6. Un puente
entre dos mundos
Emma dibujó una sonrisa de agradecimiento cuando el guardia la sujetó por el brazo, impidiéndola caer. Había intentado hacer creer a Daiva que su visita a las mazmorras no la afectaba lo más mínimo. Llevaban horas recorriendo aquel inmundo laberinto, donde cada curva parecía esconder un horror aún mayor. De todos los rincones parecían llegar gritos y lloros, como el rumor continuo de una corriente subterránea hecha de dolor y lágrimas, de los lamentos de los prisioneros encerrados y el ulular de las almas en pena de los allí fallecidos.
El lugar era frío y húmedo. Producía la incómoda sensación de que aquella humedad se posaba en la piel e intentaba colarse dentro e instalarse para siempre. Se sentía continuamente al borde del desvanecimiento y, a pesar de que luchaba contra ello, aquella lucha comenzaba a costarle demasiado.
Según habían ido descendiendo por los niveles de mazmorras, el olor a agua estancada y a excrementos humanos se había ido haciendo cada vez más fuerte, como si aumentase en intensidad para que no pudiese llegar nunca a acostumbrarse. Daiva caminaba delante de ella y los dos guardias que la escoltaban, erguida y segura como si se encontrase en su hábitat natural. Por la manera en que a veces se giraba para sonreírle, casi parecía la anfitriona perfecta, orgullosa de mostrar a su invitada lo mejor de su casa.
Bajaron un nuevo tramo de escaleras, internándose aún más en la oscuridad de aquel infierno. Daiva se detuvo frente a una gruesa puerta de madera oscura, tachonada con clavos herrumbrosos del tamaño de la cabeza de un niño. Estaba cerrada con un enorme candado y, mientras Daiva buscaba la llave entre el manojo que llevaba colgado en el cinturón, Emma rogó para que no la encontrara. De detrás de la puerta parecía escapar un hedor que no podía reconocer pero que le producía nauseas. Su intuición le hizo saber que estaba a punto de entrar en el lugar más oscuro y maligno que hubiese visto nunca y que jamás podría olvidar lo que estaba a punto de ver.
Nada más abrirse la puerta, el olor la golpeó con fuerza. Lo reconoció por fin: sangre corrompida, carne putrefacta... Uno de los guardias la empujó con firmeza para que entrase detrás de Daiva. La habitación era enorme y la mayoría de sus rincones quedaban escondidos en la oscuridad. En algunas de las columnas se quemaban antorchas que emitían una luz enfermiza y un humo espeso y fétido que viciaba aún más el aire del lugar.
Daiva se situó en el centro, entre dos columnas en las que se podían ver unas largas cadenas colgadas de argollas. Dio una teatral vuelta sobre sí misma, sonriendo, como si la animase a admirar su buen gusto en decoración. Emma luchó por mantenerle la mirada, diciéndose a sí misma que sería mejor clavar sus ojos en ella que en los instrumentos de tortura que llenaban aquel sitio. Pero Daiva empezó a pasear por la habitación, acariciando el potro de tortura, los látigos que colgaban de las paredes, los instrumentos cortantes expuestos sobre una mesa como el catálogo de un cirujano enajenado... Siguió paseando, explicándole los usos de aquellos instrumentos aunque Emma no podía escucharla. El aire le resultaba sofocante, sus oídos parecían llenos con el rumor continuo de los lamentos, la energía negativa de aquel lugar se le metía dentro y absorbía todo rastro de su valor y de sus ganas de seguir plantándole cara.
Volvió a sentir la mano del guardia en su brazo, sujetándola para que no cayese. Agitó la cabeza, intentando despejarse para volver a fingir que todo aquello no la afectaba pero la sonrisa triunfal de Daiva le hizo ver que ya era demasiado tarde. La mujer salió de la sala de torturas e hizo un gesto a los guardias para que la acompañasen escaleras arriba.
Recorrió el camino de vuelta como si estuviera en trance, intentando olvidar todo lo que había visto, forzándose a concentrarse en cómo el aire iba haciéndose cada vez más puro y respirable. Cuando por fin salieron de los niveles inferiores del castillo y la luz del sol apareció ante sus ojos, estuvo a punto de llorar de emoción.
Daiva se separó de ellos tras hacerle una burlona reverencia y dejó que los guardias la acompañasen a su habitación. Ahora que la mujer se había marchado se permitió relajar un poco el paso y dejó traslucir el agotamiento y la pena que la invadían. Le daba la impresión de que había envejecido años en aquellas horas, que aquel paseo había acabado con sus fuerzas y su espíritu de lucha. Al llegar a la puerta de su habitación, levantó la mirada hacia uno de los guardias y le sorprendió encontrar en sus ojos una mirada compasiva.
Nada más abrirse la puerta, la figura de Ana corrió hacia ella y la abrazó con fuerza. Los guardias cerraron tras ellas, dejándolas a solas, pero en los siguientes minutos la muchacha no se separó de su pecho mientras lloraba desconsolada. A pesar del agotamiento que sentía, Emma le acarició el pelo y susurró palabras tranquilizadoras. Aunque le hubiese gustado tumbarse y dormir para tratar de olvidar por unas horas todo lo que había visto, aquel contacto humano le daba más fuerzas que cualquier sueño reparador.
Cuando Ana estuvo más tranquila, Emma le agarró la mano y la llevó hacia la cama, donde ambas se sentaron. La chica sollozó unos segundos más mientras la contemplaba como si no pudiese creer que estuviese allí.
— ¿Qué ha sucedido, cariño?— le preguntó Emma mientras le apretaba la mano para darle fuerzas—. ¿Han vuelto a castigarte por mi culpa?
— No, señora— contestó la muchacha entre hipidos—. Esta mañana la señora Aradia me ordenó que le trajese un paquete de su parte. Cuando vine y vi que no estabais, pregunté a los guardias del pasillo donde habíais ido... Y cuando me dijeron que la señora Daiva os había llevado a las mazmorras...
Ana volvió a sollozar con fuerza, incapaz de seguir articulando palabra. Emma esperó pacientemente, acariciándole el pelo para que se tranquilizara.
— Pensé que no volvería a veros, que nunca os dejarían salir de allí— la chica se lanzó a sus brazos, llorando con fuerza—. He pasado tanto miedo por vos...
— Tranquila, estoy aquí y no me ha pasado nada. No tienes que preocuparte por mí.
Emma esperó unos minutos más a que la chica se calmase por completo. Cuando Ana se relajó, se separó de ella y le dirigió una sonrisa. La chica sonrió también, se levantó de la cama y recogió un paquete de encima de la mesa.
— Esto es lo que la señora Aradia me encargó que os entregase— dijo tendiéndoselo—. Dijo que estaba junto a vos la noche en la que os encontraron y que seguramente os gustaría tenerlo— se quedó callada durante unos segundos, como si intentara recordar el resto del mensaje—. También dijo que quería que apreciaseis su buena voluntad y que esperaba que agradecierais el gesto mostrándoos más colaboradora.
La chica se quedó en silencio esperando a que Emma desenvolviese el paquete, sonriendo orgullosa por haber recordado todo el recado. Emma quitó el envoltorio y se quedó mirando aquel libro, tan asombrada que no pudo pronunciar una palabra. Era su libro de las sombras. Lo abrió, hojeando algunas páginas al azar, reconociendo su letra, sus hechizos... ¿Cómo era posible que hubiese llegado hasta allí? No lo había llevado consigo aquella noche. Lo abrazó con fuerza contra su pecho, sintiéndose más cerca del mundo que conocía. Ana retrocedió sin hacer ruido y salió de la habitación, respetando aquel momento de emoción.
Emma se acercó con el libro a la ventana, buscando más claridad para observarlo. En susurros musitó un breve hechizo de protección, para que nadie más que ella pudiese leer lo que allí había escrito. Pasó página tras página, sonriendo al releer sus lecciones, sus anotaciones, con el mismo cariño con el que alguien mira las páginas del álbum de fotos de su familia. Al llegar a la última página se quedó desconcertada. Aquella no era su letra, era la letra de Luna. Leyó aquel mensaje a través de las lágrimas, sin comprenderlo del todo:
Vengaré tu muerte. No sé todavía quién ha sido ni cómo vencerlo pero juro que lo encontraré y le haré pagar por lo que te ha hecho. Doy mi palabra.
¿Cómo había llegado aquel mensaje a su libro? ¿Era posible que, de alguna extraña manera pudiesen comunicarse a través de él? Buscó en la habitación algo para escribir y encontró una pluma sobre el escritorio. Se acercó de nuevo a la ventana y, con mano temblorosa, lanzó un mensaje de socorro para su lejano mundo.
El sol comenzaba a ponerse tras los tejados de Madrid. Luna caminaba despacio hacia casa, recreándose en el silencio y la tranquilidad que en aquella ciudad sólo podía disfrutarse a mediados de agosto. Estaba cansada pero se sentía más tranquila y contenta que en los días anteriores después de haberse pasado todo el día disfrutando del sol y el agua fresca de la piscina. Y, sobre todo, hablar con Cristina la había ayudado mucho. Había podido explicarle por fin a alguien lo mucho que Emma había significado para ella, cuanto la echaba de menos, lo duro que se le hacía pensar que no volvería a verla nunca... Aquello la había hecho sentirse mejor, aunque no había sido capaz de hablarle sobre su sentimiento de culpa, sobre sus noches sin dormir preguntándose qué había sucedido en realidad, sobre su impotencia a la hora de pensar cómo cumplir la promesa que se había hecho. Hablarle a Cris de todo aquello suponía revelar muchos datos sobre su tía que ella no entendería y que no creería. Era pedirle demasiado. Bastante había hecho acompañándola a la piscina con lo que odiaba aquellos sitios. Sonrió pensando en cómo tendría su amiga la espalda. Si ella notaba la piel tirante e irritada, Cris debía estar experimentando el comienzo de una larga tortura.
Entró en casa. Su madre estaba sentada frente al televisor, viendo un concurso. Luna saludó y pasó de largo para dejar la mochila en su habitación y darse una ducha.
— Luna, ven un momento— la llamó su madre—. Tengo que hablar contigo.
Luna retrocedió y se sentó en uno de los sillones mientras su madre apagaba la televisión. Sintió una punzada de preocupación. Aquello debía ser muy importante si su madre dejaba de ver la tele para hablar con ella. Intentó recordar a toda velocidad los acontecimientos de los últimos días en un intento de adivinar qué era lo que había hecho mal aquella vez.
— Veo que ya estás mejor— comenzó su madre—. ¿Qué tal en la piscina?
— Muy bien. Aunque creo que me he quemado un poco...
— Me alegro. Pensé que ibas a pasarte todo el verano encerrada en tu habitación, llorando por esa mujer.
— Esa mujer se llamaba Emma y era mi tía, ¿recuerdas?— la interrumpió Luna, notando que empezaba a ponerse furiosa.
— Ya lo sé. Pero tu comportamiento no era normal— siguió su madre—. Después de todo, sólo la conocías de un par de semanas.
— A veces es suficiente con ese tiempo. A veces te sientes más querida y comprendida por una persona con la que llevas ese tiempo que por otra con la que has pasado toda la vida— atacó Luna.
— Bueno, no era de eso de lo que quería hablarte— su madre ignoró el comentario—. No sé si sabrás que ya se ha hecho la lectura del testamento de tu tía. Y, como tu padre sospechaba, ha seguido con la tradición familiar de dejarle esa horrible casa a la primera descendiente de la familia, que en este caso eres tú.
Luna se sorprendió. No había esperado recibir nada y mucho menos la antigua mansión. Se preguntó cuándo tendría valor para ir allí y enfrentarse a los recuerdos de su tía. Quizá era una especie de señal que le indicaba que sus sueños podían cumplirse, que podría estudiar los libros de Emma y continuar su trabajo allí, seguir ayudando y curando a la gente del pueblo...
— Supongo que estarás de acuerdo conmigo en que esa vieja casa no nos sirve para nada— la aguda voz de su madre interrumpió el hilo de sus pensamientos—. Me he puesto en contacto con una inmobiliaria y me han dicho que, encontrando a la persona adecuada, se puede sacar bastante dinero por ella pero que tardarán tiempo, lo cual no me extraña. Me pregunto quién querría vivir en ese sitio, tan oscuro y apartado de la mano de Dios.
— Yo misma querría— Luna consiguió colar una frase en el torrente de palabras de su madre.
— Pero Luna, ¿qué dices?— su madre pareció escandalizada—. Tú eres una chica de ciudad, allí te morirías de aburrimiento.
— A mí me gusta.
— Comprendo que ahora mismo estés dolida aún por la muerte de Emma y quieras mantener su recuerdo pero tienes que comprender que conservar esa casa es una estupidez. Imagina la de cosas que podríamos comprar con ese dinero: un coche nuevo para tu padre, la moto que nos habías pedido... Incluso podrías pagar la carrera que tú quieras en la universidad que prefieras.
— No quiero nada de eso, quiero la casa— insistió Luna.
— No digas bobadas. No vamos a quedarnos con esa casa y no hay más que hablar— la voz de su madre se había vuelto aún más aguda, cercana a la histeria. No estaba acostumbrada a que nadie le llevase así la contraria.
— Has dicho que yo he heredado esa casa, así que supongo que no puedes venderla sin mi consentimiento. Y yo no la voy a vender, por mucho que grites.
Luna sintió que todo su cuerpo estaba temblando. Nunca se había enfrentado a ella así pero esta vez no iba a darle la razón sólo por no oírla gritar. Su madre se puso de pie, como si intentará intimidarla y Luna se levantó también. La mano de su madre salió disparada como un relámpago y le golpeó la mejilla.
— A mí no vuelvas a hablarme así— la cara de su madre estaba roja de rabia y su voz también temblaba—. Vete a tu cuarto y no salgas hasta que hayas cambiado de opinión.
Luna no contestó nada más. Corrió hacia su habitación y cerró la puerta. Se sentó en la cama, abrazó uno de sus peluches y empezó a llorar, intentando ahogar los sollozos. No era justo que la castigase por no querer vender algo que era suyo y que para ella significaba tanto, no era normal que la tratase así sólo porque no cumplía su parte en el plan que ella había trazado. Siempre igual, el puto dinero. Había oído muchas más veces a sus padres gritarse por el dinero de las que les había visto teniendo alguna muestra de afecto hacia el otro. Cómo odiaba esa faceta de su madre...
Las lágrimas fueron remitiendo pero seguía sintiéndose sola y perdida. Deseó con todas sus fuerzas que el teléfono sonase y que fuese su tía Emma que llamaba para hablar un rato con ella, como solía pasar cada vez que Luna se sentía mal. Pero eso ya no podía ser. Se había ido para siempre.
Se levantó, abrió el armario y sacó la mochila en la que había guardado las cosas que cogió del sótano de su tía. Aquellos eran objetos importantes para Emma. Quizá así podría sentirla un poco más cerca...
No había abierto la mochila desde que volvió a casa y se preguntó si todo estaría bien. Sacó las figuras del Dios y la Diosa y las contempló. No habían sufrido ningún daño en el viaje. Las envolvió de nuevo y las guardó con cuidado, observando todo el tiempo la puerta de la habitación. Si su madre la encontraba con aquellas cosas, la mandaría a un psiquiátrico para que declarasen que estaba loca y poder así vender la casa sin su consentimiento. De eso estaba segura.
Sacó el libro de hechizos y acarició las tapas de cuero oscuro. Ahí estaba todo el conocimiento de su tía, todo lo que había aprendido de su madre y de sus estudios. Debería leerlo. Viendo su letra, leyendo sus pensamientos, se sentiría más cerca de ella. Y, además, eso haría que estuviese más preparada si llegaba el día en que pudiera cumplir su promesa.
Lo abrió por la página en la que se detallaba el ritual del círculo de protección. Recordó con una sonrisa la paciencia que su tía había mostrado con ella. Repasó todas las frases del ritual. Seguían frescas en su memoria, como el día en que lo había realizado sin error tras la muerte de Emma.
Fue pasando páginas, observando los nombres de los distintos rituales, leyendo algunos párrafos. Había mucho que aprender y se preguntó si podría hacerlo ella sola. No había demostrado mucho talento para la magia pero Emma le había dicho que veía poder en su interior, que podría hacerlo. Pasó más páginas, hasta llegar al final. Quería leer la promesa que ella misma había escrito, aquello le daría fuerzas para empezar.
Cuando la página estuvo ante sus ojos, una ola de frío recorrió todo su cuerpo. Se sintió paralizada, incapaz de reaccionar ante lo que estaba viendo. Bajo su anotación había aparecido una nueva frase, tan solo tres palabras que volvieron del revés todo su mundo:
No estoy muerta