CAPÍTULO I

DESPUÉS de cuatro semanas todavía eran visibles las señales de la última singladura del autoplaneta a través del espacio. En la Plaza de España, en el centro de la ciudad, las lluvias nocturnas habían amasado el fino polvo cósmico formando una gruesa capa de barro. Las máquinas habían limpiado una franja de unos doscientos metros de ancho alrededor de la plaza, dejando el resto de la calzada abandonada a las malas hierbas, que allí crecían en libertad formando una pradera.

El problema mayor de las autoridades municipales en este momento era la falta de brazos. Los valeranos estaban regresando desde las estaciones de emigración en todas las ciudades del planetillo, aunque todavía a ritmo lento. No convenía apresurar el retorno ni traer a demasiada gente, si dentro de unos días había que hacerla regresar a las máquinas Karendón.

El lugar del espacio donde ahora maniobraba Valera ofrecía tan escasos atractivos, que no estaba descartada la posibilidad de que el autoplaneta reanudara en fecha próxima su interrumpido viaje.

A últimas horas de la tarde, una aerofalúa de la Armada Sideral descendía del cielo verticalmente e iba a posarse en la zona de pavimento rescatada al barro. Un hombre joven y esbelto, vistiendo el blanco uniforme de los astronautas, saltó de la navecilla y cruzó rápidamente la calle. Enfrente tenía la alta verja que circundaba el parque de las Fuerzas Armadas. Dos edificios idénticos, dos pequeños rascacielos, emergían de la masa de verdor formada por tilos y magnolios gigantes.

En la puerta de la verja dos soldados saludaron al paso del astronauta.

La atmósfera era calurosa y estaba saturada de polvo y de polen. En todo el planetillo la vegetación acababa de despertar de su letargo y rebullía en una explosión de vitalidad. En el jardín, del lado interior de la verja, los árboles echaban nuevas hojas y las más bellas flores abrían sus cálices en una ingenua competencia de formas, colores y perfumes. Sólo faltaba el trino de los pájaros y el zumbido de las libélulas.

La fauna de Valera, como la mayoría de sus habitantes, no había regresado todavía.

Cruzando todo el parque el visitante pasó sin detenerse junto a la estatua de bronce del “superalmirante” Aznar y subió de carrerilla la escalinata de mármol hasta la puerta principal del Almirantazgo.

Poco después salía de un ascensor, avanzaba por un pasillo y entraba en una sala de grandes dimensiones amoblada sobriamente. Allí un capitán de navío salió a su encuentro.

—Hola, Tuanko —saludó el capitán.

—Hola, Martín —respondió el recién llegado, en cuyas hombreras centelleaba a la luz artificial el solitario brillante en forma de lucero de los contralmirantes de la Armada. Señaló a la cerrada puerta del fondo—. ¿Está el viejo en su despacho?

—Tiene visita.

—Pues yo he sido puntual —señaló Tuanko Aznar al reloj sobre la puerta—. ¿Para qué me ha llamado?

—No lo sé.

—Eres su ayudante.

—Pues no lo sé, chico. Tal vez quiera desearte buena suerte y hacerte alguna recomendación de última hora.

—Muy de última hora. Debo zarpar a lo más tardar a las diez para encontrarme con mi buque en el espacio exterior a las doce. ¿Quién es el visitante?

—El señor alcalde.

—¡Vaya, por Dios!

Con la gorra bajo el brazo y las manos cruzadas a la espalda, Tuanko Aznar dio algunos pasos alrededor de la mesa central de la sala. Tenía alrededor de treinta años y era un hombre guapo, de cabellos negros y broncos, los ojos verdes, la nariz perfilada y el mentón firme.

—El viejo me llama —dijo de pronto el ayudante moviéndose en dirección a la puerta.

Tuanko respiró aliviado. Como ayudante del Almirante que había sido durante muchos años, sabía que Martín llevaba en la muñeca un reloj especial conectado con un botón oculto bajo el borde de la mesa de don Miguel Ángel Aznar. Cuando éste daba por terminada una entrevista, antes de ponerse en pie y estrechar la mano del visitante, solía llamar al botón para que acudiera su ayudante y acompañara a la visita hasta la puerta. Accionada por radio, una pequeña aguja picoteaba en la muñeca del ayudante advirtiendo a éste.

En efecto, poco después Martín asomaba por la puerta y hacía una seña a Tuanko para que entrara. Las visitas solían abandonar el despacho por una segunda puerta que daba a otro pasillo donde había un ascensor. Tuanko cruzó por delante de Martín y entró en el despacho.

—Hola, Tuanko. Siéntate.

El Almirante Aznar estaba de pie y señalaba una de las confortables butacas de cuero rojo que Tuanko tan bien conocía. El ayudante salió cerrando la puerta.

—Te habrá sorprendido que te convocara en mi despacho.

—Sí —declaró Tuanko sin ambages.

—Tú conoces este puesto tan bien como yo y sabes que los compromisos de un Almirante Mayor no acaban nunca. Ha surgido una dificultad de última hora…

Tuanko temió por su expedición. ¿Se daba marcha atrás y se desistía del intento? El Almirante prosiguió.

—El señor Presidente me visitó en este despacho a primeras horas de la tarde acompañado de su hija, la capitana Belén Izquiaola. La joven, muy guapa por cierto, se propone tomar parte en la expedición al hiperplaneta.

Tuanko se sintió aliviado. Si la hija del Presidente de la República deseaba formar parte de la expedición, había que interpretarlo como una buena señal. Podían tildarle de pusilánime, pero Tuanko había estado temiendo hasta hoy mismo que se cancelara la orden de salida. Tan lejos como la tarde anterior, un grupo parlamentario interpeló al Gobierno acerca de la conveniencia de explorar el hiperplaneta.

—Bueno —suspiró Tuanko—. ¿Era esa la cosa que no podías decirme por videófono? Temí que fuera algo peor.

—Tuanko, me consta que lo que voy a decirte no te va a gustar —dijo el Almirante—. La joven Izquiaola no ha tenido suerte en sus anteriores destinos. Está en la segunda encarnación y es capitán de fragata, grado al que accedió recientemente, poco después que su padre fuera elegido Presidente de la República.

—Pura coincidencia, supongo —dijo Tuanko irónicamente.

—El Presidente se lamenta de que valores como su hija se malogren por falta de una oportunidad. Actualmente la única operación que tenemos a la vista es la exploración del hiperplaneta. El Presidente piensa que ésta podría ser una ocasión para que su hija alcance cierta notoriedad, especialmente si todo acaba bien, y sobre todo, si la joven Izquiaola aparece como la comandante de la aeronave que realizó la misión…

—¡Eh, espera! —protestó Tuanko pegando un respingo—. ¿Qué estás insinuando? ¡Yo soy el comandante de mi propio buque!

—Puedes quedarte con el mando de la expedición y cederle a Izquiaola el mando del buque. El señor Presidente supone que no te importará. Como él dijo, los Aznares ya estamos colmados de honores, no necesitamos un éxito más para darnos a conocer. En cualquier caso, la figura del capitán de la aeronave aparecerá empequeñecida junto al comandante de la expedición.

—¡Mil demonios, no!

—Tuanko, te estoy hablando en serio. Tienes que cederle el puesto a la Izquiaola.

—Almirante, si haces eso me obligarás a renunciar al mando de la expedición.

—En ese caso, lamentándolo mucho, tendré que prescindir de ti —fue la firme respuesta del Almirante.

Tuanko investigó telepáticamente el pensamiento de su abuelo. Lo que vio no le gustó.

—¿Sacrificarías a uno de tu propia sangre para dar entrada en la expedición a una extraña? —preguntó escandalizado.

—¿Quieres que la expedición se lleve a cabo? Pues entonces admite a la Izquiaola, o no habrá expedición.

—¿Así están las cosas, eh? —ironizó Tuanko—. ¿Hemos llegado a tal grado de dependencia, que hay que pasar por todo lo que digan esos politicastros? ¿Es el precio que tienes que pagar para seguir sentado en esa poltrona?

—Tuanko, no seas impertinente. Gracias a que yo estoy sentado en este sillón, mi hermano Fidel figura como jefe del equipo científico de esa expedición, mi hijo Alejandro es miembro del grupo, tú eres comandante de la aeronave, y tu sobrino Marek es tu segundo. Como dirán nuestros enemigos, más que una expedición científica esto parece una reunión familiar. Con tanto Aznar en el rol, ¿cómo puedo negarme a que el Presidente de la República nos cuele a su hija? Admítelo, Tuanko. Sería pasarnos de cínicos.

—Se supone que si estamos allí es porque valemos. ¿O no?

—No seas ingenuo. ¿O es que de veras piensas que no hay en Valera científicos que puedan sustituir a mi hermano y a tu padre, ni astronautas competentes capaces de supliros a ti y a Marek? Si quieres que te diga la verdad, me molesta el excesivo protagonismo de mi familia en esta expedición.

Simultáneamente Tuanko leyó en la mente de su abuelo: “y casi me alegraría que uno o dos de vosotros quedarais fuera”. Pero Tuanko había puesto demasiada ilusión en el proyecto y no estaba dispuesto a renunciar.

—Juegas con ventaja —dijo Tuanko poniéndose en pie—. Aunque espero que no sea siempre de ese modo. Algún día me necesitarás y vendrás a buscarme, ¡y entonces te mandaré al cuerno!

El Almirante se limitó a despedirlo con un gesto y una sonrisa irónica.

Con el picaporte en la mano, Tuanko se volvió a preguntar:

—¿Dónde está la Izquiaola?

—Fue a San Telmo en busca del barco. Si no está a bordo no tardará en llegar. Tuanko, no me crees problemas.

Tuanko salió pegando un portazo.

Por razones de proximidad, el “Coimbra” había sido trasladado a San Telmo, al norte de Nuevo Madrid. Este lugar no era propiamente una base militar, sino un acantonamiento de la Armada con un gran edificio que funcionaba como un Hotel, almacenes, oficinas, refugio antinuclear y cierto número de máquinas Traslator para el movimiento del personal. En otros tiempos cosmódromo de la capital, el lugar había sido escenario de históricos acontecimientos.

Las astronaves que arribaban a Valera entraban por uno de los túneles próximos que atravesaban todo el espesor de la corteza del planetillo y se dirigían a San Telmo para desembarcar sus pasajeros. Visitantes de todas las razas y nacionalidades, presidentes y embajadores de grandes potencias, comisiones de paz y mensajeros de catastróficas guerras, amigos y enemigos, llegaron hasta aquí en el curso de los siglos.

Eran, por supuesto, otros tiempos. En la actualidad el cosmódromo estaba fuera de uso, aunque aparecía repetidamente citado en tas más emotivas páginas de la historia del planetillo.

El sol artificial de Valera se había apagado totalmente cuando Tuanko Aznar llevó su aerofalúa hasta el ángulo del cosmódromo donde el “Coimbra” flotaba en el aire tirando del cable de la amarra.

Suspendido a dos metros de altura sobre el suelo, bajo la luz de un par de reflectores, la enorme mole amarilla parecía tan ligera como un aeróstato. La suave brisa que solía levantarse al anochecer bastaba para desplazarlo.

El “Coimbra”, crucero de combate de la Armada Sideral Valerana, era una poderosa arma de guerra. De trescientos metros de eslora, medía cuarenta de manga y era tan alto como un edificio de doce pisos. Su casco, enteramente de “dedona”, tenía tres metros de espesor en todas sus partes. La “dedona”, metal exótico, era tan compacta que un decímetro cúbico de ella pesaba veinte toneladas. Era el metal más tenaz de los conocidos, y se utilizaba en las corazas contra los torpedos de cabeza nuclear y las armas de luz sólida. Pero su cualidad más apreciada era la facultad de crear un campo de fuerza antigravitacional bajo determinadas condiciones de inducción eléctrica. La “dedona” entonces no sólo perdía peso, sino que levitaba rechazando las fuerzas de atracción de las masas.

Las aeronaves de “dedona” eran tan pesadas que debían ser inducidas continuamente cuando permanecían cerca del suelo. Un corte intempestivo de la corriente eléctrica precipitaría la aeronave a tierra, donde quedaría destruida, aplastada por su propio peso. Por esta razón, y en evitación de un posible accidente, las bases de la Armada Sideral Valerana estaban enclavadas en las proximidades de los casquetes norte y sur, donde la fuerza de gravedad era nula.

Tuanko hizo descender la navecilla a la altura del buque y enfiló la proa al gran portón balizado con luces rojas que se abría en uno de los costados del “Coimbra”. La falúa entró por sus propios medios hasta el fondo del iluminado hangar y quedó depositada sobre una cuna.

Poco rato después, Tuanko salía de un ascensor en el puente superior, cruzaba un corredor y entraba en su camarote. Utilizando el interfono llamó:

—Habla el comandante. Dondequiera que se encuentre el capitán Marek, que acuda a mi camarote.

Cerró la comunicación, se quitó la guerrera y pasó al cuarto de baño para lavarse las manos. Poco después entró Marek Aznar y le encontró con una toalla en las manos.

Rubio, de ojos azules, alto, Marek vestía el uniforme blanco de los astronautas de la Armada Sideral con distintivos de capitán de fragata.

—Hola, Marek —dijo Tuanko con desgana—. Siéntate.

—No estoy cansado, rechazó Marek con acritud.

Tuanko captó inmediatamente la onda de su joven sobrino. Ambos eran tapos y poseían como tales facultades paragnósticas extraordinarias, entre éstas la telepatía. Anticipándose a la inspección mental de Marek, Tuanko habló:

—¿Llegó la capitana Izquiaola?

—Sí. ¿Es cierto que va a mandar este buque?

—¿Lo dijo ella?

—No fue necesario preguntárselo. Su cabeza está llena de ideas acerca de la mejor manera de llevar esta expedición.

Tuanko abrió los brazos en ademán de impotencia.

—No pude impedirlo, el pastel ya estaba cocido cuando me llamaron a consulta.

—¿Consultaron contigo? —inquirió Marek irónico.

—Bueno, en realidad no. No me preguntaron si la quería, sencillamente me la impusieron.

—Y tú aceptaste.

—¿Qué podía hacer? Tenía que aceptar o renunciar. ¿O prefieres que nos bajemos del barco? Todavía estamos a tiempo.

—Ganas me dan de abandonar —refunfuñó Marek.

—También a mí. ¿Y qué ganaríamos con ello? La Izquiaola quedaría dueña de la situación. Reconozcamos que no somos imprescindibles. La cosa puede funcionar sin nosotros. ¿Quién sabe? Hasta puede que la expedición sea un éxito y veamos a Izquiaola en la cumbre de la gloria. Por cierto, ¿cómo es?

—¿Izquiaola? Es guapa.

Tuanko no podía creerlo. Investigó en el interior de la mente de Marek. Lo que vio era la imagen de una mujer joven, de cabello negro y ojos castaños, ciertamente bonita. Pese a todo, Tuanko desestimó el retrato mental que le ofrecía su sobrino. La imaginación también tenía sus bromas, y sumaba o sustraía detalles según el estado de ánimo del testigo.

—Será mejor que vayamos a verla —dijo Tuanko cogiendo la guerrera que estaba sobre la cama.

La cámara de derrota estaba tan cerca del camarote de Tuanko, que éste apenas acababa de abrochar el último botón de su guerrera cuando llegaron a ella. Solamente había tres personas en la cámara; el oficial de guardia, un sargento de comunicaciones y una esbelta joven que se correspondía fielmente con la imagen fijada en la memoria de Marek. En honor a la verdad, Marek no había hecho justicia a los encantos de Belén Izquiaola. Ésta no sólo era guapa, sino que tenía una hermosa figura.

Belén Izquiaola se apartó del teniente Garín, con quien charlaba en este momento, y salió al encuentro de Tuanko.

—Capitana Belén Izquiaola, a sus órdenes.

Tuanko respondió al saludo de Izquiaola llevándose desganadamente los dedos a la frente.

—Bienvenida a bordo, capitana. Espero que se encuentre entre nosotros como en su propia casa.

—Mi último servicio lo presté a borde de un crucero. Todo me resulta familiar —dijo la joven abarcando la amplia sala con un gesto de la mano.

—Bueno, todos los cruceros de la serie “Stelar” se construyen iguales. Las modificaciones que se han introducido en éste no son apreciables a simple vista. Normalmente un crucero de combate no lleva incorporado sistema de vuelo para el sub-espacio. ¿Sabe en qué va a consistir nuestra misión?

—Sí, naturalmente.

Tuanko continuó, como si no hubiese escuchado la respuesta de la capitana Izquiaola:

—En su última singladura, desde que nos alejamos de la Tierra, el autoplaneta ha estado volando en el sub-espacio a una velocidad que ciframos en mil veces la velocidad de la luz. Como todo el mundo sabe, ninguna aeronave, impulsada por medios mecánicos, puede jamás sobrepasar la barrera de la velocidad de la luz. En el punto que se alcanza esa frontera los mecanismos se agarrotan y dejan de funcionar. Por la misma razón la vida no es posible en estas condiciones, lo cual obliga a este autoplaneta a evacuar su tripulación, desmaterializándola antes de cada crucero en el sub-espacio, para materializarla cuando Valera ha frenado pasando nuevamente a una velocidad sub-lumínica. Para volar en el sub-espacio tenemos que recurrir a medios electromagnéticos, que en nuestro caso son las ondas o campos de fuerza gravitacionales. Las fuerzas gravitacionales son permanentes en todo el Universo. Apoyándose en ellas, nuestro autoplaneta se impulsa, logrando atravesar la barrera de la luz, y continúa acelerándose más allá de ésta. Al atravesar la frontera de la luz, la materia experimenta una serie de modificaciones en su estructura molecular. En el caso concreto de nuestro autoplaneta, éste se dilata hasta adquirir dimensiones inconmensurables. Convertido en una inmensa nube de gas etéreo, Valera se mueve en el sub-espacio mil veces más veloz que el rayo de luz y en su camino es atravesado por planetas y estrellas sin sufrir daño…

Tuanko se interrumpió para respirar. Belén Izquiaola guardó silencio por respeto, aunque estaba deseando hablar para decir que ya conocía de sobra las particularidades del vuelo del autoplaneta en el sub-espacio. Tuanko continuó:

—Hace aproximadamente nueve años y medio fuimos atravesados en nuestro camino por un cuerpo celeste de características parecidas a las del sol terrícola. La luz solar impresionó fugazmente nuestras placas fotográficas, a modo de una lámpara de destello que brilla y se apaga en fracciones de segundo. Pese a todo, el sistema de detección y análisis funcionó, el control automático entró en acción y nuestro autoplaneta inició la larga maniobra de frenado. Simultáneamente, cambiaba de rumbo y empezaba a describir un amplio arco que nos llevaría, al cabo de nueve años y medio, a las proximidades de la estrella que activó nuestro circuito de alerta. Al pasar a una velocidad sub-lumínica se reprodujeron a la inversa los fenómenos que afectan a la estructura molecular. El autoplaneta se contrajo, recobrando su tamaño normal, las máquinas Karendón empezaron a funcionar y los primeros seres vivientes reaparecimos en Valera. Nuestra primera sorpresa fue comprobar que no existía ninguna estrella capaz de haber activado el circuito de frenado del planetillo. La segunda sorpresa fue descubrir que estábamos siendo llevados hacia un lugar desconocido por un campo de gravedad de fuerza descomunal…

Belén Izquiaola no pudo contenerse por más tiempo.

—Se pensó que éramos arrastrados hacia un agujero negro…

La severa mirada que le echó Tuanko tuvo el poder de cerrar la boca de la joven.

—¿Sabe qué es un “agujero negro”? —preguntó Tuanko.

—¡Claro que lo sé! Todo el mundo lo sabe —exclamó Izquiaola enrojeciendo.

—¿Ha estado usted alguna vez en uno de ellos?

—¡No, Dios me libre! Nadie que cayera en un agujero negro saldría jamás de él. En alguna ocasión se les ha llamado también “estrellas negras”. Se supone que son una concentración de materia superpesada y su fuerza de gravedad es de tal magnitud que impide incluso la fuga de la luz. Pero lo que hemos descubierto no es un agujero negro, sino un gigantesco planeta frío… un hiperplaneta que suponemos hueco. Algo parecido a nuestro propio planetillo, sólo que mucho mayor.

—Aproximadamente treinta mil quinientos diecisiete trillones de veces más grande que Valera —concretó Tuanko—. O sea, es tan enorme que todo el sistema planetario solar terrícola cabría holgadamente dentro de él. Incluso es posible que existan algunos planetas girando alrededor del sol allí encerrado. Si en alguno de esos planetas hubiera vida inteligente y conocieran el uso del telescopio, no sería un firmamento estrellado lo que verían, sino toda la superficie interior de su mundo. Para ellos, todo el universo se concretaría a lo que alcanzaban a ver. Ignorarían la existencia del Cosmos, de otros mundos y otra vida exterior. Serían como prisioneros en una gigantesca cárcel, cuyos muros quizás nunca logren atravesar.

—Si hay vida inteligente dentro del hiperplaneta, conocerán por nosotros la existencia del universo exterior —afirmó Belén Izquiaola.

—Espere, todavía no hemos entrado allí —objetó Tuanko.

—Será fácil hacerlo.

—Parece muy segura.

—Sí, lo estoy. Y si no lo estuviera me esforzaría por convencerme a mí misma de que ello es posible. La primera condición en un buen jefe, es tener confianza en la misión que está realizando. Si el jefe no cree en lo que está haciendo, ¿cómo van a creer los soldados que le siguen? —repuso Izquiaola con desparpajo. Y en rápido giro añadió—: Y a propósito de esto, ¿me han confirmado en el mando de este buque?

—Tiene usted valedores de mucho peso —dijo Tuanko con mordacidad—. El Almirante Mayor le confirma en el mando del “Coimbra”. Pero no lo olvide, Izquiaola. Yo soy el comandante de la expedición y digo lo que los demás tienen que hacer.

—Naturalmente, ¿quién dice lo contrario? —replicó la joven enrojeciendo ligeramente.

—Marek será su segundo.

Izquiaola dedicó a Marek Aznar una sonrisa de puro compromiso, a la que el tapo contestó con un vago gruñido.

—Bien —dijo Tuanko mirando al reloj de la sala—. Son las ocho y media, tenemos el tiempo justo para comer y enfilar el túnel. Los cálculos de los tiempos se han efectuado tomando como referencia la medianoche. No podemos retrasarnos, ni tampoco adelantarnos.

Una hora más tarde el “Coimbra” soltaba la amarra que le mantenía sujeto a tierra, se elevaba verticalmente sobre el desierto cosmódromo y ponía en marcha sus reactores. Dos gruesos rayos de luz, de color amarillo brillante, salieron proyectados por sus toberas de popa. La poderosa aeronave, de trescientos metros de longitud, salió hacia adelante con un suave tirón. Unos cincuenta kilómetros más lejos el “Coimbra” se detenía sobre la vertical de uno de los túneles que atravesaban todo el espesor de la corteza del planetillo hasta la superficie. El crucero inclinó la proa, levantó la popa y quedó en posición vertical apuntando directamente el círculo de balizas rojas en el suelo.

Tras un minuto de inmovilidad, la aeronave se dejó caer como un dardo y desapareció en las negruras del pozo.