CAPÍTULO II
LLAMADA través de los altavoces, el resto de la tripulación acudió a la cámara de derrota.
No era un grupo muy numeroso. Incluyendo a Tuanko toda la tripulación del “Coimbra” estaba formada por ocho hombres y cinco mujeres. La misión de la aeronave era puramente pacífica y se había preferido llevar una tripulación reducida pero selecta.
Algo parecido había ocurrido con el equipo científico que iba a participar en la exploración del hiperplaneta. La máxima autoridad científica estaba representada en el doctor Fidel Aznar, hermano del Almirante Mayor. Le seguían en notoriedad el profesor Mario Valera, astrofísico; Gerardo Castillo, antropólogo y arqueólogo; José Ferrer, ingeniero industrial; Alejandro Aznar, padre de Tuanko, radioastrónomo y matemático; Anita Setúbal, botánico; Nuria Ross, psiquiatra y sociólogo; y Paulina Elorza, zoólogo. En total tres mujeres y cinco hombres.
Ninguno de los componentes del equipo científico se encontraba a bordo al zarpar el “Coimbra”. Todos ellos fueron desmaterializados pocas horas antes en Ciberburgo, la ciudad de la electrónica en el planetillo Valera. Desde Ciberburgo, una Karendón Traslator remitió por radio todos los datos relativos a la cinta perforada (“vetatom”) obtenida de la desmaterialización del grupo. A bordo del “Coimbra”, otra Karendón T. acumuló los datos y compuso un segundo “vetatom”, idéntico al de Ciberburgo. De este modo había dos cintas perforadas iguales, una que iba a quedarse guardada en Ciberburgo, y otra que iba a viajar con el “Coimbra”. Si la astronave lograba entrar en el hiperplaneta, el “vetatom” de a bordo se utilizaría para hacer llegar a los científicos. Si la astronave sufría algún percance y la tentativa fracasaba, el equipo de científicos siempre podría ser recuperado en la Karendón de Ciberburgo.
No era éste el caso de los astronautas del “Coimbra”. Individualmente todos tenían su “vetatom” particular en Valera, generalmente obtenido a la edad de diecisiete o dieciocho años. Pero una condición previa para que una Karendón pudiera reconstruir una persona, era que esta persona se encontrara desmaterializada. Es decir, si el “Coimbra” se estrellaba contra un obstáculo, o sus tripulantes eran sorprendidos en el momento que la aeronave traspasaba la barrera de la luz, o morían por cualquier otro accidente, ninguna Karendón del mundo sería capaz de devolverles la vida.
Faltando todavía siete horas para alcanzar la velocidad de la luz, Tuanko Aznar decidió desmaterializar a la tripulación.
—¿Por qué, si todavía tenemos mucho tiempo? —preguntó Belén Izquiaola.
—No veo necesidad de esperar hasta última hora. El barco va bien arrumbado y todo sucederá como está programado sin que nosotros tengamos que intervenir. Francamente, no me merecen mucha confianza los cálculos de nuestros matemáticos. Con un monstruo como ese hiperplaneta allí delante, hasta nuestra computadora puede ser inducida a error —Tuanko apretó los labios y los desplegó de nuevo para decir—: ¡Además, qué caramba! Empiezo a ponerme nervioso.
Izquiaola le lanzó una mirada de curiosidad, pero nada dijo. Tuanko fue hasta el punto del piloto para asegurarse de que todo estaba en orden. En ausencia de la tripulación humana, la computadora llevaría a cabo el programa de vuelo según las instrucciones previamente almacenadas en su memoria.
—Tomen sus escafandras y diríjanse a la Karendón —ordenó tocando en el hombro al piloto.
La tripulación abandonó sin prisas y ordenadamente la cámara de derrota, siendo los últimos en hacerlo Tuanko y la comandante Izquiaola. En la cámara las luces quedaron encendidas y todos los aparatos funcionando con normalidad.
Saliendo de la cámara de derrota y cruzando el corredor estaba, frente por frente, la sala de la Karendón Traslator. Entre los varios usos de las Karendón, el menos espectacular era sin duda su aplicación como vía de salvamento para abandonar el buque en situación de peligro. Antiguamente el abandono de una aeronave en pleno combate se hacía por la vía ordinaria embarcando la tripulación en aerobotes, con lo cual se perdían muchas vidas.
Con las Karendón Traslator una tripulación de sesenta hombres podía abandonar el buque en diez minutos, y en otros diez minutos se encontraban a salvo a cien millones de kilómetros, restituidos por otra Karendón en algún lugar de Valera.
Las unidades en misión de patrulla no tenían que regresar cada dos o tres meses para efectuar el relevo de las tripulaciones. Desde cualquier distancia, las Karendón Traslator llevaban y traían tripulaciones con la facilidad y rapidez de un telegrama, haciendo más cortos los períodos de estancia a bordo y más frecuentes los relevos.
Los valeranos, que comenzaron utilizando máquinas Karendón para una sola persona, pronto las construyeron del tipo llamado “colectivas”; es decir, lo suficientemente grandes para desmaterializar grupos enteros de personas.
La Karendón Traslator instalada a bordo de los cruceros “Stelar” era del tipo medio, capaz para desmaterializar de una sola vez hasta veinticinco personas con un equipaje no muy voluminoso, o igual número de soldados con armaduras de vacío y armas ligeras.
La reducida tripulación del “Coimbra” ya se encontraba dentro de la cámara cuando Tuanko y la comandante Izquiaola entraron en la habitación. Marek estaba ante el cuadro de mando de la máquina y se reunió con Tuanko e Izquiaola.
—Se disparará en tres minutos —anunció.
Marek Aznar, oficial de máquinas, era técnico nuclear y especialista en Karendones.
La cámara era a modo de una caja grande totalmente cerrada a excepción de uno de los lados. Cubriendo el lado abierto y retirada unos sesenta centímetros de los bordes de la caja, se levantaba una gruesa pantalla de porcelana. Tanto la pantalla como el resto de la cámara estaban interiormente revestidos de cristal.
Deslizándose por el hueco que quedaba entre la pantalla y los bordes de la caja, los tres oficiales se introdujeron en la cámara donde esperaba el resto de la tripulación.
—Ojalá todo salga bien —dijo Belén Izquiaola, rompiendo el silencio de la espera.
—No tiene por qué preocuparse —contestó Marek—. Si el buque se estrella seremos rescatados en Valera dentro de dos días.
—No es eso lo que me preocupa —dijo Izquiaola secamente.
Utilizando sus facultades paragnósticas, Tuanko acababa de sintonizar con el pensamiento de Izquiaola. Vio entonces que la joven decía la verdad, no era por su vida por quien temía. El rescate de la tripulación estaba asegurado gracias al milagro de la Karendón.
Izquiaola se preocupaba por el éxito de la expedición y entendía por un buen final el regreso a Valera después de vivir mil aventuras emocionantes, en la cual repetidamente se habría puesto de manifiesto su valor y su competencia profesional. Se veía Izquiaola tomando tierra en el cosmódromo de San Telmo, recibida apoteósicamente por una multitud entusiasmada, asediada por las cámaras de la televisión, cansada pero feliz, haciendo declaraciones ante los micrófonos…
En realidad el aspecto científico de la expedición tenía sin cuidado a Izquiaola. Todo lo que se descubriera en el hiperplaneta no tenía más importancia que la de resaltar su actuación personal, que sería tanto más meritoria cuanto mayores hubiesen sido las dificultades y los peligros.
Curiosamente, en los sueños de Izquiaola no aparecían ni el doctor Fidel Aznar, ni el profesor Valera, ni ninguno de los científicos que por pura lógica serían los más indicados para relatar los descubrimientos realizados. ¿Pensaba la ambiciosa mujer regresar sola?
Tuanko tendría que habérselo preguntado para saberlo. No iba a poder hacerlo, pues en este momento eran sorprendidos por el relámpago de la desmaterialización.
Se decía, y parecía ser cierto, que el alma humana, liberada en forma de energía pura en el fenómeno de la desmaterialización, iba a residir en una dimensión misteriosa, que los viejos bartpuranos solían llamar “dimensión temporal”, por diferenciarla de aquel otro lugar donde las almas pasaban a perpetuidad tras haberse elevado de condición después de sucesivas transmigraciones.
Como quiera que fuese, el alma no guardaba recuerdo de su permanencia en la “dimensión temporal”. El alma, por ser eterna, no tenía noción del tiempo. De aquí que los humanos, al regresar después de una desmaterialización, confundieran el relámpago de su destrucción con el relámpago de su reintegración.
Los tripulantes del “Coimbra” conocían esta circunstancia y se miraron unos a otros a continuación del relámpago. ¿Estaban en el “Coimbra”? ¿Estaban en Valera? Todas las Karendón eran exactamente iguales. Ésta era una condición indispensable que siempre movía a confundirse a los ocupantes de la cámara.
Tuanko Aznar se dirigió rápidamente hacia la salida, sacó la cabeza por el hueco de la pantalla y vio que estaba en la misma habitación. Sobre la puerta vio el cartelón en letras de bronce: “Coimbra”. Respiró aliviado.
—¡Salgan, muchachos, estamos en nuestro barco! —exclamó.
Salieron empujándose unos a otros por ambos lados de la pantalla de porcelana, amontonándose en la puerta de la sala, cruzando el pasillo y entrando en la cámara de derrota.
En la cámara de derrota todo estaba igual que lo dejaron. Las luces seguían encendidas, las agujas se movían en las esferas de los aparatos de control y los carretes de cinta magnética giraban en los armarios de vídeo. Tuanko levantó los ojos hacia las grandes pantallas trapeciales de televisión que cubrían las paredes inclinadas de la cámara de derrota hasta unirse con los bordes de otra pantalla en el techo.
Casi toda la pantalla de babor estaba ocupada por un segmento amarillo de intensa luminosidad, de cuyo borde se elevaban altísimas llamas.
—¡El sol! —exclamó a espaldas de Tuanko una voz.
Tuanko se volvió hacia Belén Izquiaola y Marek Aznar, que estaban tras él con los demás miembros de la tripulación, todos contemplando boquiabiertos aquella pequeña parte de un astro que debía ser muchas veces mayor.
—No cabe duda, es un sol —dijo Tuanko emocionado—. ¡Estamos en el interior del hiperplaneta!
—Sabía que lo lograríamos, ¡lo sabía! —exclamó Marek frotándose las manos—. Hay que traer al abuelo Fidel.
Tuanko se dirigió a la tripulación:
—Muchachos, ocupen sus puestos. Nuestros científicos querrán conocer algunos datos sobre los que trabajar cuando regresen. —Se volvió hacia Marek—. De acuerdo, ve por ellos.
Marek salió rápidamente de la cámara de derrota para cruzar el corredor hasta la sala de la Karendón Traslator. Arrollada al gran tambor estaba la cinta perforada o “vetatom” del equipo científico. Marek se dirigió al banco de instrumentos.
A pesar del tiempo que llevaba trabajando en las máquinas Karendón, Marek jamás dejaba de maravillarse cuando las veía en acción. Las Karendón eran el invento más revolucionario de todo lo realizado por la mente humana, y no eran producto de la tecnología terrícola. Los valeranos, al descubrir el circumplaneta Atolón, encontraron a los últimos supervivientes de la raza bartpur y sus fabulosas Karendón.
La Karendón, en la desmaterialización, rompía la materia y simultáneamente analizaba los componentes atómicos, anotando su posición sobre unas coordenadas. Cada dato relativo a la composición y localización de cada átomo destruido era traducido a un código de perforaciones sobre una delgada cinta metálica. Cuando esta cinta (“vetatom”) estaba destinada a ser almacenada por un largo período de tiempo, solía hacerse de oro, por su inatacabilidad a la corrosión.
En la restitución, la Karendón operaba a la inversa. Una computadora interpretaba el código de perforaciones del “vetatom”, e instruía a la máquina acerca del número y composición de cada átomo que iba a reconstruir. La Karendón era una máquina conversora de energía en materia. En una sola y potentísima descarga, la máquina ponía en cada lugar su infinitesimal partícula, y la persona quedaba restituida a su forma original.
Bastaba considerar que las Karendón podían hacer lo mismo con animales, plantas y cosas, para comprender hasta qué punto las Karendón revolucionaron la industria. Como un mítico Cuerno de la Abundancia, las Karendón proveían al hombre de todo. ¡Y sólo exigían una fuente abundante de energía para funcionar incansablemente!
Con suavidad y energía Marek Aznar pulsó el botón de la puerta en marcha. Los engranajes de la cabeza lectora tiraron de la cinta perforada, haciéndola deslizar rápidamente por la ranura. Poco después cesaba el piñoneo del engranaje y se dejaba oír un poderoso zumbido, como de miles de voltios cargando enormes bobinas. Con velocidad eléctrica la computadora daba a la máquina instrucciones precisas para la operación.
De repente cesó el zumbido, hubo una brevísima pausa, y en seguida brilló un vivísimo relámpago, parte de cuyo fulgor llegó indirectamente hasta el tenso rostro de Marek. Éste se movió rápidamente en dirección a la obertura que quedaba entre la pantalla de porcelana y los bordes de la cámara de restitución.
Al mismo tiempo que Marek asomaba la cabeza sacaba la suya el joven profesor Ferrer. Probablemente el ingeniero era víctima de la misma confusión por la que pasaron antes los astronautas del “Coimbra”; sencillamente, no sabía si estaban todavía en Ciberburgo, o a bordo de la aeronave o en otro lugar.
—¡Hola! —exclamó José Ferrer alegremente al reconocer a Marek—. Parece que estamos en el buen camino. ¿Es aquí un barco llamado el “Coimbra”?
—Aquí es —repuso Marek echándose a reír—. Ya pueden salir.
Salió Ferrer y detrás de éste fueron apareciendo Anita Setúbal, Gerardo Castillo, Nuria Ross, Paulina Elorza, Mario Valera, Alejandro Aznar y Adler Ban Aldrik. Desmaterializados en Ciberburgo horas antes de zarpar el crucero, los científicos ignoraban todo lo sucedido después.
—¿Estamos en el interior del hiperplaneta? —preguntó el profesor Valera.
—Sí.
—¡Lo hemos conseguido! ¿Cuáles son las condiciones ambientales de este mundo?
—De momento lo único que hemos constatado es la existencia de un sol interior. No tuvimos tiempo de averiguar más en los minutos que llevamos aquí —dijo Marek.
—¡Magnífico! —exclamó Valera—. Vamos a verlo.
El grupo se puso en movimiento hacia la salida, cruzando el corredor y entrando en la cámara de derrota. Como si las prisas no fueran con él, Adler Ban Aldrik andaba rezagado en compañía de Marek.
Adler Ban Aldrik, cuyo nombre cristiano era Fidel Aznar, era bisabuelo de Marek. No hacía mucho, Adler Ban Aldrik había dado el “salto atrás” retornando a sus jóvenes años. Alto, de más de dos metros de estatura, llamaba poderosamente la atención por el gran tamaño de su cabeza. Mestizo de terrícola y madre bartpurana, en Adler Ban Aldrik se hallaban reunidas las cualidades más sobresalientes de ambas razas. Educado en la secta de los “monjes” bundo, Adler Ban Aldrik poseía facultades paragnósticas extraordinarias.
Fidel Aznar tenía tan agudizadas las facultades extrasensoriales, que incluso en mitad de la agitación del momento percibió el disgusto de su bisnieto.
—¿Todo va bien, Marek? —preguntó mientras cruzaban el corredor.
Marek se sobresaltó.
—Claro que sí, todo va bien —dijo.
—¿Qué es lo que te entristece entonces?
Marek hizo un gesto ambiguo.
—No tiene importancia. Yo era el segundo de Tuanko hasta que en el último momento se presentó una advenediza y me quitó el puesto. Es la hija del Presidente Izquiaola, no te digo más.
Adler Ban Aldrik no hizo ningún comentario. Con frecuencia en sus relaciones con la familia aparecía como un hombre frío, distanciado e inhibido de los pequeños problemas de sus parientes. Luego, inesperadamente, solía sorprender a todos con algún rasgo de afectuoso interés.
Aunque le habría gustado escuchar alguna palabra de consuelo de su bisabuelo, Marek le disculpó en razón de la trascendencia del momento que estaban viviendo. Adler Ban Aldrik era un científico nato, y nada podía interesarle más en este instante que el hiperplaneta…
¡Dichoso hiperplaneta! Marek venía oyendo hablar de él desde el día que fue restituido en una Karendón en el acantonamiento de la Armada Sideral en San Telmo. Paso a paso, Marek pudo seguir de cerca todo el proceso que habría de desembocar en la expedición en que él también tomaría parte. Adler Ban Aldrik fue el primero en sugerir la idea de un gran planeta hueco, en cuyo interior brillaría una estrella varias veces mayor que el sol terrícola. A una escala infinitamente mayor, sería como una reproducción del propio autoplaneta de los valeranos, como un segundo planeta Redención[1].
La primera consideración que se deducía de las proporciones del hiperplaneta, era la imposibilidad de que el terrícola pusiera su planta sobre él. La masa del hiperplaneta era del orden de novecientas mil cuatrillones veces mayor que la Tierra. Ni los hombres, ni sus más poderosas aeronaves, podrían jamás posarse sobre la superficie de aquel mundo gigantesco sin ser pulverizados por la tremenda fuerza de gravedad.
Otra cosa distinta sería si los valeranos pudieran entrar en el interior hueco. Para una esfera hueca existía una fórmula mágica que permitiría al hombre sobrevivir. La corteza del hiperplaneta bajo los pies del explorador generaría todavía una fuerza de gravedad enorme. No obstante, el resto de la masa de la esfera también debería tenerse en cuenta. Esta masa, aunque lejana, era varias veces mayor que la masa que estaba bajo los pies de los exploradores, y formando a modo de una enorme cúpula por encima de sus cabezas, tiraría de ellos contrarrestando la fuerza que tiraba de ellos hacia abajo. El resultado sería que unas fuerzas de gravedad anularían a las otras, y el explorador o los exploradores que lograran llegar hasta allí ¡no pesarían nada!
Salvado el problema de la supervivencia en el interior de la esfera, sólo quedaba por resolver la forma de llegar hasta allí. Contando que se calculaba el espesor de la corteza en más o menos setenta millones de kilómetros, y era imposible detenerse en su superficie para buscar un paso hasta el interior, la única posibilidad consistía en utilizar el conocido fenómeno de expansión molecular, que se producía cuando un móvil aceleraba hasta alcanzar una velocidad superior a la luz.
Pasando la velocidad de la luz, cosa que sólo era posible impulsando el móvil por medios electromagnéticos, aquél entraba en una fase de expansión rápida. Las partículas subatómicas se hacían más pesadas y cambiaban el plano de su órbita alrededor del núcleo. Cada partícula aumentaba la distancia, y cada átomo se separaba del contiguo sin llegar a perder su cohesión. Todo el móvil entraba a participar de esta metamorfosis y la aeronave se hacía enormemente grande. Convertida en una nube invisible de partículas de alta energía, era atravesada en su ruta por planetas y astros sin que el choque le afectara lo más mínimo. Transformada en una gigantesca nube el planetillo Valera había atravesado el hiperplaneta logrando fotografiar el sol que ardía en su interior.
Al frenar y descender a una velocidad sub-lumínica se repetía a la inversa el fenómeno. Las moléculas volvían a su lugar y la aeronave recobraba su tamaño natural. Así fue cómo el “Coimbra” pudo pasar a través de una pared de setenta millones de kilómetros de espesor hasta el interior del hiperplaneta.