7. En los
dominios de Daiva
Emma apoyó las manos en el dintel de la ventana, intentando simular que contemplaba la ciudad con atención. A su espalda podía percibir con claridad la presencia de las dos mujeres y sus miradas clavadas en ella. Se forzó a no volverse, concentrándose en el paisaje cada día renovado de las calles de Cathcaill.
Estaba anocheciendo y el cielo iba volviéndose más oscuro. Una luna enorme con tonalidades azuladas dominaba el horizonte y, poco a poco, empezaban a asomar las primeras estrellas, muy brillantes y cercanas. Para ella, que había pasado gran parte de su vida fijándose en el cielo, aquel paisaje no le inspiraba admiración ni paz. Estaba muy claro que aquel cielo no era el de la Tierra, que se encontraba en un lugar extraño y posiblemente muy lejano. Mirar aquella luna le producía la sensación de estar sola e indefensa en un mundo desconocido. Por ello se forzó a bajar la vista y fijarse de nuevo en las calles de la ciudad.
A su espalda escuchó el carraspeo impaciente de una de las dos mujeres pero siguió atenta al exterior, fijándose en los detalles de los edificios. La torre cilíndrica de mármol negro se elevaba unos metros más por encima del suelo, dejando claro que flotaba suspendida en el aire. Por sus paredes se deslizaban rayos plateados, como si todo el edificio estuviese electrificado. Tras contemplarlo unos segundos ni siquiera le extraño que el templo griego que había estado viendo hacía unas horas se hubiese desvanecido para dejar lugar a una brillante mezquita de cúpulas rojizas. Aunque pareciese imposible había empezado a acostumbrarse a aquel paisaje cambiante, a aquellos edificios caprichosos. Eran prueba suficiente de la fuerza de la energía mágica de aquel lugar y eso le recordaba algo que no debía olvidar: la habían traído allí con mentiras y no debía volver a confiar en ellos si quería tener alguna posibilidad de escapar.
El paisaje desapareció en un segundo y en su lugar apareció una pared de piedra tapiando la ventana. Se giró despacio hacia las dos mujeres y descubrió a Aradia sonriendo satisfecha. Emma no dio ninguna muestra de sorpresa ni de miedo. Sabía por Ana que todos los hechizos que Aradia realizaba eran sólo ilusiones y que no tenía poder real para hacerle daño mientras lo tuviese presente. Le devolvió la sonrisa y continuó en silencio. En mitad de la habitación seguía flotando la misma esfera luminosa en la que se encerraba la imagen que Aradia se empeñaba en mostrarle todos los días: una de las últimas reuniones de las mujeres de su familia, ella en el centro mirando a Luna, que era todavía un bebe. Insistían una y otra vez en que debía identificarlas si quería volver a ser libre, que una de ellas era la elegida y que la necesitaban. Pero, ¿cómo iba a señalar a una de ellas y condenarla a aquella esclavitud? ¿Cómo iba a cambiar su destino con el de una de ellas? Miró aburrida la imagen durante unos segundos y después se sentó en la cama, decidida a esperar lo que hiciese falta hasta que se marchasen.
— Mi paciencia tiene un límite, Emma— la voz de Aradia llegó tan repentinamente que no pudo evitar un estremecimiento—. Y te aseguro que ya está muy cerca.
Emma continuó en silencio y, haciendo un esfuerzo de voluntad, clavó su mirada en los ojos sin fondo de Aradia, dispuesta a mostrarse firme. La mujer frunció los labios, hasta que se le pusieron blancos y alargó la mano hacia la esfera. La imagen de su interior, inerte hasta el momento, pareció cobrar vida. Lenguas de fuego empezaron a aparecer bajo las mujeres, chamuscando su pelo, ennegreciendo su carne. Sus familiares golpeaban enloquecidas los bordes de la esfera, intentando escapar de aquel incendio que todo lo devoraba. Emma se repetía a sí misma que sólo era una ilusión pero parecía tan terriblemente real: los gritos de su madre y hermanas, el llanto aterrorizado de Luna, el olor a carne quemada... Sin poder evitarlo, apartó la mirada.
— ¿Crees que puedes protegerlas si no hablas?— le gritó Aradia—. ¿Crees que están fuera de mi alcance, que no puedo atraerlas aquí como hice contigo y hacerles cosas mil veces más dolorosas de lo que te estoy mostrando?
— Sí. Sí lo creo— Emma se levantó de la cama y se encaró con Aradia—. Os costó mucho tiempo y esfuerzo encontrarme y traerme aquí y estuve a punto de morir en el intento. No te arriesgarás a perder a tu elegida.
— Señora, creo que ya ha perdido demasiado tiempo con esta mujer— la voz de Daiva las interrumpió, suave y siseante como el canto de una serpiente—. Dejádmela a mí, sabéis que os contara lo que deseéis en unos días.
— Preferiría por su bien no tener que recurrir a tu arte, querida— contestó Aradia. Se alejó un par de pasos y se colocó al lado de la otra mujer, sonriendo cruelmente—. Todos sabemos que a veces te excedes en tus atribuciones...
— Prometo ir con cuidado, señora— dijo Daiva, inclinando la cabeza en una reverencia.
— No, le daremos una última oportunidad— Aradia volvió a fijar sus ojos en Emma, atravesándola con la mirada—. Tienes tres días para hablar por tu propia voluntad. Después de ese tiempo la única voluntad de la que dependerás será la de Daiva. Si eso ocurre, reza a tus dioses para que se apiaden de tu alma porque nadie más podrá ayudarte.
Las dos mujeres salieron de la habitación. Emma se dejó caer en la cama, incapaz de mover un solo músculo mientras escuchaba alejarse el sonido de sus pasos y la risa de Daiva. Se sentía débil y mareada y las lágrimas contenidas le quemaban en los ojos. Miró a su alrededor, buscando desesperadamente algo que pudiese ayudarla a escapar pero no había nada. Se levantó y metió las manos bajo el colchón, donde escondía su libro de las sombras. El tacto familiar le hizo sentir algo más segura, como si el mundo dejase de girar y se volviese más estable gracias a aquel punto de referencia.
Acarició la tapa. Si hubiese algún hechizo que la ayudase a salir de allí... Pero no lo había. Una y otra vez había leído y releído las páginas sin encontrar nada. Sólo aquella frase de Luna, aquella puerta a la esperanza de la que no había vuelto a tener noticia. Quizá el canal por el cual se habían comunicado se había cerrado, quizá solo había funcionado una vez... De todos modos pasó las páginas deprisa, esperando que una nueva frase hubiese aparecido. Cuando la vio tuvo que volver a sentarse para no caer al suelo. Allí estaban, unas nuevas palabras de Luna, una nueva luz que la ayudaba a no rendirse:
Entonces, ¿dónde estás?
Buscó una pluma y empezó a contarle todo lo que le había sucedido en su última noche con ella. Durante unos segundos su mente le susurró que todo aquello no serviría de nada, que Luna no podría hacer nada por ayudarla, que lo único que conseguiría sería angustiarla. Desterró aquellos pensamientos. Serviría para que Luna estuviese avisada contra la gente de Eilean y pudiese alertar a las demás mujeres de la familia, para que ninguna de ellas se viese nunca en la misma situación desesperada en la que ella se encontraba. Y, sobre todo, serviría para mantener su mente ocupada, para que durante un momento dejase de enloquecer con el recuerdo de la venenosa sonrisa de Daiva.
Luna paseaba de la ventana a la puerta de la habitación, echándole miradas de reojo a Cristina mientras ella leía absorta. No sabía si había hecho bien. Seguro que su amiga pensaba que se había vuelto totalmente loca. Y tampoco sabía si era correcto que estuviese leyendo el libro de las sombras de tía Emma. Volvió a pasear intentando tranquilizarse. No había tenido más remedio que llamar a Cristina. Todo aquello la superaba.
Cristina leyó la última página, resopló y cerró el libro. Después permaneció en silencio, mirando a su amiga.
— ¿Qué?— le preguntó Luna, impaciente—. ¿No tienes nada que decir?
— ¿Y qué quieres que diga? Ahora mismo no le encuentro sentido a nada de esto, no sé qué pensar.
— Pero a ti te encantan los temas paranormales— protestó Luna—. Por eso te he llamado.
— Claro que me encantan los temas paranormales: los poltergeist, el espiritismo, los avistamientos OVNI... Pero esto es paranormal entre lo paranormal— Cristina dejó el libro encima de la cama, echándole un último vistazo de incredulidad—. Me estás diciendo que tu tía, a la que viste morir y ser enterrada, no está muerta en realidad sino que vive en un lugar que no conocemos y que no debe pertenecer a este planeta pero que, a pesar de estar tan lejos, os comunicáis a través de este libro.
— No te lo estoy diciendo yo. Lo acabas de leer.
— ¿Estás segura de que todo esto no estaba escrito antes?— preguntó Cristina—. Podría ser alguna novela que tu tía estaba escribiendo antes de morir...
— Deja de preguntar bobadas, Cris— gritó Luna, desesperada—. Has visto que hay palabras mías escritas en medio, que contesta a mis preguntas. Por supuesto que no estaba escrito antes.
Luna se sentó en la cama al lado de su amiga, recogió el libro y lo apretó contra su pecho. Toda aquella situación la estaba volviendo loca pero el hecho de saber que su tía no estaba muerta hacía que se sintiera mejor.
— No te enfades pero... ¿estás segura de que no eres tú misma la que provocas todo esto?— preguntó Cristina, tímidamente.
— ¿Pero cómo lo voy a provocar yo? No es mi letra— Luna sintió que su enfado crecía por momentos—. Además, ¿qué motivo tendría yo para escribir eso?
— Bueno, la muerte de tu tía te afectó mucho— explicó Cristina—. Es posible que no hayas podido aceptarlo y que estés haciendo todo esto para poder mantener la esperanza. Ni siquiera digo que lo hagas de manera consciente...
— Pues no sé qué es peor. Si lo hago conscientemente, soy una mentirosa y si lo hago inconscientemente, eso significaría que estoy medio chalada.
Luna volvió a dejar el libro sobre la cama, se levantó y caminó hacia la ventana. Fingió pasarse unos segundos mirando la calle porque, si seguía hablando con Cristina, sabía que rompería a llorar. Todo aquello la estaba volviendo loca y encima su mejor amiga era incapaz de confiar en ella. Había esperado una cierta incredulidad por parte de Cristina pero no que la acusase de estar causando todo aquello.
— No digo que lo escribas tú, no me has entendido— intentó tranquilizarla su amiga—. Digo que podrías estar bajo tanta tensión que estarías provocando que las palabras se escriban solas, igual que cuando algunos adolescentes provocan fenómenos poltergeist sin saber que lo están haciendo.
— ¿Y te resultaría más fácil creer eso? Porque a mí me parece una idea tan extraña como la de que mi tía me esté escribiendo desde un mundo paralelo.
— Ya sé que también es extraño pero al menos hay documentación sobre casos así. Y sabríamos que se pasaría con el tiempo, cuando asumieses la muerte de tu tía— siguió diciendo Cristina con voz suave.
— Pero es que no voy a asumir nada hasta que no esté al cien por cien segura de que mi tía no está viva— volvió a explotar Luna—. Y, por lo que dice ese libro, no sólo está viva, sino que además está en peligro.
— ¿Y qué quieres que hagamos?
Luna se sentó al lado de su amiga, más tranquila al ver que empezaba a implicarse en el asunto. Recogió el libro, lo abrió y buscó las últimas páginas.
— Buscar información. Esto está lleno de nombres de lugares, de personas... Quizá podamos averiguar algo sobre ello en Internet. Si conseguimos encontrar algo que pruebe que todo esto es cierto, ¿me ayudarás?
Cristina asintió, se agachó y sacó su portátil de la bolsa en la que lo había traído. Lo abrió sobre sus rodillas y lo encendió mientras sonreía.
— Te ayudaré tanto si encontramos pruebas como si no. Para eso somos amigas— Cristina se levantó y colocó el ordenador sobre el escritorio de Luna—. Vamos a ver si tienes algún amable vecino al que podamos robarle la conexión a Internet.
Emma bajó las oscuras escaleras que llevaban a la zona de las mazmorras escoltada por dos guardias. A pesar de que ya había estado allí, la impresión que aquel lugar causaba en ella no parecía haberse atenuado. Al contrario, el ambiente parecía más frío y húmedo, la oscuridad más profunda, la fetidez más penetrante... Le parecía que con cada escalón una nueva losa se cargaba en su espalda. En aquella ocasión no iba de visita, ahora iba para quedarse. Y bajo el dominio de Daiva.
Dejaron atrás las celdas superiores y siguieron adentrándose en la oscuridad. Emma posó su mano en la bolsa de tela en la que le habían permitido llevarse sus pertenencias. Una ligera manta, algo de ropa, plumas y su libro. Le había extrañado que Aradia permitiese que se lo quedase. Quizá esperaba que, en un momento de emoción, Emma escribiese allí la información que estaban buscando. Daba igual, el hechizo de protección que le había echado haría que sus enemigos sólo encontrasen páginas en blanco, incluso aunque ella dejase de existir. Ese temor, que le parecía ahora tan real y cercano, hizo que se estremeciese. Buscó con la mano el borde del libro, intentando sentirse reconfortada. Aquel libro la unía a Luna, hacía que no se sintiese tan perdida y tan sola. Le habría gustado tanto haber podido despedirse de ella...
La puerta de la sala de torturas se abrió, dejando a la vista la figura de Daiva. Como siempre vestía de negro, pero las joyas que la adornaban parecían captar la luz de las antorchas, haciendo que no pudiese apartar la vista de ella. La mujer sonrió y le hizo una burlona reverencia:
— Bienvenida de nuevo. Espero que encontréis cómoda la estancia que os hemos preparado.
Emma no contestó. Elevó la mirada hacia el techo de la sala, intentando fingir que la ignoraba. Debía resistir al miedo o estaría perdida, totalmente a merced de la crueldad de Daiva.
— No hace falta que me habléis ahora. De hecho preferiría que no me dijeseis nada— continuó la mujer, acercándose—. Aradia os ha dado de plazo hasta el amanecer para que habléis por propia voluntad. Después de ese tiempo seréis mía, así que espero que una noche en la celda no haga que desaparezca vuestro valor y decidáis darnos la información que necesitamos. Nada me alegraría más que disfrutar de vuestra compañía durante una larga temporada.
Daiva hizo una seña a los guardias y estos se llevaron a Emma por un oscuro pasillo, flanqueado por las gruesas puertas de las celdas. Desde ellas sólo llegaba el sonido de algún sollozo, como si sus ocupantes hubiesen perdido toda esperanza de que sus ruegos pudiesen ser escuchados. Tras recorrer unos metros, uno de los guardias se detuvo y abrió una de las puertas. El otro guardia empujó a Emma al interior y cerró tras ella, dejándola en la oscuridad.
Emma se arrastró hacia una de las paredes y se quedó allí apoyada, intentando acostumbrar sus ojos a la falta de luz. Cuando el sonido de los pasos de los guardias se perdió por los pasillos, se mantuvo en silencio, con todos los sentidos alerta. Le parecía percibir una débil respiración dentro de la celda.
— ¿Hay alguien ahí?— preguntó, sintiendo que la voz le temblaba.
— ¿Señora Emma? ¿Sois vos?— una voz sollozante le contestó desde la esquina más alejada. Un segundo después notó que un cuerpo se le echaba encima, abrazándola con fuerza—. Como me alegro de que estéis aquí. Estaba tan asustada...
Emma consiguió separar un poco su cuerpo e intentó identificarla con ayuda del tacto. Era Ana, reconoció sus largas trenzas y el rostro delgado cubierto de lágrimas.
— ¿Qué haces aquí, niña?— le preguntó angustiada.
— Me entere de que iban a encerraros y fui a decirle a la señora Aradia que no era justo, que erais una mujer buena y no debían trataros así— contestó la chica entre hipidos—. La señora Daiva me dijo que, si tanto me preocupaba vuestro destino, quizá querría unirme a él y mandó que me encerraran.
— No debiste decir nada— Emma la abrazó, tratando de calmarla.
Ana continuó sollozando en sus brazos, mientras ésta se planteaba como podría conseguir que la chica saliera ilesa de todo aquello. Se sentía agradecida por la fidelidad que le mostraba casi sin conocerla, y culpable por haberla puesto en aquella situación. Y, además, le preocupaba que, si notaban que la chica le preocupaba, decidieran torturarla para que ella confesase.
Unos minutos después, los sollozos de Ana fueron remitiendo. Emma volvió a apartarla y se descolgó la bolsa que llevaba al hombro. Había notado que la chica estaba helada y quería encontrar la manta. Buscó al tacto, deseando que hubiese una pequeña rendija por la que entrase algo de luz y de repente se dio cuenta de que un brillo tenue iluminaba la celda. Levantó la mirada y vio que una pequeña llama blanca danzaba en la palma de Ana.
— ¿Qué es eso? ¿Puedes hacer magia?
— Aquí casi todos podemos hacer magia— contestó la niña con una sonrisa, acercándole la llama—. Pero no creo que la luz pueda ayudarnos a salir de aquí.