CAPÍTULO 8

Sobre todo, con alegría

No creo que nos hayamos conocido realmente el uno al otro hasta que jugamos los dos a aprender a leer.

MUCHAS, MUCHÍSIMAS MADRES

Durante muchas generaciones, los abuelos han venido advirtiendo a sus hijos e hijas que disfrutaran de sus niños, porque (ellos lo sabían bien) muy pronto se harían mayores y se marcharían. Como muchos buenos consejos transmitidos de generación en generación, rara vez se toman en cuenta hasta que ya es demasiado tarde.

Si bien es verdad que los padres de niños con lesiones cerebrales tienen problemas enormes (y realmente los tienen), también lo es que gozan de ciertas ventajas que no suelen tener los padres de niños normales. Y no es la menor de ellas el hecho de conseguir una íntima relación con sus hijos. Por la naturaleza de la enfermedad, resulta a veces angustiosa, pero preciosa al mismo tiempo.

Recientemente, durante un curso en que estuvimos exponiendo a padres de niños normales la manera de enseñar a leer a sus bebés, dijimos de paso: "Y otra excelente razón para enseñar a leer a su bebé es que en la estrecha relación que se requiere, usted experimentará una tremenda alegría, esa que conocen los padres de los niños con lesiones cerebrales en su trato con ellos."

Solo varias frases después caímos en la cuenta de las perplejas miradas que nuestro comentario había producido.

No sorprende demasiado que los padres de los niños normales no lleguen a comprender que los de los niños con lesiones cerebrales tienen algunas ventajas y no solo problemas. Sin embargo, resulta sorprendente que la inmensa mayoría de nosotros hayamos perdido la constante e íntima relación con nuestros hijos, que tan importante es para toda la vida del niño y que puede ser extraordinariamente agradable para nosotros.

La presión de nuestra sociedad y de nuestra cultura nos ha ido alejando de este hecho tan calladamente que hemos llegado a ignorar que se había perdido, o quizá nunca nos hayamos percatado de que había existido alguna vez.

Claro que ha existido, y vale la pena que volvamos a él. Una de las mejores maneras de hacerlo, y de lograr la alegría subsiguiente, es enseñar a leer a nuestros bebés.

Ahora que ya sabemos cómo hacerlo, vamos a terminar recordando algunas advertencias, tanto positivas como negativas.

Comencemos con las negativas.

No se debe aburrir al niño.

Es el error fundamental. No se ha de olvidar que los niños de 2 años podrían aprender inglés y francés al mismo tiempo que el castellano y con la misma soltura. Por tanto, no se le debe aburrir con ñoñerías y trivialidades. Hay tres formas muy fáciles de aburrirle. Deben evitarse como la peste.

  1. Ir demasiado deprisa le aburrirá, porque si se va demasiado de prisa no aprenderá y él quiere aprender. (Esta es la forma menos frecuente de aburrirle, ya que muy pocas personas van demasiado de prisa).

  2. Ir demasiado despacio le aburrirá, porque él aprende a un ritmo sorprendente. Muchas personas cometen este error con el deseo de estar absolutamente seguras de que el niño conoce lo que se le enseña.

  3. Hacerle demasiadas pruebas es el error que más se comete y que, con toda seguridad, le aburrirá. A los niños les encanta aprender, pero detestan que se les hagan pruebas. Esta es la razón fundamental para las demostraciones de entusiasmo de los padres cuando el niño supera una prueba.

    Dos factores conducen a hacerle al niño demasiadas pruebas. El primero es el natural orgullo de los padres, que pretenden mostrar las habilidades del niño a los vecinos, primos, abuelos y demás.

    El segundo factor es el agudo deseo del padre de asegurarse de que el niño lee perfectamente cada una de las palabras antes de pasar a la etapa siguiente. Debe recordarse que no se está examinando al niño como en un colegio, sino que, sencillamente, se le está dando una oportunidad de aprender a leer. No es necesario demostrarle al mundo que sabe leer. (Él lo demostrará por si solo más adelante). Solo los padres han de estar seguros, y ellos tienen un sentido especial para saber lo que los niños saben y lo que no saben. Han de confiar en ese sentido y lo demás vendrá por sí solo. Para ello hay que usar en igual proporción la cabeza y el corazón, y cuando ambos están en total acuerdo se llega, casi invariablemente, a un veredicto exacto.

    No olvidaremos fácilmente la conversación con un notable neurocirujano infantil que discutía el caso de un niño con una grave lesión cerebral. El neurocirujano era un hombre cuyo instinto se basaba por entero en un deliberado y frío razonamiento científico.

    El tema de su discusión era un niño de 15 años, con graves lesiones cerebrales, paralítico y afásico, al que se había diagnosticado de retrasado mental profundo. El médico estaba furioso: "Fíjense en este niño —insistía—. Le han diagnosticado de retrasado mental profundo sencillamente porque tiene aspecto de idiota, actúa como si lo fuera y las pruebas de laboratorio indican que lo es. Pero cualquiera debería ser capaz de ver que no lo es."

    Siguió un silencio largo, embarazoso, un poco amedrentado, entre los residentes. Los internos, las enfermeras y los terapeutas que integraban el equipo del neurocirujano. Por fin, un residente, más decidido que los demás, dijo: "Pero, doctor, si iodo indica que este niño es un retrasado mental, ¿cómo sabe usted que no lo es?"

    "¡Cielo santo! —rugió el científico cirujano—. ¡Mire esos ojos, hombre; no se necesita ninguna preparación especial para ver la inteligencia que brilla en ellos!"

    Un año después tuvimos el privilegio de ver a este niño andar, hablar y leer delante del mismo grupo de personas.

    Los padres tienen medios apropiados, fuera de los tests corrientes, para darse cuenta de lo que un niño realmente sabe.

    Si se repite con mucha frecuencia una prueba que el niño ya ha superado, se aburrirá y replicará diciendo que no sabe, o dando una contestación absurda. Si se le enseña a un niño la palabra "pelo" y se le pregunta con demasiada frecuencia qué es, posiblemente conteste que "un elefante". Cuando el niño responde de esta manera es que nos está reprochando nuestra manera de actuar. Hay que prestarle atención.

No se debe presionar al niño.

No debe dársele un atracón de lectura. Los padres no deben proponerse enseñarle a leer sea como fuere. No deben temer al fracaso. (¿Cómo van a fracasar? Si aprende sólo tres palabras serás mejor que si no sabe ninguna). No se le debe dar la oportunidad de que aprenda a leer si uno de los dos (padre o hijo) no tiene ganas de hacerlo. Enseñar a leer a un niño es lago muy positivo y jamás debe convertirse en negativo. Si el niño no quiere “jugar” en algún momento del aprendizaje, ha de dejarse el juego de lado durante una o dos semanas. Recuérdese siempre que no hay nada que perder y sí mucho que ganar.

No se debe estar tenso.

Si no se esta tranquilo, no se debe jugar a aprender a leer intentando ocultar la tensión. Un niño es el más sensible instrumento imaginable. Se dará cuenta de que su padre está tenso, y eso le producirá una sensación desagradable. Es mucho mejor perder un día o una semana. No debe intentarse jamás "engañar" al niño. No se lograría.

No se debe enseñar el alfabeto primero.

A no ser que el niño haya aprendido ya el alfabeto, no se le debe enseñar hasta que termine de leer su primer libro. El hacerlo tenderá a convertirle en un lector más lento que lo sería de otra forma. El niño tratará de leer las letras en lugar de leer las palabras, y debemos recordar que son las palabras, y no las letras, las unidades del lenguaje. Si ya conoce el alfabeto, puede enseñársele también a leer. Los niños son maravillosamente flexibles.

Con ello se acaba la lista de las cosas que no se deben hacer.

Veamos ahora las que se deben hacer, porque estas son todavía de mayor importancia.

Estar alegre.

Hemos dicho en el comienzo de este libro que miles de padres y científicos han enseñado a leer a niños, y que los resultados han sido magníficos.

Hemos leído bastante sobre estas personas, y hemos escrito y hablado con muchas de ellas. Nos hemos encontrado con que los métodos utilizados variaban considerablemente. El material utilizado va desde el papel y el lápiz hasta complejas máquinas científicas que cuestan más de un tercio de millón de dólares. Sin embargo, y esto es lo más significativo, cada uno de los métodos que hemos conocido presentaba tres características comunes, siendo estas de la máxima importancia:

  1. Todos los métodos utilizados para enseñar a leer a niños pequeñitos han dado resultado.
  2. Todos se han servido de letras muy grandes.
  3. Todos insistían en la absoluta necesidad de sentir y expresar alegría durante el proceso.

Los dos primeros puntos no nos han sorprendido en absoluto, pero el tercero nos dejó asombrados.

Debe recordarse que las numerosas personas que enseñaron a leer a niños pequeños no sabían que otras lo hacían. Y que con mucha frecuencia les separaban generaciones.

No es solo una casualidad que todos hayan llegado a la conclusión de que el niño debía ser recompensado por su éxito con enorme cantidad de elogios. Antes o después tenían que haber llegado a ella a través de su experiencia.

Lo que resulta verdaderamente asombroso es que las personas que trabajaron este tema, fuera en 1914, en 1918, en 1962 o en 1963, en épocas distintas y lugares remotos entre sí, hayan llegado todas a la conclusión de que esta actitud debía resumirse en una única e idéntica palabra: alegría.

Los padres lograrán enseñar a su niño a leer casi en la misma medida en que su actitud sea alegre.

Estuvimos fuertemente tentados de titular este último capítulo del libro las alegres rubias, y acerca de esto hemos de relatar una breve, pero importante anécdota.

En el curso de los años, en El Instituto hemos aprendido a sentir un gran respeto hacía las madres. Como la mayoría de la gente, hemos cometido errores al generalizar con excesiva facilidad, y hemos dividido en dos categorías —al menos por conveniencia— a los miles de madres con las que tuvimos el privilegio de tratar. La primera es la formada por un grupo relativamente pequeño de madres con un alto nivel cultural, muy educadas, muy serenas, muy equilibradas y, en general, aunque no invariablemente, inteligentes. A este grupo lo hemos denominado el de las "intelectuales".

El segundo grupo es, con mucho, el más numeroso, e incluye a casi todas las demás. Aunque normalmente estas mujeres son inteligentes, se inclinan a ser menos intelectuales y mucho más entusiastas que las primeras. Este es el grupo de madres al que hemos llamado "las alegres rubias", nombre que refleja más su entusiasmo que el color de su cabello o su inteligencia.

Como casi todas las generalizaciones, esta que acabamos de hacer no se puede mantener científicamente, pero vale para una clasificación rápida. Cuando nos dimos cuenta de que las madres podían enseñar a leer a sus bebés y de que esto era una cosa estupenda, nos dijimos: "Espera a que nuestras madres se enteren de esto." Anticipamos acertadamente que a todas nuestras madres les encantaría y que acogerían el proceso con entusiasmo.

Llegamos a la conclusión de que la inmensa mayoría de las madres lograría un buen resultado al enseñar a sus bebés a leer, pero pronosticamos que el pequeño grupo de las intelectuales tendría resultados todavía mejores que los de "las alegres rubias". Cuando comenzaron a llegar los primeros resultados de los experimentos iniciales, se demostró que la realidad resultaba ser casi exactamente lo contrario de lo que habíamos pronosticado. Y todos los resultados posteriores confirmaron una y otra vez nuestros descubrimientos previos.

Todas las madres obtuvieron tan magníficos resultados que superaron nuestras esperanzas, pero "las alegres rubias" se pusieron a la cabeza, y cuanto más alegres, más éxitos lograron.

Al examinar los resultados, observar detenidamente el desarrollo del proceso, escuchar a las madres y pensar un rato en todo ello, el porqué de tales resultados se hizo evidente.

Cuando la madre tranquila y serena le pide a su niño que lea una palabra o una frase, y el niño lo hace bien, la madre intelectual tiene tendencia a decir simplemente; "Está muy bien, Javier, Y ahora dime: ¿cuál es la palabra siguiente?"

Por el contrario, las madres que se acercan a sus niños menos intelectualmente tienen una mayor tendencia a gritar "¡Bravo! ¡Estupendo!" cuando el niño ha acertado. Estas son las madres que demuestran con la voz, el gesto y la expresión su entusiasmo por el éxito del niño.

Una vez más, la consecuencia era clara y sencilla. Los niños pequeñitos entienden, aprecian y se estimulan mucho más con un "¡Bravo!" que con palabras de alabanza cuidadosamente elegidas. Los niños necesitan demostraciones aparatosas, y hemos de darles lo que quieren. Ellos se lo merecen, y los padres, también.

Hay muchas cosas que los padres debemos hacer por nuestros hijos. Debemos cuidar de todos sus problemas, de los pocos que a veces son graves y de la cantidad innumerable de los que son pequeños. Tanto los niños como nosotros tenemos derecho a un poco de alegría, y esto significa precisamente el enseñarles a leer: una continúa alegría.

Pero si la idea de enseñarle a leer a su niño no le interesa demasiado, es mejor que no lo haga. Nadie debería enseñar a leer a un niño sólo por el gusto de hacer lo mismo que los Pérez. El que piense y sienta así será muy mal profesor. El que quiera hacerlo, que lo haga sólo porque tal es su voluntad: no hay mejor razón.

Si hemos de tratar todos los problemas que nos presentan nuestros hijos, también debemos tener el placer que esto trae consigo, en lugar de ceder esas oportunidades de felicidad a los extraños. ¡Qué privilegio es, para una persona, abrirle a un niño la puerta tras de la cual se hallan todas las palabras interesantes, brillantes y maravillosa que contienen los libros de lengua castellana! Y esto es demasiado hermoso para reservárselo a los extraños. Este maravilloso privilegio debería ser la exclusiva de mamá o papá.

Hay que tener inventiva.

Hace mucho tiempo que nos hemos dado cuenta de que si se les dice a las madres cuál es el objetivo de cualquier proyecto relativo a sus niños y se les explica en grandes líneas cómo va a llevarse a cabo, podremos dejar casi automáticamente de preocuparnos por ello. Los padres poseen una extraordinaria inventiva, y en cuanto conocen los límites de algo, enseguida encuentran métodos mejores que aquellos que se les han indicado.

Cada niño posee numerosas características en común con los demás niños (y entre ellas la más importante es la capacidad de aprender a leer a muy tierna edad), pero cada uno es así mismo un ser individual. Todos son productos de su familia, de su vida y de su hogar. Como son todos distintos entre sí, hay muchos pequeños trucos que solo mamá puede inventar para que el aprender a leer le resulte más divertido a su niño. Deben obedecerse las reglas y seguir adelante, añadiendo aquello que la mamá sabe que le irá particularmente bien a su niño. No se debe tener miedo de infringir el sistema sin salirse de él.

Deben contestarse todas las preguntas del niño.

Hará miles da preguntas. Han de contentarse seriamente y lo más exactamente que sea posible. Al enseñarle a leer se le ha abierto una gran puerta. No debemos, pues, sorprendernos de la enorme cantidad de cosas por las que se mostrará interesado. La pregunta más corriente que se le oirá es; "¿Qué palabra es esta?" Así aprenderá a partir de ahora a leer todos los libros. Debe decírsele siempre qué palabra es esa por la que pregunta. Si se hace esto, su vocabulario de lectura aumentará a un ritmo rapidísimo.

Deben dársele lecturas interesantes.

Hay cosas tan magníficas para leer, que debería dedicarse muy poco tiempo a "hacer el tonto".

Quizá lo más importante de todo es que la lectura da a las madres la oportunidad de pasar más tiempo en un contacto personal, íntimo y fructífero con su niño. La vida moderna ha tendido a separar a madres e hijos. Aquí tenemos la oportunidad perfecta de mantenerlos unidos. El amor, la admiración y el respeto mutuo, que serán cada vez mayores a través de este contacto, bien merecen los pequeños ratos que nos han hecho "perder”.

Creemos que vale la pena terminar teorizando brevemente sobre lo que todo esto puede significar para el futuro.

A lo largo de toda su historia, el hombre ha tenido dos sueños. El primero y más sencillo ha sido el de cambiar el mundo que nos rodea y hacerlo mejor. En este aspecto hemos obtenido fantásticos resultados. A principios de siglo la mayor velocidad a la que un hombre podía volar era ligeramente superior a los 150 kilómetros por hora. Hoy puede llegar a cruzar el espacio a más de 25.000 kilómetros por hora. Hemos logrado fármacos milagrosos que logran hacer la vida del hombre dos veces más larga. Hemos aprendido a proyectar nuestras voces e imágenes a través del espacio, por radio y televisión. Nuestros edificios son verdaderos milagros de altura, belleza y comodidad. Hemos cambiado el mundo que nos rodea de una forma extraordinaria.

Pero ¿qué pasa con el hombre mismo? Vive más porque ha inventado mejores medicinas. Crece más porque los medios de transporte que ha inventado le proporcionan una mayor variedad alimenticia y nutritiva, procedente de los más distantes lugares.

Pero el hombre mismo ¿es mejor? ¿Hay hombres que superen el genio creador de Da Vínci? ¿Existen mejores escritores que Shakespeare? ¿Hay hombres de más larga visión y más amplios conocimientos que Franklin y Jefferson?

Desde tiempo inmemorial ha habido hombres que fomentaron el segundo de los sueños. En muchas épocas los hombres se han atrevido a plantearse esta pregunta: "¿Qué pasa con el hombre?" A medida que el mundo que nos rodea se hace cada día más asombrosamente complejo, sentimos la necesidad de una educación humana nueva, mejor y con mayores conocimientos.

Por necesidad, la gente se ha vuelto más especializada y limitada. Ya no hay tiempo suficiente para saberlo todo. Sin embargo, deben encontrarse los medios de cortar esta situación para darle a más gente la oportunidad de obtener la tremenda cantidad de conocimientos que el hombre ha venido acumulando.

No podemos solucionar este problema yendo al colegio toda la vida. ¿Quién dirigiría el mundo o se ganaría el pan de cada día?

Hacer que el hombre viva más no resuelve este problema particular. Si incluso un genio como Einstein hubiera vivido 5 años más, ¿habría contribuido mucho más al progreso del mundo? No es probable. La longevidad no influye en la capacidad de crear.

Quizás se le haya ocurrido al lector mismo la solución de este problema. Supongamos que se introduce a más niños en el gran almacén de conocimientos acumulados por el hombre 4 o 5 años antes de lo que se les introduce ahora. Imaginémonos el resultado si Einstein hubiera tenido 5 años extra de vida creadora. Imaginémonos lo que ocurriría seguramente si los niños pudieran empezar a adquirir sabiduría y conocimientos unos cuantos años antes de lo que se les permite ahora hacerlo.

¡Qué raza y qué futuro podríamos lograr si consiguiéramos reparar la trágica pérdida que acaece ahora en la vida de los niños, cuando su capacidad de adquisición del lenguaje, en todas sus formas, se halla en su punto culminante!

No se trata ya de si los niños pequeñitos pueden o no leer, puesto que ya lo están haciendo.

Conjeturamos que la auténtica cuestión, ahora que el secreto está al descubierto, es otra distinta. Ahora que los niños leen, y aumentan así sus conocimientos quizá más allá de lo que nadie pudiera haber soñado, ¿qué harán con este viejo mundo y en qué medida serán tolerantes con nosotros, los padres, que según su norma quizá seamos muy simpáticos, pero no muy inteligentes?

Se dijo hace mucho tiempo, y muy acertadamente, que la pluma es más poderosa que la espada. Debemos, a mi juicio, aceptar la creencia de que la sabiduría conduce a una mayor comprensión y, por tanto, a un mayor bien, mientras que la ignorancia conduce inevitablemente a una serie de males.

Los niños pequeñitos han comenzado a leer y a aumentar así sus conocimientos, y si este libro consigue enseñar a leer a un solo niño, habrá valido la pena el esfuerzo. ¿Quién es capaz de predecir lo que puede significar para el mundo otro niño prodigio?

¿Quién podrá decir, al final, cuál será la suma total de beneficios que obtendrá el hombre como resultado de esta "nueva ola" que ya ha comenzado a dar sus frutos, de esta dulce, pero grandiosa revolución?