CAPÍTULO IX
LA primera pregunta de Wyndham fue:
—¿Cómo iba vestida?
Mackle se volvió a mirar a Conrad Lowden, que había llegado al salón detrás suyo.
—Le di un uniforme de soldado para que pudiera quitarse sus ropas mojadas —dijo Lowden. Agregando a modo de disculpa—: No tenemos mujeres en el edificio y eso fue lo primero que hallé a mano.
—Huyó a través del parque y la tapia posterior que separa la Misión de Palacio —aseveró James—. No le sería difícil cruzar nuestras líneas en la oscuridad, vestida con ropas de soldado.
—¿Cree que volvió a palacio? —preguntó Huchinson—. ¿Por qué, si el palacio está ocupado por los chinos? ¡Esa mujer está loca!
James se volvió para mirar a través de la ventana la gigantesca efigie de Tizok. Había cesado el fuego de ametralladoras y “bazookas” dirigido contra él, pero los focos le tenían todavía bajo su resplandeciente haz. Por supuesto, que la efigie no había sufrido el menor daño.
—General —dijo finalmente mirando a éste—: Prepare los camiones y disponga las fuerzas para evacuar a la primera orden.
—¿Abandonamos la Misión? —preguntó Mackle.
—No podré responderle hasta dentro de una hora, míster Mackle. Voy a salir con un pelotón de soldados en busca de la Reina. Llevaré conmigo un radioteléfono de campaña y estaré en contacto continuo con ustedes por lo que pueda pasar.
—Designe usted a ese pelotón, comandante Sanford —ordenó Huchinson—. Y no olvide dotar a la fuerza de un buen radioteléfono.
—Si usted me lo permitiera yo mismo podría acompañar al señor Wyndham —dijo Sanford.
—Sea pues. Usted le acompañará —repuso Huchinson.
Sanford salió corriendo del salón y Kennedy se enfrentó con James.
—¿Tiene usted idea de dónde pueda haber ido la Reina, Wyndham?
—Si los chinos no la apresaron, creo saber dónde está.
—¿En su palacio?
—O en algún sótano de ese palacio. No reparé mucho en ello, pero cuando fui a buscar a Tamar esta tarde, ella no estaba en sus habitaciones. Apareció allí de pronto… por una puerta secreta que todavía alcancé a ver cerrándose a través de un espejo.
—¿Sabe que me intriga mucho todo este asunto, Wyndham? También a mí me gustaría acompañarle en esa expedición de rescate, si usted no se opone a ello.
—No me opondré —repuso Wyndham secamente—. Vamos a prepararnos.
Rodando a través del extenso parque con las luces apagadas, dos coches y un camión trasladaron al pelotón, a James y a Kennedy hasta la tapia no muy alta que separaba la Misión norteamericana de los jardines reales.
El sector estaba ahora tranquilo, aunque había sido allí donde hasta la medianoche se libró el más encarnizado combate entre los infantes de marina y los rebeldes chinos. Estos últimos, amparándose en los árboles del jardín, habían conseguido llegar hasta la misma tapia y poner en apuros a los soldados americanos que la defendían.
La tapia, no muy consistente, aparecía derribada en varios puntos por los proyectiles de los “bazookas” enemigos. En la verja humeaban todavía los retorcidos restos del blindado que taponaba la brecha, y un pelotón de soldados apartaba los escombros del muro para retirar los cadáveres que había debajo.
—Sí, el combate fue duro aquí —afirmó el oficial que mandaba el sector mientras Sanford reunía al pelotón junto al camión—. Pero los chinos se retiraron después que apareció Tizok y creo que podrán cruzar el jardín sin tropiezos.
Sanford llegó anunciando estar preparada la fuerza. James, que aunque con ropas civiles llevaba capacete de acero, cartucheras, pistola y “metralleta” al igual que Kennedy, hizo una seña de asentimiento y cruzó primero la tapia por la brecha más próxima.
Las noches venusianas eran oscuras como boca de lobo, y allí bajo los árboles no llegaba siquiera el difuso resplandor que reflejaba en todas sus doradas partes el ídolo de la pirámide.
Pronto empezaron a tropezar aquí y allá con gran número de cadáveres esparcidos por el césped, entre los setos y macizos de flores. Fugazmente brillaba en la oscuridad el destello de las linternas eléctricas de los soldados. Sanford temía que hubiera tiradores apostados en las ventanas del palacio, pero no debía ser así por cuanto pudieron llegar hasta las escalinatas del edificio sin que se escuchara un disparo.
Bajo cielo abierto, la oscuridad era levemente disipada por el reverbero de los focos eléctricos sobre el dorado cuerpo de Tizok.
—¿Subimos? —inquirió el comandante Sanford.
—Adelante.
Ascendieron sigilosamente las escaleras. El corredor permanecía a oscuras más allá de la puerta de cristales. Entraron alumbrándose con las linternas.
James apenas pudo reconocer el pasillo que por dos veces había recorrido la mañana y la tarde del día anterior.
Todas las estatuas, figuras y apliques de oro, habían desaparecido. Los pedestales de mármol estaban esparcidos por el suelo. Las puertas, arrancadas de sus goznes, eran montones de astillas y tablones, de los cuales se había arrancado a golpes de hacha el revestimiento de oro.
Los salones y habitaciones, a derecha e izquierda del corredor, habían sido igualmente devastados por la horda vandálica que pasó por allí arramblando con todo objeto de valor; sillerías, mesas, consolas, espejos, lámparas y figuras. El salón donde Wyndham fue recibido la mañana anterior estaba arrasado, como asimismo la alcoba donde James encontró a Tamar durante la tarde.
Cortinas, pedazos de mármol, yeso y trozos de madera cubrían el piso. No quedaba un solo mueble, ni lámpara, ni cosa alguna del codiciado metal. El saqueo había sido completo.
Dejando un par de hombres junto a la puerta y otros apostados en las ventanas que daban al jardín, James y Kennedy empezaron a registrar con el haz de sus linternas el muro donde Tamar apareció tan misteriosamente aquella tarde.
El muro estaba recubierto de grandes placas de mármol, cualquiera de las cuales podía corresponder a una puerta secreta. El sonido macizo de las placas no bastaba por sí para denunciar la existencia de tal puerta. Pero sabiendo de fijo que existía y con una idea muy aproximada de su emplazamiento, no fue difícil dar con ella.
Arthur Kennedy dijo:
—No veo ningún resorte, pero aquí hay una ranura donde cabe la hoja de un cuchillo. Probaré con mi cortaplumas.
Sonó un chasquido. Una de las placas de mármol giró hacia adentro sobre invisibles goznes, y un rayo de luz brotó de la abertura bañando las losas del piso.
—Luz eléctrica —murmuró Kennedy señalando el globo fijo en el techo del angosto corredor—. ¿No le dice a usted nada esto?
—Me dice muchas cosas. Aunque no tantas como lo que espero encontrar ahí abajo.
Sanford se acercó atraído por la curiosidad.
—¿Interesante, eh?
—Mucho —repuso James—. Quédese aquí con los soldados mientras Kennedy y yo bajamos a echar un vistazo.
La luz de las linternas no era necesaria allí, porque tanto el corredor como la escalera que se hundía en el suelo estaban perfectamente iluminados por globos de luz eléctrica a intervalos regulares.
La escalera, estrecha y empinada, resultó ser bastante larga. Pronto la humedad que rezumaba de los sillares de granito les indicó que estaban más bajos que el nivel del suelo. La escalera dobló y se interrumpió bruscamente ante una segunda puerta. No era una puerta corriente.
—Acero inoxidable —murmuró Kennedy golpeándola con los nudillos.
—No está cerrada —dijo James poniendo su mano sobre el acero y haciendo presión—. Entremos.
Una enorme sala, más bien un túnel alargado, se ofreció a los sorprendidos ojos de los terrícolas. Una larguísima mesa ocupaba el centro de esta sala y a ambos lados, del piso al techo, las paredes estaban ocupadas por estanterías repletas de tomos.
—¡Una biblioteca!
—Sí, Kennedy. Pero fíjese que extraña biblioteca. La mesa, las sillas, las estanterías y hasta el lomo de esos libros… ¡todo es de acero inoxidable! Creo que incluso las paredes, el piso y el techo son también de acero. Estamos dentro de una caja metálica enterrada en el suelo.
Como dos extraños que se adentran en un santuario, así los dos americanos se introdujeron en aquel reducto del saber. Al fondo se veía una puerta, pero de paso hacia ella se detuvieron un momento para examinar los libros.
—Fíjese en eso, Wyndham —susurró Kennedy por lo bajo, como temeroso de profanar con su voz el silencio impresionante de aquel subterráneo—. No son libros terrestres. Todos los títulos están grabados en escritura venusiana. Espere…
Kennedy alargó la mano y sacó de la fila un tomo al azar. Era tan pesado que tuvo que sostenerlo con ambas manos y dejarlo en seguida sobre la mesa. Lo abrió. Estaba formado por centenares de delgadísimas láminas de acero azulado, con caracteres y grabados de un extraño esmalte blanco. Y en las dos páginas que quedaron abiertas, ellos pudieron ver… dos mapas. Dos mapas perfectamente dibujados y rotulados… con islas, continentes y ciudades que no pertenecían a la Tierra… ¡ni a Venus!
—Creo que voy a sentarme, Wyndham —murmuró el antropólogo buscando a tientas el respaldo de una silla—. Esto es demasiado fuerte para digerirlo de una sola vez. ¿Sabe lo que pienso?
—Sí —repuso James con voz sorda—. Tamar dijo la verdad… y usted estaba en lo cierto cuando decía que no podía explicarse científicamente la existencia del venusiano en este mundo. Quizá en esta biblioteca esté condensado todo el saber y la historia de una raza de hombres que vinieron a Venus hace dos mil años procedentes de sabe Dios qué lejano planeta. Y Tamar, como antes que ella todos los reyes de su dinastía, es probablemente el guardián de este tesoro y celoso conservador de la alta cultura que sin duda llegó a alcanzar aquella desaparecida civilización. ¡No se siente usted! Continuemos. Hemos de saber concluyentemente lo que significa este subterráneo.
—Bien. Sigamos —dijo Kennedy suspirando.
Cruzaron la biblioteca hasta la puerta que se abría al fondo. Tampoco aquella puerta estaba cerrada. Empujaron… y entraron.
—Vuelva arriba, Kennedy —dijo James gravemente—. Y utilice el radioteléfono para decir a Huchinson que debe proceder inmediatamente a la evacuación de la Misión. Dígale que se apresure cuanto pueda… que ahora sabemos que existe un peligro real de ser total y completamente aniquilados por ese condenado… Tizok.
—Voy —dijo el antropólogo con pupilas que brillaban de excitación detrás de los gruesos cristales de sus gafas—. Pero volveré a bajar. Quiero ver esto más detenidamente.
Kennedy salió y James se palpó los bolsillos, sacando finalmente un paquete de cigarrillos del que tomó y encendió uno.
La mano que acercaba la llama del encendedor al pitillo temblaba ligeramente. Wyndham aspiró profundamente una bocanada de humo, lo expelió luego con fuerza y de nuevo paseó la mirada en torno.
He aquí una enorme caja de acero enterrada bajo los cimientos del palacio real de Tamargh. Y en esta sala de paredes metálicas, el delirante sueño de un ilustrador de historietas futuristas hecho realidad.
Doce bancos alineados a lo largo del muro; cada uno con su silla, su intrincado tablero de instrumentos y su gran pantalla de televisión. Y encima de cada uno, una inscripción en caracteres venusianos: “Tizok I-Tamargh…” “Tizok II-Sagarth…” “Tizok III-Aurum…”
Doce bancos con los doce nombres de las doce principales ciudades de Venus. Y al otro lado, ocupando todo el testero, un cuadro inmenso con centenares de relojes, interruptores, botones, luces piloto con toda la gama de colores del Arco Iris… algo tan complejo e impresionante que uno apenas podía concebir para qué fue creado.
Pero Wyndham creía saberlo. La inscripción que figuraba arriba de cada uno de los doce bancos era quizá el dato más revelador de todos. Doce era justamente el número de efigies de Tizok repartidas por las doce ciudades mayores de Venus habitado. Y si James no se equivocaba Tamar podía manejarlos todos desde millares de kilómetros de distancia, apretando botones y moviendo palancas en este secreto antro por todo el mundo ignorado.
¿Tamar? El nombre trajo a la mente del americano la evocación de la joven reina. No estaba allí. ¿Dónde podía haber ido?
James empezó a pasear lentamente a lo largo de los bancos y el interminable cuadro de mandos. Llegó al final, volvió atrás y se detuvo ante el primero de la fila, precisamente aquel marcado con la inscripción “Tizok I-Tamargh”.
Arrojó el cigarrillo al suelo, lo aplastó con el pie y tomó asiento en la silla giratoria. Una plaquita de acero, debajo o arriba de cada mando, facilitaba con instrucciones en escritura venusiana el manejo del “robot” situado arriba de la pirámide sagrada que dominaba la ciudad. ¿Qué inconveniente habría en que James hiciera jugar alguno de los aparatos? Por ejemplo aquella atrayente pantalla de televisión.
¿Qué se vería a través de ella?
Casi automáticamente, James movió una de las clavijas. La pantalla, antes muda, pareció estallar de pronto en una explosión de colores. El terrícola hizo girar un botón y el borrón de mezclados colores se aclaró. ¡Allí estaba la imagen de Tizok, erguido y terrible sobre su pirámide truncada!
Aunque a escala muy pequeña, la imagen era tan clara y real como si James estuviera asomado a una ventana. Era, por supuesto, televisión en relieve y colores naturales.
—¡Oiga! ¿Qué hace sentado ahí? —era Arthur Kennedy que volvía jadeando por la carrera—. ¿No hará saltar por el aire todo esto? ¡Hola! ¿Televisión en relieve y technicolor? ¡Magnífico!
Kennedy se puso detrás de Wyndham. Éste murmuró:
—La cámara debe estar en el pináculo más alto de la fachada principal del palacio. Hay aquí una plaquita muy atractiva escrita en lengua venusiana. “Visor Tizok”. Si es lo que me figuro… vamos a ver la ciudad como debe verla Tizok por sus propios ojos.
—No he visto que el robot tuviera ojos…
—Tiene algo mejor. Un telémetro. Son esos tubos largos que le salen de cada lado de la cabeza.
—Creí que eso eran los oídos…
James movió una clavija. Saltó y desapareció la imagen de Tizok, reverberante bajo los focos eléctricos. Y en su lugar apareció una panorámica del palacio real de Tamargh… vista desde un punto todavía más alto que la cúspide de la pirámide.
—¿Lo ve usted? —dijo Wyndham satisfecho del experimento—. Así es como nos “ve” el todopoderoso Tizok.
—Parece que hay mucha gente allá abajo, frente al palacio. Lástima que esté lejos y sean demasiado pequeñas las figuras para distinguirlo.
—Espere. Pronto lo vamos a ver tan claro como queramos. Aquí dice poco más o menos: “telémetro Tizok”.
La mano de James hizo girar lentamente un botón del banco de instrumentos. La lejana fachada del palacio real de Tamargh empezó a aproximarse con rapidez. Las imágenes se agrandaban…
Había en efecto un tumulto ante el atrio del palacio. Camiones con los faros encendidos… mucha gente que braceaba y se agitaba…
Las imágenes eran más precisas a medida que James ajustaba automáticamente las lentes del gigantesco telémetro alojado en el cráneo de Tizok. Se veía un pequeño grupo de gente subido al techo de un camión… una cuerda colgante… un nudo corredizo y…
—¡Tamar!
El grito salió de la ronca garganta de James Wyndham en una especie de rugido.
Estaba encaramada arriba del techo del camión. Para hablar con más propiedad, debían haberla encaramado allí a viva fuerza. La muchacha, en mangas de camisa caqui y pantalones de soldado, la dorada cabellera brillando como el oro bajo la luz de los focos se debatía furiosamente entre las manos de tres o cuatro astrosos chinos. Tenía los pies atados y las manos amarradas a la espalda. ¡Y uno de aquellos malditos rebeldes reía con su boca desdentada mientras le pasaba alrededor del cuello la áspera soga de cáñamo con el nudo corredizo!