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LA FEA DE LA CLASE
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1

 

Para Camila, ir a buscar a su hijita Bianca al colegio solía ser la mejor parte del día. Sonaba el timbre, se abrían las puertas de las aulas y decenas de niños salían al exterior en filas no muy ordenadas, como patitos hiperactivos apenas controlados por sus respectivas maestras. Las filas se desarmaban poco antes de atravesar el portón, y entonces Camila buscaba, entre la multitud de cabecitas, el sombrero rojo con pompones de Bianca. La niña sabía dónde encontrar a su madre, y apenas la veía, su rostro se iluminaba de tal forma que de pronto destacaba entre los demás niños cual luciérnaga en un campo de flores. Corría entonces hacia Camila, y ella, sonriendo, abría los brazos para recibirla.

Esa tarde no fue diferente... al menos al principio. La mujer besó a su niña, sintiendo el suave aroma a champú por debajo del gorro, y luego la tomó de la mano para cruzar la calle de camino al auto.

—¿Aprendiste muchas cosas hoy? —le preguntó.

—¡La maestra hizo entrar un huevo a una botella con un fósforo!

—¿En serio? ¿Y qué más?

—Escribimos un cuento entre todos. Con hadas. Y duendes que jugaban al fútbol. Y después fuimos al patio y la maestra nos enseñó cómo se llama cada árbol.

Entraron al auto. Bianca se quitó el gorro, agitando sus bucles castaños y despeinados. Camila se aseguró de que el cinturón de seguridad estuviera bien abrochado y luego ocupó su lugar frente al volante.

—Tu papá habló conmigo hace un rato —dijo mientras arrancaba—. Quiere llevarte al zoológico mañana, así que deberías hacer hoy tus tareas. ¿Qué te mandaron?

—Eh... tengo que hacer unas cuentas, y copiar una página de mi libro de lectura, y... ¡ah, sí!, hacer un dibujo del libro que nos está leyendo la maestra.

—¿Y cuál libro les está leyendo?

El jardín secreto. Es de una niña que se muda a una casa. Tiene un primo enfermo. Los dos se meten en un jardín secreto a jugar.

—Suena bien.

Camila le sonrió a su hija a través del retrovisor, sintiendo una oleada de amor maternal mucho más reconfortante que la calefacción del auto. En ese momento tenía todo lo que necesitaba para ser feliz, pensó, preguntándose al mismo tiempo cómo podía existir gente que no se conformaba con nada. Claro que... no había otra niña igual a la suya en el mundo. Tal vez eso lo explicara.

Condujo por varias calles secundarias, llegó al semáforo de la avenida, esperó a que la luz cambiara a verde y empezó a cruzar. El sol se hallaba justo a su izquierda... por lo que no vio el camión hasta el último segundo, cuando ya era demasiado tarde para frenar.

Fue como si el mundo entero explotara en un segundo. Una explosión de ruido, movimiento y un dolor insoportable que le arrebató los demás sentidos, impidiéndole registrar lo que ocurrió en los segundos inmediatos al choque. Cuando abrió los ojos y miró en derredor, a través del parabrisas roto, ya había gente fuera de sus vehículos y un hombre cerca de ella hablaba por teléfono con tono de pánico.

Bianca. Dios, ¿Bianca estaba bien? El retrovisor se había torcido y ya no enfocaba el asiento trasero. Camila giró la cabeza, comprobando de paso que al menos no tenía el cuello roto. No consiguió ver a la niña. Su corazón pareció saltarse varios latidos, y estaba tomando aire para gritar, o al menos intentarlo, cuando una manita fría se apoyó en su hombro.

—¿Mami? Mami, estás sangrando. —La niña sollozaba, pero sin reflejar más que preocupación en su voz. Era posible que no tuviera heridas graves.

—Bi... B... —Camila no pudo terminar el nombre. El dolor, que había podido ignorar mientras buscaba a su hija, recuperó su intensidad inicial, arrancándole un gemido. Provenía del lado izquierdo de su cuerpo. Camila echó una ojeada, pero la carrocería del auto, plegada como un acordeón sobre ella, le impedía evaluar sus propias heridas. Debía de tener varios huesos rotos. Hemorragias múltiples. ¿Estaría muriendo? No, no podía morir enfrente de su hijita, eso la marcaría para siempre. Tenía que aguantar hasta que vinieran las ambulancias. Tenía que sobrevivir.

—¿Mami? ¡Mami, di algo! ¿Mami? —La manita seguía sobre el hombro de Camila, los dedos apretando con desesperación.

«Tranquila, me pondré bien», quiso responderle a Bianca, pero ya no salió ni media palabra de entre sus labios. El dolor y la pérdida de sangre se estaban cerrando sobre ella como las fauces negras de un monstruo marino, una cosa enorme, helada y con muchos dientes.

No te dejes ir, pensó. Su mente se concentró en una sola cosa: la mano de Bianca. Era su conexión con la vida, su razón para soportar lo que fuera que ocurriese en los próximos minutos u horas.

Aún estaba consciente cuando se oyó la primera sirena.

 

2

 

Gerardo sonrió al ver llegar a su paciente de las cuatro. Podría haber sido una sonrisa profesional, como las de ciertos doctores, pero en este caso predominaba la sinceridad: le caía bien el señor Fratelli, y también le hacía feliz que el hombre estuviera progresando con cada sesión de fisioterapia. Había sido una cirugía de columna muy complicada, según su hijo.

—¡Hola, Ernesto! ¿Cómo estás hoy? —lo saludó.

El hombre, que pasaba de los sesenta años, devolvió la sonrisa y levantó una pierna en la silla de ruedas. Fueron unos veinte centímetros, pero considerando que hasta hacía una semana ni siquiera podía mover los dedos del pie, era un logro considerable.

—¡Qué bien, esto promete! —exclamó Gerardo—. ¿Listo para sudar un poco?

—Cualquier cosa con tal de volver a caminar. Quiero estar de pie para cuando nazca mi primer nieto.

—De acuerdo, es bueno tener una meta. ¿Cuándo nacerá ese nieto?

—En marzo.

—¿Marzo? ¡Oh, seguro que te haremos caminar antes que eso! Apostémosle a alguien, ¿qué te parece?

A Ernesto le brillaron los ojos.

—Apostar, sí, me gusta la idea.

Gerardo llamó a uno de sus compañeros.

—¡Eh, Álvaro, mi amigo Ernesto y yo estamos determinados a que él camine antes de fin de año! ¿Quieres apostar esas rosquillas que hace tu mujer?

—Con gusto —respondió el aludido, guiñándole un ojo a Ernesto—. ¿Y si gano yo, aunque espero que no pase?

—Si ganas tú, le pondré tu nombre a mi nieto —respondió el paciente.

—Trato hecho. Rosquillas versus nombre para el nieto. ¿Qué tipo de mermelada te gustaría en el centro de las rosquillas? ¿Fresa o arándanos?

—Uh, me gustan las fresas.

—Mermelada de fresa, entonces.

Los tres hombres sonrieron, pero el buen humor se extendió al resto de la sala. Gerardo y Álvaro trataban de que así fuera todos los días; la risa complementaba los analgésicos, y vaya que algunos de los pacientes necesitaban de todas las herramientas posibles para combatir el dolor.

Gerardo levantó a su paciente de la silla de ruedas y empezaron la sesión de ejercicios, intercalando con charlas sobre diversos temas a fin de distraerse. Gerardo ya sabía que Ernesto tenía dos hijos y una hija, que su esposa administraba una tienda de ropa, que él era contador y que su perro se llamaba Garfunkel. Por otro lado, Ernesto le había sonsacado a Gerardo que jugaba al fútbol en su tiempo libre, que no tenía novia por el momento y que a ambos les gustaban los mismos autores de novelas policiales.

—Acabo de terminar un libro muy bueno —comentó Gerardo—. Es de suspenso con toques de ciencia ficción futurista.

—Bien. Pásamelo cuando puedas. Si en los centros de salud no te matan los microbios resistentes, todavía queda el peligro de morir por aburrimiento.

—¡Ja! Eso o la comida insípida. Por cierto, además del libro podría llevarte un emparedado de contrabando. Algo muy poco saludable, con rebanadas de salchichón y...

—¿Pasa algo?

—Creo... que conozco a esa mujer.

—¿La enfermera?

—No, la paciente. Allá, a la derecha.

Gerardo observó con mayor detenimiento a la recién llegada que había captado su atención. Sin duda era su primera sesión de fisioterapia, porque parecía como si recién hubiera salido del quirófano. Tenía que haber estado muy grave para empezar. Gerardo trató de confirmar su identidad basándose solamente en sus rasgos: cabello negro, nariz romana, labios finos, ojos un tanto pequeños. El conjunto resultaba poco atractivo... pero al mismo tiempo era fácil de distinguir entre las caras más regulares.

—Sí, es ella —murmuró el hombre.

—Pues si la conoces, ve a saludarla —replicó Ernesto—. No me iré corriendo a ninguna parte...

—No, yo... hablaré con ella más tarde. Cuando sea más... propicio. O menos incómodo.

—Suena a que ustedes dos no eran grandes amigos.

—No, no lo éramos. O tal vez sí... de una forma extraña.

—Válgame, qué complicado.

Sí, «complicado» era una buena palabra. Habían pasado dieciséis años desde su último encuentro. Ella lo había despreciado casi hasta el final, él tampoco la había tratado demasiado bien, ambos habían tenido buenas razones para su mutuo desagrado.

Sin embargo, Gerardo aún pensaba en Camila como la chica a la que quizás no debió haber dejado ir.

 

3

 

Camila llegó al salón indicado con diez minutos de sobra. Siempre hacía eso el primer día de clases, para elegir el mejor asiento: en el centro y al frente, donde no se perdería nada de lo que dijeran los profesores ni estaría expuesta al frío en la ventana o las distracciones del pasillo. Una vez que estuvo en su sitio, sacó de su mochila un cuaderno, un bolígrafo y la novela que había empezado a leer en el autobús.

Sonó el timbre y poco a poco entraron al salón los demás alumnos. Nadie se sentó junto a Camila, pero poco antes de que el profesor cerrara la puerta, tres muchachos se apresuraron a atravesarla y ocuparon los bancos justo detrás de la chica. Oh, genial, pensó Camila, tratando de no poner los ojos en blanco mientras guardaba su libro. Conocía bien a esos muchachos: dos de ellos habían estado en su grupo anterior, con el tercero se había topado en una de las clases optativas obligatorias. Eran los típicos payasos que no tomaban en serio la educación, aunque éstos por lo menos se las habían arreglado para llegar al último año de secundaria.

Camila pensó en cambiarse de asiento, al menos hasta que los tres chicos derivaran hacia su ubicación natural al fondo del salón, pero el profesor ya se estaba presentando y habría sido descortés, por no decir demasiado obvio, efectuar la mudanza en ese instante. La chica se armó de paciencia, esperando lo que sin duda no tardaría en ocurrir.

Y ocurrió. Apenas un minuto después, los tres chicos estaban parloteando por lo bajo sin escuchar las explicaciones del profesor sobre el programa de estudios o la bibliografía. El hombre también se había dado cuenta, pero decidió, sabiamente, dejarlo pasar por ese día, ya que solía ser una mala estrategia ponerse demasiado estrictos de buenas a primeras. Camila recordaba el caso de una profesora a la que los alumnos habían terminado por arrojarle excremento desde una ventana, y todo por insistir en que ser adolescentes no significaba comportarse como simios.

El parloteo continuó, interrumpido de vez en cuando por unas risas tontas. Ocurrió entonces lo otro que Camila había estado esperando: darse cuenta de que ella era el motivo de las risas. Mierda, pensó esta vez. En serio, ¿no podía pasar un solo año sin que tuviera que lidiar con la típica idiotez juvenil? Estaban terminando el bachillerato. Todos los alumnos en aquel recinto serían legalmente adultos en pocos meses, si no lo eran ya por estar repitiendo asignaturas. Muchos irían a la universidad. ¿De verdad no habían superado la maldita costumbre de burlarse de sus compañeros?

Camila deseó estar equivocada, pero llevaba mucho tiempo entrenando el oído, y podía detectar en segundos cuando las risitas eran a sus expensas. En fin. Menos mal que ya no le afectaban, y menos mal también que había aprendido que la mejor forma de manejar el asunto era no mostrar ninguna reacción.

La chica casi soltó un suspiro de alivio cuando, en el primer cambio de profesor, los tres alborotadores se mudaron espontáneamente a los últimos asientos en la fila del pasillo. Sin duda seguirían riéndose de ella, pero al menos ya no la distraerían, y eso era lo único que le importaba a Camila. Podría soportar a los idiotas el resto del año si conseguía mantener una distancia prudencial.

Había una hora puente más tarde. Camila volvió a su novela. El muchacho que conocía de la clase optativa le hizo un comentario tonto al pasar, algo así como que se iba a quedar bizca, pero ella ni se dignó a mirarlo.

Después de eso la dejaron en paz por unas cuantas semanas.

 

4

 

A Gerardo le costó apartar los ojos de Camila mientras ayudaba a su paciente con el resto de los ejercicios. Fuera lo que fuese que le hubiera ocurrido, probablemente había estado al borde de la muerte, pues sus lesiones eran extensas: brazo y pierna izquierdos con varillas sobresaliendo de la piel, cicatrices en la cara, condición general pésima. ¿Un accidente de tráfico, tal vez? Debía haber sufrido horrores, y considerando la expresión actual de la mujer, el sufrimiento no había cesado. Ni cesaría en un futuro próximo.

Se veía, no obstante, que ella estaba haciendo su mayor esfuerzo para no llorar ni gemir. Le temblaba todo el cuerpo y cada tanto se le humedecían los ojos o contraía sus facciones, pero seguía adelante como si aquello sólo fuera una sesión más ardua que de costumbre en el gimnasio. Gerardo había visto a otros pacientes con heridas similares, hombres jóvenes y musculosos, ponerse a gritar al cabo de unos pocos pasos. Claro que Camila siempre había sabido ocultar lo que sentía, pero qué diablos, esta vez se trataba de huesos rotos y músculos destrozados, y ella no parecía aturdida por los calmantes.

A Gerardo se le hizo un nudo en el estómago ante la idea de que su antigua compañera de clase estuviera pasando por semejante calvario. Seguro que no lo merecía, aunque él no supiera lo que había hecho desde que se despidieron en el instituto.

Ernesto se dio cuenta de la situación y comentó en voz baja:

—Creí que yo estaba mal, pero viendo a esa mujer, me quejaré un poco menos desde hoy.

—No me molestan las quejas —replicó Gerardo, y trató de concentrarse en su propio paciente.

Media hora después se llevaron a Camila de la sala de fisioterapia. Para ese entonces apenas si podía moverse, y su rostro estaba pálido y sudoroso. Tendrían que darle un analgésico muy fuerte o no conseguiría dormir esa noche.

Gerardo pensó que sería mejor esperar al día siguiente para saludarla. Luego cambió de idea y, tras una breve búsqueda, atisbó por la puerta entornada de su habitación.

Camila no estaba sola. Había un hombre y una niña a un lado de su cama, él con expresión seria, ella sosteniendo la mano sana de la mujer.

—¿Cuándo vas a volver a casa? —preguntó la chiquilla, quien aparentaba unos seis o siete años.

—Ya te lo dije, tendré que quedarme aquí por un tiempo, hasta que mis huesos se curen. —Camila arrastraba un poco las palabras, señal de que ya estaba bajo la influencia de alguna droga. Menos mal, pensó Gerardo—. ¿Lo estás pasando bien con tu papá?

—Sí, pero... quiero que vuelvas. Te extraño. —La niña empezó a llorar. Camila besó sus deditos.

—El tiempo pasará pronto, cariño. Haz tus tareas, practica en el piano, y para cuando te des cuenta ya estaremos juntas de nuevo. Dame un abrazo.

La pequeña obedeció.

—Tenemos que irnos —dijo el hombre, y apartó a la niña de la cama. Camila dirigió un último saludo con la mano a sus visitantes antes de quedarse sola.

Gerardo titubeó. Ya era tarde, y seguramente Camila necesitaba dormir, pero qué rayos, como mínimo quería hacerle saber que trabajaba allí y que por lo tanto se verían a menudo durante los próximos días. Carraspeó, entonces, y cruzó el umbral una vez que ella notó su presencia.

—Hola —le dijo.

Siguió un minuto de silencio. Camila no identificó a Gerardo de inmediato, pero después frunció el ceño, entreabrió los labios y finalmente preguntó:

—Hola. ¿Nos conocemos? Me pareces familiar.

—Soy Gerardo Medina. Fuimos compañeros de clase en sexto año de secundaria.

Camila sonrió, cosa que él no esperaba. Fue una sonrisa cansada pero amigable, como si realmente la hiciera feliz el reencuentro.

—Me iré enseguida para que puedas descansar —continuó él—. Nada más venía a saludar y a decirte que soy uno de los fisioterapeutas. Lamento que te haya pasado... bueno, lo que sea que te haya pasado.

—Un camionero idiota chocó contra mi auto.

—Oh. Uau, qué mal. Ojalá te recuperes pronto.

—¿En verdad eres fisioterapeuta?

—Sí. Lo decidí por... ya sabes, mi propio accidente. Conocí gente agradable, pensé que sería una profesión gratificante.

—¿Y lo ha sido?

—Mucho. En fin, ya me voy. Si necesitas algo, sólo tienes que...

—Apretar ese botón. Sí, ya me lo explicaron.

—Excelente —replicó Gerardo, y sonrió. Ahora tenía que dar media vuelta e irse, pero sus pies se rehusaron a obedecer. Se dio cuenta entonces de que había muchas flores y tarjetas en la habitación. Eso era algo que tampoco habría esperado.

—Las tarjetas son de mis compañeros en la orquesta y de mis alumnos —dijo Camila, adivinando sus pensamientos.

—¿Orquesta? ¿Seguiste tocando el piano, entonces?

Ella asintió... pero luego dirigió una mirada fugaz a su brazo lleno de varillas y torció los labios en una mueca.

—Oh, diablos —dijo él—. ¿Te dijeron si vas a recuperarte como para volver a tocar?

—Los cirujanos hicieron lo mejor posible. Tenía varios tendones desgarrados. Ahora mismo puedo mover todos los dedos, así que... hay esperanzas. ¿Por qué no te sientas? ¿O ya acabó tu turno?

—En realidad sí, pero... no me molesta quedarme unos minutos. ¿No deberías dormir?

—Ya paso durmiendo la mitad del tiempo. Y estuve mucho tiempo inconsciente en el hospital, justo después del accidente. Encima, a veces el horario de visitas no coincide con esos momentos en los que el dolor está bajo control, como ahora.

—Esa niña era tu hija, ¿verdad?

Camila sonrió de nuevo, y esta vez se le iluminaron los ojos.

—Sí, es mi nena. Se llama Bianca. ¿Puedes creer que iba en el auto conmigo y no le pasó nada? Creo que fue algo así como un milagro. Puedo soportar lo que sea sabiendo que ella salió ilesa.

La mujer se abstuvo de mencionar al padre de la niña. Gerardo recordó que el hombre no había besado a Camila, y que ella, a su vez, tampoco le había dirigido ninguna palabra cariñosa. ¿Estaba divorciada, pues? Parecía lo más lógico.

—¿Tu hija también toca el piano?

—Le he dado clases en mi tiempo libre, pero prefiere cantar mientras yo toco. Suena como un angelito. ¿Tú tienes hijos?

—No, yo... no me he casado aún. Estuve cerca una vez, pero la relación se enfrió y... cosas que pasan. Al menos me gusta mi trabajo.

—Sí, eso es importante. —Camila bostezó—. Demonios. Pasé toda mi juventud esquivando las drogas y ahora hay unas cuantas en mi sistema. La verdad, sigo sin verles la gracia.

Gerardo se rió.

—Supongo que no es lo mismo tomarlas sin que te haya aplastado un camión. Oye, mejor duérmete antes de que se te pase el efecto. Volveré en mi tiempo libre, si quieres, para que no te aburras demasiado. Mi colega Álvaro también es simpático. A Silvia ya la conoces, por lo que vi esta tarde.

—Sí, es... muy agradable. Gracias... por... la charla.

Camila cerró los párpados y ya no volvió a abrirlos. Gerardo la contempló un momento, pensando en cuánto parecía haber cambiado. Seguía sin ser bonita, pero había una suavidad en ella que no había tenido antes, o que tal vez había estado ahí todo el tiempo y recién ahora era visible. Fuera como fuese, causaba una buena impresión.

—Que duermas bien —murmuró él, y salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.

 

5

 

Camila había decidido que lo peor no era la fisioterapia sino los minutos anteriores a la misma, cuando su mente y su cuerpo empezaban a retraerse por temor a lo que se avecinaba. Se sentía entonces como una prisionera en una jaula, esperando a que llegara su torturador.

Cuando el «torturador» apareció esa tarde... resultó ser Gerardo, y Camila no pudo evitar entonces que se le escapara una pequeña exclamación de sorpresa.

—Ah, hola —dijo él—. Sé que esperabas a Silvia, pero tuvo un contratiempo y me pidió que la sustituyera. Si prefieres que busque a alguien más...

—Eh... no, está bien.

—De acuerdo. Va a ser un poco raro... pero no más que otras cosas por las que hemos pasado juntos, supongo.

Él sonrió, y la imagen del torturador desapareció por completo de la mente de Camila. Ella jamás lo había visto sonreír así, ni siquiera en sus mejores momentos, cuando estaba actuando como un joven prometedor en lugar de un adolescente cabeza hueca. De pronto inspiraba confianza, simpatía, y algo aún más cálido pero indefinible.

—Para empezar, ¿cómo te sientes hoy? —preguntó Gerardo—. Me refiero a una escala del uno al diez, siendo el uno «estoy de maravilla» y el diez «acaba de pasarme por encima una aplanadora».

—Creo que estaría en un cinco. Por ahora.

—Cinco. Excelente. Es lo que tienen de bueno los días secos.

Gerardo se inclinó junto a Camila para que ella pudiera pasarle el brazo derecho por los hombros, y así la trasladó de la cama a la silla de ruedas, con una facilidad pasmosa. Ella había perdido peso, cierto, pero eso no cambiaba el hecho de que Gerardo era mucho más fuerte que su colega femenina.

—¿Cómo está Bianca? —preguntó el hombre mientras la empujaba a la sala de fisioterapia.

—Bien. Esperando a que llegue el verano. Te manda saludos.

—Qué amable, dale las gracias de mi parte.

Gerardo se había cruzado con la niña unas cuantas veces cuando iba a visitar a Camila. Nunca se quedaba mucho tiempo, como máximo unos cinco minutos, pero en general se las arreglaba para hacer sonreír a la mujer, lo cual nunca estaba de más dada su lamentable condición física. Él y Bianca se habían entendido rápidamente; en cambio, Gerardo no había intercambiado ni media docena de palabras con Marcelo, el padre de la niña, ni tampoco le había preguntado a Camila cuál era la relación entre ellos aparte de la hija en común. La mujer no sabía si sentir alivio o desilusión ante la falta de interés de Gerardo por ese detalle en particular. Le ahorraba tener que contar una historia algo vergonzosa... pero una parte de ella deseaba que sí se lo preguntara, para dejarle en claro cuál era la situación. Daba igual, sin embargo. ¿Qué importancia tenía que Gerardo supiera o no que ella seguía soltera? Camila estaba ahí para su rehabilitación, y Gerardo no era más que un conocido de la secundaria con el que ni siquiera se había llevado bien la mayor parte del tiempo. Puestos en ello, había pasado una década y media, ni siquiera lo conocía. Era amable, de acuerdo, pero todos allí la trataban bien, y las visitas espontáneas de Gerardo probablemente se debían a que él aún se sentía en deuda. Camila habría hecho lo mismo en su lugar.

Déjate de tonterías románticas, pensó. Él no te gustaba en la secundaria, ¿por qué iba a gustarte ahora? Sufriste un accidente horrible y te sientes sola, eso es todo.

Habían llegado a la sala. Gerardo sonrió de nuevo... pero luego dijo:

—Ya sabes cómo es esto, así que no voy a insultarte con una mentira: te va a doler. Mucho. Sin embargo, trataré de contarte algunos chistes para que no pienses en el dolor. O podríamos hacer de cuenta que eres una guerrera en un campo de batalla, ignorando las heridas a medida que te abres paso decapitando a tus enemigos. Como Conan, pero en versión femenina.

—Me gusta lo segundo.

—Perfecto. Ponte esto, entonces.

Gerardo sacó un reproductor de MP3 de su bolsillo. Camila se lo quedó mirando, extrañada, hasta que él explicó:

—Es mi selección especial de música guerrera. Te sube la adrenalina, hace que el dolor sea más fácil de soportar. También te dará ganas de golpear algo con una espada. O una muleta. Sólo fíjate que ese algo no sea yo, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Mis colegas dicen que lo de la música es un disparate, pero hasta ahora el experimento me ha funcionado.

—¿Me estás diciendo que soy algo así como una rata de laboratorio?

—Más bien como un sujeto en una prueba de psicología. ¿Recuerdas ese artículo que nos hizo leer la profesora de filosofía?

Camila sonrió.

—Sí, lo recuerdo. Pero me extraña que lo recuerdes.

—Bueno, de vez en cuando prestaba atención a las clases. ¿Lista para empezar?

—Considerando que no tengo alternativa...

—¡Ése es el espíritu! Vamos.

Todavía algo escéptica, Camila se puso los auriculares. Pensó que escucharía canciones de rock, pero lo que sonó en sus oídos fue algo más parecido a la banda sonora de una película de gladiadores, con una orquesta rimbombante, mucha percusión y un potente coro masculino. Quedó tan maravillada que por unos segundos se olvidó de dónde estaba, y Gerardo tuvo que darle unos golpecitos en el hombro para recordarle que debía iniciar los ejercicios.

Quizás fuera un efecto placebo, pensó ella, pero la música sí le sirvió para atenuar el dolor. O mejor dicho, el dolor se fusionó con la música y adquirió un propósito más elevado dentro del contexto. ¿Sería así con los gimnastas o las bailarinas de ballet? ¿Sufrían con gusto por amor a la perfección? Ella no estaba luchando por la perfección, pero sí por algo tanto o más importante: volver a caminar y a tocar el piano. Recuperar las fuerzas para levantar a su hijita en brazos mientras su peso aún se lo permitiera.

Gerardo casi no le habló durante la sesión. Se limitó a comunicarse con gestos la mayor parte de las veces, o a guiarla con sus manos. La sujetó cuando ella estuvo a punto de caer, le indicó que «chocara esos cinco» al terminar los ejercicios más difíciles, y secó su frente con un pañuelo suave para que no le entrara sudor a los ojos.

—¿Cómo va el dolor ahora, del uno al diez? —le preguntó finalmente.

—Nueve y medio. Pero podría seguir un poco más.

—No, lo dejaremos así por hoy. Ya ha pasado una hora.

Camila parpadeó.

—¿Una hora? ¿En serio? —Algunos días cada minuto parecía durar veinte.

—Sí, una hora. ¿Te sigue molestando ser mi rata de laboratorio?

—Para nada. —Camila se sacó los auriculares y devolvió el aparato a su dueño. Qué irónico: ella se había dedicado a la música durante años, pero era Gerardo quien había tenido la brillante idea de incorporarla a la terapia.

—Te llevaré a tu habitación.

Gerardo colocó a su paciente en la silla de ruedas. Mientras avanzaban por el pasillo, Camila no pudo evitar un suspiro de desaliento y cansancio.

—Sientes que vas a estar aquí para siempre, ¿verdad? —dijo él.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque así se sienten todos. Pero luego se recuperan y se van, y los malos momentos quedan en el pasado.

—¿Y los que no se recuperan del todo?

—Aprenden a vivir con las limitaciones. Por lo que vi hoy, sin embargo, apostaría a que tú vas a quedar como nueva. Eres...

—¿Qué?

—Bueno... testaruda. En el buen sentido.

A pesar de que la pierna rota la estaba matando, Camila se rió. Le hizo bien... demasiado bien, de hecho. Una sensación cálida recorrió todo su cuerpo, algo que hasta ese día sólo su hija le había provocado; su corazón latió más rápido, y por unos segundos hasta llegó a olvidar que tenía los huesos del lado izquierdo de su cuerpo llenos de clavos.

Gerardo la depositó en la cama con la misma facilidad que antes. Seguramente tenía que irse a atender a su próximo paciente, pero en lugar de eso se quedó allí de pie y preguntó:

—¿Estás más o menos cómoda? ¿Necesitas algo?

—No, gracias. Y... buen trabajo el de hoy. No fue nada raro después de todo.

—¿De verdad? —Él sonrió—. Bien. Entonces ya no me preocuparé si tengo que volver a sustituir a mi compañera. —Gerardo permaneció en el mismo sitio, recorriendo el dormitorio con la mirada como si buscara algún tema de conversación—. Son muchas tarjetas. ¿En qué orquesta trabajas?

—En la sinfónica nacional.

—Uau. Ha de ser un puesto importante.

—Tiene su prestigio.

Lástima que la paga no esté a la altura, pensó Camila. Le alcanzaba para una buena cobertura médica y el seguro de paro, pero no para sus gastos adicionales. Sin el dinero de las clases particulares, las deudas habían empezado a acumularse rápidamente. Ella deseaba volver a casa lo antes posible... pero estaba consciente de que tendría que enfrentar un panorama bastante complicado.

—¿Y qué hay de tus alumnos? —continuó Gerardo—. ¿Has encontrado algún prodigio?

—Todavía no, pero varios de ellos prometen. Espero que no se aburran y abandonen las clases. —Ojalá ninguno de sus alumnos abandonara las clases. Como estaban las cosas ahora, Camila no podía permitirse una reducción en sus ingresos.

—Una vez que te recuperes, iré a verte tocar en la orquesta. Habría ido antes si hubiera sabido que trabajabas ahí.

—¿En serio?

—En serio. ¿Y por qué no? Ya eras buena cuando estábamos en secundaria, ¿o no?

Todo aquello tomó a Camila por sorpresa. De pronto sintió ganas de llorar, aunque no supo por qué, dado que mucha gente había sido amable con ella desde que abrió los ojos en el hospital después del accidente. Lo primero que vio en ese entonces fue el rostro preocupado de Bianca, y su expresión de alivio cuando, tras un esfuerzo monumental, Camila logró susurrarle un «hola, mi chiquita». Los doctores y enfermeras también demostraron su alegría, tras varias semanas de lucha por mantenerla viva. Sólo Marcelo se veía algo indiferente, como si Camila fuera una extraña y no la madre de su hija. ¿Y si... y si Gerardo hubiera estado en su lugar? ¿Qué cara habría puesto él?

Camila se sonrojó, y al mismo tiempo se dijo que debía dejar de pensar en tonterías. Sí, Gerardo se estaba comportando casi como un héroe, pero era parte de su labor como fisioterapeuta. Puestos en ello, Camila nunca había sido atractiva para empezar, y ahora tenía un aspecto deplorable, con tantos clavos y cicatrices por todos lados. Sin duda inspiraba más lástima que afecto.

—Ya tengo que irme —dijo él—. Y créeme: de verdad te vas a poner bien. Piensa en eso antes de dormir.

—Lo haré. Gracias.

—De nada. Hasta luego.

El hombre se marchó. Camila recostó la cabeza en la almohada, buscando una posición lo menos incómoda posible. Trató de imaginarse a sí misma caminando de nuevo, pero parecía algo muy lejano o incluso poco probable.

Se cubrió el rostro con el brazo sano para que las lágrimas no escaparan de sus párpados.

 

6

 

Las prácticas de laboratorio de los viernes no eran más tediosas que las de los otros días, pero a Gerardo ya lo carcomían las ganas de irse y empezar a disfrutar del fin de semana. Además, ¿de qué le servía saber en cuántos grados aumentaba la temperatura de una solución de hidróxido de sodio cuando le añadían ácido clorhídrico? Si al menos les hubieran permitido quemar algo con el ácido... un trozo de carne cruda, por ejemplo. Así podría imaginarse lo que pasaba con un bistec en su estómago.

Su amigo Héctor hizo el dibujo de un cadáver y se lo mostró a escondidas del profesor. «Muerte por aburrimiento», decía debajo del cadáver. Gerardo disimuló una risita e hizo su propio dibujo: un monigote estrangulado. «Suicidio por aburrimiento», escribió encima, y esta vez fue Héctor quien trató de no reír en voz alta. Si el profesor se dio cuenta del intercambio, no dio muestras de ello, pero Camila hizo rodar los ojos mientras limpiaba el termómetro. Típico de ella. Nunca lo decía en voz alta ni hacía gestos demasiado evidentes, pero a estas alturas era imposible no notar su desprecio por aquellos que no intentaban sacar buenas notas. Torcía los labios, resoplaba por lo bajo, incluso Gerardo la había visto sonreír cuando el profesor lo acorralaba a él con una pregunta complicada. Pedante total. Y fea, además.

El muchacho hizo una caricatura de ella resaltando todos sus defectos. «Mátenme, soy horrenda», anotó en el globito de diálogo, y le mostró el dibujo a Héctor, quien esta vez sí llamó la atención del profesor con su risa.

—¿Algún chiste que quieran compartir con el resto del grupo? —preguntó el hombre, frunciendo el entrecejo.

—No, nada. Perdón —replicó Gerardo. El profesor continuó dando explicaciones... y Camila puso cara de «qué idiotas». A Gerardo le dieron ganas de arrojarle una pelota de papel a la frente... pero luego se le ocurrió una idea mejor.

Poco antes de abandonar el laboratorio, y aprovechando un segundo de distracción de la chica, Gerardo deslizó la caricatura en su mochila abierta. No dejó de mirar a Camila apenas entraron al salón de clases, esperando que ella encontrara el dibujo durante el recreo, cuando buscara su novela de turno.

La muchacha descubrió la hoja, le echó un vistazo... y después la partió en cuatro pedazos antes de arrojarla a la papelera, todo sin mostrar reacción alguna. Después de eso recogió su libro y se fue al patio a leer unos minutos, a pesar del frío reinante.

Gerardo sintió una punzada de enojo. No era la primera vez que intentaba sacar a esa chica de quicio, pero hasta ahora no lo había conseguido ni conocía a nadie que lo hubiera hecho. La mayoría se había rendido a estas alturas, salvo por algún insulto ocasional que Camila pasaba por alto olímpicamente.

Sabiendo que era mala idea, pero incapaz de contenerse, Gerardo siguió a la muchacha al patio. Pasando junto a ella con aire casual, le dijo:

—¿Qué, no te gusta el arte? Creo que el dibujo me salió bastante parecido, por cierto.

Camila no levantó la mirada de su novela, como si ella fuera sorda o Gerardo fuera invisible. Él le dio un ligero puntapié en la bota. Todavía sin apartar la vista del libro, ella alzó un marcador que decía «no me interrumpas, estoy leyendo» en grandes mayúsculas verdes.

—La próxima vez que te dibuje, haré fotocopias y las repartiré en el recreo —insistió Gerardo—. Tal vez tú no aprecies el arte, pero otros...

—Haz lo que quieras, no me importa —lo interrumpió ella—. Lo que sea con tal de que me dejes leer en paz.

—¿Y si te dibujara...?

—Ya te lo he dicho: no me importa —interrumpió Camila de nuevo, bajando al fin su libro—. Pero deberías emplear tu tiempo en otras cosas.

—¿Ah, sí? ¿Cómo cuáles?

—Convertirte en un adulto decente, para empezar. El año que viene cumplirás dieciocho, ¿y todavía te hace gracia burlarte de gente que no te ha hecho nada malo? Ni que tuvieras cinco años.

—Tú pones unas caras que...

—Sí, bueno, a veces pierdo la paciencia con gente ignorante y cruel como tú y tus amigos. En serio, ¿«mátenme, soy horrenda»? ¿Realmente te parece gracioso insinuar que una persona debería morir porque no tuvo la suerte de nacer linda? ¿Qué pensaría tu madre de eso? ¿Es así como te ha criado?

—Mi madre no tiene nada que ver con...

—Bien, menos mal. Y no hace falta que me recuerden que no soy bonita. Eso ya lo sé y no lo puedo cambiar. Pero me da igual, porque creo que hay cualidades más importantes, como la bondad y el respeto a los demás. Y la verdad, tú no mereces mi atención ni mi respeto, por eso no hay nada, nada, que puedas hacer o decir que me afecte. Ahora hazme el favor de irte, porque prefiero leer este libro antes que charlar contigo. Es mucho más gratificante. Adiós.

Gerardo se quedó sin palabras. Quiso pensar que Camila por fin estaba enojada, pero en realidad le había soltado todo el sermón con voz neutra, como si le estuviera haciendo una especie de favor. Él no tuvo más remedio que irse. Cualquier insulto sólo habría respaldado los argumentos de la chica, y vaya que no iba a darle ese gusto.

No volvieron a hablarse hasta la primavera, cuando todos los grupos de sexto año viajaron juntos a Brasil.

 

7

 

Camila se miró en el espejo una vez más. Se había maquillado un poco pero no por vanidad, sino para disimular las ojeras y la actual delgadez de su rostro. La idea era impedir que Bianca se diera cuenta de que no estaba en uno de sus mejores días, a fin de que no se preocupara.

La niña entró a la habitación y corrió a abrazar a su madre, pero recordó a tiempo que no debía apretar demasiado ni tocarle el brazo roto. Fue un abrazo suave, por lo tanto, lleno de puro amor infantil. Marcelo apareció detrás de Bianca, cargando una bolsa con la ropa que Camila le había pedido en la última visita.

—¿Cómo estás hoy, mami? ¿Te duele mucho?

—Me duele menos ahora que has venido —respondió Camila, lo cual, por suerte, era verdad. Un minuto antes había sentido la pierna como si la tuviera llena de vidrios rotos. La sonrisa de su niñita era el mejor analgésico—. ¿Qué han hecho tú y tu papá estos días?

—Fuimos al campo con Romina. Romina es una amiga de papá.

—¿Ah, sí?

Camila interrogó a Marcelo con la mirada.

—Estamos saliendo desde hace un par de semanas —respondió él—. Se lleva bien con Bianca. Te agradará.

—¡Qué bueno! ¿Has tocado el piano y cantado para ella? —le preguntó Camila a la niña.

—Un poco. ¡Y ella cantó conmigo! Tiene una voz muy linda. Dice que cuando vuelvas a casa le gustaría que tocaras el piano, así cantaríamos todas juntas.

—Es una idea fantástica.

—Y... ¿cuándo vas a volver?

—Todavía no lo sé, pero ya puedo caminar bastante. Y será más fácil cuando me saquen todos estos clavos. ¿Verdad que parezco un erizo?

—Un erizo muy flaco.

Oh, diablos, Bianca se había dado cuenta de eso, pensó Camila. No era sencillo esconderle la verdad a una niña tan inteligente.

—Sí, estoy un poco flaca. Pero cuando vuelva a casa comeré muy bien y la ropa me quedará como antes.

—¿Haremos galletas de maní?

—Sí, galletas de maní. Con chispas de chocolate.

Bianca sostuvo la mano de su madre y la besó con tal ternura que Camila estuvo a punto de echarse a llorar.

—Tengo que hacer unas llamadas —dijo Marcelo—. Bianca, estaré afuera esperando, pero puedes quedarte a charlar con tu mamá todo el tiempo que quieras. No la canses.

—No, papi.

El hombre se marchó. Bianca se sentó en la cama junto a su madre, tratando de no moverla demasiado. Estaba del lado sano de Camila, de modo que se acurrucó contra ella como cuando era más pequeña.

—Cuéntame ahora todo lo que has hecho desde la última vez —pidió la mujer, y durante la media hora siguiente se olvidó por completo del dolor, escuchando las anécdotas de Bianca sobre el colegio, el parque, las salidas con su padre y la gata de una vecina que había tenido ocho gatitos.

—Había uno negro, dos rojos, dos de tres colores y tres grises —explicó la niña, contando con los dedos—. Helena dice que los tres gatitos grises le parecen sospechosos. ¡Podrían ser de otro papá! ¿Las gatas pueden tener hijitos de dos papás al mismo tiempo?

—Sí, pueden.

—Eso es muy raro.

Camila estrechó a su hija con el brazo derecho y plantó un beso en un lado de su frente.

—No, no es tan raro —contestó la mujer—. Ya te lo explicaré.

Se oyeron unos golpecitos en la puerta.

—¡Adelante! —canturreó Bianca, y Gerardo entró al dormitorio—. ¡Hola! Iba a ir a saludarte después de hablar con mi mamá. ¿Tienes bombones?

—Sí, tengo bombones. Pero no me quieres sólo por eso, ¿verdad?

—No, también te quiero porque estás ayudando a mi mamá a ponerse bien.

Bianca bajó con cuidado de la cama y se arrojó sobre el recién llegado, el cual, luego de tambalearse un segundo, la cargó en un brazo y le entregó un bombón con su mano libre.

—Pero no te lo comas ahora, ¿eh? Déjalo para el postre después de la cena, o tu padre se enfadará conmigo.

La niña hizo una mueca cómica de disgusto, pero guardó el bombón en un bolsillo de su vestido y volvió a sonreír.

—Quiero que mamá vuelva a casa antes de Navidad —declaró la niña.

—Haremos todo lo posible para que así sea. De hecho, ya hice una apuesta con un compañero. Tengo que mandar a tu mamá a casa antes de que termine el verano o tendré que vestirme de payaso.

—¿En serio te vestirías de payaso?

—Una apuesta es una apuesta —replicó Gerardo con voz muy seria, y Camila le dirigió una mirada de reprobación—. Pero son apuestas en broma, ¿eh? Nada de dinero. Nunca hay que apostar dinero.

—¡Le estaba contando a mi mamá sobre la gata que tuvo ocho gatitos!

—¿En serio? Quiero escuchar eso. ¡Son muchos gatitos!

Bianca repitió la historia y, para sorpresa de Camila, Gerardo se ofreció a adoptar uno de los gatitos cuando tocara destetarlos. Así pasaron otros quince minutos, y fue Camila quien tuvo que mirar el reloj y decirle a su hija que ya debía irse a cenar y a hacer sus tareas escolares. Bianca plantó un sonoro beso en la mejilla de su madre, luego otro sonoro beso en la mejilla de Gerardo, y se alejó por el pasillo... desenvolviendo el bombón.

—Tal vez no debí dárselo —dijo Gerardo con expresión culpable.

—No importa, no le arruinará el apetito —contestó la mujer—. Su padre cocina muy bien.

—¿Trabaja en un restaurante?

—No, es escribano.

—¿Y cómo fue que lo conociste?

Camila se sonrojó, pensando en cómo responder esa pregunta ahora que había llegado.

—Marcelo... es mi vecino en el edificio. Salimos un par de veces, nada más. Bianca fue... un accidente. Un buen accidente, diría yo.

—Vaya.

Gerardo enarcó las cejas, pero Camila no supo interpretar su expresión. Al menos no parecía que la estuviera juzgando negativamente, como algunas personas que ella había conocido. Le daba igual lo que pensara el resto del mundo, sin embargo. Bianca era su tesoro, su razón para vivir; que hubiera sido concebida en un único momento de irresponsabilidad no cambiaba eso.

—Es una niña adorable —dijo él al fin—. Tienes suerte. No tanta en el tráfico.

—Ja ja. Muy gracioso. Ahora voy a quedarme aquí hasta marzo sólo para que pierdas la apuesta y tengas que vestirte de payaso.

—Bah, no sería la primera vez.

Camila miró a Gerardo de arriba abajo.

—Sí que has cambiado —dijo ella. Él se encogió de hombros.

—Bueno, no iba a ser un patán toda mi vida. Claro que todavía hago sufrir a ciertas personas, pero ahora es por una buena causa. —El hombre le dirigió a Camila una sonrisa desvergonzada—. En fin, me tengo que ir.

—Suertudo. A mí me toca aburrirme hasta la hora de dormir.

—Mmm, tal vez pueda hacer algo al respecto... —Gerardo se quitó la mochila, la abrió y sacó de ella un libro—. Toma. No sé si es tu tipo de lectura, pero voy por la mitad y está muy interesante. Ha hecho que los viajes en autobús se me pasen volando.

—Oh. Gracias. Pero ¿qué leerás ahora en el autobús?

—Miraré por la ventana, eso también sirve. Bien, ya me voy. Hasta la próxima.

—Hasta la próxima.

Gerardo se marchó tras un último saludo con la mano. Camila aún sostenía el libro, pero tardó en empezar a leerlo debido a la pregunta que no dejaba de martillear en su cabeza: ¿tendría novia Gerardo?

Demonios, era imposible que no la tuviese, por más que él no la hubiera mencionado. Sería mejor olvidarse del asunto.

Camila suspiró, abrió la novela y se perdió entre sus páginas hasta que al fin le dio sueño.

 

8

 

Era noche de fiesta en el hotel y todo el mundo lo estaba pasando de maravilla, entre la música de samba y la parrillada. Gerardo aprovechó para sacar a bailar a Virginia, la chica que había empezado a gustarle más o menos desde julio, y por la forma en que ella lo miraba, seguro que antes de que terminara la fiesta le permitiría besarla.

Los músicos hicieron una pausa. Era una buena banda, siete miembros en total que tocaban con mucho brío, aunque todo el mundo allí parecía tener buena onda. Gerardo pensó que podría quedarse en Brasil para siempre, disfrutando de las playas y las chicas guapas en bikini.

Estaba pensando en subir al escenario y pedir a los músicos que cambiaran a un ritmo más lento, pero alguien se le adelantó: Camila, empujada por dos de sus amigas que reían a lo tonto. Resignada, aunque sonriendo a medias, la muchacha habló con el líder de la banda... quien asintió antes de ordenar a su compañero que le dejara su lugar en el piano a la garota. Camila dijo entonces algo en portugués, los músicos asintieron y el líder del grupo dio tres golpes con el pie.

Los altavoces hicieron sonar por todo el recinto una popular canción brasileña. El piano destacaba sobre los demás instrumentos y la voz del cantante, notas precisas y enérgicas que parecían salir de los dedos de Camila en lugar del instrumento.

Gerardo se olvidó de bailar. Hasta ese instante no había sabido que Camila tocaba el piano, mucho menos con semejante habilidad. Las amigas de la chica comenzaron a marcar el ritmo con aplausos, y muchos de los presentes no tardaron en imitarlas. Camila sonreía a los músicos, quienes se veían realmente impresionados. De pronto la muchacha ya no parecía tan fea. Tenía una sonrisa agradable, de hecho, y los ojos le brillaban de felicidad.

Virginia no sonreía. Estaba muy cerca de Gerardo, quien la oyó decir con un tono de absoluto desdén:

—No es para tanto. Cualquiera que tome clases puede tocar así. ¿Por qué no vamos afuera? Hace calor aquí dentro.

Eso bastó para desviar la atención de Gerardo de nuevo a su acompañante. El muchacho siguió a Virginia al patio, donde había bastante menos gente... y bastante menos luz. Ella le echó los brazos al cuello.

—¿Te gustaría que fuéramos novios? —preguntó Virginia. Él sonrió.

—Me ganaste. Te lo iba a pedir antes de que volviéramos a casa.

—Te dejaré que me beses primero, entonces.

Gerardo la besó, abrazándola por la cintura. Fue lo mejor de la noche.

 

9

 

Otro día en el soleado Brasil... excepto que no era un día soleado, sino que llovía a cántaros y la temperatura había descendido unos quince grados. El hotel, sin embargo, tenía una increíble piscina climatizada, y allí habían bajado casi todos a falta de algo mejor que hacer. No podrían broncearse, pero sí chapotear hasta quedar como pasas de uva.

Camila nadó un rato y luego se sentó junto a sus amigas al borde de la piscina, para charlar con los pies en el agua. Cecilia y Pati eran buenas chicas; no demasiado listas, pero se dejaban ayudar con los estudios y cada tanto invitaban a Camila a alguna fiesta.

El bullicio era considerable en el resto de la piscina, sobre todo por parte de los muchachos, quienes habían traído una pelota de goma para jugar a algo más o menos parecido al polo acuático. Cecilia y Pati los observaban de reojo, lo cual tenía sentido porque unos pocos se veían muy bien en traje de baño.

Al rato apareció Gerardo. Se tiró de cabeza a la piscina y salió a medio metro de Camila, evitando mirarla. Ella, no obstante, sintió la obligación de advertirle:

—Por si no sabes portugués, ese cartel de ahí dice que no hay que hacer clavados.

—No fastidies.

—No es por f...

Gerardo volvió a arrojarse a la piscina. Salió por el otro lado y le hizo un gesto de desprecio a Camila, quien a su vez le respondió con una expresión de «allá tú».

La situación podría no haber pasado de ahí... pero Gerardo hizo un quinto clavado y no ascendió de inmediato. Camila esperó unos segundos. Podía ver al muchacho bajo el agua clara, pero no le pareció que se estuviera moviendo. Algunas burbujas reventaron en la superficie. Pati y Cecilia contemplaron a su amiga con cara de preocupación.

—Algo no está bien —dijo Camila, y se sumergió sin más preámbulo. El cloro irritó sus ojos casi al instante, pero la chica se concentró en mantener los párpados abiertos mientras nadaba hacia el muchacho. Él estaba consciente, su expresión era de pánico aturdido... y sus miembros apenas si se movían. Le salía un hilillo de sangre por algún sitio de la cabeza.

Camila lo sujetó por los brazos y se impulsó con la mayor suavidad posible hacia arriba, subiendo a Gerardo lo suficiente para sacar su nariz del agua y permitirle respirar. Entonces, tratando de no moverse ni un centímetro más, vociferó:

—¡Todos fuera de la piscina! ¡Ahora!

Sus compañeros de curso la miraron como si se hubiera vuelto loca. La chica volvió a gritar:

—¡Creo que él acaba de romperse el cuello, salgan ya de la maldita piscina! ¿Dónde está el guardavidas? ¡Llámenlo! ¡Rápido!

A Camila le habría gustado golpear a todos los presentes en la cabeza por su exasperante lentitud. ¿Qué parte de lo que había dicho era tan jodidamente difícil de comprender? Dio gracias al cielo cuando Pati y Cecilia salieron de su aturdimiento y repitieron las órdenes de Camila, logrando al fin que le hicieran caso. En medio minuto sólo quedaron en la piscina Gerardo y ella; mientras tanto, el guardavidas del hotel se estaba aproximando a la carrera.

—Posible cuello roto —le dijo Camila al hombre, esperando que él entendiera el español porque ahora mismo ella no recordaba ni una sola palabra en portugués. Volvió a dar las gracias cuando el guardavidas asintió y llamó a alguien por su radio.

Camila miró a Gerardo. La expresión de pánico seguía ahí, como de un animal que acabara de caer en una trampa y estuviera a pocos segundos de la muerte. Bien podía ser el caso. Si Gerardo tenía una fractura cervical completa, cualquier desplazamiento de su cabeza podría cercenar su médula por completo, liquidándolo en segundos.

—Un parpadeo para sí, dos para no —le dijo ella al muchacho—. Sentiste que algo se rompió en tu cuello, ¿verdad?

Un parpadeo.

—¿Puedes sentir tu cuerpo del cuello para abajo?

Otro parpadeo solitario.

—¿Te hormiguean los brazos o las piernas? ¿Como si se te estuvieran durmiendo?

Un parpadeo fuerte. Mierda, pensó la chica.

—Te mantendré quieto y a flote hasta que vengan los paramédicos y te estabilicen el cuello. Tú sólo... respira. Es posible que salgas de ésta. Ahora mismo hay que evitar que tu médula sufra más daño.

Gerardo lo sabía, pensó Camila. Sabía que podía morir. Y también sabía que podría sobrevivir... pero a costa de quedar tetrapléjico. Ella no estaba segura de cuál opción era la peor.

Pareció como si los paramédicos hubieran tardado horas en llegar, pero en realidad no debieron de pasar más de quince minutos desde la llamada. Dos de ellos se metieron al agua tratando de no agitarla, y una vez junto al muchacho, le pusieron algo similar a un collarín para evitar más movimientos de su cabeza. Fue una labor delicada, como desactivar una bomba radiactiva. Apenas soltó a Gerardo, Camila dejó escapar el aire que había estado conteniendo, y al mismo tiempo se dio cuenta de que estaba helada. No por el agua, sino por los nervios. Una vez en la camilla, Gerardo no habló a pesar de que ya podía hacerlo. Había empezado a llorar.

Diablos. Ojalá me hubieras escuchado, pensó ella. Nada de clavados. Pedazo de idiota.

Uno de los profesores a cargo se marchó con Gerardo. Los demás chicos estaban conmocionados; ninguno volvió a la piscina, como si hubieran encontrado en ella un cadáver putrefacto. Algunos miraron a Camila, pero no le dijeron ni una sola palabra.

Pati le echó una toalla sobre los hombros. No fue suficiente para calmar los temblores, pero Camila agradeció el gesto en silencio.

—Será mejor que subamos —dijo Cecilia.

—Sí, buena idea —contestó Camila—. Necesito una ducha caliente. Pediría un sedante, pero no creo que me lo den.

—¿Crees que él vaya a estar bien?

—No lo sé. Esperemos que sí. Vamos.

Fueron dos larguísimos días de espera hasta que el profesor los reunió a todos para darles la noticia.

—Parece que va a recuperarse —dijo, y hubo un suspiro colectivo de alivio—. Sí se rompió el cuello, pero la médula sólo estaba comprimida, no dañada. Gerardo ya tiene movimiento en las piernas y los brazos. No entendí muy bien el resto de las explicaciones. Le van a fijar las vértebras no sé de qué manera, y luego lo mandarán a casa en un helicóptero. —El profesor se dirigió a Camila—: Me pidieron que te dijera que le salvaste la vida, o como mínimo evitaste que quedara discapacitado. Bien hecho.

Camila asintió. No necesitaba el reconocimiento; le bastaba con saber que no había metido la pata. Menos mal que solía leer artículos sobre primeros auxilios, aunque había esperado no tener que enfrentarse a una situación real. Ojalá ésta fuera la primera y última, además. Era demasiado estrés tener en sus manos la vida o la salud de otra persona.

—Bueno, chicos —continuó el profesor—, esto va a ser un poco raro, pero ahora que sabemos que Gerardo estará bien, no hay razón por la que no puedan seguir disfrutando del viaje. ¿Quieren ir a la playa mañana? Levanten la mano.

Alguien lo hizo, tímidamente. Luego se decidió otro muchacho, y poco a poco las manos alzadas se convirtieron en mayoría.

—De acuerdo, iremos a la playa mañana —dijo el profesor—. Ahora váyanse a dormir. Buenas noches.

Camila se retiró a su dormitorio con Pati y Cecilia. A pesar de su enemistad con Gerardo, sentía como si le hubieran quitado un enorme peso de encima.

—Deberían darte una medalla o algo —le dijo Cecilia mientras subían las escaleras.

—¿Qué? No exageres.

—El profesor dijo que le salvaste la vida.

—Sí, bueno, más bien fue suerte. Y él no se habría roto el cuello si me hubiera hecho caso en primer lugar. —Camila reflexionó un momento—. Tal vez Gerardo aprenda algo de todo esto.

—¿Como qué?

Camila sonrió antes de contestar:

—A no ser tan tarado.

Las tres chicas rieron.

 

10

 

Esa tarde tocaban ejercicios en la piscina del centro de rehabilitación. Gerardo se sintió feliz al saberlo, aunque no por él mismo, sino por la certeza de que su paciente sufriría menos dolor dentro del agua.

Y su paciente era Camila. Otra vez. Ella no lo sabía, pero era él quien había pedido todos los cambios de turno con su fisioterapeuta asignada.

—¿Qué hay entre esa mujer y tú? —le había preguntado Silvia, dirigiéndole una media sonrisa de complicidad.

—Nada —replicó Gerardo—. O sea, nada ahora mismo. Éramos compañeros de clase en secundaria, y... ella me hizo un favor muy grande una vez. Se lo estoy devolviendo.

—¿Estás seguro de que sólo es eso? He visto cómo la miras. Y vas a visitarla a cada rato.

Gerardo sonrió... para sí mismo, esforzándose por evitar que se notara.

—Me cae bien, es todo. Quizás podríamos ser amigos cuando se vaya de aquí.

—Ah, sí, amigos. Típico de los hombres: pasar tiempo con una mujer por cuestiones de amistad. Pues... adelante con eso, y que te vaya bien. A mí también me agrada ella.

—Qué graciosa.

—Gracioso eres tú, yo estoy siendo irónica.

—Me voy a trabajar.

—Lo que tú digas.

Gerardo le hizo a Silvia un gesto de «no molestes», pero era muy probable que el rubor en su cara lo hubiera delatado. De todas maneras, él no estaba muy seguro de qué esperaba o pretendía, más allá de lo que dijera su compañera. Lo del favor era cierto; también era verdad que sentía compasión por Camila, pero... eso no explicaba que le dieran ganas de hablar con ella, o de hacerla reír, o de cumplir su promesa de ir a verla tocar cuando volviera a trabajar en la orquesta.

Cuando llegó la hora, Gerardo ayudó a Camila a bajar a la piscina. La mujer ya no tenía las varillas en el brazo y la pierna, pero los músculos de ese lado se veían atrofiados, y la piel ostentaba numerosas cicatrices por el accidente y las cirugías. Camila debió adivinar lo que él estaba pensando, porque preguntó en voz baja:

—¿Tan mal me veo?

—Como una sobreviviente, diría yo. Pero sólo son marcas. Con el tiempo se notarán menos. Las mías ya casi no se ven. ¿Recuerdas cuando volví a clase?

Camila sonrió.

—Tu amigo Héctor empezó a llamarte «el monstruo de Frankenstein».

—¡Me encantó ese apodo! En otra ocasión me dijo que tuviera cuidado con las tormentas eléctricas. Ah, y que en Navidad podría colgarme algunos adornos, para estar a tono.

A él también le habían puesto varillas, más un halo para inmovilizarle toda la cabeza mientras terminaban de sanar las vértebras. El conjunto parecía un extraño aparato de tortura medieval.

—¿Qué fue de Héctor? —preguntó Camila—. ¿Todavía estás en contacto con él?

—Se casó hace poco. Tiene una ferretería, le está yendo bien. ¿Y tus amigas?

—A veces hablamos por teléfono.

Gerardo sujetó a Camila por la mano izquierda.

—Tienes más fuerza ahora. ¿Te duele?

—No mucho, pero no puedo agarrar nada sin que se me caiga.

—Deberías apretar pelotas.

—¿Discuuuulpa? —replicó ella con un falso tono escandalizado que hizo reír a Gerardo.

—De goma. Pelotas de goma. Para tonificar los músculos del antebrazo.

—¡Ah! ¡Gracias por la aclaración! Ya sólo me faltaba que fueras un pervertido...

Esta vez rieron juntos. Diablos, se sentía bien, pensó Gerardo.

—Me alegra que no te haya quedado una fobia a las piscinas —dijo Camila.

—No te creas. Tardé años en volver a meterme en una. Y nunca de cabeza, ni siquiera en piscinas bien profundas. ¿Y tú? ¿Volverás a conducir un auto?

—Ojalá pudiera decir que de hoy en adelante tendré un chofer, pero soy una madre soltera con dos trabajos. Ni modo. Y más vale que los del seguro me consigan un auto pasable, porque el mío quedó hecho trizas.

—¿Necesitas dinero? —preguntó Gerardo sin pensar, arrepintiéndose de inmediato al ver la cara que puso ella.

—Yo... me las arreglaré. Tengo amigos en la orquesta que me echarán una mano. Pero no quiero hablar de eso. Preferiría sentirme feliz porque pronto me mandarán a casa.

—Claro. Perdona, no era asunto mío. Entiendo que quieras sentirte feliz, a mí me pasó lo mismo cuando me dejaron salir del hospital. Los primeros días... estuve muerto de miedo. Creí que pasaría el resto de mi vida en una silla de ruedas.

—Me lo imagino.

Gerardo tomó aire, buscando las palabras adecuadas para lo que pretendía decir a continuación.

—Camila... quiero darte las gracias por lo que hiciste ese día.

Ella frunció el entrecejo.

—Ya me diste las gracias por eso. Y yo te dije que de nada.

—Lo sé. Pero he visto muchas cosas desde entonces, y por eso sé que me quedé muy corto con el agradecimiento. Cortísimo. Si no hubieras actuado como lo hiciste, podría haber muerto, y si no hubiera muerto, mi vida actual sería un calvario. Estaría... atrapado en mi propio cuerpo. Enfermando constantemente, sin poder hacer nada útil por otros. Mis padres habrían tenido que cuidarme por siempre. Ahora entiendo de lo que me salvé. De lo que me salvaste.

—Oh. Bueno, pues... de nada. Otra vez.

—Y nunca dije nada sobre el sermón, pero quisiera darte las gracias por eso también.

—¿Sermón? ¿Cuál sermón?

—El del patio. El día que hice ese dibujo horrible.

Camila resopló, sonriendo a medias.

—Bah, ¿quién se acuerda de esas cosas? Habrías madurado de todas maneras. Los chicos crecen. Yo misma era una pedante sabelotodo insufrible. Mis amigas me lo dijeron una vez.

—¿En serio?

—Pues claro. No sacaban muy buenas notas, pero tampoco eran tontas. En fin, de nada por el sermón, si realmente sirvió de algo.

—Créeme, sirvió. Aunque tardé un poco en asimilarlo. ¿Qué harás apenas vuelvas a casa?

Camila lo pensó un rato.

—Probablemente tendré que quitar mucho polvo de los muebles, para empezar. Luego trataré de que todos mis alumnos vuelvan a clase. Y lo más importante: pasaré tiempo con mi hija. Nos perdimos de algunas películas en el cine, será lindo alquilarlas y verlas juntas. Con palomitas de maíz y uvas de postre. O manzanas, si llega antes el otoño.

Habían completado la rutina de ejercicios durante la charla. El contacto físico era una parte integral de su trabajo y por lo tanto Gerardo no pensaba mucho en ello, pero de pronto estuvo muy consciente de que tenía ambas manos sobre Camila... y de que sentía ganas de abrazarla. Y no precisamente por compasión o amistad.

Camila nunca sería una belleza... pero no importaba. Gerardo la había acompañado en su peor momento y sólo había visto valentía, paciencia, amor hacia su hija, inteligencia e incluso un buen sentido del humor.

Quiso decirle todo eso, pero no era la ocasión apropiada. Se lo diría más adelante, porque había algo de lo que sí estaba muy seguro: esta vez no la dejaría ir.

 

11

 

Buf, definitivamente había acertado en cuanto a la limpieza de los muebles, pensó Camila apenas escudriñó su apartamento. Su vecina Mabel se había esforzado por mantener todo en orden y pagar las cuentas, pero la mujer tenía casi ochenta años y su cuerpo no estaba a la altura de su generosidad.

En fin, trataría de encarar el asunto como otra rutina de ejercicios. Sería desafiante, y quizás hasta divertido, quitar el polvo y mantener el equilibrio al mismo tiempo. Menos mal que su bastón parecía confiable.

Sonó el teléfono en la pared. Camila se tambaleó hacia él, adivinando de quién podía tratarse. Deseaba estar equivocada y que fuera cualquier otra persona, pero acertó.

—¿Diga?

—Hola. Soy Gloria Santos, del residencial.

—Sí. Acabo de volver a mi apartamento, pensaba llamar en unas horas. Es por lo de las cuotas atrasadas, ¿verdad?

—Lamento decir que sí. Ojalá pudiéramos funcionar con apoyo del Estado, pero es un residencial privado y no podemos prescindir de los pagos.

—Por supuesto. Antes que nada, me disculpo por la demora. Les enviaré el dinero en el correr de esta semana. ¿Cómo está mi madre?

—No ha empeorado considerablemente desde la última vez. Tratamos de que pase bien cada día. Ha estado tomando sus medicamentos, una enfermera la saca al jardín en los días lindos, a veces consigue charlar un rato con Bianca. La niña le hace mucho bien.

—Gracias. Iré a verla yo también lo antes posible. Me disculpo de nuevo por lo de las cuotas.

—No se preocupe. Sabemos lo mal que ha estado, por eso le hemos dado un margen.

—Gracias. —Camila apretó los párpados a fin de no llorar. La gente había sido más que comprensiva con su situación.

—De nada. Hasta luego, entonces.

—Hasta luego.

La directora del residencial cortó la llamada. Camila, a su vez, colgó el teléfono y suspiró. Su madre tenía demencia senil temprana; ya no reconocía a su propia hija, y aunque adoraba a Bianca, tampoco sabía que la niña era su nieta. Se lo habían explicado una y otra vez, pero lo olvidaba a los pocos minutos. Bianca no se lo tomaba a mal. Había visto una película donde la protagonista también olvidaba todo de la noche a la mañana, y por lo tanto comprendía la situación. Nunca se cansaba de tratar a su abuela como si fuera la primera vez que se veían, y le llevaba flores o dibujitos.

Lástima que la situación financiera no estuviera funcionando igual de bien a pesar de las complicaciones. Camila siempre había sido prudente con sus gastos, pero ya estaba arañando los últimos dólares en su caja de ahorros, todavía tenía que recuperar a sus alumnos, y la orquesta estaba de gira por el resto de Latinoamérica, tal que ahora mismo no podía contar con sus otros amigos. Una avalancha de inconvenientes, pensó la mujer. Si al menos la gira hubiera caído unos meses antes o después...

La limpieza tendría que esperar un poco más. Eran casi las cinco, de modo que Camila marchó a la cocina, sacó los platos y las tazas y dejó la mesa lista para cuando regresara Bianca del club. A las cinco y cuarto se oyó el ruido de la llave en la cerradura, y Marcelo entró al apartamento junto con la niña, quien rápidamente corrió hacia su madre y la abrazó por la cintura. Camila sonrió. Al menos le quedaba una alegría en medio de tantas dificultades.

—Tengo que irme, pero estaré libre mañana por la tarde en caso de que necesites algo —le dijo Marcelo a Camila. Ella asintió. El hombre se despidió entonces de su hija con un beso—. Pórtate bien.

—Sí, papi. Mándale un saludo a Romina —contestó la niña.

—Claro. Hasta mañana.

Fue una merienda agradable, casi como antes del accidente. La niña estuvo hablando de sus clases de gimnasia, de los juegos de pelota con sus amiguitas y del cardenal que habían visto en el patio. Camila agradeció que Bianca ya no estuviera preocupada por ella, aunque sí había notado que la seguía con la mirada cuando caminaba con el bastón, tal vez para correr a sostenerla en caso de que tropezara.

Sonó el timbre. Camila frunció el ceño, puesto que no esperaba a nadie más ese día.

—Iré a atender, mami. —La niña saltó de la silla y de ahí siguió brincando hasta la puerta principal.

—¡Mira primero con la cadena puesta!

Bianca así lo hizo, pero quitó la cadena casi de inmediato y abrió del todo la puerta. Camila había pensado que quizás fuera Mabel... pero quien estaba en el umbral era Gerardo.

—¡Holaaaa! —exclamó la niña, y abrazó al hombre como si fuera un amigo de toda la vida. Camila tomó su bastón y fue hacia la puerta.

—No hacía falta que te levantaras —fue lo primero que le dijo él.

—Bianca, ve a terminar la merienda. —La mujer contempló a su visitante. Estaba confundida, pero le hizo un gesto para que entrara—. ¿Cómo supiste dónde vivo?

—Bueno... estaba en los registros. Sé que debí llamar antes de venir, pero... quería hacerte saber que vivo no muy lejos de aquí, y que puedes contar conmigo para lo que haga falta.

—¿Cómo está el gatito? —preguntó Bianca desde la mesa.

—Creciendo. Le estoy enseñando a no asesinar mis muebles. Tiene demasiada energía, me canso sólo de verlo.

La niña se rió mientras masticaba otra de sus tostadas con manteca. Camila se dirigió al hombre en voz baja.

—Agradezco la oferta, pero sé que ya tienes bastante trabajo y no quiero molestar a nadie más.

Gerardo dio un paso hacia ella. Le llevaba casi una cabeza de estatura, pero su expresión serena hacía que no resultara amenazador. Por el contrario: parecía más bien un caballero al rescate de una dama en peligro.

—Creo que no lo dejé muy claro —empezó él—. Te di las gracias, pero todavía me siento en deuda contigo y quiero echarte una mano, si no te importa. Así estaremos parejos.

—Diría que estás exagerando un poco. Ni que te hubiera sacado a cuestas de un edificio en llamas, o hubiera recibido un balazo por ti.

Gerardo sonrió.

—¿Habrías hecho eso también? Y yo que creía que no te caía bien...

Camila soltó una risa, pero luego hizo rodar los ojos.

—Fue en secundaria. Hiciste una estupidez, te saqué del agua, luego me ayudaste con la rehabilitación. Diría que ya estamos a mano, aunque podría invitarte merendar para que no desperdicies la visita. ¿Una taza de té?

—Sí, de acuerdo. Gracias.

Gerardo y Camila se sentaron a la mesa, y el hombre le siguió contando a Bianca sobre su gatito, al que había bautizado Tornado Peludo. A Camila le pareció un nombre disparatado... hasta que escuchó la anécdota de cómo el gatito había destrozado un rollo de papel higiénico, dos cortinas y media alfombra en un lapso de quince minutos.

Terminaron la merienda. Bianca se fue a mirar las caricaturas de las siete. Gerardo se levantó como para marcharse, pero en lugar de eso le dijo a Camila:

—Bien, ahora dime qué puedo hacer por ti antes de volver a casa.

—¿Aún sigues con eso?

—Hasta que ya no me sienta en deuda.

Camila resopló.

—Oh, está bien —dijo al fin—. Mira: haré una lista de compras para el supermercado. Pensaba pedir todo esto por Internet, pero siempre es mejor elegir la fruta y las verduras uno mismo. ¿Podrás con eso?

—Sí, señora.

Camila terminó de escribir la lista y se la pasó a Gerardo junto con el dinero.

—No voy a darte propina —dijo ella.

—Entendido.

—Y que sea un lindo melón, ni muy verde ni muy maduro.

—No hay problema.

Gerardo estaba sonriendo. De pronto se veía igual que cuando tenía diecisiete años, y Camila sintió ganas de buscar un cuaderno para pegarle en la cabeza, como podría haber hecho en aquella época.

—Vete ya, payaso.

—Enseguida regreso.

Gerardo se fue, Camila cerró la puerta... y luego se escucharon golpes en la misma. La mujer abrió de nuevo.

—Por cierto, ¿dónde queda el supermercado? —preguntó Gerardo, poniendo adrede cara de despistado. Ella tuvo que aguantar una carcajada.

—¡No tienes vergüenza! Tres cuadras calle abajo, luego una a la derecha. No me haré responsable si te pierdes. Aunque sí iré a tu trabajo a reclamar mi dinero.

—Bueeeeno.

El hombre se marchó por segunda vez.

—Gerardo es gracioso. Me gusta —opinó Bianca desde el sofá con expresión inocente... o quizás no tan inocente, porque cuando su madre giró hacia ella, la niña volvió a concentrar de inmediato su atención en las caricaturas.

—Sí, muy gracioso. Pero un poco irritante también.

Camila se sentó junto a su hija. Algo había cambiado en la última hora, pero no conseguía determinar qué era exactamente. Lo descubrió al cabo de un rato: había sentido una opresión en el pecho tras la llamada del residencial, pero ya no estaba ahí. En cambio, ahora el hueco parecía lleno de... ¿esperanza?

Bianca fue a abrir la puerta cuando Gerardo volvió del supermercado. El hombre se dirigió a la cocina y le preguntó a Camila:

—¿Dónde quieres que ponga todo? Dímelo desde ahí, no te levantes.

—Gracias, pero ya has hecho bastante por hoy.

Camila se impulsó hacia delante con el bastón en la mano. Pensó que lograría ponerse de pie sin problemas, pero la pierna izquierda le falló en el último momento, haciendo que se inclinara peligrosamente hacia un lado. Empezó a caer... y entonces Gerardo cubrió en un segundo la distancia que los separaba, atajándola antes de que fuera demasiado tarde. Camila se quedó sin aliento un par de segundos. El hombre la sujetaba por ambos brazos, y estaba tan cerca que la mujer sintió su respiración en la frente. Se habían tocado mucho durante la fisioterapia, pero de pronto ya no era lo mismo. Lo que ella deseaba ahora... era recostar su cara en el pecho de Gerardo y quedarse allí un rato. Parecía un lugar cómodo, tibio y seguro.

En lugar de eso, dijo:

—Qué rápido. ¿Cómo es que puede ganarte un simple gatito?

—¿Porque tiene cuatro patas y un metabolismo acelerado?

—Mamá, ¿estás bien? —le preguntó Bianca.

—Sí, hijita, sólo pisé mal con la pierna estropeada. —Camila desplazó su peso al bastón, separándose, muy a su pesar, de Gerardo.

—Vuelve a sentarte y dime dónde guardar las cosas —insistió él.

—Está bien. Pero me quedaré parada, después de tanto trabajo para enderezarme.

—Testaruda.

—Eso ya me lo habías dicho, y no me ofende para nada.

Gerardo siguió las indicaciones de Camila. Una vez que terminó, dijo:

—¿Algo más que pueda hacer?

—Sí, irte a casa —respondió ella—. De verdad, no quiero abusar de tu amabilidad.

—Está bien, me iré. Pero volveré cada tanto. Y te dejaré mi número de teléfono. No dudes en llamar, ¿de acuerdo? Sobre todo en caso de que necesites mover algo pesado. El padre de tu niña es algo flacucho.

Bianca ahogó una risita con ambas manos. Camila habría puesto los brazos en jarras, pero el gesto le quedó a medias por culpa del bastón.

—Hasta la próxima —dijo el hombre, y se fue del apartamento.

Camila cerró los párpados y dejó escapar el aire. No fue un soplido de alivio, sino de resignación; Gerardo volvería, de eso estaba segura, pero no tardaría en perder el interés cuando ella estuviera mejor, y entonces todo acabaría.

Gerardo regresó dos días después. Siguió apareciendo con cierta frecuencia... y en ningún momento dio la impresión de que su interés estuviera menguando.

 

12

 

Era bueno estar de vuelta en casa. No era tan bueno tener la cabeza fija a los hombros con un montón de metal, pero al menos le habían dado una fecha aproximada para la extracción. Empezaría a tachar los días en el calendario.

Sonó el timbre, y Héctor se asomó poco después en la habitación de Gerardo.

—¿Puedo pasar? ¿No estás desnudo?

—¿Qué, no me ves desde ahí? Entra ya, imbécil.

—Te ves horrible.

—Tú también.

Gerardo y Héctor entrechocaron las manos. Los dos estaban sonriendo.

—Te traje los apuntes de clase y unos resúmenes —dijo Héctor—. Para que no te aburras en medio de tu desgracia.

—Oh, qué emoción. —Gerardo inspeccionó el montón de fotocopias—. Podrías haberme traído alguna revista con mujeres desnudas, también.

—Eso es cosa tuya.

—¿Estos resúmenes los escribiste tú? No parece tu letra.

—Claro que no es mi letra, ésa no la entiende nadie más que yo. Y a veces tampoco la entiendo yo. Son apuntes prestados. Y de alguien que saca buenas notas, además.

—¡Qué bien, gracias! Ahora supongo que tendré que ponerme a... ugh... estudiar.

Gerardo y Héctor hicieron la misma mueca de desagrado.

—Pobre de ti —dijo Héctor—. Ah, no, espérate, yo también tengo que estudiar. Tenemos una prueba de biología mañana.

—¿Quieres quedarte a sufrir conmigo?

—No, será mejor que estudie solo. Me distraen todos esos fierros que te salen de la cabeza. ¿Seguro que no se te doblará el cuello cuando te los saquen? ¿Como esas mujeres a las que les ponen aros hasta que parecen jirafas?

—Dicen que estaré como nuevo. Más vale.

—Bueno. Me alegro. Volveré mañana después de clases y traeré mis videojuegos, ¿te parece?

—Sí, está bien. Gracias.

Los dos chicos volvieron a entrechocar las manos. Héctor se marchó, Gerardo largó un suspiro de hastío y se puso a estudiar. Claro que no tenía nada mejor que hacer, de todas maneras.

Virginia pasó a visitarlo después del atardecer. Se sentó en el posabrazos del sillón y encontró la manera de besar a Gerardo a pesar de las varillas a ambos lados de su cara.

—¿Cómo estás, guapo?

—¿Guapo aparte de las varillas en mi cabeza, o es que las varillas han mejorado mi aspecto?

—Podría decorar tu... eh... «corona» con joyas hechas a mano.

—Ja ja.

—En serio, ¿estás bien?

—Sí, estoy bien. Me dejarán volver al instituto para las últimas semanas de clase. Pero tendré que ponerme al día con los apuntes o no entenderé nada. —Gerardo señaló el montón de fotocopias.

—Ay, pobrecito. Podría venir a estudiar contigo, si quieres, así no te aburrirás demasiado.

—Eso me gustaría.

—Por cierto, te traje un regalito de toda la clase. Toma.

Virginia le entregó un sobre grande. Gerardo lo abrió y sacó de él una fotografía de todos sus compañeros de curso, con un colorido marco de cartón que funcionaba como tarjeta. El interior de la misma estaba cubierto de firmas y deseos de recuperación.

—¿Te gusta? —preguntó la chica.

—¡Me encanta, gracias! ¿Fue tu idea?

—Mía y de tus amigos.

—Eres genial. Dame otro beso.

Ella complació el pedido y luego dijo:

—Pero no vas a besar a tus amigos, ¿o sí?

—No, sólo a ti.

Virginia sonrió. Gerardo volvió a besarla, esta vez en una mano, agradecido de que ella lo hubiera acompañado todo ese tiempo. Quizás habría sido distinto si él hubiera quedado tetrapléjico, pero por suerte nunca lo sabría.

Cerca de la medianoche, ya solo y fatigado por tantas horas de estudio, Gerardo abrió de nuevo la tarjeta para leer las notas de sus compañeros. Todas lo hicieron sonreír, pero él buscaba una en particular, y finalmente la encontró.

«Que te mejores, cabeza hueca», decía junto a la firma de Camila. La chica había dibujado una carita sonriente para dar a entender que el insulto era en broma.

Ella le había advertido del peligro allá en la piscina, y luego se había tirado al agua al verlo en problemas. Lo había sostenido durante largos minutos hasta que llegaron los paramédicos, y todo como si nada, como si simplemente fuera parte de su naturaleza hacer siempre lo correcto, incluso por personas que no habían sido buenas con ella.

Él aún no le había dado las gracias. Podría haberlo hecho por teléfono, o haberle pedido que viniera a su casa para hablarle en persona, pero... aún se sentía avergonzado por su propia estupidez. Ya la buscaría cuando volviera a clase.

Dejó la foto en su mesa de luz, apagó la lámpara y trató de dormir.

 

13

 

La fiesta de fin de año, y de despedida de la educación secundaria, le resultó bastante divertida, al menos al principio. Había buena comida, bebidas sin alcohol, música alegre y algunos adornos, todo en el salón de actos. Camila no era muy aficionada a las fiestas, pero estaba con sus amigas y en realidad se sentía feliz por haber acabado el instituto. Ahora podría dedicarse de lleno a la música, terminar los exámenes en el conservatorio y buscar un puesto en alguna parte.

Nadie la sacó a bailar, pero como tampoco lo había esperado, no fue una desilusión. Bailó sola o con sus amigas, y el resto del tiempo se dedicó a felicitar a sus demás compañeros por haberse convertido al fin en bachilleres. Bueno, técnicamente algunos de ellos lo conseguirían recién en febrero, durante la segunda ronda de exámenes, pero en ciertos casos había que ejercer cierta dosis de diplomacia.

En algún momento paró la música. Algunos alumnos habían ensayado parodias con imitaciones de los distintos profesores, y durante la media hora siguiente todos rieron a carcajadas... incluso las «víctimas» de las imitaciones.

La fiesta estuvo a punto de irse al carajo, al menos en lo que a Camila concernía, cuando llegó la hora de los premios. La chica con la que andaba Gerardo y otro muchacho subieron a una plataforma en el salón de actos; él llevaba una hoja de papel, ella una canasta.

—Estos últimos días hemos hecho encuestas en los cuatro grupos de sexto año —empezó el muchacho—. No pudimos hablar con todos los alumnos, pero más o menos había un consenso general, así que ¡tenemos los resultados! Para empezar, ¡aquí van los cuatro premios al Mejor Compañero de la Clase en cada grupo!

Camila aprovechó para tomar algo mientras se llevaba a cabo la entrega. No tardó en darse cuenta de que era más bien un concurso de popularidad, y por lo tanto no le sorprendió que la ignoraran olímpicamente en la categoría de La Más Inteligente de la Clase. Al menos le dieron el premio a la chica que estaba en segundo lugar después de ella, de modo que Camila aplaudió de todas maneras, pensando mientras tanto que el jugo de naranja y fresa estaba delicioso.

Cada premio era un regalo sorpresa envuelto en papel de colores, elegido según la categoría. Los mejores deportistas ganaron llaveros con pelotas de fútbol, los más inteligentes obtuvieron bolígrafos decorados, las chicas más lindas se llevaron broches para el pelo, a los chicos más lindos les dieron corbatas. La premiación habría resultado agradable hasta el final, pero entonces Virginia, alzando el último paquetito de la canasta, exclamó:

—Y por último, ¡el premio a La Más Fea del Sexto Año! ¿Se atreverá la ganadora a venir a buscarlo? Seguro ya sabe que estoy hablando de ella.

Hubo algunas risas aisladas, pero en el resto del salón cayó un silencio bastante incómodo. Virginia no había dicho el nombre... pero buena parte de las miradas giraron hacia Camila automáticamente. No fue por malicia, y la muchacha sabía que no les faltaba razón para asumir de quién hablaba Virginia, pero dolió de todas maneras. Si aquello hubiera sucedido en el primer año, quizás habría sentido ganas de llorar. No tenía mucha gracia que todo el mundo estuviera de acuerdo en considerarla fea.

Sin embargo, era el último año. Mucha agua había pasado bajo el puente en cuestiones de autoestima, por lo que Camila apenas reaccionó. El muchacho junto a Virginia se veía sorprendido; al parecer no estaba al tanto de la broma, y Camila le dio las gracias mentalmente cuando se apartó dos pasos de su compañera, manifestando su desaprobación. La muchacha seguía agitando el premio en el aire, desafiando a Camila a recibirlo. Fuera lo que fuese que hubiera dentro, sería sin duda desagradable.

Camila no supo qué hacer. Tenía dos opciones: quedarse donde estaba, sin darse por aludida, o seguir la corriente e ir a buscar el premio con actitud de buena perdedora. No eran malas alternativas, en realidad; cualquiera de ellas haría quedar a Virginia como una bruja antipática. La escasez de risas ya empezaba a calarle, de hecho. La expresión alegre de la muchacha se estaba convirtiendo en una de «esto no está saliendo como yo esperaba».

Antes de que Camila pudiera decidirse, alguien más subió a la plataforma: Gerardo, quien le sacó de las manos el premio a su novia y le dirigió una mirada fulminante. No habló muy fuerte, pero debido a la quietud en el salón de actos, sus palabras se oyeron con perfecta claridad.

—Ella salvó mi vida y tú le haces esto. De verdad, ¿en qué carajo estabas pensando?

Gerardo bajó de la plataforma. Se dirigió a uno de los tachos de basura, pero luego cambió de idea, regresó a la plataforma y le devolvió el paquetito a Virginia. Entonces dijo:

—Pensándolo bien, quédatelo. Te lo acabas de ganar. Felicidades.

Virginia se puso roja como un tomate. No huyó del recinto, ni siquiera bajó de la plataforma de inmediato, pero sí se las arregló para volver a mezclarse con los demás presentes, quienes trataron de fingir que nada de lo anterior había ocurrido. Camila también hizo esto último, y más o menos a la media hora, la fiesta había vuelto a la normalidad.

Poco antes de que todos empezaran a irse, Camila se cruzó con Gerardo. No lo había estado buscando, y al parecer él tampoco la había estado buscando a ella, pero la muchacha sintió la obligación de decirle:

—Gracias por lo que hiciste hace un rato. Espero que eso no haya arruinado las cosas entre tú y Virginia.

—No sé. Discutimos hace unos minutos en el patio, pero creo que entendió que lo que hizo estuvo mal. Eso sí: no esperes que se disculpe contigo.

—Jamás lo habría esperado.

Gerardo miró al piso. Podía hacerlo, ahora que le habían quitado el halo y las varillas.

—Es que le habría gustado ser ella, ¿sabes? Lo de la piscina. Virginia tampoco habría dudado en sacarme del agua. Pero ese día se quedó en la habitación del hotel porque estaba... eh... con esa cuestión mensual femenina.

—Ah, sí. «La cuestión mensual», menudo fastidio —replicó Camila. Le hizo gracia que Gerardo se ruborizara, pero luego él volvió a levantar la cabeza.

—Gracias por lo de la piscina. Quería decírtelo antes, pero...

—Está bien. De nada.

—Y gracias por los apuntes, también.

—¿Cuáles apuntes?

—Los que le pasaste a Héctor para que yo estudiara.

—Oh. Vaya, esperaba mantener eso en secreto. ¿Cómo te diste cuenta?

—Por la letra. Era la misma que en la tarjeta con la foto.

Camila se encogió de hombros.

—Fue Héctor quien vino a pedirme los apuntes, en realidad. Y se le ocurrió que tenía que pagarme para que te los pasara. Pero te los habría pasado de todas maneras.

—¿En serio?

—Sí, bueno... no habría estado bien que repitieras todo un año por un accidente estúpido. Y al final dejé que Héctor me pagara.

La muchacha sonrió como diciendo «no me siento nada culpable por haber aceptado el dinero». Gerardo le devolvió la sonrisa.

—Supongo que no volveremos a vernos después de hoy —dijo él.

—Es poco probable. Pero al menos me alegra ver que ya estás en el camino correcto. O sea, para convertirte en un adulto decente.

—¿Eso crees?

—Eso creo. En fin, cuídate. No vuelvas a tirarte de cabeza en piscinas poco profundas.

—No lo haré.

A Camila le pareció que Gerardo quería añadir algo, pero se mantuvo callado. La miraba en forma extraña, además.

—Adiós —dijo ella—. Que tengas una linda vida.

—Igualmente. Adiós —replicó él.

Camila fue a reunirse con sus amigas, y raramente volvió a pensar en Gerardo después de ese día.

 

14

 

Desde hacía ya un tiempo, le daba una pequeña punzada de temor cada vez que tocaba el timbre en el apartamento de Camila. No porque ella fuera a enojarse ni nada por el estilo... sino porque quizás fuera ése el día en que la mujer le diera las gracias por su ayuda y le dijera que ya no lo necesitaba. Estaba en su derecho, por supuesto... pero él no quería que eso pasara. O mejor dicho, no quería dejar de ser parte de su vida ahora que ella se había recuperado.

Tendría que decírselo de una vez, pensó. O hacérselo saber de alguna otra manera. Además, Camila necesitaba ahora un tipo diferente de ayuda; nunca hablaba de eso con él, pero Bianca lo había mencionado sin querer y Gerardo había pescado por accidente ciertas conversaciones. Camila andaba corta de dinero. Seguramente tenía amigos a quienes pedirle un préstamo, pero no tantos como para salir del hoyo a corto plazo. Era una situación que Gerardo había visto a menudo en su trabajo: un accidente grave, un montón de cuentas médicas, un seguro de paro insuficiente, y todo el presupuesto familiar se hacía trizas en pocas semanas.

El hombre trató de aclarar su mente al tiempo que presionaba el timbre. Necesitaba una buena idea, y cuanto antes, mejor.

Camila abrió la puerta. Él tomó su sonrisa como una buena señal, por más que la mujer pareciera un tanto agobiada.

—Hola —saludó Gerardo. Camila se hizo a un lado para dejarlo pasar.

—Hola. No avisaste que ibas a venir hoy.

—Cambié de horario con Álvaro. Él me lo pidió para tener un día libre mañana. ¿Cómo estás?

—Bien. Tirando.

—¿Segura?

—Aproveché que Bianca no está para dormir una siesta.

Camila no se veía como si acabara de dormir una siesta, o tal vez la siesta no había sido lo bastante profunda para atenuar las bolsas bajo sus párpados.

—Creo que te vendría bien una caminata —sugirió él—. ¿Qué tal si damos un paseo por el parque? El ejercicio le hará bien a tu pierna. Y si te cansas, te cargaré a la vuelta.

—Oh, qué galante. —Ella sonrió de nuevo, con más entusiasmo esta vez—. Pero no creo que haga falta. Seguramente podré volver cojeando. Como un pirata con una pata de palo o algo así.

—De acuerdo. Vamos.

Camila fue a cambiarse y a buscar su bastón, y unos minutos después estaban caminando por un sendero del parque, rodeados de árboles amarillentos y hojas apiladas por los barrenderos.

—¿Han vuelto tus alumnos? —preguntó Gerardo.

—La mayoría. Espero que algún otro regrese en abril o mayo, cuando acabe el frenesí de los primeros días de clase.

—¿Y tu trabajo en la orquesta?

—Sigo entrenando la mano izquierda, pero aún tengo los dedos torpes. He estado levantando pesas para fortalecer el brazo. Lo apretar pelotas también funciona. Me refiero a las pelotas de goma.

—Naturalmente —contestó Gerardo, y los dos sonrieron.

—¿Puedo preguntarte algo personal? —dijo ella al rato—. Es simple curiosidad.

—Adelante.

—¿Qué pasó al final con tu novia del sexto año?

—¿Virginia? Salimos unos meses más y luego nos dejamos. Había empezado a estudiar para ser bióloga.

—¿En serio? No tenía cara de bióloga. Más bien me la imaginaba como... no sé, modelo o secretaria.

—Aunque no lo creas, le gustaban los microscopios. Y los bichos. Tenía una tarántula de mascota. ¡Una tarántula! ¡Una araña gorda y toda llena de pelos!

Él puso cara de asco y Camila se rió. La risa hizo que se tambaleara un poco, de modo que Gerardo le permitió aferrarse a su brazo izquierdo. Siguieron caminando de esa manera.

—¿Fue por eso que terminaron la relación? ¿La tarántula? —preguntó ella, todavía sonriendo.

—No, simplemente... se acabó la chispa. Era un romance juvenil sin mucho fundamento. Crecimos. ¿Le guardaste rencor por lo de la fiesta de fin de año?

—¿Esa tontería del premio? No. Se quemó ella sola, además. Casi me dio pena. Qué bueno que haya seguido estudiando.

Gerardo asintió, pero ya no estaba pensando en Virginia sino en la mujer a su lado. Era la primera persona por la que había sentido admiración genuina. Y él consideraba que aún era digna de admiración.

Hablaron de cualquier otra cosa durante el resto de la caminata. Dieron la vuelta para llegar a tiempo y recibir a Bianca, quien pronto saldría del colegio. Una vez de regreso en el apartamento, Gerardo trató de buscar las palabras adecuadas para lo que quería expresar, pero Camila se le adelantó diciendo:

—¿Por qué sigues viniendo aquí? Trabajas muchas horas, seguro preferirías hacer algo más interesante con tu tiempo libre.

Ella se veía triste, como si pensara que Gerardo le tenía lástima. Él respondió:

—Lo mejor que puedo hacer con mi tiempo libre es dedicarlo a la gente que me cae bien. Personas que me importan.

La expresión de Camila se volvió incrédula, provocando que a Gerardo se le hiciera un nudo de culpabilidad en el estómago. Esa duda por parte de ella era una marca del pasado, de cuando los muchachos la despreciaban porque no cumplía con ciertos estándares de belleza. Él había sido uno de esos idiotas... pero ya no.

—¿Recuerdas... nuestra última conversación en la fiesta de fin de año? —preguntó Gerardo.

—Más o menos. ¿Qué tiene que ver con...?

—Hubo algo que quise hacer entonces. Fue como un impulso del momento, pero dejé pasar la oportunidad. Es posible que hubiera cambiado unas cuantas cosas. No hay forma de saberlo, claro, pero... al menos puedo hacerlo ahora.

Antes de que Camila pudiera preguntar de qué estaba hablando, Gerardo se inclinó sobre ella y la besó. Sorprendida, ella dejó caer el bastón, de modo que él tuvo que sostenerla por la cintura para que no se derrumbara.

Al cabo de un momento, Camila le echó los brazos al cuello y respondió al beso. El mundo pareció detenerse entonces, como si nada de lo que había ocurrido antes o fuera a ocurrir después tuviera alguna importancia. Ahora mismo sólo existían ellos dos, uno contra el otro, y aunque habían fallado en conectar la primera vez, el destino, o lo que fuera, acababa de enmendar el error.

Gerardo pensó que al fin tenía a su alcance lo que por años había estado buscando.

Camila separó sus labios de los de él, pero no para alejarse, sino para recostar la cabeza su hombro sin decir ni una palabra. Gerardo aún la sostenía por la cintura, y con la mano libre le acarició el cabello como solía hacer con su gatito. Claro que ella no era un gatito, pero él estaba dispuesto a cuidar de ambos por el resto de su vida. O mejor dicho, de los tres, contando a Bianca. Sonrió para sí. En pocos meses había pasado de estar soltero a conseguirse una familia entera, mascota incluida. O al menos eso pretendía.

El timbre sobresaltó a la pareja. Camila levantó la cabeza, mirando a Gerardo como si acabara de despertar de un sueño agradable.

—Soy yo —dijo Marcelo del otro lado de la puerta—. ¿Estás ahí?

—Sí, ya te abro —respondió ella.

Camila dejó entrar al hombre y a Bianca, quien de inmediato abrazó a su madre y luego a Gerardo. Marcelo debió de notar algo, porque contempló al otro hombre con el ceño fruncido.

—Me tengo que ir —anunció Gerardo, mirando a Camila—. Yo... te llamaré más tarde, ¿de acuerdo?

Ella asintió. Tenía las mejillas sonrosadas, y no por el paseo al aire libre.

—¿Vendrás el domingo? —le preguntó Bianca al hombre.

—Por supuesto. Y traeré a mi Tornado para que juegues con él.

—¡Bieeeeen!

—Hasta el domingo, entonces.

Una vez fuera del edificio, Gerardo se detuvo. Estaba un poco aturdido, pero supuso que la felicidad hacía eso con las personas. ¿Qué tenía que hacer ahora? Ah, sí, empezar a caminar hacia su propia casa. Que quedaba... por allá. Diablos, de verdad parecía drogado, pensó el hombre, riendo entre dientes.

Lo detuvo una voz que sonó detrás de él.

—¿Qué hay entre ustedes dos?

Gerardo dio media vuelta. Era Marcelo, quien aún tenía el ceño fruncido.

—¿De qué hablas? —preguntó Gerardo.

—Te he visto. Has venido unas cuantas veces. Espero que tú y Camila no estén haciendo nada inapropiado enfrente de mi hija.

—¿Qué? —Aquello le sentó a Gerardo como un balde de agua fría. ¿A qué se refería Marcelo con lo de «inapropiado». ¿Qué clase de persona creía que era él? El otro hombre dio unos pasos adelante.

—Sé que fuiste el fisioterapeuta de Camila. ¿No hay reglas en contra de las relaciones con los pacientes?

—Eso es para los psicólogos o psiquiatras. Y no, Camila y yo no hemos hecho nada inapropiado enfrente de Bianca. ¿Acaso tengo pinta de depravado? ¿Y qué te importa con quién salga Camila? Tú tienes novia, ¿o no?

Gerardo ya sentía ganas de darle un buen puñetazo a Marcelo. Sin embargo, él no resolvía las cosas con violencia, de modo que se limitó a cubrir el resto de la distancia que lo separaba del otro hombre, demostrándole que era bastante más alto y fornido. Marcelo retrocedió y dijo:

—Bianca siempre me cuenta todo. Cuidado con lo que haces.

—Sí, claro. No hablaré frente a ella de las drogas que me inyecto ni de mis prácticas sexuales aberrantes. ¿Feliz?

—Qué gracioso.

Marcelo se dio la vuelta y regresó al edificio. Gerardo aún no entendía qué carajo había pasado allí. ¿Una acusación de mala conducta seguida de algún tipo de amenaza? Camila nunca había insinuado siquiera que el padre de su hija fuera un mojigato celoso.

Oh, al diablo. No iba a dejar que ese hombre lo molestara, pues tenía la conciencia bien tranquila. Regresó a su casa, por lo tanto, se preparó algo de comer y cumplió la promesa de llamar a Camila. No le mencionó el incidente con Marcelo, tampoco hablaron del beso... pero aun así estuvieron pegados al teléfono por un buen rato.

 

15

 

Camila le puso a Bianca su abrigo y miró el reloj.

—Tu papá vendrá a buscarte en unos minutos. ¿Hay algo más que quieras poner en la mochila?

—No, ya tengo todo. Pero preferiría que papá viniera mañana y que Gerardo viniera hoy.

La mujer parpadeó.

—¿Y eso por qué?

—Gerardo me hace reír —contestó la niña, encogiéndose de hombros—. ¿A ti también te hace reír?

—Bastante. —Mucho, en realidad. Y sobre todo ahora que ella no estaba en el centro de rehabilitación, víctima de aquellos dolores espantosos. Curiosamente, Gerardo se las había arreglado para hacerla reír durante lo peor de la fisioterapia... mientras que el padre de Bianca jamás le había sonsacado más que pequeñas sonrisas. Eso explicaba en buena medida la brevedad de su relación con Marcelo, pensó Camila. Simplemente no había manera de soportar a largo plazo a un hombre tan aburrido.

En cuanto a Gerardo... Camila no estaba segura de adónde quería llegar él. De acuerdo, la había besado, pero ¿era verdad que ella le importaba, o se había dejado llevar por la compasión? Dios, ojalá no fuera esto último. Podría aceptarlo de cualquier otra persona, pero no de Gerardo. Eso le rompería el corazón... porque ella sí lo quería. Había empezado a quererlo en algún momento, tal vez antes de terminar la fisioterapia. Le encantaba verlo jugar con Bianca, adoraba su sentido del humor, su conversación, incluso la actitud de padre embobado que adoptaba con su gatito. En serio, ¿dónde había quedado aquel muchacho tonto que se burlaba de los demás con caricaturas horrendas? Bendita madurez.

—¿Sabes qué? —le dijo a Bianca—. Yo también preferiría que Gerardo viniera hoy.

La niña sonrió. Fue un lindo momento de complicidad, como si las dos entendieran que estaban de acuerdo en querer a Gerardo en sus vidas. Camila se preparó para contestar alguna pregunta incómoda, pero entonces sonó el timbre. Era Marcelo.

—Que te diviertas con tu papá y Romina —dijo Camila, besando a su hija en la frente y pasándole la mochila.

—Sí, mami.

La mujer abrió la puerta. Marcelo también besó a la niña y luego le indicó que fuera al auto, donde Romina la estaba esperando. Una vez que Bianca atravesó la puerta principal, el hombre miró a Camila de arriba abajo con cara de reprobación.

—¿Algún problema? —dijo ella.

—¿Tu relación con ese tipo es seria?

—¿«Tipo»? ¿Hablas de Gerardo?

—Pues claro. ¿O estás saliendo con otros hombres además de él?

Camila enarcó las cejas. Aquello la había tomado completamente desprevenida... pero luego la sorpresa dejó paso a algo muy similar al enfado.

—Oye, ¿con quién te crees que estás hablando? No me has visto con nadie desde que nació Bianca, ¿y ahora me preguntas si estoy saliendo con más de un hombre a la vez? ¿Te has vuelto loco o qué? Además, ¿a ti qué te importa mi vida social?

—Me da igual lo que tú hagas, pero tengo que saberlo por Bianca.

—Ya veo. Pero si mal no recuerdo, tú no me presentaste a Romina antes de empezar a salir con ella.

—Romina es una persona decente.

—Bien, pues Gerardo también es una persona decente. Súper decente. Eso debería zanjar la cuestión, ¿no crees?

—¿Te está pasando dinero?

—¿Qué? —Aquello ya era demasiado, pensó Camila. Estuvo a punto de cerrarle la puerta en la cara a Marcelo, pero se armó de paciencia y siguió escuchando.

—Bianca no es tonta. Dice que tus compañeros de la orquesta te han prestado dinero.

—Sí, eso es verdad. Es una situación temporal, hasta que vuelva al trabajo. Sabes que tengo muchos gastos. Podrías ayudarme tú también, ya que tanto te preocupa el bienestar de Bianca. A nuestra hija no le ha faltado la comida, por cierto. Y la verdad, ni siquiera entiendo a santo de qué viene todo este escrutinio. Tú ni siquiera querías que tuviera a Bianca en primer lugar.

Esta vez Marcelo sí tuvo la decencia de mostrarse avergonzado.

—Eso no es cierto —respondió él—. Lo mencioné como una posibilidad, nada más, porque ninguno de los dos había planeado el embarazo. Sabes que quiero a mi hija.

—Pues has confiado en mí estos siete años con la crianza. ¿En serio me creerías capaz de exponerla a una situación moralmente inadecuada?

—No, pero...

—Entonces vete ya. Y que se diviertan mucho los tres.

Camila se dio entonces el gusto de cerrar la puerta sin permitirle a Marcelo decir ni una palabra más. ¡Por el amor del cielo! ¡Que si estaba saliendo con varios hombres a la vez! La mujer resopló. Marcelo sabía muy bien cómo vivía ella, o sea, ¡casi como una maldita monja! Y pensar que lo tenía catalogado como un burócrata predecible y sin gracia... Era verdad, pues, eso de que nunca se llegaba a conocer a alguien a fondo.

Necesitaba un té, pensó Camila. Algo que le quitara las ganas de tirar un objeto contundente a la cabeza de cierta persona, porque tal barbaridad no representaría un buen ejemplo para su hijita.

Llenó la caldera, sacó una taza, y estaba por encender el fuego cuando volvió a sonar el timbre. Camila resopló. Si Marcelo había vuelto para decirle alguna otra estupidez...

Era Gerardo quien estaba al otro lado de la puerta, y su presencia borró de un plumazo toda la discusión que Camila había tenido minutos atrás con el padre de su hija. La mujer se quedó allí de pie, atolondrada, y hasta sintió el impulso de restregarse los ojos por si se trataba de una alucinación. Antes de que Camila empezara a levantar sus manos, él le dijo:

—Hola. Sé que dije que vendría mañana, pero vi que tenía dos horas libres y decidí pasar a... a saludar. ¿Y Bianca?

—Salió con su padre y la novia de él. Irán a un parque y luego a la casa de sus abuelos. Pasa. Iba a hacer un té, ¿quieres?

—Sí, gracias.

Fueron a la cocina, donde Camila sacó otra taza y por poco la dejó caer al suelo. Diablos, ¿qué le pasaba? Le temblaban las manos y su corazón latía demasiado rápido.

—¿Estás bien? —le preguntó Gerardo. Su tono de voz, siempre tan amable y considerado, no ayudó mucho a tranquilizar los nervios de Camila. Rayos, parecía como si hubiera vuelto a ser una adolescente. No, se corrigió; la comparación no servía porque nunca había sido una chica enamoradiza. Qué inoportuno, empezar con eso a su edad...

—Sí, estoy bien. Es que... hace un rato el padre de Bianca se las arregló para sacarme de quicio. Y mira que no es nada fácil.

—Puedo dar fe de que no. Oye... ¿fue por mí?

—¿Cómo lo supiste?

—Porque a mí me encaró ayer con un rollo parecido. ¿Qué le pasa? ¿Tiene un tornillo flojo o qué?

—Te juro que no tengo idea —replicó ella, sirviendo el té—. Siempre ha sido un buen padre para Bianca. Aunque ahora que lo pienso, creo que le molestan un poco las mujeres independientes. Su novia es agradable, pero tiene menos personalidad que un florero.

—¿Eso no es un peligro para Bianca?

—Diría que está a salvo. Tiene un carácter a prueba de influencias.

—O sea, es testaruda igual que tú.

Camila se rió.

—Algo así. Me alegra que no haya heredado mis otros defectos.

—¿Como cuáles? —preguntó él.

—Ya sabes, lo de pedante sabelotodo insufrible.

—¿No habías dejado eso atrás?

—Eso quiero pensar. ¿Crees que he tenido éxito?

Gerardo se levantó de la mesa. Camila aún no se había sentado, de modo que él la hizo retroceder hasta que la espalda de ella quedó contra el aparador. Después le quitó la caldera de las manos y la dejó a un lado. Estaban muy cerca ahora uno del otro, y Camila sintió que se quedaba sin aliento.

—Creo que te has convertido en una persona encantadora —dijo él—. ¿Dirías que yo sigo siendo el mismo idiota de hace más de una década?

—Claro que no. Eres... el mejor hombre que he conocido.

Gerardo puso cara de sorpresa, sonriendo.

—Uau, ¿de verdad? Eso es más de lo que esperaba oír. Valió la pena todo ese esfuerzo por mejorar, entonces.

Camila también sonrió... hasta que él le sostuvo la cara con ambas manos para besarla.

Era real, pensó ella mientras cerraba los ojos y respondía al beso. Gerardo sí la quería. Esa idea le produjo un alivio inmenso, alivio y felicidad, de modo que rodeó al hombre con ambos brazos para hacerle saber que ella también lo deseaba.

Gerardo empezó a desabotonarle la ropa sin dejar de besarla. Camila lo habría detenido para advertirle de las cicatrices, pero luego recordó que él ya las había visto, y que en ningún momento había demostrado que le causaran repulsión. Sin embargo, él se apartó unos segundos para decir:

—Te hice servir el té y ahora vamos a dejar que se enfríe. Qué desconsiderado de mi parte.

Camila soltó una risita.

—Al diablo el té. Si ya no te importa que siga siendo fea, lo demás me da igual.

La expresión de Gerardo se volvió seria. Apartó el cabello del rostro de Camila, la besó una vez más y contestó:

—Eres bella para mí.

Ahí estaba el argumento definitivo. Los labios de Gerardo volvieron a posarse en los de Camila, sus manos continuaron desabotonando las diferentes prendas de vestir, y poco a poco los dos se trasladaron de la cocina al dormitorio. Él la recostó muy despacio en la cama, como si temiera hacerle daño, y entonces Camila se dio cuenta de que en ese instante no sentía dolor en ninguna parte del cuerpo. Era la primera vez desde el accidente, incluso cuando estaba bajo los efectos de algún analgésico. El dolor parecía haberse ido volando a cualquier otro planeta. Qué maravilla.

Gerardo ya se había desnudado a medias. Camila pensó que era hermoso, perfecto como una escultura griega... y luego dejó ir ese pensamiento, porque a ella tampoco le importaba su apariencia. Lo habría querido aunque tuviera tantas cicatrices como ella, porque aún sería capaz de hacerla reír, y de cuidarla, y de ir por la vida ayudando a sanar a otras personas.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Sí.

—¿Segura?

Gerardo le tocó una mejilla: estaba húmeda de lágrimas. Camila sonrió.

—Estoy mejor que nunca. No te detengas.

El hombre asintió con la cabeza y siguió adelante. Fue como si se conocieran de toda la vida, lo cual tenía sentido porque ambos habían tenido que confiar en el otro, ella en el presente, él en el pasado. Era un vínculo aún más poderoso que una simple atracción física. Pero sí había atracción física, de todas maneras, y cuando terminaron de hacer el amor, Camila pensó que nunca lo había disfrutado tanto. Se recostó sobre el pecho de Gerardo y él le acarició la espalda, haciéndole sentir cosquillas por todo el cuerpo. Aquello era fabuloso.

—¿El té se puede recalentar en el microondas? —preguntó él. Camila se rió y le dio un golpe suave en el estómago.

—Más te vale no haber estado pensando en el té todo este rato.

—Nah, era broma. Por cierto, esto hará enojar todavía más al padre de Bianca. Deberíamos besarnos frente a él para ver si se pone morado. ¿Crees que dirá que estamos corrompiendo a la niña?

—Bianca los vio besarse a él y a su novia —respondió Camila.

—No sé, podría ser un caso de doble moral.

—Más vale que no, pero sí me gusta la idea de hacerlo rabiar.

Gerardo la besó en la frente.

—¿Ves? Por eso yo era tan latoso en secundaria. Molestar a otros es divertido.

—Oh, no tienes remedio...

Él levantó un poco a Camila para mirarla a la cara. Ya no estaba sonriendo.

—Ojalá nos hubiéramos reencontrado de otra manera, sin ese accidente de por medio. Te habría ahorrado un montón de sufrimiento.

Ella consideró la idea antes de responder:

—Cierto, pero... también es posible que no hubiera funcionado de otra manera, así que dejaré las cosas como están. Sobre todo este momento.

—¿No te duele nada?

—No.

—Bien. Entonces no me sentiré culpable por hacerte el amor de nuevo.

Ella tampoco se sintió culpable. Luego permanecieron en la cama hasta que Gerardo tuvo que volver al trabajo, y aunque él no le había pedido o prometido nada aún, Camila pensó que la relación iba bien encaminada.

Era como si toda su vida hubiera empezado a arreglarse... pero seis días más tarde le llegaron los papeles citándola al juzgado.

 

16

 

Gerardo se sobresaltó cuando, al llamar por teléfono a Camila, se dio cuenta de que la mujer estaba llorando.

—Eh, ¿qué ocurre? —preguntó él—. ¿Pasó algo malo?

—Acabo... acabo de discutir... con Marcelo. Él... él...

—¿Él qué? Tranquilízate. Respira hondo.

Camila tomó aire. Cuando volvió a hablar, su voz sonó un poquito más controlada.

—Marcelo quiere quitarme la custodia de Bianca.

—¿Qué? ¿Es en serio?

—Esta mañana me llegó una citación para la primera audiencia. ¡Es en media hora! ¿Cómo consiguió que fuera tan pronto? ¡Ni siquiera me deja tiempo para buscar un abogado! Y tendrá que ser uno de oficio, porque ahora no podría pagarle a ninguno. No sé qué voy a hacer.

Camila empezó a sollozar de nuevo.

—¿Y qué le dijiste a Marcelo?

—Le pregunté por qué está haciendo esto. Dice que él y Romina fijaron fecha para su boda, y que Bianca estará mejor con ellos. ¡Van a mudarse a otra ciudad, encima! Le dije... le dije que es un hijo de puta, por aprovechar la situación. Él sabe que estoy en un mal momento. Seguro que va a usarlo contra mí en la audiencia.

—Está bien. Está bien, cálmate. Esto tiene arreglo, te lo prometo. ¿A qué juzgado tienes que ir? —Camila le pasó la dirección—. Bien, ya la tengo. Nos vemos allá, ¿sí? Ese imbécil no va a sacarte a tu hija.

—¿Cómo... cómo puedes estar tan seguro de eso?

—Porque tengo mis razones. Mira, ahora estoy en el trabajo. Voy a salir de aquí lo antes posible. Quizás llegue un poco tarde, pero llegaré, ¿de acuerdo? Haz que la audiencia se alargue si es necesario.

—Aún no entiendo qué...

—Ya lo entenderás. Estaré contigo en un rato.

—Bien. ¿Hasta luego?

—Sí, hasta luego.

Gerardo interrumpió la comunicación. ¡Vaya lío!, pensó. Había llamado para invitar a Camila a cenar, y en menos de cinco minutos todo parecía haberse puesto de cabeza. El hombre corrió a buscar a uno de sus colegas que no estaba haciendo nada en ese momento.

—¡Martín! Martín, ¿puedes cubrirme con mi próximo paciente? Acaba de surgir una emergencia familiar.

—Oh, ¿le dio otro ataque de hipertensión a tu padre?

—No, es... mi futura familia. —Martín frunció el ceño—. Te lo explicaré luego. ¿Puedes cubrirme, por favor? Volveré apenas arregle el asunto.

—Sí, claro.

—Gracias.

Gerardo fue a su auto, condujo hasta su casa, recogió algo allí y luego marchó hacia el juzgado. Ya había pasado más de media hora desde la llamada de Camila, por lo que la audiencia debía haber comenzado ya. Ojalá no llegara demasiado tarde.

Le tomó unos minutos encontrar la sala en el juzgado, y una vez que lo hizo abrió la puerta tratando de no hacer ruido. Suspiró de alivio al ver allí a Camila, aunque al mismo tiempo no le gustó en absoluto su expresión desolada. Marcelo y Romina estaban en el lado opuesto de una gran mesa junto con un hombre que debía de ser su abogado. Este último estaba mencionando, con exasperante minuciosidad, todas las razones en contra de que Bianca permaneciera con su madre. Gerardo se sentó junto a Camila y la tomó de la mano. Ella le devolvió el apretón. El abogado ni se molestó en preguntar quién era el recién llegado, y cuanto más hablaba, más ganas tenía Gerardo de levantarse e interrumpir su discurso apretándole la corbata. El hombre se armó de paciencia, sin embargo, y aprovechó para dirigirle una mirada reprobatoria a Marcelo. Quizás fuera buen padre, pero como persona daba asco. Era obvio que se había esmerado para presentar la situación de Camila de la peor forma posible, y también que había sacado provecho de sus contactos profesionales, a fin de acortar los tiempos e impedirle a la madre de su hija que preparara una defensa.

El abogado terminó de hablar. El juez miró a Camila, pero antes de que pudiera decirle algo, Gerardo se levantó con una mano en alto.

—Eh, disculpe, señor juez.

—¿Es usted el abogado de la señora?

—No, pero hay algo que tengo que decir y que cambiará bastante todo este panorama. Sólo tomará dos minutos. ¿Puedo?

—Adelante.

Gerardo se volteó hacia Camila.

—¿Dónde está Bianca?

—La dejé con mi vecina. No quería que viera... esto.

—Puf, sí, te entiendo. Bien, mi intención era que estuviera presente, pero ya se lo diremos a la vuelta.

—¿Decirle qué? —La mujer se veía confundida.

—Bueno... —Gerardo miró en derredor, arrastró a Camila lejos de la mesa... y se puso de rodillas frente a ella. Luego sacó algo de su bolsillo: una cajita de color negro. Camila abrió los ojos como platos—. Quería pedírtelo esta noche en la cena, pero ese idiota de ahí trastocó mis planes. No importa. Siempre nos ha costado encontrar el momento adecuado para todo, ¿verdad?

—Gerardo...

Él abrió la cajita, exponiendo el anillo.

—Te amo. ¿Te casarías conmigo?

—¿Qué? ¿Es en serio? —preguntó ella, pero había empezado a sonreír.

—Con un anillo tan caro como éste, más vale que sea en serio.

La sonrisa de Camila se ensanchó, y los ojos le brillaron como el diamante en la cajita.

—¡Esto es una farsa, señor juez! —dijo Marcelo—. Se lo acaba de inventar, él no iba a pedirle...

—Oh, ¿por qué no te callas, cabeza de chorlito? —le espetó Gerardo—. Estás interrumpiendo una hermosa declaración de amor. —Volvió a dirigirse a Camila, quien ahora estaba riendo—. De verdad, te amo. Y amo a Bianca. Quiero que seas mi esposa, y ella mi hijita. ¿Qué dices?

—Digo... que es una idea estupenda. Y sí, yo también te amo. Y a tu gato psicótico.

Gerardo le puso el anillo en el dedo a Camila. Luego se levantó y la besó frente a los demás presentes, tomándose todo el tiempo que consideró necesario. El juez carraspeó, pero cuando Gerardo lo miró de reojo, vio que intentaba disimular una sonrisa. Marcelo, en cambio, soltó un bufido de exasperación al que nadie dio importancia, ni siquiera su novia.

Una vez terminado el beso, Gerardo le habló al juez.

—Creo que los argumentos del abogado ese acaban de quedar por el piso. ¿Podríamos posponer todo este asunto hasta después de la boda?

—¡Ustedes no pensaban casarse! —exclamó Marcelo—. ¡Esta proposición es de último minuto!

—Eh... pues no —replicó Gerardo—. Aún tengo el recibo del anillo. Lo compré el lunes, antes de que a Camila le llegara la citación.

—¿El lunes? —preguntó ella, con una expresión de embobada felicidad. Tenía una mano de Gerardo entre las suyas.

—Sí, el lunes. Lo decidí el viernes pasado.

El juez volvió a carraspear.

—Diría que sí, que esto cambia el panorama —declaró el hombre, dirigiéndose sobre todo a Marcelo—. No voy a quitarle una hija a su madre cuando está a punto de resolver sus problemas económicos, considerando, además, que la niña ha vivido con ella hasta ahora la mayor parte del tiempo. Deberían reconsiderar este asunto y llegar a un acuerdo entre ustedes, por el bien de la niña. ¿Les parece bien?

Marcelo habló en voz baja con su abogado, quien a su vez le susurró algo al tiempo que hacía un gesto negativo. Gerardo creyó adivinar las palabras del segundo hombre: Marcelo no podría quedarse con la niña; como máximo podría pedir una custodia compartida, y ningún juez se pondría de su lado. Sería mejor lo del arreglo fuera de la corte. Camila suspiró de alivio y recostó la cara en el hombro de quien era ahora su prometido. Gerardo la besó en la frente.

—Por mí está bien, señor juez —replicó Marcelo al fin, aunque de muy mala gana. Gerardo habría lanzado una exclamación de triunfo, pero dado que él y Camila tendrían que seguir lidiando con el fastidioso padre de Bianca, ambos se comportaron como buenos ganadores.

Una vez fuera del juzgado, Gerardo abrió la boca para decir que tenía que volver al trabajo, pero Camila se le adelantó:

—Me siento un poco en las nubes ahora, pero creo recordar que hablaste de una cena.

—Sí, una cena. En mi casa, nosotros tres. O los cuatro, si contamos a Tornado. ¿Paso a buscarlas a las siete?

—A las siete me parece perfecto. Oye, ¿qué tal si vuelves a pedirme matrimonio enfrente de Bianca, como habías planeado originalmente?

—Me gusta la idea.

Se besaron de nuevo en las escaleras del juzgado, y Gerardo pensó entonces que el universo había conspirado, un accidente tras otro, para llevarlos a él y a Camila a ese instante perfecto.

 

17

 

El salón de actos no había cambiado en dieciocho años, salvo por alguna reforma menor y las obras de mantenimiento. Las personas, en cambio, sí se veían muy diferentes, y también eran distintas por dentro, según sus experiencias de vida. Sin embargo, Camila no tardó en asociar las personalidades y los rostros nuevos con los del pasado, alegrándose al comprobar que la evolución había sido generalmente positiva.

No faltaron a la reunión sus amigas Cecilia y Pati, ni tampoco los amigos de Gerardo. Fue agradable verlos en persona, para variar, y se rieron como en los viejos tiempos, pero aún más divertido les resultó a Camila y Gerardo contar a todos los demás la historia de su reencuentro y posterior boda. Nadie lo creía al principio, como si les hablaran de una abducción por extraterrestres. Luego tuvieron que rendirse ante la evidencia de los anillos y la presencia de Bianca, quien llamaba «papá» a Gerardo con la mayor naturalidad del mundo.

—Deberíamos bailar —le sugirió él al rato a Camila—. Digo, para compensar que no lo hicimos en aquella fiesta de fin de año.

—Eso me encantaría —respondió ella.

Se dirigieron al centro del salón tras dejar a Bianca con las amigas de su madre. Una vez ahí, Gerardo envolvió a Camila en sus brazos y le sonrió, haciendo que se sintiera como si aquello fuera realmente la despedida del sexto año en lugar de una reunión de ex alumnos. Algo similar debió de pensar él, ya que preguntó:

—¿Crees que tú y yo habríamos podido ser novios en secundaria?

Camila bufó.

—Ni de chiste. Fuimos un desastre casi hasta el final. Claro que... así es la adolescencia.

—Cierto. Un asco. Qué bueno que ya somos adultos.

—Primeras arrugas y canas en lugar de acné. Mucho mejor.

Gerardo la besó.

—No cambiaría absolutamente nada de lo que tenemos ahora, querida. Eh, mira, Bianca nos está sacando fotos. Vamos a hacer algunas poses.

Bailaron y posaron, a veces a lo tonto para hacer reír a la niña. Camila se dio cuenta de que no tenía ni una sola foto de la otra fiesta, y dio las gracias por los teléfonos móviles con cámara. La tecnología también había mejorado en esos dieciocho años.

Alguien los interrumpió poco después: Virginia, quien había venido a la fiesta acompañada por su propio marido, un hombre alto con gafas y pinta de cerebrito. Se habían saludado hacía un rato, de muy buenas maneras.

—Hola de nuevo —dijo ella—. Camila, algunos de nosotros estábamos recordando el viaje a Brasil, y nos preguntábamos si podrías tocar aquella canción en el piano. Si es que todavía la recuerdas, y si no es mucha molestia.

—¿Piano? ¿Desde cuándo hay un piano aquí?

Virginia señaló a un rincón.

—Parece nuevo. Creo que es por las clases de música. ¿Tocarías para todos nosotros?

—Claro, lo que ustedes quieran. Enseguida voy.

—Gracias, eres un cielo.

Virginia sonrió antes de volver con sus amigos.

—Y sigue sin disculparse —le dijo Camila a su esposo, pero con tono humorístico.

—Algunas cosas no cambian. Al menos te dijo que eres un cielo.

—Tendré que conformarme con eso. —Camila le hizo un gesto a Bianca para que se acercara—. Me han pedido que toque el piano —le dijo a la niña—. ¿Quieres cantar?

—¡Síííí! Tú grábanos, papi. ¡Y no muevas la mano, que se pierde el foco!

Bianca le pasó el teléfono a Gerardo, quien puso cara como de no saber de qué foco estaba hablando su hija adoptiva. La niña conocía las funciones del teléfono mucho mejor que él.

—Eso, no nos desenfoques —repitió Camila, quien por lo menos se había molestado en leer el manual del aparato.

Camila se sentó al piano y alguien apagó la música grabada. La mujer abrió la tapa del instrumento y apoyó los dedos sobre las teclas, pero antes de empezar a tocar miró un instante en derredor. Nunca se había sentido como una perdedora cuando estaba en secundaria. Sin embargo, tampoco había encajado, en parte por su propia actitud y en parte por las bromas de los demás alumnos.

Todo eso había quedado atrás. Ahora estaba rodeada por viejos conocidos que le parecían agradables, y también tenía a Gerardo y a Bianca, dos personas maravillosas que le pertenecían por completo.

Ya no era la fea de la clase, pensó. Y, tomando en cuenta todas sus bendiciones, quizás hasta pudiera considerarse una de las personas más afortunadas dentro de aquel salón.

Sonriendo, le dijo a Bianca el nombre de la canción, y sus dedos ágiles volvieron a llenar de música el ambiente.

 

FIN