9. Desesperación

 

 

 

Daiva entró furiosa en la sala de reuniones, cerrando tras de sí con un fuerte portazo. Se encaminó con paso rápido hacia la mesa de Aradia y dio un puñetazo sobre ella.

 

              — No puedo hacerla hablar— gritó con rabia—. ¡Cómo odio a esa mujer...!

 

              — Siéntate— ordenó Aradia con voz firme—. ¿Quién te ha dicho que puedes presentarte ante mí con esas maneras?

 

Daiva agachó la cabeza y se sentó, sonrojándose. Aradia permaneció unos segundos en silencio, esperando a que la mujer se calmara.

 

              — Puedes continuar— le dijo al fin— ¿Cómo es que no puedes hacerla hablar? ¿No presumías de que podías hacer confesar a cualquiera que pusiésemos en tus manos?

 

              — Sabéis que hasta el día de hoy siempre ha sido así, mi señora— la voz de Daiva era más suave pero en sus ojos seguía ardiendo la misma rabia—. Pero con esa mujer es imposible. Es capaz de levantar una barrera mental que aísla el dolor. Creo que podría despellejarla por completo sin que pronunciase un solo suspiro.

 

              — Espero que no hayas ido demasiado lejos para hacerla hablar.

 

              — No, mi señora. He empezado utilizando los procedimientos habituales para el primer día. Estoy acostumbrada a que la gente no confiese al empezar, que simplemente suplique o intente rebelarse. Es el incremento gradual de las torturas y las noches en la celda pensando en lo que deparará el día siguiente lo que suele hacer confesar a los reos...

 

              — Es suficiente— la cortó Aradia, levantándose—. No necesito saber los detalles.

 

Aradia caminó hacia la ventana, dándole la espalda. A pesar de que Daiva era una de sus más valiosas colaboradoras, aquella faceta suya la repugnaba. Tanta crueldad, tanta minuciosidad a la hora de administrar dolor, tanta frialdad... Estaban en el mismo bando, pero a veces le recordaba tanto a la gente contra la que llevaba siglos planeando vengarse que no soportaba mirarla a la cara.

 

              — Está bien— Daiva esperó unos segundos y continuó hablando—. Emma se limitó a quedarse muy quieta, mirando el vacío, como si estuviera totalmente ausente... Al principio pensé que fingía pero al cabo de unas horas me convencí de que no era así. No sé adónde va su mente, pero podría llegar a matarla sin que sintiese el más mínimo dolor. Es mucho más poderosa de lo que pensaba. ¿Estáis seguros de que no es la elegida?

 

              — ¿Crees que la habría dejado toda una mañana en tus manos si tuviera la más mínima sospecha de que pudiera ser la elegida?— contestó Aradia, volviéndose—. Andreas ha asegurado que no lo es.

 

              — Entonces, ¿cómo vamos a encontrar a la elegida? ¿Cómo vamos a hacerla hablar?

 

Aradia no contestó. Empezó a caminar con pasos lentos sobre la alfombra, de la ventana a la chimenea, mientras ponía en orden lo que sabía de Emma. Parecía luchadora, valiente y obstinada. No se dejaría vencer por muchas demostraciones de fuerza que ellos hicieran. Pero la razón por la que no quería hablar era que se preocupaba por las mujeres de esa imagen, que no quería ponerlas en peligro, que sufría por la gente que la importaba. Ese sería el punto débil que utilizarían.

 

              — Dejemos que reflexione esta noche— contestó por fin—. Por muy poderosa que sea, no podrá mantener esa separación de su mente por tiempo indefinido, así que esta noche sufrirá la mordedura del dolor y del miedo. Y mañana todos te acompañaremos a buscarla a su celda. Le daremos un buen motivo para que hable con nosotros.

 

 

 

Luna se levantó despacio de la cama y abrió la ventana, intentando que la habitación se refrescase. El calor durante todo el día había sido sofocante, tan seco que parecía que respirase fuego con cada bocanada. Se sentó en el alfeizar, intentando captar algo de brisa pero, a pesar de que eran más de las tres de la mañana, el ambiente continuaba igual de cálido y agobiante.

 

Pasó unos minutos contemplando la calle. No se veía a nadie ni se oía el sonido incesante del tráfico. Pudo percibir a lo lejos el rumor del motor de un camión de la basura y escuchó los maullidos lastimeros de varios gatos. La ciudad parecía tan distinta, tan vacía y muerta... Aquella soledad no era tranquila y reconfortante, como la de los bosques de Estella. Echaba tanto de menos el sonido del viento en las ramas de los árboles, la sinfonía constante de los grillos y las ranas... Había pasado allí muy poco tiempo pero aquel lugar se le había quedado marcado muy dentro. Casi parecía que la llamara. Aquellas tierras eran cambiantes, mágicas... El asfalto de Madrid había enterrado toda aquella energía, no se podía percibir en ningún lugar la fuerza de la Tierra, de los antiguos dioses.

 

Elevó la mirada hacia lo alto, intentando vislumbrar la luna o las estrellas más allá de los altos edificios pero no pudo percibir nada más que un cielo amarillento, cubierto de polución. Suspiró, sintiéndose muy vacía por dentro. Nunca se había sentido así antes. Era tan extraño sentir nostalgia en tu propia casa...

 

Bajó del alfeizar, encendió la luz de la mesilla, recogió el libro de su tía y se sentó en la cama. Entre las páginas Cristina había metido unos folios en los que se resumían sus investigaciones de aquel día. Luna revisó todas las hojas, intentando encontrar algo que pudiera ayudarla, que le indicase cuál era el primer paso que debía dar. La verdad era que no habían encontrado nada relevante. Habían estado buscando los nombres de la gente de la que su tía hablaba pero no habían conseguido ningún resultado. Olwen, Daiva o Ana eran nombres comunes de los que no habían podido sacar ninguna información. Le había escrito a su tía, pidiéndole que concretara, que intentase averiguar sus apellidos pero por el momento no había recibido respuesta. En cuanto al nombre de Aradia... No sabía qué pensar. Según la mitología, Aradia era la hija de la diosa Diana, enviada a la Tierra para enseñar las artes mágicas a los seres humanos. Ya le costaba creer que el mundo en el que vivía ahora su tía tuviera algo que ver con el legendario rey Arturo y la mítica isla de Ávalon pero aquellos nuevos datos le parecían irreales y ridículos. La mujer que llevaba el nombre de Aradia debía haber adoptado aquel nombre para aumentar su imagen de poder, para afianzar su reinado en Eilean. Pedirle que creyera que su tía estaba a merced de una mujer de ascendencia divina era ya demasiado. Tendría que volver a escribirle y pedirle que intentase averiguar el verdadero nombre de la reina de Fasghaid.

 

Pasó las páginas hasta llegar a la última para escribirle un mensaje y descubrió que habían aparecido unas nuevas líneas. Las leyó con avidez, rogando para que contuviesen algún dato que aportase algo de luz:

 

 

 

No puedo escribir mucho esta noche. Estoy tan cansada... No tengo los nombres que me pediste pero no es necesario que sigas preocupándote por mí. Tu única misión es avisar a las mujeres de la familia para que este destino no caiga sobre ellas. Habla con tu padre y que te ponga en contacto con cualquiera de ellas. Él comprenderá que es importante y te ayudará.

 

No sigas intentando encontrar la manera de liberarme, es inútil. Ahora sé que nunca me dejarán marchar, que nunca podré salir con vida de este lugar. Te libero de tu promesa. No, te ordeno que no la cumplas. Vive tu vida y sé muy feliz. Te quiere,

 

 

 

Emma

 

 

 

Luna releyó el mensaje, intentando comprender. ¿Por qué se rendía su tía ahora? Tenían una manera de comunicarse, estaban intentando encontrar la manera de liberarla. ¿Por qué le prohibía que la ayudara? ¿Cómo podía pensar que iba a dejarla abandonada y continuar con su vida como si nada pasara? Se fijó en las letras del mensaje, torcidas y apretadas, como si le hubiese costado muchísimo esfuerzo escribirlas. En algunos lugares de la página aparecían manchones oscuros. Se levantó de la cama con el libro en los brazos y encendió la luz. Era sangre. La página estaba manchada con la sangre de su tía. ¿Qué era lo que le estaban haciendo? Cerró el libro y lo tiró encima de la cama, como si pudiese alejar la angustia y el miedo que la invadían con aquel gesto. Con los ojos arrasados en lágrimas cogió su teléfono móvil y marcó el número de Cristina.

 

 

 

Ana se mantenía aferrada a los brazos de Emma, como si no quisiera dejarla marchar nunca. Después de pasarse toda la noche curándole las heridas y llorando por lo que le estaban haciendo, la pobre chiquilla se había quedado dormida. Emma la separó con cuidado y la tendió sobre el suelo. La miró con cariño, preguntándose qué habría hecho para ganar ese afecto tan incondicional. La cara de Ana estaba tranquila por fin. Emma le apartó un mechón de pelo que había escapado de sus largas trenzas. Aquella chiquilla le hacía pensar en Luna, en todo lo que no habrían podido compartir, en el tiempo que les había sido arrebatado y que ahora sabía que no podrían recuperar. Se sintió culpable por el daño que estaba causando a ambas niñas, por las preocupaciones que les estaba provocando. Sacudió la cabeza y se puso en pie. No tenía tiempo para aquellos pensamientos. A pesar de la oscuridad de la celda, sentía que el amanecer estaba ya muy cerca y que pronto vendrían a buscarla. Debía prepararse para afrontar un nuevo día de pesadillas.

 

Alejó de su mente todo pensamiento negativo y se concentró en los rezos a la Diosa que había aprendido de su madre. Dio gracias por todos los buenos momentos vividos, por todas las cosas positivas que su poder le había permitido hacer durante sus años de vida, por la gente maravillosa que había conocido y a la que había podido ayudar, por cada una de las sonrisas que le habían dedicado. Y rogó para tener la fuerza suficiente para aguantar el dolor, para no traicionar a sus seres más queridos, para poder proteger a aquellos que amaba de todo aquel mal. Rogó incluso para que la diosa le permitiese morir antes de decir algo que pudiese perjudicarlos.

 

La puerta de la celda se abrió y, durante unos segundos, incluso la débil luz de las antorchas la deslumbró. Había varias figuras en la puerta, recortándose contra la luz. Unos segundos después logró reconocer a la persona que encabezaba el grupo. Sonrió satisfecha. Debía haber enfadado mucho a Daiva para que la propia reina de Fasghaid bajase hasta allí para hablar con ella.

 

              — Buenos días, Emma— saludó Aradia como si estuvieran en una recepción en el salón del trono—. Hemos venido porque esperamos que hoy estés más dispuesta a cooperar.

 

              — No encuentro ninguna razón por la que mi actitud deba variar— contestó Emma, erguida y orgullosa a pesar de las heridas—. Ya demostré ayer que las torturas no surtirán ningún efecto.

 

Aradia dio unos pasos dentro de la celda. Detrás de ella entraron Daiva y Olwen, llevando antorchas. Les seguía un hombre de pelo grisáceo y porte militar, completamente vestido de negro. La mirada de aquel hombre le provocó un estremecimiento, como si aquellos ojos hubiesen conseguido que la temperatura de su sangre bajase un par de grados.

 

              — Daiva nos ha pedido ayuda en tu interrogatorio y no vamos a marcharnos sin una respuesta— explicó Aradia—. Esa es la razón de esta reunión.

 

              — Entonces va a ser una reunión muy larga— dijo Emma con tono burlón—. ¿Os importa que me siente?

 

El hombre de pelo gris avanzó un paso con la mano en alto, como si fuese a golpearla. Aradia extendió un brazo y le detuvo. Emma se mantuvo firme en su sitio, paseando la mirada de uno a otro para demostrarles que no les temía. Era fácil comprender la mirada airada del hombre de negro, el odio que se reflejaba en las facciones de Daiva. Pero la mirada de admiración de los ojos de Olwen  y la sonrisa que no pudo contener ante su comentario la desconcertaron. ¿Quizá podría conseguir apoyo de él?

 

Aradia avanzó otro paso y se colocó muy cerca de ella. Su expresión también le resultó extraña, demasiado segura de sí misma, como si tuviera la situación bajo control.

 

              — Ayer probaste la hospitalidad de Daiva— continuó Aradia—. Supongo que encontrarías la experiencia muy instructiva.

 

              — Sí, aprendí que soy más fuerte de lo que yo misma creía y que podríais matarme antes de que soltara una sola palabra— Emma trató de imprimir a sus palabras una firmeza y convicción que estaba muy lejos de sentir—. Pero podéis seguir intentándolo si eso os complace.

 

              — Nada en el mundo complacería más a Daiva— contestó Aradia—. Pero yo también estoy segura de que no funcionaría y no me gusta malgastar el tiempo de mis consejeros. Así que vamos a utilizar tu punto débil para ayudarte a colaborar.

 

              — ¿Mi punto débil?— preguntó Emma, confusa.

 

              — Sí, a pesar del gran poder que hemos percibido en ti, tienes una cualidad que te hace muy vulnerable— la sonrisa de Aradia se hizo más amplia—. Te preocupas demasiado por los demás y le has tomado aprecio a esa criada. Así que hoy serás nuestra invitada de honor. Te sentaremos en primera fila para que puedas apreciar todos los detalles mientras Daiva la tortura.

 

Emma se giró hacia Ana. La niña se había despertado y contemplaba la escena con el rostro desencajado por el terror. Un guardia entró, la levantó del suelo y la empujó hacia la puerta. Ana comenzó a gritar y extendió sus brazos hacia Emma, buscando ayuda. Emma se mantuvo firme mientras se la llevaban. La única esperanza de Ana es que ellos pensasen que no le importaba lo más mínimo.

 

              — No os servirá de nada— les dijo—. Conozco a esa niña desde hace días. ¿De verdad creéis que me importa tanto como para poner en peligro la vida de alguien de mi propia sangre a cambio de la suya?

 

              — No intentes aparentar indiferencia— contestó Aradia—. Sé cómo eres.

 

              — La niña no sabe nada. Además, es muy débil. Morirá en menos de una hora en manos de Daiva. No lograréis sacarme nada con su tortura— Emma intentó no hacer caso a los sollozos, suplicas y gritos aterrados que se escuchaban alejándose por el pasillo.

 

              — Su muerte no es problema— dijo Aradia señalando al hombre de negro—. Te presento a Andreas. Lleva muchísimos años estudiando las oscuras artes de la nigromancia y le he visto hacer cosas asombrosas. Puede levantar a esa chiquilla de la muerte las veces que sean necesarias para que Daiva siga torturándola en tu presencia.

 

Emma sintió que toda la sangre de su cuerpo se helaba por completo. Una sola mirada a la cara de Andreas le hizo comprender que Aradia decía la verdad. Sintió que todo su aplomo la abandonaba pero, aún así, se forzó a continuar pensando, a buscar una salida a aquella situación. No podía tomar una decisión en aquellas circunstancias. Eligiese lo que eligiese, alguien a quien apreciaba saldría dañado. Rogó a la diosa que la ayudase en aquel momento oscuro y la respuesta le llegó como una inspiración.

 

              — Si la tocáis, me mataré— gritó desafiante.

 

              — ¿Qué dices?— Aradia la miró como si estuviera loca—. No puedes hacer eso.

 

              — Sí que puedo— Emma volvió a erguirse, sintiendo que el aplomo y el valor la invadían—. Conozco rituales que me matarían de forma instantánea y no dudaré en utilizarlos. La información que necesitáis desaparecerá conmigo para siempre.

 

La sonrisa de seguridad desapareció del rostro de Aradia, dando paso a una expresión de desconcierto. Se giró hacia sus compañeros, buscando una respuesta hasta quedar frente a Andreas.

 

              — Si ella muere, ¿podrías levantar su cuerpo y obligarle a decirnos lo que sabe?— le preguntó, ansiosa.

 

Andreas la observó de arriba a abajo durante unos segundos, como si la estuviese viendo ya como un cadáver al que dominar. Unos segundos después negó con la cabeza.

 

              — Si su voluntad y su poder son tan fuertes como dice Olwen, esas cualidades seguirán presentes después de muerta— contestó por fin. Su manera de hablar era lenta. Su voz, fría y profunda, arrancó ecos a las paredes de la oscura mazmorra.

 

Aradia volvió a girarse, buscando una solución a aquel obstáculo. Su mirada se posó esta vez en Olwen. Se acercó un par de pasos a él y posó una mano en su brazo, como si buscara su apoyo.

 

              — ¿Crees que lo haría?— le interrogó—. ¿Podrías percibir al menos si lo que dice es cierto?

 

              — Su mente está totalmente cerrada para mí, ya os lo he dicho— contestó Olwen, encogiéndose de hombros—. Supongo que tendremos que fiarnos de su palabra.

 

              — No— gritó Aradia—. No creo que sea capaz de hacerlo. Seguiremos tal y como lo habíamos hablado.

 

              — Dejaré que Olwen vea esa parte de mi mente— intervino Emma—. Le dejaré acceder a mis pensamientos para que veáis que no miento.

 

Olwen se separó de Aradia y avanzó unos pasos, parándose frente a Emma. Le dirigió una leve sonrisa y le tendió la mano. Emma se quedó quieta mirándola, como quien está alerta ante el ataque de un animal salvaje.

 

              — Dame la mano, no temas— le dijo Olwen con voz tranquilizadora—. Servirá para facilitar el contacto.

 

              — He dicho que te dejaré ver esa parte de mi mente pero no voy a facilitaros nada— respondió Emma—. Adelante.

 

El joven la miró a los ojos y se concentró. Emma sintió de nuevo su conocida presencia, la leve presión de otra mente intentando colarse en la suya. Se concentró en aquel pensamiento, en la firme voluntad que tenía de matarse antes de permitir que alguien más saliese herido e intentó con todas sus fuerzas aislar el resto de sus ideas y recuerdos. Sintió que Olwen captaba ese pensamiento y se retiraba, dejando una estela de sentimiento de gratitud. Se sintió sorprendida. Él no había intentando entrar más allá, había respetado la barrera que ella había colocado sin intentar tantearla siquiera. Volvió a plantearse si habría alguna posibilidad de conseguir algo de él, si habría alguna manera de conocer hasta qué punto llegaba su fidelidad a la causa de Aradia.

 

              — Dice la verdad— informó Olwen a los demás—. Está convencida de matarse si dañamos a la chica y además tiene el poder para hacerlo.

 

Aradia salió furiosa de la sala, seguida de cerca por Andreas y Daiva. Olwen se retrasó unos segundos y, cuando los demás no podían verle, se despidió con una reverencia. Emma deseó poder colarse en su mente y saber qué significaba todo aquello, si de verdad era respeto lo que había captado en sus ojos.

 

 

 

Olwen salió y el guardia cerró la puerta detrás de él. El joven recogió una antorcha de la pared y caminó por el pasillo, llevándola en alto. Unos metros más adelante se podían escuchar las palabras airadas de sus compañeros. Debían estar en la sala de torturas, esperándolo. Deseó que la reunión no durase mucho. Aquel lugar le incomodaba, le traía ecos del pasado que oprimían su espíritu. No veía el momento de volver a encontrarse bajo la luz del sol.

 

Cuando llegó a la sala, se quedó esperando en la puerta, contemplando al grupo. Andreas observaba los instrumentos de tortura con aire distraído. Daiva se había sentando en el lugar desde el que solía pasar horas contemplando el sufrimiento de sus víctimas. Al fijarse en Aradia comprendió el silencio de los otros dos. Paseaba a largas zancadas de una pared a otra con las mejillas encendidas por la ira y la respiración agitada. Cuando estaba así, era mejor esperar unos minutos hasta que ella misma decidiese decir la primera palabra. Olwen la conocía desde muchos años atrás y sabía que la derrota que Emma acababa de infringirle tendría su precio. Nadie frustraba así los planes de la reina sin probar su venganza.

 

Unos minutos después, Aradia se paró en medio de la sala y les observó. Parecía haber recuperado la compostura y estar preparada para hablar. Esperó hasta que las miradas de los demás estuvieron fijas en ella y empezó:

 

              — Esa mujer no va a conseguir vencernos. Hablaré con Graciana para que haga un último intento de conseguir esa información— esperó en silencio a que los demás asintieran en señal de conformidad—. Si eso tampoco da resultado, tendremos que volver a empezar. Olwen tendrá que volver a buscar a la posible elegida y tratar de sondear su mente.

 

              — No lo puedo creer— protestó Daiva—. Puede llevarnos años y sólo por la testarudez de esa mujer.

 

              — Tienes razón, Daiva— contestó Aradia—. A nosotros nos costara años pero a ella le costará la vida. Si se niega a hablar, será condenada a morir en la hoguera.