13

¿Quién estaba con el sumo sacerdote?

—¡Ah, Inhetep! Es un placer verle esta noche. —Tuhorus parecía radiante cuando el ur-kheri-heb-tepi se reunió con Xonaapi y con él en el salón—. Parece usted sorprendentemente descansado y en forma, Magister. ¿Es debido a uno de sus elixires mágicos? ¿O a un tónico de otra especie?

—Hum —respondió el mago-sacerdote—. Observo que su lengua está bien ejercitada, Tuhorus. ¿Por qué no la deja descansar?

—Muy bien, aunque tal vez la dama Xonaapi proteste, porque precisamente le explicaba que hay una peluquería por aquí cerca, además de una perfumería y un joyero que…

—Me parece que el Magister Setne Inhetep está pensando en asuntos más serios, querido inspector jefe —le interrumpió la muchacha con un ronroneo de satisfacción—. Tal vez haríamos bien en atender a lo que le preocupa.

Tuhorus quedó totalmente desconcertado al oír aquello.

—Bueno, pero yo no…

—No prestaba la atención debida a lo que acaba de decir esta inteligente joven —completó la frase Inhetep—. Hemos de cuidarnos de inmediato de ciertos asuntos, inspector jefe.

—¿Y la dama Xonaapi?

—Cenaremos juntos aquí, y luego propongo que hagamos una visita al palacio del gobernador. Hay allí un joven oficial, querida —dijo el Magister con una cálida sonrisa—, que te servirá de adecuada escolta en tus paseos nocturnos, mientras nosotros nos dedicamos a nuestras aburridas investigaciones. ¿Te parece bien?

—Lo de la cena, sí, Setne Inhetep. Sobre lo demás tengo mis dudas, pero comprendo que no puedo monopolizarte por completo. Si es éste tu deseo, te obedeceré hasta que puedas dedicarme un poco de tu tiempo.

Tuhorus rió por lo bajo, con tanta fruición que estuvo a punto de atragantarse. El magosacerdote lo ignoró e inclinando la cabeza hacia Xonaapi murmuró alegremente:

—Gracias, mi señora.

Después llamó a varios miembros del servicio de la posada para que les atendieran debidamente.

Después de cenar, los tres salieron de Los Juncales y tomaron un carruaje hasta el cercano palacio, donde Inhetep insistió en que pronto había de presentarse un acompañante. Además, pagó al cochero para que siguiese al servicio de Xonaapi y del joven Bekin-Tettu durante toda la noche, si fuera preciso.

—Sólo por si acaso necesitáis ir a algún otro lugar, Xonaapi, he ordenado que este vehículo os espere aquí, al menos por algún tiempo. Por supuesto, os llevará a donde queráis.

Las monedas de plata que dejó en las manos del conductor eran suficientes para que el hombre esperara durante toda la noche, e incluso el día siguiente entero.

Inhetep tenía un doble propósito para aquella visita. Si conseguía que el suboficial atendiera a Xonaapi, tanto mejor, pero el Magister deseaba ante todo investigar de nuevo las regiones subterráneas del palacio.

Por fortuna, Bekin-Tettu no estaba de guardia ni se había ausentado de los acuartelamientos, de modo que muy pronto la muchacha y él estaban charlando como si fueran viejos amigos. Inhetep había enviado de inmediato a buscar al suboficial, y le encargó que sirviera de escolta y protección a Xonaapi, testigo en un caso de asesinato, y cuya vida podía por consiguiente correr peligro. Aquello era forzar un tanto la verdad, pero una mirada a la arrebatadora belleza de la joven bastó para convencer al suboficial de que valía la pena dedicarse a su servicio.

—Eso nos evita tener que llevarla con nosotros —casi susurró el mago-sacerdote al policía, aunque los dos jóvenes estaban tan absortos charlando y riendo que difícilmente le hubieran oído aunque hablara en tono normal.

—Parece estar tomando mucho afecto a ese apuesto militar, Inhetep —señaló el inspector—. ¿No irá a…?

—Tuhorus, se ha equivocado conmigo. ¡No vuelva a cometer el mismo error! Vamos a dejar las cosas así, ¿de acuerdo? Sólo siento por ella un interés amistoso; únicamente lamento no haber pensado antes en esto.

—¿Por qué?

—Vamos —cortó el Magister sin más explicaciones—. Tenemos que llevar a cabo una pequeña exploración de los subterráneos de este lugar. Bekin-Tettu y la dama Xonaapi no nos echarán de menos, y he dejado bien claro ante el comandante de la guardia que el suboficial está encargado de una misión especial para el Uchatu, de modo que no se verá obligado a informar a sus superiores.

—Eso parece indicar que tiene intención de pasar un largo rato aquí, Magister. ¿Espera encontrar muchas cosas que aún no hayan sido descubiertas?

—No, no aquí; pero creo que nos falta mucho por hacer en otros lugares. Espero que haya dormido mucho y bien, Tuhorus, porque presiento que esta noche se convertirá en una larga jornada, por así decirlo.

El Magister Inhetep no se molestó en buscar entradas ocultas en los cimientos, sino que preguntó directamente dónde estaban las escaleras que conducían a las bodegas del palacio. Una vez allí, el policía y él empezaron una rápida inspección de las salas y pasadizos. Por supuesto, la mayor parte de las estancias que encontraron habían sido habilitadas como almacenes o se empleaban para guardar herramientas. No les costó encontrar la zona clausurada, porque Tuhorus tenía un antiguo mapa, de la época anterior al nombramiento de Ram-famsu como gobernador.

—Los agentes del príncipe «actualizaron» los planos del conjunto del palacio, Inhetep —dijo el inspector—, pero olvidaron esta copia, que estaba guardada en los archivos de la prefectura. ¿Qué estamos buscando, de todas formas?

—La vía de escape me hizo pensar —respondió Inhetep—. Ese pasadizo podía no ser el único, y hay muchos túneles, conductos, bocaminas y cosas semejantes que corren por debajo de la ciudad.

—Por supuesto. Cloacas, acueductos… Pero ¿qué significado tiene todo eso?

—Aquí. Ayúdeme a buscar en los muros de esta cámara que Ram-f-amsu utilizaba como arsenal. Todo este equipo tuvo que llegar aquí de alguna manera. No creo que pasara por la puerta principal del palacio.

Menos de una hora después los dos hombres, expertos en esos menesteres, habían descubierto una puerta abatible muy bien disimulada, que conducía a unos sótanos habilitados como mazmorras. Por debajo de ese nivel encontraron varios pasadizos estrechos; al parecer, éstos, a su vez, conducían a una maraña de otros corredores subterráneos.

—Podríamos perdernos durante semanas en este asqueroso laberinto —murmuró Tuhorus cuando examinaban un largo túnel a la luz mágica que el Magister había encendido.

—No habrá necesidad de eso, amigo mío —respondió el ur-kheri-heb—. Usted y yo tenemos cuestiones más útiles en las que ocuparnos ahora. Estoy seguro de que un equipo de la prefectura metropolitana podrá trazar los planos de este embrollo a su entera satisfacción. —Inhetep hizo una pausa y miró al policía, que hizo un gesto afirmativo—. Pero quiero hacer una apuesta con usted, Tuhorus, si le parece bien.

—¿Cuál es?

—Que uno de estos pasadizos está conectado con el templo de Set, y que otro va a dar a algún lugar oculto cercano a los muelles de la orilla del Nylo, aquí en On.

—Su seguridad me basta, Magister. No apostaré en contra. —Tuhorus mantenía la mirada fija en los ojos verdes del mago-sacerdote—. Pero, a pesar de todo, sigo desconcertado. ¿Qué prueba todo esto? ¡Que me abrase en los lagos llameantes de Restadu si veo la relación de estos túneles con los asesinatos del gobernador, de Matiseth Chemres y de Aufseru!

—Ah, inspector Tuhorus, tenga paciencia. Muy pronto estará todo claro, espero. Salgamos ahora de estas tinieblas a los espacios abiertos. Un poco de aire fresco y una caminata nos sentarán a las mil maravillas.

—Tengo la sensación de que se tratará de un mero ejercicio preliminar a lo que nos aguarda esta noche, utchat-neb.

Inhetep guió a su compañero por el camino de regreso, y antes de que ambos dejaran el palacio parcialmente destruido, dio un breve rodeo para adentrarse en el ala quemada en la que el príncipe Ram-famsu tenía sus aposentos privados.

—Tal vez tenga razón en lo que respecta a esta noche, inspector jefe; pero aún está por ver. Sospecho que esa sensación suya es un presagio. Ayúdeme a buscar en las paredes, aquí, por favor —pidió el Magister mientras se abría paso entre los escombros en que el fuego había convertido la habitación que fuera el estudio privado del gobernador—. Probablemente las llamas nos han ayudado, porque deben de haber eliminado los obstáculos que ocultaban la puerta.

Tuhorus le ayudaba con placer.

—Aquí hay un portal mágico de alguna especie, Magister —dijo, y señaló una zona chamuscada, pero por lo demás intacta, de un muro que había estado oculto por una estantería—. ¿Era esto lo que estaba buscando?

—No. Ya vi la puerta que conecta con ésta en el subterráneo, Tuhorus. Lo que debemos buscar es un panel secreto normal…, y estoy seguro de que hay uno aquí. —Tras decir eso, el investigador de nariz de halcón siguió husmeando, comprobando una por una las piedras del muro. El inspector jefe Tuhorus lo imitó. Al poco tiempo, Inhetep tuvo su recompensa: una sección que parecía fija cedió, y tras ella encontraron una estrecha escalera de caracol, hecha de piedra, que descendía—. ¿Qué le había dicho?

—¿A quién podía ocurrírsele buscar un camino así justo al lado de un portal creado mediante heka? —comentó Tuhorus con un silbido admirativo—. ¿Qué necesidad había de una vía de escape tan convencional cuando Ram-f-amsu podía utilizar con toda comodidad el portal mágico para ir… a donde fuese?

—Se utilizaba para entradas y salidas de otra clase. ¿Ve esto? Hay indicios de muchas idas y venidas. Es fácil ver las huellas de sandalias y de pies desnudos, en el polvo y en la suciedad de los escalones.

—Sí, pero no tantas como parece creer, Magister. Puedo distinguir hasta tres o cuatro sandalias distintas que han seguido este camino…, además de los pies descalzos, por supuesto —dijo el policía después de agacharse a examinar las escaleras—. No más de cinco personas diferentes han estado aquí en fecha relativamente reciente.

—Un juego de pisadas corresponde con toda seguridad a Ram-f-amsu, y probablemente también están las huellas de las sandalias de Chemres. Supongamos que el secretario, Aufseru, es el tercero, y el uab Absobet-khaibet es el que produjo el cuarto juego de huellas. Podrá encontrar sandalias de todos ellos para comprobar esas suposiciones, claro está.

—¿También del uab?

—Esperémoslo así. Ahora iremos al templo y probaremos suerte.

—¿Y las huellas de los pies descalzos? ¿A quién pertenecen, Inhetep? El mago-sacerdote sonrió.

—Esa, querido inspector jefe Tuhorus, es la pregunta clave, porque quienquiera que dejó esas huellas asesinó al príncipe y también a los otros dos.

El calor del día se había moderado al ponerse el sol, de modo que los casi dos kilómetros que les separaban del templo de Set resultaron bastante placenteros. La brisa nocturna hacía susurrar las palmeras y el aire suave traía la fragancia de las flores de los parques y jardines tapiados junto a los que pasaban en su camino. En la mayoría de los barrios de la ciudad la brisa les habría llevado olores bastante menos agradables, pero el triángulo que en la ciudad de On formaban el palacio del gobernador, la posada de Los Juncales y la Casa de Set, era ciertamente lo más selecto. Había allí altos edificios oficiales, palacios y mansiones de miembros de la pequeña nobleza y ciudadanos ricos, y villas rodeadas de muros de gruesas piedras, que escondían en su interior cuidados jardines. Eran comunes las amplias avenidas bordeadas por parterres cubiertos de césped. Sin embargo, no estaban lejos las calles estrechas y los callejones serpenteantes de los barrios menos prósperos de la ciudad, y la maraña de casuchas destartaladas del barrio de los muelles, junto al río, que se extendía a ambos lados del sector bien cuidado que ahora atravesaban Inhetep y Tuhorus.

—Qué lástima que toda la ciudad de On no se parezca a esto —suspiró el policía cuando estaban ya cerca del recinto del templo—. He visto Tebas, Luxor y Karnak… Muy hermoso. También Menfis es una ciudad bien cuidada y próspera, ahora que Saqara no es más que un barrio de la propia ciudad.

—Innu y On acabarán por juntarse, Tuhorus, pero me temo que la última seguirá siendo de alguna forma la pariente pobre de la primera…, por lo menos mientras su ciudad siga siendo el puerto fluvial más activo del río Nylo con todo el Bajo Aegipto. Tal vez usted y yo veamos la unión de las dos ciudades en una sola entidad, pero llevaremos ya mucho tiempo en el Duat antes de que On se convierta en un jardín florido.

—Yo soy un seguidor de la Luz, Magister —replicó Tuhorus—. Espero que mi espíritu vaya a morar a Pet, y no a las sombras del Duat.

—Sea en el lugar que sea, bien en una de las esferas celestiales o bien en el sombrío inframundo, Tuhorus, lo cierto es que usted y yo estaremos en otro lugar.

—De acuerdo.

—Pero no en ese otro lugar al que pertenecen Set y su ralea —murmuró Inhetep cuando llegaban ya ante la entrada flanqueada de pilónos del recinto del templo—. Eso no lo deseo a ninguna persona decente. ¿No se ha preguntado a menudo la razón por la que tantas personas se prestan a servir a fines turbios y malignos?

—Por estupidez, codicia, malicia… ¿Sigo?

—No, porque los clérigos de ahí dentro se sentirán ofendidos —sonrió el ur-kheri-heb—. La verdad puede ser en general un concepto relativo, pero es muy firme en casos particulares.

Habían llegado ante las puertas del templo, de modo que Inhetep calló y tiró de la cadena de la campana. Casi de inmediato acudió un novicio a abrir las pesadas puertas, y cuando vio a los dos que esperaban al otro lado, se apresuró a guiarlos al interior. Se habían suspendido los servicios regulares hasta que llegara a hacerse cargo del templo un nuevo sumo sacerdote. Mientras tanto, el «profeta» de mayor jerarquía había asumido la responsabilidad del lugar. Un templo como aquél contaba con varios sacerdotes de rango superior al de los uab, pero no tan avanzados en la jerarquía eclesiástica como los clérigos principales. El que se encontraba ahora al frente del templo era un sureño de piel cetrina, pero al que su cabello rojo garantizaba probablemente una carrera exitosa, andando el tiempo.

—Soy el profeta Eketi —anunció solemnemente después de reunirse con los dos detectives en la antecámara del ala de los sacerdotes—. Supongo que la suya es una visita oficial.

—Supone bien —respondió el Magister Inhetep en tono cortante—. No puedo imaginar otra razón para venir a un lugar como éste, ¿y usted?

El hombre, incapaz de encontrar una respuesta inmediata, le dirigió una mirada inexpresiva mientras el rubor cubría su cara. Tuhorus preguntó:

—¿Hay alguna persona de la Prefectura aquí, profeta Eketi?

—No, inspector jefe. Las estancias que fueron…, las del anterior hem-neter-tepi, están cerradas —selladas—, y se nos ha prohibido entrar en ellas. Hemos obedecido, por supuesto. Después de precintar la zona, los oficiales de la policía urbana se marcharon.

—¿Vamos allí ahora, Magister?

—No, Tuhorus. Hay algo que hemos de encontrar antes, y el «profeta» aquí presente podrá ayudarnos, según creo. ¿No es así, Eketi?

—Perdón, Magister… No sé si he entendido…

—¿Cuánto tiempo hace que es el sacerdote de mayor antigüedad? Eketi suspiró, y pareció orgulloso y preocupado.

—Hace casi cinco años ya… De hecho, lo era antes de que viniera Matiseth Chemres.

Era un tiempo desacostumbradamente largo para servir en un templo como segundo. Lo normal era que a un sacerdote en esa posición se le asignara a algún otro lugar, como principal de un templo menor u oficiante de un santuario importante. Que el profeta llevara allí tanto tiempo podía ser un signo de incompetencia o bien de la existencia de un enemigo político en el interior de la organización del templo. Al ser él mismo un magosacerdote, Inhetep era muy consciente de ello.

—Ha sido preterido por maniobras de rivales envidiosos, ¿verdad, Eketi?

—En verdad, yo… —El hombre dirigió una mirada severa al ur-kheri-heb, y calló bruscamente lo que iba a responder al Magister. Finalmente dijo, con cierto tono de orgullo—: Lo he sido porque desapruebo implicarme en cuestiones políticas…, de política de Estado, quiero decir.

—Es lo que pensaba. Vamos, profeta Eketi, no debe haber soportado usted un trato tan injusto sin haber tomado alguna contramedida, ¿no es así?

—Ni mucho menos, señor; ni mucho menos. He redactado informes completos sobre todo.

—Por favor, muéstrenos al inspector jefe Tuhorus y a mí sus informes…, en especial los relativos al personal del templo. Estoy seguro de que tomaba notas sobre su comportamiento…, sus propias valoraciones, no las que elaboraba el sumo sacerdote.

Eketi les dirigió una sonrisa astuta y los condujo hasta su propio despacho, abarrotado de legajos. Allí sacó varios diarios de pequeño tamaña eran notas cuidadosamente caligrafiadas de todo lo que había ocurrido en el templo en el curso de los casi cinco últimos años. Uno de ellos, de tapas de un color rojo sucio, contenía la relación de todo el personal eclesiástico y secular empleado en aquel período de tiempo.

—¿Desea información sobre los esclavos, los obreros, las sacerdotisas o los sacerdotes?

—Veo que todo está admirablemente detallado —murmuró Tuhorus, después de atisbar el libro por encima del hombro del clérigo—. Sobre los sacerdotes… De rango uab, para ser bien exactos. ¿Está en su lista Absobek-khaibet?

—Sí —dijo el profeta Eketi, satisfecho—, por supuesto que está. Aquí. El uab Absobek-khaibet se unió a nosotros hace seis meses, procedente del sur, recomendado por el templo de Innu… ¡Vaya, sí que es raro!

—¿A qué se refiere? —le sondeó el Magister.

—Decididamente es impropio de mí que no haya tomado notas relativas al comportamiento de ese individuo aquí… Sus hábitos, predilecciones, debilidades y… Bien, ya me entiende. —El clérigo no quedó satisfecho con eso, sin embargo. Rebuscó entre su colección de legajos y sacó otro registro, una lista de los aspirantes a sacerdotes ascendidos al rango uab. Después de varios minutos de volver páginas y murmurar entre dientes, Eketi exclamó—: ¡Aquí! —Tendió el libro de notas al Magister Inhetep, y con un dedo amarillento rematado en una uña larguísima señaló un párrafo, diciendo—: Éste es el individuo en cuestión.

Tuhorus alcanzó a leer el párrafo, alzándose de puntillas para mirar por encima del hombro del magosacerdote. Allí, en el lugar señalado por el sacerdote de Set, una nota indicaba que un aspirante a sacerdote, Absobek-khaibet, de Abydos, había alcanzado el rango uab después de servir en varios oficios menores durante nueve años.

—Observo que en esa época estaba asignado al templo de Suakin —comentó el policía.

—Sí —dijo el clérigo sin mirar a ninguno de los otros dos—. Me pregunto por qué no lo anoté en mi diario cuando lo enviaron aquí. ¡Vaya un lugar! No consigo comprender cómo pudo conseguir que lo enviaran desde allí a Innu.

—Ya hemos visto bastante. Muchas gracias, profeta Eketi. El inspector jefe Tuhorus y yo examinaremos ahora los aposentos de Matiseth Chemres… Sin duda usted querrá anotar ese hecho en sus registros, ¿no es así?

Tuhorus vio que el magosacerdote le hacía un guiño antes de volverse para salir de la habitación, poco más amplia que una celda conventual, abarrotada de registros. No pudo evitar responder con otro guiño, por lo puntilloso y mezquino que le había parecido Eketi. Pero el profeta no advirtió el gesto y se puso a escribir furiosamente en otro de sus tomos.

—Por supuesto, ur-kheri-heb de Thoth. Es mi obligación anotarlo, y señalar el potencial conflicto entre su posición en el Uchatu y su devoción al…

Lo dejaron murmurando entre dientes y se dirigieron al lugar que había sido la morada de Chemres. Se trataba de cinco estancias unidas entre sí, más un jardín privado asignado al sumo sacerdote del templo. La parte exterior no presentaba ningún interés, y tampoco la sala de reuniones. Era preciso registrar las otras cuatro estancias, incluido el baño.

—¿Qué es exactamente lo que buscamos, Magister? —preguntó el policía.

—¡Sssh! —chistó Inhetep al tiempo que utilizaba una daga para cortar el precinto de la puerta—. Ahora mismo se lo explicaré, Tuhorus —susurró—. Por el momento, hemos de ser tan cautelosos como los ladrones.

—¿Por qué razón? —preguntó el inspector jefe, también en susurros—. Esta zona está —estaba— precintada. ¿Pretende sorprender a los escarabajos y a los ratones?

El Magister miró a los ojos del policía y asintió.

—Así es, Tuhorus, así es. Podríamos tropezar con una rata, y de una especie muy peligrosa. Si no es usted un experto en la utilización de heka con fines de autodefensa, inspector jefe, le sugiero que tenga lista un arma. ¿No lleva una espada?

Mientras hablaba, Inhetep abrió la pesada puerta y se deslizó en el interior de la habitación a oscuras que había al otro lado. Tuhorus le obedeció al pie de la letra; desenvainó su arma reglamentaria y la mostró a Inhetep, mientras entraba sigilosamente en la estancia. Inhetep cerró la puerta sin ruido, y el inspector jefe permaneció inmóvil, dejando que sus ojos se adaptaran a la oscuridad, porque la única iluminación provenía del débil brillo de las luciérnagas que revoloteaban por el techo. Estaban en la capilla privada del hem-neter-tepi, que incluía un pequeño santuario en honor a Set y a dos deidades asociadas a él, resguardado por un biombo. Aparte de algunos objetos típicos de ese tipo de lugares —pebeteros de incienso sobre trípodes de patas muy altas, cofres en los que se guardaban los ornamentos del culto y cosas por el estilo—, la habitación estaba vacía y en perfecto orden. Al otro lado, en la esquina de la izquierda, un cortinaje cubría la arcada que daba paso a la siguiente sala. No se oía ningún sonido ni había ninguna luz visible detrás de la cortina y nada indicaba la presencia de algún ser vivo en el aposento del sumo sacerdote fallecido.

—¿Empezamos a buscar? —susurró Tuhorus.

—No, aún no —musitó Inhetep en respuesta—. Es posible que la suerte nos haya acompañado. ¡Vamos! Echaremos un vistazo al dormitorio y después al estudio. —Juntos, los dos hombres se acercaron de puntillas a la arcada interior y atisbaron desde allí el dormitorio de Chemres. Estaba asimismo silencioso y desierto, de modo que apartaron la cortina y entraron.

—¡Allí! —indicó en silencio el ur-kheri-heb, tocando el brazo de Tuhorus y señalando. Una delgada línea de luz dorada era visible bajo la puerta que comunicaba la habitación con la siguiente estancia.

Podía ser que alguno de los oficiales de policía se hubiera dejado una lámpara encendida, pero Tuhorus lo dudaba. Con su arma dispuesta, quedó al acecho, dispuesto a irrumpir en el estudio en cuanto el Magister abriera la puerta. Sin embargo, Inhetep no la abrió de inmediato. Con una mano en el picaporte, el magosacerdote hizo una pausa y aplicó su oído al panel de madera. Luego retrocedió, hizo una señal a su compañero y empujó con toda su fuerza. La luz que penetró con violencia en el dormitorio casi cegó al policía, quien parpadeó y se lanzó no obstante a la estancia vecina, agachado y mirando a izquierda y derecha para evitar ser atacado por sorpresa.

Todos los libros, manuscritos y pergaminos del lugar estaban fuera de su lugar habitual, amontonados en el suelo, encima del escritorio y también en cualquier otra superficie plana. Cuando el inspector jefe saltó al interior del estudio había alguien inclinado sobre lo que debía de ser el montón postrero, los volúmenes finales del último estante, pasando páginas del libro colocado encima.

—¡No se mueva! —gritó Tuhorus.

Inhetep irrumpió inmediatamente detrás del policía. Había cerrado los ojos un segundo antes de abrir la puerta, con la esperanza de que se adaptaran a la luz después lo bastante aprisa para poder utilizar la fórmula que tenía ya lista, dirigida a obtener la rigidez muscular de la persona oculta en la otra estancia. La magia en cuestión podía evocarse con rapidez, y aunque sus efectos duraban tan sólo unos segundos, la criatura sometida a ella —humana o no— quedaba inmovilizada durante ese lapso por una energía nerviosa que bloqueaba los músculos y los dejaba totalmente agarrotados. Para activar el encantamiento sólo era necesaria una pequeña cantidad de heka, pero el procedimiento exigía que el mago-sacerdote guardase a su vez una inmovilidad total y consciente de la rigidez de su propio cuerpo transfiriera esa actitud, magnificada, a la otra criatura. Inhetep fijó su mirada en la figura agachada a la luz vacilante de una lámpara de aceite.

Quien fuere el que estaba allí se había cubierto con una capucha, de modo que sus facciones no podían distinguirse bien, con la excepción de unos ojos oscuros y brillantes que se cruzaron durante una décima de segundo con los del urkheri-heb. Setne levantó el brazo y empezó a pronunciar las breves sílabas que habían de transmitir la carga de energía mágica de su propio cuerpo al del intruso. Pero antes de que consiguiera articular el último sonido, el Magister vio cómo la figura encapuchada se movía con la velocidad del rayo y una mano oscura se abalanzaba sobre la lámpara para apagar su llama. Inhetep dejó inacabado su conjuro y grito:

—¡Atrás, Tuhorus!

La misma clase de conjuro que había convocado al feroz efrit y consumido al zombie Aufseru, hizo ahora que la lámpara proyectase como un géiser el aceite que la alimentaba. El chorro de combustible aumentó prodigiosamente de volumen, al mezclarse con el aire y probablemente con alguna otra sustancia, y estalló con un resplandor infernal y una llamarada ardiente. El policía obedeció instintivamente la voz de alarma de Inhetep. El Magister se echó hacia atrás al tiempo que gritaba, en tanto que Tuhorus se dejaba caer de lado, rodando sobre sí mismo. Hubo un estruendo y el aceite contenido en la lámpara, con su volumen triplicado, se consumió en un instante. El propio objeto de bronce quedó convertido en un amasijo informe, y luego sólo hubo una oscuridad ciega, a excepción del brillo rojo del metal incandescente y el débil reflejo del mismo en el techo.

—¿Está bien, Tuhorus?

El hombre gruñó de dolor, pero contestó:

—Perfectamente…, salvo una rodilla que me he golpeado al apartarme. Podré soportarlo. ¿Qué ha ocurrido con el intruso?

—Desaparecido. Ha huido, pero creo que estamos ya dispuestos para el último acto de este desagradable drama, amigo mío. Protéjase los ojos; voy a proyectar una luz mágica para que podamos descubrir lo que se ha dejado atrás nuestro amigo pirómano en su prisa por escapar. Listo —dijo Inhetep al tiempo que la estancia se iluminaba debido al conjuro que había proyectado sobre el techo—. Ahora disponemos de luz suficiente. —En lugar de «estrellas» parpadeantes, sobre sus cabezas había unas barras de luz tan intensa como los rayos del sol al mediodía—. Estos lugares son receptivos, ¿lo ve? —comentó al policía—. Bastan unos segundos para activarlos y conseguir una luz conveniente.

—¿Quién era el canalla que ha intentado abrasarnos? —preguntó Tuhorus—. Era más rápido que una cobra.

—Y más peligroso, también. ¿Vio sus pies?

—No. ¿Qué les pasaba?

—Descalzos y negros, amigo mío. Ese individuo no era otro que Yakeem, el dahlikil… Tal vez el asesino más hábil que nunca he conocido —dijo el ur-kheri-heb a su compañero—. Ahora creo que todo encaja en su lugar. ¿Por qué razón piensa que se encontraba aquí, Tuhorus?

—Buscaba algo. Parece que ya ha escudriñado cada página de los libros guardados en esta habitación…, salvo los pocos que examinaba cuando lo hemos sorprendido.

—Sí. Veamos si hay algo en ese último montón, y luego podemos marcharnos.

—Pero ¿y el asesino… Yakeem? ¡No debe escapar!

—¿No debe? Ya ha escapado, Tuhorus. No podemos hacer nada en los próximos minutos para cambiar ese hecho. Pero no se preocupe, inspector jefe, no se desvanecerá. Podremos seguir su rastro sin dificultades, un poco más tarde…, cuando nos convenga —explicó el mago-sacerdote mientras empezaba a pasar las páginas de los libros que estaba examinando el dahlikil—. Tenga, hojee este volumen y compruebe si hay algo distinto de lo que debería contener…, algún papel suelto, notas en los márgenes, cualquier cosa, y no olvide mirar también el lomo y las tapas.

Pasado algún tiempo, la búsqueda concluyó.

—Nada en absoluto —dijo el oficial de policía, consternado—. ¿Qué hacemos ahora?

—El hecho de que no hayamos encontrado nada significa que Yakeem no está seguro de la localización de lo que buscaba, pero nosotros sabemos muy bien dónde está.

—¿De qué está hablando, Inhetep?

—De Absobek-khaibet. Ha escondido algo para garantizar su propia seguridad… Por lo menos, él cree que así la garantiza. Ahora lo que tenemos que hacer es encontrar la entrada del pasaje que sabemos que existe debajo de este lugar, y entonces estaremos a punto de resolver el caso.