llamándola respetuosamente «sain nai».
Cuando ella y yo nos hubimos bañado y cambiado nuestra ropa por un atavío más presentable, y nos sentamos con Agayachi para asistir a un banquete de bienvenida, él me sentó a su derecha y a Huisheng a su izquierda, no en una mesa separada para mujeres. Pocas personas se habían fijado mucho en Huisheng cuando era una esclava, porque si bien en aquel tiempo su belleza no era menor, e iba vestida de acuerdo con el alto nivel de todas las esclavas de la corte, ella había cultivado la discreción propia de los esclavos. Ahora, en su calidad de consorte mía, vestía tan ricamente como cualquier mujer noble, pero la gente se fijaba en ella, con aprobación y admiración, porque dejaba brillar su radiante personalidad.
La comida que servían en Manzi era opulenta y deliciosa, pero algo diferente de la que era popular en Kitai. Los han por algún motivo no hacían caso de la leche ni los productos lácteos, que tanto gustaban a sus vecinos mongoles y bho. Es decir, que no teníamos mantequilla ni quesos ni kumis ni arki, pero había novedades suficientes que compensaban esta ausencia. Cuando los criados llenaron mi plato con algo llamado pollo maotai pensé que me emborracharía con su carne, pero el pollo no era espirituoso sino deliciosamente delicado. El mayordomo del comedor me dijo que no cocinaban el ave con aquel fuerte licor, sino que lo mataban con él. Explicó que después de administrar a un pollo una bebida de maotai se desmayaba como una persona, quedaba con todos los músculos relajados, y moría con toda felicidad por lo que luego se cocía muy tiernamente.
Sirvieron un plato ácido y salado de col cortada a trozos y fermentada hasta reblandecerse, que yo alabé, siendo esto motivo de risa de los demás, pues mis compañeros de mesa me informaron de que en realidad era comida de campesinos, inventada hacía muchos años como un alimento barato y de fácil transporte para los trabajadores que construían la Gran Muralla. En cambio no era probable que hubiese estado al alcance de muchos campesinos otro plato con un nombre de raíz auténticamente campesina: arroz del mendigo. Según el mayordomo le dieron este nombre porque en su origen era una simple mezcla de restos e ingredientes sueltos de la cocina. Sin embargo, en aquella mesa palaciega era el risotto más rico y variado que haya existido nunca. El arroz servía sólo de matriz para todo tipo de marisco, trozos de cerdo y de buey, hierbas, brotes de habichuela, retoños de zhugan y otras delicias vegetales, con todo el conjunto teñido de amarillo… con pétalos de gardenia, no con azafrán; nuestra Compagnia no había empezado aún a vender en Manzi.
Había crujientes rollos de primavera hechos de batido de huevo relleno de espigas de trébol al vapor, y el pececito dorado zujin, frito entero y comido de golpe, y pasta miàn preparada de varias maneras, y cubos dulces de pasta de guisante enfriada. La mesa estaba también repleta de bandejas con los manjares propios de la localidad, y procuré probarlos todos, comiendo primero y preguntando después su identidad, para que sus nombres no me quitaran las ganas. Había lenguas de pato en miel, dados de carne de serpiente y de mono con salsas suculentas, babosas de mar ahumadas, huevos de paloma cocidos con una especie de pasta plateada, que eran en realidad tendones de aletas de tiburones. Como dulces había grandes y fragantes membrillos, peras doradas del tamaño de un huevo de ruj, los incomparables melones hami, y un pastel plumoso hecho, según dijo el mayordomo, de «burbujas de nieve y flores de albaricoque». Para beber había vino de gaoliang, de color de ámbar, y vino de rosas con el mismo color de los labios de Huisheng, y la variedad de cha más apreciada en Manzi, que se llamaba Cha del Trueno Precioso.
Después de concluir la cena con la sopa, un caldo claro hecho con ciruelas de dátil, y cuando su autor hubo salido de la cocina para que todos le aplaudiéramos, nos fuimos a otra sala para discutir allí mi misión. Formábamos un grupo de más o menos una docena de personas, el wang y su equipo de ministros menores, todos ellos han, aunque sólo unos cuantos eran gente del país, de la anterior administración Song; la mayoría procedían de Kitai y por lo tanto podían conversar en mongol. Todos ellos, incluyendo a Agayachi, llevaban la ropa han que llegaba hasta el suelo, de líneas rectas pero elegantemente bordada, con mangas amplias para introducir en ella las manos y llevar cosas. El primer tema tratado fue mi traje: el wang me dijo que fuera vestido como me apeteciera, y en aquel momento yo llevaba como solía hacer desde hacía mucho tiempo el atuendo persa formado por un sencillo tulband, una blusa con puños ajustados, y una capa para el exterior, pero el wang propuso que en las reuniones oficiales cambiara el tulband por el mismo sombrero han que llevaban él y sus ministros.
Era un objeto cilíndrico y poco profundo como una caja de píldoras, con un botón encima, y el botón era la única indicación de rango entre los presentes. Supe que había nueve rangos de ministros, pero todos iban tan bien vestidos y tenían un aspecto tan distinguido que sólo podían distinguirse por la discreta insignia de los botones. El botón del sombrero de Agayachi era un único rubí. Tenía tal tamaño que valía una fortuna, y demostraba que era el rango más elevado posible en aquel lugar, el de wang, pero era una insignia mucho menos visible por ejemplo que el brillante morrión de oro de Kubilai o la scufieta del dogo de Venecia. Yo podía llevar un sombrero con un botón de coral, que indicaba el rango siguiente, el de guan, y Agayachi ya tenía preparado para mí un sombrero de este tipo. Los demás ministros llevaban botones diversos de rango descendente: zafiro, turquesa, cristal, concha blanca, etcétera, pero necesité algún tiempo para poder distinguirlos de un vistazo. Deshice mi tulband y coloqué la caja de píldoras sobre mi cabeza y todos dijeron que me había convertido en la imagen misma de un guan, todos excepto un anciano caballero han que gruñó:
—Deberíais estar más gordo.
Pregunté por qué, y Agayachi contestó riendo:
—Existe la creencia en Manzi de que los niños, los perros y los funcionarios deben ser gordos, se supone de lo contrario que tienen mal genio. Pero no os preocupéis, Marco. Dicen también que un funcionario gordo hace la sisa al tesoro y acepta sobornos. Siempre se critica a los funcionarios, tanto si son gordos como delgados, feos o guapos.
Pero el mismo anciano gruñó de nuevo:
—Además, guan Polo, deberíais teñir de negro vuestro pelo.
Pregunté de nuevo el motivo, porque el suyo era gris y empolvado. Él me contestó:
—Todo Manzi odia y teme a los gui, a los malos demonios, y todo Manzi cree que éstos tienen el pelo rojizo, como vos.
El wang soltó de nuevo una carcajada:
—La culpa de esto la tenemos nosotros, los mongoles. Mi tatarabuelo Chinghiz tenía un orlok llamado Subatai que llevó a cabo muchas depredaciones en esta parte del mundo, y los han odiaron mucho a este general mongol, que tenía el pelo de color rojo claro. Ignoro el posible aspecto de los gui en épocas anteriores, pero desde la época de Subatai, todos se han parecido a él.
Otro de los presentes sonrió y dijo:
—Conservad vuestro pelo y vuestra barba de gui, guan Marco. Teniendo en cuenta la misión que os ha traído aquí, quizá convenga que os teman y que os odien. —Hablaba bastante bien el mongol, pero era evidente que se trataba de un idioma que acababa de aprender—. Como ha indicado el wang, todos los funcionarios son criticados. Ya podéis imaginar que el funcionario más detestado de todos es el recaudador de impuestos. Y creo que podéis imaginar la fama que tendrá un recaudador de impuestos extranjero que los cobra para el gobierno que ha conquistado el país. Os propongo que hagáis correr la voz de que sois un auténtico demonio gui.
Le miré divertido. Era un han gordo, de rostro agradable y mediana edad, que llevaba en el sombrero un botón de oro labrado, lo que le identificaba como funcionario de séptimo rango.
—El magistrado Feng Weini —dijo Agayachi presentándomelo—. Nacido en Hangzhou, jurista eminente y persona muy estimada por el pueblo por su imparcialidad e inteligencia. Tenemos la suerte de que ha aceptado conservar el mismo cargo de magistrado que ejercía bajo los Song. Y personalmente, Marco, me alegra de que haya aceptado serviros de ayudante y consejero mientras estéis asignado a esta corte.
—También a mí me alegra mucho, magistrado Feng —le dije mientras los dos ejecutábamos la inclinación tranquila, con las manos juntas, que equivale a un koutou entre hombres de rango casi igual—. Os agradeceré todo tipo de ayuda. He emprendido esta misión de recaudación de impuestos en Manzi ignorando sólo dos cosas. Lo ignoro todo sobre Manzi, y lo ignoro todo sobre la recaudación de impuestos.
—¡Bien! —gruñó el canoso personaje gruñón, alabándome de mala gana—. Bueno, la franqueza y el no darse importancia son por lo menos dos cualidades nuevas y refrescantes en un recaudador de impuestos. Sin embargo dudo que esto os ayude en vuestra misión.
—No —dijo el magistrado Feng—. No os ayudarán, lo mismo que si engordarais o tiñerais de negro vuestro pelo, guan Polo. Yo también seré franco. No veo ningún sistema que os permita recaudar impuestos en Manzi para el kanato, a no ser que vayáis vos mismo pidiendo de puerta en puerta o que dispongáis de un ejército entero de personas que lo hagan por vos. Y un ejército, aunque cobre un sueldo de miseria, costará más de lo que llegue a recaudar.
—En todo caso —dijo Agayachi— no dispongo de un ejército de hombres para delegároslo. Pero os he proporcionado, a vos y a vuestra señora, una casa elegante en un buen barrio de la ciudad, con una buena servidumbre. Cuando estéis dispuestos mis mayordomos os llevarán allí.
Le di las gracias y luego dije a mi nuevo ayudante:
—Si no puedo aprender inmediatamente mi trabajo, quizá pueda aprender a conocer el terreno donde me muevo. ¿Queréis acompañarnos a nuestra casa, magistrado Feng, y enseñarnos por el camino algo de Hangzhou?
—Con mucho gusto —dijo—. Y os enseñaré primero la vista más espectacular de nuestra ciudad. Tenemos la fase de la luna y… sí… ésta es precisamente la hora en que hace su aparición el haixiao. Salgamos en seguida.
No había ningún reloj de arena en la habitación, ni siquiera un gato, por lo que no entendí que pudiera saber la hora con tanta precisión, ni entendí qué relación tenía la hora con la contemplación de un haixiao, ni sabía en definitiva qué era un haixiao. Pero Huisheng y yo dimos las buenas noches al wang y a su estado mayor, y los tres, seguidos por nuestro pequeño grupo de escribas y esclavos, salimos de palacio con el magistrado Feng.
—Tomaremos la barca para ir a vuestra residencia —dijo—. Hay una falúa real esperando en la orilla del canal que da al palacio. Pero primero paseemos por este camino, siguiendo la orilla del río.
Era una noche magnífica, fragante, iluminada suavemente por una luna llena, por lo tanto la visión era buena. Salimos del palacio Y enfilamos una calle paralela al río. Tenía a este lado una balaustrada que llegaba a la cintura, construida en su mayor parte con unas piedras de forma curiosa. Eran circulares, cada una tenía un Agujero en el centro, y por el borde eran tan grandes como mis dos brazos formando círculo y tan gruesas como mi cintura. Me parecieron demasiado pequeñas para ser piedras de molino y demasiado pesadas para ser ruedas. Sea cual fuere su anterior destino, las habían retirado para instalarlas allí, las habían puesto de canto, borde contra borde, y habían llenado los espacios intermedios con piedras más pequeñas convirtiendo la balaustrada en un muro sólido y plano por su parte superior. Me asomé y vi que el parapeto caía verticalmente por el otro lado como un muro de piedra, y que la distancia a la superficie del río debajo era como la altura de una casa de dos pisos.
—Me imagino que el río crece considerablemente en época de inundaciones —dije.
—No —replicó Feng—. La ciudad en este lado está construida a gran altura sobre el agua para dejar espacio al haixiao. Fijad la vista allí abajo, hacia oriente, hacia el océano.
O sea que él, yo y Huisheng nos apoyamos sobre el parapeto y miramos hacia el mar, a través de la llanura plana, que había formado la arena del delta, iluminada por la luna, que se extendía sin ningún accidente visible hasta el horizonte negro. Como es lógico el océano era invisible: estaba a unos doscientos lis detrás de aquel bajío. O ésta era la distancia habitual. Porque entonces empecé a oír desde aquella gran distancia una especie de murmullo, como el sonido de un ejército mongol a caballo galopando hacia nosotros, Huisheng tiró de mi manga, lo que me sorprendió, porque ella no podía haber oído nada. Pero me señaló a su otra mano que descansaba sobre el parapeto y me miró interrogativamente. Comprendí que Huisheng estaba sintiendo de nuevo el sonido. Pensé que por lejos que estuviera el fenómeno tenía que ser un verdadero trueno para poder poner en vibración un muro de piedra. Sólo pude encogerme de hombros, sin poder dar ninguna explicación. Era evidente que Feng estaba esperando lo que se nos acercaba en aquel momento, y sin temor.
Él señaló de nuevo y vi que una línea brillante y plateada rompía repentinamente la oscuridad del horizonte. Antes de que pudiera preguntar de qué se trataba se había acercado tanto que pude distinguirla con detalle: era una línea de espuma marina que brillaba a la luz de la luna y se nos acercaba atravesando el desierto de arena tan rápidamente como una línea de jinetes a la carga vestidos con armaduras de plata. Detrás suyo estaba todo el peso del mar de Kitai. Como ya he dicho el bajío tenía forma de abanico con una anchura de un centenar de lis al borde del océano, pero allí, en la boca del río era muy estrecho. O sea que el mar invasor entraba en el delta como una lámina agitada de agua y espuma, pero a medida que llegaba se iba estrechando rápidamente, se comprimía, se amontonaba y su color oscuro se removía y se volvía blanco. El haixiao sucedió tan rápidamente que no tuve tiempo siquiera de lanzar una exclamación de asombro. Un muro de agua tan ancho como el delta y tan alto como una casa avanzó desencadenado contra nosotros. Su aspecto, aparte del brillo de la espuma, era semejante al de la avalancha que había atravesado y destruido el valle de Yunnan, y retumbaba también de modo muy parecido.
Miré al río que teníamos debajo. El río, como un animalito que al salir de su madriguera se encuentra con un perro rabioso con el morro cubierto de espuma, corría hacia atrás, retrocediendo, tratando de evacuar la boca de su madriguera invadida y de retirarse hacia las montañas de donde había venido. En el momento siguiente, aquel rugiente muro de agua pasó ante nosotros, debajo mismo del nivel del parapeto, con una mezcla confusa y tumultuosa de espuma, y nos alcanzaron algunas salpicaduras. El espectáculo me había dejado paralizado, pero yo por lo menos había visto antes agua de mar; creo que Huisheng no la había visto nunca y me volví hacia ella por si se había asustado. No estaba asustada. Tenía los ojos brillantes, sonreía y en su cabello relucía con la luna un rocío de ópalo. Supongo que cuando una persona vive en un mundo sin sonido, es más emocionante que para el resto de nosotros ver espectáculos maravillosos, especialmente si son tan espléndidos que llegan incluso a sentirse. Yo mismo había sentido temblar bajo aquel impacto la balaustrada de piedra que teníamos al lado y la noche entera que nos rodeaba. El mar continuó pasando delante nuestro, subiendo río arriba, retumbando, silbando y crepitando, su parte blanca y brillante empezó a llenarse de venas verdes y negruzcas y finalmente lo verdinegro predominó hasta convertirse todo en un mar agitado y sin espuma que ocupaba toda la anchura del río que teníamos debajo.
Cuando mi voz pudo oírse pregunté a Feng:
—En nombre de todos los dioses, ¿qué es esto?
—Los recién llegados suelen impresionarse cuando lo ven —dijo, como si fuese obra suya—. Es el haixiao, la ola de marea.
—¡De marea! —exclamé—. ¡Imposible! Las mareas van y vienen con dignidad y decoro.
—El haixiao no siempre es tan espectacular —reconoció él—. Sólo cuando la estación, la luna y la hora del día o de la noche coinciden de modo adecuado. En tales ocasiones, como acabáis de ver, el mar llega a través de estas arenas a la velocidad de un caballo al galope, recorriendo doscientos lis en menos tiempo del que tarda un hombre en comer tranquilamente su cena. Los barqueros del río aprendieron en épocas remotas a aprovecharse del fenómeno. Zarpan de aquí en el momento exacto, y el haixiao se los lleva río arriba a centenares de lis de distancia, sin tener que dar un golpe de remo.
Yo dije cortésmente:
—Perdonad mis dudas, magistrado Feng. Pero yo también nací en una ciudad marítima, y he visto mareas toda mi vida. Las mareas desplazan el mar hacia arriba y hacia abajo quizá la distancia de un brazo. Pero esto fue una montaña de mar.
Él respondió cortésmente:
—Perdonad que os contradiga, guan Polo. Pero me imagino que vuestra ciudad natal está situada a la orilla de un mar pequeño.
Yo dije altaneramente:
—Nunca pensé que fuera pequeño. Pero desde luego hay otros mayores. Detrás de las Columnas de Hércules hay el ilimitado mar Océano Atlántico.
—Ah, bueno. También éste es un gran mar. Detrás de esta costa hay islas. Muchas islas. Al norte del este, por ejemplo, las islas llamadas Riben Guo, que componen el imperio de los Enanos. Pero si os alejáis lo suficiente hacia oriente, las islas escasean, se dispersan y van quedando atrás. Y el mar de Kitai continúa más allá. Continúa ininterrumpidamente.
—Como nuestro mar Océano —murmuré—. Ningún marinero lo ha cruzado, ni sabe dónde acaba, ni lo que hay allí, ni si tiene fin.
—Bueno, éste sí acaba —dijo Feng tranquilamente—. O por lo menos hay constancia de que alguien lo cruzó. Actualmente Hangzhou está separada del océano por este delta de doscientos lis. Pero ¿veis estas piedras? —Señaló los redondeles que formaban el núcleo de la balaustrada—. Son anclas de grandes navíos oceánicos, y contrapesos de los extremos de las botavaras de estos navíos. O lo fueron en su tiempo.
—Es decir, que en otras épocas Hangzhou fue un puerto de mar —dije—. Y debió de ser un puerto activo. Pero de esto hace mucho tiempo a juzgar por la extensión de delta que ha quedado cubierta de sedimentos.
—Sí. Hace casi ochocientos años. En los archivos de la ciudad hay un diario escrito por un cierto Huizheng, un trapa budista, fechado según nuestro cómputo en el año tres mil cien, más o menos. Cuenta que iba a bordo de un chuan de altura que tuvo la desgracia de apartarse de la costa impulsado por el taifeng, la gran tormenta. Continuó navegando hacia oriente y al final tocó tierra en algún punto situado al otro lado. Según la estimación del trapa, la distancia hasta allí era de más de veintiún mil lis. Por el camino sólo había agua, y para volver tuvo que recorrer veintiún mil lis más. Sin embargo lo consiguió, pues el diario existe.
—Huí! ¡Veintiún mil lis! Es una distancia igual a la que existe entre aquí y Venecia por tierra firme. —Me vino una idea y era terriblemente seductora—. ¡Si a esta distancia hay tierra hacia oriente, al otro lado del mar, tiene que ser mi propio continente de Europa! ¡Y este continente de Kitai y Manzi tiene que ser la otra orilla de nuestro mar Océano! Decidme, magistrado: ¿habló el monje sobre alguna ciudad al otro lado del mar? ¿Lisboa? ¿Burdeos?
—No, no habló de ciudades. Llamó a aquella tierra Fusang, que sólo significa Lugar Donde Llegamos a la Deriva. Dijo que los nativos se parecían más a los mongoles o a los bho que a los han, pero que eran más bárbaros todavía, y hablaban en un idioma poco refinado.
—Debió de ser Iberia… o Marruecos… —dije pensativo—. Los dos países estaban llenos de moros musulmanes incluso en aquellas épocas tan lejanas, creo. ¿Dijo algo más el monje sobre aquel lugar?
—Muy poco. Los nativos se mostraron hostiles, o sea que los marineros corrieron muchos peligros y dificultades para reavituallar el chuan de comida y agua. Zarparon de nuevo apresuradamente para volver a occidente. La única cosa que al parecer impresionó a Huizheng fue la vegetación. Dijo que los árboles de Fusang eran muy raros: no eran de madera con ramas llenas de hojas, sino de carne verde y espinas dañinas. —Feng puso una cara de incredulidad divertida—. Esto significa poco. Creo que todos los hombres santos tienden a ver carne y espinas por todas partes.
—Hum. Ignoro qué tipo de árboles crecen en Iberia o en Marruecos —murmuré, incapaz de cortar mis especulaciones—. Pero es asombroso imaginar siquiera la posibilidad, la pura posibilidad, de navegar desde aquí hasta mi patria.
—Es mejor que no lo intentéis —dijo Feng bruscamente—. No hay muchos hombres que después de Huizheng se hayan encontrado con un taifeng en mar abierto y hayan podido contarlo. Ésta tempestad sopla a menudo entre aquí y las islas del Riben Guo. El kan Kubilai ha intentado ya en dos ocasiones invadir y conquistar ese imperio, enviando flotas de chuan llenas de guerreros. En la primera tentativa envió un número demasiado reducido, y los enanos los rechazaron. En la última ocasión, envió centenares de navíos y casi un tuk entero de hombres. Pero apareció el taifeng, se cebó en la flota y la invasión también fracasó. Tengo entendido que los enanos, agradecidos a la tempestad han bautizado al taifeng kamikaze, que en su burdo lenguaje significa Viento Divino.
—Sin embargo —dije rumiando todavía—, si la tempestad sólo se desencadena entre esta costa y Riben Guo, cuando Kubilai consiga conquistar estas islas, se podría navegar de modo seguro hacia oriente desde allí…
Pero Kubilai no envió ninguna expedición más contra ellos, ni conquistó nunca aquellas islas, y yo no las visité, ni me adentré más hacia oriente. Navegué varias veces por el mar de Kitai, pero nunca perdí de vista durante mucho tiempo la tierra firme. O sea que ignoro si la lejana Fusang era, como sospecho, la ribera occidental de nuestra conocida Europa, o si era otra tierra nueva todavía por descubrir. Lamento no haber podido satisfacer en este caso mi curiosidad. Me hubiese gustado mucho llegar hasta allí y visitar aquel lugar, pero no lo hice nunca.
4
Huisheng, yo, el magistrado Feng y nuestros sirvientes bajamos los peldaños del muelle del palacio, subimos a un sampán de madera de teca intrincadamente labrada, y nos sentamos bajo un dosel de seda tensada tan adornado y con bordes tan curvos como los de cualquier tejado han. Una docena de remeros, desnudos de cintura para arriba y con sus cuerpos tan aceitados que brillaban bajo la luz de la luna, nos llevaron por un canal serpenteante hasta nuestra nueva residencia, y por el camino Feng señaló varias cosas dignas de verse. Dijo:
—Ésta calle corta que veis saliendo por vuestra izquierda es la de las Brisas Suaves y de los Aires Acariciantes. En otras palabras, es la calle de los fabricantes de abanicos. Los abanicos de Hangzhou son famosos en todo el país, pues fue aquí donde se inventó el abanico plegable, y algunos tienen hasta cincuenta varillas, y todos están pintados con pinturas exquisitas, a menudo descaradas. Casi un centenar de familias de la ciudad trabajan desde hace generaciones en la fabricación de abanicos, de padre a hijo y de hijo a nieto.
Y también dijo:
—Éste edificio a nuestra derecha es el mayor de la ciudad. Sólo tiene ocho pisos de altura, o sea que no es el más alto de todos, pero se extiende de una calle a la siguiente en una dirección, y de un canal al siguiente en la otra. Es el mercado cubierto permanente de Hangzhou, y creo que es el único existente en Manzi. En sus salas, más de cien, se exponen para su venta mercancías preciosas o frágiles que no podrían permanecer al aire libre en los mercados abiertos, como muebles, obras de arte, bienes perecederos, niños esclavos y cosas parecidas.
Y dijo además:
—Aquí, donde el canal se ensancha tanto, está el llamado Lago del Oeste, Xi Hu. ¿Veis aquella isla en el centro, tan iluminada? Incluso a estas horas hay barcazas y sampanes atracados alrededor suyo. Algunos visitantes quizá estén en los templos de la isla, pero la mayoría se están divirtiendo. ¿No oís la música? Las posadas permanecen abiertas toda la noche, distribuyendo comida, bebida y alegría. Algunas posadas están abiertas a todos, otras las alquilan familias ricas para sus fiestas privadas, sus bodas y sus banquetes.
Y agregó luego:
—Fijaos que esta calle que sale a nuestra derecha tiene faroles de seda roja colgando de las puertas, señalando así que es la calle de los burdeles. Hangzhou regula a sus prostitutas de modo muy estricto: las clasifica en gremios separados, desde las grandes cortesanas hasta las mujeres más arrastradas que trabajan en los botes de río, y las examina periódicamente para comprobar su buena salud y su limpieza.
Hasta aquel momento me había limitado a emitir murmullos de afirmación y apreciación ante las observaciones de Feng, pero cuando tocó el tema de la prostitución, dije:
—Vi al llegar que había bastantes prostitutas paseándose incluso por las calles a la luz del día, algo que no había observado en ninguna otra ciudad. Parece que Hangzhou las trata con mucha tolerancia.
—Ahem. Las que visteis a la luz del día eran sin duda prostitutas de sexo masculino. Es un gremio separado, pero que también está controlado por un estatuto. Si alguna vez os aborda una puta, y os apetece hacer uso de ella, examinad primero sus brazaletes. Si uno de ellos es de cobre, no es una hembra, por femenino que pueda ser su atuendo. La ciudad obliga a llevar este brazalete de cobre, para impedir que los hombres putas, pobres, pretendan ser lo que no son.
Entonces recordé sin mucho placer que yo era el sobrino de uno de aquellos desgraciados y dije quizá algo maliciosamente:
—Parece que Hangzhou es muy tolerante en muchos temas, y que vos también lo sois.
Él se limitó a responder afablemente:
—Yo soy del Tao. Cada uno de nosotros sigue su propio camino. Un amante masculino de su propio sexo sólo es por elección propia lo que un eunuco es involuntariamente. Ambos constituyen un reproche vivo a sus antepasados, porque no continúan su linaje, por lo tanto no es preciso que yo los critique más. Allí, a vuestra derecha, aquella alta torre del tambor señala el centro de la ciudad, y es nuestro edificio más alto. De día y noche hay allí un cuerpo de vigilancia que toca el tambor para dar la alarma cuando estalla algún incendio. Y Hangzhou no se fía de los paseantes y de los voluntarios para apagar los incendios. Hay un millar de hombres empleados y pagados exclusivamente para llevar a cabo este cometido.
La falúa nos depositó eventualmente en el muelle de nuestra casa, como si hubiésemos estado en Venecia, y la casa era realmente un palazzo. Había un centinela de guardia a cada lado del portal principal, cada hombre estaba firme con una lanza terminada en una hoja de hacha además de una punta, y los dos guardias eran los han más altos que hubiese visto nunca.
—Sí, son ejemplares buenos y robustos —dijo Feng, cuando los admiré—. Yo diría que cada uno de ellos mide fácilmente dieciséis manos de altura.
—Creo que estáis equivocado. Yo tengo una talla de diecisiete manos, y ellos son media cabeza más altos que yo. —Y agregué bromeando—. Si sois tan inepto para contar, me extraña que podáis ser la persona más indicada para llevar a cabo el trabajo aritmético de la recaudación de impuestos.
—Oh, estoy eminentemente indicado para este trabajo —dijo con tono igualmente jocoso— porque conozco los métodos han de contar. La altura de una persona se calcula normalmente hasta la coronilla, pero la de un soldado se mide solamente hasta los hombros.
—Cazza beta! ¿Por qué?
—Para poderlos asignar por parejas al transporte con palos. Son soldados de a pie, no de caballería, y por lo tanto transportan su propio equipo. Pero además se da por sentado que un soldado bueno y obediente no necesita una mente ni una cabeza que la contenga.
Moví mi propia cabeza con asombro y admiración, y pedí excusas al magistrado por haber dudado, incluso levemente, de sus conocimientos. Luego, cuando hubimos cambiado de nuevo nuestros zapatos por zapatillas, nos acompañó, a mí y a Huisheng, a inspeccionar la casa. Los criados en cada habitación caían postrados para hacer koutou en honor nuestro, y él nos iba señalando las varias instalaciones dispuestas para nuestra comodidad y placer. La casa incluso disponía de jardín propio, con un estanque de lotos en el centro y un árbol en flor sobre él. La grava de los caminos que serpenteaban por el jardín no sólo estaba rastrillada cuidadosamente sino que formaba dibujos graciosos. En especial me gustó uno de los adornos: una escultura de un gran león sentado que guardaba la puerta entre la casa y el jardín. Estaba esculpido en un único e inmenso bloque de piedra, pero estaba ejecutado con tanto arte que el animal sostenía con la boca medio abierta una bola de piedra. Metiendo un dedo se podía hacer rodar la bola hacia adelante y hacia atrás, pero no se podía extraer fuera de los dientes del león.
Creo que impresioné ligeramente al magistrado Feng con mi percepción del arte cuando al admirar los rollos pintados de las paredes de nuestro dormitorio, observé que las pinturas de paisaje que veía estaban ejecutadas de modo distinto que las de los artistas de Kitai. Me miró de reojo y dijo:
—Estáis en lo cierto, guan. Los artistas del norte imaginan todas las montañas parecidas a los picos duros y abruptos de su cordillera Tian Shan. Nuestros artistas de Song, perdón, de Manzi, conocen mejor las montañas de nuestro sur, suaves, fértiles y redondeadas como pechos de mujer.
Se despidió declarándose dispuesto a acudir de nuevo cuando yo le convocara, cuando yo creyera conveniente iniciar nuestro trabajo. Luego Huisheng y yo nos paseamos solos por la nueva residencia, devolviendo a sus habitaciones a un criado tras otro, y familiarizándonos con el lugar. Nos sentamos un rato en el jardín iluminado por la luna, mientras yo informaba con gestos a Huisheng de los detalles de todos los acontecimientos y comentarios del día que ella no podía haber comprendido por sí sola. Concluí con la impresión general que había sacado: nadie parecía tener muchas esperanzas en el éxito de mi misión como recaudador de impuestos. Ella asentía con la cabeza indicando que comprendía cada una de mis explicaciones, y con el tacto habitual de una esposa han, no hizo ningún comentario sobre mi aptitud para el trabajo ni mis perspectivas en él. Sólo formuló una pregunta.
—¿Serás feliz aquí, Marco?
Sentí una ola de cariño hacia ella comparable a un auténtico haixiao y respondí con gestos:
—¡Soy feliz… aquí! —dejando bien claro que me refería «contigo».
Nos tomamos una semana de vacaciones, aproximadamente, para adaptarnos a nuestro nuevo ambiente, y aprendí rápidamente a dejar bajo la supervisión de Huisheng los detalles multitudinarios de la casa. Ella, como había hecho antes con la doncella mongol que nos acompañó, estableció fácilmente algún modo imperceptible de comunicación con los nuevos sirvientes han, y consiguió que obedecieran de modo inmediato cualquier capricho suyo y que normalmente lo hicieran a la perfección. Yo no era un amo tan bueno como ella. En primer lugar no podía hablar más que ella en idioma han. Pero además me había acostumbrado durante tiempo a tener sirvientes mongoles, o sirvientes educados por mongoles, y los de Manzi eran diferentes.
Podría recitar un catálogo entero de diferencias, pero sólo mencionaré dos. Una se debía a la reverencia que sienten los han por la antigüedad: a un sirviente no se le podía despedir ni retirar nunca por el solo hecho de que se hubiera hecho viejo o vieja, inútil, senil, aunque estuviera inmovilizado. Y a medida que los criados envejecían se volvían maniáticos, astutos y descarados, pero tampoco se les podía despedir por esto, ni siquiera pegar. Una de nuestras criadas era una vieja cuyo único deber consistía en hacer nuestro dormitorio cada mañana después de levantarnos. Cuando sentía el olor de limón en mí o en Huisheng o en las sábanas, se echaba a cacarear y a relinchar del modo más abominable y yo tenía que apretar los dientes y aguantarme.
La otra diferencia estaba relacionada con el tiempo atmosférico, por extraño que pueda parecer. Los mongoles eran indiferentes al tiempo; cumplían sus cometidos con sol, lluvia, nieve, probablemente lo harían en el caos de un taifeng, si llegaban a encontrarse con alguno. Y Dios sabe que yo después de tantos viajes era tan insensible al frío, al calor o a la humedad como cualquier mongol. Pero los han de Manzi, a pesar de su devoción por bañarse a la primera oportunidad, tenían una aversión a la lluvia digna de un gato. Cuando llovía, no se cumplía nada que obligara a salir fuera de casa, y esto no era válido únicamente para los criados; todo el mundo actuaba igual.
Los ministros de Agayachi solían residir en el mismo palacio que él, pero los que vivían en otros lugares se quedaban en casa cuando llovía. Los mercados de las plazas en los días de lluvia se vaciaban tanto de compradores como de vendedores. Lo propio sucedía en el gran mercado cubierto, a pesar de estar protegido contra la intemperie, porque la gente tenía que desafiar a la lluvia para llegar hasta allí. Yo salía como siempre, pero tenía que hacerlo a pie. Era imposible encontrar un palanquín, incluso un bote de canales. Los barqueros se pasaban toda la vida sobre el agua, y la mayor parte del tiempo empapados, pero no estaban dispuestos a salir y a mojarse con el agua que caía del cielo. Incluso las prostitutas masculinas dejaban de exhibirse por las calles.
También mi llamado ayudante, el magistrado Feng, estaba aquejado de la misma excentricidad. Se negaba a atravesar la ciudad para ir a mi casa en los días de lluvia, y ni siquiera se preocupaba de asistir a las sesiones judiciales previstas en el Cheng. «¿Por qué moverse? No habrá ningún litigante». Feng expresó su simpatía por la preocupación que me inspiraba la cantidad de días lluviosos malgastados, y comentó con cierto humor esta peculiaridad suya y de sus paisanos, pero nunca intentó curarse de ella. En una ocasión, cuando no le había visto el pelo durante una semana entera de lluvia, y me quejaba preguntando con indignación:
—¿Cómo puedo yo cumplir nada, si sólo tengo un único ayudante para el buen tiempo?
—Él se sentó, tomó papel, pinceles y un bloque de tinta y me escribió un carácter han.
—Significa «acción urgente no ejecutada todavía» —me informó—. Pero ved: está compuesto de dos elementos. Éste dice «parada» y este otro «por la lluvia». Es evidente que un rasgo incorporado en nuestra escritura ha de estar profundamente arraigado en nuestras almas.
Sin embargo cuando hacía buen tiempo nos sentábamos en mi jardín y manteníamos largas conversaciones sobre mi misión y sobre su propia tarea de magistrado. Me interesaba conocer algo de las leyes y costumbres locales, pero a medida que me las explicaba comprendí que en su práctica judicial se fiaba más de las supersticiones de su pueblo y de sus propios y arbitrarios caprichos.
—Tengo por ejemplo mi campana que puede distinguir un ladrón de un hombre honrado. Supongamos que se ha robado algo, y que tengo una larga lista de sospechosos. Ordeno a cada uno de ellos que pase la mano a través de una cortina y que toque la campana escondida, que se pondrá a sonar cuando sienta la mano del ladrón.
—¿Y lo hace? —pregunté escépticamente.
—Claro que no. Pero está espolvoreada con polvo de tinta. A continuación examino las manos de los sospechosos. La persona con las manos limpias es el ladrón, porque temió tocar la campana.
—Ingenioso —murmuré, palabra que tuve que pronunciar a menudo en Manzi.
—Oh, los juicios son bastante fáciles. Lo que exige ingenio son las sentencias y las penas. Supongamos que condeno a ese ladrón a llevar el yugo en el patio de la prisión. Es un collar pesado de madera, parecido a las anclas de piedra, que se cierra alrededor del cuello, y el condenado debe permanecer sentado en el patio de la Prisión con el collar puesto para que los transeúntes se mofen de él. Supongamos que en mi sentencia digo que su delito merece este sufrimiento molesto y humillador pongamos durante dos meses. Sin embargo sé muy bien que él o su familia sobornarán a los carceleros y que ellos sólo le pondrán el yugo cuando sepan que pasaré por el patio entrando y saliendo. Por lo tanto, para asegurar que su castigo sea el adecuado, le condeno a llevar el yugo seis meses.
—¿Tenéis —dije indecisamente—, tenéis a un acariciador para los crímenes más graves?
—Desde luego, y uno muy bueno —respondió alegremente—. Mi propio hijo, que está preparándose para estudiar leyes, es actualmente aprendiz de nuestro acariciador. El maestro enseña su oficio al joven Feng desde hace semanas y le tiene batiendo unas natillas.
—¿Qué?
—Hay un castigo llamado chouda, que consiste en pegar al criminal con una caña de zhugan dividida en su extremo en un azote de muchas lenguas. Se trata de infligir el dolor más terrible y de reventar todos los órganos internos sin causar ninguna mutilación visible. Por lo tanto antes de que el joven Feng pueda aplicar el chouda a un ser humano debe aprender a pulverizar unas natillas sin romper su superficie.
—Gèsu! Quería decir, qué interesante.
—Bueno, hay castigos más apreciados por las multitudes que acuden a presenciarlos, y otros menos, desde luego. Dependen de la gravedad del crimen. Como marcar la cara a fuego, encerrar al criminal en una jaula, arrodillarlo sobre cadenas de eslabones aguzados, darle la medicina que proporciona la vejez instantánea. A las mujeres les gusta especialmente presenciar la aplicación de este último castigo a otras mujeres. Otro castigo que ellas presencian con gusto es colgar a una adúltera cabeza abajo y meter dentro de ella, hasta llenarla, aceite hirviendo o plomo fundido. También hay los castigos con nombres que se explican por sí solos: el Lecho de Novios, la Serpiente Cariñosa, el Mono que Chupa y deja Seco el Melocotón. Debo decir modestamente que yo mismo inventé un nuevo castigo bastante interesante.
—¿En qué consiste?
—Lo aplicamos a un incendiario que había reducido a cenizas la casa de un enemigo. No consiguió atrapar a su enemigo, que había partido de viaje, pero quemó vivos a la esposa y a los hijos. Decreté que le aplicaran un castigo digno del crimen. Ordené al acariciador que le atiborrara la nariz y la boca con polvo huoyao y que dejara bien cerradas las aberturas con cera. Luego, antes de que pudiera ahogarse o quedar estrangulado, el acariciador prendió fuego a las mechas y su cabeza saltó en pedazos.
—Puesto que estamos tratando el tema de los castigos adecuados, Weini —dije utilizando informalmente como ya hacíamos su nombre de pila—, ¿qué castigo imagináis que nos infligirá el gran kan por negligencia en nuestro cargo? Nuestras estrategias para la imposición de tasas no han avanzado mucho. No creo que Kubilai acepte como excusa el mal tiempo.
—Marco, ¿por qué cansarnos elaborando planes que no pueden llevarse a la práctica? —replicó indolentemente—. Precisamente hoy no está lloviendo. Quedémonos aquí sentados disfrutando del sol, la brisa, y el espectáculo tranquilo de vuestra encantadora señora recogiendo flores en el jardín.
—Weini —insistí yo—. Ésta ciudad es rica. Tiene el único mercado bajo tejado que haya visto nunca, y diez mercados más en plazas descubiertas. Todos ellos muy animados, excepto cuando llueve, claro. Pabellones de placer en las islas del lago. Familias prósperas de fabricantes de abanicos. Burdeles florecientes. Ninguno de ellos paga todavía un solo qian al tesoro del nuevo gobierno. Y si Hangzhou es tan rica, ¿cómo debe ser el resto de Manzi? ¿Pedís que me quede sentado sin que nadie en toda la nación pague nunca una capitación, ni una tributación, ni una tasa comercial, ni…?
—Sólo puedo repetiros, Marco, lo que ya os hemos dicho tantas veces el wang y yo: que todos los archivos fiscales del régimen Song desaparecieron con este régimen. Quizá la vieja emperatriz ordenó su destrucción por malicia femenina. Lo más probable es que sus súbditos invadieran las salas de documentos y los archivos del Cheng cuando ella partió hacia Kanbalik para entregar su corona, y que destruyeran los archivos. Es comprensible. Sucede en todos los lugares recién conquistados, antes de que los conquistadores tomen posesión de ellos, porque así…
—Ya, ya. Acepto que esto sea cierto. Pero no me interesa saber qué pagaba la gente a los funcionarios fiscales de los antiguos Song. ¿Qué me importa a mí una colección de viejos libros de mayor?
—Pues sin ellos… mirad. —Se inclinó hacia adelante y puso tres dedos delante de mi cara—. Tenéis tres posibles alternativas. O bien pasáis vos personalmente por todas las paradas de los mercados, por todas las posadas de cada isla, por todos los cubículos con putas en activo…
—Lo cual es imposible.
—… o bien disponéis de un ejército de hombres para llevar a cabo esta tarea.
—Lo cual vos juzgáis impracticable.
—Sí. Pero imaginemos teóricamente que os presentáis en una parada de mercado donde un hombre vende cordero. Le pedís la parte que corresponde al kan del valor de aquel cordero. Él replica: «Pero guan, yo no soy el propietario de esta parada. Hablad con el amo que está allí». Os acercáis a aquel hombre y él os dice: «Sí, yo soy quien manda aquí, pero sólo administro la parada para su amo, que vive retirado en Suzhou».
—Me negaría a creer a ninguno de los dos.
—¿Pero qué podéis hacer? ¿Exprimir dinero de uno solo de los dos? ¿De ambos? Sólo conseguiríais sacarles una miseria. Y quizá os perderíais al propietario auténtico, a la persona que quizá suministra todos los corderos de Manzi, y que realmente vive lujosamente fuera de vuestro alcance, en Suzhou. Además, ¿podéis repetir el mismo proceso en todas las paradas cada vez que tengáis que recaudar las tasas?
—Vaj! ¡Nunca saldría del primer mercado!
—Pero si tuvierais los viejos libros, sabríais quién tiene obligación de pagar y dónde encontrarlo y qué cantidad pagó en la última ocasión. La única solución es la tercera, la única práctica: compilad nuevos archivos. Antes de poneros a pedir, necesitáis una lista de todos los negocios activos, tiendas, casas de putas, propiedades y parcelas de tierra. Y los nombres de todos sus propietarios y amos y cabezas de familia. Y una estimación del valor de sus posesiones y del montante de sus beneficios anuales y…
—Gramo mi! ¡Esto ocuparía mi vida entera, Weini, y mientras tanto no recaudaría nada!
—Bueno, ahí está. —Se recostó de nuevo indolentemente—. Disfrutad del día y de la visión tranquilizadora de Huisheng. Salvad vuestra conciencia con esta consideración. La dinastía Song antes de su reciente caída había durado trescientos veinte años. Dispuso de todo este tiempo para recoger y codificar sus archivos y hacer prácticos sus métodos de tasación. No podéis esperar conseguir de la noche a la mañana el mismo resultado.
—No, yo no puedo. Pero el kan Kubilai puede esperar precisamente esto. ¿Y yo qué hago?
—Nada, puesto que todo lo que hicierais sería fútil. Oís el cuco en aquel árbol: «Cu-cu… cu-cu…». A los han nos gusta imaginar que el cuco canta «bu-ru gu-i», que significa:
«¿Por qué no volvemos a casa?».
—Gracias, Weini. Confío en volver a casa algún día. Confío en recorrer todo el camino de vuelta. Pero no volveré, como decimos los venecianos, con las gaitas metidas en el saco.
Hubo un intervalo de pacífico silencio, interrumpido solamente por el consejo reiterado del cuco. Al final Feng tomó de nuevo la palabra:
—Sois feliz, aquí en Hangzhou.
—Excepcionalmente feliz.
—Entonces sed feliz. Tratad de ver vuestra situación desde este ángulo. Puede transcurrir un tiempo largo y agradable antes de que el gran kan llegue a recordar que os envió aquí. Cuando lo recuerde aún podréis esquivar su inquisición durante una temporada larga y agradable. Cuando exija finalmente las cuentas, puede aceptar la explicación que le deis de vuestro fallo. Si no la acepta puede o no condenaros a muerte. Si así lo hace, vuestras preocupaciones habrán finalizado del todo. Si no lo hace, y se limita a destrozaros con la caña chouda, bueno, podéis pasar el resto de vuestra vida viviendo como un mendigo tullido. Los tenderos del mercado serán buenos con vos y os dejarán ocupar un puesto de mendigo en la plaza, porque nunca los atosigasteis ni los perseguisteis con los impuestos, ¿entendéis?
Yo contesté con bastante tristeza:
—El wang os llamó jurista eminente, Weini. ¿Es ésta una muestra de vuestra jurisprudencia?
—No, Marco. Esto es el Tao.
Al cabo de un rato, cuando se hubo marchado a su domicilio, me dije de nuevo:
—¿Qué puedo hacer?
Lo dije una vez más en el jardín, pero ahora teníamos el fresco de la tarde, el cuco había seguido su propio consejo y también se había ido a casa, y yo estaba sentado con Huisheng después de la cena. Le había contado todo lo que Feng y yo habíamos hablado sobre mi situación, y le pedí consejo.
Ella se quedó pensativa un rato; luego dijo con señas: «Espera», se levantó y se fue a la cocina de la casa. Volvió con un saco de habichuelas secas y me indicó que debía sentarme con ella en el suelo junto a un parterre de flores. En un trozo pelado de tierra trazó con su delgado índice la figura de un cuadrado. Luego trazó una línea por el centro de la figura y otra a su través, dividiendo el cuadrado en cuatro cuadrados más pequeños. Dentro de uno de ellos dibujó una única línea pequeña, en el siguiente dos líneas, en el otro tres y en el último una especie de garabato, luego me miró. Reconocí las marcas de los numerales han, asentí y dije:
—Cuatro casillas numeradas uno, dos, tres y cuatro.
Mientras yo me preguntaba qué tendría esto que ver con mis actuales problemas, urgentes y frustrantes, Huisheng cogió una habichuela del saquito, me la enseñó y la puso en la casilla número tres. Luego, sin mirar, metió la mano en el saquito, cogió un puñado cualquiera de habichuelas, esparciéndolas luego al lado del cuadrado. Con un movimiento muy rápido sacó de este conjunto cuatro habichuelas, y cuatro más, empujándolas luego a un lado, y continuó separando de cuatro en cuatro las habichuelas del montón. Cuando hubo apartado de cuatro en cuatro todas las habichuelas posibles, sobraron dos. Las señaló con el dedo, señaló la casilla vacía número dos que había dibujado en el suelo, recogió la habichuela del cuadrado número tres, la añadió a las que tenía aún y sonriéndome maliciosamente hizo un gesto que significaba «qué lástima».
—Entiendo —dije—. Aposté por la casilla número tres, pero ganó la número dos y perdí mi habichuela. Estoy consternado.
Metió de nuevo todas las habichuelas en el saquito, sacó una, y la colocó en nombre mío en otra casilla, ahora en la número cuatro. Hizo el gesto de meter de nuevo la mano en el saco pero se detuvo y me indicó que lo hiciera yo. Estaba claro: el juego era totalmente justo, porque el puñado de habichuelas para contar se cogía al azar. Saqué un buen puñado del saco y las esparcí a su lado. Ella las fue separando rápidamente, de cuatro en cuatro, y esta vez resultó que el total era divisible por cuatro. Al final no quedó ninguna suelta.
—¡Ajá! —dije—. Esto significa que mi número cuatro gana. ¿Qué me llevo?
Ella levantó cuatro dedos; señaló mi apuesta, añadió tres habichuelas más y empujó las cuatro hacia mí.
—Si pierdo, pierdo mi habichuela. Si mi casilla sale ganadora, recupero cuadriplicada mi habichuela. —Puse cara de condescendencia—. Es un juego simple e infantil, no más complicado que el viejo juego marinero de la venturina. Pero si deseas que juguemos un rato, pues muy bien, querida, juguemos. Supongo que estás tratando de explicarme algo más y no un simple ejercicio de aburrimiento.
Ella me dio una provisión suficiente de habichuelas y me indicó que podía arriesgar tantas como quisiera y en las casillas que yo eligiera. Amontoné, pues, diez en cada uno de ellos, en los cuatro cuadrados, para ver qué pasaría. Ella me dirigió una mirada de impaciencia, y sin siquiera hurgar en el saco para determinar el número vencedor, me entregó cuarenta habichuelas del saco y luego recogió las cuarenta que había en el suelo. Comprendí entonces que con esta táctica de juego, sólo conseguiría quedar empatado. Empecé, pues, a probar otras variantes: dejar un cuadrado vacío, amontonar cantidades diferentes de habichuelas en los demás cuadrados, etcétera. El juego se convirtió en un rompecabezas en términos aritméticos. A veces ganaba un puñado entero de habichuelas, y Huisheng se quedaba con unas pocas. A veces el favor de la fortuna pasaba al otro lado: yo aumentaba fuertemente sus provisiones y disminuía las mías.
Me di cuenta de que si una persona se ponía a jugar seriamente a este juego, podía acabar siendo, con una jugada afortunada, mucho más rico en habichuelas, suponiendo que recogiera sus ganancias, se fuera y resistiera la tentación de probar de nuevo. Pero siempre cabía la esperanza, especialmente si uno iba en cabeza, de mejorar las ganancias. También podía imaginar que si un jugador competía con otros tres, y además con el banquero que tenía el saco de habichuelas el juego podía resultar absorbente, desafiante, tentador. Pero según la estimación que hice de las probabilidades de juego, el banquero se enriquecía siempre, y si un jugador ganaba se enriquecía principalmente a costa de los otros tres.
Pedí a Huisheng con un gesto que me prestara atención. Ella levantó los ojos del tablero de juego y yo me señalé a mí, al juego y a la bolsa de dinero, indicando:
—Si una persona jugara por dinero y no por habichuelas, el deporte podría salirle caro.
—Ella sonrió con ojos danzarines y asintió enfáticamente, con lo que quería decirme: «Esto es lo que trataba de hacerte comprender». Y con un movimiento circular del brazo señaló a todo Hangzhou, o quizá a todo Manzi, y al completar el movimiento señaló la habitación de la casa que yo y mi escriba utilizábamos como lugar de trabajo.
Me quedé mirando su rostro interesado y brillante y luego bajé los ojos al suelo:
—¿Estás proponiendo esto como sustituto de la recaudación de impuestos?
Ella asintió enfáticamente: «Sí», y extendió las manos: «¿Por qué no?».
¡Qué ridícula idea!, fue lo primero que pensé, pero luego reflexioné. Había visto a los han arriesgar su dinero con las cartas de zhipai, con las fichas de majiang, incluso con los fengzheng, aquellos juguetes volantes, y había visto que lo arriesgaban ávida, febril, locamente. ¿Era posible que aquel juego tan sencillo los sedujera y los arrastrara a la locura? ¿Y esto con la banca en mis manos, o más bien en manos del tesoro imperial?
—Ben trovato! —murmuré.
Lo había dicho el mismo gran kan: ¡benevolencia involuntaria! Me puse en pie de un salto, levanté a Huisheng del parterre florido y la abracé entusiasmado.
—Quizá acabas de proporcionarme ayuda y salvación. Cuéntame: ¿aprendiste de niña este juego?
Sí, de niña. Hacía ya algunos años, después de que una banda de merodeadores mongoles incendiara su pueblo, matara a todos los adultos, y se llevara esclavos a ella y a los demás niños. La eligieron para criarla como lon-gya de concubinas, y un chamán efectuó los cortes que la dejaron callada a ella y dejaron en silencio todo su mundo. La anciana que había cuidado de ella en su convalecencia le había enseñado cariñosamente aquel juego, porque podía jugarse sin pronunciar ni oír ninguna palabra. Huisheng calculaba que en aquel momento tenía unos seis años de edad.
Yo la abracé con más fuerza.
5
Al cabo de tres años, todos me consideraban el hombre más rico de Manzi. En realidad no lo era, porque enviaba escrupulosa y puntillosamente todos mis beneficios al tesoro imperial de Kanbalik, mediante mensajeros mongoles de confianza acompañados por guardias bien armados. A lo largo de los años transportaron una fortuna en papel moneda y en monedas de metal, y me imagino que continúan haciéndolo.
Huisheng y yo habíamos decidido conjuntamente el nombre del juego: Hua Dou Yinhang, que significa más o menos «Romped la Banca de las Habichuelas», y fue un éxito desde el principio. El magistrado Feng, incrédulo de entrada, pronto quedó encantado con la idea y convocó una sesión especial de su Cheng únicamente para poner el sello de la legalidad sobre mi empresa y para proporcionarme patentes y títulos, que llevan siempre el crisantemo de Manzi estampado en relieve, de modo que nadie pudiese copiar la idea y competir con mi juego. El wang Agayachi al principio expresó sus dudas sobre la decencia de mi iniciativa:
—¿Ha visto alguien que un gobierno patrocine un juego de azar?
Pero pronto empezó a alabar el juego y a mí, y a declarar que yo había convertido Manzi en el territorio más lucrativo de todos los conquistados por el kanato. Yo respondía a cada espaldarazo con modestia y sinceridad:
—No fue obra mía sino de mi inteligente e ingeniosa señora. Yo sólo cosecho. Huisheng es la jardinera de la varita de oro.
Ella y yo iniciamos la empresa con una inversión tan trivial y escasa que hubiese avergonzado a un pescadero montando una pobre parada en el mercado. Nuestro equipo estaba formado únicamente por una mesa y un paño. Huisheng buscó un paño de color bermellón brillante, el color han de la buena suerte, y bordó sobre él en negro el cuadrado cuarteado, y en oro los cuatro números en el interior de las casillas, y enviamos a todos nuestros sirvientes a recorrer las calles, los canales y la orilla del río gritando:
—¡Venid, venid todos, almas venturosas! ¡Apostad un qian y ganad un liang! ¡Venid y Romped la Banca de las Habichuelas! ¡Convertid vuestros sueños en realidad, y vuestros antepasados levantarán asombrados las manos! ¡La fortuna veloz os espera en el establecimiento de Polo y de Eco! ¡Venid todos y cada uno!
Y vinieron. Quizá algunos sólo lo hicieron para poder echarme un vistazo a mí, el ferenghi de pelo de demonio. Quizá otros llegaron impulsados por una avaricia real, por la esperanza de ganar fácilmente una fortuna, pero la mayoría parecía simplemente que venían llenos de curiosidad deseando ver lo que ofrecíamos, y algunos no hicieron más que desviarse de su camino hacia otros lugares. Pero vinieron. Algunos bromearon y se burlaron exclamando:
—¡Es un juego de niños!
Pero todos jugaron por lo menos una partida. Algunos echaban su qian o sus dos qian sobre el paño rojo enfrente de Huisheng como si sólo satisfacieran el capricho de una niña guapa, pero todos esperaban para ver si ganaban o perdían. Y aunque entonces muchos se limitaron a reír con buen humor y a salir del jardín, otros se sintieron intrigados y jugaron de nuevo. Y de nuevo. Y como sólo podían jugar cuatro personas a la vez, hubo leves conatos de pelea y de empujones, y los que no pudieron jugar se quedaron para mirar fascinados el juego. Y al final del día, cuando declaramos cerrado el juego, nuestros sirvientes tuvieron que acompañar fuera del jardín a una considerable multitud de personas. Algunos jugadores se fueron con más dinero del que habían traído consigo y se fueron contentos por haber descubierto «una caja fuerte sin guardián», e hicieron votos para volver y saquearla de nuevo. Y algunos se fueron con la bolsa algo más ligera que antes de entrar, y se fueron censurándose a sí mismos por haber perdido en un «deporte tan poco serio» e hicieron votos para volver y vengarse de la mesa de la Banca de las Habichuelas.
O sea que aquella noche Huisheng bordó otro paño, y nuestros sirvientes casi se herniaron trasladando otra mesa de piedra al jardín. Y al día siguiente en lugar de quedarme de pie guardando el orden mientras Huisheng hacía de banquero, me senté en la otra mesa. Yo no jugaba tan rápido como ella y no recogí tanto dinero, pero los dos trabajamos duro todo el día y acabamos la jornada de juego agotados. La mayoría de los ganadores del día anterior habían vuelto, y los perdedores también, y más personas además de ellos, personas que se habían enterado de este nuevo e insólito establecimiento en Hangzhou.
Bueno, no es preciso que continúe. No tuvimos que enviar más a nuestros criados para que anunciaran en público «¡Venid todos!». La casa de Polo y Eco se había convertido de la noche a la mañana en un establecimiento fijo y popular. Enseñamos a los criados, a los más inteligentes, a hacer de banqueros, y así Huisheng y yo pudimos descansar de vez en cuando. Poco tiempo después Huisheng tuvo que confeccionar más manteles de juego negros, dorados y rojos y compramos todas las mesas de piedra que tenía en existencia un picapedrero vecino, e instalamos en ellas a los sirvientes como banqueros permanentes. Por raro que parezca, la vieja criada que se divertía tanto al oler el limón resultó uno de los mejores aprendices de banquero, tan rápida y precisa como la misma Huisheng.
Creo que yo no me había dado cuenta plenamente del enorme triunfo conseguido por nuestra empresa hasta que un día el cielo dejó caer unas gotas sin que nadie abandonara corriendo el jardín. Al contrario, llegaron todavía más clientes desafiando la lluvia, y continuaron jugando todo el día, insensibles al remojón. Ningún han hubiese soportado la lluvia en otras circunstancias, ni para visitar a la más legendaria cortesana de Hangzhou. Cuando descubrí que habíamos inventado una diversión más compulsiva que el sexo, me di un paseo por la ciudad y alquilé otros jardines abandonados y solares vacíos, y di instrucciones a nuestro vecino picapedrero para que empezara a labrar urgentemente más mesas para nosotros.
Nuestros clientes procedían de todos los niveles de la sociedad de Hangzhou: ricos nobles retirados del viejo régimen, mercaderes prósperos y de aspecto aceitoso, comerciantes de rostro preocupado, porteros y porteadores de palanquín de cara famélica, pescadores que olían mal y barqueros sudorosos. Eran de raza han o mongol, unos cuantos eran musulmanes e incluso algunas personas me parecieron judíos nativos. Los pocos jugadores excitados y nerviosos que de entrada parecían mujeres resultó que llevaban brazaletes de cobre. No recuerdo que visitara nunca nuestro establecimiento una mujer auténtica, y si lo hacía era para mirarnos con aire divertido y distante, como solían hacer los visitantes de las Casas del Engaño. Simplemente, las mujeres han no tenían el instinto del juego, pero apostar era para los hombres una pasión más fuerte que beber en exceso o ejercitar sus diminutos órganos masculinos.
Los hombres de las clases inferiores, que llegaban confiando desesperadamente en mejorar su suerte en la vida, solían apostar únicamente las pequeñas monedas de qian con un agujero en el centro que eran la moneda de los pobres. Los hombres de las clases medias arriesgaban normalmente moneda volante, pero de valor nominal reducido (y a menudo en billetes arrugados y viejos). La gente rica que llegaba pensando que podría Romper la Banca de las Habichuelas con un fuerte asedio o un largo desgaste, depositaba tranquilamente grandes fajos de billetes grandes de moneda volante. Pero todos, tanto si apostaban un único qian, como si apostaban un montón de liang, tenían idéntica posibilidad de ganar cuando el banquero iba separando de cuatro en cuatro las habichuelas para revelar el número de la casilla vencedora. Nunca me preocupé de calcular cuál era exactamente la posibilidad de que alguien sacara una fortuna. Lo único que sé es que volvían a casa más ricos un número de clientes aproximadamente igual al de los que volvían más pobres; lo único que hacían era intercambiar su propio dinero, y una porción apreciable de este dinero se quedaba en nuestra Banca de las Habichuelas. Mi escriba y yo pasábamos gran parte de la noche clasificando el papel moneda en fajos del mismo valor nominal y enfilando las monedas pequeñas para formar sartas de cientos y madejas de miles.
Como es lógico, al final el negocio creció demasiado y se complicó tanto que ni yo ni Huisheng pudimos ocuparnos personalmente de él. Después de fundar muchas Bancas de las Habichuelas en Hangzhou, hicimos lo mismo en Suzhou, y luego en otras ciudades, y al cabo de unos años no había ni un pueblo de Manzi por pequeño que fuera que no dispusiera de un establecimiento funcionando. Colocamos como banqueros a hombres y mujeres de confianza probada, y mi ayudante Feng contribuyó al buen orden instalando en cada establecimiento un funcionario jurado de la ley como supervisor general y auditor de cuentas. Ascendí a mi escriba al cargo de director de toda esta gran operación, y ya no tuve que ocuparme más del negocio. Me limité a llevar las cuentas de los recibos procedentes de toda la nación, pagar los gastos con parte de esta cantidad, y enviar el considerable remanente, un remanente muy considerable, a Kanbalik.
No me quedé con parte alguna de los beneficios. En Hangzhou, como en Kanbalik, Huisheng y yo teníamos una residencia elegante y multitud de criados, y comíamos opulentamente. Todo esto nos lo proporcionaba el wang Agayachi, o más bien su gobierno, que vivía de las rentas imperiales y que por lo tanto estaba mantenido en gran parte por nuestras Bancas de las Habichuelas. Si deseaba satisfacer algún lujo o locura adicional mío o de Huisheng, tenía los ingresos de la Compagnia Polo de mi padre, que continuaba prosperando y que enviaba ahora azafrán y otros artículos para su venta en Manzi. O sea que de los ingresos de las Bancas de las Habichuelas deducía regularmente sólo lo necesario para pagar los alquileres y el mantenimiento de los jardines y edificios de las bancas, los sueldos de los banqueros, supervisores y correos, y los costes de equipo, costes éstos ridículamente reducidos (poca cosa más aparte de mesas, manteles y cantidad de habichuelas secas). Lo que cada mes iba a parar al tesoro era, como he dicho, una fortuna. Y como también he dicho, probablemente el río no se ha interrumpido.
Kubilai me había advertido que no exprimiera hasta la última gota de sangre de las venas de sus súbditos de Manzi. Podría parecer que yo estaba contraviniendo sus órdenes y haciendo precisamente eso. Pero no era cierto. La mayoría de jugadores aventuraban en nuestras Bancas de Habichuelas el dinero que ya habían ganado y guardado y que podían permitirse arriesgar. Si lo perdían, esto les impulsaba a trabajar más y a ganar más dinero. Incluso los que se empobrecían imprudentemente en nuestras mesas no se hundían sin más en inactividad desesperanzada o en la mendicidad como habría sucedido si hubiesen perdido todos sus bienes por culpa de un recaudador de impuestos. La Banca de las Habichuelas ofrecía siempre la esperanza de recuperar todas las pérdidas, en cambio un recaudador de impuestos no permite recuperar nunca nada, de modo que incluso las personas totalmente arruinadas tenían motivos para trabajar y escalar de nuevo el camino desde la nada a una prosperidad que les permitiera volver a nuestras mesas. Tengo la satisfacción de afirmar que nuestro sistema no obligaba a nadie, como sucedía con los antiguos sistemas fiscales, a recurrir al expediente desesperado de pedir un préstamo en términos de usura y caer así en las terribles garras de una deuda profunda. Pero esto no fue obra mía, se debió a las limitaciones que el gran kan impuso a los musulmanes; simplemente ya no había usureros que pudiesen prestar dinero. En definitiva, y por lo que pude ver, nuestras Bancas de las Habichuelas no sólo no exprimieron la sangre de Manzi sino que dieron al país un nuevo impulso y nuevas iniciativas y productividad. Beneficiaron a todos los afectados, desde el kanato en su conjunto hasta la entera población trabajadora (no hay que olvidar que muchas personas encontraron en nuestras bancas empleo permanente), y hasta el campesino más pobre del rincón más apartado de Manzi, que por lo menos pudo aspirar a algo ante el reclamo de una fortuna fácil.
Kubilai me había amenazado con comunicarme rápidamente si mi actuación como agente del tesoro en Hangzhou no le satisfacía. Desde luego no tuvo nunca motivo para adoptar esta decisión. Muy al contrario, acabó enviando a su dignatario de mayor rango, el príncipe heredero y vicerregente Chingkim, para comunicarme su cordial enhorabuena y felicitación por la labor excepcional que estaba llevando a cabo.
—Por lo menos esto me dijo que os comunicara —me contó Chingkim con su tono vagamente irónico—. En realidad creo que mi real padre quería que espiara un poco y procurara averiguar si estáis o no al frente de una banda de forajidos que saquea todo el país.
—No hay necesidad de saquear nada —dije con satisfacción—. ¿Por qué preocuparse de robar lo que la misma gente desea entregarme?
—Sí, vuestra actuación ha sido un éxito. El ministro de Finanzas Linan me ha explicado que Manzi está contribuyendo al kanato con más riquezas incluso que la Persia de mi primo Abagha. Por cierto, hablando de familia, Kukachin y los niños os envían recuerdos, a vos y a Huisheng. Y lo propio hace vuestro estimable padre Nicolò. Me dijo que el estado de vuestro tío Mafio ha mejorado tanto que ha aprendido varias canciones nuevas de la dama que lo cuida.
Chingkim, en lugar de alojarse en el palacio de su hermanastro Agayachi, nos hizo, a mí y a Huisheng, el gran honor de instalarse con nosotros durante su visita. Habíamos delegado desde hacía tiempo la dirección de las Bancas de las Habichuelas a nuestros subordinados, y disponíamos de tiempo ilimitado para el ocio, es decir, que pudimos dedicar todo nuestro tiempo y atención a cuidar de nuestro huésped real. Aquél día, nosotros tres, sin criados que nos sirvieran, estábamos disfrutando de una merienda en el campo, pues Huisheng había preparado con sus propias manos un cesto con comida y bebidas. Habíamos sacado los caballos del caravasar donde nos los guardaban y habíamos salido de Hangzhou por la Avenida Pavimentada que Serpentea Largamente entre Árboles Gigantescos, etcétera, y cuando estuvimos bien lejos de la ciudad pusimos un mantel en el suelo y comimos bajo aquellos árboles, mientras Chingkim me contaba otros sucesos acaecidos en varios lugares del mundo.
—Ahora estamos en guerra con Champa —me informó con tanta tranquilidad como diría alguien que no fuese mongol: «Estamos construyendo un estanque en el jardín trasero».
—Esto supuse —dije—. He visto a los soldados marchando hacia el sur, y a transportes de hombres y de caballos bajando por el Gran Canal. Supongo que vuestro real padre se ha replanteado la expansión por oriente hacia Riben Guo y ha decidido hacerlo por el Sur.
—En realidad la cosa fue bastante fortuita —dijo—. El pueblo yi de Yunnan ha aceptado nuestra soberanía. Pero en Yunnan hay una raza minoritaria, un pueblo llamado shan, que no ha querido que los gobernáramos y ha emigrado multitudinariamente hacia el sur, entrando en Champa. Mi hermanastro Hukoji, el wang de Yunnan, envió una embajada a Champa proponiendo al rey de Ava que nos devolviera a nosotros, sus señores, amistosamente, estos refugiados. Sin embargo no habían advertido a nuestros embajadores que ante el rey Ava todo el mundo tenía que quitarse los zapatos; ellos no lo hicieron, el rey se sintió ofendido, y ordenó a sus guardias: «¡Quitadles los pies!». Como es lógico mutilar a nuestros embajadores fue un insulto contra nosotros, y un buen motivo para que el kanato declarara la guerra a Ava. Vuestro viejo amigo Bayan está de nuevo en campaña.
—¿Ava? —pregunté—. ¿Es otro nombre de Champa?
—No exactamente. Champa se aplica a todo aquel país tropical, una tierra llena de jungla, elefantes, tigres, calor y humedad. El pueblo que lo habita está compuesto por diez o veinte razas distintas, ¿quién sabe? Casi cada una dispone de su propio y diminuto reino, y cada uno tiene varios nombres según sea quien lo pronuncie. Ava, por ejemplo, se conoce también como Myama, Birmania y Mian. El pueblo shan al huir de nuestro Yunnan buscó refugio en un reino fundado hace tiempo por antiguos emigrantes shan en Champa. Se le conoce por distintos nombres como Sayam, Muang Thai, y Sukhotai. Hay otros reinos por allí, Annam, Cham, Layas, Khmer, Kambuja, y quizá muchos más. —Luego agregó displicentemente—: Mientras conquistamos Ava, quizá nos quedemos también con dos o tres reinos más.
Yo comenté, como un auténtico mercader:
—Nos ahorraríamos el precio exorbitante que exigen por sus especias, su madera, sus elefantes y sus rubíes.
—Mi intención era continuar hacia el sur a partir de aquí y seguir la ruta de campaña de Bayan para estudiar personalmente esos países tropicales. Pero no me veo con fuerzas para emprender un viaje tan riguroso. Me quedaré descansando aquí un tiempo con vos y con Huisheng, y luego regresaré a Kitai. —Suspiró y agregó con cierta melancolía—: Lamento no poder ir. Mi real padre está envejeciendo, y no puede faltar mucho para que yo deba sucederle como gran kan. Me gustaría haber viajado más antes de instalarme permanentemente en Kanbalik.
Éste aire de cansancio y resignación no era habitual en el príncipe Chingkim, y observé que realmente parecía cansado y agotado. Poco después, cuando él y yo entramos un poco en el bosque para hacer aguas menores en privado, observé otra cosa, y lo comenté sin darle importancia:
—Sin duda en alguna posada del camino comisteis aquella verdura roja y viscosa llamada daihuang. No creo que lo hicierais en nuestra mesa, porque a mí no me gusta.
—A mí tampoco —dijo—. Tampoco he caído recientemente de un caballo, lo que podría explicar esta meada de color rosa. Pero me pasa desde hace algún tiempo. El médico de la corte ha estado tratando este desarreglo, al estilo han, es decir, clavándome agujas en los pies y quemando montoncitos de pelusa de moxa arriba y abajo de mi espinazo. Yo le repito continuamente al viejo hakim Gansui que ni meo con los pies ni… —Se detuvo y miró hacia los árboles—. Escuchad, Marco. Un cuco. ¿Sabéis qué canta el cuco según los han?
Chingkim volvió a casa, como aconsejaba el cuco, pero no sin haber disfrutado antes de nuestra compañía durante un mes aproximadamente y del ambiente de descanso de Hangzhou. Me alegré de que dispusiera de este mes de placeres simples, lejos de las preocupaciones de su cargo y del estado, porque cuando volvió a casa volvió a un lugar mucho más distante que Kanbalik. Al cabo de poco tiempo llegaron a Hangzhou correos al galope, con caballos enjaezados de púrpura y blanco, para anunciar al wang Agayachi que debía adornar su ciudad con estos colores de duelo han y mongol, porque su hermano Chingkim había regresado a casa sólo para morir.
Sucedió que en nuestra ciudad apenas había finalizado el periodo de duelo por el príncipe heredero, y estaban a punto de quitar los crespones de colores cuando llegaron de nuevo correos con la orden de dejarlos colgados. Ahora el duelo era por el ilkan Abagha de Persia, quien también había fallecido, y no en batalla sino también de alguna enfermedad. La pérdida de un sobrino no fue como es lógico una tragedia tan terrible para Kubilai como la pérdida de su hijo Chingkim, y no provocó en todas partes los mismos murmullos y especulaciones sobre la futura sucesión. Abagha había dejado a un hijo ya adulto, Arghun, quien asumió inmediatamente el ilkanato de Persia, casándose incluso con una de las esposas persas de su difunto padre, para asegurar mejor sus pretensiones al trono. Pero Temur, el hijo de Chingkim y siguiente heredero de todo el Imperio mongol, era todavía menor de edad. Kubilai estaba entrado en años, como Chingkim había comentado. El pueblo temía que si moría pronto el kanato podría verse dividido y convulsionado por la intervención de pretendientes distintos de Temur: los numerosos tíos, primos y otros parientes ansiosos por expulsarlo y apoderarse del kanato.
Pero de momento no sufrimos nada peor que el dolor por la prematura desaparición de Chingkim. Kubilai no dejó que su pena distrajera su atención de los asuntos de estado, y yo no dejé que la mía se interfiriera con el envío regular del tributo de Manzi al tesoro. Kubilai continuó su guerra contra Ava, e incluso amplió la misión del orlok Bayan, como había predicho Chingkim, ordenándole que se apoderara también de las naciones vecinas de Champa que pudiesen estar maduras para la conquista.
Me inquietaba saber que pasaban tantas cosas en el mundo exterior, mientras yo me consumía en el lujo de Hangzhou. Mi inquietud era irracional, desde luego. Pensemos en todo lo que yo tenía. Era un personaje muy estimado en Hangzhou. Ya nadie miraba de reojo mi pelo color de gui cuando me paseaba por la calle. Tenía muchos amigos, vivía muy confortablemente y estaba feliz y contento con mi amada y amorosa consorte. Huisheng y yo podíamos haber vivido felices siempre más, como se dice de los amantes en las páginas finales de un román courtois, tan felices como entonces. Yo poseía todo lo que podía desear un hombre racional. Todas esas cosas tan preciosas eran mías en aquel punto culminante, en aquella cresta de mi vida recortada sobre el horizonte. Además yo ya no era un mozuelo temerario como antes, ante el cual sólo se extendía un mañana sin fin. Había dejado muchos ayeres detrás mío. Ya tenía más de treinta años de edad y a veces descubría un pelo gris entre mis cabellos color de demonio, y podía haber decidido juiciosamente que la cuesta descendente de mi vida fuera un camino dulce y suave.
Sin embargo me sentía inquieto y la inquietud se convirtió inexorablemente en insatisfacción conmigo mismo. Sí, había cumplido bien en Manzi, pero ¿debía alumbrarme el resto de mis días con el brillo reflejado de este éxito? Cuando se ha logrado algo grande su simple perpetuación ya no lo es tanto. En mi caso, sólo necesitaba estampar mi firma yin sobre papeles de recepción y despacho, y enviar mis correos a Kanbalik una vez al mes. Mi trabajo no era mejor que el de un maestro de postas en una de las estaciones de relevo de caballos. Decidí que había disfrutado durante demasiado tiempo del tener; deseaba que me faltara algo. Me horrorizaba la visión de mí mismo envejeciendo en Hangzhou, como un vegetal patriarca han, sin tener nada de que enorgullecerme aparte de mi supervivencia hasta la vejez.
—«Tú nunca envejecerás, Marco» me dijo Huisheng cuando abordé el tema.
La expresión de su rostro al afirmar esto era de cariñosa diversión, pero también de sinceridad.
«Viejo o no —le dije—. Creo que hemos vivido demasiado tiempo en el lujo de Hangzhou. Vayámonos a otro sitio». Ella estuvo de acuerdo:
«Vayamos a otro sitio».
«¿Adonde te gustaría ir, querida?».
«Adonde quiera que vayas», contestó sencillamente.
6
Mi siguiente correo hacia el norte llevó al gran kan un mensaje mío pidiendo respetuosamente que me relevara de mi misión, cumplida desde hacía mucho tiempo, de mi título de guan y de mi botón de coral en el sombrero; que me diera permiso para volver a Kanbalik, donde podría moverme buscando alguna nueva aventura en que ocuparme. El correo trajo de vuelta el amable consentimiento de Kubilai, y Huisheng y yo no necesitamos mucho tiempo para preparar nuestra marcha de Hangzhou. Todos nuestros sirvientes y esclavos nativos lloraron, se retorcieron y se echaron al suelo en frecuentes koutous, pero mitigamos su aflicción regalándoles muchas cosas que habíamos decidido no llevar con nosotros. Hice otros ricos regalos de despedida al wang Agayachi y a mi ayudante Feng Weini, a mi escriba director y a otras personalidades que habían sido amigos nuestros.
—El cuco llama —dijeron todos tristemente, uno detrás de otro, mientras brindaban por nosotros con sus vasos de vino en los innumerables banquetes y bailes de despedida celebrados en nuestro honor.
Nuestros esclavos empaquetaron en fardos y cajas nuestras pertenencias personales, nuestra ropa y los numerosos objetos adquiridos en Hangzhou que nos llevábamos con nosotros: muebles, rollos pintados, porcelanas, marfiles, jades, joyas, etc. Nos llevamos también a la doncella mongol que habíamos traído de Kanbalik y a la yegua blanca de Huisheng (ahora con algo de plata alrededor del morro) y subimos a una barcaza del canal de considerables dimensiones. Huisheng no quiso que empaquetaran y guardaran en la bodega una de nuestras posesiones: su incensario de porcelana blanca, que ella misma se encargó de llevar consigo.
Durante nuestra estancia en Hangzhou el Gran Canal quedó completado llegando hasta la orilla de la ciudad. Pero nosotros ya habíamos cubierto la ruta del canal cuando nos dirigimos hacia el sur, y decidimos tomar un camino de vuelta muy diferente. La barcaza nos llevó únicamente hasta el puerto de Zhenjiang, donde el Gran Canal cruza el río Yangzi. Allí, por primera vez tanto para mí como para Huisheng, abordamos un gigantesco chuan de alta mar, navegamos hacia el mar por el río Tremendo, entramos en el infinito mar de Kitai y subimos hacia el norte bordeando la costa.
Comparado con aquel chuan el buen navío Doge Anafesto, la galeazza con la que crucé el Mediterráneo, parecía una góndola o un sampán. No puedo nombrar el chuan por su nombre, porque carecía de él para que los armadores rivales no pudieran maldecirlo y persuadir a los dioses que enviaran vientos contrarios u otros infortunios El chitan tenía cinco mástiles, cada uno como un árbol, y de ellos pendían velas tan grandes como las plazas de mercado de algunas poblaciones, fabricadas con tiras de caña zhugan, y empleadas como ya he contado. El tamaño del casco, en forma de pato, estaba en consonancia con unas obras muertas que rascaban el cielo. Sobre la cubierta y en los alojamientos de los pasajeros de debajo había más de cien camarotes, en cada uno de los cuales cabían confortablemente seis personas. Es decir, que el navío podía transportar a más de seiscientos pasajeros además de una tripulación que totalizaba perfectamente cuatrocientos hombres, de varias razas y lenguajes. (En este viaje corto sólo llevaba unos cuantos pasajeros. Aparte de Huisheng, yo y la doncella, había algunos mercaderes viajantes, unos funcionarios del gobierno de menor categoría, y unos cuantos capitanes desocupados de otros buques que entre viaje y viaje se habían embarcado para disfrutar de unas vacaciones de marinero). Las bodegas del chuan llevaban una gran variedad de bienes, al parecer suficientes para aprovisionar a una ciudad. Yo diría, para dar una simple idea de la capacidad de las bodegas, que el buque podía transportar hasta dos mil toneles venecianos.
He dicho «bodegas» deliberadamente en lugar de bodega, porque los chuan estaban construidos ingeniosamente con el interior del casco dividido por mamparas que formaban numerosos compartimientos de un extremo al otro del buque. Todos los compartimientos estaban alquitranados y eran impermeables: si el chuan chocaba contra un arrecife o se abría un agujero debajo de la línea de flotación, sólo se inundaba el compartimiento afectado, los otros se mantenían secos y el barco continuaba flotando. Sin embargo un arrecife capaz de agujerear aquel chuan hubiese tenido que ser muy cortante y sólido. Todo su casco tenía un triple forro de planchas, en realidad estaba construido tres veces, y cada caparazón envolvía al anterior. El capitán han, que hablaba mongol, me mostró con orgullo la disposición de las planchas del forro: el casco interior tenía las planchas verticales, de la quilla a la cubierta, el siguiente tenía las planchas formando un ángulo diagonal con la vertical y el casco más exterior estaba dispuesto en filas horizontales de la proa a la popa.
—Sólido como una roca —dijo con satisfacción golpeando con un puño una mampara y produciendo un sonido parecido al de una roca golpeada con un martillo—. Buena madera de teca, procedente de Champa, y sostenida con buenas puntas de hierro.
—En la parte de Occidente de donde procedo no hay madera de teca —dije, casi pidiendo perdón—. Nuestros constructores navales trabajan con roble. Pero también utilizamos puntas de hierro.
—¡Estúpidos constructores de buques ferenghi! —bramó con una gran carcajada—. ¿Todavía no se han dado cuenta de que la madera de roble exuda un ácido que corroe el hierro?
En cambio la teca contiene un aceite esencial que conserva el hierro. Acababan de ofrecerme otro ejemplo del ingenio de los artesanos orientales que dejaba chico a mi Occidente natal. Con cierto despecho confié en encontrar un ejemplo de estupidez oriental que equilibrara la balanza; supuse que descubriría uno antes de acabar el viaje, y pensé que lo tenía cuando un día, ya bien lejos de la segura costa, topamos con una gran tempestad, bastante peligrosa. Hubo viento, lluvia y relámpagos, el mar se encrespó, los mástiles y vergas del buque se entrelazaron con el chisporroteo azul del fuego de San Telmo, y oí al capitán gritar a su tripulación en varios idiomas.
—Preparad el chuan para el sacrificio.
Parecía una rendición innecesaria y escandalosamente prematura, porque el enorme casco del chuan apenas se mecía en la tempestad. Yo sólo era un «marinero de agua dulce», como dicen burlonamente los marineros auténticos en Venecia, pero pensé que para capear el peligro bastaba con acortar algo las velas. Desde luego aquella tormenta no se merecía el temido nombre de taifeng. Sin embargo, ya era lo bastante marinero para saber que no podía dar consejos al capitán ni demostrar ningún desprecio por su agitación, al parecer exagerada.
Me alegré de no haberlo hecho. Pues mientras me disponía tristemente a bajar y a preparar a mis mujeres para que abandonaran el buque, me encontré con dos marineros que subían alegremente por la escalera de cámara, sin ningún miedo, llevando con cuidado un buque hecho enteramente de papel, un buque de juguete, una copia en miniatura del nuestro.
—El chuan para el sacrificio —me dijo el capitán, imperturbablemente mientras lo echaba por la borda—. Engañará a los dioses del mar. Cuando lo vean disolverse en el agua, pensarán que han hundido nuestro buque real y dejarán que la tempestad se calme en vez de aumentar su gravedad.
Era un nuevo recordatorio de que los han incluso cuando hacían algo estúpido era de forma ingeniosa. No sé si el sacrificio del barco de papel tuvo algún efecto, pero la tempestad se calmó pronto, y unos días después desembarcamos en Qinhuangdao, la ciudad costera más cercana a Kanbalik. Desde allí continuamos por tierra seguidos por una pequeña caravana de carros que transportaba nuestros bienes.
Como es natural, cuando llegamos al palacio, Huisheng y yo fuimos primero a hacer koutou al gran kan. Observé que en sus cámaras reales al parecer todos los mayordomos y criadas mayores que estaban antes a su servicio habían sido sustituidos por media docena de jóvenes pajes. Todos tenían la misma edad, todos eran guapos y tenían el cabello y los ojos insólitamente claros, como los miembros de aquella tribu de Aryana en India que afirmaban descender de los soldados de Alejandro. Me pregunté vagamente si Kubilai en su vejez estaba desarrollando un afecto perverso hacia los chicos guapos, pero luego olvidé el tema. El gran kan nos saludó muy cordialmente y ambos nos dimos mutuamente el pésame por la pérdida él de su hijo y yo de mi amigo Chingkim. Luego dijo:
—Debo felicitarte de nuevo, Marco, por el espléndido éxito de tu misión en Manzi. Supongo que no te quedaste ni un solo qian del tributo en todos estos años. No, creo que no. Fue culpa mía. Antes de que te fueras olvidé decirte que un recaudador de impuestos normalmente no cobra sueldo, y se mantiene reteniendo una veintava parte de lo que recauda. Es un estímulo para que trabaje diligentemente. Sin embargo no puedo quejarme de la diligencia que has demostrado en tu labor. Por lo tanto, si quieres visitar al ministro Linan verás que durante todo este tiempo ha ido separando la parte que te corresponde, una respetable suma total.
—¿Respetable? —balbuceé—. Excelencia, ¡tiene que ser una fortuna! No puedo aceptarlo. Yo no trabajaba para sacar beneficios, sino para mi señor gran kan.
—Entonces con mayor motivo te lo mereces. —Yo abrí la boca de nuevo, pero él dijo severamente—: No quiero que se hable más del tema. Sin embargo, si te interesa demostrar tu gratitud, podrías aceptar un nuevo cargo.
—El que sea, excelencia —dije, con la boca todavía abierta por la magnitud de la sorpresa.
—Mi hijo y amigo tuyo, Chingkim, tenía grandes deseos de ver las junglas de Champa, pero no consiguió llegar hasta allí. Tengo mensajes para el orlok Bayan, que guerrea actualmente en el país de Ava. Se trata de comunicaciones rutinarias, no urgentes, pero darán pie a que realices el viaje que Chingkim no pudo efectuar. El que fueras en su lugar podría ser un consuelo para su espíritu. ¿Irás?
—Sin dudas ni retrasos, excelencia. ¿Puedo hacer algo más por vos en aquellas tierras? ¿Matar dragones? ¿Rescatar a princesas cautivas?
Lo decía sólo medio en broma, porque el gran kan acababa de convertirme en un hombre rico.
Sonrió con aprecio, pero con cierta tristeza:
—Tráeme algún pequeño recuerdo. El recuerdo que un hijo cariñoso hubiese traído a su anciano padre.
Le prometí que buscaría algo único, nunca visto en Kanbalik, y Huisheng y yo nos despedimos de él. Fuimos a saludar primero a mi padre, quien nos abrazó a los dos y dejó caer unas lágrimas de alegría hasta que las detuve contándole el gran favor que acababa de hacerme Kubilai.
—Mefè! —exclamó—. ¡Esto no es un hueso duro de roer! Siempre me había considerado un buen hombre de negocios, pero te juro, Marco, que podrías vender luz del sol en agosto, como dicen por Rialto.
—Todo fue obra de Huisheng —le aseguré, apretándola cariñosamente contra mí.
—Bueno… —dijo mi padre, pensativo—. Esto… junto con lo que la Compagnia ha enviado ya a casa a través de la Ruta de la Seda… Marco, quizá sea hora de que pensemos también nosotros en volver a casa.
—¿Qué? —exclamé sorprendido—. Pero padre, tú siempre repetías otro refrán. Hay un tipo de persona para la cual todo el mundo es su casa. Mientras continuemos prosperando aquí…
—Mejor un huevo hoy que una gallina mañana.
—Pero nuestras perspectivas todavía son buenas. Gozamos aún de la estima del gran kan. El imperio está en su momento más rico, está maduro para que lo explotemos. Tío Mafio está bien cuidado, y…
—Mafio ha vuelto de nuevo a los cuatro años, o sea que no le importa donde esté. Pero yo me acerco a los sesenta, y Kubilai tiene por lo menos diez años más.
—Tú estás muy lejos de la senilidad, padre. Es cierto que el gran kan muestra sus años, y un cierto desespero, pero ¿qué importa?
—¿Has pensado cuál sería nuestra posición si él muriera repentinamente? El simple hecho de que él nos tenga afecto hace que otros sientan resentimiento hacia nosotros. Ahora es un resentimiento furtivo, pero probablemente se manifestará cuando su mano protectora desaparezca. Incluso los conejos bailan en el funeral de un león. Además se producirá un resurgimiento de las facciones musulmanas que él suprimió, y éstas no nos quieren en absoluto. No es preciso que mencione la probabilidad de desórdenes más graves: si estallara una guerra de sucesión los levantamientos podrían alcanzar hasta Levante. Cada vez estoy más contento de haber enviado durante todos estos años nuestros beneficios a Occidente, a tío Marco de Constantinopla. Haré lo mismo con tu nueva fortuna. Sin embargo todo lo que hayamos acumulado aquí quedará secuestrado cuando se produzca la muerte de Kubilai.
—¿Podemos preocuparnos por esto, si llega a suceder, teniendo en cuenta todas las riquezas que hemos sacado ya de Kitai y de Manzi?
Negó con la cabeza sombríamente:
—¿De qué nos sirve tener nuestra fortuna esperándonos en Occidente, si quedamos encallados aquí? ¿O si morimos aquí? Supongamos que entre todos los aspirantes a la sucesión del kanato, el vencedor fuera Kaidu.
—Realmente correríamos peligro —dije—. Pero ¿tenemos que abandonar el buque ahora mismo, cuando no se ve todavía ninguna nube en el cielo?
Me di cuenta con humor que en presencia de mi padre empezaba a hablar como él, con parábolas y metáforas.
—El paso más duro es cruzar el umbral —dijo—. Sin embargo si no estás decidido porque te preocupa el destino de tu dulce señora, supongo que no estás imaginando que sugiero abandonarla. Sacro, ¡no! Como es lógico tienes que llevarla contigo. Quizá durante una temporada sea una curiosidad en Venecia, pero todos la querrán. Da novèlo xe tuto helo. No serás el primero que vuelve a casa con una esposa extranjera. Recuerdo un capitán de navío, uno de los Doria, que llevó a su casa una esposa turca cuando se retiró del mar. Era alta como un campanile, y…
—Yo me llevo a Huisheng a todas partes —dije, dirigiendo a ella una sonrisa—. Sin ella estaría perdido. Me la llevaré ahora a Champa. Ni siquiera nos detendremos para deshacer los paquetes con los objetos que trajimos de Manzi. Y mi intención siempre había sido llevarla a Venecia cuando regresáramos. Pero, padre, ¿supongo que no estás recomendando que nos marchemos sigilosamente hoy mismo?
—¡Oh, no! Sólo que hagamos planes. Que estemos a punto para partir. Que vigilemos con un ojo la sartén y con el otro al gato. De todos modos necesitaré algún tiempo para cerrar o traspasar los talleres de kaši, y para no dejar ningún cabo suelto.
—Creo que tenemos mucho tiempo por delante. Kubilai parece viejo, pero no moribundo. Si como sospecho tiene la vivacidad suficiente para jugar con muchachos no creo que caiga muerto tan repentinamente como Chingkim. Déjame que cumpla con la última misión que me ha encargado, y cuando yo vuelva…
—Nadie, Marco, puede predecir el día.
Estuve a punto de replicarle secamente. Pero era imposible que me exasperara con él, o que compartiera su pesimismo, o que se me pegaran sus aprensiones. Acababa de convertirme en un hombre rico, y en un hombre feliz, y estaba a punto de emprender un viaje a un nuevo país, teniendo a mi lado a mi compañera más querida. Me limité a apoyar mi mano sobre el hombro de mi padre y a decirle, no con resignación, sino con auténtica alegría:
—¡Dejemos que llegue este día! Sto mondo xe fato tondo!