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Sábado, 17 de julio de 1999, 3:00 am
Puente George Washington, ciudad de Nueva York
El río pasaba a más de treinta metros por debajo de Ramona, y era difícil percibir el movimiento salvo en las zonas iluminadas. Allí, la superficie del agua ondulaba y parecía moverse rápidamente a través de la luz, de un negro vacío al siguiente. Aquélla era la cara nocturna del río… la única que Ramona vería jamás. Agarrada a la parte inferior de puente, pasó de una viga a otra. Por encima de ella, cada pocos momentos, pasaba un coche.
Podría ser el ogro bajo el puente, pensó, y cargarse mucho más que tres cabras tercas. Cazar, decidió, estaba regido por las mismas tres reglas de oro de la venta de propiedades, que el embaucador de su tío Kenny había recitado tan a menudo: el lugar, el lugar y el lugar. Gracias a Ramona, Kenny ya no vendía muchas propiedades.
Ramona detuvo su avance y echó la cabeza hacia atrás para ver el río bajo ella. Parecía realmente una calle asfaltada de noche. Quizá fuese aquello lo que hacía que tantos suicidas se lo pensasen mejor al encaramarse a la barandilla y ver lo que les esperaba. Saltar a un río no sonaba tan mal para un suicidio. Era casi como ser un niño de nuevo e irse a nadar, saltando a un estanque o una piscina. Pero cuando te ponías en el borde y veías que, con la fuerza del impacto, iba a ser como caer sobre el pavimento…
Primero uno y después el otro, quitó los pies de la viga. La mitad inferior de su cuerpo quedó colgando, pero Ramona no era grande ni pesada, y apenas sintió el peso adicional que aguantaban sus brazos.
¿Qué me pasaría? se preguntó. ¿Qué le pasaría a esta cosa que era antes mi cuerpo?
Se había sentido invencible durante un tiempo después de convertirse en lo que era, pero cuando viajaba hacia el este con los demás, atravesando el país, fueron atacados por aquel… monstruo, a falta de otro nombre: un gigantesco borrón de garras y colmillos y muerte. Lo que le ocurrió a Eddie demostraba que la especie de Ramona no era invencible. Ni mucho menos. Justo cuando ella pensaba que ya lo tenía todo controlado, parecía que siempre llegaba algo nuevo para liarlo todo.
Soltó la mano derecha, dejando que el brazo colgase flojamente.
¿Qué me pasaría?
¿Sería el súbito impacto el final? ¿O saldría a rastras del agua, con el cuerpo roto pero sólo necesitando más sangre para estar tan bien como siempre?
Colgando de una mano, Ramona contempló los danzarines parches de luz que interrumpían el pavimento negro del río. Su mundo se había convertido en aquel río negro, y ella era un pequeño punto familiar rodeado por la oscuridad y lo desconocido.
No había pedido aquello. Por imperfecta que hubiese sido su vieja vida, se las hubiera arreglado. Nunca hubiese elegido entrar en aquel mundo donde había tantas cosas engañosamente familiares, pero en el que al rascar un poco la superficie nada era lo mismo.
Alzó uno de los dedos de su mano izquierda, y después otro. Levantó un tercero, y el pulgar. Sólo un dedo la sostenía. Tenía fuerza más que suficiente para ello. El vigor de su cuerpo, aquella colección de músculos y huesos y tendones que había conocido antes, era una constante fuente de sorpresas para ella. Sintió que una garra —allí donde solía estar su uña— se clavaba en la viga de acero.
¿Qué me pasaría?
¿Qué le había pasado ya?
A regañadientes, Ramona alzó de nuevo la mano derecha y volvió a agarrarse. Como las zonas de luz en el río, no estaba sola, y aunque las responsabilidades que asumiese eran obra suya, servían para hacer que siguiese moviéndose hacia delante, como el agua bajo el puente.
Con increíble facilidad, volvió a poner los pies sobre la viga y siguió arrastrándose como un comando.
Más cerca de la orilla, se dejó caer al suelo, a unos siete, quizá diez metros por debajo. Cayó como un gato, sobre las cuatro patas. Subiendo por la cuesta, se detuvo para ajustarse la zapatilla: la notaba rara, como si un costado hubiese reventado, pero no parecía haber daños. Probablemente la caída desde el puente había roto la capa interior de aislante o algo así. Ramona saltó sobre la barandilla y dio unos cuantos golpes con el pie para afianzar la zapatilla.
—Hey, dulzura. Bonita acrobacia.
Ramona se agazapó en una postura defensiva. Pero el tipo ante ella no parecía muy preocupado. Estaba recostado tranquilamente sobre su moto, con las manos tras la cabeza y los pies puestos sobre el manillar. Sonrió con un lado de la boca, obviamente disfrutando de la sorpresa que le había dado.
—Bonita noche para el salto del ángel, ¿no? —El hombre soltó un silbido agudo y prolongado, el ruido de una bomba cayendo sobre la tierra, imitando después un chapuzón.
Ramona le miró con cautela. Muy poca gente la cogía ya por sorpresa, y quien lo hacía significaba problemas casi con total seguridad. Las cejas y el pelo corto del motorista eran muy oscuros, en contraste con su piel increíblemente pálida. Venas azules abultaban en sus bíceps, sus antebrazos y su cuello.
¿Como yo? se preguntó Ramona.
Su propia tez había sido más oscura antes de… antes del cambio. Pero no podía comparar su palidez con la de aquel tipo. Su piel parecía envolver todos y cada uno de los músculos por separado, y sus pronunciadas facciones le recordaron a Ramona lo que ella veía al mirar un espejo.
—Yyyyyyy… —El hombre dejó salir la palabra mientras se desvanecía su sonrisa torcida.
Antes de que Ramona pudiese reaccionar, el motorista estaba de pie junto a ella. En apenas un segundo, había pasado de estar medio tumbado sobre su moto a erguirse a su lado.
Al menos, aquella exhibición confirmaba las sospechas de Ramona. Tenía que ser como ella. O algo peor.
—¿Lista para jugar con los chicos grandes? —le preguntó.
Ramona se sorprendió ante el profundo y amenazador gruñido que salió de su interior. El motorista retrocedió casi imperceptiblemente, pero trató de compensarlo de inmediato.
—¿Quién demonios eres? —preguntó Ramona.
—La cuestión es quién demonios eres tú, y qué demonios crees que estás haciendo aquí. La última vez que lo comprobé, esto era territorio del Sabbat, y tú no perteneces al club.
Sabbat.
Era un nombre que Ramona había oído ocasionalmente a lo largo de los últimos dos años, sobre todo antes de que dejase Los Ángeles con los demás, ¿pero qué era? ¿Una especie de banda, pero en la Costa Este y en la Oeste?
Se mantuvo en su sitio, atenta a cualquier movimiento que pudiese hacer el motorista. Ramona tenía una cierta idea de sus propias capacidades, pero no podía saber si aquel tipo era igual de rápido y fuerte que ella, o si lo era más.
—No eres muy habladora, ¿verdad, dulzura? —dijo él, empezando a retroceder hacia su moto—. Te voy a decir lo que haremos. Como soy un buen tipo… —explicó mientras pasaba una pierna sobre la moto y giraba la llave— voy a darte una oportunidad. Volveré. Y estarás preparada para venir conmigo. De lo contrario, habrá caña. —Arrancó la moto, revolucionando el motor en un ensordecedor y desafiante rugido, y con un malicioso guiño se alejó calle abajo y sobre el puente.
Ramona se relajó, pero no mucho.
Sabbat.
Ella y los demás habían dejado Los Ángeles porque había demasiadas criaturas como ellos vagando por las calles durante la noche. ¿Iba a pasar lo mismo en Nueva York?
Es en las ciudades donde está la comida, se recordó.
Comida. Sangre.
Qué rápido se había acostumbrado a aquella nueva dieta, tan rápido que pensaba en las ciudades de la misma forma en que antes había pensado en restaurantes. ¿Los Ángeles o Nueva York? ¿McDonald’s o Burger King?
Convencida de que el motorista se había ido —el ruido de su motor había desparecido al otro lado del río— Ramona recorrió las últimas manzanas hasta un relativamente pequeño edificio de aluminio. Una cadena daba varias vueltas entre la manecilla y un soporte en la pared, pero cuando Ramona tiró de la puerta tanto como pudo quedó un espacio lo bastante ancho como para pasar.
—Hey —llamó mientras sus ojos empezaban a ajustarse a la oscuridad. Una luz iluminó el centro de la sala, estropeando su visión nocturna.
—¿Ramona? —preguntó una débil voz desde uno de los grandes agujeros del suelo, también la fuente de la luz.
—Eso es.
La cabeza de Jenny salió a la vista. Después sus hombros y el torso, a medida que iba subiendo los escalones de uno de los fosos de reparaciones gemelos. Llevaba en un gancho el tipo de luz que un mecánico colgaría sobre el motor en el que estuviera trabajando. Un cable desaparecía escalera abajo.
—¿Está Darnell contigo? —preguntó Jenny.
—No.
Jen era más alta que ella, y rubia. Debía de haber sido un bombón antes, pensaba Ramona, pero ahora era un poco demasiado flaca y pálida para resultar guapa. Las dos llevaban pantalones vaqueros, rotos no por seguir la moda, sino tras meses y meses de uso y desgaste. Pero mientras Ramona llevaba una vieja camiseta, Jenny se ocultaba bajo no una sino dos grandes sudaderas, a pesar del calor veraniego.
—Hace frío aquí —dijo Jen. Se cruzó de brazos, apretándolos contra el cuerpo—. ¿No tienes frío?
—No.
—¿Dónde has estado?
—Por ahí. —Ramona echó una mirada al garaje abandonado. Las dos puertas de vehículos seguían cerradas con cadenas por dentro. Aparte de eso, realmente no podía ver mucho más allá de la pequeña área iluminada. Probablemente, pensó, podrían ver mejor si Jenny apagase la maldita luz. La potente visión nocturna era otro de los efectos secundarios que Ramona había notado desde el cambio. Pero Jen se aferraba a sus viejas costumbres.
Como un saltador a la barandilla, pensó Ramona recordando el puente.
—¿Tenéis algún problema? —preguntó. No veía señales de que el motorista, ni nadie más, hubiese estado molestando.
—No. ¿Y tú?
—No. En realidad, no.
—¿Qué quieres decir con «en realidad no»? —Jenny se agitó de inmediato. No hacía falta mucho para ello.
Ramona deseó no haber dicho nada.
—Quiero decir que en realidad no. Un motorista haciéndose el duro, eso es todo.
Las dos dieron un respingo cuando sonó la cadena de la puerta. Para su alivio, Darnell pasó al interior.
—Apagad la jodida luz.
—Jódete —repuso Jen.
—Jódete tú —fue la respuesta—. Se puede ver la luz desde fuera a través del hueco de la puerta. Déjala en el foso si te da miedo la oscuridad.
Ramona suspiró. Por eso se mantenía apartada. No necesitaba el dolor de cabeza. Estaría mejor sin ellos. O podría estar muerta sin ellos.
—¿Qué importa si la ve alguien?
—Tú no duermes aquí de día —señaló Darnell.
Ramona suspiró de nuevo. Él tenía razón. No había que correr riesgos estúpidos. Asintió a Jen, y la luz desapareció. Permanecieron en la oscuridad por un rato. Ramona podía oír a Jen rechinando los dientes, y a Darnell pasando su peso de un pie al otro, cruzando y descruzando los brazos. No tardarían en ver bastante bien. No con tanto detalle como con la luz, pero a mayor distancia.
—También hay otros aquí —dijo Darnell por fin.
—¿Otros? ¿Dónde? —Jen miró frenética a su alrededor, como si los otros estuviesen pisando los talones de Darnell y fuesen a derribar la puerta en cualquier momento.
—Aquí en la ciudad —dijo Darnell—. Los seguí. Observé cómo se alimentaban.
—¿Los seguiste? —La idea sorprendió a Jen—. ¿Te vieron? ¡Puede que te hayan seguido!
—No me vieron. No me han seguido.
Ramona los contempló mientras Darnell miraba a Jenny. Él desdeñaba siempre sus temores, pero no podía aparentar que ignoraba su histeria. Darnell olvidaba cuánto se habían ayudado unos a otros. Todos tendían a olvidarlo, comprendió Ramona, cuando el peligro no era inmediato.
—Eddie tampoco creía que nos estuviese siguiendo nadie —dijo Ramona con calma. Un pesado silencio cayó sobre todos. Darnell le lanzó una dura mirada.
—Aquello fue distinto —respondió—. Era un hombre lobo.
—¿Hombre lobo? ¡Ja! —se burló Jen.
Darnell volvió a dirigir su ira contra ella.
—¿Y por qué coño no? No era un oso, y tan seguro como el infierno que tampoco un perro salvaje. —Los ojos en blanco de Jenny sólo sirvieron para hacer que insistiese—. Ya has visto lo que nosotros podemos hacer, lo que somos. ¿Por qué no un puto hombre lobo?
—No importa lo que fuera —dijo Ramona—. Escapamos.
—Eso cuéntaselo a Eddie —repuso Darnell.
El silencio los envolvió de nuevo. Jen dejó la lámpara apagada sobre el suelo, sentándose con los pies colgando por el foso. Ramona la miró, consciente de que probablemente nunca se hubiesen conocido de no ser por su transformación. Desde luego, nunca se hubiesen hecho amigas. Jen procedía de una vida de privilegio, y aquella nueva forma de vida le costaba mucho. Podía resultar irritantemente difícil a veces, pero era una de las pocas personas que Ramona hubiese conocido —antes o después del cambio— que le ofreciera su amabilidad cuando lo había necesitado. Por eso, comprendió, volvía para estar con aquella mujer que se preocupaba más por todo lo que ocurría que ella misma.
Darnell era otra historia. A diferencia de Jenny, podía arreglárselas solo. Al menos, si alguno de ellos podía. Ramona le contempló mientras colocaba una gran caja para sentarse. Como ella, no hablaba mucho del antes. Ramona sabía que había vivido en Compton, y que procedía de una familia numerosa. En cierta ocasión había hablado de cómo su madre le arrastraba a la iglesia con todos sus hermanos y hermanas. Era todo lo que sabía Ramona de su antigua vida, y ellos no sabían mucho más de la suya. Lo raro era que en realidad tampoco importaba mucho. Aquellas viejas vidas habían terminado, y allí estaban los tres con gente a la que nunca hubiesen conocido de no ser por…
—¿Dónde los viste? —La voz de Jenny rompió el silencio. Estaba temblando en la oscuridad.
—Más hacia el centro. —Darnell estaba sentado sobre la caja, pero no cómodo. Nunca se sentía cómodo, pensó Ramona, a menos que estuviese en movimiento. Quedarse sentado le seguía poniendo nervioso—. Pude ver que estaban cazando —continuó—, así que me quedé atrás, permaneciendo fuera de su vista. Era bastante raro: noté que eran vampiros incluso antes de que cogiesen a alguien.
—Vampiros… —Jen meneó la cabeza, dejando que su voz se fuese apagando.
Darnell se puso en pie al instante.
—¡Hay que joderse! ¿Te parece que no somos vampiros?
Ramona suspiró para sus adentros. Habían tenido aquella discusión un centenar de veces.
—Si vais a gritar, también podemos encender la luz para que todo el mundo sepa que estamos aquí…
Darnell retrocedió, bajando un poco la voz.
—Bebemos sangre —dijo mostrando sus colmillos desnudos a Jen y señalándose la boca—. ¿Te suenan? Y no veo que te tumbes al sol para broncear tu blanco culito. ¿Qué piensas que somos?
—No lo sé —contestó Jenny. Después completó la frase en voz baja—. Pero no soy un vampiro.
—¿Seguro que no te vieron? —preguntó Ramona.
Darnell le echó otra mirada hostil, pero pareció decidir que era una buena pregunta.
—Estoy seguro.
—Yo también he visto uno.
Darnell volvió a sentarse. No parecía sorprendido. Jen se irguió, con los ojos muy abiertos.
—¿El motorista?
—Mm-hm… —Ramona miró a Darnell—. Dijo que estaba con el Sabbat, y que volvería.
Jenny se agitó, nerviosa, pero Darnell devolvió la mirada a Ramona.
—Pues que vuelva.
Un fuerte ruido llenó el garaje, el explosivo eco de la pesada puerta cerrándose de golpe. Los tres saltaron al unísono. Darnell se bajó de la caja. Ramona se agazapó, dispuesta para saltar en cualquier dirección. Jen estaba a mitad de la escalera del foso, mirando por encima del borde.
—¿Has dejado eso abierto? —preguntó Ramona a Darnell mientras señalaba la puerta con la cabeza.
—Supongo que sí.
Ramona no veía a nadie más en la habitación. Se acercó a la puerta, lista para atacar o retirarse en caso necesario. Husmeó el aire: un tenue olor por debajo del aceite de motor y las colillas. Lo había notado varias veces recientemente, pero seguía sin poder ubicarlo. Ahora se había ido de nuevo.
—¿Qué era? —preguntó Jen desde el foso.
—No lo sé. —Ramona se mantuvo perfectamente inmóvil, escuchando cualquier movimiento desde el otro lado de la puerta de metal. Nada. ¿Podía la puerta haber hecho ese ruido por el viento, a pesar de que apenas se abría unos centímetros? No recordaba haber sentido ninguna brisa.
Darnell estaba a su lado, moviéndose casi tan silenciosamente como ella.
Poco a poco, Ramona llegó hasta el picaporte. Abrió la puerta de un rápido tirón hasta chocar con la cadena. Esperó. Nada.
Convencida de que nadie iba a entrar, Ramona contó mentalmente hasta tres y salió. A pesar de la velocidad de su movimiento y de lo estrecho de la abertura, apenas rozó la puerta. Darnell fue tras ella.
De nuevo le pareció sentir el extraño y pesado olor, pero entonces desapareció, ahogado por todos los aromas de la ciudad y el familiar olor de Darnell junto a ella.
—Supongo que estamos solos —dijo él.
Ramona observó la noche y meneó la cabeza.
—Sería una suerte.