Al otro lado del puente

—Dicen que vale un millón —declaró Lucía.

El hombre estaba ahí sentado, en la pequeña, húmeda y caliente plaza mexicana, con un perro a los pies, y un aire de inmensa y triste paciencia. El perro llamaba la atención de inmediato; porque era muy similar a un setter inglés, sólo que algo había salido mal con la cabeza y los pelos del lomo. Las palmeras se marchitaban por encima de la cabeza del hombre, todo era sombra y sofocación alrededor de la tarima de la banda, las radios hablaban en español a alto volumen desde los pequeños cobertizos de madera donde cambiaban a pérdida los pesos por dólares. Me di cuenta de que no entendía una palabra por la forma en que leía el diario; de la misma forma en que lo hacía yo, buscando las palabras que se parecieran a las del idioma inglés.

—Hace un mes que está aquí —dijo Lucía—. Lo echaron de Guatemala y Honduras.

Ningún secreto podía mantenerse por más de cinco horas en esta ciudad de frontera. Lucía había estado sólo veinticuatro horas, pero sabía todo acerca del señor Joseph Calloway. La única razón por la que yo no sabía nada de él (y hacía dos semanas que estaba en ese sitio) era que yo no podía hablar el idioma mejor que el mismo Calloway. No había otra alma en ese lugar que no conociera la historia; la historia completa del Fondo de Inversiones Halling y los procedimientos de extradición. Cualquiera de los hombres que realizan sus polvorientos negocios en cualquiera de las cabinas de madera está más capacitado, gracias a una prolongada observación, para contar el cuento del señor Calloway que yo, si no fuera porque yo estuve —literalmente— en el final. Todos observaron el progreso del drama con un inmenso interés, simpatía y respeto. Puesto que, después de todo, él tenía un millón.

Cada tanto, a lo largo del extenso y vaporoso día, venía un chico a lustrarle los zapatos al señor Calloway; éste no conocía las palabras adecuadas para resistirse y los chicos fingían no entender el inglés que hablaba. El día que Lucía y yo lo observamos deben haberle lustrado los zapatos por lo menos media docena de veces. Al mediodía atravesaba a pie la plaza hacia el Antonio Bar y pedía una botella de cerveza, con el setter pegándosele a los pies como si estuvieran en Inglaterra dando un paseo por la campiña (él poseía, recordarán ustedes, una de las propiedades más extensas de Norfolk). Después de la botella de cerveza, volvía caminando entre las chozas de los cambistas de dinero hasta el Río Grande y miraba al otro lado del puente, a los Estados Unidos: la gente entraba y salía constantemente en automóviles. Después otra vez a la plaza hasta la hora de almorzar. Se hospedaba en el mejor hotel, pero no hay buenos hoteles en esta ciudad fronteriza; nadie se aloja en ellos más de una noche. Los hoteles buenos estaban al otro lado del puente; de noche podían verse los carteles luminosos a veinte pisos de altura desde la plazoleta, como faros que señalaban los Estados Unidos.

Uno podría preguntarse qué estaba haciendo yo en un lugar tan inhóspito durante toda una quincena. Ese lugar no ofrecía interés alguno para nadie; no era más que humedad y polvo y pobreza, una suerte de réplica gastada de la ciudad que estaba al otro lado del río. Ambas tenían plazas en los mismos sitios; las dos tenían el mismo número de cines. Una era más limpia que la otra, eso era todo, y más cara, mucho más cara. Yo me había quedado del otro lado un par de noches, esperando a un hombre que según me habían dicho en la oficina de turismo vendría desde Detroit a Yucatán y me alquilaría un lugar en su auto por una cifra fantásticamente exigua: veinte dólares, creo que era. No sé si existía o si lo inventó el optimista mestizo de la agencia; en cualquier caso, jamás se presentó y entonces esperé, sin que me importara demasiado, en el lado barato del río. No tenía mucha importancia; yo estaba vivo. Un día pensaba olvidarme del hombre de Detroit y volver a casa o dirigirme al sur, pero era más fácil no decidir nada de apuro. Lucía sólo estaba esperando un auto hacia el otro lado, pero no tenía que esperar tanto tiempo. Esperábamos juntos y mirábamos al señor Calloway que esperaba… Dios sabe qué.

No sé qué tratamiento dar a esta historia. Fue una tragedia para Calloway; fue una retribución poética, supongo, a los ojos de los accionistas a quienes había arruinado con sus fraudulentas transacciones; y, para Lucía y yo, en este punto, era una comedia. Salvo cuando pateó el perro. No soy sentimental en lo que concierne a los perros, prefiero que la gente sea cruel con los animales y no con los seres humanos, pero no pude evitar que me sublevara la forma en que había pateado a ese animal, con un indicio de maldad y sangre fría, no con ira sino como si estuviera vengándose de una triquiñuela que el perro le había jugado mucho tiempo antes. Por lo general eso sucedía cuando regresaba del puente; era la única señal que mostraba de algo parecido a una emoción. De otra manera se veía como una criatura pequeña, compuesta, gentil, de cabellos y bigotes plateados y anteojos de marco de oro, y un diente de oro como un defecto de la personalidad.

Lucía no había sido precisa cuando dijo que lo habían echado de Guatemala y Honduras; él se había marchado voluntariamente cuando dio la impresión de que era posible que los procedimientos de extradición se llevaran a cabo, y avanzó hacia el norte. México aún no es un estado muy centralizado, y es posible engañar a gobernadores aunque no se pueda engañar a jueces o ministros del gabinete. Y entonces él estaba allí, en la frontera, esperando el paso siguiente. Esa primera parte de la historia fue, supongo, dramática, pero yo no la presencié y no puedo inventar lo que no he visto, las largas esperas en antecámaras, los sobornos aceptados y rechazados, el temor creciente a un arresto, y después la huida —con anteojos de marco de oro—, cubriendo las huellas lo mejor que podía, pero esto no era como las finanzas y él no era un profesional de la fuga. Y entonces había terminado aquí, ante mis ojos y los ojos de Lucía, sentado todo el día debajo de la tarima de la banda, sin nada para leer excepto un diario mexicano, nada que hacer salvo mirar al otro lado del río, a los Estados Unidos, completamente ignorante, supongo, de que todos sabían todo acerca de él, que pateaba a su perro una vez por día. Tal vez, a su manera de semisetter, el animal le recordaba demasiado la propiedad de Norfolk; aunque supongo, también, que ésa era la razón por la que lo conservaba.

Y, otra vez, el acto siguiente fue comedia pura. No puedo animarme a pensar lo que este hombre que valía un millón le costaba a su país cada vez que ellos lo hacían mudarse de una tierra a otra. Quizá alguien estaba cansándose del negocio, y se había vuelto descuidado; de cualquier manera, mandaron del otro lado a dos detectives con una fotografía vieja. Él se había dejado crecer su plateado bigote desde que la habían tomado, y había envejecido mucho, y no pudieron hallarlo. No habían pasado dos horas desde que cruzaron el puente y ya todos sabían que había dos detectives extranjeros en la ciudad buscando al señor Calloway; lo sabían todos, es decir, excepto Calloway, que no hablaba español. Había muchas personas que podrían habérselo dicho en inglés, pero no lo hicieron. No era crueldad, era una especie de admiración y respeto: como un toro, estaba en exposición, ahí sentado, con actitud lúgubre, en la plaza con su perro, un magnífico espectáculo para el que todos teníamos asientos de primera fila.

Me crucé con uno de los policías en el Bar Antonio. Estaba asqueado; había tenido la idea de que cuando cruzara el puente la vida iba a ser diferente, mucho más color y sol, y —sospecho—, amor, y lo único que había encontrado eran calles anchas de barro donde la lluvia nocturna se amontonaba en charcos, y perros sarnosos, olores y cucarachas en su habitación, y, lo más próximo al amor, la puerta abierta de la Academia Comercial, donde bonitas muchachas mestizas se sentaban durante toda la mañana aprendiendo a escribir a máquina. Tip-tap-tip-tap-tip; quizás ellas también tenían un sueño, un empleo al otro lado del puente, donde la vida iba a ser mucho más lujosa, refinada y divertida.

Empezamos a conversar; él parecía sorprendido de que yo supiera quiénes eran los dos y qué querían. Dijo:

—Tenemos información de que este hombre Calloway está en la ciudad.

—Está dando vueltas por ahí —dije.

—¿Podría señalarlo?

—Oh, no lo conozco de vista —dije.

Bebió su cerveza y reflexionó un rato.

—Voy a salir a sentarme en la plaza. Estoy seguro de que en algún momento pasará por allí.

Terminé la cerveza y salí rápidamente y encontré a Lucía. Dije: «Apúrate, vamos a ver un arresto». Calloway no nos importaba un comino, no era más que un anciano que pateaba a los perros y estafaba a los pobres, y se merecía lo que le iba a pasar. Entonces fuimos hacia la plaza; sabíamos que Calloway estaría allí, pero jamás se nos había ocurrido a ninguno de los dos que los detectives no lo reconocerían. Había una multitud bastante numerosa en la plaza; todos los vendedores de frutas y los lustradores de la ciudad parecían haber llegado juntos; tuvimos que abrirnos paso, y allí, en el centro sofocante, verde y pequeño del lugar, sentados en asientos adyacentes, estaban los dos hombres de civil y el señor Calloway. Jamás había visto ese lugar tan mudo; todos estaban de puntas de pie, y los hombres de civil estaban buscando a Calloway en la multitud, y el señor Calloway estaba sentado en su asiento habitual, contemplando, más allá de las cabinas de cambio de dinero, los Estados Unidos.

—No puede seguir así. No puede —dijo Lucía. Pero lo hizo. Se volvió todavía más fantástico. Alguien debería escribir una obra de teatro sobre eso. Nos sentamos lo más cerca que nos atrevimos. Todo el tiempo teníamos miedo de echarnos a reír. El semisetter se rascaba las pulgas y Calloway miraba los Estados Unidos de América. Los dos detectives observaban a la multitud, y la multitud observaba el espectáculo con una solemne satisfacción. Entonces uno de los detectives se puso de pie y se acercó al señor Calloway. Es el fin, pensé. Pero no lo era, era el principio. Por alguna razón lo habían eliminado de la lista de sospechosos. Jamás sabré por qué. El hombre dijo:

—¿Usted habla inglés?

—Yo soy inglés —dijo el señor Calloway.

Ni siquiera eso hizo mella, y lo más extraño de todo fue la forma en que Calloway cobró vida. No creo que alguien le haya hablado de esa manera durante varias semanas. Los mexicanos eran demasiado respetuosos —él era un hombre con un millón—, y a mí y a Lucía jamás se nos había ocurrido tratarlo casualmente, como un ser humano; incluso ante nuestros ojos estaba magnificado por el colosal robo y la persecución mundial.

Él dijo:

—Éste es un sitio bastante desagradable, ¿no le parece?

—Así es —dijo el policía.

No se me ocurre qué motivos puede tener alguien para cruzar el puente hacia acá.

El deber —dijo el policía con melancolía—. Supongo que usted está de paso.

—Sí —dijo Calloway.

—Yo habría esperado que de este lado hubiera, ya sabe a lo que me refiero, vida. Uno lee cosas acerca de México.

—Oh, vida —dijo el señor Calloway. Hablaba con firmeza y precisión, como si estuviera dirigiéndose a un comité de accionistas—. Eso empieza del otro lado.

—Uno no aprecia el propio país hasta que lo abandona.

—Eso es muy cierto —dijo Calloway—. Muy cierto.

Al principio era difícil no reírse, y luego, después de un rato, ya no parecía haber mucho de qué reírse: un viejo que se imaginaba todas las cosas agradables que sucedían más allá del puente internacional. Creo que él pensaba en el pueblo del otro lado como una combinación de Londres y Norfolk: teatros y bares de cócteles, una pequeña conversación y un paseo por la campiña al atardecer junto al perro, esa triste imitación de un setter, saltando en las zanjas. Él jamás había estado del otro lado, no podía saber que era exactamente lo mismo de nuevo: hasta el mismo trazado. Sólo que las calles estaban pavimentadas y los hoteles tenían diez pisos más, y la vida era más costosa, y todo estaba un poquitito más limpio. No había nada que Calloway hubiera llamado vivir: ni galerías, ni librerías, sólo Film Fun y el diario local, y Click y Focus y los tabloides.

—Bueno —dijo el señor Calloway—, creo que voy a dar un paseo antes de almorzar. Se necesita tener apetito para tragar la comida de aquí. Por lo general a esta hora voy a mirar el puente. ¿Quiere venir conmigo?

El detective sacudió la cabeza.

—No —dijo—, estoy de servicio. Estoy buscando a un tipo.

Y eso, por supuesto, lo delató a él. Según lo que podía entender Calloway, había un solo «tipo» en el mundo al que estaban buscando; su cerebro había eliminado a los amigos que buscaban a sus amigos, a los maridos que podrían estar esperando a sus esposas, todos los objetivos de cualquier búsqueda excepto ese único. Esa capacidad de eliminación era lo que lo había convertido en financista; él podía olvidar a las personas que estaban detrás de las acciones de bolsa.

Ésa fue la última vez que lo vimos por un tiempo. No lo veíamos entrar en la Botica París para comprar aspirinas, o caminando de regreso desde el puente junto a su perro. Simplemente desapareció, y cuando desapareció, la gente comenzó a conversar y los detectives oyeron las conversaciones. Se veían bastante tontos, y empezaron a buscar con ahínco al mismo hombre junto al que habían estado sentados en el jardín. Luego también ellos desaparecieron. Al igual que el señor Calloway, ellos habían ido a la capital del estado para ver al gobernador y al jefe de policía, y debe haber sido algo divertido de ver también allí, cuando se cruzaron con Calloway y se sentaron junto a él en las salas de espera. Sospecho que por lo general primero dejaban pasar a Calloway, porque todos sabían que valía un millón. Sólo en Europa es posible que un hombre sea un criminal y también un hombre rico.

En cualquier caso, después de una semana, la pandilla completa regresó en el mismo tren. Calloway viajaba en pullman, y los dos policías viajaban en el vagón económico. Era evidente que no habían obtenido la orden de extradición.

Para esa época Lucía ya se había ido. El auto llegó y se fue por el puente. Yo me quedé en México y la vi bajarse en la aduana de los Estados Unidos. No era nadie de importancia, pero se veía hermosa a la distancia y me hizo un saludo con la mano desde los Estados Unidos y volvió a subirse al auto. Y de pronto sentí compasión por Calloway, como si hubiera algo en el otro lado que no podía encontrarse en éste: me volví y lo vi otra vez en su antiguo recorrido, con el perro pegado a sus pies.

Dije «Buenas tardes», como si siempre hubiéramos tenido la costumbre de saludarnos. Se veía cansado y enfermo y polvoriento, y sentí pena por él, por pensar en la clase de victoria que había ganado, con tanto gasto de dinero y cuidado, el premio de este pueblo sucio y desagradable, las cabinas de los cambistas de dinero, los horribles y pequeños salones de belleza con sus sillas de mimbre y sofás que parecían salas de recepción de burdeles, ese jardín caliente y sofocante junto a la tarima de la banda.

Respondió con melancolía, «Buenas tardes», y el perro comenzó a olfatear unos excrementos y él se volvió y lo pateó con furia, con depresión, con desesperación.

Y en ese momento un taxi con los dos policías nos pasó al lado, camino al puente. Debían de haber visto esa patada: tal vez eran más astutos de lo que yo los consideraba, tal vez sólo eran sentimentales respecto de los animales, y pensaron que harían una buena obra, y el resto sucedió por accidente. Pero en cualquier caso el hecho sigue siendo el mismo; esos dos pilares de la ley se dispusieron a robar el perro del señor Calloway.

Él los vio pasar. Entonces dijo:

—¿Usted por qué no cruza?

—Aquí es más barato —dije.

—Quiero decir sólo por una velada. Cenar en ese lugar que podemos ver de noche en el cielo. Ir al teatro.

—No hay teatros.

Respondió con enojo, chupándose el diente de oro.

—Bueno, de todas formas, aléjese de aquí.

Miró hacia abajo por la colina y después levantó la mirada hacia el otro lado. No podía ver que la calle que subía desde el puente no contenía más que las mismas cabinas de los cambistas de dinero que la de este lado.

Dije:

—¿Por qué no va usted?

Respondió evasivamente:

—Oh… Negocios.

Dije:

—Es sólo cuestión de dinero. Usted no tiene que pasar por el puente.

Con un débil interés, dijo:

—No hablo español.

—No hay un alma aquí —dije— que no hable inglés.

Me miró como si estuviera sorprendido.

—¿En serio? —dijo—. ¿En serio?

Es como ya lo he dicho; él nunca había tratado de hablar con nadie, y ellos lo respetaban demasiado como para dirigirle la palabra; valía un millón. No sé si me alegro o me arrepiento de haberle dicho eso. Si no lo hubiera hecho, es posible que él ahora estuviera allí, sentado junto a la tarima de la banda, haciendo que le lustraran los zapatos, vivo y sufriendo.

Tres días más tarde desapareció el perro. Vi al hombre buscándolo, llamándolo en voz baja y con timidez, entre las palmeras del jardín. Se veía avergonzado. Dijo, con un tono grave y enojado, «Odio a ese perro. Ese mestizo bestial» y llamaba «Rover, Rover», con una voz que no alcanzaba los dos metros. Dijo: «En una época criaba setters. Habría matado a un perro como ése». Le recordaba, yo estaba en lo cierto, a Norfolk, y él vivía en el recuerdo, y lo odiaba por su imperfección. Era un hombre sin familia y sin amigos, y su único enemigo era ese perro. No se podía decir que la ley fuera un enemigo; uno tiene que intimar con el enemigo.

Horas después, esa tarde, alguien le dijo que habían visto al perro caminando por el puente. No era cierto, por supuesto, pero eso no lo sabíamos en ese momento; le habían pagado cinco pesos a un mexicano para que lo trasladara de contrabando al otro lado. Entonces toda esa tarde y la siguiente el señor Calloway se quedó sentado en el Jardín haciendo que le lustraran los zapatos una y otra vez, y pensando en que un perro podía cruzar caminando sencillamente, mientras que un ser humano, un alma inmortal, estaba confinado aquí, en la horrible rutina de la breve caminata y la comida indescriptible y la aspirina en la botica. Ese perro veía cosas que él no podía ver, ese odioso perro. Lo volvió loco, literalmente loco. Deben recordar que hacía varios meses que ese hombre estaba así. Tenía un millón y vivía con dos libras por semana, sin nada en qué gastar su dinero. Se quedó ahí sentado y meditó sobre la espantosa injusticia de todo eso. Creo que en cualquier caso habría terminado por cruzar algún día, pero el perro fue la gota que colmó el vaso.

El día siguiente, cuando no apareció por ningún lado, supuse que había ido al otro lado y yo también lo hice. La ciudad estadounidense es tan pequeña como la mexicana. Sabía que no podría dejar de verlo si estaba allí, y todavía sentía curiosidad. También tenía un poco de pena por él, pero no demasiada.

Lo divisé primero en la única farmacia, bebiendo una coca-cola, y después una vez, afuera de un cine, mirando los carteles; se había vestido con una prolijidad extrema, como si fuera a una fiesta, pero no había ninguna fiesta. La tercera vuelta que di, me encontré con los detectives; estaban bebiendo coca-cola en la farmacia, y seguramente no se habían cruzado con Calloway por minutos. Entré y me senté en la barra.

—Hola —dije—, todavía por aquí.

De pronto me sentí nervioso por el señor Calloway. No quería que se encontraran.

Uno de ellos dijo:

—¿Dónde está Calloway?

—Oh —dije—. Sigue en la zona.

—Pero su perro no —dijo, y se rió. El otro parecía un poco alterado, no le gustaba que nadie hablara con cinismo sobre un perro. Entonces se levantaron: tenían un automóvil afuera.

—¿No toman otra? —dije.

—No, gracias. Tenemos que seguir camino.

Los hombres se inclinaron hacia mí y me confiaron:

—Calloway está de este lado.

—¡No! —dije.

—Y su perro.

—Lo está buscando —dijo el otro.

—Maldición, no puedo creerlo —respondí, y otra vez uno de ellos pareció estar un poco alterado, como si yo hubiera insultado al perro.

No me parece que Calloway estuviera buscando a su perro, pero por cierto el perro lo encontró a él. Se oyó un ladrido alegre y repentino desde el auto y el semisetter saltó hacia afuera y brincó con violencia por la calle. Uno de los detectives —el sentimental— entró en el auto antes de que llegáramos a la puerta y comenzó a perseguir al perro. Cerca del final del largo camino hacia el puente estaba Calloway: estoy seguro de que había regresado a mirar el lado mexicano cuando descubrió que en el estadounidense no había nada más que la farmacia y las salas de cine y las tiendas de diarios. Vio al perro que venía y le gritó que se fuera a casa —«casa, casa, casa», como si estuvieran en Norfolk—; el perro no prestó la más mínima atención, y siguió corriendo hacia él. En ese momento Calloway vio que se acercaba el auto de policía y corrió. Después, todo sucedió con demasiada rapidez, pero yo creo que el orden de los sucesos fue el siguiente: el perro saltó hacia la calle frente al auto, y Calloway gritó, al perro o al auto, no sé a cuál de los dos. En cualquier caso, el detective viró; más tarde declaró, débilmente, en la investigación, que no podía atropellar a un perro, y el que cayó fue el señor Calloway, en un revoltijo de vidrios rotos y marcos de oro y cabellos plateados, y sangre. El perro estuvo encima de él antes de que cualquiera de nosotros pudiera alcanzarlo, lamiendo y gimiendo y lamiendo. Vi que Calloway levantaba la mano, que cayó sobre la nuca del perro y el gemido creció hasta convertirse en un estúpido ladrido de triunfo, pero el señor Calloway estaba muerto; de la impresión y de un corazón débil.

—Pobre viejo —dijo el detective—. Apuesto a que amaba de verdad a ese perro.

Y es cierto que la actitud en la que yacía se veía más como una caricia que como un golpe. Me pareció que tenía la intención de ser un golpe, pero puede ser que el detective tuviera razón. Todo me daba la impresión de que era un poco excesivamente conmovedor como para ser cierto, el viejo estafador ahí tirado con su brazo sobre el cuello del perro, muerto con su millón entre las chozas de los cambistas de dinero, pero no está mal ser humilde ante el rostro de la naturaleza humana. Él había cruzado el río en busca de algo, y es posible, después de todo, que fuera el perro lo que buscaba. El animal quedó ahí sentado, albergando en todo su cuerpo su triunfo estúpido y mestizo, como una estatua sentimental; lo más cerca que podía estar de las campiñas, las zanjas, el horizonte de su hogar. Era cómico y daba lástima, pero no era menos cómico porque el hombre estaba muerto. La muerte no convierte la comedia en tragedia, y si aquel último gesto había sido de afecto, supongo que era sólo un indicio más de la capacidad de autoengaño de los seres humanos, nuestro infundado optimismo, que es mucho más espantoso que nuestra desesperación.

(1938)