Ay, pobre Maling
¡Pobre, inofensivo, ineficaz Maling! No me gustaría que se sonrieran por Maling y sus borborigmos, como sonreían siempre los doctores cuando él los consultaba, como deben haber sonreído incluso después del triste clímax del 3 de septiembre de 1940, cuando sus borborigmos postergaron por veinticuatro fatales horas la fusión de las compañías impresoras Simcox y Hythe Newsprint. Los intereses de Simcox siempre habían sido más importantes para Maling que su propia vida. Esforzado, concienzudo, feliz con su trabajo, él no quería un puesto más alto que el de secretario, y resultó que esas veinticuatro horas —por razones en las que no sería sabio entrar en este momento, puesto que están relacionadas con las complejidades de las leyes británicas de impuestos a las ganancias— fueron fatales para la existencia de la compañía. Después de ese día él desapareció completamente de la vista, y siempre creeré que se arrastró a morir de corazón roto en alguna imprenta provincial. ¡Ay, pobre Maling!
Fueron los doctores quienes denominaron borborigmos a su problema; en Inglaterra por lo general lo llamamos simplemente «estruendos de barriga». Creo que se trata de una clase de indigestión bastante inofensiva, pero en el caso de Maling adquirió unas características bastante extrañas. Su estómago, se quejaba él, parpadeando con tristeza hacia abajo a través de sus anteojos de lectura semicirculares, tenía «oído». Captaba las notas de una manera extraordinaria y luego las devolvía después de las comidas. Nunca olvidaré un embarazoso té en el Piccadilly Hotel en honor de un grupo de imprenteros provinciales: era el año anterior a la guerra, y Maling había asistido a los conciertos sinfónicos en el Queen’s Hall (no volvió allí jamás). A la distancia una orquesta de baile había estado interpretando «The Lambeth Walk» (cómo cansó esa melodía en 1938 con sus bufonadas y su falsa bonhomía y sus «ois»). De pronto, en el feliz silencio entre las piezas de baile, mientras los imprenteros se acomodaban echándose atrás frente a una ruina de tortas de té y tostadas, surgieron —débiles como si provinieran de una parte lejana del hotel, tristes y reverberantes— los primeros compases de un concierto de Brahms. Un imprentero escocés, que tenía oído para la buena música, exclamó, con melancólico regocijo, «Por Dios, qué bien que toca ese tipo». Luego la música se detuvo abruptamente, y una extraña sospecha me hizo mirar a Maling. Estaba rojo como una remolacha. Nadie se dio cuenta porque la orquesta de baile la emprendió otra vez, para disgusto del escocés, con «Boomps a Daisy», y creo que fui el único que detectó una débil, curiosa y subterránea tonada de «The Lambeth Walk» que provenía de la silla en la que se sentaba Maling.
Fue después de las diez, cuando los imprenteros se habían agrupado en taxis y se habían marchado rumbo a Euston, cuando Maling me contó lo de su estómago.
—Es completamente inexplicable —dijo—. Como un loro. Parece captar cosas al azar.
Agregó, con lágrimas en los ojos:
—Ya no puedo disfrutar de la comida. Nunca sé qué va a pasar después. Esta tarde no fue lo peor. A veces es bastante fuerte.
Con tristeza, reflexionó:
—Cuando era chico me gustaba escuchar bandas alemanas…
—¿Ha ido a ver a un médico?
—Ellos no entienden. Dicen que sólo es una indigestión y que no es nada de qué preocuparse. ¡Nada de qué preocuparse! Pero lo que pasa es que cuando voy a ver a un doctor siempre se queda en silencio.
Noté que hablaba de su estómago como si fuera un animal detestado. Se miró los nudillos con tristeza y dijo:
—Ahora tengo miedo de cualquier ruido nuevo. Nunca sé qué va a pasar. En algunos casos no presta la menor atención, pero otros ruidos parecen… bueno, fascinarlo. Apenas los oye. El año pasado, cuando estaban refaccionando Piccadilly, eran los taladros de la calle. Me aparecían una y otra vez después de cenar.
Dije, con bastante estupidez:
—Supongo que ha intentado con las sales usuales —y recuerdo (fue la última vez que lo vi) su expresión de desesperación, como si hubiera dejado de esperar comprensión por parte de ningún alma viviente.
Fue la última vez que lo vi porque la guerra me sacó del negocio de la imprenta y me obligó a desempeñarme en toda clase de oficios, y fue sólo a través de otras personas que oí el relato de la extraña reunión de directorio que rompió el corazón del pobre Maling.
Hacía una semana que se producían lo que los diarios llamaban «bombardeos relámpago ininterrumpidos» contra Gran Bretaña; en Londres ya nos estábamos acostumbrando a que las alarmas de ataques aéreos se sucedieran con una frecuencia de cinco o seis por día, pero el 3 de septiembre, el aniversario de la guerra, había sido hasta el momento relativamente pacífico. Existía la sensación generalizada, sin embargo, de que Hitler podría celebrar el aniversario con un gran ataque. Por lo tanto, había una atmósfera de cierta tensión cuando Simcox y Hythe tuvieron su reunión conjunta.
Tuvo lugar en la tradicional sala pequeña y sucia que estaba en los altos de las oficinas de Simcox, en Fetter Lane: la mesa redonda que databa de los tiempos del Joshua Simcox original, el grabado en acero de una imprenta fechado en 1875, y un irrelevante ejemplar de la Biblia que siempre había sido el único libro en la gran biblioteca vidriada con excepción de un volumen de tipografía de imprenta. El anciano sir Joshua Simcox estaba en la cabecera: uno puede imaginarse su cabello blanco como la nieve y los pálidos y porcinos rasgos de rebelde y excéntrico. Wesby Hythe estaba presente, y una media docena de otros directores, con caras angostas y sagaces e impecables abrigos negros; todos se veían un poco tensos. Si querían evadir las nuevas regulaciones de impuestos a las ganancias, tenían que actuar con rapidez. En cuanto a Maling, él estaba encorvado sobre su anotador, nerviosamente listo para aconsejar a cualquiera sobre cualquier cosa.
Hubo una sola interrupción durante la lectura de las minutas. Wesby Hythe, que era inválido, se quejó de que una máquina de escribir de la sala contigua estaba poniéndolo nervioso. Maling se ruborizó y salió; creo que debió haber ingerido una tableta porque la máquina de escribir se detuvo. Hythe estaba impaciente.
—Apurémonos —decía—. Apurémonos. No tenemos toda la noche.
Pero eso era precisamente lo que tenían.
Después de que se habían leído las minutas sir Joshua comenzó a explicar de manera elaborada, con un acento del condado de York, que sus motivos eran enteramente patrióticos; no tenían la menor intención de evadir impuestos; sólo querían contribuir con el esfuerzo de la guerra, el impulso, la economía… Dijo:
—La prueba del pastel… —y en ese momento comenzaron las sirenas de los ataques aéreos. Como he dicho se esperaba un ataque masivo; no era momento de demoras; un muerto no puede evadir el impuesto a las ganancias. Los directores juntaron sus papeles y salieron corriendo hacia el sotano.
Todos excepto Maling. Fíjense: él sabía cuál era la verdad. Creo que había sido la referencia al pastel lo que había despertado el animal dormido. Por supuesto que tendría que haber confesado, pero deténganse a pensar un momento; ¿ustedes habrían tenido el coraje, después de ver cómo esos hombres de edad avanzada, con calzones blancos hasta la cintura, se lanzaban desesperadamente y con una espantosa falta de dignidad hacia un lugar seguro? Sé que yo habría hecho exactamente lo mismo que hizo Maling, habría seguido a sir Joshua hacia el sótano con la desesperada esperanza de que por una vez el estómago hiciera lo correcto y arreglara las cosas. Pero no fue así. El conjunto de los directorios de Simcox y Hythe se quedó en el sótano doce horas, y Maling permaneció junto a ellos, sin decir nada. Saben, por alguna inexplicable razón de gusto, el estómago del pobre Maling había captado la nota de la Advertencia con demasiada precisión, pero por algún motivo jamás había aprendido el sonido de Pasó el peligro.
(1940)