12

Como parecía que los horarios habituales estaban definitivamente trastocados, los dos hombres determinaron pasar de nuevo el día descansando para recuperar parte del sueño perdido. En cualquier caso, los asuntos pendientes no habían de detenerse por ello, porque la prefectura tenía ahora a una docena de hombres asignados al caso y los agentes del Uchatu estaban a punto de llegar. Inhetep y el inspector acordaron, por consiguiente, aplazar su propia investigación hasta la noche.

—Empiezo a sentirme como un vampiro —bromeó Tuhorus cuando ambos se separaron, el policía camino de su hogar en las afueras de la ciudad, e Inhetep de Los Juncales, donde Xonaapi esperaba su regreso—. Y me imagino que a usted le ocurre lo mismo… ¡especialmente con ese bocadito tan sabroso al que dar mordisquitos! —añadió.

—Ya basta, Tuhorus, estoy harto de sus tonterías —replicó el Magister, acalorado—. Conoce muy bien las circunstancias… —Inhetep se calló el resto de la frase porque Tuhorus se encontraba ya fuera del alcance de su voz—. Muy gracioso —murmuró el Magister mientras daba media vuelta y se dirigía a la posada, moviendo con más energía que de ordinario sus largas piernas debido a la irritación que sentía por las pullas del policía.

De cualquier forma, no necesitaba en realidad trabajar durante aquel día. El mayor peligro potencial lo representaba la eventualidad de que se repitiera el intento de atentar contra su vida o contra la del policía, de modo que en las horas siguientes el magosacerdote se preocupó más de guardarse a sí mismo que de buscar a los criminales responsables de la serie de asesinatos. Después de un merecido descanso y de recuperar fuerzas, el inspector jefe y él harían una nueva visita al templo de Set. Pero ¿y ahora? Tendría que bloquear todas las entradas a sus habitaciones y plantar alarmas y protecciones mágicas, y… ¡y protegerse de la seductora dama Xonaapi!

—¿Qué voy a hacer con ella? —exclamó el Magister en el momento mismo en que entraba en la posada.

Ocurrió que el propietario pasaba por allí en aquel momento y pensó que Inhetep le hablaba a él.

—¿Señor? Si se refiere a la, ah…, joven dama que comparte su suite, se las arregla muy bien mientras está usted ausente atendiendo a sus asuntos profesionales. Han venido varios recaderos a traerle las compras del día, y ahora acaba de tomar el té en el Salón del Loto. Creo que se ha retirado a las hab…

—¿Compras? ¿Té? ¡Si estamos tan sólo a media mañana!

—Ya sabe cómo son los comerciantes, señor. Abren al primer parpadeo del disco de Aten con el fin de exprimir hasta la última gota de su oro, según el dicho.

Inhetep dirigió una mirada furibunda al pobre individuo, que se apresuró a desaparecer de su vista.

Qué ciudad más horrible, On. Se suponía que este lugar era el pariente pobre de la gloriosa Innu, y que aquí sólo era posible encontrar los artículos de uso estrictamente imprescindible y el tipo de ropas funcionales que utilizan las clases trabajadoras. Y, sin embargo, en aquella laboriosa metrópoli existía también un enclave de gentes acomodadas y de visitantes de la sede del gobierno del sepat, lo que había llevado a la aparición de sofisticadas tiendas de modas. Debería de haber deducido esa posibilidad, mejor dicho, probabilidad, a partir de la existencia de Los Juncales, porque la posada era de un elegancia refinada, ¡y enormemente cara! Por otra parte, ¿cómo podía haber previsto el descubrimiento de la muchacha y la forma en que se había quedado a su lado sin que pudiera hacer nada por evitarlo? ¿O su necesidad de un guardarropa? El Magister sacudió la cabeza, pesaroso, y se dirigió a su suite. Tenía una experiencia demasiado escasa con muchachas jóvenes de aquella clase.

—¡Oh! ¿Van mal las cosas, Magister Setne Inhetep? —preguntó la muchacha, preocupada al ver el ceño del ur-kherí-heb cuando entró en la habitación. Xonaapi dejó caer la capa recamada en oro que estaba admirando y se apresuró a correr a su lado—. Ven, deja que te ayude —dijo, y tomó del brazo a Inhetep y lo condujo al diván.

—¿Qué te ocurre, Xonaapi? —gruñó el Magister, sin parecer realmente enfadado—. ¡No soy un inválido!

—Pero pareces muy cansado, Setne querido —canturreó ella, obligándole a sentarse sin hacer caso de sus gruñidos—. ¿No estás mejor así? —Xonaapi le quitó las sandalias; el mago-sacerdote sólo protestó débilmente. Entonces ella se puso en pie, se colocó a espaldas de Inhetep y empezó a darle masajes en los hombros, la nuca y las sienes—. Trabajas demasiado… ¡Estás agotado! En cuanto te relajes lo suficiente, buscaré algo para hacerte revivir y alimentarte. —Inhetep empezó a protestar que sólo quería dormir, pero ella no lo escuchó—. Ahora, Setne Inhetep, Magister o no, vas a quedarte quieto. Tienes suerte de que haya terminado mis compras tan temprano; así ahora podré dedicar toda mi atención a tu persona.

Xonaapi prosiguió su trabajo, presionando con sus dedos y moviendo sus manos de modo que relajaran los músculos y tendones rígidos de Inhetep. La muchacha era una excelente masajista, y a los pocos minutos la cabeza afeitada del alto aegipcio se había reclinado dócilmente sobre la almohada cuidadosamente colocada por Xonaapi.

Mientras él dormitaba, la muchacha se deslizó fuera de la habitación y pronto regresó con las cosas que había prometido. Además de un desayuno ligero y del té habitual de Inhetep, Xonaapi había conseguido de algún modo encontrar varios inciensos olorosos y una mixtura de hierbas.

—Vamos, Setne Inhetep, come un poco y bebe este té tan rico —le suplicó dulcemente la muchacha—, porque necesitas conservar tus fuerzas.

—Muy bien —respondió él, pues se sentía relajado y demasiado aletargado para protestar. El olor de la comida despertó su apetito, de modo que empezó a mordisquear un bollo y a sorber el té de menta azucarado—. ¿Y tú? —preguntó cortésmente después del primer bocado.

—He desayunado hace poco —le dijo Xonaapi, mientras iba y venía por la suite—. No comas mucho, ya sabes —le regañó—. ¡No querrás ir a la cama con el estómago lleno, y si bebes demasiado té, no conseguirás dormir!

—Eres tú quien ha traído todo esto —protestó débilmente Inhetep, pero dejó a un lado el pastel azucarado de miel y almendras al que acababa de dar un mordisco—. Sólo un sorbo más de té para ayudar a bajar la comida —añadió el Magister, casi en tono implorante.

—¿Cómo dices? No te oigo —llegó la voz de Xonaapi entre el ruido del agua que llenaba la bañera, grande como una piscina, de la habitación contigua—. Eso está mejor —suspiró la muchacha, satisfecha, al regresar a la salita en la que estaba tendido Inhetep delante del desayuno a medio consumir—. Veo que has sido bueno y me has hecho caso —añadió, sonriente, al ver la escena.

—¿Bueno? ¡Ja! —dijo el mago-sacerdote con burlona rudeza—. No he comido más porque no tengo apetito.

—¿No es magnífico? —comentó Xonaapi en tono agradable, al tiempo que recogía los restos de la comida y se los llevaba—. ¿Sabes que eres un hombre notablemente atractivo para ser tan viejo?

—¡De ninguna manera! Tengo un aspecto muy corriente, niña, y no soy viejo sino un hombre de edad mediana —la contradijo Inhetep, de forma bastante incongruente. Xonaapi dejó escapar una risa musical y armoniosa, y sus ojos oscuros centellearon.

—Vamos, abuelito Setne. Tienes que bañarte y prepararte para acostarte.

—Con el estómago lleno, el baño es desaconsejable —protestó Inhetep, sin aludir a la segunda parte—. Creo que me quedaré sencillamente aquí tumbado, a descabezar un sueño.

Xonaapi no quiso oír hablar de eso.

—Me he asegurado de que comieras poco, y necesitas agua caliente y mucho jabón para hacer desaparecer al mismo tiempo la suciedad y las preocupaciones. Luego dormirás mejor… y en tu cama, como corresponde, Magister Setne Inhetep. Vamos, ven conmigo que yo me encargaré de todo.

Inhetep agitó levemente una mano.

—No te molestes, dama Xonaapi —dijo, resignado. Era tan testaruda como Rachelle; ¡posiblemente, más aun!—. Lo haré yo solo, tal y como deseas —añadió, y después de entrar en el cuarto de baño, cerró la puerta y pasó el pestillo. La bañera estaba llena y la muchacha había encendido un pequeño brasero. Resinosos trozos de incienso, mezclados con ramitas y hojas de alguna extraña planta despedían un humo aromático que se mezclaba con el vaho húmedo que ascendía del agua perfumada. El mago-sacerdote se despojó de su capa y su túnica y olfateó cuidadosamente, intentando identificar aquella sinfonía de aromas. Pudo distinguir con bastante facilidad tres clases distintas de incienso, y sin duda una de las hierbas era alcanfor, pero el resto le resultaba desconocido…, al menos al arder en aquella combinación. Dejó sus ropas sobre un taburete y se sumergió poco a poco en el agua humeante, utilizando los estrechos escalones laterales para descender con cuidado.

—Odio los baños calientes —gruñó en voz alta—, pero al menos parece que los óleos que ha puesto en el agua me cubren la piel, de modo que cuando salga de esta pesadilla no tendré la piel reseca y arrugada.

No fue una pesadilla en absoluto, y el Magister salió finalmente del agua con pesar al cabo de media hora, porque después de todo la piel se le empezaba a arrugar y la temperatura del baño había descendido por debajo del punto en que resultaba agradable. También el brasero había dejado de humear, de modo que la habitación ya no conservaba más que una ligera insinuación de los aromas que antes la habían perfumado. Inhetep se secó, se afeitó y luego buscó alguna ropa, pero sólo encontró una toalla y la ropa sucia. Estuvo a punto de llamar a Rachelle, pero se contuvo a tiempo. El urkheri-heb entreabrió la puerta y llamó:

—¿Xonaapi? ¿Sabes dónde está mi camisón?

Como nadie contestaba, Inhetep asomó un poco por la puerta del baño y repitió la llamada; pero tampoco hubo respuesta.

—¡Más compras, no! —gritó al tiempo que abría la puerta de par en par y entraba en la amplia sala de estar en busca de su ropa de dormir.

—Quizá más tarde —dijo Xonaapi—. Todavía no has tenido ocasión de ver todas las cosas que he comprado. ¿Te gusta esto?

Casi había hablado a su oído, y al escuchar el susurro de su voz Inhetep casi dio un salto, del susto. Luego se quedó inmóvil e indeciso. No había tenido la precaución e enrollarse la toalla a la cintura, y el pudoroso Magister era ahora dolorosamente consciente de su desnudez. Para agravar las cosas, Xonaapi iba envuelta en unos tules vaporosos, más propios de un harén que de ningún otro lugar. Podría haber estado absolutamente desnuda…, lo que en cierto modo habría resultado preferible, porque aquellos retalitos de material transparente eran más provocativos que la simple ausencia de ropa.

—Es inmoral —balbuceó él, intentando retroceder para parapetarse en el cuarto de baño—. Apropiado sólo para…

—¡Vamos, Magister! ¿Qué es eso? —rió la muchacha, abrazándose a él de forma que le impedía retirarse a menos que forcejeara con ella—. Creí que no te gustaba mi vestido.

—Es exactamente lo que estaba diciendo —insistió él mientras intentaba separarse de ella—. Suéltame, Xonaapi. Tengo que ponerme algo encima.

—Siempre te preocupas por la ropa, Setne Inhetep —dijo la muchacha, sin aflojar su presa—. Me has visto a mí sin nada que me cubriera, y también hemos dormido juntos así, de modo que ¿por qué eres tan… tan… gazmoño? El breve forcejeo y la discusión habían servido al menos, afortunadamente, para calmarlo.

—Muy bien —murmuró el mago-sacerdote con toda la dignidad que pudo reunir—. Encontraré yo solo mi camisón y me retiraré. —Caminó torpemente hasta el dormitorio y empezó a revolver rápidamente el baúl en el que guardaba sus escasas pertenencias—. ¡Vamos! ¿Dónde está esa condenada cosa? —dijo Inhetep después de echar a un lado todo el contenido del baúl.

—No lo necesitas —contestó Xonaapi con un mohín.

—¿Dónde está? —casi gritó Inhetep.

—Lo he escondido —dijo la muchacha, y se acercó a él en la actitud del gato que acecha al ratón—. Tenemos otras cosas en que pensar ahora, Setne, ¡de modo que será mejor que te olvides de tu viejo camisón!

Inhetep decidió seguir una táctica diferente. Se volvió, le dedicó una mirada intensa y prolongada, y luego sonrió con lascivia.

—Tienes razón, Xonaapi. ¿Por qué renunciar al placer mientras aún puedo? Eres muy joven y hermosa, y tengo mil cosas que enseñarte. Te convertiré en una auténtica esclava del amor, y sólo existirás para mi placer.

Y mientras hablaba, el magosacerdote avanzó hacia ella con un brillo de anticipación en la mirada.

—Ahora no seas tan impaciente, Magister —le dijo Xonaapi, retrocediendo y extendiendo las manos al frente como para detenerlo.

—¿Impaciente? ¡Nunca! Me tomaré mi tiempo, no temas, mi pequeña golosina —contestó él con un nuevo paso al frente. La muchacha se dio media vuelta; él previo que se pondría a gritar y huiría al instante.

—¡Quieta, Xonaapi! —dijo—. No puedes escapar de mí.

En el mismo momento en que pronunciaba esas palabras, la muchacha le dio un empujón. Inhetep, cogido por sorpresa, cayó de espaldas sobre la cama que estaba precisamente detrás de sus largas piernas.

—¿Escapar? Eres tú quien quiere escabullirse —rió ella, y saltó sobre su cuerpo—. No eres ni la mitad de listo de lo que crees ser, Setne Inhetep.

—¿No opinas que he sido muy astuto? —consiguió a duras penas decir él a pesar de los jugosos labios que oprimían los suyos. Intercambiaron besos y caricias durante un rato, y luego él preguntó:

—¿Qué pusiste en ese incienso, niña?

—Es mi secreto, sapientísimo Magister —rió ella—. Pero te diré que tiene ciertos efectos sobre los hombres… ¡Incluidos los que se consideran a sí mismos demasiado dignos e importantes para hacer caso de una muchachita, sólo porque ellos son más maduros y tienen más experiencia!

—Me has drogado para obligarme a ceder —suspiró él—. Me retendrás aquí todo el día, precisamente cuando debería…

—Chist —contestó ella, seria—. No es el momento para eso. Además, dentro de una hora más o menos podrás dormir cuanto quieras, y entonces descansarás mejor. Has de olvidar todas las preocupaciones de tu trabajo de investigador en las horas que pasen desde este momento hasta que despiertes. —Lo besó de nuevo, y cuando él empezó a responder a su apasionamiento, Xonaapi se apartó y le miró directamente a los ojos verdes—. ¿Sabes de verdad esas cosas que antes dijiste, Setne?

—¿Cosas? —replicó él, confuso—. ¿Qué quieres decir?

—Me has dicho que tenías mil cosas que enseñarme —le recordó ella con suavidad, al tiempo que recorría con las puntas de los dedos el pecho y el estómago del hombre—. Espero que no estuvieras baladroneando. Tengo tantas ganas de aprender…

Algo más tarde, él oyó una campana distante, y sus ecos dorados flotaron en el aire como nubéculas en un cielo primaveral. Con aquel lento tañido llegó a sus oídos una voz angelical, casi imperceptible, pero insistente:

—S…e… t…n… e I… n…h… e…t… e…p —llamaba, tan dulce y remota como las notas doradas de la campana. Él estaba reclinado en un almohadón de plumas de ganso, sumido en un soñoliento idilio a bordo de un pequeño bote que las aguas rizadas del Nylo movían lentamente con un suave balanceo, mientras el cálido sol lo acariciaba. ¿En qué lugar de la orilla estaba la campana? No importaba. Pronto dejaría de oírla, si seguía avanzando a la deriva por el río. Pero la voz insistía.

—Setne Inhetep —dijo, y ahora estaba más cerca, más alta y parecía amenazadora. Se preguntó cómo un ser angelical podía suscitar aquella sensación de peligro, y su mente apartó lentamente la idea, al tiempo que las notas doradas de la campana se transformaban en un ruido destemplado, como si alguien tocara una alarma estrepitosa repetidamente y con atemorizada urgencia. El mago-sacerdote salió de su sueño, dispuesto a afrontar cualquier amenaza que se presentara.

—¡Setne Inhetep! —exclamó Xonaapi, ahora con cierta incoherencia—. ¿Qué estás haciendo? Primero no quieres despertar, y ahora saltas de la cama como si fueras un niño. ¡Deja de dar saltos y mira!

Aquella petición tuvo la virtud de despabilarlo por completo, y entonces el Magister se dio cuenta de que había estado tan profundamente dormido que los intentos de la muchacha de despertarlo se habían mezclado sencillamente con las imágenes oníricas creadas por su mente. Oyó un tintineo y vio que Xonaapi llevaba un brazalete con campanillas de plata, e iba vestida con una falda muy bonita y la capa bordada en oro que había visto anteriormente, ahora rematada por un collar y sandalias a juego, y sujeta con cintas también recamadas con cuentas e hilo de oro.

—Ya veo… Es muy bonito —consiguió balbucear él. Luego se sentó en la cama, con las piernas cruzadas, e intentó orientarse—. ¿Puedo preguntar qué hora es?

—¡Casi es de noche ya, perezoso Magister Setne! —le riñó ella—. Me estoy preparando para que salgamos. ¿Te gusta este conjunto?

—Por supuesto, querida niña. Es espléndido… ¿Salgamos?

—¡No, de verdad! Haz el favor de decirme lo que llevan por la noche las damas de On, y si voy adecuadamente vestida. No quiero que te avergüences de mí esta noche.

¿Qué llevaban las mujeres elegantes para salir a cenar? Inhetep se rascó la barbilla como si todavía llevara barba.

—Una excelente pregunta, Xonaapi. No estoy del todo seguro sobre esas cuestiones, pero…

—¡Oh, no te gusta! —exclamó ella, desilusionada.

—No he dicho eso en absoluto —casi tronó él. Luego, en tono más suave, sugirió que ella le enseñara su nuevo vestuario, esperando que, al ver lo que había adquirido, recordaría exactamente cómo se vestían las gentes ricas de la ciudad cuando salían a cenar. Xonaapi empezó a traer un vestido tras otro, hasta que la cabeza del Magister empezó a darle vueltas. Finalmente, dijo—: Tienes puesto exactamente el vestido adecuado, querida, salvo que me parece que unas ajorcas de oro sustituirían con ventaja al brazalete de las campanillas… Y estaría bien que te aplicaras liberalmente alguna fragancia exótica, como el jazmín, para perfumar tu piel.

—Gracias, Setne Inhetep. Y ahora, ¿no te parece que también tú deberías ponerte alguna cosa? Después de todo dijiste que esperabas a tu amigo el inspector jefe tan pronto como se pusiera el sol.

Inhetep gimió. Había olvidado por completo a Tuhorus y los crímenes. Y lo que era peor, ¿qué podía hacer con Xonaapi mientras el policía y él se dedicaban a su tarea? Además, ¡cómo se burlaría de él el malicioso Tuhorus cuando viera la transformación que se había operado en la chica! Su apariencia había cambiado sutilmente, y ahora Xonaapi mostraba un aire decididamente posesivo con respecto a él. El hombre no podía dejar de advertirlo.

—Muy bien. Tardaré sólo unos minutos en vestirme y ponerme presentable. Tal vez sea mejor que bajes a ver si el inspector jefe Tuhorus ya nos espera en el vestíbulo, mientras yo me arreglo… ¿eh?

Por supuesto, la muchacha accedió, ya que ahora se consideraba a sí misma la anfitriona de Inhetep, el ama de la casa y más cosas aún. El magosacerdote volvió a gemir, y luego casi se arrastró hasta el cuarto de baño para afeitarse y acicalarse para lo que había de venir. ¿En qué lío se había metido ahora? Después de conseguir sacudirse los últimos restos de su demasiado breve descanso y de ponerse ropa limpia para la noche, Inhetep recogió los escasos instrumentos de que disponía para la práctica de heka, lamentando mientras lo hacía la falta de material mágico más completo. Aquello le llevó a recordar su hogar, y el recuerdo le indujo naturalmente a pensar en Rachelle. La amazona se habría cuidado en circunstancias normales de que empaquetara las cosas que ahora echaba de menos, pero había estado demasiado preocupada por sus propios asuntos para atender a eso. Bueno, se había llevado lo que merecía, pensó el Magister con presunción. Su descuido y su interés por aquel noble relamido habían tenido la culpa de lo ocurrido después. Con todo, también Xonaapi era motivo de preocupaciones. Tal vez algo terrible ocurriría por la falta de los instrumentos y accesorios precisos para la adecuada ejecución de heka. Entonces, Rachelle lo lamentaría.

—¡Por el Pico de Bennu! —exclamó en voz alta—. Estoy reflexionando igual que un chiquillo que ha hecho una travesura y espera que lo castiguen en la escuela.

Inhetep se colocó en posición de firmes, cuadró los hombros y salió del baño. Estaba dispuesto a superar cualquier complicación que se presentara esa noche, desde la muchacha hasta los asesinatos, y a no dejar que Rachelle se enterara jamás de su situación actual.