CAPÍTULO VI

UN “jeep” con capota, seguido de un camión lleno de soldados, vino por el camino de losas del parque y se detuvo junto a Wyndham con seco chirrido de frenos. El general Huchinson echó pie a tierra.

—¡Vaya por Dios! —exclamó con acento de satisfacción saludando a la Reina con una leve inclinación de cabeza—. El señor Kennedy llegó con el helicóptero diciendo que le había dejado a usted en palacio, y hacia allí me dirigía por si necesitaban ayuda. Me alegra verles sanos y salvos.

Tamar subió al coche, acomodándose James a su lado en el asiento posterior mientras Huchinson lo hacía junto al conductor. Sobre sus rodillas, la Reina Tamar depositó la pesada corona por cuyo rescate había pagado un soldado con su vida.

Wyndham examinó ceñudamente aquella extraña pieza.

No era propiamente una corona, sino más bien un casco de guerra rodeado por un grueso anillo del cual nacían unas a modo de hojas puntiagudas que se curvaban hacia afuera. El casco cubría por detrás la nuca y estaba hecho de forma que protegiera también los oídos del guerrero o persona que lo llevara. Por arriba, el casco se agudizaba como un gorro tártaro y remataba en una varilla fina de unos 30 cm de longitud.

Enteramente hecha de platino, con incrustaciones de oro y numerosas gemas engarzadas, el casco real poseía un indiscutible valor artístico que, pese a todo, Wyndham no estimó mucho en aquel instante.

—¿Era tan importante para vos recoger esa pieza de museo, Majestad? —preguntó con áspera impertinencia.

La muchacha puso sus blancas manos sobre el casco, con instintivo gesto protector.

—Sí —dijo—: Mucho. Todos mis antepasados han llevado esta corona antes que yo, pasando de generación en generación desde hace más de dos mil años.

—¿Sabéis que uno de nuestros soldados murió para que vos pudierais volver por vuestro recuerdo sentimental?

—Si aquel soldado murió por mi culpa, lo lamento muy de veras.

—¡Vaya, eso está bien! —exclamó James con ironía—. Escribiremos a la madre de ese pobre muchacho diciéndole que la Reina de Venus, un salvaje planeta poblado de salvajes, lamenta mucho haber sido causa inconsciente de la muerte de su hijo. No sé qué utilidad podrá reportar a esa madre afligida saber que hay una testaruda reyezuela de Venus que se lamenta de la muerte de su hijo.

Tamar volvió sus inmensas pupilas para dejar caer sobre Wyndham una mirada de reproche. Huchinson, a su vez, volvió la cabeza para mirar al embajador con escándalo.

—¡Oh!, me importan un comino las etiquetas diplomáticas —exclamó Wyndham exasperado—. No creo que la necedad, la testarudez ni la inconsciencia merezcan respeto alguno, aunque procedan de la realeza.

Tamar no contestó y Huchinson volvió la cara al frente agitando apesaradamente la cabeza.

—¿Qué haréis ahora con ésa preciosa corona? —inquirió James, ganoso de pelea—. ¿Pensáis retrataros con ella cuando vayáis a la Tierra en demanda de asilo político?

—Nunca iré a la Tierra por esa causa… ni tampoco por ninguna otra —contestó Tamar.

Y levantando con ambas manos su extraña corona, la mantuvo suspendida unos instantes sobre su cabeza, encajándosela luego sobre los rubios cabellos con gesto de infantil tesonería.

Wyndham la admiró de perfil. Singularmente la extraordinaria belleza de Tamar quedaba realzada con el aditamento de aquella joya de indiscutible gusto artístico. James, que no era invulnerable a los encantos femeninos, rechinó los dientes con furia.

Le contrariaba sentir que su enojo se aplacaba al conjuro de la hermosura de aquella mujer, porque la belleza no era excusa para hacerle tragar a él la estupidez de ninguna damisela.

El automóvil, mientras tanto, cruzaba el parque de un extremo a otro y se detenía finalmente ante el nuevo edificio de acero y hormigón de la embajada norteamericana. Una compañía de “marines”, completamente pertrechados y armados, cruzaba en aquel momento el patio. Por todas partes se advertían intensos y febriles preparativos bélicos. Se esperaba que los sediciosos pusieran cerco a la Misión a no tardar y los americanos estaban decididos a hacerse fuertes y resistir allí cuanto pudieran.

Por otro lado, la escuadrilla de helicópteros de la Marina se ocupaba en evacuar a los refugiados —mujeres y niños primero— transportándolos por el aire hasta el aeropuerto donde se esperaba la llegada de varias astronaves americanas, llamadas por radio y hechas venir rápidamente desde otras ciudades y aeropuertos lejanos.

Al apearse del coche ante la embajada, varios oficiales esperaban a Huchinson para consultarle multitud de asuntos referentes a la defensa de la Misión. Como por otra parte la responsabilidad recaía sobre Wyndham por su condición de embajador, éste tenía que estar presente a la hora de tomarse decisiones tan graves como aquella que concernía a la actitud que las fuerzas norteamericanas debían de tomar frente a la agresión de los amotinados.

Conrad Lowden, visiblemente impresionado ante la belleza y arrogante apostura de Tamar, fue el encargado de conducir a la egregia huésped del embajador al interior del edificio de la embajada.

Algunos tiradores, apostados al otro lado de la calle en los pórticos de las casas que miraban hacia los muros de la Misión, se dedicaron durante la tarde a hostigar a los soldados norteamericanos con sus esporádicos disparos, causando un par de bajas, si bien que ningún muerto por fortuna.

Pero no fue hasta el anochecer cuando la masa de amotinados que habían estado saqueando el palacio real y cometiendo toda clase de excesos, se presentó a pecho descubierto ante las sólidas verjas de hierro de la Misión.

Para entonces levantaban bandera de parlamento.

—¿Les recibimos? —preguntó Huchinson que estaba con Wyndham en una de las ventanas del último piso de la Embajada.

Wyndham contestó desganadamente:

—Mi responsabilidad me obliga a apurar todos los recursos diplomáticos antes de comenzar una acción abierta contra el motín.

Descendieron hasta la planta baja. Del grupo de chinos que se hallaba detenido ante las verjas se destacaron dos individuos astrosos desarmados, aunque conservando las cananas que les cruzaban el pecho en bandolera. Uno de ellos, un chino corpulento de cabeza rapada, el torso desnudo y luengos bigotes, se adelantó y entró primero en el edificio.

Wyndham y Huchinson los esperaban en el vestíbulo.

—Me llamo Yan Wu Sien —dijo altivamente aquel de los bigotes—. Represento al movimiento libertador que hoy ha declarado a Tamargh y su comarca país independiente. Tenemos entendido que la Reina Tamar se halla refugiada aquí. Entréguennosla.

—¿Para qué? —preguntó Wyndham conteniendo a duras penas la ira que le causaba oír a este insolente “libertador”.

—Respetaremos su vida. No se le causará ningún daño. Dénnosla.

—¿Para qué? —repitió James, dispuesto a causar la exasperación de aquel tipo. Y lo consiguió.

—¡Diablos, eso es cuenta nuestra! —chilló el chino empleando un inglés bastante académico—. Sólo queremos que firme su abdicación.

—La Reina Tamar no lleva intenciones de abdicar por ahora. Y si usted y sus compañeros conocen siquiera un poco de Derecho Internacional, sabrán que no podemos entregarles a una persona que vino a nuestra embajada solicitando derecho de asilo.

—No me concederían asilo a mí si viniera a pedírselo —rugió Yan Wu Sien—. Eso son tonterías. ¡Y escúchenme lo que voy a decirles! No tienen derecho a mantener una guarnición en un país libre que no les quiere, y éste es ahora nuestro país; Nueva China. No les queremos aquí. Nuestra decisión es que deben evacuar su Misión inmediatamente, y les queda de tiempo hasta la medianoche para hacerlo. Deberán concentrar sus tropas en el recinto del Aeropuerto Interplanetario. Y luego todavía les daremos un plazo de veinticuatro horas para que abandonen completamente Venus.

—No podríamos evacuar todas nuestras fuerzas y equipo en ese plazo, aunque quisiéramos —apuntó Huchinson.

—Y no queremos —agregó James Wyndham secamente.

—Entréguennos a esa reyezuela Tamar, y buscaremos una forma de arreglo para que dispongan de más tiempo para marcharse —dijo Wu Sien.

—Usted no debe ser muy perspicaz, o acaso no domina del todo el inglés —repuso Wyndham—. No llevamos intenciones de marcharnos hoy ni mañana, y tampoco probablemente dentro de un mes. Estamos bien aquí. Perfectamente bien ¿comprende?

—No se sentirán tan cómodos dentro de diez minutos, cuando yo ordene poner sitio a la Misión —dijo Yan Wu Sien—. No podrán resistir siquiera hasta el amanecer.

Wyndham se encogió de hombros sin contestar.

—¿Es ésa su respuesta definitiva? —preguntó Wu Sien.

James le miró a los ojos impertérrito.

—¡Muy bien! —rugió el chino pegando una patada contra el suelo. Y agregó unas cuantas maldiciones en chino—. Puesto que ustedes lo han querido, no me importa confesarles que nos sentiremos muy complacidos en aplastarles como gusanos. Entraremos al asalto en este parque… ¡y colgaremos de esos árboles a los pocos que queden con vida! Usted se arrepentirá luego de no haberme escuchado, señor embajador. ¡Pero acaso después sea demasiado tarde para arrepentirse!

Esperó todavía el cabecilla chino, cerrando y abriendo los puños coléricamente por si Wyndham tenía algo que decir. Pero James siguió callado, porque nada de cuanto pudiera haber dicho entonces habría podido revocar su firme determinación de resistir allí a cualquier precio.

Yan Wu Sien escupió en el suelo. Rugió: “Malditos yanquis orgullosos”, y giró sobre sus talones volviendo a reunirse con su grupo para abandonar seguidamente la Misión.

No pasaron siquiera diez minutos antes que una descarga cerrada de fusilería echara abajo todos los cristales de la fachada del edificio e hiciera silbar las balas por encima de los cascos de los “marines” atrincherados detrás de la tapia de hormigón.

La comida, más bien cena de aquella noche, se realizó en condiciones completamente anómalas y mucho más tarde que de costumbre. Wyndham, míster Mackle y Arthur Kennedy asistieron a ella en compañía de la Reina Tamar.

Al comparecer en el comedor todavía llevaba Tamar su extraño casco-corona cubriéndole la cabeza. Esto tenía un poco sorprendido y no poco irritado a James en el momento de presentar a Kennedy, al cual no conocía la Reina. Contrariamente a Wyndham, que sentía verdadera antipatía por aquella maldita corona, el antropólogo se interesó inmediatamente por ella. Miróla primero con curiosidad, y preguntó a continuación:

—¿Es ésa la famosa corona de los reyes-emperadores de Venus?

—¿Por qué famosa? —refunfuñó James—. Yo nunca había oído hablar de ella.

—Pues la habrá visto usted multitud de veces repetida en las pinturas, los frisos y los bajorrelieves del palacio y los demás edificios oficiales de Tamargh. En todos ellos, el Rey-Emperador de Venus aparece siempre ostentando su corona, aunque hay bajorrelieves de éstos con más de dos mil años de antigüedad. ¿No es así, Majestad?

—Sí. Desde que el fundador de nuestra dinastía figuró en el trono de Venus con esta corona, todos los reyes que le sucedieron por rama directa la llevaron también hasta la actual generación.

—¿Y no existe también una leyenda a propósito de esa corona, que dice que aquel rey de su dinastía que pierda la corona perderá también el favor de Tizok, y consecuentemente el trono?

—Existe, es cierto. Pero no es más que eso, una leyenda —repuso Tamar gravemente.

Wyndham, que ahora creía comprender algunas cosas, apuntó:

—¿Pero vos creéis en esa leyenda, verdad? Es por eso que volvisteis atrás por vuestra corona. ¿No es cierto?

La Reina Tamar levantó sus azules pupilas para contemplar un instante a James pensativamente. Luego continuó comiendo sin haber contestado a la pregunta de éste.

James, ofendido e irritado por el silencio de la joven, continuó:

—Debe ser superior a vuestras fuerzas. La verdad es que, por mucho que una reyezuela de Venus haya mejorado su educación, aprendiendo el inglés e instruyéndose en los libros terrícolas, no puede aun queriéndolo desterrar de sí en el breve curso de diez años los ancestrales atavismos de su raza. Vos creéis en esa leyenda a propósito de vuestra corona… como creéis también en todas las demás leyendas y fábulas entretejidas alrededor de vuestro ridículo Tizok…

El bello rostro de Tamar, pasando del blanco marfil al púrpura encendido, se transfiguró a impulsos de la cólera cuando, empujando bruscamente el plato y descargando una palmada sobre la mesa, se puso violentamente en pie y rugió con pupilas llameantes:

—¡Basta!

Arthur Kennedy, míster Mackle y aún el propio James, quedaron tan sorprendidos que no acertaron siquiera a ponerse en pie según dictaba la más estricta etiqueta.

Tamar, las pupilas fulgurantes clavadas en James, continuó:

—Hay algo infinitamente más ridículo que mi fe en Tizok, y es la estúpida risa del terrícola que se burla de todo aquello que no puede comprender. ¿O es que alguno de vosotros ha visto siquiera a Tizok, para poder juzgar sobre él?

James, poniéndose colorado, contesto molesto:

—Debe ser un dios muy sensible a las críticas ese Tizok que se oculta de la mirada de los terrestres.

—Tú mismo podrás juzgar sobre él cuando se presente a medianoche.

—¡Oh! —exclamó James burlonamente—. ¿Pero es que va a presentarse de veras? ¿Incluso ahora que ya no puede impedir la sublevación de los chinos?

—Tizok hará algo más que aplastar esa sublevación. Expulsará de Venus a todos los extranjeros… y en el término “extranjeros” estáis comprendidos los americanos también.

—¿Y cómo se las arreglará Tizok para hacerlo? ¿Nos correrá a puntapiés, o aparecerá armado de un tronco de helecho gigante repartiendo estacazos a diestra y siniestra?

Tamar, blanco el bellísimo rostro, quedó mirando a Wyndham. Lo miró fijamente con furia. Y de repente, con los ojos llenos de lágrimas de rabia, apartó la silla y rugió amenazando con sus puños:

—¡Terrícola ignorante, estúpido y necio…! ¡Oh, cómo te odio!

Y llevándose los puños a los ojos, estallando en un sollozo, salió como ciega del comedor tropezando aquí y allá con los muebles, la puerta y el sorprendido Conrad Lowden que llegaba en estos instantes.

Los ahogados sollozos de la Reina Tamar se perdieron en el corredor. Quedaron silenciosos e inmóviles los comensales, y Lowden preguntó desde la puerta:

—¿Qué le ocurre a la Reina Tamar?

—Reconozco que he sido demasiado duro con ella —refunfuñó James arrepentido—: Quizá me haya olvidado de que al fin y al cabo no es más que una pobre chica, sola y con los nervios destrozados por el temor.

Arthur Kennedy medió ahora diciendo:

—Seguro que su lenguaje no es el más apropiado para un diplomático, señor Wyndham. Venus no es un pequeño país, sino todo un planeta tan grande como la Tierra. Por lo tanto, ningún monarca que gobierna en un territorio superior al de todos los continentes de la Tierra juntos, puede ser inferior a cualquiera de nuestros reyes, ni merecer el desdeñoso calificativo de “reyezuelo”.

James volvió sus ojos hacia míster Mackle, el cual le devolvió una mirada de censura.

—Quizá debiera ir a ofrecerle mis disculpas —murmuró James.

—Sí —dijo míster Mackle concisamente.

—Pero no ahora. Estará muy furiosa conmigo. Iré más tarde.

—Bien —dijo Mackle aprobando con la cabeza. Conrad Lowden carraspeó a fin de atraer sobre sí la atención de Wyndham y míster Mackle.

—¿Ocurre algo, Lowden? —preguntó el secretario de la embajada.

—Hemos recibido contestación al radio que expedimos esta tarde.

—¡Ah, eso es muy interesante! —exclamó James—: ¿Qué dice nuestro Gobierno? ¿Debemos retirarnos o continuamos en Tamargh?

—La respuesta es que debemos permanecer aquí y sostenernos en la Misión resistiendo el ataque de los sediciosos hasta donde sea razonable. Caso de considerarlo oportuno el general Huchinson, deberemos deponer las armas rindiéndonos al enemigo. Pero antes habremos puesto a salvo a la Reina Tamar, bien evacuándola a otra ciudad venusiana, o poniéndola a bordo de uno de nuestros cruceros siderales para ser conducida a la Tierra, si es que su Majestad lo desea. Aquí está el despacho descifrado.

Mackle tomó el papel que le ofrecía Lowden, pasándolo en primer lugar a James para que lo leyera. James le echó una ojeada, devolviéndolo al secretario, quien lo leyó a su vez.

—La intención de míster Langford es evidente —dijo Mackle, después de detenerse en el nombre que figuraba al pie del despacho—. Si evacuáramos ahora abandonando la Misión sentaríamos un precedente lamentable. Daríamos a entender que por grado o por fuerza nos plegamos a las imposiciones de los sediciosos, lo cual interpretarían algunos como reconocimiento táctico de la existencia de una nación independiente titulada Nueva China.

—¿Está Huchinson enterado de esto? —preguntó James.

Conrad Lowden movió negativamente la cabeza.

—Llámele por teléfono y dígale que venga. El general tardó unos minutos en llegar. Mientras tanto, Wyndham discutía con míster Mackle los pormenores de la rendición que todos allí consideraban inevitable de antemano.

—El mismo helicóptero que saque de la Misión a la Reina te llevará también a ti, Arthur —le dijo Mackle a su futuro yerno.

—Y a usted —añadió James ante la extrañeza del secretario—. Para cubrir el expediente basta que el embajador permanezca en su puesto y se entregue con los demás rebeldes.

Mackle parecía dispuesto a rebatir la decisión de James cuando compareció el general Huchinson. Le fue dado a leer el despacho.

—Bueno —dijo Huchinson—. Maldito si me agrada entregarme con todas mis fuerzas intactas, pero una cosa hay que reconocer. La superioridad numérica del enemigo es aplastante. Por lo tanto, si el final ha de ser necesariamente una rendición incondicional, mejor que nos rindamos antes que tengamos que sacrificar la vida de muchos de nuestros soldados.

—En eso estamos de acuerdo —dijo Wyndham levantándose—. Vaya a disponer los helicópteros mientras comunico la decisión a la Reina Tamar.