La película prohibida
—Hay otras personas que la pasan bien —dijo la señora Carter.
—Bueno —respondió su marido—, hemos visto…
—El Buda inclinado, el Buda esmeralda, los mercados flotantes —dijo la señora Carter—. Cenamos y después nos vamos a la cama.
—Anoche fuimos a Chez Eve…
—Si no estuvieras conmigo —dijo la señora Carter—, encontrarías… tú sabes a lo que me refiero. Sitios.
Era cierto, pensó Carter, mirando a su esposa por encima de las tazas de café; sus pulseras esclavas tintineaban al ritmo de la cuchara de café; ella había llegado a una edad en la que las mujeres satisfechas están en su punto máximo de hermosura, pero las arrugas de descontento se habían formado. Cuando le miró el cuello recordó lo difícil que era desatar un pavo. ¿Es culpa mía?, se preguntó, ¿o de ella? ¿O era culpa de su cuna, alguna deficiencia glandular, alguna característica heredada? Era triste que, cuando uno era joven, confundiera tantas veces las señales de frigidez con una especie de distinción.
—Prometiste que fumaríamos opio —dijo la señora Carter.
—Aquí no, querida. En Saigón. Aquí «no queda bien» fumar.
—Qué convencional eres.
—Sólo podríamos hacerlo en el más sucio de los sitios para peones. Llamarías la atención. Te mirarían —jugó su carta ganadora—. Habría cucarachas.
—Me llevarían a una gran cantidad de Sitios si no estuviera con un marido.
Él hizo un intento esperanzado.
—Las desnudistas japonesas… —pero ella ya sabía todo sobre ellas.
—Mujeres feas con corpiños —dijo.
Él sintió que su irritación crecía. Pensó en el dinero que había gastado para traer a su esposa con él y aliviar su conciencia; se había ido demasiadas veces sin ella, pero no existe compañía más deprimente que la de una mujer que no es deseada. Trató de beber con calma su café; quería morder el borde de la taza.
—Has derramado café —dijo la señora Carter.
—Lo siento —se puso de pie abruptamente y dijo—: Está bien. Voy a arreglar algo. Quédate aquí.
Se inclinó por encima de la mesa.
—Mejor que no te impresiones —dijo—. Tú lo pediste.
—Me parece que por lo general yo no soy la que se impresiona —dijo la señora Carter con una sonrisa delgada.
Carter salió del hotel y caminó hacia la Calle Nueva. Un muchacho se colgó a su lado y dijo:
—¿Chica joven?
—Ya tengo una mujer propia —dijo Carter con melancolía.
—¿Chico?
—No, gracias.
—¿Películas francesas?
Carter hizo una pausa.
—¿Cuánto?
Se detuvieron a regatear un rato en la esquina de esa calle descolorida. Con el taxi, el guía, las películas, iba a costar casi ocho libras, pero lo valía, pensó Carter. Si le cerraba la boca a ella para que nunca más exigiera: «Sitios». Regresó a buscar a la señora Carter.
Condujeron durante mucho tiempo y se detuvieron junto a un puente sobre un canal, una calleja sórdida cubierta de olores indeterminados. El guía dijo:
—Síganme.
La señora Carter puso una mano sobre el brazo de Carter.
—¿Es seguro? —preguntó.
—¿Cómo podría saberlo? —respondió él, poniéndose rígido bajo el brazo de ella.
Caminaron unos cincuenta metros sin iluminación y se detuvieron junto a un cerco de bambú. El guía golpeó varias veces. Cuando los dejaron pasar se encontraron con un minúsculo patio de piso de tierra y una choza de madera. Algo —presumiblemente humano—, estaba encorvado en la oscuridad debajo de un mosquitero. El dueño los hizo pasar a una habitación pequeña y sofocante con dos sillas y un retrato del rey. La pantalla tenía el tamaño aproximado de una carpeta de folios.
La primera película era particularmente poco atractiva y relataba el rejuvenecimiento de un hombre mayor en las manos de dos masajistas rubias. A juzgar por el estilo de los peinados de las mujeres, la película debía haber sido realizada a fines de la década del veinte. Carter y su esposa se quedaron sentados en mutuo desconcierto mientras el filme giraba hasta que se detuvo con un chasquido.
—No era muy bueno —dijo Carter, como si fuera un conocedor.
—Así que eso es lo que llaman una película prohibida —dijo la señora Carter—. Desagradable y para nada excitante.
Comenzó un segundo filme.
Había muy poca historia en éste. Un hombre joven —no se le podía ver la cara debido a la gorra blanda de la época—, recogía a una muchacha en la calle (su sombrero acampanado la cubría como la tapa de una bandeja de carne) y la acompañaba a su habitación. Los actores eran jóvenes: había cierto encanto y entusiasmo en la película. Carter, cuando la muchacha se quitó el sombrero, pensó: yo conozco esa cara, y un recuerdo que había estado enterrado durante más de un cuarto de siglo comenzó a moverse. Una muñeca junto a un teléfono, un póster de una chica de la época sobre la cama doble. La muchacha se desvistió, doblando su ropa con mucha prolijidad; se inclinó para acomodar la cama, exponiéndose al ojo de la cámara y al joven. Éste mantenía la cabeza apartada de la lente. Después, ella a su turno lo ayudó a él a quitarse la ropa. Fue recién en ese momento cuando él se acordó: esa particular alegría juguetona confirmada por la marca de nacimiento en el hombro del joven.
La señora Carter se movió en la silla.
—Me pregunto de dónde sacarán a los actores —dijo con voz ronca.
—Una prostituta —dijo él—. Es un poco cruda, ¿no es cierto? ¿No te gustaría que nos fuéramos? —la urgió, esperando que el hombre diera vuelta la cabeza. La muchacha se arrodilló sobre la cama y tomó al joven de la cintura: no podría haber tenido más de veinte años. No, hizo un cálculo, veintiuno.
—Nos quedaremos —dijo la señora Carter—. Hemos pagado.
Depositó una mano seca y caliente sobre la rodilla de él.
—Estoy seguro de que podemos encontrar un lugar mejor que éste.
—No.
El joven estaba acostado boca arriba y por un momento la muchacha se apartó. Brevemente, como si fuera un accidente, él miró a la cámara. La mano de la señora Carter se sacudió sobre la rodilla de él.
—Por Dios —dijo—, eres tú.
—Era yo —dijo Carter—, hace treinta años.
La muchacha estaba subiéndose a la cama otra vez.
—Es revulsivo —respondió la señora Carter.
—Yo no lo recuerdo como revulsivo —replicó Carter.
—Supongo que la vieron y se regodearon, ustedes dos.
—No, yo nunca la vi.
—¿Por qué lo hiciste? No puedo mirarte. Es vergonzoso.
—Te pedí que nos fuéramos.
—¿Te pagaron?
—Le pagaron a ella. Cincuenta libras. Necesitaba ese dinero desesperadamente.
—¿Y tú te divertiste gratis?
—Sí.
—Jamás me habría casado contigo si lo hubiera sabido. Jamás.
—Eso fue mucho tiempo después.
—Todavía no me has explicado el porqué. ¿No tienes ninguna excusa?
Se quedó en silencio. Él se dio cuenta de que ella estaba mirando, inclinándose hacia adelante, atrapada en el calor de ese clímax de más de un siglo de antigüedad.
Carter dijo:
—Era la única manera en que podía ayudarla. Ella jamás había actuado en una película antes. Necesitaba un compañero.
—Un compañero —dijo la señora Carter.
—Yo la amaba.
—No se puede amar a una mujerzuela.
—Oh, sí, se puede. No te equivoques.
—Tuviste que hacer fila para estar con ella, supongo.
—Lo expresas de manera muy grosera —dijo Carter.
—¿Qué pasó con ella?
—Desapareció. Siempre desaparecen.
La muchacha se inclinó por encima del cuerpo del joven y apagó la luz. Era el final de la película.
—La semana que viene me llegan unas nuevas —dijo el siamés, con una profunda reverencia. Siguieron al guía que los llevó de regreso por la calleja oscura hacia el taxi.
En el vehículo la señora Carter dijo:
—¿Cómo se llamaba ella?
—No lo recuerdo.
Una mentira era lo más fácil.
Cuando doblaron por la Calle Nueva ella rompió otra vez su amargo silencio.
—¿Cómo pudiste llegar a…? Es tan degradante. Supón que alguien que conoces, de la empresa, te reconociera.
—La gente no lo comenta si ven cosas como ésas. En cualquier caso, yo no estaba en la empresa en esa época.
—¿Nunca te preocupó?
—No creo haber pensado en eso en los últimos treinta años.
—¿Cuánto tiempo la conociste?
—Doce meses, tal vez.
—Debe tener un aspecto bastante desagradable ahora, si está viva. Después de todo era ordinaria incluso en esa época.
—A mí me parecía que se veía adorable —dijo Carter.
Subieron en silencio. Él fue directamente al cuarto de baño y cerró la puerta. Los mosquitos rodeaban la lámpara y la gran jarra de agua. Mientras se desvestía se miró de reojo en el pequeño espejo: estos treinta años no habían sido amables: sintió su grosor y su edad mediana. Pensó: quiera Dios que ella esté muerta. Por favor, Dios, dijo, que esté muerta. Cuando regrese, los insultos comenzarán otra vez.
Pero cuando salió la señora Carter estaba de pie junto al espejo. Se había desvestido en parte. Sus piernas desnudas y delgadas le recordaron a una garza esperando a los peces. Ella se acercó y lo rodeó con los brazos; una pulsera se agitó contra el hombro de él. Ella dijo:
—Me había olvidado de lo atractivo que eras.
—Lo siento. Uno cambia.
—No quise decir eso. Me gustas como eres.
Ella estaba seca y caliente e implacable en su deseo.
—Sigue —decía—, sigue.
Y entonces gritó como un pájaro enojado y herido. Después, dijo:
—Hacía años que eso no sucedía —y continuó hablando por lo que pareció una larga media hora, con entusiasmo, a su lado. Carter se quedó acostado en la oscuridad en silencio, con una sensación de soledad y culpa. Le parecía que había traicionado esa noche a la única mujer que amó.
(1954)