CAPÍTULO III

ALTA, esbelta, rubia y hermosa como una Venus mitológica, Tamar esperaba a los terrícolas erguida en el centro de la habitación. Sus rojos labios sonreían, y en sus inmensos y azules ojos estaba impresa una expresión de alegría y ansiedad que, adivinando iba dirigida a él, tuvo el poder de turbar profundamente a Wyndham.

Los tres americanos se habían detenido, un poco intimidados por la triunfante belleza y la altiva majestad que irradiaba de la arrogante figura de la joven. Ella, Tamar, avanzó pausada y silenciosamente sin apartar sus ojos de los ojos de Wyndham.

Se detuvo ante él, levantó sus largas y pálidas manos y le acarició con las sensitivas puntas de sus afilados dedos; primero las mejillas, luego las sienes. El bello y expresivo rostro de la joven Reina estaba entonces muy cerca del rostro de Wyndham. Éste sintió acariciarle las mejillas el cálido y perfumado aliento de Tamar, y se estremeció.

—Mi viejo y buen amigo James —murmuró Tamar. Y suspiró—. Has encanecido y tienes arrugas en la cara. ¿Por qué?

—Tal vez porque los años no pasan en balde para nadie, Majestad. Ni siquiera para vos, que estáis muy lejos de ser aquella chiquilla delgaducha y melancólica a quien conocí hace años. ¿Sabéis que no os hubiera reconocido?

—¿Me ves tan vieja, James?

—No es eso, aunque no cabe duda que tenéis ocho años más que la última vez que os vi. Ahora sois toda una mujer y una mujer… ¡ejem!, una mujer hermosa, además.

—¿Te lo parezco a ti, James? —interrogó la joven Reina con una pícara chispa de coquetería en las azules pupilas.

Aun a su pesar, ya que nunca había sido hombre corto con las mujeres, Wyndham se sintió enrojecer. Aquella entrevista, en fin, llevaba camino de apartarse mucho rígida etiqueta diplomática cuando míster Mackle intervino con un seco y elocuente carraspeo.

—Majestad… —murmuró James.

—¡Oh, comprendo! —exclamó la Reina haciendo un mohín de fastidio. Y suspiró—: No has venido a verme como amigo, sino a presentarme tus cumplidos como diplomático.

—Soy vuestro amigo, Majestad. Sólo que ahora…

—Tomen asiento, caballeros. Por favor —dijo Tamar señalando altivamente un diván y un par de sillas de oro macizo.

James tomó asiento en el diván junto a Tamar. Miró en rededor.

La estancia donde se encontraban resultaba desconocida para James, pero su riqueza, la sobriedad de su estilo y la sencillez de sus muebles le eran familiares. La avaricia del terrícola, que por tanto tiempo rondaba aquel palacio y las riquezas que contenía, no había logrado al parecer penetrar en esta cámara privada de la reina Tamar.

Tampoco había entrado en el resto de las dependencias del palacio, esto era cierto. Gracias, sobre todo, a la centinela que constantemente montaban los soldados armados norteamericanos en los accesos del hermoso edificio.

Ahora quizás, las sillerías de oro, los pesados jarrones, las lámparas y las labradas placas de oro que recubrían las puertas de este palacio, corrían menos peligro de ser saqueadas debido a la ruinosa baja del precio del oro, experimentada en la Tierra en virtud de la importación del oro venusiano en ingentes cantidades.

Venus era un mundo fabulosamente rico en oro, razón por la cual este metal no tenía para los venusianos otro valor que el puramente práctico.

En efecto, en la húmeda atmósfera de Venus, que todo lo pudría y oxidaba, el oro era insustituible para fabricar con algunas aleaciones que le daban gran dureza, cosas tales como cuchillos, tijeras, arados, cucharas, tenazas y herramientas en general, así como corazas, tazas, marmitas, cascos y multitud de objetos prácticos de los que el indígena se servía a cada momento.

La sillería de oro de los reyes de Venus, en contra de lo que parecía a primera vista, no constituía pues un mero alarde de fastuosidad. También la madera se pudría rápidamente en Venus. Pero hechas enteramente de oro, las sillerías de palacio no corrían peligro de ser atacadas por el moho ni las termitas. Aquellos muebles contaban seguramente largos siglos de edad, y durarían otros mil años soportando el desgaste del uso y del tiempo… a condición que la codicia del terrícola no les echara mano para llevárselos a su planeta.

—¿Y bien? —interrogó la reina Tamar interrumpiendo de improviso los pensamientos del flamante Embajador.

Wyndham la contemplo breves instantes en silencio. Vestía la Reina sencilla y sutil túnica de gasa bajo la que se acusaban sus turbadoras morbideces, y el terrícola se agitó desasosegado por la proximidad alarmante del tibio y perfumado cuerpo de la joven.

—En suma —dijo haciendo un esfuerzo para encauzar sus pensamientos por el rígido camino de la diplomacia—. Recién acabo de llegar y me entero de que al parecer existe por parte de los colonos chinos el propósito de hacer formal declaración de independencia. Su Majestad, naturalmente, está enterada de esto.

—Sí.

—Bien —dijo James jugando distraídamente con su sombrero—. ¿Puede saberse qué piensa su Majestad al respecto?

—Según he podido leer en los libros de jurisprudencia internacional, cualquier declaración de independencia formulada por extranjeros en un estado soberano, es ilegal jurídica y políticamente. Por lo tanto, ni los chinos ni los hindúes, ni cualquier otro grupo racial terrícola de los que ilegalmente se encuentran hoy en Venus, puede hacer semejante declaración de independencia.

—Eso es lo que dicen los libros de jurisprudencia internacional, Majestad —repuso Wyndham gravemente—. Por desgracia existe otro derecho; el derecho de la fuerza, contra el que nada puede hacer invariablemente la fuerza del derecho. En consecuencia, no importará que una declaración de independencia hecha por los extranjeros en Venus sea jurídicamente ilegal. Tampoco importaría que hubiera una ley castigando al ladrón con la pena de prisión, si no hubiera fuerza coercitiva para detenerle y juzgarle, y eso es precisamente lo que ocurre en Venus. Los terrícolas no tienen derecho a proclamarse nación independiente. ¿Pero quién se lo va impedir?

La reina Tamar frunció sus rojos y sedeños labios en una mueca de contrariedad. Permaneció unos instantes pensativa, y luego dijo:

—Escucha esto, James. No voy a pedirte que ordenes a los soldados americanos empuñar las armas y derramar su sangre sofocando el motín de las masas. No tengo derecho a exigir de vosotros tal sacrificio. Lo que os pido es que en mi nombre, bajo escrito suplicado y firmado por mí si es preciso, asumáis el control del orden público y expulséis de Venus a todos los extranjeros. Sois nuestros amigos. Tenemos contraído un mutuo compromiso de ayuda mutua. ¿Es que no queréis ayudarnos ahora que ha llegado el momento de dar cumplimiento a vuestra palabra empeñada?

James Wyndham la miró y sacudió la cabeza desalentado.

—¿Es que no queréis comprenderlo, Majestad? —protestó—. No concierne a los soldados americanos asumir el control del orden público en Venus, sino a los propios venusianos. Si los americanos aceptáramos desempeñar funciones de policía en Tamargh u cualquier otra ciudad venusiana, un incidente sangriento podría surgir en cualquier momento… ¡tendría que surgir por necesidad! Y entonces se nos acusaría con razón de habernos entrometido en los asuntos internos de un país extranjero. No, Majestad. Los Estados Unidos no pueden hacer eso. Pero sí pueden ofreceros toda la ayuda material que necesitéis para hacer valer vuestros legítimos derechos; fusiles… cañones… aviones… ¡hasta bombas atómicas si las solicitáis! Lo único que se exige es que sean los propios venusianos quienes hagan uso de esas armas. ¿Es acaso pedir demasiado?

—Es pedir un imposible, James —suspiró la joven Reina agitando su rubia cabeza—. Ningún venusiano querría empuñar esas armas, sabiendo que con ellas podía causar la muerte de un semejante.

—¿No lo harían, ni siquiera para salvar a su patria, su vida y su libertad… y la vida y la libertad de sus mujeres y sus hijos? —exclamó James Wyndham exasperado.

—No James. Ni siquiera por eso lo harían.

—¿Porque se lo prohíbe Tizok? —rugió el terrícola.

—Sí, porque su religión se lo prohíbe.

—¿O es porque el venusiano esconde bajo sus creencias religiosas el corazón de un cobarde? —chilló Wyndham furioso, olvidado ya de la calidad real de la mujer que tenía delante.

La reina Tamar se puso violentamente en pie y al hacerlo dejó caer sobre el terrícola la furiosa mirada de sus azules y hermosos ojos.

Mackle primero, y el general Huchinson inmediatamente después, siguieron por respeto el movimiento de la soberana y permanecieron de pie. Pero James no. Él no era al fin y al cabo un diplomático de carrera, y en este momento casi se complacía de comportarse áspera, ruda y groseramente ante la joven Reina.

—Siento que hayas tenido que ser precisamente tú quien dijera eso, James —pronunció blandamente la joven, pasado el relámpago de ira que un instante centelleó en sus pupilas—. Creí que verdaderamente nos conocías y amabas.

—¡Maldición! —rugió Wyndham poniéndose ahora en pie—. Nadie puede dudar que amo al venusiano y me he desvivido por él. Pero hay cosas de su condenado carácter que no entenderé nunca, y ésta es una de ellas. En toda la escala zoológica, desde el hombre al más humilde insecto, la criatura de Dios reacciona por instinto defendiéndose de la agresión de sus enemigos. ¿Será el venusiano menos que un ratón, y dejará que se le humille y se le saquee… se le prive de su libertad e incluso de la vida, sin levantar una mano en defensa propia?

Tamar se dejó caer desalentada en el diván que antes había abandonado violentamente.

—Yo esperaba que hubiera alguna solución distinta de hacer que mi pueblo empuñara las armas y derramara su sangre al propio tiempo que vertía la de sus enemigos —suspiró.

—No hay otra solución —dijo Wyndham.

Y Huchinson agregó:

—Yo creo que incluso esa solución llega demasiado tarde para impedir que el venusiano pase a convertirse en una raza sojuzgada, Majestad. Hace años que venimos insistiendo en que deberíais aceptar nuestras armas e imponer por la fuerza vuestros derechos. Ahora…

—No he dicho que vaya a aceptar vuestras armas… todavía —interrumpió la joven soberana secamente.

Los tres americanos cambiaron una mirada de consternación entre sí y fijaron a continuación sus ojos en el bello rostro de Tamar. Ésta, retorciéndose las marfileñas manos, exclamó:

—¿Pero por qué ha tenido que caer esta desgracia sobre nosotros? No hemos hecho daño a nadie ni deseamos el mal para ninguno… Sólo deseamos que se nos deje vivir en paz… que os volváis a vuestro planeta llevándoos vuestras odiosas máquinas, vuestras herramientas y todos esos adelantos de los que el venusiano abomina. ¿Por qué, si hay una ley y un derecho que nos protege, hemos de apelar a la fuerza para hacer valer nuestra razón? ¿Y qué ley y qué derecho es el vuestro, que hay que apoyarlo con cañones y con bombas para que se haga respetar? ¿Es que no basta al hombre de la Tierra la conciencia de que causa un perjuicio al venusiano, para hacerle desistir de sus odiosos propósitos de dominación? ¿Es justo solamente para el terrícola lo que a él le conviene, e injusto lo que conviene a los demás?

—Vos misma habéis contestado a vuestra pregunta, Majestad —repuso James con amargura—. Tratándose de definir lo que es justo o injusto, la interpretación varía según la conveniencia de cada uno de los intérpretes. Si la razón fuera solamente una e inapelable, no habría lugar a guerras ni odios entre los habitantes del Universo. Desgraciadamente no es así. ¿Qué queréis que hagamos?

—Verdaderamente —dijo Tamar con aire abatido— no parece que haya remedio para esta injusticia.

—Tomad las armas, Majestad —dijo James inclinándose ansiosamente sobre la joven reina—. Todavía os queda el recurso de escapar de la ciudad y haceros fuertes en las montañas hasta que reorganicéis vuestras fuerzas. Contáis con nuestro apoyo moral y nuestra ayuda material. En el aeropuerto tenemos un crucero sideral con el que podéis huir antes que estalle el motín. ¿A qué esperáis para decidiros?

—Pienso en lo que será de mis desgraciados súbditos. No puedo abandonarlos en las horas de terrible prueba que se avecinan. ¡Oh, no huiré!

Tamar se puso en pie enderezando su gallarda y altiva figura. Le resplandecían los ojos, tenía los labios fruncidos con fuerza y una expresión de ferocidad en el bello rostro.

—Escuchad esto, terrícolas —dijo extendiendo su desnudo brazo. Y su rígido índice se apoyó con la fuerza taladrante de un berbiquí en el pecho de Wyndham—. Escúchame tú, James. Dios me castigará por no haber sabido contener mi cólera, pero he llegado ya a los límites de mi humana paciencia. Quiero que hagáis público esto que voy a deciros. Si todos los extranjeros residentes en Tamargh no abandonáis la ciudad… ¡todos, incluso los americanos!… yo invocaré el poder maléfico de Tizok para que comparezca y os destruya a todos. Ningún venusiano caerá en pecado por haber empuñado un arma y haber derramado la sangre de un semejante, aunque ese semejante sea su enemigo y aspire a destruirnos. Pero la sangre correrá como un río por las calles de Tamargh, y será Tizok, el propio dios de la venganza, quien la haga destilar del malvado corazón de los terrícolas. Es ahora mediodía y tenéis de tiempo hasta la medianoche de hoy para evacuar rápidamente la ciudad. Transcurrido ese plazo, Tizok reaparecerá sobre su sagrada pirámide y dará comienzo a su inexorable venganza. Eso es lo que quiero que hagáis público para general conocimiento de todos. Y ahora marchaos. ¡Fuera de aquí!

Mudos, paralizados por el asombro, los tres terrícolas miraron del lívido rostro de la Reina al rígido brazo de ésta que señalaba hacia la puerta. James Wyndham, en especial, no podía dar crédito a lo que oía. Y temiendo que la muchacha hubiera enloquecido, balbuceó:

—¡Pero Majestad! ¡Vos no podéis…!

La aniquiladora mirada de la soberana cayó sobre Wyndham haciéndole enmudecer.

—¿Crees que no puedo hacer lo que digo, verdad? —gritó—. ¿Crees que me he vuelto loca?

—Tamar, en el nombre de Dios —protestó James—. Si no estáis loca sois víctima de un ataque de nervios. Vos sois la Reina de los venusianos. ¡No debéis prometer cosas que luego no han de realizarse! ¡Caeréis en el descrédito de vuestros propios súbditos y os convertiréis en el hazmerreír de la colonia extranjera!

—¿Es eso lo que crees, verdad? —la joven hizo rechinar sus blancos dientes—. ¿Te figuras que soy la ignorante y crédula reina de un mundo de primitivos y salvajes venusianos?

—¡Tamar, yo…!

—¡Y pensar que creía y confiaba en ti! —exclamó ella—. Hace ocho años, cuando estuviste en Tamargh, yo era una jovencita de trece años y me enamoré de ti. ¡Oh, te causaría risa saber la de disparatados sueños que forjé por entonces, elevándote a la condición de rey consorte y sentándote junto a mí en el trono desde donde gobernarías con inteligencia y justicia a ochenta millones de venusianos! Pero ahora comprendo que estaba equivocada. Has hablado mucho de los venusianos en tus libros y artículos, envolviéndonos en una especie de bondad compasiva que sugería más bien paciencia que comprensión. Pero en el fondo hemos seguido siendo para ti unos salvajes… pobres gentes sin instrucción que despertaban en ti el recuerdo de los salvajes pieles-rojas americanos que tu nación aniquiló en su avance hacia el Oeste. Acaso hayas creído que deberíamos seguir existiendo con toda nuestra patética ignorancia primitiva, no tanto para que conserváramos nuestra independencia, como para que el progreso no echara a perder el romántico encanto de un mundo donde el turista todavía puede cazar dinosaurios, y disparar el objetivo de su cámara fotográfica sobre unos salvajes que se adornan con cascos de oro y rinden culto a un dios primitivo y sanguinario llamado Tizok. Un parque zoológico es lo que tú has visto en nosotros, James. Y en cuanto a las verdaderas intenciones que tu país abriga respecto al mío, mejor prefiero no hablar.

—¡Majestad! —protestó Wyndham moralmente aniquilado.

—¡Se acabó! —concluyó la joven Reina exasperada—. Venus no será nunca un coto de caza reservado al rico turista americano… ni para los chinos un segundo Oeste donde el venusiano ocupe el lugar del desdichado piel-roja norteamericano. La historia no se repetirá, tenedlo por seguro. Venus os demostrará que es un país civilizado… aunque para demostrarlo tenga que recurrir a vuestros salvajes métodos de destrucción en masa. ¡Oh, será una grata manera de demostrar nuestra civilidad!

Wyndham, ahora, ya no se atrevió a decir nada. Había fracasado completamente en su misión como diplomático. Y como amigo de los venusianos había perdido su confianza y su amistad. No le quedaba mucho por hacer allí, como no fuera reconocer su derrota.

Tamar tocó palmas. Asomó por la entreabierta puerta el Capitán de la guardia que había conducido a los terrícolas hasta allí.

—Majestad —dijo el general Huchinson estrellando nerviosamente sus grandes pies contra el piso de mármol—. Puesto que os proponéis expulsar de Venus a todos los extranjeros… que es al fin y al cabo lo que nosotros deseamos… ¿puedo preguntaros de qué medios pensáis valeros?

—Usted mismo lo verá esta medianoche, si para entonces no se ha retirado de la capital con todos sus soldados, General —repuso secamente la soberana. E indicó a Jarak—: Acompaña a los extranjeros hasta su automóvil.

Antes de seguir a Jarak camino de la puerta, Wyndham levantó sus desesperados ojos hasta el blanco e impasible rostro de Tamar. Ella no le miraba. James suspiró echando a andar detrás de Huchinson y míster Mackle.

No hicieron ningún comentario hasta que, ya en el coche y habiendo éste traspuesto la tapia que separaba la Misión de los jardines de palacio, el general Huchinson volvió la cabeza y dijo a los silenciosos ocupantes del asiento posterior:

—Desde luego que es una tontería eso de que llamará a Tizok para que venga y nos saque a todos a puntapiés del país. ¿Pero qué quiso decir con aquello de que recurriría a nuestros salvajes métodos de destrucción en masa, para demostrarnos que los venusianos están civilizados?

—Yo creo que fue una simple ironía de su Majestad, mi General. No se preocupe usted —dijo míster Mackle esbozando una sonrisa.

—¿Tampoco usted cree que hablara en serio, señor Wyndham?

James Wyndham, abstraído en sus pensamientos, no entendió bien las palabras del General.

—¿Cómo decía? —preguntó.

Pero Mackle intervino oportunamente señalando al conductor con los ojos y dijo:

—¿No creen que hablaremos más cómodamente mientras almorzamos juntos después?

El general Huchinson entendió el mudo mensaje de los ojos del secretario y asintió con un gruñido.