CAPÍTULO VII
EN las veinte horas siguientes todavía entraron en acción las baterías del “Coimbra” más de un centenar de veces, casi siempre contra algún missil procedente de allende la frontera o algún submarino que merodeaba en solitario las costas orientales de Silaos.
Los señores de la guerra debían haber descubierto la extraña aeronave moviéndose lentamente a 2.000 kilómetros de altura en dirección al corazón de Silaos, y disparaban esporádicamente algún missil quizás para comprobar una y otra vez la eficacia de los misteriosos rayos desintegradores.
Pese a su preocupación, los que más tenían que agradecer la presencia de la aeronave eran seguramente los silaitas.
Las dos primeras horas de bombardeo nuclear fueron ruinosas para Silaos. Los tumas, que llevaban muchísimo tiempo preparándose para la guerra, tenían rampas de lanzamiento de proyectiles y numerosas fuerzas aéreas de bombardeo en los países fronterizos vecinos de Silaos. Cada missil, cada unidad de bombardeo, tenía previamente señalado su objetivo.
Los silaitas también tenían sus missiles de corto y mediano alcance apuntados contra las bases tumas en el continente. Por lo tanto las consecuencias del ataque fueron mayormente desastrosas para Silaos y sus vecinos fronterizos.
Mientras Tumma quedaba lejos, la frontera era una simple línea divisoria marcada con alambradas y campos de minas, que las divisiones acorazadas de Silaos atravesaron apenas media hora después de comenzar el bombardeo. Dada su proximidad las ciudades de uno y otro lado de la frontera, en una profundidad de cuatro a cinco mil kilómetros, quedaron totalmente aplastadas. La capital de Silaos, a pesar de sus defensas y encontrarse más lejos, en el corazón del país, también fue alcanzada.
Durante muchas horas, mientras el “Coimbra” volaba hacia el interior de Silaos, los astronautas valeranos veían a través del telescopio la misma repetida escena de ruinas, desolación y muerte por todas partes.
En el comedor de oficiales, donde funcionaba una pantalla de televisión en circuito cerrado con el telescopio, Beg Hon y sus dos compañeros tuma asistían con encontrados sentimientos a la proyección de este largo reportaje de desastres.
El capitán, conde Ubiao, se mostraba encantado.
—Casi no puedo creer que les hayamos causado tanto daño. Y eso a pesar de la intervención de estos malditos extranjeros para salvarles en el último momento —comentó.
Beg Hon, cuyo corazón estaba encogido a la vista de tanta devastación, respondió:
—Esos malditos extranjeros, como tú les llamas, nos han ayudado quizás más a nosotros que a Silaos. Olvidas que en las previsiones de nuestro Mando se daba por seguro que la reacción de Silaos barrería a la mitad de los países del continente, y alcanzaría casi el treinta por ciento de nuestras ciudades. Se ha cumplido la primera parte de nuestras previsiones, las naciones del otro lado de la frontera se llevaron la peor parte, y no considero eso motivo para enorgullecernos. Esos países se consideraban amigos y han sido los grandes sacrificados.
El contralmirante Tuanko Aznar y el capitán Marek entraron en la habitación. Tuanko tomó asiento en una silla mientras Marek iba en busca de dos tazas de café a la máquina automática.
—Veo que estuvisteis siguiendo nuestro reportaje por televisión —dijo señalando al aparato.
—¿No es una transmisión en directo? —preguntó Beg Hon.
—Esas secuencias se tomaron una por una mientras dormíamos y se pasan ahora de una sola vez. Desconocemos la toponimia de estas tierras, así que ignoramos qué ciudades son esas.
—Son ciudades silaitas, claro.
—Decidlo vosotros, si es que sois capaces de identificarlas —respondió Tuanko señalando a la pantalla.
El sargento torpedista Istan no había apartado sus ojos de la pantalla y exclamó de pronto:
—¡Oigan, miren eso! ¿No parece el río Deuran?
Desde una distancia considerable, a juzgar por la opacidad de la atmósfera, el objetivo del telescopio planeaba sobre las humeantes ruinas de una populosa ciudad enclavada a ambos lados de un gran río. La ciudad debió tener un puerto fluvial de cierta importancia. Se veían todavía las estructuras aplastadas de las grúas portuarias, y gran número de barcos de todo tonelaje hundidos, panza arriba, tumbados o asomando sus dobladas arboladuras sobre la superficie del agua.
Media docena de grandes puentes colgantes unían la ciudad entre las dos orillas. Todos estaban desbaratados, con sus torres derruidas y las plataformas hundidas o semisumergidas.
—¡Es Khyla! —exclamó el conde Ubiao—. Ese es el río Deuran y allí está Hodda, la colina sagrada con el viejo palacio del Emperador… y la avenida del Duiby por donde se asciende a Gran Templo…
Khyla, la antigua ciudad imperial, estaba convertida en un oscuro solar donde todavía se sostenían en pie algunas hileras de columnas y lienzos de muros de los que habían sido arrancados o quemados los marcos de las ventanas. El telescopio acercó las imágenes hasta unos cien metros, siguiendo la línea de ruinas que antes fue avenida. Por todas partes se veían escombros, y moviéndose entre estos algunas personas parecían errar sin rumbo fijo. Entre las piedras y las montañas de ladrillo sobresalían aquí y allá las carrocerías de los vehículos sepultados, y de algunas cañerías rotas se elevaban chorros de agua.
Los grandes ojos de Beg Hon se llenaron de lágrimas. Sintió un lacerante dolor y una gran rabia, una ira inmensa que le quemaba el pecho. Beg Hon había nacido en Khyla, donde la familia tenía su palacio. Pensó en sus padres y sus hermanos y se preguntó si habrían sobrevivido al desastre. La ciudad tenía buenos refugios anti-nucleares. ¿Pero qué garantías de seguridad ofrecían unos refugios que jamás se probaron? Toda la ciudad debía estar contaminada de radioactividad; el aire, el suelo, el agua y los alimentos no podrían tocarse ni ingerirse…
El conde Ubiao saltó de su silla pegando un puñetazo en el borde de la mesa y se puso a bramar:
—¡Malditos asesinos… han destruido nuestra ciudad… han matado a nuestra gente!
Durante unos minutos siguió barbotando maldiciones, hasta que roto por el histerismo puso la cara contra el muro y sollozó con grandes estremecimientos de hombros.
La oscura y rugosa piel del rostro de Beg Hon tenía un color a tierra sucia, más pálido que de ordinario. Sus grandes ojos de caballo, húmedos y melancólicos, se clavaron en el lampiño rostro de Tuanko Aznar. Éste no dijo nada, pero Beg Hon comprendió su pensamiento. La guerra era siempre distinta según del lado que se contemplaba. Antes el conde Ubiao estaba celebrando la devastación de las ciudades silaitas. Ahora Ubiao bramaba de rabia ante su propia ciudad aniquilada.
—Quiero hablar contigo, Beg Hon —dijo el contralmirante Aznar—. Pero volveré más tarde, cuando te hayas tranquilizado.
—No te vayas —dijo Beg Hon viendo al valerano ponerse en pie—. Dime lo que sea, pero respóndeme sólo a una pregunta. Tú preparaste esta escena esperando ver nuestra reacción, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Por qué? ¿Qué diabólico plan trama tu mente? ¿Por qué has buscado intencionadamente causarnos este dolor?
—Porque sospecho que nunca aprendiste a valorar el lado trágico de la guerra. Vosotros tripulabais un submarino cuya misión era descargar sus bombas nucleares sobre algunas ciudades. No eran ciudades tumas, desde luego. Sólo eran puntos en un mapa, un nombre en unas coordenadas geográficas, una cosa, ¡nada! ¿O alguien en el submarino pensó que en aquel punto y sobre aquellos nombres había una ciudad viva con sus ríos y sus puentes, sus monumentos y sus parques, sus niños y sus mujeres, sus hombres y sus hogares? Los tumas han sostenido guerras en el continente silaita. Sus ejércitos y sus barcos han cruzado varias veces el mar para intervenir en guerras lejanas y oscuras, pero Tumma, en verdad, nunca ha conocido la guerra en su propio suelo. No ha vivido el horror de los bombardeos, ni ha visto sus casas en ruinas, ni los montones de cadáveres ensangrentados en la fosa común, ni ha sufrido las penalidades de la huida, el hambre o el cautiverio. El soldado tuma iba a la guerra alegremente, bien uniformado, bien armado y bien alimentado, despedido entre músicas y vítores, a luchar y morir por la Patria y el Emperador. Su causa era una causa oscura, porque ni la Patria ni la persona del Emperador estaban en peligro, pero de alguna forma tenía la sensación de estar pagando un tributo. El alto nivel de vida de Tumma existía gracias a los elevados sueldos de las industrias que transformaban las materias primas de las colonias, a sus fábricas de herramientas y de armas. Los transformados, las herramientas, los productos químicos y textiles y las armas tenían que gastarse, necesitaban un mercado, y el soldado tuma iba a luchar y a morir para abrir nuevos mercados o conservar los que ya tenía su país en otras lejanas tierras. Ésta ha sido la contribución del soldado y de las madres que perdieron sus hijos en las guerras. Ley inexorable de la existencia; unos pocos tenían que morir para que el país siguiera viviendo.
Beg Hon escuchaba sorprendido al valerano, porque estas mismas ideas ya le habían preocupado antes en numerosas ocasiones.
—Espero —continuó Tuanko Aznar— que el pueblo tuma tenga hoy otra opinión acerca de las guerras y sus consecuencias. No digo que merecierais este castigo, pero alguna vez tenía que ocurrir y ya ha ocurrido. Tal vez esta experiencia haga reflexionar a los tumas. ¿Tú qué crees?
—Tengo la impresión que hay algo más que una reprimenda detrás de tus palabras —respondió Beg Hon.
—Así es —afirmó Tuanko—. Quiero haceros una proposición. Pero esperaremos a que Ubiao se serene.
—Puedes hablar, si es por mí —dijo el conde Ubiao regresando a la mesa—. Di lo que has venido a decir.
—Muy bien, ahí va. Quiero que me preparéis una entrevista personal con vuestro Emperador.
—¿Quieres hablar con nuestro Emperador? —preguntó el sorprendido Beg Hon—. ¿Para qué?
—Para convencerle de que debe dar por concluida esta guerra.
—Ya terminó, vosotros la habéis hecho imposible.
—La guerra está suspendida, no terminada. Si todos fuerais razonables no volveríais a reanudarla, pero eso no es tan sencillo. Temo que nadie quiera conformarse con la parte de daños que le correspondió. Nosotros no podemos permanecer indefinidamente aquí. No podemos ni queremos erigirnos en gendarmes del mundo. La paz sólo duraría el tiempo que nosotros permaneciéramos vigilantes.
—Comprendo lo que quieres decir —murmuró Beg Hon—. ¿Qué esperas que hagamos?
—Regresad a Tumma y ved de conseguirme esa entrevista con vuestro Emperador. Mientras tanto veré de entrar en contacto con los silaitas y de hablar con su Presidente.
Beg Hon miró al conde Ubiao. Éste levantó los estrechos hombros.
—Bien, intentaremos conseguir esa entrevista. ¿Cómo regresaremos a Tumma? ¿Nos llevaréis en vuestra aeronave?
—Tenemos otra forma más segura y rápida de viajar. Despacharemos una cápsula Karendón al lugar que vosotros indiquéis. Convendría que trataras de comunicarte por radio con los tuyos a fin de que no sean sorprendidos por la llegada de nuestra cápsula.
Beg Hon dio por entendido que viajaría con Ubiao y el sargento Istan a bordo de la cápsula. Se dirigieron todos a la cámara de derrota, donde por espacio de dos horas trataron de comunicarse por radio con la base de submarinos.
Mientras tanto, los valeranos ponían en el espacio la cápsula portadora “KT” que era un cilindro metálico pintarrajeado a manchas verdes y amarillas, de 20 metros de longitud y 7 metros de diámetro. La cápsula no esperó a los pasajeros, sino que inmediatamente empezó a alejarse impulsada por un motor de “luz sólida”.
Poco después Beg Hon conseguía establecer contacto con su base. Se dio a conocer, informó del lugar donde se encontraba y comunicó el propósito de los extranjeros de llevar una cápsula hasta algún lugar próximo a la residencia del Emperador.
Tuvo que repetir varias veces la misma historia, cada vez a un interlocutor distinto, que empezó siendo un cabo y acabó en un almirante, pasando por todos los grados intermedios.
—No creo que eso sea posible —contestó finalmente el almirante—. Pero permanece en la sintonía por si hay respuesta.
Durante la espera Beg Hon preguntó por qué no eran embarcados en la cápsula portadora. Tuanko tuvo que explicarle las bases del funcionamiento de las Karendón y cómo el fenómeno de la desmaterialización se aplicaba al transporte de personas a larga distancia.
—¿Queréis enviarnos allá desmaterializados? —inquirió Beg Hon sobresaltándose—. ¿Y si luego no podéis materializarnos?
—Eso no ha ocurrido nunca.
—Supongamos que se avería vuestra cápsula o es destruida por la artillería tuma cuando ya no estamos aquí y todavía no hemos llegado allá.
—Se os restituiría de nuevo a bordo, no hay problema.
Marek Aznar estaba manejando el telescopio electrónico y llamó la atención de Tuanko sobre la pantalla mural de estribor. El telescopio estaba apuntado sobre la frontera de Silaos y mostraba desde una altura conveniente el avance de millares de carros de combate hacia el interior de los países aliados del Imperio. Sobre las fuerzas acorazadas volaban nutridos enjambres de aviones que atacaban con cohetes y bombas otros carros de combate y caravanas de vehículos en fuga.
Por espacio de dos horas, mientras esperaban la respuesta del Almirantazgo Tumma, los valeranos estuvieron observando por el telescopio. La consecuencia a la que llegaron fue que los silaitas luchaban en toda la frontera avanzando arrolladoramente en el interior de los países enemigos.
Beg Hon preguntó a Tuanko por qué no actuaba contra aquellas fuerzas y detenía la guerra en tierra.
—No queremos causar víctimas. Si te fijas observarás que hasta el momento, sólo hemos intervenido para derribar missiles nucleares. Puede que haya caído también algún que otro avión bombardero, pero en general evitamos matar a nadie.
Sergio Garín anunció que había respuesta de Tumma.
Beg Hon fue a tomar de nuevo los auriculares. Durante unos minutos conversó con su base. Autorizaban el aterrizaje de la cápsula, pero debería hacerlo en un lugar apartado, una playa solitaria distante más de tres mil kilómetros de Khyla, la capital del Imperio.
—Son desconfiados esos tumas del demonio —cometo Marek.
—Bueno, nosotros lo seríamos también si estuviéramos en su caso —dijo Tuanko.
—No me gusta esto, Tuanko. Pienso que deberíamos admitir que nuestros medios también son limitados, y que no podernos seguir interviniendo sin causar víctimas, lo cual haría muy discutible las razones humanitarias de nuestra acción.
—Déjame intentarlo, Marek. Si Beg Hon me consigue una entrevista con su Emperador iré a hablar con él y trataré de convencerle de que la guerra es imposible mientras nosotros estemos aquí.
—Pero no pensarás quedarte para siempre, algún día tendremos que marcharnos.
—Déjame intentarlo —repitió Tuanko.
Marek se encogió de hombros y se alejó.
Una hora más tarde la cápsula portadora alcanzaba la costa oriental de Tumma y se posaba suavemente en el lugar indicado. Los tumas seguramente no esperaban tanta rapidez y nadie había llegado todavía.
Tuanko Aznar y el profesor Ferrer acompañaron a los tres tumas hasta la Karendón de a bordo. Los tumas se mostraban bastante intranquilos.
—No sentiréis nada —les aseguró Tuanko—. Seréis desmaterializados en medio de un relámpago, y con ese mismo relámpago os encontraréis en la cápsula. Estad tranquilos y esperáis a que se abra la puerta.
Los grandes ojos de Beg Hon estaban clavados en Tuanko.
—Presiento que no volveremos a vernos —dijo, y telepáticamente trascendió su melancolía—. Tus ojos leen en mi mente, por lo tanto sabes cuanto te aprecio.
Tuanko le tendió la mano. Beg Hon se la estrechó con su tosca y verrugosa zarpa. Luego los tres tumas entraron en la cámara y Tuanko hizo una indicación al profesor Ferrer. La máquina funcionó como tenía por costumbre, proyectando por el hueco que quedaba entre la pantalla el lívido fulgor de la descarga que desmaterializó a los tumas. Inmediatamente la Karendón empezó a confeccionar una tira perforada de metal.
Tuanko regresó a la cámara de derrota.
La cápsula portadora llevaba su propia emisora de televisión y estaba enviando imágenes al “Coimbra” sobre las cuatro grandes pantallas murales y el techo de la cámara de derrota. A través de la cámara montada a proa de la cápsula, los valeranos vieron como se abría hacia afuera el portón hasta formar una rampa. Por esta rampa salieron Beg Hon y sus dos compañeros, quienes al llegar a tierra se volvieron y miraron sorprendidos la máquina.
—Buena suerte, Beg Hon —dijo Tuanko, a pesar de saber que el tuma no le oiría.
Mandada por control remoto, la cápsula volvió a cerrar su portón, acopló el cono a su proa y se elevó en el aire para regresar al “Coimbra”.
El profesor Castillo se acercó a Tuanko y mirando las imágenes de televisión, cuando la cápsula despegaba, dijo:
—Bueno, ya que estamos clavados aquí por culpa de esa torpe guerra, al menos deberíamos enviar nuestra cápsula a explorar a otra parte del planeta.
Tuanko Aznar sabía que estaba perturbando el trabajo del equipo científico, y aunque esperaba disponer de mucho tiempo para dedicarlo a la exploración del resto del planeta, juzgó conveniente acceder a las demandas de Castillo. La cuestión, una vez decidido expedir la cápsula, era saber dónde dirigirla.
—No nos alejaremos mucho, sólo iremos al país de los centauros —dijo Tuanko.
Según Tuanko vino a saber, la profesora Setúbal, Nuria Ross y Paulina Elorza, las tres damas del equipo científico, habían estado interrogando largamente al sargento tuma, utilizando como intérprete a la sargento Zarda, que era por cierto la única mujer tapo de la tripulación. Como todos los tapos, Zarda poseía facultades telepáticas, gracias a las cuales no le fue difícil sonsacar al sargento Istan. ¿Pero qué pudo contarles Istan?
—Muchas cosas —dijo el profesor Castillo—. Una persona medianamente culta sabrá de este planeta mucho más de lo que nosotros podamos conocer por nosotros mismos en un año de investigaciones. Istan no es un tuma muy ilustrado, pero ha ido a la escuela. Tiene esa cultura popular que todos tenemos, la que hemos recibido a través de nuestros mayores y de la observación del mundo que nos rodea. Nos ha hablado de las costumbres de su pueblo, de cómo se relacionan los tumas y funciona la familia, de sus diversiones, de sus gustos, de su arte y sus supersticiones. Por ejemplo, apuesto a que tú no sabes que existe entre los tumas la creencia de que este planeta fue visitado en tiempos remotos por seres venidos de otro mundo. Ignoras que en Khyla hay un museo donde se exhibe la momia fosilizada de un extraño ser que no debería diferenciarse mucho de nosotros mismos, y que en las calles de los pueblos tuma y en sus zoológicos se exhiben unos “monos” que con razón comparan a nosotros.
Tuanko recordó a este respecto las dos o tres alusiones de Beg Hon a los monos que en su país se exhibían en jaulas. En el momento y las circunstancias que el tuma hizo mención de los monos, Tuanko no reparó mucho en la imagen que recibía de la mente de aquél.
—¿Cómo son esos monos? No lo recuerdo muy bien.
Gerardo Castillo, que era arqueólogo y antropólogo, y Paulina Elorza, que era zoólogo, se habían ocupado del asunto. Castillo llamó a Paulina y le pidió que mostrara la lámina que había dibujado. El dibujo era muy bueno y mostraba un animal parecido a un chimpancé, algo más esbelto, pero que andaba encorvado y tenía frente deprimida y maxilar inferior prognato. El animal, de cuerpo vigoroso, anchas y cargadas espaldas, aparecía totalmente cubierto de vello, el cual ofrecía la particularidad de presentar anchas rayas cebradas de color alterno, rojizo y amarillento. La cara del singular simio estaba cubierta de largas barbas de pómulos abajo.
—¿Un homínida? —preguntó Tuanko sorprendido.
—A falta de datos más concretos, yo lo situaría en efecto a medio camino entre el mono y el hombre. Istan, que nos habló extensamente de estos monos, hizo hincapié en su inteligencia, a tal punto que se les encargan trabajos que requieren cierta habilidad manual. Sus manos, en efecto, están mejor formadas que las garras de los tumas, y si observas el detalle del pie verás que no es una cuarta mano, sino una evolución bastante avanzada hacia lo que será un pie definitivo.
—¿De dónde obtienen los monos? Creo haber entendido que los tumas los emplean en determinados trabajos…
—En muchísimos trabajos, especialmente en los más sucios y penosos. Durante generaciones los tumas, y también los silaitas por lo que tengo entendido, utilizaron a los monos como mano de obra barata y abundante, especialmente en las minas de hierro y carbón, donde la silicosis, la mala alimentación y las enfermedades hicieron estragos en ellos. Hoy día la especie va camino de extinguirse, y todos los que existen nacieron en cautividad. Estos monos son originarios de un continente que mereció el nombre de País de los Monos, situado más al occidente de Silaos en la posición caprichosa que le hemos adjudicado a nuestro mapa. En tiempos antiguos había traficantes cuya especialidad consistiría en cruzar el océano hasta aquel continente y capturar monos, que luego se vendían en pública subasta en los mercados de Silaos y Tumma. El tráfico decayó en los últimos tiempos a causa de las dificultades para capturarlos y su bajo precio en el mercado. El País de los Monos es un continente enorme, en su mayor parte inexplorado.
Al parecer también Adler Ban Aldrik había pasado mucho tiempo interrogando al sargento Istan. Tuanko le llamó para preguntarle qué opinaba acerca de la idea de Castillo de enviar la cápsula a explorar el País de los Monos.
El “bundo” se encogió de hombros, no por indiferencia, sino porque el hiperplaneta era tan enorme que se necesitarían muchos años para explorarlo. En opinión de Adler Ban Aldrik, el hiperplaneta debía ofrecer secretos mucho más interesantes y que jamás habían sido desvelados por tumas ni silaitas.
—Le pregunté a Istan por qué aun ahora el planeta era un perfecto desconocido para los pueblos civilizados. La respuesta fue que ni con los medios de locomoción modernos era posible alejarse más de cien mil kilómetros de Tumma. Las razones, en efecto, son de una lógica aplastante. Recordemos que incluso en la Tierra, a mitad del siglo XX, existían todavía zonas del planeta por explorar. Todo el contorno de la Tierra no mide más que cuarenta mil kilómetros de largo, y hasta el último tercio del siglo jamás había sido sobrevolado en un vuelo sin escalas. El radio de este hiperplaneta, la distancia entre uno cualquiera de sus puntos interiores y el Sol, es de alrededor de cinco mil millones de kilómetros, mayor que la distancia de Neptuno al centro del sistema solar terrícola. Para hacer un vuelo de circunvalación completo, un avión que despegara de algún lugar de Tumma, volando constantemente a una velocidad de mil kilómetros por hora, emplearía en dar la vuelta al planeta ¡tres mil quinientos ochenta y seis años! Ni los tumas ni los silaitas poseen todavía una máquina capaz de volar a esa distancia, ni la duración media de la vida permitiría llegar a los navegantes al final de esa hazaña.
—También sería una tontería intentarla ahora —añadió Tuanko con ironía—. Mucho antes de mil años tumas y silaitas habrán desarrollado los campos de fuerza gravitacionales, el motor de fotones acelerados y otras técnicas con las que podrán dar la vuelta a su planeta en un año. O sea, que si esperan quinientos años a hacer ese viaje, todavía llegarán tres mil ochenta y seis años antes que si lo emprendieran hoy mismo. Por cierto, ¿a qué distancia está ese País de los Monos?
—Cerca, a sólo diecisiete mil kilómetros al Oeste de Tumma.
—¿Y los tumas navegaban con sus barquichuelos diecisiete mil kilómetros para capturar unos monos? Esa gente debía tener unos hígados enormes. Bueno, por mí podéis utilizar la cápsula y dirigirla hasta ese continente.
La cápsula portadora, que ya había iniciado el regreso en dirección a Silaos y al “Coimbra”, fue obligada a virar casi en redondo para acelerar nuevamente en dirección contraria. A dos mil kilómetros de altura, donde no existía atmósfera, la cápsula aceleraba cinco metros por segundo, que era un impulso francamente modesto por comparación con otras máquinas como los caza-interceptores “Delta” de la Armada Valerana, los torpedos atómicos, el propio “Coimbra” y hasta el autoplaneta Valera.
Acelerando durante la mitad del camino, y frenando en la misma proporción la mitad restante, la cápsula “KT” había alcanzado el Continente de los Monos en una hora. No obstante, se decidió seguir impulsando a la cápsula, penetrando otros dos mil kilómetros en el territorio, más allá de donde los traficantes de monos llegaron nunca.
Mientras la cápsula portadora llegaba a su destino, los miembros de la expedición científica se preparaban para saltar a tierra, desplegando gran actividad en un ambiente de extraordinaria animación.
Las cámaras de la propia cápsula enviaban constantemente imágenes de televisión, que eran mucho más claras de las que podían obtenerse a través del telescopio. El país que sobrevolaba la cápsula se elevaba unos mil quinientos metros sobre el mar y reunía, según la profesora Elorza, condiciones óptimas para la vida de los homínidas; esto era, extensas llanuras onduladas en las que alternaban el arbolado y la pradera, abundantes cursos de agua y un clima cálido sin ser excesivamente húmedo.
En la región se apreciaban algunos volcanes, unos cuantos de ellos echando humo. La cápsula penetró en la atmósfera y descendió a sólo setecientos u ochocientos metros de altura, moviéndose a una velocidad apropiada que permitiría explorar visualmente el entorno. La sábana estaba poblada de gran variedad de especies animales; monos, aves gigantescas, y manadas de cuadrúpedos grandes y pesados parecidos a búfalos. En los ríos y pantanos se movían grandes reptiles.
Algunas columnas delgadas de humo llamaron la atención de Gerardo Castillo. La cápsula fue dirigida hacia aquel lugar evitando sobrevolarlo directamente, medida previsora que permitió a los valeranos descubrir un poblado primitivo de chozas rodeado de una tosca empalizada.
—¡Homínidas! —exclamó Castillo, a pesar de que la distancia no permitía apreciar demasiado bien los detalles de los seres que se movían en el poblado.
Decidieron posar la cápsula a un kilómetro del poblado.
Tuanko había impuesto como condición que todos los expedicionarios fueran equipados con armaduras de “diamantina”. Los científicos aceptaron a regañadientes y se dirigieron a la máquina Karendón con sus armas, sus cámaras fotográficas y demás equipos.
La Karendón funcionó de la forma acostumbrada desintegrando al grupo entero, incluso con sus armaduras, sus fusiles y su equipo, y la máquina confeccionó una tira de metal perforada en el que quedaba expresada la formulación de los componentes subatómicos de toda la materia destruida. A medida que la cinta perforada iba saliendo de la máquina, una emisora de radio transmitía a veinte mil kilómetros de distancia la disposición de cada perforación.
En la máquina Karendón que estaba posada en el País de los Monos, una perforadora reconstruía una cinta perforada idéntica a la que había quedado en el “Coimbra”. Breves minutos después, a partir de la formulación de la segunda cinta, todo el grupo era restituido en la Karendón número dos.
Como en el caso de los tumas, desde la cámara de derrota del crucero sideral se vio por televisión cómo se abatía la puerta. Adler Ban Aldrik fue el primero en pisar tierra, seguido de todos los demás. Los expedicionarios estaban comunicados entre sí a través de sus radios individuales, y con el “Coimbra” por medio de la potente emisora de la Traslator.
—Muy bien, Tuanko —se oyó decir al profesor Ferrer—. Gracias por el viaje, llegamos bien, saludos a la familia.
—Ese tonto siempre tiene ganas de bromear —murmuró Tuanko alejándose del controlador.
Belén Izquiaola y Marek se encontraban junto a la consola del alférez Riboni, sentado ante la pantalla del detector de neutrinos.
—¿Qué ocurre, Mateo? —preguntó Tuanko al alférez.
—Espero que no se haya olvidado de que ordenó confeccionar un mapa situando los puntos donde registrábamos una fuente de neutrinos —dijo Riboni.
La verdad era que Tuanko lo había olvidado con las preocupaciones de las últimas veinticuatro horas.
—¿Alguna novedad? —inquirió evasivamente.
Medió Marek y dijo:
—La gente ha estado relevándose en el detector de neutrinos, y ya tenemos más de un centenar de focos localizados. Ahora Riboni ha descubierto una zona donde la emisión es tan abundante que prácticamente no se pueden contar.
—¿Qué me dices? —exclamó Tuanko sobresaltándose—. ¿Dónde está localizado ese foco?
—No es posible medir la distancia, pero por su posición calculo que se encuentra unos grados por la derecha del Sol, o sea, casi en el extremo opuesto del diámetro del planeta.
—Riboni, tú lo que has hecho es apuntar el detector contra el Sol.
—No, señor. No soy tan torpe —rebatió Riboni enrojeciendo.
Tuanko cruzó su mirada con Belén Izquiaola, la cual asintió y dijo:
—Así es, lo he comprobado con Marek. Los tumas y los silaitas no son los únicos habitantes del planeta que conocen el uso de la energía nuclear.
Marek afirmó a su vez:
—Yo diría incluso que Tumma y Silaos apenas han hecho otra cosa que descubrir los rudimentos de la desintegración. Hay más lugares en este mundo donde funcionan reactores nucleares, pero en ninguna parte hay tal cantidad de ellos juntos como en esa zona donde dice Riboni.
—¿Una potencia nuclear en el extremo opuesto del planeta?
Nadie contestó a la inquietante pregunta de Tuanko Aznar.