CAPÍTULO SEXTO
LA cápsula portadora “K-T” era un cilindro de apariencia maciza, de 20 metros de longitud total por 7 metros de diámetro o anchura. Su casco, enteramente de “dedona”, tenía un metro de espesor en todas sus partes. Los motores fotónicos, situados a popa, estaban alimentados por un reactor nuclear convencional que utilizaba la “dedona” como material de fisión. Este reactor estaba situado atrás entre el equipo propulsar y la cabina de mando, con un aislamiento de plomo de un metro de espesor para protección de los tripulantes.
La cabina de mando estaba en un lugar intermedio entre el reactor nuclear y la “Karendón Traslator”, que estaba emplazada en la parte delantera, cerrada por una puerta de dos metros de grosor en forma de cono. La cámara de restitución de la “K-T” era un túnel de piso plano y techo abovedado, de dos metros cincuenta centímetros de altura, tres metros de ancho y ocho metros de profundidad. Podía desmaterializar o restituir de una sola vez a 24 hombres con su equipo de campaña, incluso con armaduras de “diamantina” y “back” (equipo de vuelo individual) o un aerobote de tamaño normal.
Alojada en un túnel practicado en el casco de hormigón de la esferonave, la cápsula portadora fue lanzada al espacio mandada por control remoto desde la Cámara de Control del “Hermes”.
La cápsula, impulsada por cuatro motores fotónicos, aceleró al salir al espacio y mantuvo esta aceleración en 50 metros segundo durante cinco horas y 33 minutos. En este tiempo había recorrido diez millones de kilómetros y llevaba una velocidad de mil kilómetros/segundo. A partir de este momento, la “K-T” empezó a desacelerar a 100 metros/segundo recorriendo los cinco millones que le faltaban en dos horas y 46 minutos. Al llegar a la superficie de la Tierra su velocidad era Vo − a • t = 0.
La elección del punto de aterrizaje de la cápsula había sido objeto de animada discusión, decidiéndose por fin por el delta que formaba la desembocadura del gran río, junto al cual se levantaba la ciudad. Cuando la cápsula se posó en tierra era de noche, el aterrizaje se realizó a luz de la Luna.
La patrulla de desembarco estaba formada por seis hombres: Adler Ban Aldrik, el profesor Alejandro Aznar, el vicealmirante Luis Samper, el capitán Tuanko Aznar, el teniente Artadi y el sargento Ribo. De ellos, el último llevaba consigo una cámara de filmación.
Los seis hombres, equipados con escafandra y armadura de “diamantina”, con “back” y subfusil lumínico, se encontraban en la Cámara de Control del “Hermes” cuando la cápsula portadora quedó posada en tierra firme. La cápsula estaba enviando continuamente imágenes de televisión, y estas imágenes aparecían en una de las grandes pantallas murales a bordo de la esferonave.
—Bien, parece que todo está tranquilo allí abajo —murmuró el vicealmirante Samper.
—Vayan ya —dijo el Almirante Aznar—. Tengan cuidado. Buena suerte y no tarden.
Para llegar hasta la cápsula portadora los expedicionarios tenían que utilizar una “Karendón Traslator” idéntica en tamaño a la que ya se encontraba posada en el fértil delta del río, a quince millones de kilómetros de distancia. Esta “Traslator” se encontraba en otra planta distinta del autoplaneta, y para llegar hasta ella los seis hombres tuvieron que tomar uno de los grandes montacargas que atravesaban de arriba abajo el interior de la esferonave.
La puerta de la cámara, de dos hojas de un metro de espesor, ya estaba abierta. Los expedicionarios entraron en el túnel llevando sus escafandras bajo el brazo y el subfusil colgado al hombro, y se repartieron por el amplio espacio interior depositando las escafandras y los fusiles a sus pies.
Al cerrarse las puertas quedaron sumidos en la más profunda oscuridad. Todos llevaban su linterna eléctrica, y el sargento, además de la linterna, un potente foco para filmar en interiores. Pero no encendieron las linternas, ya que la espera iba a ser corta.
En efecto, de afuera llegó atenuado el poderoso zumbido de la “Karendón”. El sonido bajó de tono y brilló un relámpago verde-azulado. Después quedaron de nuevo en la oscuridad. Por lo general, la persona que era desmaterializada confundía el relámpago de la desmaterialización con el de la restitución. A menos que la máquina hubiera fallado, lo que raramente solía ocurrir, los seis astronautas estaban ya en la Tierra.
Así era. Pasado apenas un minuto vieron aparecer ante sus ojos una rendija por la que se filtraba una pálida claridad. La rendija se fue haciendo mayor a medida que se abrían las hojas de la puerta accionadas por un mecanismo hidráulico. La luz que entraba hasta el interior de la cámara era el pálido reflejo de la Luna. Una bocanada de aire húmedo, que olía a fango y materias orgánicas en descomposición, llegó hasta el olfato de Tuanko Aznar.
Este olor desconocido hizo latir más aprisa el corazón del muchacho. ¡Él, un hombre nacido en otro mundo lejano, estaba en la Tierra! Tuanko sintió la emoción de su padre. Por el contrario, Adler Ban Aldrik y Samper estaban perfectamente tranquilos.
—Vamos allá —dijo el vicealmirante.
Los astronautas recogieron sus escafandras y sus armas y avanzaron hasta el mismo borde de la cámara. La cápsula estaba hundida dos metros en el suelo blando. El piso de la cámara quedaba, por lo tanto, a ras del suelo. La puerta había barrido hacia afuera los altos juncos, y éstos se levantaron de nuevo formando a modo de un seto ante la boca del túnel.
Al saltar fuera de la cabina, Tuanko sintió el leve retemblar de una delgada corteza de tierra endurecida bajo la cual había un suelo blando e inconsistente.
El grupo se detuvo a mirar a su alrededor. Por todas partes se escuchaba el canto de los grillos y el croar de las ranas. Los juncos les cubrían hasta el pecho, y cerca de allí se levantaba un oscuro cañaveral, cuyos penachos mecía una brisa húmeda y suave cargada de efluvios marinos; sal, yodo y algas.
Sobre sus cabezas brillaba la pálida Luna.
—El mar está por ese lado —señaló Adler Ban Aldrik—. Luego la ciudad debe quedar por la parte contraria.
—Artadi, vaya usted a la cabina —ordenó Samper—. Cierre la “Traslator”, comunique al “Hermes” nuestra llegada y quédese aquí. Bajo ningún pretexto se alejará de la cápsula ni permitirá que nadie se acerque a ella.
—Sí, señor —dijo Artadi. Y se alejó andando a lo largo de la cápsula en busca de la escotilla de acceso a la cabina.
—Estamos a siete u ocho kilómetros de la ciudad. Tendremos que utilizar los “back” —indicó Adler Ban Aldrik.
—Bien, de acuerdo —dijo el vicealmirante.
Se colgaron los subfusiles del cuello, se ajustaron las escafandras y accionaron el botón del reostato. Inducida por una corriente eléctrica, la chapa de “dedona” de la caja que llevaban a la espalda creó un campo de fuerza antigravitacional que les empujó por reacción hacia arriba. Esta fuerza de rechazo, característica de la “dedona”, era tanto más enérgica cuanto más próxima a tierra, y disminuía con el cuadrado de las distancias.
Para la intensidad de la corriente que habían utilizado, ésta sólo alcanzaba a elevarles a quinientos metros. A dicha altura quedaron inmóviles, suspendidos en el espacio. Ahora dominaban una perspectiva mucho más amplia; a un lado el océano en calma, rielando a la luz de la Luna, a sus pies la llanura pantanosa surcada de canales entre campos de cultivo, y al otro lado el ancho río espejeante, más cultivos, y a lo lejos la ciudad amurallada, con sus cúpulas y torres brillando mortecinamente. Más alto que ninguna torre, formando siete plantas superpuestas, se elevaba por encima de todo una especie de pirámide escalonada rematada por refulgente pináculo.
Aunque iban provistos de radio individual, los expedicionarios no necesitaban servirse de él. Un mensaje telepático de Samper, quien a pesar de su apellido era tapo puro, bastó para que todos abrieran simultáneamente el acelerador de partículas. Impulsados por un chorro de luz los astronautas volaron sobre el delta en dirección a la ciudad.
Tuanko se preguntó qué pensarían los vigilantes de las murallas si les veían llegar por el cielo empujados por un chorro de luz.
“Seguramente se iban a llevar un susto mortal” —se dijo.
Volaban sobre la orilla derecha del río por la margen contraria a la de la ciudad. A la vista tenían el puente que ya despertó su atención en las ampliaciones fotográficas. El río tenía allí más de un kilómetro de ancho, y la arquitectura del puente había suscitado la curiosidad de Adler Ban Aldrik, por cuanto suponía de progreso técnico.
Ahora, al estar más cerca, comprobaron que no hubo razón para admirarse.
—Es un simple puente de barcas —manifestó el “bundo”—. La ingeniería no está tan desarrollada como había imaginado.
La ciudad era muy grande, mayor incluso de lo que habían calculado, y estaba rodeada por un doble cinturón de murallas, siendo el muro interior más alto que el exterior. En uno y otro se elevaban a distancias regulares altos torreones coronados de almenas. Más tarde, al volar sobre las murallas, verían que entre una y otra existía un foso de unos treinta metros de anchura lleno de agua.
De momento se habían detenido sobre el extremo del puente; una plataforma de madera sostenida por pontones flotantes. La forma achatada de los pontones había hecho suponer al profesor Alejandro que se trataba de estribos de piedra sillar.
—Bueno, sólo es un puente de barcas —dijo el profesor—. Pero, eso sí, están perfectamente alineadas.
—¿Qué les parece si volamos derechos a la ciudad? —propuso el vicealmirante a través de la radio.
—Hemos venido para verla, ¿no es cierto? —repuso el profesor Alejandro.
Abrieron de nuevo el acelerador y volaron sobre el puente en dirección a las murallas.
—Un par de nosotros, por lo menos, deberían dar la vuelta a la ciudad rodeando las murallas, mientras los otros se dirigen al interior —sugirió el vicealmirante, quien como militar propendía hacia las cosas hechas a conciencia.
Los demás guardaron silencio y Samper dijo:
—Tuanko, vaya usted y que le acompañe el sargento Ribo.
—¿Qué debo hacer? —refunfuñó Tuanko—. ¿Medir el grosor de las murallas y ver si tienen cañones?
—Obsérvelo todo con atención. Más tarde redactaremos una memoria de todo lo visto.
—Yo acompañaré a Tuanko —dijo el profesor Alejandro—. Es mejor que el sargento vaya con ustedes por si encuentran algo digno de ser filmado.
El vicealmirante no opuso reparos y Tuanko y su padre se apartaron hacia la izquierda para empezar a rodear la ciudad por aquel lado. Se acercaron a la muralla descendiendo hasta la altura de las almenas. Calcularon diez metros de altura para el muro exterior, y unos quince para el segundo reducto. Poco después veían dos grandes torreones. Ya iban a pasar de largo cuando el profesor Alejandro se detuvo en el aire y dijo:
—Para, vamos a echarle una ojeada a esa puerta.
La luz de la Luna hacía brillar la enorme puerta de una forma extraordinaria. El profesor descendió hasta tocar el suelo, esperando hasta que Tuanko aterrizó a su lado. El piso era de grandes losas, más allá de las cuales se veía un camino polvoriento. Sólo la mitad inferior de las puertas estaba iluminado por la luna, quedando la mitad superior en la sombra que proyectaba el gran arco entre las dos torres.
El profesor echó a andar hasta la puerta, que estaba formada por dos enormes hojas de tres metros de ancho y ocho metros de altura, con grandes clavos cónicos del tamaño de la cabeza de un hombre. Las puertas parecían pintadas de purpurina dorada. Alejandro Aznar se acercó y golpeó primero con los nudillos de su guantelete de “diamantina”, haciéndolo a continuación con la culata de su subfusil lumínico.
—Tuanko, ven aquí. Mira esto.
—¿Qué ocurre?
—Estas puertas ¡son de oro! Tal vez no de oro macizo, pero forradas de oro con planchas de mucho espesor.
—¿Por qué habrán blindado sus puertas con oro? Es un metal muy blando y funde con relativa facilidad. Yo lo hubiera hecho con acero.
—No seas tonto —gruñó el profesor—. En la era que nos encontramos no se conocía el acero, ni siquiera el hierro. Sí el oro, aunque éste ha sido siempre un metal raro, de ahí que se le concediera extraordinario valor. Hacer unas puertas de oro en esta edad supone un alarde de riqueza extraordinario, ¡algo fabuloso, lo nunca visto!
Tuanko quedó perplejo. En Atolón los tapos y los renacentistas utilizaban con prodigalidad el oro en la construcción de tuberías para la conducción de agua, en grifos, en revestimientos exteriores para ventanas, y, en general, en aquellas cosas expuestas a la intemperie para protegerlo de la corrosión. El oro se obtenía fácilmente en las “Karendón” y sólo resultaba un poco más costoso que el plomo por su mayor densidad, lo que suponía un gasto mayor de energía. Pero salvo por sus propiedades antioxidantes y anticorrosivas, el oro no tenía más valor que el plomo, el hierro o el mármol.
—Es cierto, recuerdo haber leído algo en los libros de historia acerca de la pasión que despertaba la posesión del oro. Nunca he podido comprender la mentalidad de aquella gente —dijo Tuanko.
En este momento algo duro golpeó con fuerza sobre la parte superior de la escafandra de Tuanko. El objeto que dio en Tuanko fue rechazado por la “diamantina” y rebotó en las losas. Tuanko se inclinó para recogerlo y lo levantó del suelo.
—Nos han arrojado un palo. ¡Qué desconsideración!
—¡Idiota, no es un palo! Es una lanza —gruñó el profesor tomando lo que Tuanko calificaba de simple palo. Retrocedió andando para atrás, levantando la cabeza para mirar hacia arriba. En ese momento le alcanzó tan violentamente un proyectil, que le dio en la parte anterior de la escafandra y le dejó sentado en el suelo.
Tuanko fue a recoger el proyectil y se lo mostró a su padre.
—Parece un ladrillo.
—¡Es un ladrillo! —rugió el científico poniéndose en pie.
Una cabeza asomaba entre dos almenas. Alguien dio una voz.
—Vámonos de aquí antes que ese energúmeno de vigilante despierte a toda la ciudad —dijo Tuanko despectivamente—. A lo mejor se creen que queremos robarle su oro.
Poniendo de nuevo en marcha sus “backs” se elevaron y partieron impulsados por sus motores fotónicos.
Rodeando la muralla tenían siempre a la vista, por encima del segundo baluarte, la gran pirámide escalonada con su refulgente cúpula. Al dar la vuelta a la ciudad se acercaban a la pirámide. Ésta se levantaba en un extremo del recinto amurallado, en el ángulo del trapecio que formaba la ciudad. Hasta llegar a él contaron 160 torreones en la muralla exterior, 180 en la muralla interior, y tres enormes puertas de oro. La cuarta puerta quedaba entre dos torreones en el mismo ángulo del recinto amurallado donde estaba la pirámide.
Al encontrarse más cerca advirtieron una débil luz en el interior del templete que remataba la pirámide.
—No es una pirámide, es un zigurat —dijo el profesor sin que Tuanko hubiese preguntado nada.
—¿Qué es un zigurat? —preguntó Tuanko en voz alta.
—Es un templo, formado, como ves, por siete cuerpos de edificio superpuestos.
—¿Por qué siete?
—No se sabe. Tal vez fuera el siete un número mágico. Los sumerios, que introdujeron este tipo de edificación, y los babilonios, que los copiaron de los sumerios, eran muy aficionados a la magia. Durante siglos, decir babilonio era sinónimo de mago. La relación entre este pueblo desconocido y los sumerios es evidente. Tal vez los sumerios que se dice llegaron a Mesopotamia por mar procedían de aquí. Vamos a echarle una mirada al zigurat, ya estoy cansado de contar torreones.
—Hay luz en el pabellón superior.
—Ya lo he visto. Seguramente haya allí un cuerpo de guardia, o una lámpara permanentemente encendida en honor del dios.
—¿Cuál dios? —preguntó Tuanko.
—¿Y yo qué sé, demonios? Pareces un chico tonto haciendo preguntas.
—¡Como tú lo sabes todo! Oyéndote hablar me doy cuenta de que soy un perfecto ignorante.
—¡Bastante, hijo! ¡Bastante! —gruñó el profesor.
Tuanko le siguió en su vuelo por encima de las murallas.
Fue entonces cuando descubrieron el profundo foso lleno de agua. El zigurat, macizo e imponente, elevaba sus siete pisos en mitad de un inmenso patio enlosado, el cual, a su vez, estaba separado de la ciudad por otra muralla y una puerta entre recias torres. Adosadas a la muralla, por el lado interior de ésta, se veía una serie de bajas edificaciones porticadas, destinadas, seguramente, a viviendas de los sacerdotes bajo cuya custodia estaba el templo.
Entre la muralla y la escalinata de un solo tramo que llevaba hasta el primer piso del zigurat, se extendía una avenida flanqueada de grandes figuras de animales, al parecer leones alados con rostro humano. Bajo la luz de la Luna, estas efigies reverberaban como hechas de oro bruñido.
Los dos Aznar fueron a aterrizar en el rellano, al final del primer tramo de la escalinata del zigurat. Otro empinado tramo de escaleras alcanzaba al segundo piso, terminando allí. Para llegar a los restantes pisos la escalera giraba adosada a los muros, pero allí era mucho más estrecha.
—¡Fantástico! —exclamó el profesor maravillado—. ¡Realmente fantástico!
—La vista debe resultar todavía más espectacular desde arriba —señaló Tuanko—. ¿Subimos?
En este momento escucharon en sus auriculares la voz de Adler Ban Aldrik.
—¡Hola, Alejandro! ¿Estáis en el zigurat? Quedaos ahí, vamos a reunirnos con vosotros.
—De acuerdo, os esperamos —contestó el profesor Aznar.
Quedaron silenciosos un par de minutos, contemplando la bella perspectiva sobre la ciudad. Ésta estaba formada en su mayor parte de pequeñas casas de adobe con techumbre de paja, pero había una zona, próxima a la muralla del zigurat, donde estaba la mayor concentración de palacios y edificios suntuosos, de dos y hasta tres plantas.
—Voy a ver qué hay arriba —dijo Tuanko.
—Bueno, pero no tardes. Los otros no van a tardar en llegar.
Tuanko abrió el reostato de su “back”, alojado en un rebaje del antebrazo izquierdo de su armadura. Subió rápidamente hasta el último piso del zigurat, que era el más estrecho de los siete y estaba ocupado por un palacete rematado por una cúpula dorada. Las tejas del palacete eran de oro. Todo el exterior estaba revestido de azulejos. Este templete tenía una puerta y tres ventanas, y de su interior salía un tenue resplandor amarillento. Una cortina ondeaba al viento.
Desde lo alto de la cúpula Tuanko se dejó caer de pies en la terraza que rodeaba el templete. La puerta, alta y angosta, estaba forrada en el exterior por planchas de oro. Tuanko probó a empujarla. La puerta era muy pesada y chirrió levemente al girar sobre sus goznes.
En efecto, había luz en el interior del templete, y ésta procedía de una lámpara de aceite, cuya llama temblaba a punto de apagarse a causa de la corriente de aire. Al abrirse totalmente la puerta se estableció una corriente que apagó la llama.
Alguien dejó escapar un grito ronco.
El templete no estaba vacío y la mano enguantada de Tuanko se posó instintivamente en el subfusil lumínico que le colgaba del cuello sobre el pecho. Vio una cortina ondeando, y contra ésta una silueta.
Tuanko empuñó la linterna que llevaba colgando del cinto, la encendió y la enfocó sobre la figura. Era una mujer. Ésta lanzó un pequeño grito y se cubrió el rostro con las manos.
El astronauta sintonizó su mente con la del habitante del templete. Lo primero que descubrió fue el gran terror que ofuscaba aquella mente. Con todo, la mujer se esforzaba por armarse de valor.
“Él ha venido. ¡Los dioses han regresado! ¡Es Marduk! No debo tener miedo, o sabrá lo que pienso y me fulminará con su cólera” —hablaba consigo mismo la mujer.
Tuanko le habló al mismo tiempo que le transmitía telepáticamente sus pensamientos:
—No temas, mujer. No voy a causarte daño alguno, tranquilízate.
Para darle tiempo a reponerse del susto, Tuanko apartó la linterna de ella y abrió el foco de modo que la luz se dispersara llenando toda la habitación. Vio entonces una cama de oro cubierta de pieles de tigre y pantera, una mesa, también de oro y sobre ésta la lámpara humeante, una gran fuente repleta de frutos, y una especie de bandeja con una ave asada. En otra fuente contigua había un lechón también asado, y flores y hierbas aromáticas esparcidas sobre la mesa. Todos los objetos que estaban sobre la mesa eran de oro puro.
Tuanko quedó sorprendido, pues esperaba encontrar en el templete la esfinge de algún ídolo, fuera de oro o de piedra tallada. Pero no vio ningún dios, sólo la mujer, que por cierto era joven y tenía una hermosa figura. Sólo estaba vestida con una túnica de gasa transparente, a través de la cual se apreciaban no sólo los contornos del cuerpo, sino la sombra del vello del pubis y los pezones sonrosados de los firmes y redondos senos. En otras palabras, la mujer estaba desnuda debajo de su sutil vestido.
Ella apartó las manos del rostro y Tuanko vio entonces que era muy joven, casi una niña, aunque extraordinariamente desarrollada y muy bonita.
—¿Quién eres? —le preguntó Tuanko.
La muchacha no podía entender el castellano de Tuanko, pero el sentido de su pregunta llegó perfectamente hasta ella a través de las facultades telepáticas del joven tapo.
—Soy Yona, tu esclava, Señor. Soy tu esclava —murmuró la muchacha juntando las manos y haciendo una reverencia.
El idioma de la joven era totalmente desconocido para Tuanko, sólo que éste no escuchaba las palabras, sino que leía el pensamiento de Yona.
—¿Estás sola? ¿Qué haces aquí?
—Te esperaba, mi Señor.
—¿Me esperabas? ¿Es que acaso sabías que yo iba a venir?
—Te esperamos siempre, Señor. Todas las noches… durante todo el tiempo. Mis compañeras y yo… una cada noche, durante todas las noches de la semana. Somos las vírgenes, Señor. Las vírgenes destinadas a regalar al Señor Marduk, a servirte el vino en la copa de oro, a proporcionarte placer en el lecho. Soy tuya, Señor, tu esclava Yona. ¿Tienes hambre, Señor? Toma el reclinatorio, sacia tu hambre y tu sed, y después yace conmigo si soy de tu gusto.
—¡Caramba! —exclamó Tuanko sorprendido—. Eres muy bonita, muchacha, difícilmente podría negarse uno a tu amable invitación, sólo que el momento no es oportuno. Vamos, quiero decir que así en frío… ¡pues, no sé, hija!
A través de los auriculares escuchó la voz de su padre:
—¡Tuanko! ¿Con quién hablas, demonio?
—Acabo de hacer una conquista, papá. Un flechazo a primera vista. Y eso que todavía no me he quitado la escafandra y la armadura. ¡No veas cuando me conozca!
¡Demon…! —la saliva se le atragantó al científico haciéndole toser—. ¿Es una chica? ¡Tuanko, no le des al verbo conocer el mismo sentido que los respetuosos padres de la Biblia que no estamos para eso! ¡Baja!
—Pero es que la chica es preciosa ¡y me ha confundido con un dios!
—¿Con un dios? ¡Oh, espera, aquí acaba de llegar tu tío!
—Tuanko —habló la voz de Adler Ban Aldrik—. ¿De qué dios hablas?
—Aquí hay una joven que me ha confundido con alguien llamado Marduk.
—Marduk fue el dios de los sumerios y caldeos —dijo Alejandro Aznar.
—Tuanko —volvió a hablar el “bundo”—. Si la chica te ha confundido con un dios, debes comportarte como un dios.
—¡Pues vaya una papeleta! Me gustaría saber cómo se comportaría el verdadero Marduk en mi lugar —dijo Tuanko.
—Espera, no hagas nada. Voy a subir donde tú estás —dijo Adler Ban Aldrik.
Tuanko soltó un gruñido, dejó la linterna eléctrica sobre la mesa y se arrancó la escafandra. La joven seguía temblando en su rincón, aunque parecía haber controlado su miedo. Su agitación se debía a un puro fenómeno psicológico, sencillamente le impresionaba la presencia del dios.
Contra lo que Tuanko esperaba al arrancarse la escafandra la actitud de Yona no cambió después de comprobar que se trataba de un hombre real. Sin duda la chica sabía que había un hombre debajo de aquella impresionante armadura. Yona pensó: “Es muy hermoso, aunque no tan alto como me habían asegurado.”
Tuanko medía descalzo un metro ochenta y dos centímetros. ¿Qué estatura debería tener el dios Marduk, si él todavía le parecía bajo? La muchacha en cambio era pequeña, de baja estatura, morena y de cabellos muy negros y rizados. Después de contemplarle, Yona se le acercó diciendo:
—Te ayudaré a despojarte de tu armadura, mi Señor. Debes estar cansado…
En este momento se escuchó en la terraza el ruido del subfusil de Adler Ban Aldrik al golpear la coraza de “diamantina”. El “bundo” apareció en la estrecha puerta. De la tobera de su “back” brotaba todavía la luz, y ésta le envolvía como en un polvo de oro, haciendo destacar en silueta su recia figura enfundada en la escafandra y la armadura de “diamantina”.
Así era como Tuanko había aparecido a los ojos de Yona, y no era de extrañar que la pobre muchacha se sintiera impresionada. Adler Ban Aldrik era mucho más alto que Tuanko, medía dos metros de estatura descalzo, y su talla parecía mayor con los tacones de sus zapatos y el volumen de la gran escafandra de cristal azul, que con la escasa luz parecía negro.
“Éste es el verdadero Marduk, el otro debe ser su hijo” —se dijo la asustada muchacha.
Adler Ban Aldrik miró atentamente a su alrededor, se hizo cargo de la escena y habló a su sobrino:
—La joven nos ha tomado por sus dioses. No debemos defraudarla, aunque no esté bien mentir. Dejemos simplemente que siga en su confusión, puede ser mejor para nosotros y estaremos más seguros.
Entonces se escuchó la voz del vicealmirante Samper que decía por la radio:
—Escuchen, está llegando gente al patio. Seguramente alguien nos ha visto y ha corrido la voz de alarma. Saben que estamos aquí, ¿qué hacemos?
—Usted es el jefe de la misión —se oyó decir al profesor Alejandro.
—Bajo el punto de vista militar, una retirada sería una buena maniobra estratégica.
Habló Adler Ban Aldrik y dijo:
—No podemos marcharnos ahora, si lo hiciéramos perderíamos la oportunidad de conocer a esta gente. Nos han confundido con sus dioses, lo cual quiere decir que nos respetarán mientras permanezcan en su error. Dejémosles la iniciativa, esa es mi proposición.
—Bien, de acuerdo; pero bajen aquí, por favor. Si ocurre algo prefiero que estemos todos juntos —dijo el vicealmirante.
—Tuanko, el vicealmirante quiere que bajemos —dijo Adler Ban Aldrik.
—¿Qué hacemos con la chica?
—Déjala, ¿qué otra cosa podemos hacer?
—¿Te has fijado? Tienen vino, comida y hasta una doncella siempre preparada esperando la llegada de su dios. Me pregunto quién será el tunante que se aprovecha de la ignorancia de esta pobre gente.
—Todo es muy interesante, ¡muy interesante! —murmuró el doctor Fidel mirando a su alrededor—. Vamos a bajar.
Tuanko dirigió una sonrisa de disculpa a la muchacha, se caló la escafandra y siguió a su tío por la puerta de oro hasta la terraza. Bajaron por las escaleras, descendiendo de uno a otro piso hasta reunirse con los demás en el rellano de la primera terraza.
La Luna estaba a mayor altura e iluminaba casi perpendicularmente el patio, donde se había reunido alrededor de medio centenar de personas. Arriba, en las murallas, había otros hombres armados de lanzas mirando con asombro a las cinco figuras cubiertas de vidrio que estaban de pie en el primer rellano de la gran escalinata.
Había que ponerse en lugar de los habitantes de la ciudad para comprender el tremendo efecto que causaba en éstos la presencia de los extranjeros. Allí en plena Edad del Bronce, cinco seres extraordinarios se presentaban de improviso “bajados del cielo”. Estos seres ni siquiera vestían como hombres, sino que se cubrían con una extraña armadura y encerraban su cabeza en una bola de cristal oscuro.
¿Qué pensaban aquellas gentes de sus extraños visitantes?
Adler Ban Aldrik había podido responder a esta pregunta, pues fue en este momento cuando el monje “bundo” sintió la presión psíquica de una mente poderosa que le interrogaba telepáticamente:
“¿Quienes sois, de dónde venís?”
Fidel Aznar respondió:
“Mi nombre es Adler Ban Aldrik, mi patria es Bartpur. Hemos viajado largo tiempo por el cielo hasta llegar aquí. No sé quién eres, a pesar de que reconozco en ti algo vagamente familiar. ¿Cómo te llamas?”
La otra mente respondió:
“Soy Mu-Ra, hijo de mortales y de los dioses, Gran Sacerdote. Reconozco en ti los poderes de Marduk, ¡oh, Aldrik! He profetizado vuestro regreso, lo he anunciado a nuestro pueblo, pero mi voz no ha sido escuchada. Tu cólera es justa, Señor. Tus delegados no han sido capaces de contener la viciosa tendencia de los mortales a la corrupción, la violencia y el crimen. ¡Merecemos tu castigo, Señor… merecemos tu castigo!”
Adler Ban Aldrik aumentó el volumen de su amplificador y su voz atronó los espacios, despertando sonoros ecos en las murallas y llenando de temor a los que le escuchaban desde el patio. Sin embargo, Fidel no empleó el castellano, sino el antiguo bartpurano, lengua muerta que los tapos no conocían.
—¡Mu, hijo de mortales, descendiente de los dioses, acércate para que pueda ver tu rostro! ¡Mu, Gran Sacerdote, ven a mi presencia!
Un clamor de lamentos se elevó del patio y todos los que se encontraban allí se echaron de bruces sobre las losas. Todos a excepción de un hombre que vestía una larga hopalanda y se tocaba la cabeza con un alto sombrero cilíndrico, el cual echó a andar en dirección al pie de la escalinata.
—Subamos al templo —transmitió telepáticamente el “bundo” a sus compañeros.
Mientras ascendían la empinada escalinata hasta la segunda plataforma, Alejandro Aznar preguntó por la radio:
—¿Qué te propones hacer, tío?
Adler Ban Aldrik redujo el volumen de su amplificador y respondió:
—He descubierto algo extraordinario. Ese sacerdote, Mu, habla bartpurano.
—¡Pero el bartpurano es una lengua muerta desde hace un millón de años! —exclamó Alejandro Aznar.
—Olvidas que no estamos en el tiempo de Atolón, sino un millón y varios milenios de años antes de nuestro tiempo real. Los antiguos bartpures fueron grandes astronautas y exploradores. Sus astronaves recorrían el Universo mucho antes que el género humano apareciera sobre la Tierra, y encendieron la llama de la vida y despertaron la luz de la inteligencia en los más remotos mundos. Hasta hoy no hemos tenido constancia de que la Tierra fuera uno de los planetas visitados por los bartpuranos, pero existe esa posibilidad. Tal vez estuvieron aquí más de una vez, y la última ha debido tener lugar en fechas recientes. Recientes si tenemos en cuenta el tiempo actual de este planeta, que corresponde a nuestro más remoto pasado.
—Es decir, si hubiésemos llegado con una diferencia de solamente un milenio, pudimos habernos encontrado con una astronave bartpur —dijo Tuanko Aznar—. Ante ellos nosotros seríamos viajeros del futuro. Podríamos haberles contado cómo su raza se extinguiría en Bartpur, cómo llegarían tiempo después los terrícolas y recibirían los conocimientos de la técnica bartpur, y cómo a su vez se extinguiría la civilización terrícola, quedando perpetuada en los actuales tapos, que somos nosotros. ¡Algo realmente fantástico!
El grupo alcanzó el final de la escalinata y se detuvo ante un atrio de extraña y bárbara belleza, con un alto friso de figuras de mosaico sostenido por una fila de robustas columnas de madera dorada, con dibujos de vivo color e incrustaciones de bronce.
—Debe ser el templo de Marduk —dijo Adler Ban Aldrik—. Entremos.
El templo, abierto a los cuatro puntos cardinales, tenía el piso recubierto de losetas de azulejos, de un vidriado perfecto, con su característica tonalidad azul. En el centro, sobre un pedestal de oro macizo, se levantaba una extraña efigie tallada en negra y pulida obsidiana; una figura que su aspecto general difería poco del de los propios viajeros, excepto porque medía casi tres metros de estatura.
Los tapos quedaron mirando sorprendidos la imponente imagen. ¡El dios Marduk había sido un astronauta!