CAPÍTULO V
TAMARGH hervía y se agitaba como un zumbador avispero, y James pronto se arrepintió de no haber traído consigo una adecuada escolta de soldados.
El lujoso automóvil, en cuyas aletas campeaba la bandera estrellada de los Estados Unidos, se abría paso lentamente entre una soliviantada multitud de chinos e hindúes que al paso escupían contra los cristales de las ventanillas y aullaban soeces insultos contra los ocupantes de la máquina.
No se alcanzaba a ver un solo indígena.
El más rezagado grupo de venusianos estaba trasponiendo las recias puertas de bronce de la ciudad, y ya la turba había saqueado y ocupado las casas abandonadas por los fugitivos.
Otras casas hasta entonces cerradas, seguramente pertenecientes a muchos de los refugiados europeos de la Misión, eran a su vez forzadas y saqueadas con el más insolente desenfado. La chusma hambrienta y mal vestida había perdido por completo el temor. Chinos e hindúes eran ahora los amos de la ciudad. Estaban en todas partes haciendo presuntuosa ostentación del machete y la pistola colgando del cinturón que se derrumbaba bajo el peso de las granadas de mano.
Parecía aquello una vieja película del Oeste, pero en realidad era peor. Las armas eran aquí más abundantes y modernas, más temibles y de un mayor poder destructor. Y los hombres que las llevaban estaban inspirados por un común sentimiento de odio hacia el blanco en general, y contra el norteamericano en particular.
—Me parece que no estuvimos acertados en la elección del vehículo. Debimos haber tomado un helicóptero —murmuró James.
—O quedarnos en la Misión —farfulló Kennedy—. Esto se pone cada vez peor. ¿Por qué no volvemos atrás?
—Espere. Ya estamos llegando.
El automóvil, en efecto, acababa de salir a una amplia avenida en cuyo fondo se dominaba la gran perspectiva de la escalinata que subía por una de las caras de la pirámide hasta la plataforma formada por el brusco truncamiento de ésta a unos 50 metros de altura sobre el suelo.
Esta avenida estaba como el resto de la ciudad pavimentada con grandes losas de mármol, teniendo a ambos lados filas de amplios pórticos que formaban sendas aceras cubiertas.
En Venus llovía siempre. En su clima típicamente tropical, las tormentas se formaban en unos minutos, descargaban fuerte aguacero y se disolvían… para empezar a acumular de nuevo oscuras y sombrías nubes de lluvia.
En el entretanto, parte de la lluvia que acababa de llegar al suelo se convertía en vapor que formaba una húmeda y pegajosa neblina.
Mientras el coche de la Embajada americana desembocaba en esta avenida, hasta que se detuvo al final de la misma al pie de las escalinatas, una lluvia torrencial empezó a caer de pronto convirtiendo el centro de la calle en un arroyo.
La muchedumbre corrió a buscar refugio en los pórticos y el automóvil pudo llegar rápidamente hasta la gran explanada enlosada que rodeaba por sus cuatro costados a la pirámide.
Tamargh, según frase del propio Wyndham en uno de sus libros de viaje. “vivía de cara a su dios”. Los más notables edificios de la ciudad, entre ellos el palacio real, se alineaban a lo largo del perímetro de la base de pirámide. Ésta había sido construida de grandes bloques de granito y sus cuatro caras laterales estaban recubiertas de argamasa que las repetidas y violentas lluvias de Venus habían recubierto de musgo oscuro, pero no lograron descascarillar, pese a los 2.000 años de edad que se le calculaban a la pirámide.
Ésta, como obra, era de una grandiosidad admirable, de armoniosas proporciones y de una belleza extraña y casi salvaje.
Al detenerse el automóvil al pie de la escalinata había dejado bruscamente de llover. Por los escalones de la pirámide, formando múltiples y pequeñas cascadas, caía todavía el agua de lluvia recogida en lo alto de la plataforma.
—¿He de esperarles aquí mismo, señor? —preguntó a Wyndham el conductor del automóvil. Y miraba recelosamente hacia la astrosa muchedumbre que iba saliendo aquí y allá del abrigo de los pórticos.
—Regrese a la Misión —le ordenó James—. Y dígale al general Huchinson que envíe un helicóptero a recogernos dentro de una hora en la plataforma de la pirámide.
El coche arrancó como una exhalación y Wyndham y Kennedy empezaron a ascender por la escalera.
La perspectiva que se dominaba desde arriba de la plataforma era muy bella sobre la ciudad, si bien no podía decirse lo mismo del anárquico y parduzco campamento terrícola asentado alrededor de Tamargh, el cual se divisaba desde la pirámide por encima de las grandes murallas.
Estas murallas, en contra de lo que Wyndham creyó la primera vez que llegó a Tamargh, no habían sido construidas para defender la ciudad de un presunto invasor humano, ni sirvieron nunca a este fin. Venus era un mundo sin guerras, gracias a la unidad político-religiosa del imperio que Tizok guardaba tan celosamente. Las murallas, tal y como se conservaban, habían sido construidas para defender la ciudad de la invasión de los grandes saurios que con bastante frecuencia acudían hasta aquí para devastar los cultivos de los indígenas.
Llegados a la plataforma y después de echar una mirada en rededor sobre la ciudad, James Wyndham y Arthur Kennedy se pusieron a examinar el terreno.
Casi lo primero que vieron fue un montón de pedruscos en el centro de la plataforma. Se acercaron, escalando los escombros para contemplar el gran agujero cuadrado excavado a fuerza de barrenos en el piso de toques de granito.
—¿Lo ve? —dijo Wyndham acercándose hasta el mismo borde de la excavación—. Alguien antes que usted pensó también que pudiera haber aquí un montacargas oculto, por medio del cual fuera posible bajar a Tizok hasta el corazón hueco de la pirámide.
—Hay otra capa de bloques de granito debajo de ésta —farfulló el profesor malhumoradamente—. Esto debió ser lo que hizo desistir a los mineros de seguir cavando aquí arriba.
—Verdaderamente, un montacargas que hubiera de levantar una masa de roca de ocho metros de lado por cinco o seis de altura, juntamente con las ochocientas o mil toneladas que debería pesar la efigie, habría de ser una máquina de una potencia extraordinaria. Construida previsoramente hace más de dos mil años, al mismo tiempo que se levantaba la pirámide, habría de ser accionada por potentes motores que inyectaran agua a presión en un complejo dispositivo hidráulico. Dígame, Kennedy: ¿Sabe usted si los venusianos conocen siquiera, los principios de la hidráulica? ¿Los conocerían hace dos mil años?
—Usted se está burlando de mí, señor Wyndham —refunfuñó Kennedy.
—Logró usted asustarme, allá en la Misión, cuando hablaba de la próxima reaparición de Tizok en mitad de un espectacular geiser de petróleo ardiendo. Crea que siento el comezón de vengarme, porque si se medita bien el asunto se comprende en seguida que no puede existir aquí un montacargas de una potencia desconocida incluso en la misma Tierra.
—Pues yo insisto en que si Tizok reaparece esta noche, lo hará sobre esta plataforma. Y si aparece en esta plataforma, será porque parte del suelo que pisamos forma parte de un montacargas gigantesco.
—¿Un montacargas hecho con cuerdas y poleas, Kennedy? ¡Vamos, no diga usted disparates! —exclamó James echándose a reír.
Kennedy le miró ceñudo. Luego, alejándose del agujero, empezó a ir arriba y abajo de la plataforma deteniéndose frecuentemente y poniéndose de rodillas para examinar cada intersticio entre los bloques de granito que formaban el sólido pavimento.
James le dejó con un encogimiento de hombros. Cruzó la plataforma y se asomó a la escalera sagrada. Ésta tenía escalones de 2 metros de altura, formados por bancadas de piedra de un solo bloque y 12 metros de anchura.
—“Reservada para el dios Tizok” —murmuró James sonriendo—: “Con toda seguridad, no ha sido utilizada nunca”.
Pensó en Tamar y evocó su espléndida belleza. También recordó sus palabras: “Cuando estuviste en Tamargh, yo era una jovencita de trece años y me enamoré de ti”.
Una sorda irritación se apoderó de James. ¿Cómo fue tan ciego que no llegó a sospechar siquiera el amor de la princesa?
La respuesta era que Tamar, niña entonces, jamás retuvo la atención de él. ¿Quién iba a imaginar semejante cosa de aquella muchachita flacucha que nunca levantó sus tímidos ojos para mirarle de frente?
Claro que si James hubiera adivinado su secreto se hubiera reído mucho en aquel entonces. Ahora le causaba bochorno e irritación la tardía confesión de Tamar. Pero sólo porque la muchachita flacucha y tímida se había transformado en mujer de espléndida y arrolladora belleza. Pero no la mujer quien le amaba, sino la niña quien le había amado. Era distinto. Y desconsolador.
Así rumiando sus pensamientos, los ojos de Wyndham erraban a lo largo de la gigantesca escalera hasta detenerse en la vasta explanada —digna de que Tizok se tomara un descanso en ella— al otro extremo de la cual se levantaba la fachada del bello palacio real.
La explanada rebosaba a la sazón de una muchedumbre parda que venía rodeando la base de la pirámide y llegaba como un torrente por las amplias avenidas que flanqueaban el palacio. Y hasta donde James se encontraba llegó un rumor sordo como de un mar embravecido… un mar de cabezas y de brazos que blandían amenazadores, cuyas densas oleadas cruzaban la explanada y se estrellaban contra las recias puertas de bronce de palacio.
James creyó adivinar a qué obedecía aquella concentración de terrícolas ante el palacio. Las amenazas de Tamar y la precipitada fuga de los nativos habían provocado el levantamiento de los chinos antes de la hora anunciada. Los dirigentes de la revuelta, conociendo bien a su masa y temiendo que los augurios de la Reina Tamar hicieran mella en el ánimo de la chusma analfabeta y supersticiosa, habían adelantado los acontecimientos cubriendo el riesgo de que se produjera una estampida general a la más pequeña señal de sucesos inexplicables atribuidos al divino poder de Tizok.
El poderoso ronquido de un motor atrajo en este momento la atención de James. Un gran helicóptero de la marina se elevó rugiendo sobre la masa oscura del parque, ganó altura y empezó a moverse en dirección a la pirámide.
James volvió de nuevo sus ojos hacia la explanada. Distinguió entonces un objeto que figuraba a la vanguardia de la ola humana y marcaba el avance y retroceso de ésta. ¡Los chinos estaban batiendo las puertas de palacio con un tronco de proporciones formidables!
—“Van a hundir las puertas” —se dijo James con angustia—. “Asaltarán el palacio y atraparán a Tamar. ¡La lincharán si consiguen echarle mano!”
James pensó esto. Vio con los ojos de la imaginación a la bella Tamar arrastrada, ensangrentada y descuartizada por la chusma enloquecida. Y sintió que el terror le ponía los cabellos de punta.
El helicóptero se posó suavemente sobre la plataforma, una portezuela se abrió, y tres pares de brazos se tendieron para tirar de Wyndham e izarle a bordo.
Kennedy subió a su vez y el aparato se elevó rugiendo por encima de la pirámide sagrada y la multitud que rugía en la explanada frente al palacio. Apenas dejado de los soldados, James corrió hacia la cabina del piloto.
—Por favor —le gritó—. Aterrice en el jardín del Palacio Real.
Algo a los pies del piloto atravesó las planchas del fondo del casco del aparato y chirrió con ruido metálico dentro de la cabina. El hombre señaló un pequeño agujero y dijo:
—Le advierto que están disparando contra nosotros, señor.
—No importa. Baje a la altura de los tejados para que no puedan alcanzarle desde la calle y déjese caer en el patio. Debemos rescatar a la Reina Tamar antes que llegue la chusma.
Una segunda bala atravesó el cristal lateral de la cabina y se incrustó en el techo. El piloto empujó la palanca de gobierno y la máquina se deslizó de lado casi rozando los musgosos remates de piedra del alero del edificio. James arrugó la nariz mirando el orificio de la bala en el cristal, a pocos centímetros de su cabeza. Luego regresó al compartimiento de viajeros.
También allí las balas de los fusiles chinos habían causado su estrago en las planchas no blindadas del casco de aluminio del avión. Un soldado, atendido por otros dos, era arrastrado hasta un asiento. La pernera de su pantalón caqui aparecía manchada de sangre.
—Ocúpese usted del muchacho —dijo James a Kennedy empujándole por el hombro. Y ordenó a los soldados—: Cojan sus fusiles y vengan conmigo.
Los “marines” se movieron sobre el inestable piso del aparato hacia la portezuela. James recogió del piso la “metralleta” de culata metálica y el casco abandonados por el herido. El helicóptero se posaba en este momento sobre el césped del jardín con blando choque de amortiguadores y los soldados saltaron a tierra por la portezuela.
—Regresen a la Misión —gritó James haciendo señas al piloto que asomaba la cabeza por el tabique del compartimiento de proa—. No nos esperen. ¡Váyanse!
El piloto hizo una seña de asentimiento y James se tiró por la portezuela al césped del jardín. El helicóptero se elevó rugiendo por encima de los árboles y Wyndham llamó a los soldados.
—¡Síganme! Rápido.
Mientras le seguían escaleras arriba, los dos “marines” calaron a un tiempo la bayoneta.
Al alejarse el helicóptero y desaparecer tras la densa arboleda del parque, se fue posesionando del palacio y de todo el espacio a su alrededor un profundo y amenazador silencio. Lejos se escuchaba la gritería de la multitud que intentaba asaltar el edificio por la puerta principal.
El palacio, que nunca tuvo más de los servidores estrictamente indispensables, parecía ahora desierto y vacío, Nadie salió al encuentro de James Wyndham. Éste se detuvo al llegar arriba del rellano de la escalinata. Escuchó.
Unos golpes recios que sonaban al parecer dentro del edificio hacían vibrar los cristales de la puerta vidriera. De pronto se escuchó un crujido. El gentío profirió un largo y espeluznante alarido de triunfo.
¡Habían logrado derribar las recias puertas de bronce!
—Vengan conmigo —ordenó James a los soldados.
Un amplísimo corredor con piso y paredes de mármol azul, con numerosas puertas forradas de oro a derecha e izquierda, se ofreció al rápido y nervioso paso de los americanos. Aquí y allá, sillas de oro macizo, lámparas y jarrones decorativos también de oro, pinturas y esculturas de gran valor artístico, hacían presumir la vandálica escena de pillaje que acaso hubiera comenzado ya en el vestíbulo del edificio y no tardaría en extenderse por todo el palacio.
James había estado aquella mañana en aquel mismo corredor, pero ahora todas las puertas le parecían iguales. Llamó:
—¡Tamar! ¿Dónde estáis? ¡Tamar!
Un sordo tumulto iba posesionándose del palacio, pero nadie contestó a las voces de Wyndham. Éste se detuvo y empujó una puerta…
¡Aquellas malditas puertas forradas de oro! Cada una pesaba una tonelada y resultaba tan costosa de abrir como la puerta de acero de una cámara acorazada.
La habitación a la cual se asomó Wyndham; una biblioteca donde los volúmenes se alineaban en las estanterías en número de muchos miles, estaba completamente desierta. Wyndham se retiró mascullando una maldición, corrió unos metros por el pasillo y se detuvo ante otra puerta.
Esta vez James acertó. La pesada puerta que empujó correspondía al mismo salón donde aquella mañana le había recibido la Reina Tamar. Se precipitó dentro como una tromba, la “metralleta” empuñada y llamando a voces:
—¡Tamar! ¡Majestad! ¿Estáis ahí?
James cruzó el salón. Entró en un lujoso comedor donde la mesa, sillería y consolas eran de oro. Pasó de éste a un estrecho corredor que debía llevar a la cocina. Volvió atrás, empujó una pesada puerta chapada de oro y se asomó a una espaciosa alcoba, en medio de la cual se levantaba una monumental cama de columnas de oro, dosel y flotante mosquitera agitada por el viento que llegaba desde la ventana abierta.
Recorrió también esta habitación llamando insistentemente.
Entretanto, el palacio entero rechinaba y temblaba bajo millares de pies que lo recorrían precipitadamente. Escuchábanse gritos, golpes, ruido de cacharros que caían, estrépito de cristales rotos…
Desalentado, aunque animado de la débil esperanza de que Tamar hubiese huido a través del jardín a refugiarse en la Misión, James Wyndham retrocedió hacia el salón donde los dos soldados le esperaban lanzando nerviosas miradas hacia el corredor. Sus ojos, deteniéndose en cada mueble y en cada cortina de la habitación, cayeron de pronto sobre el espejo de una consola de oro y mármol contigua a la puerta.
Se detuvo en seco mirando al espejo, donde se reflejaba la imagen de una mujer silueteada sobre el oscuro fondo del vano de una puerta. Y se volvió.
—¡Tamar!
Estaba allí, pálida y bella, de pie junto al muro chapado de mármol amarillo. El húmedo viento tormentoso que entraba por la ventana abierta ceñía la tenue gasa de su túnica a su escultural cuerpo, y en sus azules ojos había una expresión extraña, como de corza asustada.
En este momento, un trueno fragoroso rompió en el entenebrecido cielo cubierto de nubes, y el vívido resplandor de un relámpago entró por la ventana.
El edificio entero vibró sobre sus sólidos cimientos. Cesó de pronto el estrépito de muebles golpeados, de gritos y carreras.
—¡Gracias a Dios que os encuentro! —exclamó Wyndham exhalando un suspiro de alivio—. ¿Cómo estáis aquí todavía? Creí…
Resonó de pronto un grito ronco, como de mil gargantas frenéticas que quisieran ahogar el retumbo del trueno. Trocóse en alarma la expresión del rostro de la Reina.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—¿Es que no lo sabéis? La sublevación ha estallado antes de lo que esperábamos. La chusma recorre las calles de la ciudad dando gritos de independencia… y acaba de forzar las puertas entrando al asalto en palacio.
—¡Oh!
—No tenemos momento que perder —dijo James dando un paso hacia ella—. Si os encuentran aquí os despedazarán. ¡Venid conmigo!
—¡No!
—¿Cómo? —exclamó James deteniéndose ante ella con la mano extendida.
—Digo que no huiré. No puedo hacerlo. Soy la Reina de Venus y mi puesto está aquí.
—¿Estáis loca? ¿O es que no habéis comprendido? Los chinos están aquí… dentro de vuestro palacio. ¿No oís sus carreras y sus gritos?
—Nunca podría decir esa horda miserable que huí como un cobarde asustada por sus gritos y amenazas. Si vienen me encontrarán aquí. ¡Y hay de aquel que intente poner su mano sobre mí!
Uno de los soldados que James había dejado vigilando en el corredor asomó en este momento por la puerta.
—¡Por Dios, señor embajador… dese prisa! ¡Los chinos vienen hacia aquí!
—Conténganlos. No les dejen ocupar el pasillo —gritó Wyndham. Y avanzó un paso hacia Tamar con la mano extendida—: Venid conmigo, Majestad. Creedme si os digo que no es éste momento para adoptar actitudes heroicas. Podréis hacer más por vuestro pueblo y vuestra libertad si seguís viva, aunque tengáis que huir, que muerta y despedazada como un héroe o una mártir. Venid conmigo a la Misión.
Tamar, con la espalda apoyada contra el muro, vaciló mirando de la mano extendida a Wyndham a los ojos suplicantes de éste. Wyndham venció de una vez sus dudas cogiéndola rudamente por la muñeca y arrastrándola consigo hacia la puerta.
—Espera un momento, James —exclamó Tamar cuando el americano la llevaba en volandas a través del salón donde aquella mañana había tenido lugar la entrevista—. ¡He de recoger mi corona!
—De poco ha de serviros ahora vuestra corona, cuando ni siquiera vuestra cabeza está segura sobre vuestro hombros —repuso Wyndham sacándola de un tirón al pasillo donde esperaban los soldados.
—¡James, insisto…!
Los “marines”, uno a cada lado del pasillo, tenían el hombro arrimado a la pared y los fusiles apuntando bajos hacia un tropel de astrosos orientales que se habían detenido de pronto al doblar el recodo del corredor, cesando en los enardecidos gritos que les habían llevado hasta allí.
—¡Atrás! —gritó uno de los soldados estentóreamente—. ¡Atrás o disparo!
James, al salir al pasillo, alcanzó a ver con el rabillo del ojo a los chinos y temió lo peor. Porque los chinos estaban armados.
Ellos, de pronto, vieron a Tamar que salía arrastrada por James.
—¡A ella! —gritó una voz—. ¡Es la reina bruja de los venusianos!
Contestó un salvaje aullido de furor. Los orientales iniciaron un movimiento masivo de avance. Restallaron los fusiles automáticos de los “marines”. Habían disparado por encima de las cabezas de los amotinados. Éstos se detuvieron y retrocedieron atropelladamente detrás de la esquina que formaba el recodo del corredor.
—¡Ahora, Tamar! ¡Huyamos! —gritó James arrastrando consigo a la joven por el pasillo.
Los “marines” retrocedieron a su vez andando rápidamente hacia atrás, sin perder de vista a los chinos que rebullían empujándose unos a otros allá en el fondo del corredor.
—¡Tengo que volver por mi corona! —exclamó de pronto Tamar.
Y zafándose de un tirón de la presa que en su muñeca hacía la mano de Wyndham, echó a correr por entre los soldados y volvió a entrar en sus habitaciones.
—¡Vuelve acá, estúpida! —aulló James corriendo tras ella.
Pero uno de los soldados, al hacer un movimiento, chocó con Wyndham e impidió que éste pudiera alcanzar a la muchacha antes que ella desapareciera por la puerta del salón. Los soldados quedaron un instante desconcertados. Lo cual, advertido por los chinos, sirvió para envalentonar a éstos.
Un fiero aullido resonó mientras James cruzaba la puerta detrás de la Reina, y varios disparos de pistola se confundieron con el estampido rápido y más potente de los fusiles “Garand” norteamericanos.
Tamar cruzaba el salón hacia un artístico arcón de oro y pedrería cuando James se detuvo en seco girando sobre sus talones. A través de la puerta abierta todavía alcanzó a ver a uno de los soldados que soltaba su fusil y caía de bruces al suelo. El segundo soldado entró como una exhalación, estando a punto de ensartar a James con su bayoneta. Un golpe de Wyndham con el cañón de su “metralleta” apartó de su trayectoria la hoja de acero cuando ésta le rozaba el estómago.
El impulso que llevaba lanzó al soldado contra James.
—¡Han matado a Peter! —gimió el pobre muchacho—. ¡Le han matado!
James lo apartó de un empellón, alcanzó la puerta y adelantó el cañón de su “metralleta”. Barrió el corredor con abundante metralla y luego sacó la cabeza.
Dos chinos yacían en el piso, un tercero se desplomaba y el resto retrocedía atropelladamente poniéndose a salvo de las balas tras el recodo del pasillo. La vista del infeliz soldado que yacía inmóvil sobre un charco de su propia sangre enfureció a Wyndham.
—¡Venga acá! —ordenó al soldado que estaba tras él—. ¡Saque sus granadas y arrójelas!
El muchacho, un pelirrojo con el rostro lleno de pecas, hizo un visible esfuerzo por serenarse y echó mano a la piña de acero que llevaba colgando del cinturón. James le cedió su sitio junto a la puerta y regresó al centro del salón.
Tamar sacaba del arcón una voluminosa y pesada corona de piedras preciosas engarzadas en platino, de forma un poco extraña.
—¡Vamos… no querrá ponérsela también! —le chilló James.
El soldado saltó atrás al mismo tiempo que estallaba allá en el pasillo el infernal estruendo de la granada. Una densa humareda, impregnada del característico olor de la cordita, entró formando volutas por la puerta.
James saltó hacia Tamar, la cogió del brazo y la empujó rudamente fuera del salón.
El soldado los siguió corriendo por el pasillo lleno de humo. Algunos disparos restallaron a sus espaldas y un puñado de balas pasó chirriando por encima y alrededor de sus cabezas, rebotando al pegar contra las placas de mármol que recubrían los muros.
Ganaron la escalinata. Dos balazos echaron abajo con estruendo los cristales de las vidrieras.
—¡Entreténgales un momento… arrójeles otra granada! —chilló James al soldado mientras llevaba a Tamar en volandas escaleras abajo.
El “marine” desprendió de su cinturón otra piña de acero, arrancó la anilla del seguro y la tiró lejos dentro del pasillo. Luego corrió escaleras abajo en seguimiento de Wyndham y la Reina Tamar. Los cristales de la vidriera saltaron en añicos a impulsos de la explosión de la bomba.
James esperaba que esto les permitiría llegar sanos y salvos hasta el resguardo de los árboles del parque. Sin embargo, todavía estaban cruzando a la carrera el jardín cuando crepitaron las armas de fuego y empezaron a silbar las balas a su alrededor, segando el césped a sus mismos pies.
Ninguna los alcanzó, sin embargo. Un minuto después corrían entre los árboles hacia la puerta de la tapia, donde la guardia había sido reforzada por un blindado que acababa de llegar para cubrir la brecha y cerrar el paso hasta los terrenos de la Misión norteamericana.
—¡Esperen… esperen! —gritó James a los sorprendidos soldados de la Infantería de Marina que los encañonaban con fusiles y ametralladoras. Segundos después trasponían la tapia. El blindado zumbaba al avanzar hasta taponar la brecha y su cañón dejó oír el bronco estampido de su voz, que era como el anuncio oficial de una guerra declarada.