La segunda muerte
Ella me encontró al anochecer bajo los árboles que crecían fuera de la aldea. Nunca me había interesado y me habría escondido si la hubiera visto venir. Esa mujer tenía la culpa, estoy seguro, de los vicios de su hijo. Si eran vicios, pero estoy lejos de admitir que lo eran. En cualquier caso él era generoso, jamás mezquino, como otros de la aldea que podría mencionar si decidiera hacerlo.
Yo estaba contemplando fijamente una hoja, caso contrario jamás me habría hallado. Colgaba de la rama, con el tallo desgarrado por el viento o si no por una piedra que había arrojado alguno de los niños de la aldea. Sólo la piel verde y dura del tallo la mantenían suspendida. La estaba mirando de cerca, porque había una oruga arrastrándose por la superficie, lo que hacía que la hoja se agitara hacia un lado y hacia otro. La oruga intentaba llegar al tallo, y me pregunté si lo alcanzaría y quedaría a salvo o si la hoja caería al agua con ella. Había un charco debajo de los árboles, y el agua siempre se veía roja, debido a la espesa arcilla del terreno.
Nunca supe si la oruga alcanzó el tallo porque, como he dicho, esa miserable mujer me encontró. La primera señal que tuve de su llegada fue su voz justo detrás de mi oído.
—Te he estado buscando en todas las tabernas —dijo con su vieja voz estridente. Era típico que dijera «todas las tabernas» aunque sólo había dos en esa zona. Siempre quería que le reconocieran esfuerzos que en realidad no había efectuado.
Yo estaba irritado y no pude evitar hablar con cierta brusquedad.
—Podrías haberte ahorrado el problema —dije—. Deberías haberte dado cuenta de que no estaría en una taberna en una bonita noche como ésta.
La vieja zorra se volvió completamente humilde. Siempre se suavizaba cuando quería algo.
—Es para mi pobre hijo —dijo. Eso quería decir que estaba enfermo. Cuando estaba bien jamás la había oído decir algo mejor que «ese maldito muchacho». Lo obligaba a volver a la casa antes de la medianoche todos los días de la semana, como si un hombre pudiera llevar a cabo alguna travesura grave en una aldea pequeña como la nuestra. Por supuesto que en poco tiempo encontramos la manera de engañarla, pero era el principio de la cuestión lo que yo objetaba: que a un hombre adulto de treinta años de edad la madre le diera órdenes, sólo porque ella no tenía un marido a quien controlar. Pero cuando estaba enfermo, aunque sólo se tratara de un resfrío leve, la mujer decía: «mi pobre hijo».
—Está agonizando —dijo ella—, y Dios sabe qué haré sin él.
—Bueno, no veo cómo puedo ayudarte —dije. Estaba furioso, porque él ya había agonizado antes una vez y ella había hecho todo excepto enterrarlo de verdad. Imaginé que esta vez se trataba de la misma clase de agonía, esa clase que los hombres superan. Lo había visto la semana anterior subiendo por la colina para encontrarse con la muchacha de pechos grandes en la granja. Lo había observado hasta que no fue más que un pequeño punto negro, que de pronto se detuvo junto a una caja cuadrada en el medio del campo. Era el granero donde se encontraban. Tengo muy buena vista y me divierte probar cuán lejos y con cuánta nitidez pueden ver mis ojos. Volví a encontrármelo poco después de la medianoche y lo ayudé a entrar en la casa sin que su madre se enterara, y en ese momento él estaba bastante sano; apenas un poco dormido y cansado.
La vieja zorra la emprendió de nuevo.
—Ha pedido verte —me chilló.
—Si él está tan enfermo como das a entender —dije—, sería mejor que pidiera ver a un doctor.
—El doctor ya está allí, pero no puede hacer nada.
Eso me alarmó un momento, lo admito, hasta que pensé «Ese viejo demonio se está haciendo el enfermo. Algo debe estar tramando». Era lo suficientemente astuto como para engañar a un médico. Yo lo había visto fingir un ataque que hubiera convencido a Moisés.
—Por el amor de Dios, ven —dijo ella—. Parece atemorizado.
Su voz se quebró de una manera bastante genuina, ya que supongo que a su modo ella le tenía cariño. No pude evitar sentir un poco de lástima por la mujer, porque sabía que a él jamás le había importado un comino y nunca se había molestado en disimularlo.
Abandoné los árboles y el charco rojo y los esfuerzos de la oruga puesto que me di cuenta de que ella no me dejaría en paz, ahora que su «pobre muchacho» había pedido verme. Sin embargo una semana atrás no había nada que esa mujer no hubiera hecho para mantenernos separados. Ella me consideraba responsable por la forma de ser de él, como si algún hombre mortal hubiera podido mantenerlo apartado de una mujer deseable cuando su apetito estaba despierto.
Creo que debe haber sido la primera vez que entré en la cabaña por la puerta principal, desde que llegué a la aldea, diez años antes. Eché una mirada divertida a la ventana. Me parecía que alcanzaba a ver las marcas en la pared de la escalera que habíamos utilizado la semana anterior. Nos había costado un poco mantenerla recta, pero la madre dormía profundamente. Él había traído la escalera desde el granero, y una vez que consiguió entrar sin problemas, yo la llevé de regreso. Pero no se podía confiar en su palabra. Él era capaz de mentirle a su mejor amigo, y cuando llegué al granero descubrí que la muchacha ya se había ido. Cuando no podía sobornar con el dinero de su madre, sobornaba con las promesas de otras personas.
Comencé a sentirme intranquilo apenas traspuse la puerta. Era natural que la casa estuviera en silencio, ya que ninguno de los dos invitaba a amigos, aunque la anciana tenía a una cuñada que vivía a sólo unos kilómetros de distancia. Pero no me gustó el sonido de los pasos del doctor cuando bajó las escaleras para recibirnos. Había retorcido la cara en un gesto de piadosa solemnidad dedicado a nosotros, como si hubiera algo sagrado en la muerte, incluso en la muerte de mi amigo.
—Está consciente —dijo—, pero está yéndose. No hay nada que yo pueda hacer. Si quiere que muera en paz, mejor que su amigo suba a verlo. Hay algo que lo asusta.
El doctor estaba en lo cierto. Me di cuenta apenas me incliné bajo el dintel y entré en la habitación de mi amigo. Estaba sentado, apoyado sobre una almohada, y tenía los ojos dirigidos a la puerta, esperando que yo llegara. Estaban brillantes y atemorizados, y su cabello caía sobre su frente en cintas pegajosas. Hasta ese momento nunca había notado lo feo que era. Tenía ojos taimados que miraban demasiado de reojo, pero cuando su salud estaba bien, resplandecían de una manera que hacían olvidar ese aire burlón. Había algo agradable y descarado en ese centelleo, como si dijera «sé que soy taimado y feo. ¿Pero qué importa? Tengo agallas». Ese resplandor, me parece, era lo que algunas mujeres encontraban atractivo y estimulante. Ahora que ya no estaba, se veía como un bandido y nada más.
Pensé que era mi deber alegrarlo, entonces hice una pequeña broma sobre el hecho de que estaba en la cama solo. No pareció disfrutarla, y yo estaba comenzando a temer que también él estuviera adquiriendo una posición religiosa sobre su muerte, cuando me dijo que me sentara, en un tono bastante agresivo.
—Estoy muriéndome —dijo, hablando muy rápido— y quiero pedirte algo. Ese doctor no sirve para nada; creería que estoy delirando. Estoy asustado, viejo. Quiero que me tranquilicen —y, después de una larga pausa—. Alguien con sentido común.
Se deslizó más abajo en la cama.
—Sólo estuve así de enfermo una vez antes de ahora —dijo—. Eso fue antes de que te instalaras aquí. Yo no era mucho más que un muchacho. La gente me contó que incluso se llegó a suponer que había muerto. Estaban llevándome para enterrarme, cuando un doctor los detuvo justo a tiempo.
Yo había oído muchos casos como ése, y no veía la razón por la que quisiera contármelo. Y entonces me pareció entender a qué se refería. En esa ocasión su madre no se había preocupado demasiado por comprobar que él estuviera adecuadamente muerto, aunque yo no tenía duda de que ella habría hecho una gran ostentación de pesar. «Mi pobre muchacho. No sé qué haré sin él.» Y estoy seguro de que en aquel momento ella misma se lo había creído, como se lo creía ahora. No era una asesina. Sólo tenía la inclinación de actuar prematuramente.
—Mira, viejo —dije, y lo acomodé un poco más arriba sobre la almohada—, no tienes que estar asustado. No te vas a morir, y en cualquier caso yo me ocuparé de que el doctor te corte una vena o algo así antes de que te muevan. Pero todo eso es morboso. Caramba, yo apostaría la camisa que tienes bastantes años por delante. Y bastante más mujeres, también —agregué para hacerlo sonreír.
—¿No puedes olvidarte de todo eso? —dijo, y en ese momento supe que se había vuelto religioso—. Te aseguro que si sobreviviera, no tocaría a ninguna otra muchacha. No lo haría, ni a una sola.
Traté de no sonreír, pero no fue fácil mantener una cara seria. Siempre resulta un poco divertido ver a un hombre enfermo con un ataque de moralidad.
—De todas maneras —dije—, no tienes que asustarte.
—No es eso —dijo—. Viejo, la otra vez, cuando regresé, me parece que estuve muerto. No era como dormir, para nada. O descansar en paz. Había alguien allí, a mi alrededor, que lo sabía todo. Todas las muchachas con las que había estado. Incluso ésa que era muy joven y que no había entendido lo que pasó. Fue antes de que tú llegaras. Vivía a un kilómetro y medio, por el camino, donde ahora vive Rachel, pero después de aquello ella y su familia se marcharon. Incluso el dinero que había tomado de mi madre. No llamo robar a eso. Es de la familia. Nunca tuve la oportunidad de explicar. Incluso los pensamientos que había tenido. Un hombre no puede evitar los pensamientos.
—Una pesadilla —dije.
—Sí, tiene que haber sido un sueño, ¿no es cierto? La clase de sueños que le vienen a las personas cuando se enferman. Y también vi lo que iba a suceder conmigo. No puedo soportar que me lastimen. No era justo. Y quería desmayarme y no podía, porque estaba muerto.
—En el sueño —dije. Su temor me ponía nervioso—. En el sueño —volví a decir.
—Sí, tiene que haber sido un sueño, ¿no es cierto? Porque me desperté. Lo curioso era que me sentía completamente sano y fuerte. Me levanté y me quedé de pie, en el camino, y un poco más abajo, levantando polvareda, había una pequeña multitud, yéndose con un hombre, el doctor que había detenido mi entierro.
—¿Y bien? —dije.
—Viejo —dijo—, supon que era cierto. Supón que había estado muerto. En ese entonces lo creí, sabes, y también lo hizo mi madre. Pero no se puede confiar en ella. Me mantuve en la buena senda un par de años. Me pareció que sería como una especie de segunda oportunidad. Luego las cosas se empañaron y de alguna manera… No parecía que realmente fuera posible. No es posible. Por supuesto que no es posible. Tú sabes que no lo es, ¿verdad?
—Claro que no —dijo—. Esa clase de milagros ya no sucede en estos días. Y, en cualquier caso, no es probable que te sucedan a ti, ¿no te parece? Y justo en este lugar, de todos los lugares bajo el sol.
—Sería tan espantoso —dijo— si hubiera sido cierto, y yo tuviera que pasar por todo eso otra vez. No sabes las cosas que iban a sucederme en ese sueño. Y ahora serían peores.
Se detuvo y entonces, después de un momento, agregó, como si estuviera dando por sentado un hecho:
—Cuando uno está muerto no hay inconciencia, nunca más, para siempre.
—Por supuesto que fue un sueño —dije, y le apreté la mano. Me estaba asustando con sus fantasías. Deseé que muriera rápidamente, así podía alejarme de esos ojos mezquinos, inyectados en sangre y aterrorizados, y ver algo alegre y divertido, como esa Rachel que había mencionado, que vivía a un kilómetro y medio por el camino.
—Vamos —agregué—, si hubiera algún hombre haciendo milagros como esos, nos deberíamos haber enterado de otros casos, puedes estar seguro. Incluso si estuviera escondido en este páramo dejado de Dios.
—Hubo algunos otros —dijo—, pero las historias sólo circularon entre los pobres, y ellos creen en cualquier cosa, ¿no es así? Dijeron que había curado a muchísimos enfermos y lisiados. Y hubo un hombre, que había nacido ciego, y él vino y apenas le tocó los párpados, y el hombre recuperó la vista. Ésos eran todos cuentos de viejas, ¿no es cierto? —me preguntó, tartamudeando de miedo, y entonces de pronto se quedó inmóvil y acurrucado en un costado de la cama.
Comencé a decir:
—Por supuesto, eran todas mentiras —pero me detuve, porque ya no era necesario. Lo único que podía hacer era bajar las escaleras y decirle a su madre que subiera a cerrarle los ojos. Yo no los habría tocado por todo el oro del mundo. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que había pensado en aquel día, años y años atrás, en que sentí un roce frío como saliva en los párpados y cuando abrí los ojos vi a un hombre como un árbol rodeado de otros árboles que se alejaban caminando.
(1929)