Capítulo 2. Las edades oscuras y el Renacimiento

 

Al extinguirse la cultura griega quedó virtualmente detenido el desarrollo de la ciencia en general y de la física en particular. Los romanos, que dominaban el mundo durante este período de la historia humana, se cuidaban muy poco del pensamiento abstracto. Eran una "civilización de hombres de negocios" y aunque estimulaban el saber, se interesaban mucho más por las aplicaciones prácticas. Después de la caída del Imperio romano la situación fue de mal en peor, y los Estados feudales que se formaron sobre sus ruinas no representaban ciertamente un suelo fértil para ningún género de desarrollo científico. El único estímulo unificante durante este período, que se extendió por más de mil años, fue la religión cristiana, y las abadías y monasterios se tornaron centros intelectuales. En consecuencia, el principal interés se concentró en torno a los problemas teológicos y todo lo que quedaba después de la caída de la antigua cultura griega fue sometido a la dictadura religiosa. El sistema ptolomeico del mundo, con la Tierra en el centro y el Sol y los planetas y estrellas girando a su alrededor, fue aceptado como un dogma inconmovible porque se adaptaba mejor al concepto de la posición central del Vaticano como la residencia del emisario escogido por Dios en la Tierra. Las discusiones "científicas" se limitaban principalmente a problemas tales como cuántos ángeles podían danzar en la punta de una aguja y si el Dios omnipotente podía hacer una piedra tan pesada que Él no pudiera elevarla hasta Él mismo. En toda Europa floreció un "Lysenkoísmo" primitivo, y la Santa Inquisición cuidó de aplastar cualquier desviación de la línea general de la creencia religiosa.

Afortunadamente para nosotros, la ciencia griega encontró un refugio en el recién nacido Imperio árabe que, en el transcurso del siglo VII, engolfó todas las tierras al sur del Mediterráneo y pasó a España a través del angosto estrecho de Gibraltar. El benevolente potentado Haroun Al-Raschid, de la historia de "Las mil y Una Noches" fundó en el año 800 una escuela de ciencias en Bagdad, mientras la ciudad de Córdoba en España se convertía en un centro cultural del Imperio árabe en suelo europeo. Los eruditos árabes estudiaron y tradujeron manuscritos griegos salvados de las bibliotecas helénicas parcialmente destruidas, y sostuvieron la bandera de la ciencia mientras Europa se asfixiaba en las garras del escolasticismo medieval. La era arábiga en la historia queda atestiguada por términos científicos todavía en uso actualmente, como algebra, alcohol, álcali, amalgama, almanaque, antares, etc. Los árabes realizaron considerables progresos en matemáticas, desarrollando el álgebra, desconocida de los griegos, e introdujeron los numerales arábigos que hacen mucho más fácil el cálculo que con el sistema romano. Pero acaso, como resultado de los cuentos de hadas de Sherezada, su obra en astronomía y química se limitó casi por completo a la persecución de objetivos fantásticos para predecir la vida del hombre sobre la base de la configuración de las estrellas bajo las cuales había nacido (astrología) y encontrar los métodos de convertir los metales comunes en oro (alquimia). No parece que hayan hecho nada en el campo de la física, excepto, naturalmente, el que la alquimia puede ser considerada como una precursora de las técnicas modernas para transmutar un elemento químico en otro. Pero "cuando el moro acabó su tarea, el moro tuvo que irse" y en el siglo XII el Imperio árabe sucumbió rápidamente como resultado de la invasión de Genghis Khan y las repetidas Cruzadas cristianas a Tierra Santa.

Por este tiempo, los Estados europeos estaban emergiendo lentamente del caos de la oscura Edad Media y el saber volvió a elevarse. En el año 748, Carlomagno, el soberano del Imperio franco, decretó que todas las abadías en sus vastos dominios debían tener escudas agregadas; y en 1100 fue fundada la Universidad de Paris. Poco después se fundaron las Universidades de Bolonia, Oxford y Cambridge y rápidamente se tornaron en famosos centros de actividad escolar. El cuso corriente de estudios consistía en el "trivium", que incluía gramática latina, retórica y lógica, y el "quadrivium", que incluía aritmética, geometría, música y astronomía. Sin embargo, la educación continuaba todavía bajo la vigilante supervisión de la Iglesia, y las Universidades en todos los países cristianos tenían que obtener la sanción del Papa para continuar su existencia. Los estudios estaban basados casi por completo en las obras de Aristóteles, que llegaban a Europa en versión árabe. Como hemos dicho antes, el hecho de que Aristóteles, aunque eminente en otros muchos respectos, no fuera lo mismo en el campo de las ciencias físicas no ayudó ciertamente nada al rejuvenecimiento de la física en Europa, que estaba comenzado a despertar de su sueño de mil años.

Uno de los factores importantes en la difusión de los conocimientos fue la invención de la imprenta a mediados del siglo XV en el taller de un hombre llamado Fust, en Mainz, Alemania, y uno de los libros más importantes que salieron de estas primeras prensas fue, sin duda, De Revolutionibus Orbitum Coelestium (Nuremberg, año 1543) de Nicolás Copérnico en el cual estableció un nuevo sistema del mundo con el Sol en su centro. Pero, para evitar su prohibición por la Iglesia, pareció necesario añadir a este libro un prefacio (escrito probablemente sin conocimiento de Copérnico por su editor Andreas Osiander) que declaraba que todas las ideas expresadas en el eran de carácter puramente hipotético y representaban más bien un ejercicio matemático que una descripción de las cosas reales.

 

1. Elocuencia y leyes de Kepler

La mezcla de teología y verdadera ciencia durante esta época se ilustra de la mejor manera por los siguientes pasajes de Mysterium Cosmographirum (1596) de Johannes Kepler, descubridor de las leyes fundamentales de los movimientos planetarios. Dedicado a un grupo de nobles alemanes que ayudaban a Kepler en sus investigaciones, el libro comienza con las siguientes palabras:

A sus ilustres, Nobles y Virtuosos señores, Sigismund Friedrich, barón de Herberstein..., a los Más Nobles Señores de los Ilustres Estados de Styria, el Honorable consejo de los Cinco, mis gentiles y amables Señores,

Saludos y Humildes Respetos.

Como he prometido hace seis meses escribir una obra que a juicio de los entendidos fuera elegante, notable y muy superior a los calendarios anuales, presento ahora a vuestra amable compañía, mis Nobles Señores, una obra que, aunque pequeña en extensión, si bien fruto de mis propios y modestos esfuerzos, sin embargo trata de un maravilloso tema. Si deseáis antigüedad —Pitágoras ya lo ha tratado hace unos dos mil años. Si queréis novedad —es la primera vez que esta cuestión ha sido presentada a toda la humanidad por mí mismo. Si deseáis grandeza —nada mayor, o más dilatado que el Universo. Si deseáis venerabilidad —nada es más precioso, nada más bello que nuestro magnificente templo de Dios. Si deseáis conocer los misterios —nada hay o ha habido en la Naturaleza más recóndito. Hay, sin embargo, una razón por la que mi tema no satisfará a todo el mundo porque su utilidad no sera evidente a los irreflexivos. Me estoy refiriendo al Libro de la Naturaleza, que es tan estimado como las Sagradas Escrituras. San Pablo exhortaba a los gentiles a reflejar a Dios dentro de sí mismos como reflejaban al Sol en el agua o en un espejo. Por qué entonces los cristianos deleitarnos menos en su reflexión, viendo que nuestra verdadera tarea es honrar, reverenciar y admirar a Dios por el verdadero Camino Nuestra devoción en esto es tanto más profunda cuanto mayor es nuestro conocimiento de la creación y su grandeza. Verdaderamente, ¡cuántos himnos de alabanza entonó David, Su fiel servidor, cantando al Creador que no es otro que Dios! En esto su alma se vertió reverentemente en la contemplación del Cielo. El Cielo, canta, declara la gloria de Dios. Yo contemplo Tus cielos, la obra de Tus manos, la Luna y las Estrellas que Tú has ordenado. Dios es nuestro Señor y grande es Su poder: Él ha contado la multitud de las Estrellas y las conoce por sus nombres. Dondequiera, inspirado por el Espíritu Santo y lleno de gozo exclama al Universo: Alabad al Señor, alabad a Él, al Sol y la Luna, etc.

 

Después leemos:

El hecho de que todo el mundo este circunscrito por una esfera ya ha sido discutido exhaustivamente por Aristóteles (en su libro sobre los Cielos), que fundaba su prueba especialmente en la significación especial de la superficie esférica. Por esta razón, aun hoy la esfera más exterior de las estrellas fijas ha mantenido su forma aun cuando no se le puede atribuir ningún movimiento. Ella tiene al Sol como su centro en su seno más interior. El hecho de que las restantes órbitas sean redondas puede ser visto por el movimiento circular de las estrellas. Así, pues, no necesitamos otra prueba de que la curva fue empleada para adornar el mundo. Mientras, no obstante, tenemos tres clases de cantidad en el mundo, a saber: forma, número y contenido de los cuerpos, lo curvado está fundado solamente en la forma. En esta, el contenido no es importante, puesto que una estructura se inscribe concéntricamente en otra semejante (por ejemplo, la esfera en la esfera, o el círculo en el círculo), ya tocándose en todas partes o en ninguna. Lo esférico, en cuanto que representa una unidad absolutamente única, únicamente puede ser regido por el número Tres.

 

Mientras Keplero escribía estos floridos pasajes trabajaba esforzadamente en un problema más prosaico: la ley exacta del movimiento planetario. El sistema copernicano, tal como aparece en Revolutionibus, suponía que las órbitas planetarias eran círculos, de acuerdo con la vieja tradición de la filosofía griega que consideraba el círculo como una curva perfecta y la esfera como un cuerpo perfecto. Pero esta hipótesis no se adaptaba a las medidas minuciosas de los movimientos planetarios realizadas por un astrónomo danés, Tycho Brahe, en su observatorio particular, sito en una pequeña isla no lejos de Copenhague. Como discípulo y ayudante de Tycho y en posesión de considerables conocimientos matemáticos adquiridos por la lectura de Euclides y otras obras clásicas griegas, Keplero se impuso la tarea de encontrar cuál es la forma exacta de las órbitas planetarias y cuáles son las leyes que gobiernan sus movimientos. Después de algunos años de trabajo llegó a su primer descubrimiento importante. Encontró que en su movimiento alrededor del Sol los planetas no siguen exactamente órbitas circulares sino que describen otra clase de curvas tan famosas como el círculo en la geometría euclidiana. Estas curvas son conocidas con el nombre de secciones cónicas y pueden ser definidas como la intersección de un cono con planos orientados diversamente. Si el plano es perpendicular al eje tendremos, naturalmente, un círculo en la sección transversal. Pero si el plano es inclinado respecto al eje del cono tendremos curvas alargadas conocidas como elipses. Cuando el plano es paralelo a un lado del cono, un extremo de la elipse desaparece en el infinito y tenemos una curva abierta conocida por el nombre de parábola. Con una inclinación aún mayor la curva resulta más "abierta" y se convierte en lo que se llama una hipérbola. Debemos decir que en el caso de la hipérbola tenemos de hecho dos ramas desconectadas, la segunda rama producida por la intersección del plano con la segunda parte invertida del cono. Una elipse puede ser definida también como una serie de puntos elegidos de tal modo que la suma de las distancias de cada uno de ellos a los dos puntos fijos llamados focos es siempre la misma. Así, pues, se puede trazar una elipse atando una cuerda a dos chinches en un cartón y moviendo el lápiz de tal manera que la cuerda siempre este tirante. De modo análogo una hipérbola es una serie de puntos para los cuales la diferencia de distancias de los dos focos es constante (Figura 8 a) lo que no suministra ninguna conveniente manera práctica de trazar esta curva.

 

Figura 8. Las tres leyes de Keplero sobre el movimiento planetario.

 

Analizando los datos de Tycho Brahe relativos a las posiciones de los planetas entre las estrellas, Keplero llegó a la conclusión de que todas las cosas se ajustarían mejor si se supusiera que todos los planetas recorren órbitas elípticas teniendo al Sol situado en uno de sus focos. Descubrió también que en su movimiento alrededor del Sol los planetas se mueven más rápidamente cuando están cerca del Sol (en el afelio) y más lentamente cuando están más lejos (perihelio). La correlación entre las velocidades de un planeta y sus distancias al Sol en las diferentes partes de su órbita es tal que la línea imaginaria que une el Sol y el planeta recorre iguales superficies de la órbita planetaria en intervalos iguales de tiempo (Figura 8 a). Estas dos leyes fundamentales del movimiento planetario fueron anunciadas por Keplero en 1609 y ahora se conocen como las leyes primera y segunda de Keplero.

Después de hallar las leyes del movimiento de cada planeta, Keplero comenzó a buscar la correlación entre los diferentes planetas y en esta labor empleó nueve años. Ensayó todas las clases de posibilidades tal, por ejemplo, como la correlación entre las órbitas planetarias y los poliedros regulares de la geometría del espacio, pero nada le pareció adecuado. Finalmente, vino un brillante descubrimiento que hoy se conoce como la tercera ley de Keplero, que dice: los cuadrados de los períodos de revolución de los diferentes planetas en torno al Sol están en la misma razón que los cubos de sus distancias medias al Sol. En la Figura 8 b damos un esquema de las órbitas de los planetas llamados interiores —Mercurio, Venus, Tierra y Marte— con sus distancias expresadas en términos de los radios de la órbita terrestre (la llamada Unidad Astronómica) y los períodos de su revolución en años.

Tomando los cuadrados de los períodos de revolución obtenemos la serie:

 

0,058

0,'378

1,000

3,540

 

Por otra parte, tomando los cubos de las distancias tenemos:

 

0,058

0,378

1,000

3,540

 

La identidad de las dos series demuestra la exactitud de la tercera ley de Keplero.

Así pues, en el siglo XVII, los científicos supieron cómo los planetas se mueven alrededor del Sol, pero pasó medio siglo antes de que pudieran responder a la cuestión de por qué lo hacen así.

 

 

2. La cadena de Stevinus

Mientras Keplero se interesaba principalmente por las esferas celestes, un contemporáneo suyo, el ingeniero flamenco Simón Stevinus se interesaba más por cosas de tejas abajo y ampliaba los trabajos de Arquímedes sobre el equilibrio mecánico generalmente conocido como "Estática". Su principal contribución fue la solución al problema del equilibrio en un plano inclinado que no fue acometido por Arquímedes y, como hemos visto antes, fue tratado erróneamente por Herón. En la cubierta del libro de Stevinus sobre Estática aparecía un diagrama, el de la Fig. 9, que señala un gran progreso en la comprensión de los problemas del equilibrio. Una cadena formada por un cierto número de esferillas metálicas (bolas de cojinete, las llamaríamos hoy) se coloca en un soporte prismático con lados muy lisos (sin fricción). ¿Qué sucederá? Como hay más bolas en el lado izquierdo, que es el más largo del prisma, que en el derecho (el más corto), se podría pensar que, a causa de la diferencia de pesos, la cadena comenzaría a moverse de la derecha a la izquierda.

 

Figura 9. La cadena sin fin de Stevinus demostrando la ley de equilibrio en un plano inclinado.

 

Pero, como la cadena es continua, este movimiento nunca se detendría y la cadena giraría para siempre. Si esto fuera verdad, podríamos añadir a este aparato algunas ruedas dentadas y engranajes y hacer girar todo género de maquinaria por un período indefinido de tiempo, sin coste alguno. De este modo obtendríamos trabajo realizado por nada y la humanidad obtendría más beneficios que con todas las promesas del programa "átomos para la paz".

Pero Stevinus, que era un hombre práctico y sensato, descartó esta posibilidad y postuló que la cadena debía quedar en equilibrio. Esto significa que el empuje de una bola colocada sobre un plano inclinado decrece con el ángulo entre éste y el plano horizontal, lo que está totalmente conforme con el hecho de que ninguna fuerza actúa sobre una bola colocada sobre una superficie horizontal. Como el número de bolas situadas en los lados derecho e izquierdo es evidentemente proporcional a la longitud de estos lados, se puede escribir, designando por Fl y Fr las fuerzas que actúan sobre cada bola en cada lado:

 

Fl x AC = Fr x CB

 

Fl / Fr = CB / AC

 

Introduciendo los senos de los ángulos fl y fr que caracterizan los dos lados, tenemos

 

seno fl = CD / AC; seno fr = CC / CB

 

de suerte que la relación anterior pueda formularse de este modo:

 

Fl / Fr = seno fl / seno fr

 

Expresado en palabras significa que la fuerza de gravedad que actúa sobre un objeto situado en un plano inclinado en la dirección de este plano es directamente proporcional al seno del ángulo de inclinación.

 

3. El péndulo

Mientras Stevinus hizo considerables progresos en sus estudios de Estática, el honor de haber dado los primeros pasos en la ciencia de la Dinámica, esto es, el estudio del movimiento de los cuerpos materiales, pertenece al hijo de un noble florentino empobrecido llamado Vicenzo Galilei. Aunque el Signor Vicenzo estaba muy interesado por las matemáticas, proyectó para su hijo menor, Galileo, la carrera de medicina como una profesión más provechosa. Así fue como en 1581, a la edad de 17 años, Galileo comenzó los estudios de medicina en la Universidad de Pisa. Pero evidentemente no veía en la disección de los cuerpos muertos una ocupación realmente excitante y su espíritu inquieto se preocupó por otra clase de problemas.

Un día que oía misa en la catedral de Pisa, se quedó abstraído observando una lámpara que se había puesto en movimiento por el sirviente que había encendido las velas. Las sucesivas oscilaciones iban siendo cada vez más cortas conforme la lámpara iba llegando lentamente al reposo. "¿Es que el tiempo de cada oscilación va siendo también más corto?", se preguntó Galileo. Como no tenía reloj —no había sido inventado todavía— Galileo decidió medir el tiempo de las sucesivas oscilaciones por medio de su propio pulso. Y probablemente con gran sorpresa descubrió que, aunque las oscilaciones eran cada vez más cortas, el tiempo de su duración era exactamente el mismo. Al volver a su casa repitió el experimento con una piedra atada al final de una cuerda y encontró el mismo resultado. Asimismo descubrió que, para una longitud dada de la cuerda, el período de oscilación era el mismo, usase una piedra pesada o una piedra ligera en el experimento. De este modo, el aparato familiar conocido como un péndulo vino a la existencia. Teniendo todavía un pie en la profesión médica, Galileo invirtió el procedimiento de su descubrimiento y sugirió el uso de un péndulo de una longitud dada para medir los latidos del pulso de los pacientes. Este aparato, conocido por el "pulsómetro", se hizo muy popular en la medicina contemporánea y fue el precursor de la moderna enfermera, vestida de blanco, que sostiene la mano del paciente, mirando a su elegante reloj de pulsera. Pero esta fue la última colaboración de Galileo a la ciencia médica, porque el estudio del péndulo y otros aparatos cambiaron por completo la orientación de su interés.

Durante una serie de años, su interés se concentró en el campo de lo que ahora conocemos como Dinámica, esto es, el estudio de las leyes del movimiento. ¿Por qué el período del péndulo es independiente de la "amplitud", es decir, de la medida de la cuerda? ¿Por qué una piedra ligera y una piedra pesada al fin de la misma cuerda oscilan con el mismo período? Galileo nunca resolvió el primer problema porque su solución requería el conocimiento del cálculo que fue inventado por Newton casi cien años después. Nunca resolvió tampoco el segundo problema que había de esperar por los trabajos de Einstein sobre la teoría general de la relatividad. Pero contribuyó en gran medida a la formulación de ambos, si no a su solución. El movimiento de un péndulo es un caso especial de la caída originada por la fuerza de la gravedad. Si soltamos una piedra, que no está atada a nada, caerá en línea recta al suelo. Pero si la piedra está atada a un gancho en el techo se ve forzada a caer a lo largo de un arco de círculo. Si una piedra ligera y otra pesada, atadas a una cuerda, emplean el mismo tiempo en alcanzar la posición más baja (un cuarto del período de oscilación), entonces ambas piedras deben emplear el mismo tiempo en caer al suelo cuando se las suelta de la misma altura. Esta conclusión estaba en contradicción con la opinión aceptada generalmente de la filosofía aristotélica en aquel tiempo, según la cual los cuerpos pesados caían más rápidamente que los ligeros. Para comprobarlo, Galileo dejó caer desde la torre inclinada de Pisa dos esferas, una de madera y otra de hierro, y los incrédulos espectadores situados abajo observaron que las dos esferas chocaban con el suelo al mismo tiempo. La investigación histórica parece indicar que esta demostración nunca se realizó y representa solamente una leyenda pintoresca. Tampoco es cierto que Galileo descubriera la ley del péndulo mientras estaba rezando en la catedral de Pisa. Pero es cierto que arrojaba objetos de diferente peso, acaso desde el tejado de su casa, y que hacía oscilar piedras atadas a una cuerda, acaso en el patio trasero.

 

4. Las leyes de la caída

Cuando se suelta una piedra esta cae cada vez más rápidamente y Galileo quería conocer las leyes matemáticas que rigen este movimiento acelerado. Pero la libre caída de los cuerpos se realiza demasiado rápidamente para estudiarla en detalle sin el empleo de aparatos modernos, tales, por ejemplo, como la fotografía instantánea. Por esta razón, Galileo decidió "diluir la fuerza de gravedad" haciendo que la esfera rodase por un plano inclinado. Cuanto más inclinado el plano, más rápidamente rueda la esfera y en el caso limite de un plano vertical la esfera cae libremente a lo largo del plano. La dificultad principal para realizar el experimento era la medida del tiempo empleado por la esfera para recorrer distancias diferentes. Galileo la resolvió mediante el reloj de agua, en el cual se mide el tiempo por la cantidad de agua que pasa a través de una pequeña abertura en el fondo de una gran vasija. Marcando las posiciones de la esfera en iguales intervalos de tiempo, a partir del origen, halló que las distancias recorridas durante estos intervalos de tiempo estaban en la proporción 1 : 3 : 5 : 7, etc. Cuando el plano estaba más inclinado, las correspondientes distancias eran más largas, pero sus relaciones eran siempre las mismas. Así, por tanto, concluyó Galileo, esta ley debe también regir para el caso límite de la caída libre. El resultado obtenido puede ser expresado en forma matemática diferente diciendo que la distancia total recorrida durante cierto período de tiempo es proporcional al cuadrado de este tiempo o, como se acostumbraba a decir en los días de Galileo "doble proporcional" al tiempo. En efecto, si tomamos como unidad de longitud la distancia recorrida por la esfera en el primer intervalo de tiempo, el total de la distancia recorrida al final de los sucesivos intervalos, conforme a la ley del cuadrado, será 12, 22, 32, 42, etc., ó 1, 4, 5, 9, 16, etc. Así las distancias .cubiertas durante cada uno de los sucesivos intervalos de tiempo será 1 ; 4 —1 = 3 ; 9 — 4 = 5 ; 16 — 9 = 7, etc.[1]

De la dependencia observada de la distancia recorrida al tiempo, Galileo dedujo que la velocidad de este movimiento debe aumentar en proporción simple al tiempo. Veamos la prueba de esta afirmación con las propias palabras de Galileo[2].

En el movimiento acelerado, el aumento (de velocidad), siendo continuo, usted puede dividir los grados de velocidad ("valores de velocidad" en el moderno lenguaje), que aumentan continuamente en una cantidad determinada, a causa de que cambiando a cada momento son infinitos. Por tanto, podremos ejemplificar mejor nuestro propósito trazando un triángulo ABC (Figura 10).

Tomemos en el lado AC tantas partes iguales como nos plazca, AD, DE, EF, FG, GC y tracemos por los puntos D, E, F, G líneas rectas paralelas a la base BC.

Supongamos ahora que las partes señaladas en la línea AC representan tiempos iguales y que las paralelas trazadas por los puntos D, E, F y G representan para nosotros los grados de velocidad acelerada que aumentan igualmente en el mismo tiempo y que el punto A sea el estado de reposo, partiendo del cual el cuerpo ha adquirido, por ejemplo, en el tiempo AD el grado de velocidad DH en el segundo tiempo supondremos que ha aumentado la velocidad de DH a EJ y asimismo en los tiempos siguientes, de acuerdo con el aumento de las líneas FK, GL, etc.

 

Figura 10. La prueba de Galileo de que en un movimiento (uniformemente) acelerado partiendo del reposo, la distancia recorrida por un móvil es la mitad de la distancia que el móvil habría recorrido si estuviera moviéndose todo el tiempo con la misma velocidad.

 

Pero, a causa de que la aceleración es continua de momento a momento y no por saltos de una cierta parte del tiempo a otra, representando el punto A el momento de menor velocidad, esto es, el estado de reposo, y AD el primer instante de tiempo siguiente, es evidente que, antes de adquirir el grado de velocidad DH en el tiempo AD, el cuerpo debe haber pasado por grados cada vez más pequeños adquiridos en los infinitos instantes que hay en el tiempo DA, correspondiendo a los infinitos puntos de la línea DA. Por tanto, para representarnos los infinitos grados de velocidad que preceden al grado DH es necesario imaginar líneas sucesivamente más cortas que se suponen están trazadas por los infinitos puntos de la línea DA y paralelas a DH.

Estas líneas infinitas representan para nosotros la superficie del triángulo AHD. Así, podemos imaginar toda distancia recorrida por el cuerpo, con el movimiento que comienza en el reposo y acelerado uniformemente, haber pasado y hecho uso de infinitos grados de velocidad que aumentan conforme a las infinitas líneas, que comenzando desde el punto A se suponen trazadas paralelamente a la línea HD y a las restantes JE, KF y LG, continuando el movimiento hasta donde se quiera.

Completemos ahora el paralelogramo AMBC y prolonguemos hasta el lado BM, no solo las paralelas señaladas en el triángulo, sino también aquellas otras paralelas, en número infinito, que imaginamos trazadas desde todos los puntos del lado AC; y como BC, que es la mayor de estas infinitas paralelas del triángulo, representa para nosotros el grado mayor de velocidad adquirido por el móvil en el movimiento acelerado y la superficie entera de dicho triángulo era la masa y la suma de toda la velocidad con la cual en el tiempo AC recorrió cierto espacio, así ahora el paralelogramo es una masa y agregado de un número igual de grados de velocidad, pero cada uno igual al mayor BC. Esta masa de velocidades será el doble de la masa de las velocidades crecientes en el triángulo, como dicho paralelogramo es doble del triángulo y, por tanto, si el cuerpo que al caer empleó los grados acelerados de velocidad correspondientes al triángulo ABC ha recorrido tal distancia en tal tiempo, es muy razonable y probable que, empleando las velocidades uniformes correspondientes al paralelogramo, recorrerá con un movimiento igual en el mismo tiempo una distancia doble que la recorrida por el movimiento acelerado.

Debemos recordar que este enmarañado y engorroso lenguaje fue escrito en 1632 y traducido al inglés (por Thomas Salisbury) ¡en 1661! Aparte de ser la primera formulación de la ley de la caída libre, el transcrito pasaje del Discorso contiene también el primer paso en el desarrollo del llamado "cálculo integral" en el cual los resultados son obtenidos añadiendo números infinitamente grandes de cantidades infinitamente pequeñas. La ley de Galileo del movimiento uniformemente acelerado puede ser escrita de este modo en las actuales notaciones matemáticas:

 

Velocidad = aceleración x tiempo

 

Distancia = 1/2 aceleración x tiempo2

 

Para la caída libre, la aceleración, generalmente designada por la letra g (para gravedad), es igual a

 

 

significando que a cada segundo después de que el cuerpo comienza a caer, su velocidad aumenta en 981 cm por segundo. En unidades anglo-americanas la unidad g es igual a 32,2 pies por segundo por segundo. Para dar un ejemplo, una bomba arrojada de un avión adquirirá en 10 seg la velocidad de

 

981 x 10 = 9.810 cm/seg = 98,1 m/seg ó 32,2 x 10 = 322 pies/seg

 

y caerá a la distancia de

 

1/2 x 981 x 102 = 49.050 cm = 0,49 km ó 1/2 x 32,2 x 102 = 1.610 pies.

 

Otra importante contribución de Galileo a los problemas de la dinámica fue la idea del movimiento compuesto que puede ser demostrada por el sencillo ejemplo siguiente:

Supongamos que tenemos una piedra a 5 pies sobre el suelo y la dejamos caer. Según la fórmula anterior, la piedra chocará contra el suelo a los 0,96 seg. después de haber sido soltada, así 1/2 x 32,2 x (0,96)2 = 5 pies ¿Qué ocurre si, al soltar la piedra, le comunicamos también una velocidad horizontal de, por ejemplo, 10 pies por segundo?

Todo el mundo sabe por experiencia personal que en este caso la piedra describirá una trayectoria curva y caerá a alguna distancia de nuestros pies.

Para trazar la trayectoria de la piedra en este caso, debemos considerar la piedra como si tuviera dos movimientos independientes:

  • un movimiento horizontal con la velocidad constante que le fue comunicada en el momento de soltarla, y

  • un movimiento vertical de caída libre con la velocidad que aumenta proporcionalmente al tiempo.

 

Figura 11. Composición de un movimiento uniforme en dirección horizontal y un movimiento acelerado en dirección vertical. La curva resultante es una parábola.

 

El resultado de la composición de estos dos movimientos se ve en la Figura 11. Sobre el eje horizontal señalamos trozos iguales correspondientes a las distancias recorridas por el móvil durante el primer segundo, el segundo segundo, etc. Sobre el eje vertical señalamos las distancias que aumentará como los cuadrados de los números enteros, de acuerdo con la ley de la caída libre. Las verdaderas posiciones del móvil se señalan por los pequeños círculos que figuran sobre una curva llamada parábola.

Si arrojamos la piedra con doble velocidad recorrerá en su movimiento horizontal distancias dobles, mientras su movimiento vertical sigue siendo el mismo. Como resultado, la piedra caerá a doble distancia de nuestros pies, pero su tiempo de vuelo en el aire será el mismo. (En todas estas consideraciones despreciamos el rozamiento del aire, que deformará ligeramente la trayectoria de la piedra arrojada.)

 

Figura 12. Como todos los cuerpos caen con la misma aceleración, si un niño que juega con otro a la guerra de la selva dispara un proyectil directamente al "enemigo", situado en la rama de un árbol, la bala dará exactamente en la nariz de este último, si se deja caer en el momento del disparo.

 

Una interesante aplicación del mismo principio es el problema de dos muchachos que juegan a la guerra de la selva (Figura 12). Un muchacho está en la rama de un árbol mientras el otro le dispara con una cerbatana. Supongamos que este último apunta directamente a su compañero que está en el árbol y que en el momento en que dispara, el último se suelta de la rama y comienza a caer al suelo. ¿Le valdrá la caída al suelo de algo? La respuesta es "no", y este es el porqué: Si no hubiera gravedad, el proyectil seguiría la línea recta ABC al punto donde el muchacho estaba primero. Pero a causa de la gravedad el proyectil comienza a caer en el momento en que sale del cañón y tenemos un doble movimiento: un movimiento uniforme a lo largo de la línea recta ABC al punto donde estaba el muchacho al principio, y un movimiento acelerado en la dirección vertical. Como todos los objetos materiales caen con la misma aceleración, el movimiento vertical del proyectil y el del muchacho son idénticos. Así, cuando la bala hubiera llegado al punto B, a medio camino del blanco primitivo, habría caído una distancia BB', que es igual a la distancia CC' recorrida por el muchacho en su caída. Cuando el proyectil hubiera llegado al punto C, si no hubiera gravedad, habría caído la distancia CB" (dos veces la distancia BB') que es igual a la distancia CC" recorrida por el niño que cae. Así, el muchacho seria alcanzado precisamente en la nariz.

En lugar de arrojar una piedra o disparar una bala podemos arrojar un objeto desde un vehículo en movimiento. Supongamos que dejamos caer una piedra desde la cima de un mástil de un buque impulsado mecánicamente que se mueve rápidamente (una galera impulsada a remo de la época de Galileo). En el momento de soltar la piedra tendrá esta la misma velocidad horizontal que el barco y así continuará moviéndose con esta velocidad horizontal después de haberla soltado, quedando todo el tiempo exactamente sobre la base del mástil. La componente vertical del movimiento de la piedra será una caída libre y acelerada y así chocará contra la cubierta justo en la base del mástil. Lo mismo ocurrirá, naturalmente, si arrojamos un objeto dentro de un coche de un tren que se mueve o dentro de una cabina de un avión que vuela, cualquiera que sea la velocidad de estos vehículos.

Todo esto nos parece sencillo y evidente en nuestro tiempo, pero no así cuando vivía Galileo. Entonces se creía, conforme a las enseñanzas de Aristóteles, que dominaba el pensamiento científico de la época, que el objeto se mueve tanto tiempo como sea impulsado y se detendrá en cuanto desaparece la fuerza. De acuerdo con este punto de vista, una piedra que se deja caer de la cima de un mástil caerá verticalmente mientras el barco continúa avanzando. Así pues, se esperaba que la piedra chocara con la cubierta más cerca de la popa. Es característico del escolasticismo medieval que problemas de este género fueran discutidos en pro y en contra durante siglos y que nadie cuidara de subir al mástil de un buque en movimiento y ¡soltara desde allí una piedra!

La situación queda ilustrada por los siguientes pasajes del libro de Galileo Diálogo sobre el Gran Sistema del Mundo, publicado en 1632 en Florencia. Conforme a la tradición de los antiguos escritores griegos, Galileo compuso su libro como una conversación entre tres personajes de la maravillosa ciudad de Venecia: Salviatus, que habla por el autor mismo; Sagredus, un inteligente seglar, y Simplicius, un representante de la escuela aristotélica, no demasiado brillante. Aquí transcribimos sus argumentos relativos a una piedra que cae desde el mástil de un buque en movimiento y de una torre levantada sobre la Tierra que, de acuerdo con Copérnico, se mueve.

Salviatus. Aristóteles dice que el argumento más convincente de la inmovilidad de la Tierra es ver que los proyectiles arrojados o disparados verticalmente hacia arriba vuelven perpendicularmente por la misma línea al mismo punto del cual fueron arrojados o disparados. Y que esto es así, aunque el movimiento haya alcanzado una gran altura. Así que el argumento puede ser tomado tanto de un disparo hecho directamente hacia arriba por un cañón como del otro empleado por Aristóteles y Ptolomeo, de que los cuerpos pesados que caen de lo alto se observa que descienden por una línea recta y perpendicular a la superficie de la Tierra. Ahora bien, yo puedo comenzar a deshacer estos nudos; pregunto a Simplicius: en el caso de que uno negara a Ptolomeo y Aristóteles que los pesos que caen libremente de lo alto descienden en una línea recta y perpendicular, esto es, directamente al centro, ¿qué medios emplearíamos para probarlo?

Simplicius. Por medio de los sentidos, que nos aseguran que la torre o la altura está a plomo y perpendicular y nos muestran que la piedra se desliza a lo largo de la pared sin inclinarse el grosor del pelo a un lado o a otro y se posa en el suelo exactamente debajo del punto del que se la dejó caer.

Salvatius. Pero, ocurriera que el globo terráqueo girara y, por tanto, se llevara la torre con él y que la piedra entonces rozara y se deslizara a lo largo del lado de la torre, ¿cuál debía ser su movimiento entonces?

Simplicius. En este caso hablaríamos de sus movimientos, porque tendría uno por el cual descendería de lo alto al suelo y tendría otro siguiendo el movimiento de la torre dicha.

Salvatius. Así que su movimiento se compondría de dos; de esto se seguiría que la piedra no describiría una simple línea recta perpendicular sino una transversal y acaso no recta.

Simplicius. Yo no puedo decir nada acerca de su no rectitud, pero yo reconozco que necesariamente seria transversal.

Salviatus. Usted ve, por tanto, que si meramente observamos que la piedra cae a lo largo de la torre, usted no puede afirmar con seguridad que describe una línea recta y perpendicular, a menos que usted no suponga primero que la Tierra está quieta.

Simplicius. Cierto, porque si la Tierra se moviera, el movimiento de la piedra seria transversal y no perpendicular.

Salvatius. La defensa de Aristóteles consiste entonces en la imposibilidad o al menos, a su juicio, una imposibilidad de que la piedra se moviera con un movimiento mezcla de rectilíneo y circular. Porque si no tuviera por imposible que la piedra pudiera moverse a la vez al centro y en torno al centro hubiera comprendido que pudiera ocurrir que la piedra que cae puede en su descenso rozar la torre lo mismo cuando ésta se mueve que cuando está quieta. En consecuencia, debe haber comprendido que de este razonamiento no se puede inferir nada tocante a la movilidad o inmovilidad de la Tierra. Pero esto no excusa en modo alguno a Aristóteles; porque el debió haberlo expresado, si tenía tal idea, por ser una parte tan sustancial de su argumento. Así pues, por esta razón no se puede decir que tal efecto es imposible o que Aristóteles lo juzgaba así. Lo primero no puede ser afirmado porque pronto veremos que no sólo es posible, sino necesario; ni tampoco lo segundo puede ser asegurado, porque el propio Aristóteles conviene en que el fuego se mueve naturalmente en I línea recta y se mueve alrededor con el movimiento diurno, comunicado por los cielos a todo elemento del fuego y la mayor parte de la capa alta del aire. Si, por tanto, Aristóteles tiene por posible mezclar el movimiento recto hacia arriba del fuego con el circular comunicado al fuego y al aire desde la concavidad de la esfera de la Luna, mucho menos debe considerar imposible la mezcla del movimiento recto de la piedra hacia abajo con el circular que suponemos natural a todo el globo terráqueo, del cual la piedra es una parte.

 

Más tarde, en los Diálogos, Salviatus propone un experimento muy interesante encaminado a probar su punto de vista expresado en las anteriores discusiones:

Salvatius. Usted muestra grandes escrúpulos sobre esto que, si no me equivoco, depende de otras instancias, respecto a los pájaros que, siendo animados, son, por tanto, capaces de usar su fuerza a voluntad contra el movimiento primario ínsito en los cuerpos terrestres. Por ejemplo, les vemos volar hacia arriba, una cosa que debe ser completamente imposible para los cuerpos pesados, mientras que cuando mueren únicamente pueden moverse hacia abajo. Y, por tanto, usted sostiene que las razones que valen para todos los géneros de proyectiles antes citados, no pueden valer para los pájaros. Ahora bien, esto es verdad y, por ser verdad, vemos, por tanto, a los pájaros vivos comportándose de modo diferente que los cuerpos que caen. Si de lo alto de una torre dejamos caer un pájaro muerto y otro vivo, el pájaro muerto hará lo mismo que la piedra, esto es, primero seguirá el movimiento general diurno y después el movimiento de caída, exactamente como la piedra. Pero si el pájaro que dejamos caer está vivo, ¿quién le impedirá (aun permaneciendo en el movimiento diurno) volar con auxilio de sus alas al punto del horizonte que le plazca? Y este nuevo movimiento, como particular del pájaro y no participado por nosotros debe hacérsenos necesariamente visible. En suma, el efecto del vuelo de los pájaros no difiere de los proyectiles disparados o arrojados a cualquier parte del mundo en nada, excepto que los proyectiles son movidos por una impulsión externa y los pájaros por un principio interno.

Como prueba final de todos los experimentos antes alegados, yo imagino ahora un tiempo y lugar conveniente para demostrar el modo de hacer un exacto ensayo de todos ellos. Ciérrese usted con algún amigo en la estancia más grande bajo la cubierta de algún gran barco y allí encierre también mosquitos, moscas y otras pequeñas criaturas aladas. Lleve además una gran artesa llena de agua y ponga dentro ciertos peces; cuelgue también una cierta botella que gotee su agua en otra botella de cuello estrecho colocada debajo. Entonces, estando el barco quieto, observe cómo estos pequeños animales alados vuelan con parecida velocidad hacia todas las partes de la estancia, cómo los peces nadan indiferentemente hacia todos los lados y cómo todas las gotas caen en la botella situada debajo. Y lanzando cualquier cosa hacia su amigo, usted no necesitará arrojarla con más fuerza en una dirección que en otra siempre que las circunstancias sean iguales, y saltando a lo largo usted llegará tan lejos en una dirección como en otra. Después de observar estas particularidades creo que nadie dudará que mientras el barco permanezca quieto, deben ocurrir de esta manera. Haced ahora que el barco se mueva con la velocidad que usted quiera, siempre que el movimiento sea uniforme y no oscile en esta dirección y en aquélla. Usted no será capaz de distinguir la menor alteración en todos los efectos citados ni podrá colegir por uno de ellos si el barco se mueve o se está quieto. La causa de esta correspondencia de los efectos es que el movimiento del barco es común a todas las cosas que hay en él e incluso al aire; yo he supuesto que estas cosas estaban encerradas en la estancia, pero en el caso de que estén sobre cubierta al aire libre y no obligadas a seguir la marcha del barco, se observarían diferencias más o menos notables en alguno de los efectos citados y no hay duda que el humo se quedaría detrás como el aire mismo; las moscas y los mosquitos, impedidos por el aire, no podrán seguir el movimiento del buque si estaban separados de él a alguna distancia, pero manteniéndolas cerca de él a causa de que el barco mismo, siendo una estructura anfractuosa, transporta consigo parte del aire cercano, seguirían al barco sin pena ni dificultad. Por la misma razón, vemos a veces en los puestos de caballos, que los molestos tábanos siguen a los caballos volando unas veces a una parte del cuerpo, otras veces a otra. Pero en las gotas que caen la diferencia sería muy pequeña y en los saltos y los lanzamientos de cuerpos graves completamente imperceptibles.

Sagredus. Aunque nunca me vino a las mientes hacer la prueba de estas observaciones cuando estaba en el mar, sin embargo, estoy seguro de que sucederá en la forma en que usted lo ha relatado. En confirmación de esto yo recuerdo que estando en mi camarote me he preguntado cientos de veces si el barco se movía o si se estaba quieto; y a veces he supuesto que se movía en una dirección cuando en realidad se movía en otra. Así pues, quedo satisfactoriamente convencido de la invalidez de todos aquellos experimentos que han sido realizados en prueba de la parte negativa.

 

Pero ahora queda la objeción fundada sobre lo que nos muestra la experiencia, a saber, que una rueda que gira tiene la propiedad de expeler y dispersar las materias adheridas a la máquina. En este hecho muchos fundan la opinión, y Ptolomeo entre otros, que si la Tierra girase con tan grande velocidad, las piedras y criaturas que están sobre ella serian lanadas al aire y que no habría mortero bastante fuerte para fijar los edificios a sus cimientos de modo que no sufrieran semejante expulsión.

Esta afirmación de que es imposible saber si un barco está andado o moviéndose en el mar mediante experimentos mecánicos en una cerrada cabina de su interior es conocido ahora como el "principio de relatividad de Galileo". Pasaron más de tres siglos de desarrollo de la física antes de que este principio fuera extendido por Albert Einstein al caso de los fenómenos ópticos y electromagnéticos cuando se les observa en una cabina cerrada que se mueve con movimiento uniforme. Tal fue la gran contribución de Galileo a la ciencia de la mecánica.

 

5. Galileo, el astrónomo

Además de ser uno de los primeros físicos experimentales y teóricos, Galileo también contribuyó poderosamente al progreso de la astronomía abriendo a la humanidad ilimitadas perspectivas del universo circundante. Su atención fue atraída primero por el cielo en el año 1604, cuando una brillante estrella nueva (de las que ahora llamamos novae) apareció de repente una noche entre las constelaciones inmutables conocidas desde hace milenios por los observadores de las estrellas. Galileo, que entonces contaba cuarenta años, demostró que la nueva estrella era realmente una estrella y no alguna clase de meteoro de la atmósfera terrestre y predijo que se desvanecería gradualmente. La aparición de una estrella nueva en el cielo, que se suponía absolutamente inmutable de acuerdo con la filosofía de Aristóteles y las enseñanzas de la Iglesia, le valieron a Galileo muchos enemigos entre sus colegas científicos y el alto clero. Solamente pocos años después de este primer paso en el estudio del cielo, Galileo revolucionó la astronomía construyendo el primer anteojo astronómico que describió con las siguientes palabras:

Hace unos diez meses llegó a mis oídos el rumor de que había sido construido por un holandés un instrumento óptico con cuya ayuda objetos visibles, aunque muy distantes de los ojos del observador, se veían distintamente como a un palmo de la mano, con lo que se enlazaron algunas historias de este maravilloso efecto al cual algunos dan crédito y otros niegan. Lo mismo me fue confirmado pocos días después por una carta enviada desde Paris por el noble francés Jacob Badovere, que acabó por ser la razón de que me aplicara a indagar la teoría y descubrir los medios de que yo pudiera llegar a la invención de un instrumento análogo; una finalidad que conseguí más tarde por las consideraciones de la teoría de la refracción. Primero preparé un tubo de plomo a cuyos extremos fijé dos lentes de cristal, ambas planas por una cara, pero por la otra una era esférica convexa y otra cóncava.

 

Después de construir el instrumento apuntó con él al cielo y ante sus ojos se desplegaron las maravillas del universo. Miró a la Luna y vio que:

La superficie de la Luna no es perfectamente llana, exenta de desigualdades y exactamente esférica, como una extensa escuela de filósofos consideraba al mirar a la Luna y otros cuerpos celestes, sino, por el contrario, está llena de desigualdades, es irregular, llena de depresiones y protuberancias, lo mismo exactamente que la superficie de Tierra, que varía dondequiera por virtud de altísimas montañas y profundos valles.

 

Miró a los planetas y vio que:

Los planetas presentan sus discos perfectamente redondos, lo mismo que si hubieran sido trazados por un compás y aparecen como otras tantas pequeñas lunas completamente iluminadas y de forma globular; pero las estrellas fijas no parecen a los ojos desnudos (esta es la primera vez que se usa esta expresión) como si estuvieran encerradas en una conferencia circular, sino más bien como llamaradas de luz que arrojan rayos hacia todos los lados y muy centelleantes, y con el telescopio parecen de la misma forma que cuando son contempladas a simple vista.

 

El 7 de enero de 1610 miró a Júpiter y:

Había allí tres estrellas, pequeñas pero brillantes, cerca del planeta, y aunque creí que pertenecían al número de las estrellas fijas, sin embargo algo me sorprendió en ellas, a causa de que estaban dispuestas exactamente en una línea recta paralela a la eclíptica y eran más brillantes que el resto de las estrellas, iguales a ellas en magnitud... En el lado Este había dos estrellas y una sola al Oeste... Pero cuando el 8 de enero, llevado por una casualidad, volví a mirar la misma parte del cielo, encontré un estado muy diferente de cosas, porque había tres pequeñas estrellas todas al oeste de Júpiter y más cercanas unas de otras que en la noche anterior.

 

Así Galileo dedujo que:

Hay tres estrellas en el cielo moviéndose en torno a Júpiter como Venus y Mer= curio en torno al Sol.

 

Miró a Venus y Mercurio y descubrió que a veces tienen la forma de cuarto creciente o menguante lo mismo que la Luna, de donde concluyó que:

Venus y Mercurio giran en torno al Sol como todos los demás planetas. Una verdad ya sostenida por la escuda pitagórica, por Copérnico y por Keplero, pero nunca probada por la evidencia de nuestros sentidos como queda probada ahora en el caso de Venus y Mercurio.

 

Miró a la Vía Láctea y halló que:

...no es otra cosa que una masa de innumerables estrellas situadas juntas, en racimos.

 

Los descubrimientos de Galileo realizados mediante el uso del telescopio suministraron una prueba indiscutible de la exactitud del sistema copernicano del mundo y el habló jubiloso de ello. Pero esto era más de lo que podía permitir la Santa Inquisición; fue detenido y sometido a un largo período de confinamiento solitario e interrogatorios, que no parece, sin embargo, que cambiaran su espíritu de lucha. El 15 de enero de 1633, pocos meses antes de que fuera dictada la sentencia final, Galileo escribió a su amigo Ella Diodati:

Cuando yo pregunto de quién es la obra del Sol, la Luna, la Tierra, las Estrellas, sus movimientos y disposiciones probablemente se me contestará que son la obra de Dios. Si continúo preguntando de quién es obra la Sagrada Escritura se me responderá seguramente que es la obra del Espíritu Santo, es decir, obra de Dios también. Si entonces pregunto si el Espíritu Santo usa palabras que son manifiestamente contradictorias con la verdad para satisfacer a la inteligencia de las masas, generalmente ineducadas, estoy convencido que se me contestará con muchas citas sacadas de todos los escritores santificados que esto es en efecto lo habitual en la Sagrada Escritura, que contiene cientos de pasajes que tomados al pie de la letra no serian más que herejía y blasfemia porque en ellos Dios aparece como un Ser lleno de odio, culpas y olvido. Si entonces pregunto si Dios, para ser comprendido por las masas, ha alterado siempre su obra o, de otro modo, si la Naturaleza inmutable e inaccesible como es para los deseos humanos, ha mantenido siempre el mismo género de movimiento, formas y divisiones del Universo, estoy seguro de que se me dirá que la Luna ha sido siempre esférica aunque durante mucho tiempo fue considerada como plana. Para resumir todo esto en una frase: Nadie sostendrá que la Naturaleza ha cambiado siempre para hacer aceptables sus obras a los hombres. Si es así, entonces yo pregunto por qué es así, a fin de conseguir una comprensión de las diferentes partes del mundo entonces debemos comenzar investigando las Palabras de Dios más bien que sus Obras. Es, entonces, la Obra menos respetable que la Palabra? Si alguien sostiene que es herejía decir que la Tierra se mueve y si posteriores verificaciones y experimentos mostrasen que así es en realidad ¡qué dificultades no encontraría la Iglesia! Si, por el contrario, todas las veces que no se pueden acordar las Obras y la Palabra, consideramos la Sagrada Escritura como secundaria, no se le produce ningún daño, porque frecuentemente ha sido modificada para acomodarse a las masas y frecuentemente ha atribuido falsas cualidades a Dios. Por tanto, yo debo preguntar ¿por qué, insistimos, siempre que hablamos del Sol o de la Tierra, en que la Santa Escritura debe ser considerada como absolutamente infalible?

 

El 22 de junio de 1633, a la edad de 69 años, Galileo fue llevado ante los jueces del Santo Oficio de la Iglesia y puesto de rodillas "confesó"[3]:

Yo, Galileo Galilei, hijo del difunto florentino Vicente Galilei, de setenta años de edad, comparecido personalmente en juicio ante este tribunal, y puesto de rodillas ante vosotros, los Eminentísimos y Reverendísimos señores Cardenales Inquisidores generales de la República cristiana universal, respecto de materias de herejía, con la vista fija en los Santos Evangelios, que tengo en mis manos, declaro, que yo siempre he creído y creo ahora y que con la ayuda de Dios continuaré creyendo en lo sucesivo, todo cuanto la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana cree, predica y enseña. Mas, por cuanto este Santo Oficio ha mandado judicialmente, que abandone la falsa opinión que he sostenido, de que el Sol está en el centro del Universo e inmóvil; que no profese, defienda, ni de cualquier manera que sea, enseñe, ni de palabra ni por escrito, dicha doctrina, prohibida por ser contraria a las Sagradas Escrituras; por cuanto yo escribí y publiqué una obra, en la cual trato de la misma doctrina condenada, y aduzco con gran eficacia argumentos en favor de ella, sin resolverla; y atendido a que me he hecho vehementemente sospechoso de herejía por este motivo, o sea, porque he sostenido y creído que el Sol está en el centro del mundo e inmóvil y que la Tierra no está en el centro del Universo, y que se mueve.

En consecuencia, deseando remover de la mente de Vuestras Eminencias y de todos los cristianos católicos esa vehemente sospecha legítimamente concebida contra mí, con sinceridad y de corazón y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los arriba mencionados errores y herejías, y en general cualesquiera otros errores y sectas contrarios a la referida Santa Iglesia, y juro para lo sucesivo nunca más decir ni afirmar de palabra ni por escrito cosa alguna que pueda despertar semejante sospecha contra mí, antes por el contrario, juro denunciar cualquier hereje o persona sospechosa de herejía, de quien tenga yo noticia, a este Santo Oficio, o a los Inquisidores, o al juez eclesiástico del punto en que me halle.

Juro además y prometo cumplir y observar exactamente todas las penitencias que se me han impuesto o que se me impusieren por este Santo Oficio.

Mas en el caso de obrar yo en oposición con mis promesas, protestas y juramentos, lo que Dios no permita, me someto desde ahora a todas las penas y castigos decretados y promulgados contra los delincuentes de esta clase por los Sagrados Cánones y otras constituciones generales y disposiciones particulares. Así me ayude Dios y los Santos Evangelios sobre los cuales tengo extendidas las manos.

Yo Galileo Galilei arriba mencionado, juro, prometo y me obligo en el modo y forma que acabo de decir, y en fe de estos mis compromisos, firmo de propio puño y letra esta mi abjuración, que he recitado palabra por palabra.

 

Se dice que inmediatamente después de su "confesión", Galileo exclamó: Eppur si mouve (Y, sin embargo, se mueve), pero esto no es cierto y hay razones para la vieja anécdota según la cual Galileo estaba observando los movimientos del rabo de un perro amigo que por error había penetrado en el Santo Oficio de la Iglesia. Una vez convicto de herejía, Galileo fue confinado en su "villa" de Arcetri, cerca de Florencia, bajo lo que ahora llamamos "detención domiciliaria". El 8 de enero de 1642, completamente ciego y cansado de la vida, Galileo murió.

Notas:

[1] Algebraicamente, si la distancia total recorrida al final del enésimo intervalo de tiempo es n2, la distancia cubierta durante el último intervalo de tiempo es n2 - (n - 1)2 = n2 - n2 + 2n - 1 = 2n - 1

[2] Galileo Galilei, Dialogue on the Great World Systems. Chicago: Univ. of Chicago Press, 1953, págs. 244-45.

[3] Este es el texto original de la confesión de Galileo, que tenía entonces 69 años, 4 meses y 7 días de edad.