10
El jefe yarban rebosaba arrogancia cuando entró en el despacho de Tuhorus.
—¡Los hombres de Al-Heshaz vengarán este ultraje! —bufó—. Exijo que se me deje en libertad de inmediato. Cuando regrese a mi país, tendré una deuda de sangre que rescatar.
—¿Sabe quién es esta dama, Shaik Yasik ibn Okhdar?
—Jamás la he visto hasta ahora, Magister Inhetep. El ur-kheri-heb se echó a reír al oír aquello.
—Por supuesto que no, querido amigo, pero no es eso lo que le he preguntado. ¿Ha oído hablar en alguna ocasión de la dama Xonaapi de Sarai…, la hermosa muchacha presente en esta habitación con nosotros?
—No la conozco, ni tengo nada que decir sobre ella.
—¡De nuevo evita responder a mi pregunta, yarban! ¡Si no cambia de táctica, correrá un serio peligro, se lo aseguro! —dijo el mago-sacerdote en tono duro, y sus ojos de color verde oscuro relampaguearon—. ¿Ha oído hablar alguna vez de esta persona, la dama Xonaapi, antes de que mencionara su nombre en esta misma habitación?
—No.
Tuhorus se puso en pie y señaló a Yasik.
—Incluso yo puedo advertir que miente, Magister. Es descaradamente falso.
El yarban miró alternativamente a Inhetep y al inspector de policía.
—Tal vez haya oído mencionar su nombre en alguna ocasión… Posiblemente fue Lord Pyronos quien me habló de ella.
—Es muy cierto, pero hay bastante más que eso, ¿no es así, Shaik Yasik? —El Magister se sentó y entrecerró los ojos—. Déjeme describirle la situación. Después de finalizar sus reuniones con el príncipe Ram-f-amsu, usted planeaba regresar a su país, a Aelana. Había reservado pasajes para mañana, según tengo entendido, en una galera rápida que sigue el trayecto Río Nylo-canal de Goshen hasta Koizum. Desde ese puerto, pensaba tomar un dhow para regresar a las tierras de su pueblo.
—¿Y qué tiene eso de particular? Tengo derecho a marcharme de aquí cuando me apetezca. ¡No hay nada de malo en embarcarme para mi país!
—Ah, pero usted había dispuesto las cosas para llevarse consigo una esclava, Yasik. Y sospecho que se trataba nada menos que de Xonaapi, aquí presente. Ya ve, estoy enterado incluso de que planeaba llevársela acompañada de un número considerable de cofres repletos de gemas y metales preciosos: el precio de un soborno.
El hombre sacudió la cabeza.
—Eso es ridículo. No acepto sobornos.
—Ya sé que no los acepta, Shaik Yasik; los ofrece. Apostaría a que la niña y el tesoro tenían como objeto conseguir que el rey de Nejd compartiera sus puntos de vista, por así decirlo.
—¿Y cuáles, oh encarnación de la suprema sabiduría, cuáles serían en vuestra opinión esos puntos de vista, si me es permitido preguntarlo? —dijo el yarban en tono sarcástico.
Inhetep dirigió una significativa mirada al inspector Tuhorus antes de contestar.
—Sus planes eran sublevar contra Aegipto todo el Yarbay occidental… o al menos invadir y hostigar el Reino Medio y el Alto. Con el delta del río en poder de los rebeldes y el Mare Rubine infestado de merodeadores y piratas, el faraón se vería en una situación desesperada.
—Unas especulaciones muy imaginativas, Magister. Sin embargo, la enemistad entre las tribus de mi tierra es demasiado notoria y no necesita comentarios… salvo para señalar que nunca cooperarán entre ellas, como está sugiriendo, ¡ni siquiera para derrotar a Aegipto!
El magosacerdote prosiguió, imperturbable.
—¿He mencionado la cooperación? Eso no sería necesario, Shaik Yasik. Mientras Al-Heshaz enviara mercaderías y suministros al Bajo Aegipto, digamos simplemente que bastaría que Nejd y Ofir montaran expediciones independientes contra la costa aegipcia del Mare Rubine y atacaran los establecimientos comerciales… Incluso podrían aliarse con, por poner un ejemplo, Axxum, para atacar Nubia. El saqueo y la conquista de territorios no precisarían de una cooperación mutua.
—Son acusaciones muy graves —murmuró Tuhorus, casi como un eco de las palabras del yarban—. ¿Cómo podemos probar una cosa así?
—Confisque las pertenencias del Shaik Yasik y registre las mercancías almacenadas en los muelles o en las bodegas de la galera. Con toda seguridad encontrará una fortuna en metálico y piedras preciosas.
—No se atreverá a confiscar mis propiedades. Soy un…
—Ahí lo tiene, inspector jefe. Acaba de oír la confirmación de lo que le he dicho. Envíe de inmediato un pelotón. —Tuhorus llamó a un subalterno y le dio unas breves instrucciones, mientras Yasik, erguido rígidamente en su silla, mascullaba por lo bajo. Si hubiera tenido el poder de fulminar con la mirada, los dos aegipcios habrían caído muertos al instante—. Puede olvidarse de todo eso, Shaik Yasik ibn Okhdar. No tiene la menor oportunidad de largarse sin más con el botín, como dicen los piratas. Dígame, sin embargo, ¿pensaba instalarse en Babilonia? ¿O era alguna ciudad situada más al este la que atraía su atención?
—Buey sexualmente desviado —escupió el yarban—. Me ha estado espiando.
—No había necesidad con un hombre de su ralea, se lo aseguro —rió Inhetep—. Es usted enormemente predecible, Yasik. Me sorprende que el gobernador llegara a confiar de ese modo en usted.
—Todo el mundo sabe que yarban es sinónimo de renegado, ¿no es así, inspector? —dijo Xonaapi en tono despectivo, mientras miraba asqueada a Yasik.
—¡Miente! Decidí retirarme del plan sólo cuando aparecieron esos apestosos fenicios y shamitas.
—Sin hacer al gobernador la merced de enterarle de su decisión, por supuesto —se mofó el ur-kheri-heb—. ¿Tanto le disgusta Barogesh?
—Los fenicios son peores que cerdos, y los shamitas reivindican territorios que pertenecen históricamente a Yarbay —gruñó Yasik—. Si la alianza se hubiera extendido a los babilonios, como se me prometió al principio, todo mi pueblo se habría alegrado. Después yo me habría erigido en señor de toda la tierra, y con el tributo de Ram-f-amsu podríamos habernos extendido por toda nuestra península y conquistado la costa occidental de Azir, desde Filistea hasta Byzantium. Al incluir a esos pueblos mestizos, el gobernador pretendía impedirlo, pero yo adiviné su intención. ¡Lo único que consiguió con su estúpido plan fue perder la amistad de Al-Heshaz!
—¿Admite que asesinó a Ram-f-amsu? —preguntó el policía, incapaz de seguir por más tiempo como convidado de piedra en aquella escena.
Yasik sacudió la cabeza con violencia.
—¡No! ¡Por más que, como a cualquier auténtico hijo del desierto, no me habría importado hacerlo! ¡Cómo habría disfrutado cortando su lengua mentirosa y rebanando su cuello palpitante! Pero sólo fui un espectador impotente de su muerte… una muerte merecidísima, que algún otro le infligió con enorme maestría.
Tuhorus no parecía convencido.
—Al-Heshaz está gobernado por guerreros-chamanes. Usted, Yasik, que es su gran shaik, es ciertamente capaz de utilizar una gama considerable de procedimientos mágicos.
—Olvida que no pudimos encontrar el menor rastro de heka en el lugar de la muerte de Ram-f-amsu ni en el aposento de Matiseth Chemres, querido inspector —le interrumpió Inhetep—. Tenemos que buscar medios distintos de la magia. Creo que tendremos que contentarnos con cargos menores contra este hombre… lo que no quiere decir que su condena no esté más que garantizada.
Fue asunto de poco tiempo encerrar al Shaik Yasik en otra celda especial, después de acusar formalmente al yarban de una larga lista de crímenes contra el faraón y el Estado.
A continuación, el policía miró a Inhetep y preguntó:
—¿Shamish? ¿Hay algún shamita en el grupo?
—Tenemos a Barogesh, y al hombre que se identificó como un simple viajero y explorador. ¿Cómo dijo aquel individuo que se llamaba, Tuhorus?
El inspector pareció complacido.
—Se llamó a sí mismo Vert. Tanto él como el inversor fonecio están bajo custodia. Los traeré en un santiamén.
—Estoy terriblemente cansada —dijo Xonaapi en ese momento—. ¿Cuánto tiempo va a durar aún todo esto? Inhetep y Tuhorus se intercambiaron miradas.
—Creo que tenemos todavía para unas cuantas horas, querida niña —dijo el Magister Inhetep con una sonrisa—. Lo has hecho muy bien, y no veo la necesidad de que te quedes, pues ya hemos interrogado a los dos únicos conspiradores implicados en tu particular relación con este asunto. ¿Ve usted algún inconveniente, inspector?
—No —asintió Tuhorus—. ¿Puedo hacer que uno de mis vigilantes la acompañe a Los Juncales? Tal vez podrá descansar lo bastante para dedicarse mañana de verdad a las compras… Le recuerdo que en verdad necesita adquirir algunas cosas imprescindibles.
Aquello hizo que el magosacerdote se estremeciera, pero Xonaapi no dio muestra de advertirlo.
—Es muy amable por su parte, inspector jefe Tuhorus. Realmente necesito dormir. ¿De verdad no te importa que me marche ahora, Setne? Estaré en nuestra suite cuando acabes aquí…
—Por supuesto que no, dama Xonaapi, por supuesto que no. Pero no hace falta que me esperes —casi suplicó el Magister—. Tienes que descansar. Si no nos vemos antes, te acompañaré a desayunar por la mañana. —Inhetep se puso en pie, hizo una reverencia y la muchacha partió—. Usted, Tuhorus, es un demonio peor que los más empedernidos moradores de Restau —dijo refiriéndose a las regiones abismales del Duat, el inframundo aegipcio, poblado por sierpes, demonios y seres semejantes. Aquello hizo que se dibujara una sonrisa en la fea carota del policía.
—Ya que dispone de la chica, ha de pagar el precio, Magister.
—Pero le aseguro, Tuhorus, que yo no dispongo de Xonaapi… ¡no en el sentido que está sugiriendo! No importa, ya veo por sus chanzas y pullas que es inútil insistir en el tema. ¿Dónde está la pareja del siguiente lote?
—Ahora nos los traerán. ¿Le apetece un poco de té mientras llegan?
—Eso me ayudaría a refrescarme —asintió el Magister—. Me temo que nos espera una larga noche.
Hubo una pausa de cinco minutos tan sólo antes de que Vert y el financiero fenicio fueran conducidos al despacho de Tuhorus, pero incluso el mediocre brebaje que les suministraron contribuyó a confortar a los dos investigadores de cara a lo que les esperaba. Los dos hombres saludaron cortésmente a los oficiales, y luego tomaron asiento, a cierta distancia el uno del otro. Barogesh aceptó la taza de té que le ofrecieron, mientras que el enigmático Vert declinó la invitación. Inhetep le preguntó si había alguna otra cosa que deseara, pero el individuo contestó secamente que no necesitaba nada.
—Muy bien, pues —dijo el Magister a Vert—. Vamos directamente al grano.
—¿Cree oportuno que esté yo presente? —preguntó educadamente el fenicio.
—Por supuesto que sí —respondió el mago-sacerdote—. Después de todo, ¿desde cuándo el jefe de los espías de Hasur no escucha lo que puedan decir los shamitas?
El hombre que aseguraba llamarse Vert se puso en pie de un salto y trató de empuñar una daga inexistente. Barogesh también reaccionó, y sus manos se dirigieron a un elaborado medallón que llevaba pendiente de un collar. El inspector jefe Tuhorus desenvainó en un instante su espada corta por debajo de su escritorio, y la afilada punta pasó a apuntar directamente a la garganta del pretendido explorador; le bastó un segundo para ello.
—Tome asiento, por favor —dijo el oficial de policía a Vert en un tono frío y tranquilo. Al mismo tiempo, Tuhorus vigilaba con el rabillo del ojo lo que hacía el ur-kheri-heb en relación con el súbito movimiento del fenicio; pero no hacía falta que se preocupara.
Mientras Barogesh intentaba manipular algo en el barroco medallón esculpido que llevaba al cuello, el Magister Inhetep extrajo, de algún lugar de debajo de su túnica, un ankh de una especie poco usual. Los dos salientes laterales tenían formas que recordaban la cabeza y el pico de un ibis, el ave de Thoth. El metal plateado de aquel objeto centelleó cuando Inhetep lo puso en contacto con el medallón.
—¡Oh! Me parece que ha habido algún tipo de reacción ahí, Barogesh. ¿Cree que habré estropeado alguna cosa guardada en ese talismán suyo? —preguntó Inhetep en tono apenado.
El fenicio le dirigió una mirada tan fulminante como la anterior del yarban.
—Protesto enérgicamente por este atropello de mis derechos. En mi condición de emisario de Hasur, poseo inmunidad —gritó—. Déjenme marchar de inmediato.
—También yo tengo estatuto de diplomático. No he revelado mi verdadero nombre por esa razón, pero han de saber ustedes que soy Bal-Eloi Jossur de Shamish. No tienen derecho a retenerme aquí.
El inspector Tuhorus parecía un tanto desconcertado por la doble protesta de la pareja, pero Inhetep permaneció casi impasible, y respondió:
—Hace algún tiempo que soy consciente de la inmunidad que alegan, señores, pero entiendo que sus prerrogativas no alcanzan a una situación tan extraordinaria como ésta. —Levantó una mano como para acallar las protestas de los dos, y luego fue doblando dedos para enumerar los posibles cargos.
—El asesinato de un gobernador real no está protegido por la inmunidad diplomática en Aegipto, y tampoco la muerte de un jefe eclesiástico… y Matiseth Chemres era hem-neter-tepi de Set en el sepat de On. —Dobló dos de los dedos extendidos mientras hablaba—. La conspiración contra el faraón es un tercer delito que no admite exclusión alguna en cuanto a arrestos y persecuciones de sus culpables. El soborno de funcionarios reales es asimismo un crimen que impide cualquier alegato de inmunidad, y puede demostrarse que ambos, usted, señor Barogesh, y usted, Bal-Eloi Jossur, entregaron grandes sumas de dinero a Ram-f-amsu; de modo que tenemos cuatro cargos potenciales de los que podrían ser acusados, y todos y cada uno de ellos desbaratan sus reclamaciones de privilegios diplomáticos. Finalmente, está la cuestión del incendio intencionado del palacio del gobernador. También ese crimen pertenece a la misma clase que los anteriores.
»Cinco cargos, señores; un número muy serio, cuando además cada uno de ellos basta para acarrear la pena de muerte para el culpable.
—Tal vez haya una forma de aclarar las cosas sin necesidad de llegar tan lejos, Magister Inhetep e inspector Tuhorus —dijo el fenicio en tono tranquilo—. Creo poseer una información potencialmente valiosa, y estoy dispuesto a proporcionarla si a cambio se reconoce mi estatuto…
—También yo estoy plenamente dispuesto a cooperar, señores —dijo con firmeza Jossur—. Tal vez mis informaciones resulten incluso más detalladas que las de mi compañero hasurita, porque los shamitas somos bien conocidos por nuestra habilidad para reunir información y conservar registros precisos de todo lo que hemos averiguado.
El regordete policía se estaba poniendo cada vez más furioso ante aquel regateo.
—Retener información también es un crimen —dijo en tono amenazador.
—¿Teme un hombre condenado que le ejecuten dos veces? —replicó el fenicio con una mirada dura—. En cuanto a lo que argumenta mi colega de menor rango, Bal-Eloi Jossur, puedo garantizarles que todo cuanto sé está minuciosamente documentado hasta el último detalle, porque Hasur, como todos los estados fenicios, es meticuloso en la forma de llevar sus archivos, incluso tratándose de operaciones clandestinas, por así decirlo.
Los dos espías acusados desviaron la vista de Tuhorus para fijarla en el magosacerdote, porque ambos sabían perfectamente que Inhetep se encontraba allí en su condición de agente del Uchatu, y que había sido un jefe de alto rango en los servicios secretos del faraón. El Magister inclinó ligeramente la cabeza.
—Aprecio su espontánea oferta de ayuda, señores. Es evidente para mí que ambos fueron atraídos a esta conspiración en una fecha bastante tardía, cuando el plan estaba ya muy avanzado. Por favor, cuéntennos al inspector Tuhorus y a mí cuanto sepan. Si de sus explicaciones se deduce que únicamente estaban conectados con las fuentes de financiación de las traiciones del príncipe-gobernador y no tenían relación con el resto, creo que podremos permitirles salir en libertad… con pérdida de todo el dinero y las posesiones que tenían en este país, por supuesto, y con la prohibición de volver a poner los pies en suelo aegipcio, naturalmente.
—Todo el dinero que traje para… —empezó a decir irritado el agente shamita, pero de inmediato calló, al pensar en la alternativa que se le ofrecía. Si Barogesh había tenido intención de protestar (porque también él había aportado millones y se suponía que poseía haciendas y bienes en Aegipto, riquezas que perderían él mismo y Hasur), el súbito silencio de su colega y la expresión del rostro del inspector le aconsejaron callar, salvo para decir en voz muy débil:
—Estoy de acuerdo.
—¿Qué hay de los dos crímenes? —preguntó Tuhorus entre sus mandíbulas firmemente apretadas.
Los dos hombres aseguraron estar totalmente desconcertados por las muertes del gobernador Ram-famsu y del sumo sacerdote. Ambos admitieron poseer conocimientos rudimentarios de magia y capacidad para utilizarlos eventualmente en el desempeño de sus funciones profesionales. Pero ni uno ni otro tenían la menor idea de lo que había matado a Ram-f-amsu, y ambos se encontraban en otro lugar, y acompañados, en el momento del asesinato de Matiseth Chemres.
—Fue como si el asesinato lo hubiera llevado a cabo una antítesis de knosys —dijo Bal-Eloi Jossur—. Mi propia protección no reveló el más ligero rastro de heka.
El espía fenicio se mostró totalmente de acuerdo con la afirmación, y tanto Tuhorus como el Magister llegaron a la conclusión de que ambos decían la verdad. Inhetep les interrogó entonces sobre el incendio, y el resultado fue el mismo. Ni el agente shamita ni Barogesh tenían la menor noción de quién era el autor del mismo ni de la causa, aunque ambos sospechaban que se había intentado destruir pruebas acusadoras.
—El sacerdote de Set era el eslabón débil de la cadena de Ram-f-amsu —añadió el fenicio, resumiendo de ese modo su opinión y la de Jossur respecto a Matiseth Chemres.
—¿Cuál era la razón? —preguntó el policía.
—Era astuto, pero poco inteligente; mostraba demasiado a las claras sus ambiciones y parecía dispuesto a intentar usurpar el poder en el momento en que el príncipe hubiera forjado el nuevo Estado —explicó Barogesh—. Chemres pretendía reunir todos los poderes, como ocurría en épocas pasadas, y actuaba movido por el resentimiento, según creo, porque era un hombre intolerante y mezquino.
Después de algunas hábiles preguntas de Inhetep, los dos agentes revelaron que habían suministrado varios millones en metálico para respaldar los planes del gobernador, y que el dinero debía de encontrarse en algún lugar del palacio de Ram-famsu, a menos que estuviera ya gastado. Cada uno de ellos había prometido dos millones más, aproximadamente, y ese dinero estaba todavía en algún lugar, en tránsito hacia On.
—No se preocupen —comentó burlón el ur-kheri-heb—. Tarde o temprano llegará, y en ese momento podrán salir en libertad. —Inhetep hizo una pausa, y luego volvió a emplear su tono más duro—. Pero aún nos queda un asunto pendiente, creo. Por favor, expliquen ahora cuanto sepan sobre la conspiración para dividir el reino. No ahorren el más pequeño detalle: nombres, fechas y todo lo demás. Sus vidas están en este momento en la balanza, señores, como las almas de los muertos cuando afrontan el juicio ante el Tribunal de Osiris, en el Duat. Una mentira con el peso tan leve de una pluma de ave, una omisión insignificante, puede pesar lo bastante para que el fiel de la balanza se convierta en la daga de la muerte.
Los hombres como Barogesh y Jossur aceptan con facilidad los avatares de su profesión. Ni el uno ni el otro tenían un temor particular a perder la vida, pero del mismo modo sabían que morir no era necesario en este caso. Se trataba de un asunto que no concernía para nada a sus respectivas naciones. Uno y otro optaron por vivir para seguir su trabajo, de modo que contaron lo que sabían. Sus historias coincidieron en muchos aspectos.
La mano derecha del gobernador, Aufseru, había creado al parecer una red de agentes privados y espías al servicio de Ram-famsu. Fueron ellos quienes localizaron a Barogesh y Jossur, y más tarde el propio Aufseru había contactado con cada uno de ellos en particular. Después de cautelosas negociaciones, el ayudante había planteado el ambicioso plan del príncipe Ram-f-amsu. En esencia, el gobernador afirmaba que le desagradaba la alianza greco-aegipcia que había perdurado durante tanto tiempo. Proponía, tanto a Hasur como a Shamish, aliarse con ellos en lugar de los griegos, pero con la condición, por supuesto, de que apoyaran un cambio en el gobierno de Aegipto.
Los mercenarios azirios y los merodeadores yarbans asegurarían ese cambio, y también se insinuó la posibilidad de una ayuda por parte de Babilonia. Ram-famsu afirmaba que con la cooperación del sumo sacerdote de Set conseguiría levantar en armas todo el Bajo Aegipto y coronarse faraón. Simultáneamente, los Reinos Medio y Alto sucumbirían y la Superintendencia de Nubia estaría bien dispuesta a aceptarlo como soberano llegado el momento, pero mientras tanto sus partidarios allí tendrían encomendada la misión de impedir cualquier intento de utilizar las fuerzas militares de la región para atacar al recién proclamado Estado del delta del Nylo. El actual soberano de Aegipto, atacado desde el norte y el sur, tendría sus días contados, y Ram-f-amsu conseguiría hacerse en una segunda fase con el poder en todo el territorio.
La participación kypriota en el plan obedecía, al parecer, a la promesa de concesiones comerciales. La isla estaba estrechamente ligada a Libbos, y de esta manera se eliminaría una amenaza. Bal-Eloi Jossur admitió estar informado de la promesa de entregar la ciudad shamita de Tyrus al rey Nikos de Kypros.
—Teníamos previsto aplastar esa intentona con nuestro poderío naval —explicó a Tuhorus y al Magister—. A pesar de todo, seguía siendo una amenaza, por supuesto, y podía perjudicar nuestro comercio. Cuando le acusamos de duplicidad, el príncipe Ram-f-amsu accedió a no prestar ayuda militar para esa parte del plan. Nikos se habría encontrado en una posición muy incómoda…
Estaba previsto permitir el movimiento de tropas mercenarias escitas a través del norte de Babilonia y del territorio yarban de las tribus de los nabateos y de Al-Heshaz. Aquello era ideal desde el punto de vista de Shamish. En el peor de los casos, se estimaba que el codiciado puerto de Aelana podría quedar en poder de la nación, aunque fracasara en último término la rebelión de Ram-famsu. A ningún faraón le importaría ver disminuido el poder de Yarbay, siempre que esa pérdida fuera en beneficio de Shamish, un Estado teóricamente aliado. Por su parte, se daba por descontado que Filistea apoyaría a Shamish en el caso de que tuviera éxito el plan del gobernador, dado que el territorio yarban se interponía entre ambos, y que sería preciso combatir y someter a la población de toda esa zona. Sin embargo, no había intención de proporcionar al príncipe rebelde ningún tipo de ayuda militar, porque los movimientos de los mercenarios escitas en apoyo de la rebelión resultaban demasiado peligrosos, y por consiguiente se concentrarían en la frontera oriental todas las fuerzas para prevenir que las hordas salvajes de la caballería escita asolaran las tierras de Shamish.
—Contábamos con llegar a algún tipo de acuerdo con Hasur —concluyó Bal-Eloi—, porque unos y otros nos comprendemos bastante bien. Pero con Escitia, Hasur, Kypros y Yarbay en ebullición, y la perspectiva de que Babilonia se sumara al conflicto, todo el asunto cobraba un cariz bastante feo.
—Y, sin embargo, enviaron dinero —observó el mago-sacerdote.
—¡Por supuesto! Un poco de oro y de plata no significa nada en términos de diplomacia y asuntos de Estado.
El Magister intercambió con el inspector jefe Tuhorus una mirada que llevaba implícito el mensaje de que ninguno de los dos pertenecía a ese mundo. Por más que se vieran obligados a entrar en consideraciones de ese género de vez en cuando, ni uno ni otro se sentían cómodos en aquella compañía.
—¿Y usted, Barogesh? ¿Qué pensaba Hasur del plan del príncipe Ram-f-amsu?
—Como ya ha observado el señor Jossur, Magister Inhetep, lo considerábamos una chapuza condenada al desastre. Por lo demás, Babilonia y sus lacayos son aliados nada fiables. —Hizo una pausa momentánea para saborear su té, ignorando la mirada de odio envenenado que le dirigió su colega shamita—. Teníamos preparado desde hace algún tiempo un plan circunstancial para apoyar al faraón legítimo, y en cualquier momento, mediante la utilización del canal adecuado, mi nación habría acudido sin la menor vacilación en auxilio del poderoso rey de Aegipto.
—Así que ocupaban los dos lados del tablero a la vez… Magnífica diplomacia —murmuró el ur-kheri-heb.
—Quiero hacer constar que Shamish estaba dispuesta a bloquear el paso e impedir las incursiones escitas —aseguró, en las afiladas narices de Jossur—. Eso prueba la auténtica naturaleza de la amistad que nos une a Aegipto.
—Sin duda —comentó Inhetep—. Pero nos interesan todos los detalles sobre los implicados en la conspiración.
Ambos hombres se apresuraron a enumerar largas retahílas de personas de las que les constaba que formaban parte del plan. Sin embargo, todos los individuos citados eran gentes de bajo rango y de escasa importancia.
—Usted mismo, Magister Inhetep, entró en la cámara donde estaban reunidos los más importantes aliados del príncipe Ram-f-amsu. También yo estaba allí, pero en calidad de mero observador —dijo el fenicio con aires virtuosos.
—A mí me había llevado allí más el deseo de observar la actitud de Hasur que el de participar como delegado —declaró Bal-Eloi al concluir el interrogatorio.
—¿De modo que el gobernador y el sumo sacerdote eran los únicos jefes de todo el plan? ¿No había nadie más? —insistió el mago-sacerdote.
—Estaba también Aufseru —recordó el fonecio. Con una sonrisa de superioridad, Jossur añadió:
—Y su colega, el uab Absobek-khaibet. No creo que le haya olvidado usted, Barogesh.
Antes de que los dos espías pudieran añadir algo más al respecto, Inhetep intervino.
—¡Basta! Inspector jefe Tuhorus, ése es el nombre de la persona a la que tiene que detener y traer aquí inmediatamente. Tenga cuidado, porque aunque su título indica un nivel de destreza mediano, sospecho que sus poderes exceden en mucho a los de un uab normal… De no ser así, Chemres nunca lo habría convertido en su lugarteniente.
—Enviaré a los hombres más capaces de que dispongo para contrarrestar la magia, Magister. ¿Por qué no ha…?
—Es fácil de explicar, querido colega. No lo nombré porque no encontré el menor rastro de la implicación de ese Absobek-khaibet…, y a su organización sin duda le ocurrió lo mismo. No vale la pena lamentarlo ahora, pero temo que está complicado más seriamente, y que tiene mayor poder de lo que sería lógico suponer. Pronto lo averiguaremos.
»En cuanto a ustedes dos —añadió el ur-kheri-heb con un disgusto patente en el tono de voz y en la actitud—, esa última información les ha valido probablemente la inmunidad que pretendían conseguir. Sin embargo, la decisión corresponde a otras personas, porque nos encontramos sin la menor duda ante un asunto de Estado. Mientras esperan, estoy seguro de que el viceprefecto podrá encontrarles un alojamiento adecuado aquí, en calidad de… ¿lo llamaremos custodia preventiva?
A pesar de las vehementes protestas de los dos hombres, el inspector jefe Tuhorus se mostró plenamente de acuerdo con la sugerencia del magosacerdote y los llevó a una habitación en la que quedaron encerrados, aunque en unas condiciones más parecidas a las de una posada que a las habituales en las cárceles.
—¿Conseguirán realmente salvar el pescuezo? —preguntó el policía después de llevárselos.
—Los ministros del faraón exigirán cuentas detalladas a Hasur y Shamish, pero al final esos dos escorpiones quedarán libres y estarán en condiciones de correr a labrarse su ruina… a algún lugar lejano, por fortuna. O estoy muy equivocado, o su próximo destino será la Gran Slovia, Berbería o tal vez Tartaria —añadió con una carcajada burlona.
—He oído grandes alabanzas de la hospitalidad de Kitay y del encanto del pueblo nómada de Tindouf —comentó regocijado Tuhorus.
—Sea lo que fuere de ellos, amigo mío, se merecen lo que les ocurra. Ahora tenemos que apresurarnos a concluir nuestra tarea con el resto de los conspiradores. Todavía tenemos que resolver los asesinatos, además de la cuestión del sacerdote uab.
—¿Quién es el siguiente?
—Juntemos al banquero, Nerhat-ab, y a los cuatro mercaderes. Forman un lote lamentable y poco de nuevo van a decirnos, pero a pesar de todo es necesario interrogarlos, porque siempre puede surgir algún detalle revelador.
Tuhorus se acercó a la puerta y habló en voz baja con un subordinado que montaba guardia en el pasillo.
—Enseguida vienen, Magister, y también he encargado más té para nosotros.