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EL MONSTRUO DE LA
OBRA
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1
Bum, bum, bum, bum. El ritmo de la música en los auriculares acompañaba perfectamente el golpeteo de sus pies contra el pavimento, los cuales hacían bastante ruido a pesar de las suelas de goma. Ni siquiera el pasto llegaba a amortiguar del todo sus cien kilos de puro músculo y huesos al trote. Las personas se hacían a un lado para dejarlo pasar, como si fuera un toro en lugar de un simple deportista entrenando. Conste que él ponía mucho cuidado en no tropezar con nadie, pero bueno, ya estaba acostumbrado a causar impresión. Era la historia de su vida.
En ese momento no pensaba en nada en particular, más allá de controlar su respiración para no quedarse sin aire. Había notado, sin embargo, que era una linda tarde de invierno y que el parque estaba lleno de gente: niños recién salidos del colegio, otros deportistas, ancianos con alimento para las palomas, dueños de perros paseando a sus mascotas. Mauricio captó risas, exclamaciones y ladridos por debajo de los auriculares. No les prestó atención. Sí respondió al saludo de algunos chicos, amiguitos suyos a los que acostumbraba enseñar jugadas de rugby o fútbol. Para ellos él era un gigante amable, y no les intimidaba su tamaño ni la cicatriz en su mejilla derecha.
Mauricio se desvió a un sendero de tierra en medio del pasto. Pensaba atravesar el parque y dirigirse hacia la playa, que quedaba a tres cuadras, para correr sus últimos kilómetros sobre la arena, aspirando el aire fresco del mar. Quizás encontrara allí a algunos compañeros de su equipo, ejercitándose también para el próximo partido.
Un grito de horror echó por tierra sus planes. Se giró a tiempo para ver a un enorme perro negro saltar sobre una muchacha que sostenía a un Yorkie en brazos; la chica giró sobre sí misma, envolviendo a la mascota con su propio cuerpo, y recibió el ataque en plena espalda, cayendo de frente sobre sus codos y rodillas. El perro gruñó, ella volvió a gritar. La bestia, al parecer, estaba determinada a cazar al Yorkie, aunque hubiera una humana de por medio. Una imagen instantánea acudió a la mente de Mauricio: leones matando cachorros de guepardo en la sabana.
Fue lo único que llegó a pensar. Después de eso aumentó la velocidad y se lanzó de costado sobre el perrazo como si fuera un jugador rival, apartándolo varios metros de la chica y su Yorkie. El animal se enfocó entonces en un nuevo objetivo: trató de morder a Mauricio en la cara, las manos o cualquier otro lugar de su anatomía, pero el joven lo aplastó contra el suelo, apretándole el cuello con su antebrazo. Era fuerte, el maldito bicho, casi tan fuerte como Mauricio, y eso que no debía pasar de los sesenta kilos. Por no hablar de sus numerosos dientes. Mauricio presionó su rodilla sobre la panza del animal, y como esto no fue suficiente para calmarlo, apeló a sus lecciones de boxeo y le dio un puñetazo en pleno hocico con la mano libre. Repitió la maniobra hasta que el perro dejó de lanzar dentelladas y empezó a gemir.
—¡¿Qué estás haciendo, imbécil?! —gritó alguien mientras tanto—. ¡Para ya con eso!
Sin aflojar su agarre, Mauricio levantó la cabeza. El tipo que venía hacia él con una correa en la mano tenía que ser el dueño del perro, y el muy idiota no había entendido aún la situación.
—¡Deme la correa! —le gritó Mauricio a su vez.
—¡Suelta a mi perro!
—¡Lo soltaré cuando se calme, cabeza de chorlito! ¡Deme la correa! ¡Ahora!
El propietario del animal finalmente se dignó a obedecer. Le tiró la correa a Mauricio, quien la atajó en el aire y la enganchó al collar de la bestia negra en menos de cinco segundos. A estas alturas el perro jadeaba, e hilos de saliva espumosa chorreaban al pasto desde un costado de su bocota.
—Yo soy el alfa —le gruñó Mauricio, mirándolo a los ojos y apretando su formidable cuello un poco más. El animal no entendía el español, por supuesto, pero sí el tono de voz y la mirada dominante. Se rindió. Recién entonces Mauricio se puso de pie y le pasó la correa al dueño—. Si se le escapa de nuevo, le pegaré a usted.
El hombre puso cara de ofendido, pero a Mauricio no le importó porque tenía algo más importante que hacer: asegurarse de que la muchacha estuviera ilesa, y si tal no era el caso, buscar ayuda médica.
Menos mal que era invierno, pensó el joven. Menos mal que hacía frío y la chica llevaba puesto un abrigo grueso, porque el perro se lo había desgarrado, y el suéter por debajo, hasta dejar a la vista la última capa de ropa. No había sangre. Aun así ella temblaba y sollozaba, hecha una bola sobre sí misma. Mauricio se inclinó sobre la muchacha y dijo:
—Tranquila. Tranquila, ya pasó todo. ¿Estás bien?
Poco a poco la chica se enderezó. El Yorkie estaba a salvo en sus brazos, aunque también parecía muerto de miedo, con el peludo rabo entre sus peludas patitas.
—¿Te duele algo? —insistió Mauricio.
La muchacha negó con la cabeza. Su cabello, que había estado recogido en un moño, ahora le caía a medias sobre la cara, pero no lo suficiente para ocultar sus lágrimas. Mauricio no la culpó por su ataque de pánico. Se le había echado encima un animal que podría haberla mandado al hospital con heridas graves. O que podría haber devorado a su Yorkie en dos bocados, como mínimo.
El dueño del perro negro trató de aprovechar la distracción para escapar. Mauricio lo vio de reojo, corrió hacia él y lo agarró por un brazo.
—¿Adónde cree que va?
—¡Eh, suéltame! —dijo el hombre.
—¿Soltarlo? ¿Después de lo que acaba de pasar? ¡Más bien debería denunciarlo a la policía!
—¡Yo grabé todo con mi móvil! —terció un adolescente picado de acné—. ¡Si se lo muestro a la policía se van a llevar al perro y lo van a poner a dormir! ¡Así ya no atacará a nadie más!
—¡Mi perro no la estaba atacando a ella! Es que... se pone como loco cuando ve a uno de esos perritos ridículos.
—Ah, ¿y es por eso que lo trajo al parque y lo dejó andar por ahí sin la maldita correa? —dijo Mauricio—. ¿En qué carajo estaba pensando, si es que estaba pensando algo?
—¡Está bien, lo siento, no volverá a pasar!
—¡Pues claro que no volverá a pasar! Le voy a decir a ese chico que me pase el vídeo, y si vuelvo a verlo a usted en este parque, con ese perro sin correa y sin bozal, los arrastraré a los dos hasta la jefatura, ¿me entiende? Y no crea que no puedo hacerlo.
No había manera de cuestionar tal amenaza. El dueño del perro debía de tener unos cuarenta años, pero era bajo y delgado. Y con cara de pocas luces, además. Mauricio no necesitó más que acercarse a él para demostrarle cuán minúsculo y débil quedaba en comparación. Si había conseguido dejar fuera de combate al perro, le bastaría con agarrar al hombre por algunos dedos de la mano o incluso por una oreja.
El dueño de la bestia negra se echó hacia atrás. Mauricio lo detuvo aferrándolo por la pechera de su abrigo.
—No tan rápido, señor. Falta algo más.
—¿Qué?
—Le debe algo a la chica por el susto. Al menos páguele la ropa.
«¡Que le pague! ¡Que le pague!», corearon algunos espectadores. El hombre se dio por vencido igual que su perro; sacó la billetera, extrajo algunos billetes y se los pasó a Mauricio de mala gana.
—Esto no es suficiente —declaró el joven.
—Es todo lo que traigo.
Mauricio resopló, empujó al hombre como si le diera asco y le hizo un gesto para indicarle que se fuera de una vez. Su orden no tardó en ser obedecida. El hombrecito se retiró, pues, seguido por una andanada de abucheos. Su perro llevaba la cola baja, igual que el Yorkie.
Terminados los abucheos, alguien le aplaudió a Mauricio, pero él se apresuró a demandar silencio antes de que otros se unieran a los aplausos. Sí le gustaban los aplausos, pero en la cancha de rugby y después de una victoria; aquello no era un partido sino un incidente grave, y la muchacha agredida no había parado de sollozar. Una anciana se había agachado junto a ella y le estaba acariciando la espalda a modo de consuelo. Mauricio dobló los billetes y extendió la mano hacia la chica. Ella negó con la cabeza. No había apartado el cabello de su rostro.
—No... no quiero nada... de ese hombre —balbuceó.
—Ya, te entiendo —replicó Mauricio—. Pero mira, ¿qué tal si lo donas a un refugio de animales? Hay una caja para donaciones en ese kiosco de allá. Así todo esto no habrá sido en vano.
Esta vez la chica asintió. Tomó el dinero con una mano insegura, lo guardó en su bolsillo y volvió a abrazar al Yorkie asustado como si fuera un bebé.
—Gracias —dijo ella.
—De nada. Y haz que alguien te mire la espalda. No vi manchas de sangre, pero podrías tener rasguños por debajo de la ropa. Al menos ponte una de esas cremas analgésicas. Funcionan muy bien.
La muchacha volvió a asentir, poniéndose de pie. Por un segundo miró a Mauricio a los ojos, y entonces él vio que los de ella eran verdes, como el agua en las playas tropicales. Tenía algunas pecas en la nariz y las mejillas.
—Será... mejor que me vaya —dijo la chica—. Gracias de nuevo.
—¿Quieres que te acompañe hasta tu casa? ¿O que llame a alguien para que venga a buscarte?
—No. Yo... iré al kiosco. Llamaré a mi madre... apenas me deshaga del dinero.
—Está bien. Que te mejores del susto.
—Gracias. —La muchacha besó al Yorkie en la cabeza. A diferencia de su dueña, el animalito sí se había tranquilizado, y lamió las manos que lo sostenían en un gesto reconfortante similar al de la anciana. Luego la chica se fue, aún temblando pero con paso más o menos firme.
—Sí que hay gente irresponsable —opinó entonces la anciana al tiempo que Mauricio la ayudaba a levantarse.
—Sin duda. ¡Eh, chico! ¿Me pasarías el vídeo, por si vuelve ese idiota?
—¡Claro! ¡Ahora mismo! —El adolescente se acercó a Mauricio y no tardó ni dos minutos en mandarle la grabación.
—Ya, la tengo. Gracias. Eres un buen muchacho.
—¡Les voy a mostrar el vídeo a mis amigos! ¡Eso que hiciste fue impresionante! ¿Quién te enseñó a pelear con perros enfurecidos?
—Con perros, nadie. Con personas, mis entrenadores. Y hablo de deportes, ¿eh? Que la violencia no es buena.
—Claro, claro. Pero ese tipo se merecía que lo intimidaran, vaya que sí.
—Esperemos que no regrese. Y que aprenda a controlar a su perro.
Mauricio se dirigió al sendero para retomar su ejercicio.
—¡Espera, se te cayó esto! —exclamó el adolescente, y fue a entregarle su reproductor de MP3 y los auriculares, aparentemente en buen estado.
—¡Eh, gracias! Ni siquiera me di cuenta de que los había perdido.
—¿Quién iba a pensar en eso, en medio de un combate con una bestia salvaje?
—¡Ja! Sí, tienes toda la razón. Sigue así de listo, muchacho.
El chico, que debía de tener unos catorce o quince años, le dirigió a su interlocutor una sonrisa radiante, como si Mauricio fuera su hermano mayor. Imitando a su entrenador de rugby, el joven le dio una palmada en la espalda y reanudó por fin el trote.
La muchacha del Yorkie había desaparecido. Mauricio volvió al parque muchas veces a lo largo de los tres meses siguientes, en parte por el entrenamiento, en parte para tener la oportunidad de saludar a la chica en mejores circunstancias, pero ella no regresó.
2
Era el último reparto del día. Lucas tocó el timbre mientras Mauricio cargaba sobre sus hombros una de las cajas, la cual contenía, irónicamente, las dos piezas más grandes de un aparato para levantar pesas. A Mauricio no le sorprendió que les abriera la puerta un hombre regordete de mediana edad.
—Ah, buenas tardes —dijo el dueño de casa—. ¿Podrían subir las cajas al piso de arriba, por favor?
—Claro, no hay problema —replicó Mauricio, pensando que, si el hombre quería adelgazar con el aparato, bien podría comenzar trasladándolo él mismo. No le pagaban por hacer esa clase de comentarios, sin embargo, de modo que puso cara de buen chico y obedeció. Lucas se encargó de las cajas más pequeñas.
Una vez arriba, el dueño de casa observó a Mauricio de arriba abajo y comentó:
—Tú sí que tienes músculos. ¿Te ejercitas con un aparato de éstos?
—A veces. —El joven se mantuvo serio, pero Lucas tuvo que disimular una risita.
—A ver si a mí me funciona. Me ha dicho mi mujer que estoy demasiado fofo.
—Ejercicio y proteínas, señor. Casi nunca falla. Que disfrute de su gimnasia.
—Gracias, muchacho.
El hombre entregó a Lucas el pago por el equipo y la propina de ambos. Casi siempre pasaba lo mismo: a Mauricio lo veían como a una bestia de carga, y por lo tanto asumían que su compañero, flaco y menudo, era el cerebro de la operación. No obstante, Lucas tenía un nivel promedio de inteligencia, igual que él, y llevaban el negocio a partes iguales.
De regreso en la camioneta, y mientras se ponían sus respectivos cinturones de seguridad, Lucas soltó por fin una carcajada.
—Oye, ¿cuánto le apuestas esta vez?
—Dos semanas —contestó Mauricio—. Tres, si la esposa tiene carácter. Lo bueno es que estos tipos nos hacen ahorrar a nosotros las cuotas del gimnasio y el costo de las pesas.
—Pues no sé, mis músculos se resisten a crecer. Cuando el hombre devuelva el equipo, seré yo quien baje las piezas grandes, ¿te parece?
—Por mí está bien, ya tengo bastante con el entrenamiento y los partidos.
Mauricio hizo arrancar la camioneta y volvieron a la tienda de deportes a dejar las ganancias de ese día, charlando por el camino de cualquier estupidez que les vino a la mente. Ambos jóvenes eran amigos de toda la vida, por haberse criado en casas contiguas; a falta de interés por continuar los estudios, habían comprado la camioneta entre los dos y trabajaban para un amigo del padre de Mauricio.
Entregaron el dinero, subieron de nuevo a la camioneta y entonces Lucas preguntó, mirando su reloj:
—Oye... ¿podrías dejarme en cierto lugar? No queda muy lejos, y así me ahorraría el gasto del autobús.
—¿«En cierto lugar»? ¿Qué, tienes una cita?
—No.
—¿Vas a ir a ver una peli porno?
—Eh... es un poco temprano para eso.
—¿Qué me estás ocultando?
—¡Nada! Bueno... te lo contaré si prometes no reírte.
—Dime.
—He estado tomando clases de actuación desde marzo.
Mauricio no se rió, pero como justo estaban frente a un semáforo en rojo, aprovechó para dirigirle a su amigo una mirada de asombro.
—No me pongas esa cara —dijo Lucas, poniéndose colorado—. Es en serio.
—Está bien, te creo, pero ¿actuación? ¿De dónde salió eso?
Lucas se encogió de hombros.
—No sé, me pareció que podría ser divertido. Mi vida es bastante monótona.
—Ya veo. Pero no te avergüences, entonces. Los actores tienen que aprender a no mostrar vergüenza, ¿cierto?
—Cierto. Todavía es uno de mis puntos débiles. Como sea, estamos ensayando una obra. Cuando termine el curso actuaremos frente a un público de verdad, ¡y cobraremos la entrada!
—Suena bien. ¿Podría colarme hoy y ver la clase?
—Mmm, no estoy seguro. Le pediré permiso a Arturo, nuestro profesor. Es un actor bastante conocido.
—Ajá. Pues... dime ahora adónde tenemos que ir.
Se dirigieron a un edificio antiguo, algo descuidado en el exterior pero no tanto en el interior. El piso tenía baldosas decoradas, había mosaicos en las paredes y el techo era más alto que en las construcciones modernas. Un cartel en el vestíbulo indicaba que allí se impartían clases de teatro, danza contemporánea para jóvenes y adultos, ballet para niñas, escritura y artes plásticas, y al parecer cada especialidad ocupaba todo un piso. Mauricio y Lucas subieron por las escaleras hasta el segundo. Llegaron entonces a una puerta doble, abierta de par en par, detrás de la cual había un salón con varias sillas y una plataforma bordeada de cortinas a modo de telón. Algunos alumnos miraron a los recién llegados, otros continuaron leyendo sus respectivos guiones. Mauricio se detuvo en el umbral y esperó a que su amigo fuera a hablar con el profesor. Éste era un hombre espigado de sesenta y cinco o setenta años, con cabello gris, barba un tono más oscura, nariz aguileña y un lenguaje corporal bastante expresivo. No pareció enfadarse, pero sí frunció el entrecejo. Por último hizo un gesto de «vete ya, se acabó la charla», y Lucas regresó junto a Mauricio.
—Arturo dice que puedes quedarte, pero sólo por hoy y en un rincón, sin hacer ruido. Le largué como excusa que luego tenemos que ir juntos en la camioneta a otra parte, y que preferías esperar aquí, si no es mucha molestia. Apégate a esa versión, ¿eh?
—Claro. Entendido.
—Siéntate por allá. Y de paso, ya me dirás si mi actuación te parece convincente.
—Como quieras.
Mauricio ocupó una de las sillas que Lucas había señalado, con la espalda derecha y las manos en el regazo. Los alumnos volvieron a contemplarlo, incluso los que no lo habían hecho antes. El joven no pudo decidir si era porque no lo conocían o porque, igual que al resto del mundo, les impresionaba su volumen corporal y la cicatriz en su cara. Tiempo atrás había querido hacerse un tatuaje o dos, pero descartó la idea para no acentuar su aspecto de matón; por esa misma razón era que tampoco se cortaba el cabello demasiado al ras.
Sin duda se veía muy fuera de lugar entre tantos aspirantes a actores. Lucas, por otro lado, parecía cómodo, un poco en la onda de Steve Buscemi pero con mejor dentadura. Mauricio pensó que actuaba bastante bien, una vez que empezó la clase y cada alumno representó alguna escena.
Fue entonces que la vio. Era ella, la muchacha que se había interpuesto entre el perrazo negro y su Yorkie. Mauricio la reconoció por la voz, el cabello castaño y las pecas.
Él no se había dado cuenta, allá en el parque, de que la chica era tan bonita. No pasaba del metro sesenta, pero tenía un cuerpo armonioso y una sonrisa espectacular. Se movía con gracia, además, como los cisnes o las gacelas, e irradiaba una seguridad que, por razones obvias, no había podido demostrar en su primer encuentro con Mauricio. Ella subió a la plataforma con otro joven, y juntos interpretaron un diálogo romántico.
La muchacha no tardó en eclipsar a su compañero. Las inflexiones de su voz, los gestos con ambos brazos, las miradas, todo le salió a la perfección. En verdad parecía enamorada del joven a su lado, y al mismo tiempo su aspecto cautivador hizo que al otro alumno le resultara más fácil dar emoción a sus propias líneas. Apenas terminaron, la clase entera quedó en silencio hasta que el profesor dijo:
—Muy bien, así es como se hace. Veo que alguien sí ha estado prestando atención a lo que digo. Jorge: todavía tienes que controlar ese parpadeo. Karina: vas a estar maravillosa la noche del estreno.
La muchacha asintió, pero en lugar de sonreír aflojó los hombros, como si le hubieran quitado un gran peso de encima.
Arturo señaló a cuatro alumnos.
—Ahora ustedes. Ya no nos queda mucho tiempo para asignar el papel del monstruo, más vale que podamos hacerlo hoy. Tú primero. Penúltima escena del tercer acto.
Jorge descendió de la plataforma, Karina permaneció en ella. El alumno señalado se puso entonces una máscara horrenda y una capa; ya en la plataforma, fingió ser un monstruo que atacaba a la chica con intenciones de apuñalarla, para luego detenerse en el último momento, al ser reconocido por su amada. Le salió bastante bien... pero Arturo no pareció del todo convencido, y señaló al segundo de los cuatro alumnos.
—Te toca, Fernando.
Aunque esta segunda interpretación también resultó pasable, el profesor volvió a torcer los labios en una mueca. Los otros dos alumnos tampoco lograron sacarle un gesto de aprobación. El último de ellos se atrevió a preguntar:
—¿Qué estamos haciendo mal?
Arturo suspiró.
—Nada, en realidad, pero recuerden que representaremos esta obra en un teatro, con público de verdad. El escenario será mucho más grande; habrá decorados, niebla, efectos de sonido. Necesitamos un monstruo que resulte intimidante a pesar de todo eso. Tal vez debamos mejorar el disfraz para hacer al monstruo más alto y voluminoso. Hablaré con el vestuarista y le preguntaré si...
El hombre dejó la oración sin terminar. Su mirada, que había estado recorriendo el salón, se detuvo en Mauricio.
—¡Oye, tú, ponte de pie! —le ordenó.
Mauricio enarcó las cejas pero hizo lo que se le pedía. El profesor lo examinó de arriba abajo, con la cabeza inclinada a un lado y acariciando su barba.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó al joven.
—Mauricio.
—¿Cuánto mides, Mauricio?
—Un metro noventa y cuatro.
—¿Alguna vez has tomado clases de actuación?
—No, señor. —El joven se sintió como si estuviera hablando con su entrenador de rugby.
—Bueno, quizás debamos intentarlo después de todo. Dime, ¿te gustaría actuar en una obra de teatro? Cinco funciones, unas pocas escenas.
Se escucharon unos cuantos murmullos en el salón, algunos de incredulidad, otros de protesta. Mauricio frunció el entrecejo.
—¿Qué me está proponiendo exactamente?
—Necesitamos un buen monstruo para la obra, y tú encajas físicamente en el papel. Así de simple. Serías como... no sé, un efecto especial en una película. Te maquillaremos y sólo tendrás que verte amenazador. Es un papel bastante fácil.
—¿No sería menos complicado ponerles botas con plataforma y hombreras a cualquiera de ellos? —intervino Karina, señalando a los cuatro aspirantes. Apenas si posó sus ojos verdes en Mauricio, y entonces él se dio cuenta de algo: la muchacha no lo había reconocido. Vaya. Mauricio no había esperado que ella lo identificara al instante y corriera a abrazarlo, llamándolo «mi héroe» o algo así, pero estaba consciente de que tenía rasgos bastante particulares. La chica debía haber estado muy asustada el día del ataque como para no registrarlo en absoluto.
—Era lo que estaba pensando hace medio minuto —respondió Arturo—. Pero cuanto más miro a este muchacho, más acertado me parece que le demos el papel. Si él quiere, por supuesto. ¿Qué dices, muchacho? Te compensaré por el tiempo y los gastos.
Detrás del profesor, Lucas le estaba haciendo a su amigo un gesto afirmativo muy entusiasta. A los demás alumnos no parecía agradarles la idea, y Karina había puesto los brazos en jarras. Mauricio, sin embargo, pensó que aquello podría ser divertido. ¿Que lo vistieran de monstruo? ¿Aparecer disfrazado en un teatro, frente a muchos espectadores? ¿Aprender algo de actuación junto a Lucas? Total, acababa de terminar el campeonato local de rugby y él estaba de vacaciones en cuestiones deportivas.
—Oh, bueno, de acuerdo —dijo al fin—. Pero no necesito que me compensen por nada. Sería injusto para quienes pagan por las clases, además.
—¡Bien! ¡Excelente! —exclamó Arturo, y se giró hacia Lucas—. Pásale una copia de la obra cuando se vayan de aquí. Y tú, grandote, léela entera antes de la próxima clase. De hecho, podrías empezar ahora mismo, mientras los demás seguimos trabajando.
—Claro. No hay problema, señor.
—Y llámame Arturo. Son clases de actuación, no una academia militar.
—Ah. Sí, perdón. Arturo.
Sonriendo a medias, Lucas le entregó su libreto y Mauricio volvió a su silla. Amor maldito, se llamaba la obra. Aquello tenía buena pinta, pensó el joven, y empezó a leer.
El resto de la clase se le pasó volando con la lectura, aunque de vez en cuando levantó la cabeza para observar a Karina. Su nivel de actuación no decayó, pero entre escena y escena le dio la impresión a Mauricio de que ahora estaba molesta. Quizás temiera que él arruinara todo, o le fastidiara que hubiera conseguido un papel sin tener que pagar las clases, o... bah, al diablo. No era ella quien mandaba ahí.
Al terminar la clase, Lucas y Mauricio salieron juntos del edificio. El primero de ellos le dio entonces un codazo a su amigo, sonriendo de oreja a oreja.
—¡Esto va a ser genial! ¿Ya leíste la obra? ¡Hay una escena en la que tendrás que matarme!
—¡Oye, no me arruines la historia, que apenas llegué a la mitad!
—Ah, ups, perdón.
—¿En serio tendré que matarte?
—¡Y en forma muy sangrienta, además!
—¡Uh, qué bárbaro! Tendremos que pedirle a alguien que saque fotos de eso.
Los dos amigos sonrieron mientras subían a la camioneta. Sí, aquello sería definitivamente divertido, pensó Mauricio... albergando también la esperanza de que Karina lo recordara en algún momento, o como mínimo de que él tuviera la oportunidad de conocerla mejor.
3
Leyó la obra no sólo una sino tres veces antes de la siguiente clase. Nunca había sido un alumno muy aplicado en la secundaria, y tampoco solía leer libros por su cuenta, pero aquella historia tenía un montón de elementos entretenidos: una chica guapa, un villano celoso y cruel, una maldición, varios asesinatos y un final emocionante y trágico. Si hubiera sido una película, él la habría disfrutado de principio a fin. Ya tenía ganas de representar la obra en el teatro, de hecho; era verdad que no aparecía en muchas escenas, pero sí en las más intensas y macabras. Y mejor aún: tres de ellas eran con Karina, quien tenía el papel de Elena, la protagonista femenina.
Ya no sabía qué pensar de la muchacha, sin embargo. Ella no le había dirigido la palabra ni una sola vez, y al cabo de un rato Mauricio notó que tampoco se llevaba demasiado bien con los otros alumnos. Parecía reservar todas sus emociones para la actuación. En el escenario lloraba y reía con la mayor naturalidad del mundo, pero luego bajaba de ahí y trataba a los demás con cierta frialdad, mostrándose a veces algo nerviosa e incluso controladora. Llevaba una mochila con varios libros de texto, y en uno de sus momentos libres se puso a leer como si no quisiera desperdiciar ni un minuto. El profesor tuvo que repetir su nombre en voz muy alta para llamar su atención.
—Perdón —dijo Karina, devolviendo el libro a la mochila—. Es que tengo un examen en dos días.
—Entiendo, pero no dejes eso que interfiera con los ensayos. Jorge, ¿ya memorizaste la escena en el jardín?
—Hasta la última palabra —respondió el aludido.
—Bien. Karina, sube con él.
Ambos jóvenes obedecieron; ella se colocó en el centro de la plataforma, Jorge permaneció tras una de las cortinas. Según el libreto, Milton, el prometido de Elena, acababa de dejar el escenario y ella estaba sola en el jardín, su mente llena de dudas en cuanto al compromiso porque acababa de conocer a alguien más, un músico ambulante que la había cautivado con una canción de amor.
Arturo hizo sonar una melodía en su teléfono. Karina, interpretando ya a su personaje, se mostró sorprendida, y luego su mirada reflejó una mezcla de duda, culpabilidad y deleite. Cerró los ojos.
—Si de mi mente dependiera, exigiría que te fueras de inmediato —dijo ella—. Pero ahora mismo es mi corazón el que manda, y por eso te pido que salgas de tu escondite.
Jorge entró al escenario cargando un laúd de utilería. Sus manos se movían sobre las cuerdas falsas acompañando la música que salía del teléfono, y contemplaba a Karina como si estuviera perdidamente enamorado de ella. Claro que no resultaba muy difícil mirarla de tal forma, considerando lo bella que era.
—Si hubiese dependido de mi propia mente, yo tampoco estaría aquí —respondió él. Arturo paró la música y Jorge depositó el laúd en el suelo—. Pero decidí escuchar también a mi corazón, y es por eso que he venido. ¿Eres acaso una hechicera? Desde el primer momento en que te vi en aquella plaza, no he podido dejar de pensar en ti ni un solo instante. Te veo en mis sueños, te veo cuando estoy despierto; estás en la luz que baña los campos al mediodía y en la brisa que sopla durante la noche, cuando todo es oscuridad y silencio.
Ella sonrió, halagada pero insegura.
—¿Dices la verdad, trovador? ¿O es que sueles cantar canciones de amor a cualquier doncella que consideres de tu agrado, para luego tratar de conquistarla con palabras bonitas?
—No. Nunca antes había cantado una canción de amor a una perfecta desconocida, por más bella que fuese. Créeme, algo se apoderó de mí en ese instante, como si toda mi vida hubiera sido un desierto y de pronto hubiese fluido un río sobre mí, portando una carga de semillas para germinar en las grietas. Esa misma soledad vi en tus ojos... pero también un miedo profundo. ¿Qué es eso tan horrible que se cierne sobre tu alma como una sombra?
—Estoy comprometida con un hombre al que no amo. Es apuesto, adinerado y de buena familia, pero algo en él me produce desconfianza, como un felino que ronronea antes de matar. Una sombra, dijiste; sí, eso es lo que siento ahora: que poco a poco me rodean unas tinieblas de las que jamás podré salir. Yo estaba dispuesta a cumplir mi deber como hija, y a casarme con el hombre elegido por mi padre, pero ahora desearía que me hubiera presentado a cualquier otro, aunque fuera horrendo y pobre.
—¿Pobre? ¿Como un trovador, quizás? No me considero horrendo, sin embargo.
El personaje de Karina se rió como si no lo hubiera hecho en años.
—No pierdes el tiempo, trovador. Me viste infeliz, cantaste para mí, te he contado mis penas, ¿y ya asumes que huiré contigo? Tu canción produjo en mí un efecto inesperado... pero no he perdido del todo la cabeza. Ni siquiera sé tu nombre.
El trovador hizo una reverencia.
—Me llamo Leandro, hermosa dama. ¿Puedo ahora saber tu nombre?
—Elena.
—Y dime, Elena, ¿hay algo que pueda hacer para disipar esa sombra que atenaza tu espíritu?
Jorge dio un paso hacia Karina y extendió una mano. La muchacha correspondió al gesto. Ambos jóvenes parecían ensimismados en su mutua contemplación, y Mauricio no sólo se olvidó de que estaban en una simple clase, sino que olvidó al mundo entero en general. Aquello parecía de verdad.
—Canta para mí —dijo Karina—. Canta para mí, Leandro, como lo hiciste allá en la plaza; pero no una canción de amor, sino la historia de un ave enjaulada que consigue escapar de su encierro y volar libre hacia los bosques.
Jorge sonrió al tiempo que cogía el laúd, y Arturo volvió a poner música en su teléfono. El joven interpretó entonces la canción que figuraba en el libreto, con una voz sorprendentemente afinada y agradable.
—Había una vez una paloma, una paloma blanca en una jaula de oro...
Era una canción bastante larga, y una vez que terminó, Karina dijo:
—Te pagaré una moneda de oro si vienes a cantar para mí todas las tardes. Te entregaré hasta la última cosa de valor que poseo si con tu canto logras espantar a la sombra que oscurece mis días.
—La felicidad de una doncella no tiene precio —respondió él—. Vendré todas las tardes y cantaré para ti, si tal es tu deseo, pero no me pagues con oro sino con sonrisas. Las sonrisas valdrán más para mí que las riquezas materiales.
—Que así sea, entonces. Aquí te veré.
Jorge volvió a tomar la mano de Karina, pero esta vez la llevó a sus labios. Ella pareció temblar de emoción. Luego él hizo una reverencia y se marchó.
—¡Bien! —dijo Arturo—. Por fin has dado en la tecla con esta escena, Jorge.
—Gracias —replicó el aludido, volviendo al escenario. Después de eso se acercó bastante a Karina y le dijo—: Me encanta ensayar esta parte, así puedo besarte la mano al final.
La muchacha no respondió al flirteo, sino que se limitó a mirar a su compañero con una expresión de indiferencia. Jorge dio un paso hacia ella... y Karina se apartó a fin de mantener la distancia entre ambos, como una especie de criatura salvaje.
—No te hagas la diva —dijo él en voz más baja, aunque Mauricio lo escuchó de todas maneras. Jorge continuaba sonriendo, pero ahora se veía un tanto ofendido.
Arturo se dirigió entonces a Mauricio.
—¿Ya has leído la obra?
El joven asintió.
—Perfecto. Estuviste aquí cuando ensayamos la penúltima escena, ¿crees que podrías actuarla ahora, a ver qué tal te sale?
—No hay problema. —Mauricio se puso de pie. Su actitud era de confianza... pero en realidad eso era lo último que sentía, después de haber visto a Karina y Jorge deslumbrar a todo el mundo con su impecable interpretación.
—Ponte la capa y la máscara. Y encórvate un poco, no para parecer más bajo, sino más amenazador. Como un oso.
—Un oso. Entendido.
Mauricio subió a la plataforma. Pensó que Karina lo miraría con expresión impaciente o enfadada, pero ella más bien clavó la vista en el suelo, esperando a que Arturo le diera a él las últimas explicaciones.
—Imagina que esas dos sillas son una mesa y que estas otras dos sillas son... bueno, pues sillas. Si prestaste atención antes, sabes que Elena usará los muebles como escudo entre ella y el monstruo. Ahora no quiero que tires nada, ¿eh? Lo de apartar los muebles a la fuerza lo veremos cuando hagamos el ensayo general en el teatro. Si llegas al estreno, quizás hasta te deje romper alguna silla de utilería, para sobresaltar al público.
Mauricio asintió. Arturo le hablaba como si lo considerara un poco tonto, puro músculo y poco cerebro; y no es que fuera un cerebrito, pero sí estaba acostumbrado a seguir las instrucciones de un entrenador. Sólo por fastidiar un poco, replicó:
—Dice el libreto que tengo que vociferar. ¿Vociferar como qué? ¿Un oso, un asesino psicópata o un jugador de fútbol neozelandés?
—¿Fútbol? ¿Qué tiene que ver el fútbol?
—Es que los jugadores de Nueva Zelanda hacen el haka, una danza maorí. Es muy intimidante.
Sin esperar más preguntas, Mauricio ejecutó una parte de la danza, cantando y gruñendo. Lucas se echó a reír. Los demás alumnos no tardaron en imitarlo, mientras que Karina se tapó la boca a fin de disimular. Arturo frunció el entrecejo y alzó las manos para pedirle que se detuviera.
—Eh, no, mejor dejemos las danzas deportivas para otra ocasión. Larga una exclamación más o menos como un pobre diablo desesperado que no puede controlar sus ansias homicidas. Es lo que en teoría siente el personaje.
—Ah. Entonces imitaré los alaridos que pega mi tío cuando está buscando ratas en el sótano de su casa de campo. A veces hasta siento lástima por las ratas, la verdad... —Más risas de alumnos. Arturo cambió el gesto ceñudo por un alzamiento de cejas, pidiéndole en silencio que tomara en serio el asunto—. De acuerdo, de acuerdo. Exclamación de pobre diablo que mata de mala gana. Lo tengo.
Mauricio se escondió detrás de la cortina igual que Jorge antes que él. Según el libreto, era una noche de tormenta y Elena estaba sola en la biblioteca, incapaz de dormir y preocupada por sus padres, dado que alguien había asesinado brutalmente a todas las demás personas que ella conocía.
Así pues, Karina cruzó los brazos y empezó a dar vueltas de un lado a otro de la plataforma. Mauricio pudo imaginarla vestida con un camisón y un salto de cama, moviéndose entre pesados muebles de madera, sobresaltándose de vez en cuando debido a los rayos y truenos en el exterior. Ahora mismo la chica se las había arreglado para fingir una expresión llorosa, hasta el punto de que una lágrima de verdad le corría por la cara.
—Aquí es cuando suena el estallido de unos cristales rotos —dijo Arturo, y Karina dio un salto como si hubiera oído tal cosa—. Luego sigue el chirrido de la puerta, y ahí entras tú, Mauricio.
El joven así lo hizo, recordando mantenerse encorvado y sosteniendo el cuchillo de tal modo que lo vieran los espectadores. Karina dio un paso hacia atrás antes de quedar falsamente paralizada por el horror.
—Eres tú —dijo luego con un hilo de voz—. Mataste al hombre que amaba, mataste a mis amigos. ¿Has venido por mí ahora?
Mauricio avanzó, ella se colocó detrás de las sillas que supuestamente eran la mesa.
—¿Por qué? ¿Qué mal te he hecho para que me tortures así? ¿Y qué mal te hicieron Leandro y los demás? Por favor, vete. O si vas a matarme, que mi muerte sea la última en tu lista. No hieras a nadie más.
Mauricio hizo temblar su mano. Se suponía que las palabras de Elena lo estaban haciendo dudar, recordándole quién había sido antes de la maldición. Continuó avanzando, sin embargo. Rodeó la «mesa», Karina se desplazó a las sillas que sí eran sillas, él la siguió hasta ahí, acorralándola. Ése era el punto donde Mauricio podría derribar los muebles, pero Arturo le había dicho que dejara eso para después, de modo que el joven se limitó a esquivar las sillas. El rostro de Karina resplandecía ahora por el efecto de más lágrimas. El pánico estaba dejando paso a la resignación, tal que ella cerró los ojos.
—Por piedad, que sea rápido —dijo la muchacha, y Mauricio estuvo a punto de soltar el cuchillo y disculparse por haberla asustado. Así de convincente era la actuación de Karina.
Ella comenzó a tararear para sí la canción de amor de Leandro, en un intento de llevársela a la tumba. En ese punto el monstruo recordaba que él era el trovador, y que alguien le había echado una maldición terrible. A Mauricio le correspondía entonces soltar el cuchillo, tomar una mano de Karina y apretarla contra su corazón, como Leandro había hecho en otra escena. El joven se apegó al libreto. Notó en ese momento cuán suave y cálida era la mano de la chica, con dedos finos y largos. ¿Qué pensaría Karina de las de él, nudosas y ásperas de tanto jugar al rugby?
Karina abrió los ojos, parpadeando a causa de la sorpresa que requería la escena.
—¿Leandro?
Mauricio se apartó, su personaje conmocionado por la revelación.
—No, no puedes ser tú —dijo ella—. ¡Las cosas que has hecho! Y aun así... la forma en que acabas de sostener mi mano... ¡Oh! ¡Sí, tienes que ser tú! Pero ¿cómo fue que te convertiste en... esto? ¿Quién lo hizo? ¡Háblame!
Mauricio no debía contestar. Era el momento de recuperar el cuchillo, lanzar la exclamación y tratar una vez más de asesinar a Elena antes de recuperar el sentido por completo y huir de la habitación. Esto hizo el joven, cubriéndose el rostro y la máscara con un antebrazo, asqueado de sí mismo en la ficción. Detrás de él, la muchacha cayó de rodillas y se puso a llorar. Mauricio recordó la escena en el parque: era casi el mismo sonido, salvo por un matiz de auténtico miedo que no se escuchaba ahora. O mejor dicho, que él no detectaba ahora. Quien no hubiera visto a la muchacha en el parque, en medio de su ataque de pánico, no habría podido afirmar que no estaba llorando en serio en aquella plataforma.
—Vaya —le dijo Arturo a Mauricio—. Sinceramente, no estuvo mal para un primer ensayo. Y el físico encaja a la perfección, es justo lo que yo quería. Pero tienes que asustar bastante más. La mayor parte del tiempo parecías un bravucón escolar haciendo una broma de mal gusto. Tienes que trabajar en eso.
—Eh... ¿no se suponía que yo era un efecto especial? —replicó Mauricio, quitándose la máscara.
—Oh, bueno, quizás sí tengas que poner algo de tu parte. Mencionaste el fútbol, ¿es de ahí que sacaste todos esos músculos?
—No, juego al rugby.
—Ya veo. Pues olvídate de los deportes. No se trata de intimidar a un rival en la cancha, se trata de mostrar cómo serías si fueras malo de verdad. Como esos drogadictos que se juntan por la noche para matar indigentes a golpes. —Mauricio hizo una mueca—. ¿Ves? A eso me refiero, muchacho, no tienes ni una pizca de maldad natural. Tendrás que imaginarla. ¿Te importaría repetir la escena con eso en mente? ¿Y a ti, Karina?
—Por mí está bien —dijo ella. Mauricio se limitó a asentir con la cabeza.
Repitieron la escena, por lo tanto, pero él no se imaginó a sí mismo como un golpeador de indigentes; en cambio, pensó en cómo había asustado al dueño del perrazo negro sin tener que recurrir a los puños. Había efectuado antes la maniobra: alguien se pasaba de listo, él se acercaba y le hacía creer que realmente estaba dispuesto a darle una paliza. Nadie se había atrevido a comprobar si la amenaza era cierta o no. Y no, no lo era, aunque Mauricio sí había llegado a emplear la fuerza en casos de defensa propia o de terceros.
Al terminar la repetición, Arturo dijo:
—Eso estuvo un poco mejor. A ver si lo mejoras todavía más para la próxima.
—Practicaré por mi cuenta —replicó Mauricio.
—Bien, ahora pasen ustedes dos al frente. Primera escena del segundo acto.
La clase terminó veinte minutos después. Lucas fue al baño, Mauricio bajó a encender la camioneta... y allí se topó con Karina, quien estaba recostada contra el vehículo, esperando. ¿Esperándolo a él? ¿Lo habría reconocido ya?
—Hola —dijo Mauricio—. Eh... ¿qué hay?
—Hola —respondió ella, y por unos segundos permaneció callada. Luego continuó—: Mira... estaba pensando que podría ayudarte con la actuación fuera del horario de clase. Y de paso yo podría practicar mis otras escenas contigo.
—¿Practicar conmigo? ¿Y eso por qué? ¿No tienes amigos aquí?
—Bueno... —la muchacha se pasó un mechón de cabello por detrás de la oreja—. Con las chicas no me entiendo muy bien, y ellos... desde que empezamos el curso los he tenido detrás, coqueteándome todo el tiempo. Es agotador.
—¿Y por qué piensas que yo no lo haría? Recién llevamos una clase. La anterior no cuenta. —Mauricio fingió que aquello no era la gran cosa, pero en realidad la charla le parecía cada vez más interesante.
—Eh... digamos que es un presentimiento. Y... me hizo gracia el baile ese de los futbolistas. Fue un poco ridículo.
—¿Ridículo? —Mauricio rió a medias—. ¡No se supone que deba ser ridículo, es una danza de guerreros! Tal vez no me salió del todo bien. Espera, voy a repetirla a ver si consigo echarle más testosterona...
—No, deja, no hace falta. Pero es justamente a lo que me refería: no estás tratando de hacerte el galán, como todos los demás.
—¿Todos? ¿Eso incluye a mi amigo Lucas?
Karina resopló.
—Tu amigo Lucas me dijo que yo parecía una flor del desierto o algo así de cursi. Y me mira más el busto que la cara.
—Oh. Me disculpo por él. No es mala gente, pero sí un poco baboso.
—¿Ensayarías conmigo, entonces? Ya me aburre practicar sola.
Mauricio pensó que aquella muchacha era rara, pero no cobarde. No sólo había protegido a su perrito... sino que ahora mismo le estaba proponiendo algo a un desconocido que le llevaba más de una cabeza de estatura y cincuenta kilos de peso.
—Bueno, por mí está bien lo de ensayar juntos. Hay un parque cerca de mi casa, ¿te parece que nos veamos ahí? Digo, es que es un sitio concurrido, y yo tengo que averiguar si me da miedo o no actuar frente al público. No creo que sea igual que un partido de rugby.
—Un parque. —Karina se puso algo pálida, recordando seguramente su mala experiencia, pero se recompuso enseguida y sonrió—. Sí, un parque estaría bien. ¿Dónde queda?
—Entre la avenida Rossini y la calle Libertador. Queda más o menos por...
—Sé dónde es. Yo también vivo cerca de ahí. ¿Te queda bien el fin de semana, por la tarde? ¿A eso de las tres, los dos días?
—Sí, no hay problema.
—¿No tienes ningún partido o algo?
—No.
—Oh. Bien. Nos vemos, entonces. Hasta luego.
—Hasta luego.
Karina siguió de largo por la calle y subió a un pequeño automóvil estacionado a veinte metros. Mauricio observó el vehículo hasta que se mezcló con el resto del tráfico.
—¿Qué estás mirando? —le dijo Lucas cuando al fin salió del edificio.
—Nada en particular. ¿Por qué tardaste tanto en el baño?
—No querrás saberlo...
—Ugh, probablemente no. Vamos.
Ya en el vehículo, Lucas le preguntó:
—¿Y ahora por qué sonríes?
¿Estaba sonriendo? Sí, era probable. Tenía un buen motivo para ello.
—Cosas mías —decidió contestar Mauricio, y condujo de regreso a casa.
4
Mientras esperaba en el parque, se dio cuenta de que estaba tan nervioso como cuando le tocaba enfrentar a un equipo rival particularmente bueno. No; estaba más nervioso todavía, porque en este caso no podría librarse de los nervios una vez que entrara al juego y se concentrara en el balón. Diablos. Ojalá hubiera corrido el doble a la mañana, para que el cansancio lo ayudara a calmarse.
Y allí apareció Karina, muy bonita con unos pantalones vaqueros y una blusa roja de manga corta. Dos broches mantenían su rostro despejado; por lo demás, el cabello le caía suelto sobre los hombros y la espalda en mechones lustrosos como pelaje de nutria. No llevaba a su Yorkie, lo cual era comprensible dado el incidente de la vez anterior. A Mauricio le dio pena que mirara hacia todos lados, verificando sin duda que no estuviera en el parque el imbécil del perrazo negro.
—Hola —dijo ella cuando estuvo lo bastante cerca, dedicándole además una ligera sonrisa—. Pensé que yo tendría que esperarte.
—Bueno, mi entrenador es muy exigente con la puntualidad, pero la verdad es que llegué hace apenas dos minutos. ¿Por dónde quieres empezar a ensayar?
—¿Quieres ser mi madre?
—¡¿Qué?!
Karina se rió.
—En la obra, tonto. Esa escena entre Elena y su madre. Podríamos arrancar por ahí.
—¿Y vas a imaginarme como una señora con el pelo gris y un vestido antiguo?
—Tal vez.
—Oh, esto va a estar bueno...
Mauricio desenrolló su libreto. Karina no había traído el suyo, lo cual no era nada sorprendente. Mientras tanto, el joven observó que había bastante gente en derredor. Abrió el libreto, carraspeó y dijo en tono de falsete:
—Hija mía, mi dulce Elena, ¿por qué estás aquí sola y con esa expresión tan melancólica? ¿Qué penas agobian tu noble corazón?
Esta vez Karina soltó una carcajada.
—¡Oye, no te rías! —protestó Mauricio—. ¿Qué clase de actriz eres, que no puedes mantener la compostura?
—Es que... no me esperaba eso —contestó ella, aún entre risas—. ¡Oh, ahora me va a costar no pensar en ti cuando haga esa escena con Adriana!
El corazón de Mauricio dio un pequeño salto ante la idea de que aquella joven fuera a pensar en él, aunque no recordara su primer encuentro.
—Deja de reírte y sigamos practicando —le dijo a la chica.
—¡Al menos usa tu voz normal!
—¡De ninguna manera! A ver si consigues no reírte más. Tómalo como un reto.
—Un reto. De acuerdo. Repite esa línea.
El joven obedeció, añadiendo al falsete unos ademanes exagerados de madre preocupada. Karina tuvo que apretar los labios para no desternillarse por segunda vez. Luego respondió:
—Tengo miedo, madre. ¿Y si no soy capaz de contentarme con el destino que me aguarda?
—Oh, hija querida, ¿de eso se trata? —Mauricio repitió el falsete pero Karina se mantuvo seria en esta ocasión—. Tu padre te ama, Elena, y sólo quiere lo mejor para ti. Estoy segura de que no encontrarás defecto alguno en el hombre que ha elegido para que sea tu esposo.
—Pero... ¿y si no llego a amarlo? ¿O si él no llega a amarme?
Se suponía ahora que la madre de Elena debía tomar a su hija por ambas manos. Mauricio extendió la que no sostenía el libreto. No estaba seguro de que Karina fuera a seguirle la corriente, pero ella así lo hizo, brindándole una vez más la sensación de piel cálida y suave entre sus propios dedos. A Mauricio le dieron ganas de acariciarla. Resistió el impulso, sin embargo, y se concentró en leer las líneas manteniendo su voz de señora refinada.
—El amor llegará, mi niña. Sólo debes dedicarte a tu esposo en cuerpo y alma, y él te retribuirá cuidándote como mereces. Olvida el amor romántico del que hablan los poetas; ése es engañoso y volátil, y no dura más que unas pocas semanas, dejando a su paso muchas lágrimas y corazones rotos.
Algunos curiosos se habían acercado, quizás para averiguar por qué un joven así de alto y fornido le estaba hablando a una chica de manera tan rara. Karina hizo como que no los veía; Mauricio tragó saliva pero siguió leyendo.
Llegaron al final de la escena sin ningún contratiempo. No hubo aplausos, pero como todos los curiosos parecían estar esperando alguna explicación, Mauricio se aclaró la garganta y dijo:
—Eh... ¡hola, gente! Mi compañera y yo estamos ensayando una obra de teatro. Ella hará siempre el mismo personaje, pero yo interpretaré a varios porque... bueno... es que soy enorme y me cabe más de uno. —Se escucharon algunas risitas—. Si quieren quedarse a mirar, tomen asiento por ahí. Cuidado con la caca de perro. —Más risitas, y luego unas cuantas personas se acomodaron en derredor, examinando primero cualquier bultito sospechoso entre la hierba. Karina le dirigió a Mauricio una mirada de complicidad.
Ahora no te acobardes, pensó él. Trató de imaginar que aquellos extraños eran espectadores en un partido de rugby, sólo que bastante más silenciosos.
—¿Cuál escena quieres ensayar ahora? —le preguntó a Karina en voz baja. Pensó que ella sugeriría el enfrentamiento entre Elena y su padre, pero en cambio dijo:
—La última del primer acto.
Mauricio se quedó algo aturdido; había pensado que Karina elegiría cualquier escena excepto ésa.
—Pero... no me sé la canción —replicó él.
—Puedes empezar a leer justo después de ahí. —La expresión de Karina no revelaba ninguna emoción.
—Bien... de acuerdo.
La chica se alejó varios pasos, dándole la espalda. Mauricio fingió tocar un laúd usando el guion a modo de instrumento, y después improvisó una melodía con las siguientes palabras:
—En esta parte hay una canción... pero no sé cantarla... y además seguro que desafinaría... disculpen las molestias...
Otra vez se oyeron risas entre el público, y el joven comenzó a pensar que quizás tuviera cierto talento para la comedia; la historia, sin embargo, requería otro tono emocional, de modo que Mauricio cambió la cara y leyó:
—Siempre que vengo a cantar para ti te das la vuelta y vienes a mí con una sonrisa, pero hoy no quieres mirarme. ¿Qué sucede, hermosa dama?
Karina bajó la cabeza, todavía dándole la espalda a Mauricio. Se tapó el rostro con ambas manos y pretendió llorar. El joven dio otro paso hacia ella.
—¿Qué ocurre, Elena?
Ella habló entre sus manos.
—Fue un error pedirte que cantaras para mí, verte día tras día estando comprometida con alguien a quien no amo. Tus canciones son como flechas que desgarran un velo de conformidad. Ahora siento que mi corazón se parte en dos y no sé qué hacer.
—Entonces quizás haya algo que yo pueda hacer. Cuéntame. Mírame.
Karina dio media vuelta y destapó su rostro, mostrando una expresión triste y llorosa, con lágrimas de verdad.
—Mañana es el día de mi boda con ese hombre al que no amo y a quien jamás podré amar. Mi vida acabará apenas termine la ceremonia, porque desde ese momento seré como un fantasma, muerta por dentro aunque mi cuerpo siga alimentándose y respirando.
—¿Acaso él ha sido cruel contigo, o crees que lo será en el futuro?
—No sé exactamente lo que me espera. Él ha sido amable hasta ahora, y en apariencia es todo lo que mi padre había dicho que sería. Pero entonces observo su expresión... y mi cuerpo entero se estremece como un pajarillo en su nido ante la mirada de una serpiente. Además...
Ella titubeó, bajando la mirada. Era parte de la actuación.
—Además ¿qué? —leyó Mauricio.
Karina tomó aire, transmitiendo al público que estaba reuniendo el valor necesario para que su personaje confesara lo siguiente:
—Además... al casarme con Milton, perderé para siempre al hombre que sí amo.
—Oh —leyó Mauricio, y siguió la indicación de dar un paso atrás con aspecto decepcionado—. Lo lamento, dulce Elena. Tu corazón es puro, mereces ser feliz. Ese hombre del que hablas... ¿él también te ama?
—Nunca me lo ha dicho, pero estoy segura de que sí. Su rostro se ilumina cuando nos vemos, y su andar se vuelve más ligero al caminar hacia mí. Sin embargo, mis padres jamás aceptarían que nos casáramos.
—Es una lástima. ¿Qué harás, entonces? ¿No hay ninguna manera de romper el compromiso?
Karina se acercó a Mauricio, componiendo una expresión a la vez esperanzada y temerosa.
—Podría huir con el hombre que amo —dijo ella—. Mis padres sufrirían, pero les escribiría después de un tiempo, y quizás me perdonarían al saber que soy feliz.
Karina estaba ahora a unos veinte centímetros de Mauricio. Eso también era parte de la escena, pero tan corta distancia hizo que el joven se pusiera considerablemente nervioso. Vaya. Había enfrentado jugadores tan grandes como él sin problemas. También había salido con animadoras guapísimas. ¿Qué tenía Karina que hacía que le temblaran las rodillas, cuando nada de lo anterior había conseguido tal efecto? Tuvo que obligarse a continuar la lectura.
—¿Ese hombre que amas estaría dispuesto a dejarlo todo por ti?
—Tendría que preguntarle.
—Pues ve y pregúntale, porque si yo estuviera en su lugar, empacaría mis pocas pertenencias hoy mismo y te llevaría a un sitio donde nadie jamás volviera a hacerte llorar.
Ella sonrió. Fue como un rayo de sol, una sonrisa tan bella que por un segundo hizo creer a Mauricio que era de verdad.
—Ya tengo mi respuesta —dijo la chica.
El guion demandaba que Mauricio devolviera la sonrisa... y luego ambos personajes debían tomarse de las manos y besarse. El joven no se atrevió a seguir. Puestos en ello, el papel de Leandro ni siquiera le correspondía a él sino a Jorge.
El ruido de los aplausos lo sacó del apuro. Empezó por una jovencita y luego se extendió al resto de los espectadores improvisados; Mauricio aprovechó para alejarse de Karina y hacer una reverencia, que la muchacha no tardó en imitar pero con mucha más gracia.
—Gracias, gracias —dijo él—. Estaremos aquí otro rato y no pediremos donaciones. Unos churros no nos vendrían mal, sin embargo.
—No seas ambicioso —le advirtió Karina, dándole un codazo ligero—. Es tu turno de ensayar; empecemos por la primera escena entre Elena y el monstruo.
—¿Sin máscara ni capa?
—Imaginaré que eres tan horrible como describe el libreto a tu personaje.
—Está bien. Aunque mi cara no es ninguna maravilla, de todas maneras. Lo bueno es que me sirve para intimidar a mis contrincantes en el rugby.
Mauricio dejó el libreto en el suelo y, a falta de un cuchillo de utilería, buscó una rama suelta.
—Ese arbusto será la mesa —dijo Karina—. Y... mmm... podemos hacer de cuenta que esas piedras ahí son las sillas.
—Entendido.
Comenzaron a ensayar la escena, pero entonces Mauricio recordó las palabras de Arturo y decidió cambiar el enfoque: se imaginó a sí mismo como el perro que había atacado a Karina y a su Yorkie. ¿Qué características habría proyectado el animal? ¿Ojos cargados de ira, músculos del cuello tensos, fauces abiertas y listas para cerrarse sobre la carne de su congénere más pequeño? Mauricio trató de reflejar todo eso mientras avanzaba hacia la chica. Voy a comerte, pensó.
Karina actuó su parte, fingiendo terror y diciendo lo que tenía que decir, pero cuando Mauricio terminó por acorralarla, con la rama en alto como para degollarla, la muchacha se puso pálida de pronto, tropezó y cayó de espaldas.
Mauricio se olvidó de la escena, soltó la rama y extendió una mano para ayudarla a levantarse. Ella no reaccionó al principio; su piel aún estaba blanca como la cera, y sus dedos se habían cerrado sobre el pasto y la tierra. Luego parpadeó, volvió un poco en sí misma y aceptó la ayuda
—¿Te sientes bien? —le preguntó Mauricio.
—Sí. Sí, estoy bien. Es que por un segundo me recordaste a... no importa.
El joven se reprendió mentalmente por su estupidez. ¿De dónde había sacado que sería buena idea comportarse como el animal que casi le había desgarrado la espalda a Karina a fuerza de mordiscos? Habría sido mejor que se le ocurriera cualquier otra cosa.
—Deberíamos tomar un descanso —le dijo a la chica. Después se dirigió a los espectadores—: Gracias por la atención y los aplausos. Vendremos mañana a la misma hora, ¿eh?
Era la señal para que todos se marcharan. Una vez que estuvieron solos, Mauricio hizo sentar a Karina, reprimiendo el impulso de tomar una de sus manos o de acariciarle el rostro.
—¿Ya te sientes mejor? —le preguntó en cambio. Ella asintió. Su cara por fin estaba recuperando el color—. ¿Sabes qué? Tengo hambre. Hay un carrito de comidas por allá, ¿quieres algo? Hacen unas lindas medialunas de jamón y queso. Yo invito.
La muchacha consiguió sonreír.
—Eso suena bien.
—De acuerdo. ¿Agua mineral o jugo de frutas?
—Lo primero.
—Bien. Enseguida regreso.
Mauricio no tardó en volver junto a Karina, sintiendo alivio al comprobar que las mejillas de la chica se veían tan sonrosadas como antes. Le pasó la botella de agua mineral y dijo:
—Traje bastantes medialunas para los dos. Y que no te asuste verme comer, ¿eh? Mi madre siempre dice que parezco una aspiradora. O un agujero negro que traga cualquier cosa que le pongas por delante. Aunque eso último no es cierto porque detesto las espinacas.
—¿Vives con tus padres?
—Por ahora. Pero muy pronto tendré suficiente dinero para el primer pago de un apartamento. Quiero mudarme antes de fin de año.
—¿Con tu amigo Lucas?
—¡No, ni de chiste! Es mi mejor amigo y todo eso, pero no soportaría vivir con él. Es un desordenado.
Karina se llevó a la boca una de las medialunas e hizo un gesto de aprobación. Para cuando la terminó, Mauricio había devorado tres.
—¿Y qué estás estudiando? —le preguntó él a la chica.
—Publicidad y relaciones públicas, más inglés, chino y portugués.
—¿Todo al mismo tiempo? —Ella asintió—. ¿En serio? ¿Y encima vas a las clases de actuación? ¿Cuándo es que comes y duermes?
Karina se encogió de hombros, restándole importancia a la pregunta. Ahora que la veía detenidamente, sin embargo, Mauricio notó que quizás estaba un poco más delgada de lo que debería, y también que el maquillaje no cubría del todo las sombras bajo sus ojos.
—Menos mal que no eres deportista —concluyó el joven—. Seguro terminarías con alguna lesión permanente, por exigirte demasiado. ¿Y a qué apuntan todos esos estudios?
—Mi padre es senador. Quiere hacerme un hueco en la campaña de su partido para las próximas elecciones.
—¿Senador? ¿Ha salido alguna vez en la tele?
—Sólo cuando muestran las reuniones en el parlamento. No creo que te hayas fijado en él.
—¿Y qué pintan las clases de actuación en medio de todos esos estudios? ¿O es un pasatiempo?
—En realidad mi padre me sugirió que las tomara, porque tengo que ser capaz de hablar en público. Y ya sabes cómo es la política: hay mucha falsedad ahí.
Mauricio frunció el entrecejo.
—O sea, ¿tu padre quiso que estudiaras actuación para aprender a mentirle a la gente sin que se te mueva un pelo?
—Sí, supongo que es eso justamente.
La chica suspiró. Se veía bastante infeliz ahora.
—¿Te gusta la actuación, al menos? —preguntó Mauricio—. Es que lo haces muy bien.
La expresión de tristeza se aligeró un poco.
—Sí, me gusta la actuación. Es algo que no esperaba, en realidad. ¿A ti te gusta el rugby?
—Mucho. Más que todos los otros deportes que probé. Quiero volverme profesional.
—Pero eso no duraría mucho, ¿verdad? ¿Qué harás después? ¿Y si tuvieras que retirarte por una lesión?
Esta vez fue Mauricio quien suspiró, aunque no por infelicidad sino por la incertidumbre.
—Honestamente, no lo sé. Soy demasiado tonto para estudiar. El padre de Lucas dice que en el futuro podría dejarnos su tienda de deportes, si alguno de los dos aprendiera contabilidad. Eso no parece tan difícil.
Karina terminó su segunda medialuna. Observando a Mauricio de arriba abajo, replicó:
—A mí no me parece que seas tonto. Tienes ingenio. Y con lo enorme que eres, podrías dedicarte a ser guardaespaldas o entrenador personal. O profesor de gimnasia. Y si aprendieras actuación, hasta podrías hacer comerciales de ropa deportiva.
—¿Comerciales? ¿Con esta cara y esta cicatriz? No lo creo.
—Bueno, entonces podrías trabajar en películas de guerreros al estilo de Gladiador.
—¡Ah, pues eso sí me gustaría! Y de paso aprendería a combatir con espadas. Es algo que siempre he querido hacer.
—¿Ves? Tienes muchas opciones, puedes elegir la que más te guste.
Mauricio sonrió, aunque no tanto por la cuestión de los posibles empleos sino porque aquella muchacha empezaba a caerle bien de verdad.
—Y... ¿cómo fue que te hiciste la cicatriz? —preguntó ella—. ¿O preferirías no contestar eso?
—Bah, no me molesta para nada. Yo tenía diez años, me subí a un árbol muy alto, la rama en la que estaba se rompió. Otra rama me rasguñó la cara mientras caía. Tuve suerte de no perder el ojo, pero sí me fracturé un brazo. Nunca había visto a mis padres tan asustados, pensaron que me iba a morir o a quedarme paralítico. O sea, la cicatriz es lo de menos. Además... puedo inventar otras historias sobre cómo me la hice, especialmente en las fiestas. A las chicas siempre les digo que me hirieron defendiendo a una dama en apuros, y que el otro tipo quedó mucho peor.
El joven puso cara de sinvergüenza, haciendo reír a Karina. Luego ella recuperó la seriedad y, bajando un poco la voz y la mirada, preguntó:
—¿Le contaste a Lucas que peleaste cuerpo a cuerpo con un perro furioso para defenderme a mí?
Mauricio se quedó de piedra. Tardó unos cuantos segundos en entender lo que acababa de oír, y entonces dijo:
—Cuando te vi allá en la clase... creí que no me habías reconocido. Asumí que ese día en el parque simplemente no habías registrado mi cara por la tensión del momento.
—¡Es que no te reconocí! No al principio. Estaba pensando en la obra y en el examen para mi curso de portugués, y sólo me llamó la atención lo alto que eras. Recién de camino a casa se me ocurrió que me parecías familiar, y de pronto recordé dónde te había visto antes. Casi me muero de vergüenza, por no haberte reconocido después de lo que hiciste por mí. ¡Pero no dijiste nada! Pensé que tú tampoco me habías reconocido.
—¿Y qué iba a decir? Me bastó con saber que estabas bien.
—¿Qué, eres tan heroico que no te interesa la gloria?
—Prefiero dejar la gloria para los deportes.
Karina frunció el ceño, sonriendo a medias.
—¿O sea, tiene más mérito lanzar un balón que salvar a una persona? ¿Qué clase de criterio es ése?
—No digo que tenga más mérito, simplemente no me interesa recibir alabanzas por hacer lo correcto. Así me educaron. No me pongas esa cara.
—Es que eres raro, Mauricio. Pero en el buen sentido.
—Supongo que he de tomar eso como un cumplido. ¿Por qué no volviste al parque?
—Yo... me acobardé. Ese día quedé histérica. Cuando llegué a mi casa estaba hecha un desastre, toda llorosa y con la ropa destrozada. Lo primero que pensó mi madre fue que me habían violado. Quise venir al día siguiente para darte las gracias de nuevo, pero me daba pánico la idea de encontrarme de nuevo con ese tipo y su perro. Dios, qué vergüenza...
La muchacha escondió el rostro en sus manos. Mauricio se inclinó hacia ella y se lo destapó, sujetándola suavemente por ambas muñecas.
—Protegiste a ese perrito tuyo como una madre lo habría hecho con su bebé —dijo él—. Me pareció admirable. Y entiendo que no hayas querido regresar, después de haberlo pasado tan mal. No le conté a nadie lo que pasó, pero sí tengo el vídeo del ataque, y cada vez que vengo al parque me aseguro de que no esté el idiota ese. No he vuelto a verlo. ¿Eso te hace sentir mejor? —Karina asintió—. ¿Y cómo se llama tu perrito, por cierto?
—Es una perrita. Se llama Lulú. Y yo sí les conté a mis padres lo que hiciste. Mi madre quiso venir por su cuenta a darte una recompensa.
—¿De verdad? Dile que gracias, pero no la habría aceptado. O habría donado el dinero al refugio de animales.
Mauricio tanteó la bolsa en busca de otra medialuna... pero sus dedos sólo tocaron papel y migajas.
—Oh. Creo que ya nos acabamos la merienda. ¿Continuamos ensayando?
—Sí. Pero antes quiero darte las gracias de nuevo por defenderme del perro.
—No hay de qué.
Karina sonrió, Mauricio le sonrió de vuelta, y el resto de la tarde ensayaron casi todas las demás escenas. Se despidieron al atardecer, confirmando que se verían al día siguiente a la misma hora.
Mientras regresaba a casa, el joven tuvo la sospecha de que aquél sería uno de los mejores fines de semana de su vida.
5
Si no hubiera sabido que Karina era una excelente actriz, Mauricio habría sentido celos al verla representar tantas escenas románticas con Jorge. Encima, este último no había comprendido aún que la chica no estaba interesada en él, y seguía aprovechando cualquier ocasión para decirle algún cumplido o guiñarle el ojo.
Estaban ensayando en el teatro. Éste era pequeño pero elegante, con paneles de madera, seiscientas butacas y un pesado telón en verde y dorado. Arturo había hecho encender solamente algunas luces en el escenario, de modo que Mauricio y los demás estudiantes observaban a la pareja desde las butacas en penumbra.
—¿Ese hombre que amas estaría dispuesto a dejarlo todo por ti? —dijo Jorge. Le salió bastante bien la expresión de «me estás rompiendo el corazón, pero lo único que me importa es que seas feliz, aunque te marches con otro».
—Tendría que preguntarle —replicó la muchacha.
—Pues ve y pregúntale, porque si yo estuviera en su lugar, empacaría mis pocas pertenencias hoy mismo y te llevaría a un sitio donde nadie jamás volviera a hacerte llorar.
—Ya tengo mi respuesta —dijo entonces Karina, repitiendo esa increíble sonrisa que le había dirigido a Mauricio allá en el parque. Venía ahora la parte del beso. Mauricio cambió de posición en la butaca, aunque no era precisamente el asiento lo que le producía incomodidad.
Tenía que ser el beso casto de dos jóvenes enamorados por primera vez, pero Jorge se aproximó a Karina y le pasó una mano por la nuca, alargando el contacto varios segundos. Nadie esperaba lo que pasó a continuación: ella le dio un fuerte pisotón a su compañero y se apartó de él empujándolo con ambas manos.
—¡Aaaau! —exclamó Jorge.
—Pero ¿qué te has creído? —le espetó Karina al mismo tiempo.
—¡Eh!, ¿qué fue eso? —demandó Arturo, subiendo a toda prisa los escalones que llevaban al escenario—. Karina, eso no fue nada profesional.
—¿Y meterme la lengua en la boca, eso sí es profesional?
—¡Sólo trataba de darle realismo a la escena! —contestó Jorge, todavía saltando en un pie.
—¡Eso no es darle realismo a una escena, es propasarse! ¡Debería haberte dado un rodillazo en ya sabes dónde!
—¡Suficiente! —dijo Arturo.
—¡Eres una frígida estirada! —le largó Jorge a Karina, y lo siguiente que supo Mauricio fue que él también había subido al escenario para interponerse entre la muchacha y su fallido pretendiente.
—Discúlpate —le ordenó a Jorge.
—Tú no te metas.
—Discúlpate ahora mismo.
—¿Y qué vas a hacer, apuñalarme con ese cuchillo falso? Eres un monstruo de mentira.
Mauricio agarró a Jorge por la camiseta y lo llevó hasta la pared más cercana, levantándolo hasta que casi dejó de tocar el suelo.
—¿Estás seguro de que quieres averiguar lo que podría hacerte? ¿Te dijo mi amigo Lucas que durante un tiempo aprendí boxeo y lucha libre?
—¡Basta! —intervino el profesor—. Mauricio, no estamos en un cuadrilátero. Bájalo ya. Y los tres, tómense diez minutos para bajar los humos. Esto es inaceptable.
Mauricio soltó a Jorge y lo miró como si fuera un gusano.
—Iré a tomar un poco de aire —le dijo a Arturo, y salió del teatro a una calle secundaria. Karina se reunió con él poco después.
—Sí que serías un buen guardaespaldas —dijo la muchacha. Mauricio resopló, sonriendo a medias—. ¿De verdad ibas a pegarle?
—No. Golpear es el último recurso. Bueno, salvo en el boxeo. Espero que ese idiota haya creído la actuación, así no volverá a molestarte.
—¿Entonces... no viniste aquí para sacarte el enojo de encima? —Mauricio negó con la cabeza—. Vaya. Sí que has progresado como actor. Por un momento creí que de verdad estabas celoso y que tenías ganas de romperle la cara a Jorge.
—Oh, sí que quería romperle la cara. Pero no me educaron así. Mi padre es un poco como el tío del Hombre Araña, con eso de que «un gran poder conlleva una gran responsabilidad». Él no quería que me convirtiera en un abusón cuando estaba en el colegio.
Mauricio evitó a propósito responder la cuestión de los celos... pero Karina sonrió como si se hubiera dado cuenta. La chica dio un paso hacia él.
—Me alegra que no le hayas pegado. Eso habla bien de ti. Y total, ya le di el pisotón a Jorge. Espero que cojee por un buen rato.
Mauricio asintió, sonriendo. Karina bajó la mirada un segundo antes de añadir:
—Es una pena que no tengas tú el papel de Leandro. A ti no te habría dado el pisotón.
Mauricio dejó de sonreír, sintiendo de pronto que sus pies no tocaban el suelo. Aquello no era una broma. Era una indirecta, y muy poco sutil, además. La chica lo miraba directo a los ojos, su respiración algo agitada, los labios entreabiertos. Esperando.
Él la besó. Tuvo que inclinarse bastante por la diferencia de estatura, pero arregló eso de inmediato levantando a Karina para sentarla en un muro. Después le rodeó la espalda con ambos brazos, y la muchacha, a su vez, le acarició el rostro y el cuello. Se besaron como si lo hubieran hecho montones de veces en el pasado, sin timidez de ninguna clase, y Mauricio pensó que podría quedarse pegado a los labios de Karina durante las próximas cinco horas.
Alguien detrás de él tuvo que carraspear muy fuerte para distraerlo. Era Lucas.
—Eh... lamento interrumpir, pero... Arturo dice que ya les toca volver al ensayo.
Karina bajó del muro como si nada y se dirigió a la puerta. Mauricio la siguió, pero antes de eso vio que Lucas le hacía un guiño de complicidad, y por lo tanto se sintió en la obligación de responderle con un leve codazo.
6
La idea era que se encontraran en el parque, el sábado por la tarde, para un último ensayo antes del estreno al día siguiente, pero las nubes decidieron largar una hermosa tormenta primaveral. Karina llamó a Mauricio... y le sugirió que fuera a su casa.
El joven caminó hacia allá armado con un buen paraguas, y su primer pensamiento al encontrar la vivienda fue que más bien parecía una pequeña mansión. Tres pisos, paredes blancas de ladrillo, tejas azules brillantes por el agua; la reja, de color verde, tenía las puntas rematadas con adornos metálicos. Mauricio presionó el botón del portero automático.
—¿Hola? —dijo la chica.
—Soy yo —replicó él, y un pitido le indicó que ya podría entrar. Karina le abrió la puerta mucho antes de que él llegara a las escaleras. Se veía contenta.
Mauricio titubeó un segundo, pensando si debía saludarla o no con un beso, pero luego se dijo «¡qué rayos!» y besó a la chica desde el último escalón, aprovechando que estaban al mismo nivel. Ella respondió sin dudar... y luego miró hacia atrás como para asegurarse de que el vestíbulo continuaba desierto. Efectivamente, no había nadie allí.
—¿Tuviste que caminar mucho? —le preguntó Karina.
—Unas siete cuadras. No es nada. —Mauricio se secó bien los zapatos en el felpudo mientras la chica se hacía cargo del paraguas mojado. Lulú dio vueltas alrededor de los tobillos de su dueña y lamió unas pocas gotas que cayeron al piso—. ¿Dónde quieres que ensayemos?
—En la biblioteca. Sígueme.
El mobiliario y la decoración eran de lujo, observó Mauricio mientras seguía a Karina y a su perrita por el pasillo. Madera maciza por todos lados, arañas de cristal, cuadros originales y algunas figuras de bronce.
Así es como gastan los senadores el dinero de los impuestos, pensó el joven... pero después se dio cuenta de que había algo en el ambiente que no le gustaba. A diferencia de su propia casa, donde había una atmósfera ligera y familiar, aquel sitio parecía un museo, en el sentido de que causaba opresión. No daban ganas de reírse ni de bailar, tampoco de hablar en voz alta. Quizás hasta viniese alguien a decirle que se comportara, si acaso se atreviera a perturbar la calma.
—Tienes una linda casa —dijo Mauricio en el tono más bajo posible.
—Gracias.
—Cuánto silencio. Pero no estamos solos, ¿verdad?
—Mi madre está durmiendo la siesta. Creo que la empleada se fue a limpiar el horno.
—Vaya que limpia bien, se ve todo reluciente. A Lucas le daría un soponcio. Y supongo que a tu empleada le daría un soponcio si viera el dormitorio de Lucas.
Karina se rió... pero tapándose la boca para ahogar el sonido.
Habían llegado a la biblioteca. La muchacha cerró la puerta detrás de ambos, y recién entonces se permitió relajarse un poco. Lulú olfateó los zapatos de Mauricio, quien a su vez se agachó un momento para rascarle la cabeza. El joven habría podido envolver con sus manos la mayor parte del cuerpo del animal.
—Siéntate por ahí —le dijo Karina a su huésped.
Mauricio se sentó, admirando la enorme colección de libros en sus estanterías con puertas de cristal. Sin embargo, la mayor parte de dichos libros eran volúmenes gruesos y de aspecto antiguo, sugiriendo que más bien estaban de adorno.
—¿Has leído alguno? —preguntó el joven, señalando en derredor.
—No. Los míos están en mi dormitorio, o en mi tableta. Ésos son de mi abuelo. Era un juez muy importante.
—Ah. —Mauricio hojeó su libreto, aunque a estas alturas ya lo sabía casi de memoria—. ¿Qué nos falta por ensayar?
—No lo sé.
—¿Tienes miedo de olvidar algo mañana?
La muchacha ocupó el sillón frente a Mauricio y la perrita fue a acomodarse entre los pies de su dueña.
—Estoy algo nerviosa. Creo que no va a ser lo mismo con un público de verdad, en el teatro. ¿Tú estás nervioso?
—Bastante. Pero el maquillaje ocultará mi cara, así que nadie sabrá quién soy si llego a meter la pata.
—Ja ja. Qué gracioso. Pero más te vale no meter la pata, porque le pedí a una amiga que grabe la obra completa.
—¿Y eso para qué?
La chica retorció un mechón de su cabello.
—Bueno... me gustaría presentarla en algún estudio de televisión, o quizás en una compañía profesional de teatro.
—¿En serio? ¿Hablas de buscar empleo como actriz?
—Tal vez.
—De acuerdo. Entonces vamos a ensayar cualquier escena que te haga sentir insegura, así mañana todo saldrá perfecto.
—Yo... no quiero ensayar más. La verdad es que... te llamé porque quería que vinieras a visitarme.
Mauricio parpadeó.
—¿Y por qué no me invitaste y ya?
Karina se encogió de hombros, desviando la mirada hacia la ventana.
—Oye, ven aquí —le dijo Mauricio, extendiendo una mano. La chica obedeció, y él la agarró después por la cintura a fin de sentarla sobre sus rodillas. Le masajeó el cuello, los hombros y los brazos, aflojando los músculos tensos. Ella empezó a reír—. ¿Qué, te estoy haciendo cosquillas?
—No. Me preguntaba si haces esto con tus compañeros antes de un partido.
—Uy, no. Somos todos muy varoniles. Sólo nos toqueteamos en la cancha. O mejor dicho, nos reventamos como carneros enfurecidos.
—Tal vez deba contarte un par de cosas sobre los soldados de la antigua Grecia...
—Después.
Mauricio atrajo a Karina hacia él para besarla. Era una posición muy cómoda: la chica no pesaba nada, él estaba recostado sobre varios almohadones, y el ruido de la lluvia acompañaba bien la actividad. Varios minutos transcurrieron de esa manera, hasta que al fin se separaron y el joven preguntó:
—¿Qué es lo que somos exactamente?
—¿A qué te refieres?
—Digo, ¿esto ya es oficial o...?
Se oyó una voz femenina en el corredor. Karina se bajó al instante de las rodillas de Mauricio, aunque no parecía avergonzada. Segundos después, alguien golpeó a la puerta y dijo:
—Karina, ¿estás ahí?
—Sí, mamá, pasa.
La madre de Karina debía de tener unos cuarenta y cinco años de edad, y era una señora bella y elegante. No se le veía una sola cana en el pelo, y seguramente se hacía tratamientos para evitar las arrugas, pero aun así tenía la mirada algo perdida, como si hubiera tomado alguna pastilla para dormir y todavía no se le hubiera pasado el efecto.
—Mamá, él es Mauricio, el compañero de las clases de teatro. Y el muchacho del parque que me salvó del perro.
—Gusto en conocerte. Puedes llamarme Silvia —declaró la mujer... y luego hizo algo que Mauricio no esperaba: fue hacia él y lo abrazó—. Gracias por ayudar a mi hija.
—Eh... de nada.
La mujer se apartó, observando a Mauricio con una expresión de ligero asombro.
—Ella dijo que eras alto, no un gigante. ¿Qué te da de comer tu madre?
—No sé, ¿mucha proteína? Y el entrenador de mi equipo siempre insiste con el pescado y los huevos.
—Pues... tienes que quedarte a merendar con nosotros. Le diré a Raquel que nos caliente unas porciones de fainá.
—No quisiera molestar...
—No es ninguna molestia. Vamos.
Mauricio consultó a Karina en silencio; la chica se limitó a sonreír y a hacer un gesto con ambas manos, indicándole que se pusiera en marcha. Mauricio empezó a caminar. Si las dos damas querían mimarlo, no sería él quien pusiera objeciones.
Fue una merienda agradable... hasta que se escucharon ruidos en la puerta principal y una voz masculina le dijo algo a la empleada. Silvia dejó su pregunta por la mitad, Karina se puso tensa, las dos se miraron entre sí y luego a Mauricio de reojo. Al joven todo eso le pareció bastante raro.
A continuación, un hombre entró al comedor. El padre de Karina, sin duda, aunque su aspecto severo lo diferenciaba mucho de su esposa y su hija. Para tratarse de un político, daba la impresión de que ni siquiera sería capaz de fingir una sonrisa, y su traje casi no tenía arrugas, como si se lo hubieran planchado sobre el cuerpo. Silvia se levantó para saludar a su esposo con un simple beso en la mejilla.
—Buenas tardes, querido. Pensé que llegarías alrededor de las ocho.
—La reunión acabó antes de lo previsto.
Karina y Mauricio también se pusieron de pie, él en actitud respetuosa y ella rígida como un palo. Lulú se escabulló con el sigilo de un gato.
—Buenas tardes —dijo Mauricio, y extendió una mano. El padre de Karina se la estrechó, mirándolo de arriba abajo y haciéndolo sentir pequeño a pesar de que el hombre medía quince centímetros menos que él.
—No me dijiste que tendríamos visitas, Karina. Preséntame a tu amigo.
—Papá, él es Mauricio, de las clases de teatro. Y el que me sacó al perro de encima allá en el parque.
—Ah. Pues bien hecho, Mauricio. Soy Humberto. ¿Y a qué te dedicas, aparte del teatro y los rescates en el parque?
—Jugador de rugby. El resto del tiempo hago repartos con un amigo.
—¿No estudias?
—No. Pero sí terminé la secundaria.
—Eso no es nada hoy en día. ¿Has aprendido algún oficio, al menos?
—Tal vez lo haga en el futuro. Ahora no tengo tiempo.
—El futuro llega rápido. Te convendría aprender algo más antes de los treinta y cinco.
—Lo tendré en cuenta.
—Papá... —intervino Karina. El hombre la interrumpió alzando una mano. Mauricio pensó que semejante interrogatorio estaba fuera de lugar, pero mantuvo la calma; al fin y al cabo, su opinión sobre los políticos en general tampoco era favorable. ¿Le habría dicho Karina que ellos dos se habían besado? Probablemente no.
—Bien, supongo que te veré en la dichosa obra de teatro —le dijo Humberto a Mauricio—. Hasta mañana, entonces. Silvia, acompáñame a mi estudio. Tengo que discutir algo importante contigo.
La mujer se retiró con su marido, dejando su plato y su taza de té por la mitad.
—Me disculpo por todo eso —le dijo Karina a Mauricio una vez que estuvieron solos—. Es por el estrés de la campaña.
—No hay problema —respondió él. La explicación de la chica, sin embargo, no terminaba de convencerlo; el carácter del hombre pegaba con el orden estricto de la casa y el aspecto dócil de su mujer. Mauricio habría apostado cualquier cosa a que siempre se comportaba así.
—Ven, terminemos de comer.
Volvieron a sentarse. Karina vació su plato a toda prisa, como si quisiera irse de ahí antes de que su padre regresara. Después no llamó a la empleada sino que empezó a recoger todo ella misma. Mauricio la ayudó sin decir palabra, y entre los dos levantaron hasta la última migaja de la mesa, dejando el comedor impecable. Recién entonces la chica recuperó su actitud normal.
—No le has dicho a tu padre que te gustaría buscar empleo como actriz, ¿verdad? —le preguntó Mauricio de camino a la biblioteca. Ella negó con la cabeza—. Oye, ¿estás bien?
—¿Por qué no habría de estarlo?
—No sé, dímelo tú.
Lulú ya estaba en la biblioteca. Corrió hacia su dueña apenas la vio llegar, y Karina la levantó en brazos, apoyándola contra su pecho.
Mauricio se preguntó si Humberto era la clase de hombre que se volvía amenazador cuando estaba enojado. Resultaba muy fácil imaginárselo gritando, o como mínimo dando órdenes con el tono de un general. El joven se preguntó después cómo habría sido para la muchacha crecer en tal ambiente.
Durante aquel primer ensayo en el parque, tal vez ella no se había asustado por recordar el ataque del perro... sino alguna situación en su propia casa.
¿Alguna vez te ha pegado tu padre?, estuvo a punto de preguntarle a Karina, pero no se atrevió. Una cosa eran los besos, otra cosa era entrometerse en su vida familiar, y él no había llegado al punto en que pudiera cruzar ese límite. Decidió, por lo tanto, cambiar de tema, y señalando a la ventana, dijo:
—Mira: paró de llover. ¿Qué tal si vamos a dar una vuelta en lugar de quedarnos aquí?
—Pero está todo ensopado.
—Si nos topamos con un charco, te cargaré para que no te mojes los pies.
Karina lo miró con cara de «eso suena muy tentador».
—Iré a cambiarme —dijo ella.
La muchacha regresó vistiendo un suéter ligero, unos pantalones viejos y unas botas de lluvia. Mauricio pensó que ni con un vestido caro habría lucido mejor, pero se lo guardó para sí; en cambio, extendió un brazo hacia ella y salieron de la casa tomados de la mano, aunque la chica se aseguró una vez más de que nadie los estuviera mirando.
Había poca gente circulando a causa del tiempo. El paisaje, sin embargo, tenía su encanto bajo el cielo gris, con la vegetación húmeda y las flores destacando por su colorido. Algunos colibríes zumbaban de un lado a otro, aprovechando el cese temporal de la lluvia.
—Apuesto a que no pensaste que tendrías talento cuando empezaste con las clases de actuación —dijo Mauricio.
—La verdad, me congelé las primeras veces. Arturo me ayudó con eso. Y después... me acostumbré a actuar. Como que me siento libre cuando finjo ser otra persona frente al público. Me olvido de los problemas.
¿Cuáles problemas?, pensó Mauricio, pero tampoco lo dijo en voz alta. Karina apretó su mano. Tenía la mirada perdida en las calles y los árboles.
—También me siento libre cuando estoy contigo —añadió ella. Después se giró hacia Mauricio con expresión temerosa, como si le preocupara haber dicho algo que pudiera espantarlo. Sin embargo, sus palabras habían causado el efecto contrario. Mauricio rodeó a la chica con un brazo y la besó allí mismo, sin discreción de ninguna clase, haciéndole saber que el sentimiento era mutuo.
Siguieron caminando en silencio, aún tomados de la mano, hasta que llegaron al parque. Habrían dado la vuelta para regresar al hogar de Karina, pero entonces Mauricio vio a algunos de sus amiguitos jugando a tirarse un platillo, indiferentes a los charcos y al barro. El joven sonrió.
—Vamos con ellos.
—Pero... ¡terminaremos igual de mugrientos!
—Oh, ¿a la señorita le da miedo ensuciarse? ¿Y si consiguieras un papel en una película y tuvieras que meterte en un pantano? Considéralo una especie de práctica.
—¡Hablo en serio!
—¡Yo también! Además, apuesto a que te verás linda con barro y todo.
—¡Eres igual de baboso que tu amigo Lucas!
—Bomboncito, todos los hombres somos algo babosos. Anda, vamos a jugar. Luego te diré cómo limpiar las manchas de barro y clorofila de la ropa. Tengo experiencia lavando mi uniforme de rugby.
La muchacha acabó por sonreír y permitió que Mauricio la llevara con los niños, quienes a su vez lo reconocieron de lejos y corrieron hacia los recién llegados. Mauricio soltó a Karina, tiró el paraguas que sostenía en su otra mano y alzó a un muchachito en cada brazo por la cintura, girando como helicóptero. Los niños se partieron de risa.
—¿Jugando en la lluvia sin permiso otra vez? —preguntó el joven.
—¡Sí pedimos permiso! ¡Y nos pusimos ropa vieja que se puede ensuciar! —dijo uno de los chicos, todavía colgado de Mauricio. Éste depositó a sus amigos de nuevo en el pasto.
—Entonces nosotros también queremos jugar. Ella es Karina. —Mauricio no se atrevió a presentarla como su novia, dado que aún no habían discutido el asunto—. Karina, ellos son Hugo, Paco y Luis.
—¡No es cierto! ¡Nos llamamos Martín, Iván y Francisco! —El niño apuntó con el dedo a medida que decía los nombres.
—Aaaah, es verdad. Qué mala memoria tengo. Tal vez me han dado demasiados golpes en la cabeza jugando al rugby.
Karina se unió a la risa de los chiquillos. A Mauricio le gustaba verla así, totalmente despreocupada. Le pasó el disco de plástico y dijo:
—Las damas primero. Niños, sepárense. ¡A quien atrape el disco más veces le haré dar una vuelta en el aire!
—¡Sí! ¡Vuelta mortal! —exclamaron los chicos al unísono, obedeciendo la orden. Solían actuar en forma coordinada; de ahí los apodos, aunque no fueran hermanos.
La siguiente hora transcurrió entre lanzamientos de disco, resbalones, chapoteos, una llovizna adicional y muchas carcajadas. La chica cayó varias veces sobre el pasto húmedo y Mauricio la ayudó a levantarse; él cayó también, pero sus cuatro acompañantes no habrían podido levantarlo ni siquiera entre todos, de modo que tuvo que hacerlo él mismo. La temperatura, mientras tanto, había bajado. Mauricio decidió terminar el juego y mandar a los niños a casa antes de que se enfriaran, no sin antes dar al ganador la voltereta prometida. Karina puso cara de horror al ver a Mauricio lanzar al chiquillo sobre su cabeza como si fuera un muñeco de trapo, pero en verdad pesaba muy poco, y él mismo nunca fallaba en atajar el balón, que era bastante más pequeño. El niño se rió.
—Váyanse ahora o pescarán un resfriado, aunque estemos en primavera —ordenó el joven. Los chicos se despidieron con abrazos. Uno de ellos le preguntó a Mauricio, en susurros, si Karina era su novia, a lo que él respondió con un «ya veremos» y un guiño.
—Eres genial con los niños —le dijo la muchacha mientras veía alejarse al trío de amigos.
—¿Te parece? Es que me encantan. Toda esa energía, pero sin presiones. —Mauricio observó a la muchacha—. Yo tenía razón.
—¿Sobre qué?
—Tienes barro hasta en la cara, pero te ves bonita de todas maneras. —Tomó ambas manos de la chica entre las suyas—. Tus dedos están helados. Deberías volver a casa tú también.
—¿No vendrás conmigo?
—¿Con este aspecto? ¿Qué diría tu padre? Tengo la sospecha de que me haría arrestar si ensuciara alguna alfombra, ¿o me equivoco?
Karina le respondió con un silencio significativo.
—Vete a casa —repitió él—. Ya nos veremos mañana en la obra. Estoy seguro de que será un éxito.
—Eso espero.
La muchacha se alejó... pero luego retrocedió lo andado, se puso de puntillas y besó a Mauricio en la boca.
—Te amo —le dijo, y se marchó corriendo en dirección a su hogar sin darle tiempo al joven de responder.
Mauricio seguía ahí plantado cuando empezó a llover otra vez. Quieto y silencioso... pero con una enorme sonrisa embobada.
En algún momento recogió su paraguas, aunque ya no tenía mucho sentido que lo abriera porque estaba ensopado hasta los calzoncillos. Volvió a su propia casa sintiendo el golpeteo del agua en su cabeza y hombros, y si no se puso a bailar y cantar fue porque aún no había superado el impacto de aquellas dos palabras maravillosas.
7
Arturo le había dicho que se presentara en el teatro cuatro horas antes de la función, y todo por la cuestión del maquillaje. A Mauricio no le pareció mal... pero estaba algo preocupado porque no había podido comunicarse con Karina en todo el día. Ni siquiera por SMS. Sin embargo, Arturo no se veía preocupado, de modo que la muchacha debía de estar en camino, o como mínimo no había llamado para avisar que no vendría.
Cuando ella al fin apareció, no había ni una pizca de luz en su mirada. Incluso pasó junto a Mauricio sin verlo, y él no pudo llamar su atención porque el maquillista le había dicho que no moviera la cara hasta nuevo aviso. ¿Qué rayos le pasaba a la chica?
No tuvo tiempo de preguntárselo, pues aún lo estaban maquillando cuando empezó la función. Mauricio no podía escuchar la obra desde su silla, de modo que la imaginó en su cabeza, esperando a que terminaran con él de una buena vez y lo llamaran para su primera escena.
—Hace calor —dijo en cierto momento.
—Pues trata de no sudar o se te despegarán las prótesis. ¿Quieres agua?
—Sí, gracias. ¿Cómo quieres que haga para no sudar?
—Eh... ¿control de la mente sobre el cuerpo?
Mauricio habría soltado una carcajada si no fuera porque el maquillista le había prohibido reír. El hombre le sirvió el agua en un vaso con pajilla. Más tarde le puso una peluca hirsuta, se la ajustó con unas pinzas y dijo:
—Bien, ya puedes mirarte en el espejo. Quedaste aterrador. En serio, no me gustaría encontrarme contigo en un callejón oscuro.
El joven se mostró de acuerdo. Pudo reconocer su propia cara por debajo de las prótesis y la pintura, pero se veía como si hubiera sufrido un accidente muy grave con ácido sulfúrico.
—Ugh. Creo que voy a tener pesadillas en la madrugada.
—¿Un tipo tan grandote como tú? No lo creo. Vete ya, no falta mucho para que tengas que salir al escenario. Y recuerda lo de no sudar. Quédate en algún sitio fresco cuando no estés actuando. Ven enseguida si se te desprende algo.
—Entendido.
Mauricio se encontró con Arturo, quien a su vez iba de camino a buscarlo.
—¡Ah, por fin llegas! —dijo el hombre—. Ya casi te toca salir. Ponte ahí.
Mauricio obedeció. Desde donde estaba podía espiar al público, y sintió orgullo, a la vez que algo de temor, al ver que el teatro estaba lleno.
No vio a Karina por ninguna parte. En la escena anterior ella debía ponerse a llorar al enterarse de que Leandro, con quien su personaje se había casado en secreto después de la huida, aparentemente había fallecido en un accidente. Esto último no era cierto, claro; Milton, el prometido de Elena, era en realidad un demonio que anhelaba el alma pura de la joven, y al sentirse despechado había capturado a su esposo para convertirlo en un monstruo asesino. A Mauricio le tocaba aparecer en medio de una nube de humo después de que Milton dijera la maldición, justo antes del final de la escena.
Arturo le hizo una señal. Milton pronunció varias palabras en latín, el escenario se llenó de humo, Jorge se escabulló sin ser visto, y Mauricio tomó su lugar tratando de no pensar que, en pocos segundos, cientos de personas estarían pendientes de él.
El humo se disipó. Mauricio, quien se había tendido rápidamente en el suelo, se levantó como si le costara un gran esfuerzo. Contempló sus manos, palpó su rostro con mucho cuidado de no estropear el maquillaje y después lanzó un grito de horror. Gabriel, el joven que hacía de Milton, se aproximó a él componiendo una expresión absolutamente malvada.
—Vete ahora, monstruo —le dijo a Mauricio—. Ve y mata para mí. Destruye todo lo que Elena ha amado alguna vez, pero déjala a ella para el final, pues quiero estar ahí para verla morir. Toma. —Milton le pasó el cuchillo de utilería y le puso una capa sobre los hombros y la cabeza—. Serás la sombra que ejecute mi venganza. ¡Vete!
Mauricio tomó el cuchillo y lo contempló al principio como si no supiera para qué servía. Luego fingió una expresión macabra y se retiró del escenario. Detrás de él, Milton debía sonreír.
Ahí acababa la escena, de modo que bajó el telón.
—Lo hiciste muy bien —le dijo Arturo a Mauricio.
—Gracias. ¿Dónde está Karina?
—Creo que se fue por allá. No te distraigas, pronto tendrás que volver al escenario.
—Lo sé. No hay problema.
Mauricio encontró a la muchacha en un rincón perdido tras bambalinas, recostada contra una pared y con la mirada baja. Cuando levantó la cabeza, el joven vio que tenía los ojos algo hinchados, y no por el llanto falso que ameritaba la obra.
—Te ves horrendo —dijo ella, usando un tono de voz inexpresivo que Mauricio nunca le había escuchado.
—Lo sé. Ese maquillista es genial. ¿Por qué no contestaste ninguna de mis llamadas?
—No quiero hablar de eso ahora. Tengo que concentrarme en la obra.
—Eh... ¿hay algo por lo que deba disculparme?
—¿Qué? No, de ninguna manera. Es que... —Karina suspiró—. Te lo diré cuando acabe la obra. Necesito estar sola un rato.
—Está bien. Yo... tengo que irme. Toca el primer asesinato. Creo que va a ser divertido.
Mauricio no logró contagiarle su sonrisa a la chica. Le habría gustado darle un beso para reanimarla un poco, pero no podía a causa del maquillaje.
—Hablaremos luego, entonces. Mientras tanto, haré mi mejor esfuerzo para quedar bien en la grabación.
—Gracias.
Mauricio se obligó a despejar su propia mente para no olvidar lo que tenía que hacer. Menos mal que no le tocaba decir nada, porque seguro se habría hecho un lío. Enfrentó a su «víctima» en el escenario, rompió el saco de sangre artificial sin cometer un solo error, gruñó donde le correspondía gruñir y sintió una ligera satisfacción al escuchar las exclamaciones de horror del público.
Una pelea familiar, fue lo primero que se le ocurrió apenas bajó el telón. Tal vez el padre de Karina le había dicho que ya no debía juntarse con él, por eso de que no tenía estudios terciarios. ¿A qué senador le gustaría que su brillante hija fuera la novia de un deportista desconocido con un empleo de medio tiempo como repartidor? Seguro pretendía emparejarla con algún abogado durante la campaña electoral.
Vigiló a Karina durante sus escenas, pero fuera cual fuese la causa de su estrés emocional, no afectó su desempeño. Llegaron así hasta el final de la obra, en el que Elena seguía al monstruo hasta la casa del demonio.
Mauricio se detuvo en medio del escenario y giró hacia Karina, al darse cuenta su personaje de que Elena se hallaba justo detrás de él. Ella debía mostrar temor, por supuesto, pero también la valentía de una joven dispuesta a hacer cualquier cosa para impedir una tragedia.
—¡Leandro! Leandro, tienes que detenerte. Por favor. Suelta ese cuchillo y ven conmigo. Encontraremos la forma de arreglar... lo que sea que te haya sucedido. No puedo creer que hayas cometido todos esos crímenes por voluntad propia.
Mauricio gimió. Era el titubeo del monstruo, quien no se decidía entre escuchar a Elena o seguir las órdenes del demonio y matarla. En ese momento apareció el actor que hacía de Milton.
—¡Corre! —le advirtió Elena—. ¡Corre o te matará como a los demás!
—No lo creo —dijo Milton, y le hizo una seña al monstruo para que se inclinara ante él. Mauricio se puso de rodillas y Gabriel le acarició la peluca—. Tenías que acabar con los padres de ella, ¿qué fue lo que salió mal? ¿Acaso mis órdenes no fueron lo bastante claras?
—¿De qué estás hablando? —preguntó la muchacha.
—Se suponía que tú ibas a redimirme, Elena. Un alma pura para compensar la pérdida de la mía, una luz que alejaría de mi espíritu cientos de años de corrupción y oscuridad. Nuestro matrimonio sería mi puerta a la salvación... pero tenías que dejarme por este estúpido trovador. Dime, ¿no te ofrecí todo lo que pudieras desear? ¿No fui bueno contigo?
—Entonces... ¿es obra tuya? ¿La transformación de Leandro? ¿Tú le ordenaste que matara a nuestros seres queridos?
—Pues claro que fui yo, ¿quién más podría haber convocado poderes tan tenebrosos? Cuando te fuiste perdí mi última oportunidad de volver al buen camino. Me dejaste sin nada... y decidí pagarte con la misma moneda.
Karina sollozó.
—Yo no lo sabía —se defendió Elena—. Podrías haberme pedido ayuda. ¿Cómo puedes culparme por huir de ti, si tú mismo admites que eres... una criatura del mal?
—Ni siquiera me diste una oportunidad. Preferiste seguir a tu corazón antes que cumplir con tu deber, y ahora sufrirás las consecuencias. Tú y el desgraciado que se atrevió a apartarte de mí. Monstruo, ¡mátala ya!
Mauricio alzó el cuchillo, se puso de pie y caminó hacia la muchacha. Karina fingió que tropezaba y se dejó caer al suelo con un brazo extendido en un gesto de súplica.
—¡Leandro, no lo hagas! ¡Soy yo, tu Elena! ¡Tu esposa, la mujer que amas! La mujer que te amó desde el primer momento que te oyó cantar.
Ahora le correspondía a Mauricio detener la puñalada en el último centímetro, lanzar un grito final... y dar la vuelta para arrojarse sobre Milton y clavarle el cuchillo en el corazón. Por un segundo estuvo en peligro de tropezar con su propia capa, pero se las arregló para ejecutar los movimientos correctamente. La bolsita de sangre falsa reventó en el pecho de Gabriel, manchándole toda la camisa. Su personaje puso cara de sorpresa.
—No. No puede ser —dijo Milton, llevándose ambas manos al pecho—. Nadie puede matarme, sólo uno de mi especie. A no ser... —El demonio soltó una risa irónica, contemplando al monstruo—. Ya veo. Te convertí en uno de los míos. Ah...
Milton se derrumbó. Mauricio tuvo que admirar el talento de Gabriel: realmente le salió bien la expresión de «me lo merezco por estúpido», mezclada con la supuesta agonía. No podría haber interpretado mejor la muerte de su personaje.
Karina fue hacia Mauricio y puso una mano en su espalda. El joven se dio vuelta... y le entregó a Elena el cuchillo, apuntando luego a su propio corazón.
—No —dijo ella. Mauricio acomodó el arma en manos de la chica y la hizo apoyar la punta de la hoja sobre su pecho—. No. Leandro... Tiene que haber un modo de salvarte...
Pero no lo había, porque el demonio había muerto pero la maldición persistía. Elena comprendió al fin que la única salida para su amado era la muerte, y le clavó el puñal de un solo empujón. Mauricio sintió un leve pinchazo antes de que la hoja falsa se retrajera en la empuñadura.
—Te amo —dijo Elena.
Mauricio cayó de espaldas. Se dio un golpe bastante fuerte contra las tablas del escenario, pero estaba acostumbrado a los coscorrones, de modo que ni siquiera respingó. Karina recostó la cabeza sobre su pecho y se echó a llorar.
Lo que ella hizo a continuación no estaba en el libreto. La chica besó a Mauricio en los labios, un beso de verdad. A pesar del maquillaje, él sintió que le caía una lágrima sobre la mejilla.
No vio el resto de la escena porque debía mantener los ojos cerrados, pero era fácil de imaginar: una luz brillante aparecería desde un costado iluminando a Jorge, o sea, el espíritu libre de Leandro. Éste tocaría su laúd por última vez para Elena, en un gesto de despedida hasta que volvieran a reunirse en el más allá. Mauricio escuchó la melodía en los altavoces.
—La muerte no podrá separarnos por mucho tiempo —dijo Karina—. Espérame. Te amo.
Ahora la luz tenía que apagarse para que Jorge desapareciera de nuevo en la oscuridad. Mauricio oyó a Karina levantar el cuchillo; su personaje estaba considerando en ese instante la idea de quitarse la vida, pero no llegaría a hacerlo porque...
—¡Elena! ¡Hija!
Los padres de la muchacha fueron hacia ella para abrazarla, disuadiéndola de matarse.
—Apartémosla del monstruo —le dijo el padre de Elena a su esposa.
—Él no era el monstruo —replicó Karina, todavía recostada sobre Mauricio—. Ése era el monstruo. Llévenme a casa.
Karina besó a Mauricio en la frente, lo cual sí estaba en el guion, y luego permitió que sus padres falsos la retiraran del escenario. El telón descendió con un leve crujido de poleas y el roce del terciopelo.
Mauricio no se levantó de inmediato. Por un segundo le preocupó que la obra no hubiera gustado, pero entonces sonaron los aplausos, y fueron bastante enérgicos, además. Gabriel sí se levantó enseguida.
—Eh, grandote, no te duermas —le dijo a Mauricio, quien al fin se puso de pie. Sus compañeros de reparto se le unieron a la espera de que volviera a subir el telón.
Pensó que Karina se pondría a su lado, pero la muchacha terminó a dos cuerpos de él y Mauricio no pudo verle la cara cuando subió el telón y los aplausos se reavivaron. Esperaba que estuviera conforme, al menos. ¿Habría venido su amiga a grabar la obra?
El telón bajó después de una última reverencia. Mauricio no estaba dispuesto a permitir que Karina huyera de él otra vez, de modo que la siguió por el corredor y se plantó frente a ella.
—¿Me dirás ahora qué sucede? ¿Acaso se ha muerto alguien?
Karina negó con la cabeza.
—Entonces ¿qué te pasa? —insistió Mauricio. Ella tomó aire y respondió de mala gana:
—Mi padre ha decidido que tenemos que mudarnos a la capital. Va a poner nuestra casa en venta. Ya hizo el primer pago para la otra. Incluso me reservó lugares para seguir con todos los cursos que estoy tomando aquí.
—Pero... ¿cuándo vas a mudarte?
—En tres días. Mi padre quiere estar allá antes de que empiece la segunda vuelta de las elecciones, así que sólo volveré para cumplir con las demás funciones de la obra.
Mauricio se sintió como si le hubieran dado un puñetazo en plena cara con un guante de boxeo. Tres días. Y a la capital. Era un viaje largo hasta allá, incluso en automóvil. Más de seis horas en un día de tráfico ligero. Con lo ocupados que solían estar Karina y él, casi no tendrían oportunidad de verse en persona.
La chica tenía los ojos brillantes y una expresión de infelicidad.
—¿Tú quieres mudarte? —le preguntó Mauricio. Ella repitió el gesto negativo—. Entonces podrías...
—Tengo que ir a cambiarme —lo interrumpió Karina—. Mi padre dijo que estaría esperándonos afuera a mi madre y a mí apenas terminara la obra. Tuvimos una discusión y no quiero enfadarlo más de lo que ya está. Perdóname.
La chica se fue a toda prisa, dejando a Mauricio completamente desconcertado. Él había planeado decirle que pensaba unirse al curso de actuación el próximo año, para que estuvieran juntos. También había planeado devolverle aquel «te amo» del parque. ¿Cómo podía haberse ido todo al carajo en tan pocos segundos?
Pensó en correr tras Karina, pero luego recordó que aún tenía el maquillaje de monstruo, y no sería buena cosa que el padre de la muchacha lo viera así. Se armó de paciencia y volvió con el maquillista, preguntándose, mientras tanto, qué rayos debía hacer ahora.
Sólo tuvo que visualizar el rostro de Karina, embargado de tristeza, para obtener la respuesta que buscaba.
Decidió no esperar hasta el lunes. Apenas recuperó su aspecto normal, se despidió rápidamente de sus padres y de Lucas, marchó al hogar de Karina y tocó el timbre. Faltaban quince minutos para las once. Había unas cuantas luces encendidas, no obstante, y también sonaban voces en el interior. Mauricio no captó las palabras... pero sí el tono agresivo de las mismas. Era otra pelea.
Pasaron varios minutos hasta que Silvia abrió la puerta. La dama tenía el ceño fruncido, la boca curvada hacia abajo, los ojos secos pero enrojecidos.
—Hola —dijo Mauricio.
—¿Qué haces aquí? Disculpa, pero no es un buen momento.
—Lo sé. Justamente por eso es que vine. Necesito hablar con Karina.
—No estoy segura de que...
—Tengo algo que decirle, y creo que es mejor que se lo diga ahora mismo.
—Bien. Espera un segundo.
La mujer se retiró. De nuevo se oyeron frases acaloradas, y entonces Karina tomó el lugar de su madre en la puerta. Ella sí tenía el rostro húmedo de lágrimas.
—Mauricio, ¿qué...?
—Yo también te amo.
La chica se quedó muda.
—Vamos, no puede ser que esto te sorprenda —añadió él—. No después de todo lo que ha pasado entre nosotros.
Nuevas lágrimas surcaron las mejillas de Karina, quien se las enjugó con la manga.
—Te dije que vamos a mudarnos —respondió con voz quebrada.
—Sí. Y por lo que veo en tu cara, no te gusta la idea. Quisiera pensar que es sólo por mí, pero supongo que tienes más razones.
La chica dudó, luego tomó aire y dijo:
—En realidad sí es por ti. Y mi padre dice que no tengo derecho a estropear sus planes ni mi futuro por un muchacho que apenas conozco.
—Oh. ¿Y tú estás de acuerdo con él?
Karina movió la cabeza de un lado a otro.
—Múdate conmigo —dijo Mauricio.
—¿Qué?
—Te dije que estoy por hacer el primer pago de un apartamento. Múdate conmigo. Al diablo la campaña de tu padre, termina tus estudios aquí. Total, me da la impresión de que no te interesa para nada la política, ¿estoy en lo cierto?
Antes de que Karina pudiera contestar, su padre la hizo a un lado y le echó a Mauricio una mirada todavía más severa que la primera vez.
—Acabas de interrumpir una discusión familiar —dijo el hombre—. Retírate, por favor.
—No.
—¿Disculpa?
—No, no voy a retirarme. No antes de que ella me conteste.
—¿Contestar qué?
—Si acepta o no mudarse conmigo al apartamento que voy a comprar.
—¿Qué? —El hombre encaró a su hija—. ¿Qué locura es ésta?
—Papá...
—Ni sueñes que voy a dejarte aquí con él. He invertido mucho en tu educación y es hora de que pongas algo de tu parte. Cuando empiece la campaña...
—Cuando empiece la campaña, ¿qué? —lo interrumpió ella, cambiando su tono por uno mucho más firme—. ¿Vas a presentarnos ante la prensa como la familia perfecta? No lo somos, papá. Nos tratas a mamá y a mí como si fueras el capitán de un ejército, sin preguntarnos jamás qué es lo que queremos, y te enfadas si no seguimos tus instrucciones al pie de la letra. Yo paso diez horas al día estudiando, apenas si duermo y casi no tengo amigos. Mamá te acompaña de un lado a otro como un perro... y ni siquiera has notado que bebe en secreto.
—¡Karina! —protestó Silvia en alguna parte. La chica miró hacia atrás.
—Lo siento, mamá, pero te he visto. Y es hora de que pares.
—No está bien que me hables así enfrente de extraños —dijo Humberto.
—¡Mauricio no es un extraño! De acuerdo, no lo conozco mucho, pero ha sido mejor conmigo en estas pocas semanas que tú en los últimos cinco años. Y yo lo amo. Lamento que no te guste.
Ésa es mi chica, pensó Mauricio, sintiendo una oleada de orgullo. No cualquiera se habría enfrentado a un padre tan imponente.
Karina se giró hacia Mauricio y dijo:
—Ese edificio al que vas a mudarte... ¿admite mascotas?
—No vi ningún cartel que dijera lo contrario. Y antes de que lo preguntes, con gusto aceptaré a Lulú.
—Entonces me voy a empacar.
—Adelante. No tengo prisa.
La muchacha entró a la casa y subió las escaleras. Su padre fue detrás de ella vociferando como un ogro, pero considerando que su hija ya era mayor de edad, en realidad no había nada que pudiera hacer para retenerla. Mientras tanto, Mauricio se vio cara a cara con la madre de Karina.
—Lo siento —dijo él—. Me habría gustado que las cosas fueran de otra ma...
—No te preocupes. Mi esposo no era así antes, pero... ha cambiado bastante desde que entró en la política. No me gustaba lo que le estaba haciendo a nuestra hija, pero no sabía cómo pararlo. ¿Tú la cuidarás?
—La he cuidado antes.
La mujer sonrió.
—Es verdad. Lo del perro. —Silvia miró hacia el interior de la casa por un momento—. Es probable que mi marido no quiera pasarle más dinero para los estudios, pero no te preocupes: tengo una cuenta propia en el banco, yo cubriré esos gastos.
—Oh. Me quita un peso de encima, gracias.
—Te dije antes que puedes llamarme Silvia.
—Perdón, lo había olvidado. Silvia.
La madre de Karina volvió a sonreír. Tenía ojeras profundas, y si era verdad que había empezado a beber, más le valía buscar ayuda, especialmente ahora que tendría que apechugar con su marido ella sola. Mauricio, sin embargo, pensó que la mujer saldría adelante tarde o temprano. Karina se parecía más a ella que a su padre, por lo que ambas debían de ser igual de valientes.
La muchacha regresó a los veinte minutos cargando una maleta en una mano y a su perrita en la otra. Mauricio tomó el equipaje sin decir palabra. No habría podido hacerse oír, de todas maneras, porque Humberto seguía vociferando. Karina aprovechó un momento en el que su padre tomó aire para decirle:
—Vendré por la mañana a buscar el resto de mis cosas. Te quiero, papá, pero ya no puedo vivir cerca de ti. Eres agobiante. Adiós.
El hombre se quedó en el umbral, boquiabierto y confundido. Mauricio le echó un vistazo por encima del hombro, pero Karina ya no volvió a mirarlo.
A medio camino, la muchacha se detuvo como si de repente le faltara el aire.
—¿Qué acabo de hacer? —balbuceó. Sonriendo, Mauricio la abrazó y plantó un beso en su frente.
—Tranquila, estaremos bien. Tú eres disciplinada, yo me he vuelto disciplinado porque mi entrenador es todavía peor que el capitán de un ejército, y tu madre y mis padres nos echarán una mano mientras haga falta. Entonces, sólo me queda una pregunta.
—¿Cuál?
—¿Ya puedo decir que eres mi novia?
Karina se echó a reír, y acto seguido le dio a Mauricio un sonoro beso en la boca.
—Pues claro que soy tu novia, gigantón. Y tú eres mi enorme monstruo adorable. Hacemos tan buena pareja como Shrek y Fiona.
—Shrek y Fiona, ¿eh? Me gusta eso.
Se dieron otro beso y caminaron enlazados el resto de la distancia, bajo las farolas del alumbrado público, con Lulú dando vueltas alrededor de ambos.
8
Detrás del escenario, Mauricio se ajustó la capa y la máscara. Le hizo gracia que le temblaran un poco los dedos; había jugado o actuado frente a las cámaras o miles de personas sin ningún problema, pero esto... esto era un poco más intimidante.
—Respira —dijo una voz femenina detrás de él. Mauricio sonrió antes de dar media vuelta. Karina estaba preciosa con su vestido anticuado y el pelo recogido en varias trenzas, pero lo que a él más le importaba era su expresión de felicidad—. A ver, déjame arreglarte el nudo de la capa. No querrás que se desate en medio de la escena.
—¿Qué tal el público? —preguntó él—. ¿Difícil de complacer?
—Totalmente implacable. Pero no te preocupes, vamos bien.
—Trataré de no temblar, entonces.
Karina soltó una risita.
—No exageres, tú no le tienes miedo a nada. Ni siquiera a mi padre, lo cual es decir mucho.
—Hablando de parientes, hazme recordar que pasemos a comprar el vino para la cena en casa de tu madre.
—Claro.
Los dos intercambiaron una mirada afectuosa. Luego ella le levantó la máscara para darle un beso en privado, aunque más tarde tendrían que volver a besarse en el escenario.
—Te ves hermosa —dijo él.
—Y tú te ves hermosamente horrible. —Karina le dio otro beso, éste más rápido—. Sal y asústalos. ¡Pero no mucho!
—No, cariño.
Mauricio reacomodó su máscara y salió al escenario, deslizándose de sombra en sombra hacia el actor que hacía del padre de Karina. Era una versión teatral de La bella y la bestia, y cientos de espectadores dieron un respingo al ver al monstruo. Es decir, cientos de espectadores menos uno.
—¡Ése es mi papá! —dijo el niño de cuatro años en la primera fila, haciendo sonreír a Mauricio por debajo de la máscara. A lo largo y ancho del teatro, numerosos chiquillos y sus respectivos padres se rieron por lo bajo ante la inesperada declaración; probablemente les habría hecho gracia aunque hubiesen sabido que era cierta.
Un público implacable, ¿eh? Tendría que ponerse a la altura, entonces, pensó Mauricio... y acto seguido profirió su mejor gruñido de monstruo furioso.
FIN