CAPÍTULO 1
Tommy y los hechos
Les he estado diciendo que leía. Sr. Lunski
Esta amable revolución comenzó espontáneamente. Lo extraño de ella es que llegó a su final casualmente.
Los niños, que son los pequeños revolucionarios, no sabían que podrían leer si se les daban los medios, y los adultos dedicados a la industria televisiva, quienes finalmente se los proporcionarían, ignoraban que los niños tenían capacidad para ello y que la televisión procuraría los medios que traerían consigo dicha revolución.
La falta de medios es la razón por la cual tardó tanto tiempo en ocurrir, pero ahora que ha sucedido, nosotros, los padres, debemos cooperar para fomentar esta espléndida revolución; no para hacerla menos amable, sino para lograr que sea más rápida, de modo que los niños puedan recibir antes su recompensa.
Es realmente asombroso que los niños no hayan descubierto el secreto mucho antes. Es un milagro que los niños, con toda su vivacidad —porque vivaces sí que son—, no lo hayan captado.
La única razón de que algún adulto no les haya revelado el secreto a los niños de 2 años es que nosotros, los adultos, tampoco lo sabíamos. Claro que si lo hubiéramos sabido jamás habríamos permitido que permaneciera en secreto, ya que es demasiado importante tanto para los niños como para nosotros.
Lo malo es que hemos hecho la letra demasiado pequeña.
Lo malo es que hemos hecho la letra demasiado pequeña.
Lo malo es que hemos hecho la letra demasiado pequeña.
Es posible incluso hacer la letra demasiado pequeña para el complicado camino visual —que incluye el cerebro— que sigue el adulto para leer.
Es casi imposible hacer el tipo de letra demasiado grande para leer.
Pero, en cambio, es posible hacerla demasiado pequeña, y esto es lo que hemos hecho.
El camino visual desde el ojo a través de las áreas visuales del mismo cerebro, insuficientemente desarrollado en los niños de 1, 2 o 3 años, hace que estos no puedan diferenciar una palabra de otra.
Pero ahora, como hemos dicho, la televisión ha desvelado todo el secreto a través de los anuncios comerciales. El resultado es que cuando el locutor dice Gulf, Gulf, Gulf, con voz clara y afín, y en la pantalla aparece la palabra GULF con letras claras y grandes, todos los niños aprenden a reconocer la palabra, cuando ni siquiera conocen el alfabeto.
La verdad es, pues, que los niños pequeñitos pueden aprender a leer. Se puede decir, con toda seguridad, que los niños, especialmente los más pequeños, pueden leer, con la condición de que, al principio, se les hagan las letras muy grandes.
Ya sabemos ahora ambas cosas.
Y puesto que las sabemos tenemos que hacer algo porque lo que ocurrirá cuando enseñemos a leer a niños muy pequeñitos será muy importante para el mundo.
Sin embargo, ¿no le resulta más fácil al niño entender una palabra hablada que una escrita? En absoluto. El cerebro del niño, que es el único órgano que tiene capacidad de aprender, "oye" las palabras claras y en voz alta de la televisión a través del oído y las interpreta como solo el cerebro puede hacerlo. Simultáneamente, el cerebro del niño "ve” las palabras de la televisión grandes y claras a través del ojo y las interpreta exactamente de la misma manera.
No hay diferencia alguna para el cerebro entre “ver” una forma u “oír” un sonido. Entiende los dos igualmente bien. Lo único que se requiere es que los sonidos sean suficientemente claros y altos para que el oído los pueda oír y las palabras suficientemente grandes y claras para que el ojo las pueda ver y así el cerebro pueda interpretarlas. Lo primero lo habíamos hecho, pero en lo segundo fallamos al no hacerlo.
Probablemente, la gente siempre ha hablado a los niños en una voz más alta que la que usa con los adultos, y seguimos haciendo eso, dándonos cuenta de forma instintiva de que los niños no pueden oír y entender simultáneamente el tono normal de conversación de los adultos.
Nadie pensaría en hablar a los niños de 1 año en una voz normal: prácticamente les gritamos.
Si intenta hablarle a un niño de 2 años en un tono normal, hay muchísimas probabilidades de que no le oiga ni le entienda. Si el niño está de espaldas, es casi seguro que ni siquiera le prestará atención.
Incluso un niño de 3 años, si se le habla en un tono normal de conversación, es difícil que lo entienda, o que ni siquiera lo escuche si hay otros sonidos u otra conversación en la habitación.
Todo el mundo habla a los niños en voz alta, y cuanto más pequeño es el niño, más alto hablamos.
Supongamos, como hipótesis para probar este argumento, que los adultos hemos decidido hace tiempo hablarnos con unos sonidos lo suficientemente suaves como para que ningún niño pueda oírlos ni entenderlos. Supongamos, sin embargo, que estos sonidos son lo bastante fuertes como para que el camino auditivo del niño de 6 años se haya perfeccionado lo bastante para oír y entender esos sonidos suaves.
Bajo este conjunto de circunstancias, probablemente aplicaríamos a los niños de 6 años unos tests de "aptitud auditiva". Si veíamos que "oía" pero no entendía las palabras (lo que ciertamente ocurriría, puesto que su camino auditivo había sido incapaz de distinguir los sonidos bajos hasta esa edad) es posible que lleváramos ahora a comprender el lenguaje hablado, enseñándole primero la letra A, luego la B y continuando así hasta que aprendiera el alfabeto antes de empezar a enseñarle cómo suenan las palabras.
Así se llega a concluir que quizás hubiera un buen número de niños con problemas para "oír" palabras y frases, y que quizá hubiera también un libro llamado Por qué Pipo no oye.
Lo que acabamos de exponer es precisamente lo que hemos hecho con el lenguaje escrito. Lo hemos escrito tan pequeño que el niño no lo puede “ver y entender”.
Pasemos ahora a otra hipótesis.
Si hubiésemos hablado casi en un murmullo, escribiendo simultáneamente palabras con letras muy claras y de grandes dimensiones, los niños muy pequeños podrían leerlas, pero serían incapaces de comprender la lengua hablada.
Supongamos ahora que se introduce la televisión, con sus palabras escritas en grandes letras, a la par que se pronuncian esas mismas palabras en voz alta. Naturalmente que todos los niños podrían leer las palabras, pero también habría muchos niños que comenzarían a entender la palabra hablada a la asombrosa edad de 2 o 3 años.
¡Y esto, a la inversa, es lo que está ocurriendo actualmente en lo que se refiere a la lectura!
La TV nos ha mostrado también otras cosas interesantes sobre los niños.
La primera es que los más pequeños ven la mayoría de los "programas infantiles" sin prestar una atención constante; pero, como todos sabemos, cuando llegan los anuncios comerciales los niños corren a la televisión para oír y leer lo que significan los productos y para qué sirven.
La cuestión no es que los anuncios de la TV tengan especial atractivo para los niños de 2 años, ni que la gasolina o lo que esta significa les resulte fascinante, porque no es así.
La realidad es que los niños pueden aprender de los anuncios comerciales, debido a que su mensaje es bastante claro, bastante grande y bastante alto, a que se repite y a que todos los niños tienen ansia de aprender.
Los niños preferirían aprender alguna cosa sobre algo a que se les entretenga con un payaso, y esto es un hecho.
El resultado consiguiente es que van de paseo con el coche familiar y leen alegremente la marca Esso, la marca Gulf y la marca Coca-Cola, igual que otras muchas, y esto es un hecho.
Ya no hay necesidad de plantear la pregunta: ¿Pueden los niños muy pequeños aprender a leer? Ellos mismos la han contestado: claro que pueden. La pregunta que debería plantearse es ¿qué queremos que lean los niños? ¿Hemos de restringir su lectura a los nombres de los productos y las extrañas sustancias que contienen dichos productos, o nuestros estómagos, o más bien, deberíamos dejarles leer algo que pueda enriquecer sus vidas?
Vamos a fijamos en todos los hechos básicos:
- Los niños pequeños quieren aprender a leer.
- Los niños pequeños pueden aprender a leer.
- Los niños pequeños están aprendiendo a leer.
- Los niños pequeños deberían aprender a leer.
Dedicaremos un capítulo a cada uno de estos hechos. Cada uno de ellos es una verdad y es sencillo. Y quizá esto haya sido una gran parte del problema. Pocos misterios hay más difíciles de penetrar que la engañosa apariencia de la sencillez.
Fue probablemente su misma sencillez el mayor obstáculo para llegar a comprender e incluso a creer la absurda historia que el señor Lunski nos contó sobre Tommy.
Es extraño que hayamos tardado tanto tiempo en hacerle caso al señor Lunski, porque cuando vimos por primera vez a Tommy en El Instituto, ya sabíamos todo lo que necesitábamos saber para entender lo que le estaba ocurriendo a Tommy.
Tommy era el cuarto de los hijos de la familia Lunski. Los padres no habían tenido tiempo suficiente para obtener una instrucción elemental, y habían tenido que trabajar mucho para mantener a sus tres hijos normales. Por el tiempo en que nació Tommy el señor Lunski se convirtió en propietario de un bar y las cosas empezaron a marchar mejor.
Sin embargo, Tommy nació con una grave lesión cerebral. Cuando tenía 2 años fue puesto en observación neurológica en un buen hospital de New Jersey. El día que dieron a Tommy de alta, el neurocirujano tuvo una franca conversación con los señores de Lunski.
El medico explicó que sus estudios habían confirmado que Tommy apenas tenía una vida meramente vegetativa y que nunca podría andar ni hablar y, por tanto, debían recluirlo en una institución para toda la vida.
Toda la procedencia polaca del señor Lunski reforzó su testarudez americana, al levantarse con su enorme estatura y al moverse con su considerable corpulencia y declarar: "Doctor, está usted completamente equivocado. Es nuestro hijo."
Los Lunski pasaron muchos meses tratando de encontrar a alguien que les dijera que no tenía necesariamente que ser así. Las respuestas eran siempre las mismas.
Sin embrago, cuantío Tommy cumplía 3 años encontraron al doctor Engene Spitz, jefe de Neurocirugía en el Hospital Infantil de Filadelfia.
Después de un cuidadoso estudio neuroquirúrgico, el doctor Spitz dijo a los padres que aunque Tommy tenía una lesión cerebral grave, quizá se pudiera hacer algo por él en un grupo de instituciones situado de Chesnut Híll, en las afueras de la ciudad.
Tommy llegó al Instituto cuando tenía exactamente 3 años y 2 semanas. No podía moverse ni hablar.
En El Instituto se consideró la lesión cerebral de Tommy, así como los problemas resultantes de ella. Se le prescribió un tratamiento que reproducía el desarrollo del crecimiento de los niños normales. Les enseñaron a los padres cómo llevar a cabo este tratamiento en casa y les dijeron que si lo seguían al pie de la letra, sin fallos, el niño mejoraría mucho. Tenían, que volver a los 60 días para una nueva revisión, y sí Tommy había mejorado, para variar el tratamiento.
Los Lunski habrían de seguir el tratamiento estrictamente y así lo hicieron, con religiosa intensidad.
Cuando volvieron para la segunda visita, Tommy ya reptaba.
Entonces los Lunski abordaron el tratamiento con energía, estimulados por el éxito. Con tal determinación, que cuando se les rompió el coche en el camino de Filadelfia para su tercera visita, sencillamente se compraron un coche de segunda mano y continuaron hacia, su cita. Difícilmente podían esperar a explicarnos que Tommy decía ya sus dos primeras palabras: "mamá" y "papá". Tommy tenía ahora 3 años y gateaba apoyándose en las manos y en las rodillas.
Su madre, entonces, intentó algo que solo una madre intentaría con un niño como Tommy. Igual que un padre compra un balón para su hijo pequeño, su madre le compró una cartilla a su niño de 3 ½ años, enfermo cerebral y que solo hablaba dos palabras. Tommy, decía ella, era muy listo, pudiera o no pudiera andar o hablar. ¡Cualquiera que tuviera un poco de sentido podría verlo simplemente mirándole a los ojos!
Si bien en aquel entonces nuestros tests de inteligencia para niños con lesiones cerebrales eran bastante más complicados que los de la señora Lunski, no resultaron más exactas que los de ella. De acuerdo que Tommy era inteligente, desde luego; pero enseñar a leer a un niño de 3 ½ años con una lesión cerebral…, eso era otra cuestión.
Apenas prestamos atención a la señora Lunski cuando declaró que Tommy, que entonces tenía 4 años, leía todas las palabras de la cartilla, incluso con más facilidad que las letras. Nos interesaba más que hablara, en lo cual iba progresando constantemente, a medida que lo hacía su movilidad física.
Cuando Tommy tenía 4 años y 2 meses, su padre afirmó que el niño leía todo el libro del doctor Seuss titulado Huevos verdes y jamón. Sonreímos cortésmente y observamos cómo iba mejorando el habla y el movimiento de Tommy.
Cuando Tommy tenía 4 ½ años, el señor Lunski declaró que leía todos los libros del doctor Seuss. Anotamos en el historial de Tommy que iba progresando maravillosamente, así como que el señor Lunski "había dicho" que Tommy leía.
Cuando el niño llegó para su undécima visita, acababa de cumplir los 5 años. Aunque tanto el doctor Spitz como nosotros nos hallábamos encantados con los soberbios progresos que el niño estaba haciendo, nada nos hacía suponer, en el comienzo de la visita, que aquel día iba a ser importante para todos los niños. Nada, a excepción del absurdo informe que era usual en el señor Lunski: Tommy —afirmo este— leía cualquier cosa, incluso el Reader’s Digest, y lo que era más, lo entendía, y más aún, lo había empezado a hacer antes de cumplir los 5 años.
Nos salvó de la necesidad de hacer un comentario sobre esto la llegada de una empleada de la cocina que traía nuestra comida: jugo de tomate y una hamburguesa. El señor Lunski, advirtiendo nuestra falta de respuesta, tomó un trozo de papel del escritorio y escribió: "A Glenn Doman le gusta beber jugo de tomate y comer hamburguesas."
Tommy, siguiendo las instrucciones de su padre, leyó esto fácilmente, con las inflexiones y acentos correctos. No dudó, como hacen los niños de 7 años, leyendo cada palabra por separado sin entender su sentido.
"Escriba otra frase", apenas nos atrevimos a sugerir.
El señor Lunski escribió: "Al papá de Tommy le gusta beber cerveza, y whisky. Tiene una barriga muy grande y gorda de beber cerveza y whisky en la taberna de Tommy."
Tommy solamente había leído las tres primeras palabras en voz alta cuando empezó a reír a carcajadas. La parte graciosa sobre la barriga de su papa estaba en la cuarta línea, puesto que el señor Lunski había escrito con letras grandes.
Este niño, con una grave lesión cerebral, realmente leía mucho más de prisa que pronunciaba las palabras en voz alta, y esto lo hacía a la rapidez normal de su lenguaje hablado. ¡Tommy no solo leía, sino que leía muy de prisa y era obvio que comprendía!
La estupefacción se reflejaba en nuestros rostros. Nos volvimos hacia el señor Lunski.
—Les he estado diciendo que leía —recalcó el señor Lunski.
Desde aquel día ya ninguno de nosotros sería jamás el mismo, pues esta era la última pieza del rompecabezas en una estructura que se había estado formando durante más de 20 años.
Tommy nos había enseñado que incluso un niño con una lesión cerebral grave puede aprender a leer bastante más de prisa que lo suele hacer los niños normales.
Tommy, claro está, fue sometido inmediatamente a una batería exhaustiva de test por unos expertos que vinieron desde Washington a este propósito. Tommy, un niño con el cerebro gravemente lesionado, que tenía escasamente 5 años, leía mejor que la mayoría de los niños con el doble de su edad, y con una comprensión absoluta.
A los 6 años, Tommy andaba, aunque esto era relativamente nuevo para él, y todavía iba un poco vacilante; leía al nivel del sexto grado (nivel de los niños de 11 a 12 años). Tommy no solo no iba a pasarse la vida en una institución, sino que sus padres estaban buscando un colegio "especial" donde lo llevarían el curso siguiente. Especial en el sentido de superior. Afortunadamente, hay ahora unos cuantos colegios experimentales para niños excepcionalmente "dotados"'. Tommy había tenido el dudoso "don" de un cerebro gravemente lesionado, y el indudable don de unos padres que le querían muchísimo y que creían que por lo menos un niño no había logrado desarrollar toda su potencialidad.
A la larga, Tommy fue el catalizador de 20 años de estudio. Quizá sería más exacto decir que fue la mecha para una carga explosiva cuya fuerza había ido creciendo durante 20 años.
Lo maravilloso era que Tommy quería leer y disfrutaba muchísimo leyendo.