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UNA RELACIÓN PERFECTA
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1

 

Natalia levantó un poco la cabeza y cerró los ojos, disfrutando del sol y la brisa en su cara. Por unos segundos también separó los brazos del cuerpo, como si fuera una mariposa con las alas extendidas calentándose sobre una flor.

—Amiga, con esa expresión que tienes ahora mismo, cualquiera diría que acabas de salir de prisión —le dijo Sonia, de pie junto a ella. Natalia soltó una risita y abrió los ojos.

—Hacía mucho tiempo que no venía a este parque. Ya sabes: trabajo, trabajo y más trabajo.

—Te entiendo. Algunas semanas paso más horas en el hospital que en mi propia casa. Pero vengo aquí siempre que puedo. ¿No es un lugar fabuloso?

—Totalmente.

Y lo era. El parque ocupaba varias manzanas, tenía un lago en su centro y un montón de senderos para pasear entre los árboles. También había mesas aquí y allá para que las familias se sentaran a merendar, y esculturas de bronce con forma de animales salvajes: pumas, lobos, leones, jabalíes, incluso un par de bisontes. Los niños se subían a ellas y pedían a sus padres que les sacaran fotos.

—Deberíamos comprar un helado —propuso Sonia—. Hay un vendedor ambulante que casi nunca falta los fines de semana. ¿O preferirías algo salado, como unas salchichas?

—No, mejor el helado. Hace calor.

—¡A cazar al heladero, entonces!

Natalia volvió a reír. Era una de las cosas que le gustaban de Sonia: al poco rato de estar con ella no tardaba en contagiársele su buen humor.

Siguieron caminando después de hallar al heladero, contándose una a la otra diversas anécdotas del trabajo, hasta que se toparon con un hombre joven sentado en un muro. A su lado había un caballete y un cartel que anunciaba la venta de retratos o caricaturas. En ese momento el artista estaba desocupado, y aprovechaba su descanso para comer un emparedado y arrojar trozos de pan a un pato que había salido del lago.

—Uh, lo he visto trabajar —le dijo Sonia a su amiga—. Es buenísimo. ¡Ven, vamos a que nos haga una caricatura!

Antes de que Natalia pudiera responder, Sonia la arrastró hacia el joven y lo saludó, ahuyentando al pato. El artista dejó su merienda en el muro, se puso de pie e hizo una especie de reverencia. Sonia rió, Natalia enarcó las cejas.

—Buenas tardes, señoritas —dijo él—. Espero que hayan venido a solicitar mis humildes habilidades artísticas.

—Desde luego —replicó Sonia—. Yo quiero una caricatura. ¿Tengo que acabar mi helado primero?

—No hace falta, puedo caricaturizar al helado también. Por favor, tome asiento, bella dama.

—Uy, qué gentil. Así da gusto que la dibujen a una.

Sonia se sentó en una silla plegable; mientras tanto, el joven preparó las herramientas y contempló a su nueva modelo con expresión analítica.

—¿Puedo hacer caras raras? —dijo ella.

—Desde luego. —Sonia hizo muecas de diversas clases, posando con el helado cerca de su cara—. ¡Ah, ésa me gusta! Quédese así, señorita. No tardaré mucho.

El hombre empezó a dibujar con trazos rápidos. Había tratado a Natalia y a Sonia como si fuera un caballero cincuentón ante un par de universitarias, pero en realidad no debía pasar de los veinticinco o veintiséis años, unos diez menos que ellas. Era bastante guapo, observó Natalia. Alto, de buena figura, con cabello castaño y ojos verde agua enmarcados por largas pestañas. Del tipo que hacía suspirar a las adolescentes. Natalia, sin embargo, no era una adolescente, de modo que apartó la mirada del artista y observó el dibujo que iba tomando forma sobre el papel.

El joven terminó la caricatura en menos de diez minutos y se la pasó a Sonia, quien la miró y soltó una carcajada.

—Oh, ¡me encanta! ¿La has visto, Nat? —Natalia asintió. El dibujo captaba a la perfección los rasgos de Sonia, quien con la boca abierta pretendía devorar de un solo bocado a un helado de chocolate con expresión aterrorizada—. Oye —le preguntó al artista—, ¿tendré que pagarte derechos de autor si alguna vez quiero tatuarme tu dibujo en mi trasero?

—No, no cobro derechos de autor por estos retratos, sólo la tarifa normal —dijo él sonriendo.

—¡Perfecto! Pero tendré que tatuármelo mientras aún soy joven y mi trasero está firme y sin arrugas... —Sonia se levantó de la silla—. ¡Ahora te toca a ti, Nat!

—En realidad yo no...

—¡Oh, vamos, tienes que hacerte una caricatura tú también! Así las mostraré en el hospital y le conseguiré más clientes a este talentoso dibujante.

—Gracias por eso —intervino él.

—Ya, pero... —protestó Natalia una vez más. Fue en vano. Sonia la agarró por los hombros y la puso en la silla que había ocupado ella misma segundos antes. Resignada, Natalia miró al hombre—. Ah... ¿es obligatorio hacer caras raras?

—No, sólo una expresión con la que se sienta cómoda, encantadora dama.

—Oh. Bueno.

Natalia se esponjó un poco el cabello y trató de sonreír. ¿Por qué se sentía tan rara de repente? Nunca le habían hecho una caricatura, pero sí había dado conferencias y se había sacado fotografías profesionales para la página web de la agencia donde trabajaba. Aquello no era tan distinto, y sin embargo no se encontraba a gusto en la silla.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó Sonia al hombre.

—Miguel.

—¿Como Miguel Ángel?

—¡Ja! Sí, pero ya quisiera ser tan bueno y famoso. —Él sonrió de nuevo y a Sonia le brillaron los ojos. Tenía buenas razones para ello. Aquel joven era apuesto estando serio, pero resultaba fácil dejar eso de lado cuando sonreía, porque entonces afloraba a su rostro una especie de luz interior que le daba otra clase de atractivo. Tanto, de hecho, que en esos instantes ni siquiera habría importado que fuera físicamente feo.

—¿Y aprendiste a dibujar por ti mismo? —continuó Sonia.

—No, fui a una escuela de arte y tomé algunos cursos por correspondencia. ¿Y ustedes a qué se dedican, señoritas?

—Yo soy enfermera. Mi amiga trabaja en una agencia de publicidad.

—Bonitas e inteligentes. Vaya, hoy estoy de suerte.

Le guiñó un ojo a Natalia, y aunque parecía en broma, ella no pudo evitar sonrojarse. Seguía sin entender el porqué de su inquietud. Sonia dijo algo divertido, el hombre se echó a reír con ella, y entonces Natalia se dio cuenta al fin de lo que andaba mal: ella no encajaba. Había podido compartir la alegría de Sonia, pero ahora que ambas estaban con una tercera persona igualmente alegre, Natalia se había apagado como una lamparita.

—Oye, eres lindo —dijo Sonia—. ¿Te has hecho autorretratos alguna vez? Te compraría uno de inmediato si así fuera.

Esta vez fue Miguel quien se sonrojó. De pronto parecía como si tuviera quince años.

—Unas pocas veces, para practicar técnicas diferentes —respondió—. Pero no los he conservado. No soy vanidoso.

—Bonito y humilde. Nosotras también estamos de suerte, ¿eh, Nat?

—No seas babosa —contestó Natalia, arreglándoselas para sonreír de nuevo. Mientras tanto, el hombre descolgó su dibujo del caballete, escribió algo en él con un marcador y se lo entregó haciendo una segunda reverencia.

—Espero haberle hecho justicia a mi adorable modelo.

Natalia miró el retrato. Miguel la había dibujado como a una princesa de Disney, con un vestido anticuado y rodeada de pajaritos, y en el globo de diálogo ponía: «Soy tan guapa que hasta salgo bien en las caricaturas.» La mujer sonrió, pensando que nadie le había hecho un cumplido tan encantador. Espiando por encima de su hombro, Sonia rió y dijo:

—¡Quedaste genial! Esto ya no vale para tatuárselo en el trasero, Nat, ¡tienes que colgarlo en tu oficina!

—¿Qué? ¿Estás loca? ¿Qué van a decir mis colegas?

—Que tu marido fue un estúpido por dejarte.

—No, más bien empezarán a llamarme «princesa» y me harán un montón de bromas tontas. —Natalia se dirigió a Miguel—: Pero sí me gusta la caricatura, es fenomenal.

—Gracias. —La sonrisa del joven fue un poco más amplia esta vez, y se le formaron hoyuelos en las mejillas.

—Tenemos que irnos —le dijo Natalia a su amiga, y ambas pagaron por sus respectivas caricaturas—. Te deseo suerte con tu arte, Miguel. En verdad tienes talento.

—Y si no, podrías buscar trabajo como modelo de ropa interior —dijo Sonia. Natalia le dio un codazo discreto—. Nos vemos, Miguel Ángel.

Una vez que estuvieron lejos del artista, Sonia se frotó la zona del golpe con un gesto cómicamente exagerado.

—Oye, no hacía falta recurrir a la violencia.

—¿Qué fue todo eso? ¿Te has olvidado de que tienes novio?

—Fue un coqueteo inocente. Y él es divino. Si se sentara a dibujar sin camisa, tendría una larga fila de clientes, o más bien clientas, todos los días. Además, era a ti a quien miraba.

—No seas tonta.

—¿Tonta? ¿En serio no te diste cuenta? Chica, sí que estás fuera de juego.

—No creo que me estuviera mirando. Se nota que soy bastante mayor que él. Y aunque fuera cierto lo que dices, no hace ni cuatro meses de mi divorcio. Y no soy de esas mujeres descocadas que se van a buscar tipos más jóvenes.

—Amiga, estás hablando como si ya fueras vieja. ¿Te has mirado al espejo? Todavía no necesitas bótox ni cirugías. Y él no era un niño. Nadie va a acusarte de ser una asaltacunas.

—Eres terrible, ¿lo sabías?

—Por supuesto. Es por eso que me necesitas como amiga. Alguien tiene que pensar todas esas cosas terribles por ti.

—Debería pegarte otro codazo.

Como respuesta a eso, Sonia le pasó a Natalia un brazo por los hombros, le dio un beso en la mejilla y las dos rieron. Habían sido amigas desde que tenían cinco años, y se entendían a la perfección.

Se despidieron en la entrada del parque prometiendo reunirse de nuevo antes de que acabara el mes. Sonia marchó hacia la parada de autobuses; Natalia, por otro lado, caminó hasta su apartamento en el centro de la ciudad. Era un trayecto largo, pero como su trabajo en la agencia publicitaria la obligaba a pasar mucho tiempo frente a un escritorio, aprovechaba cualquier ocasión para hacer ejercicio.

Su apartamento estaba en el piso nueve de un edificio de alta categoría. Natalia saludó al portero, tomó el ascensor y contempló su caricatura mientras subía. Cuanto más lo veía, más le gustaba. Quizás lo colgara en su oficina después de todo, al menos durante un tiempo. Estaba acostumbrada a que la consideraran atractiva, pero aquello era algo especial, pues no cualquiera podría dibujarla así. Si el joven artista se volvía famoso alguna vez, ella con gusto presumiría de tener una de sus primeras obras.

Entró a su apartamento, el cual estaba en absoluto silencio. Sus horarios laborales no le permitían tener mascotas, ni siquiera peces, porque a veces viajaba al extranjero y no conocía tanto a sus vecinos como para pedirles que les dieran de comer.

Su ex marido se había mudado con ella después de la boda, en un arreglo que pretendía ser temporal. La idea era comprar juntos una casa una vez que a él lo ascendieran en su propio trabajo, pero después de tres años el hombre se fue y ya no quedaba rastro alguno de su estancia en el apartamento, salvo las fotografías guardadas en una caja dentro del ropero. Natalia no lo echaba de menos... y lamentaba que así fuera. ¿Tan débil había sido su unión como para que no le dejara ninguna cicatriz emocional?

Oh, diablos, qué más daba. No tenía tiempo para pensar en esas cosas. Llevaba una vida activa, adoraba a sus colegas de la agencia, le pagaban un sueldo fantástico y vivía en un apartamento envidiable. Y era joven y bella, además. Incluso en forma de caricatura, pensó, sonriendo para sí.

Apoyó el dibujo en una repisa, buscó su computadora y retomó el proyecto que había dejado a medias por la mañana. Por más que fuera sábado, bien podía adelantar un poco de trabajo para el lunes.

 

2

 

Miguel agradeció que el domingo hubiera amanecido tan soleado como el día anterior. Tenía trabajo pendiente que podía hacer en su apartamento en caso de que lloviera, pero nada le gustaba más que pasar los fines de semana en el parque, bajo la sombra de los árboles, pillando clientes al azar. Los turistas eran especialmente agradables, y cuando él los saludaba en su propio idioma, lo cual había aprendido por Internet, a menudo le permitían guardar el cambio.

Acababa de llegar a uno de sus lugares favoritos, y estaba empezando a instalarse cuando vio a una de sus clientes del sábado. No la morena chistosa, sino la mujer de cabello castaño, piernas de bailarina y espectaculares ojos azules. Ella se sentó en el muro, contempló un momento el paisaje... y abrió su computadora portátil.

—¿En serio? —murmuró él, y resopló de indignación. Aquello simplemente no estaba nada bien, tenía que hacer algo al respecto. Dejando sus herramientas atrás, desanduvo trotando unos doscientos metros en busca de cierta persona con quien se había topado al llegar. Ah, allí seguía él, despidiéndose de una familia con ambas manos y una enorme sonrisa. Al ver a Miguel, el hombre extendió los brazos y puso cara de alegría como si no lo hubiera saludado apenas dos o tres minutos atrás. Miguel sonrió—. Hola de nuevo, colega. Oye, necesito tu ayuda. ¿Puedes venir un momento?

El mimo frunció el entrecejo y los labios como si preguntara para qué. Miguel le pasó un billete.

—Tengo un trabajo para ti. Digamos que es una misión especial.

El mimo dio unos saltitos, aplaudiendo, y siguió a Miguel fingiendo una gran emoción. El joven le señaló entonces a la dama en el muro, quien seguía tecleando en la computadora sin prestar atención a nada más.

—Hazle ver que es un día demasiado bonito como para tener la vista clavada en una pantalla —le indicó Miguel al mimo, quien hizo un gesto de preocupación—. Lo sé, es posible que se enfade por distraerla, pero te doy permiso para echarme la culpa, ¿de acuerdo? Te daré otro billete si consigues hacerla sonreír.

El mimo extendió una mano para estrechar la de Miguel. Una vez hecho el trato, el hombre caminó furtivamente hacia la dama y la contempló unos segundos, considerando su estrategia. Comenzó entonces a agitar los brazos por encima de su cabeza, saltando de nuevo, hasta que ella apartó la mirada de la computadora.

Era una jugada riesgosa, pensó Miguel. Su amigo era genial, pero a mucha gente no le gustaban los mimos. La mujer, sin embargo, pareció demostrar cierto interés, aunque había un toque de escepticismo en su expresión.

El mimo se sentó en el muro junto a ella y la imitó en forma exagerada: el cuerpo inclinado hacia delante, los dedos presionando un teclado invisible, la mente concentrada en una pantalla que tampoco estaba ahí. Después levantó la cabeza y miró hacia todos lados, maravillado por el entorno. Señaló a los árboles, a los pájaros, a los niños. Dejó su computadora inexistente en el muro y fue corriendo tras el carrito de las salchichas, fingió comprar una y bailó en medio del sendero, espantando a las palomas. Llegado este punto, la mujer sonrió. Y algo todavía mejor: bajó la pantalla de su portátil. Mientras tanto, Miguel abrió su bloc para bocetos y tomó su lápiz negro.

El mimo prosiguió con su labor de distracción. Puso una mano en su oreja y se balanceó como si estuvieran tocando música en alguna parte. Hizo una reverencia frente a la mujer, invitándola a bailar. Ella aceptó. Dieron vueltas por el sendero, espantando a más palomas con un vals muy bien coordinado. Una vez más, a Miguel le pareció que aquella mujer tenía todo el aire de una reina de cuento de hadas, y le habría encantado verla bailar con un vestido de falda amplia, metros y metros de tul acompañando sus gráciles movimientos. Sintió una gran desilusión cuando el vals llegó a su fin, pero al mismo tiempo le alegró comprobar que ella lo había disfrutado. Aún sonreía, y los ojos le brillaban como zafiros.

—Gracias por el baile y la diversión —le dijo ella al mimo, y le pasó un billete que él apretó contra su pecho en un gesto cariñoso—. Eres genial. Te presentaré a mi amiga la próxima vez que nos veamos.

El mimo hizo un gesto como si pretendiera contarle un secreto. Ella se inclinó... y el hombre escapó corriendo para ir junto a Miguel y señalarlo con ambos brazos, delatándolo. Después huyó marcha atrás, despidiéndose de ambos.

La mujer contempló a Miguel poniendo los brazos en jarras. Luego fue hacia él. No parecía enfadada, pero Miguel se ruborizó de todas maneras.

—De acuerdo, ¿qué fue eso? —dijo ella.

Al hombre le costó empezar a hablar. Era algo que no le sucedía a menudo con las mujeres, pero aquélla resultaba un poco intimidante: alta, hermosa, confiada, moderna. Sus ropas eran de buena calidad, y aunque la amiga chistosa había mencionado a un marido, o ex marido, seguramente el dinero para pagarlas había salido de su propio sueldo.

—Bueno... —dijo al fin—. Es que hoy es un lindo domingo de verano, y nadie debería trabajar en un día así pudiendo evitarlo.

—¿Por qué has traído entonces tus herramientas de trabajo?

Miguel respondió con una sonrisa pícara.

—Mi trabajo es diversión.

—¿Y quién dice que el mío no lo es? —replicó ella.

—No parecías estarte divirtiendo. Te veías muuuuy concentrada.

—Digamos que me estaba divirtiendo por dentro. Pero gracias por el mimo. ¿Es amigo tuyo?

—Algo así. Hace un par de años que nos conocemos. No sé cómo se llama.

—¿En serio?

—Sí, en serio. Nunca me ha dicho una sola palabra. Pero pasa de los sesenta años. Puede que esté jubilado y venga aquí a conseguir dinero extra para comprarles regalos a sus nietos.

—¿Y cómo sabes que tiene nietos?

—No lo sé. Es otra suposición. Como mínimo, sé que le gustan los niños. Y una vez que se quitó los guantes, noté el anillo de casado.

—Mmm, pues sí, tiene sentido. ¿Qué estabas dibujando?

—Oh, sólo unos garabatos...

—Déjame ver.

No había forma de decirle que no a una mujer como ésa, pensó Miguel, y le pasó el bloc. Ella contempló el dibujo con expresión neutra y la cabeza ligeramente inclinada hacia un lado. El hombre, a su vez, admiró la forma en que los rayos del sol acariciaban el rostro femenino. Su cabello, atado en un rodete, resplandecía con chispas doradas. Miguel contuvo las ganas de levantar una mano para tocar los mechones sueltos y comprobar si eran tan suaves como parecían.

—Esto ya es más que talento —opinó ella—. Tienes un don.

—Gracias.

Miguel había retratado a la mujer sentada en el muro y al mimo haciéndole una cortesía. El rostro de ella le había quedado bastante bien, aunque era difícil captar semejante belleza en un dibujo a lápiz tan rápido y simple.

Su amiga la había llamado Nat, recordó él. Tenía que ser diminutivo de Natalia, o quizás la variante exótica de Natalie. No se atrevió a preguntar para sacarse la duda.

—¿Puedo comprártelo? —dijo ella.

—Te lo regalo.

—No, déjame pagarte. Trabajo es trabajo.

—Pero esto no era...

Ella lo silenció con un gesto de su mano... y de pronto Miguel se sintió un poco enfadado. ¿Acaso lo veía tan pobre? ¿Le estaba comprando el dibujo como un acto de caridad o algo así? De acuerdo, él llevaba ropas baratas y un poco gastadas, pero tampoco se estaba muriendo de hambre, y tenía un buen techo sobre su cabeza.

En realidad debes un mes de alquiler, le recordó el hemisferio izquierdo de su cerebro, al que raramente se dignaba a escuchar. Resignado, Miguel acalló sus protestas y arrancó el dibujo del bloc para dárselo a la mujer, quien ya había extendido hacia él un pago más que justo. Fue un intercambio rápido, casi indecoroso.

—Te diré algo —continuó ella—: voy a hacerte caso. Trabajaré unos minutos más y luego me iré a pasear por el parque, ¿de acuerdo? Así no tendrás que enviar más mimos a rescatarme.

—Me parece bien.

La mujer sonrió. Miguel le devolvió la sonrisa, y por un segundo tuvo la impresión de que ella iba a pedirle que la acompañara en el paseo. Sin embargo, esto no sucedió.

—Tú sigue dibujando. Que tengas un lindo día —dijo ella, y se marchó con el retrato sin darle tiempo a Miguel de desearle lo mismo.

El joven suspiró. ¿Qué había esperado? Las mujeres así no se fijaban en los artistas callejeros, a menos que pasaran de los cuarenta y cinco y buscaran un amante temporal después de su divorcio. Y sí, era posible que ella se hubiera divorciado, pero aún estaba en edad de buscarse una pareja a su altura, como un ejecutivo o un abogado que manejara un Mercedes Benz.

Ella volvió a sentarse en el muro y abrió su portátil una vez más. Él terminó de preparar su caballete y, lanzando otro suspiro, aguardó a que le llegara el primer cliente de la mañana.

 

3

 

No estaba aburrida, pensó Natalia. El restaurante era bonito y había buena música de fondo; tampoco podía quejarse de la comida, la bebida o la compañía. Encima, había ganado dos clientes nuevos para la agencia, quienes pasarían el lunes por su oficina a firmar los contratos.

Pero si todo lo anterior estaba bien... ¿por qué sentía ese extraño hueco en el pecho? A ella siempre le habían gustado las reuniones de negocios. Ahora mismo, de hecho, estaba conversando animadamente con otro cliente potencial, y se veía en su cara que no tardaría en convencerlo igual que a los anteriores.

Natalia descubrió entonces cuál era la nota discordante en la melodía: no había parado de hablar de su trabajo desde el comienzo de la velada. De acuerdo, para eso estaba ahí, pero ¿en verdad no tenía otro tema? ¿Moda, deportes, política, incluso avances científicos? Uno de sus colegas, a pocos metros de ella, intercalaba anécdotas de la agencia con una charla sobre las carreras de caballos, que al parecer gustaban a su interlocutor. Y más allá, un grupo discutía cuál era el mejor vino de todos los que aparecían en el menú.

También se dio cuenta de que nadie le había coqueteado en toda la noche. Y no era por su aspecto, dado que llevaba un vestido negro de seda que la hacía verse profesional y deslumbrante al mismo tiempo. En comparación, las camareras parecían simples margaritas junto a una orquídea... pero eran ellas quienes estaban acaparando los cumplidos de los caballeros.

Soy yo quien se ha vuelto aburrida, concluyó al fin. Por Dios, ¿cuándo había empezado eso? ¿Desde su divorcio... o tal vez desde antes, cuando cierta campaña millonaria la convirtió en una estrella de la agencia?

Trató de aislar un momento en los últimos años, uno solo, en el que hubiera hecho algo divertido sólo porque sí... y no pudo recordar ninguno. Incluso durante su luna de miel había estado metida en un proyecto, atendiendo llamadas y dirigiendo a su equipo a distancia. A Óscar no le había importado, sin embargo... porque él también se hallaba en medio de algo. Los dos habían pasado tardes enteras de su viaje uno frente al otro, hablando por teleconferencia en sus respectivas computadoras con sus respectivas listas de colegas.

Con razón su matrimonio no había funcionado, pensó Natalia, mirando su copa medio vacía. Era la única que había pedido en toda la reunión, por cierto; tan profesional se había vuelto que ya ni siquiera se pasaba con los tragos. Qué patética.

Llegó a un acuerdo con el tercer cliente y dejó la copa en la barra sin terminar de vaciarla. Luego informó al director de la agencia sobre los futuros contratos, se excusó diciendo que no se sentía bien, y por último salió a la calle y tomó un taxi. Le habría gustado tener otro lugar a donde ir, o mejor dicho, le habría gustado tener el deseo de ir a otro lugar, pero su mente estaba en blanco. Desanimada, se limitó a mencionarle su dirección al taxista.

Las cosas no mejoraron cuando llegó a su apartamento. Al parecer tampoco había notado eso hasta ahora, pero el lugar irradiaba tanta vida como un mausoleo. No sólo faltaban las mascotas; tampoco había señales de pasatiempos, amistades, diversión, mucho menos de vicios. Era... el hogar de una persona que había triunfado en el ámbito laboral a costa de descuidar todos los demás placeres de la existencia humana.

Natalia se quitó el vestido y los zapatos, resistiendo la tentación de levantarlos del suelo a fin de quebrantar un poco el orden. Continuó desnudándose hasta llegar al baño, donde finalmente soltó su cabellera y se metió en la ducha. El agua caliente le hizo bien. No llenó el hueco en su pecho, pero al menos relajó sus músculos tensos. Mientras tanto, se preguntó qué rayos debía hacer a continuación. Había diagnosticado el problema: su vida actual no la satisfacía. Por desgracia, no se le ocurría ninguna solución a corto o mediano plazo, lo cual era un tanto irónico, porque debía parte de su éxito profesional a su capacidad para pensar rápido.

Lo consultaría con la almohada, decidió. O tal vez le viniera algo a la mente en sueños.

La almohada no le sirvió de ayuda, y tampoco pudo dormir en toda la noche. Dio vueltas en la cama como si hubiera bebido un litro de café en lugar de media copa de vino blanco, y a las cinco de la madrugada, harta de esperar el amanecer, se levantó de la cama, ingirió sin mucho apetito un buen desayuno y se puso su equipo deportivo. Era su estrategia para los días difíciles: salir a correr con la esperanza de oxigenar su cerebro y activar los circuitos neuronales. Arrancó al trote apenas salió de su edificio.

Llegó hasta el parque sin darse cuenta. Salvo por el mínimo de concentración requerido para cruzar las calles y evitar a los transeúntes, estaba enfrascada por completo en sus pensamientos. Eran chispazos aleatorios, por desgracia, ninguna idea sólida que pudiera utilizar en su beneficio.

Llevaba recorrida una larga distancia. Su mente no registraba los kilómetros, pero sus músculos y pulmones eran bastante más sensibles y comenzaron a protestar de cansancio. En algún momento la obligaron a disminuir la velocidad, y Natalia se detuvo, ya sin aliento, a un costado del camino que rodeaba el lago.

Mientras apoyaba las manos en sus muslos, jadeando como un guepardo después de una cacería fallida, pensó que sería muy gracioso si se desplomara ahí mismo a causa del esfuerzo. Ya sólo le faltaba un colapso cardiovascular para ayudarla en el replanteo de su vida.

Una voz masculina le dijo con tono casual desde atrás:

—¿Haciendo ejercicio para mantener ese cuerpazo, mi reina?

Natalia se enderezó mirando por encima de su hombro. Quien le había soltado el cumplido era... el joven de las caricaturas, Miguel. Éste se paró en seco y puso una cara de sorpresa tan absurda que hizo reír a Natalia a pesar de la falta de aire.

—Oh. Oh, diablos, lo siento —se disculpó él a toda prisa, poniéndose rojo como un tomate—. No me había dado cuenta de que... ¡Pero fue un piropo inocente, lo juro!

Natalia rió con más fuerza, y tuvo que doblarse sobre sí misma porque empezó a dolerle un costado. Trató de parar, pero la risa era como un torrente de agua escapando de una represa hecha pedazos. Sin perder su color morado, Miguel también empezó a reír. Natalia se sentó en el muro porque ya no podía tenerse en pie. Él se sentó a su lado.

—En verdad te juro que lo siento —repitió Miguel—. Soy un bocazas.

Ella siguió riendo un poco más, hasta que le saltaron las lágrimas y algún lóbulo distante de su cerebro le advirtió que debía de parecer una loca. Esto último no le importó demasiado, pero sí se percató de que Miguel se veía realmente avergonzado, de modo que hizo un gesto para tranquilizarlo.

—No... no te preocupes —balbuceó ella, todavía entre risas—. Esto no es... por ti. Yo... mi cabeza no anda bien hoy. Fue un lindo piropo. Gracias.

—Bueno... de nada. Sé que apenas nos conocemos, pero no quería faltarte el respeto.

—¿Y eso por qué? ¿Porque soy mayor que tú?

—No, es que... bah, cosas mías. ¿Tienes sed? No traje agua, pero hay un bebedero por allá.

—Eso puede esperar. —Natalia aspiró una buena bocanada de aire y la dejó salir despacio, recuperando así la compostura—. Mírame: hoy no estoy trabajando.

—Me alegra saberlo. Yo tampoco estoy trabajando hoy.

—¿Ah, no? ¿Y por qué traes ese bloc?

—Porque a veces me permito dibujar solamente por placer. Es bueno para el alma del artista. No tanto para las cuentas que llegan a principio de mes.

Natalia extendió una mano hacia Miguel, quien titubeó un par de segundos pero luego le pasó el bloc.

Los dibujos eran excelentes. Había escenas del parque, pero también imágenes fantásticas como sacadas de un libro de Tolkien. Miguel tenía muy buen ojo para el movimiento y los detalles.

—Creo que éste es mi favorito —dijo ella, señalando una manada de caballos en pleno galope sobre una pradera llena de flores—. Pero todos me gustan. Ofrecería comprarte el bloc entero si no hubiera traído solamente las llaves de mi apartamento.

—Pues aunque hubieras traído cientos de dólares, te habrías llevado un chasco porque estos dibujos no están a la venta bajo ninguna circunstancia. Lo siento.

Natalia observó fijamente a Miguel para ver si estaba bromeando, pero su expresión era muy seria.

—Oh. Vaya. Supongo que entonces he de sentirme privilegiada por poder mirarlos.

—Bueno, tampoco es para tanto. —Miguel trató de disimular una sonrisa.

—¿Qué te hace gracia?

—Nada importante. Es que... parece como si estuviéramos recreando una escena de Titanic.

—No he visto esa película.

—¿No? A mí me obligó una ex novia a verla en DVD. Era su favorita. Dijo que me identificaría con uno de los protagonistas. —Viendo que Natalia había llegado al último dibujo, Miguel recuperó su bloc—. Tengo que irme. Y disculpa de nuevo mi atrevimiento.

—Ya te dije que no estoy ofen... Ah... ¿estás usando patines?

Recién ahora se había dado cuenta Natalia de ese detalle, al ponerse el joven de pie. Eran patines en línea, de color negro con dragones en rojo brillante. Miguel hizo una pirueta.

—Me los pongo a veces para ir más rápido de un lado a otro del parque —respondió él—. ¿Has patinado alguna vez?

Natalia negó con la cabeza... y enarcó las cejas cuando Miguel volvió a sentarse y empezó a soltar las correas de sus patines.

—¿Qué haces? —le preguntó.

—¿No es obvio? Voy a darte tu primera lección de patinaje. Obviamente mis patines te van a quedar grandes, pero podrás hacerte una idea para cuando compres unos a tu medida.

—En realidad yo no pensaba...

—¿Qué? ¿Te da miedo caer sobre tu trasero?

Natalia volvió a enarcar las cejas. Acababan de desafiarla, y ella nunca le escapaba a un desafío. Tardó menos de dos minutos en quitarse sus zapatillas de correr y en ponerse los patines, ajustando las correas según las instrucciones de su propietario.

—¿Y ahora qué? —preguntó ella.

—Ahora tendrás que levantarte del muro. No puedes patinar sentada.

Miguel le tendió ambas manos. Ella dudó un segundo y luego aceptó la ayuda, comprobando al instante que él era tan fuerte como parecía. Tenía las manos suaves como una chica, sin embargo.

—Trata de avanzar —dijo el hombre.

—¿Y cómo hago eso?

—Desliza un pie al costado y hacia atrás para impulsar al otro. No te dejaré caer.

—Está bien. —A Natalia le hizo gracia notar el temblor en su propia voz. De pronto se sentía como cuando tenía seis años y estaba aprendiendo a andar en bicicleta sin las rueditas. Probó con el pie derecho, luego con el izquierdo, y aunque los patines le quedaban enormes, no simplemente grandes, más o menos empezó a entender la mecánica del asunto.

—Ahí lo tienes —dijo Miguel—. Ya puedo soltarte.

—¿Qué? ¡No, ni se te ocurra!

Demasiado tarde. Miguel la dejó ir, haciéndole un saludo burlón con una mano. Natalia siguió de largo, llevada por la inercia, y tuvo que aprender ella sola a frenar. Fue un milagro que no cayera de frente. Después de eso se las arregló para dar la vuelta y regresar junto al hombre, quien le dedicó un aplauso.

—Estaba seguro de que te resultaría fácil —dijo él.

—¿Fácil? ¡Esto es más aterrador que cuando fui a Chile y me tocó vivir un terremoto!

—Pero no te has caído, ¿o sí? Sigue practicando. Avísame cuando te canses.

—¡Oye, no me dejes así! —empezó Natalia, pero Miguel fingió que no la estaba escuchando y se sentó a dibujar. ¡Menudo descaro!

Natalia rehízo su cola de caballo tratando a la vez de no perder el equilibrio. No iba a dejar que un hombre la pusiera en ridículo, mucho menos uno más joven que ella. Si él esperaba que se rindiera y le devolviera los patines, estaba muy equivocado.

Se deslizó hasta el muro del lago abanicando los brazos como uno de los patos. Unos niños se rieron de ella, señalándola, pero Natalia se limitó a sacarles la lengua y siguió en lo suyo. ¿Por qué rayos no había aprendido a patinar de chica? Ah, cierto: nunca había tenido tiempo, entre las clases de tenis y los cursos de idiomas. Y no recordaba haber disfrutado del tenis. Era un ejercicio excelente, pero ella sólo pensaba en ganar y se olvidaba de pasarlo bien.

Al menos lo estaba pasando bien ahora, más allá de su completa falta de habilidad para el patinaje. Pensó, no obstante, que si se comprara unos patines de su talla y practicara unos minutos al día, pronto sería capaz de lograr cierta coordinación. Como mínimo parecería una grulla en lugar de un pato. La idea le hizo gracia, y rió para sí mientras cambiaba de dirección.

En algún momento perdió la noción del tiempo. Le dolían los tobillos y estaba sudorosa y muerta de sed, pero le gustaba la sensación de resbalar por el sendero sobre las ocho ruedas. Decidió parar cuando estuvo a punto de chocar contra un par de ancianas. Había sido suficiente para una sola mañana, de modo que se quitó los patines y regresó descalza junto a Miguel, quien seguía dibujando.

—Toma tus patines, ya he abusado bastante de ellos. ¿Puedo ver el dibujo?

Miguel sonrió y volvió a pasarle el bloc. Era una caricatura de Natalia, quien tenía una expresión aterrada debido a que llevaba unos patines con cohetes propulsores. En segundo plano estaban los niños, partiéndose de risa, y también se veían unos pocos patos que contemplaban a la patinadora con caras de enfado, como si ella hubiera perturbado su tranquilidad.

—Esto es fabuloso —dijo ella—. ¿De verdad no puedo comprártelo? No ahora, pero si nos vemos el próximo fin de...

—¡Oh, ya corta con eso! —Miguel arrancó el dibujo del bloc y se lo entregó a Natalia con un movimiento algo brusco—. Toma, por fin puedo hacerte un regalo. No todo es dinero en la vida, madame. O mademoiselle. Lo que sea.

Él parecía algo ofendido, y comenzó a ponerse los patines sin mirar a Natalia ni esperar un agradecimiento.

—Ya sé que no todo es dinero en la vida —dijo ella—. Pero no eres el único artista que conozco, ¿sabes? Hay unos cuantos en mi agencia de publicidad, y a menudo se quejan de que es una profesión mal pagada. Y si hay algo que no soporto, es que una persona que hace un buen trabajo no reciba un pago justo. Tú mismo mencionaste las cuentas. No era mi intención hacerte enojar. Gracias por el dibujo.

Miguel suspiró y levantó la cara.

—De nada —replicó—. Y gracias por aclarar el malentendido. A veces me pongo a la defensiva. La gente no entiende que prefiero andar escaso de dinero antes que renunciar a hacer lo que me gusta. Y tampoco lo entienden cuando decido no cobrar por lo que hago.

—Yo sí lo entiendo. Simplemente me parece poco práctico. Pero los artistas tienen la mala costumbre de no ser prácticos. Supongo que es parte del paquete, ¿o no?

—Seguro que sí. Para bien o para mal. —Miguel volvió a sonreír y Natalia se sintió extrañamente aliviada. Él ya había terminado de ponerse los patines—. Bien, debo seguir mi camino. Que tengas un buen día.

—Gracias. Tú también.

El hombre recogió su bloc y se marchó por el sendero patinando con felina soltura. Natalia lo observó mientras ataba las cintas de sus zapatillas, tratando al mismo tiempo de ordenar sus pensamientos. Algo grande se estaba incubando ahí, tal vez la respuesta que había estado buscando desde la noche anterior.

Apenas tuvo las zapatillas bien puestas, hizo un rollo con el dibujo... y salió corriendo detrás de Miguel, ignorando las protestas de su cansado organismo. Temió no poder alcanzarlo, o que él hubiera tomado un camino secundario, pero pronto consiguió distinguirlo entre los paseantes, a quienes el joven esquivaba sin mucho esfuerzo.

Empleando las pocas reservas de aire que le quedaban, Natalia lo llamó:

—¡Miguel! ¡Miguel, espera!

Él frenó con un giro sorprendentemente grácil para un hombre de su estatura. Parecía intrigado... tan intrigado como Natalia, quien aún no tenía la más pálida idea de lo que iba a decir.

Por fin llegó junto a Miguel. Tenía la vista borrosa por la falta de oxígeno y le dolía el pecho, de modo que hizo un gesto para pedir algo de tiempo. Él puso los brazos en jarras. Su expresión reflejaba una mezcla de paciencia y curiosidad.

—¿Olvidaste algo? —preguntó el hombre.

—No, yo... estaba pensando... —Natalia jadeó, aunque estas alturas ya no era sólo por el ejercicio sino también por los nervios.

—¿Estabas pensando qué?

Ella tomó aire, irguiéndose. No supo lo que iba a responder hasta que las palabras salieron de su boca:

—Quisiera alquilarte para que finjas ser mi novio por unas cuantas semanas.

 

4

 

Miguel parpadeó, asombrado. Estaba seguro de que había escuchado mal, porque aquello sonaba demasiado loco.

—Repite lo que acabas de decir —pidió.

La mujer volvió a aspirar hondo con los ojos cerrados. Luego abrió los párpados y lo miró en silencio con una expresión desvalida que no le sentaba nada bien. A Miguel le preocupó que el exceso de actividad física hubiera perturbado su mente, pero entonces ella recuperó su actitud confiada de siempre y respondió:

—Pues eso: te pagaré para que salgas conmigo por un tiempo. Como si fuéramos una pareja de instituto haciendo cosas divertidas juntos, sin obligaciones de ninguna clase.

—No lo entiendo. En absoluto.

Ella se apartó a un costado del sendero y le indicó que la acompañara. Miguel obedeció, casi esperando que la mujer se desplomara en cualquier instante, víctima de un golpe de calor o una deshidratación severa.

—¿Te sientes bien? —le preguntó.

—Sí. O más bien no. Pero no estoy chiflada ni nada por el estilo.

—Tendrás que explicarte mejor que eso.

La mujer soltó un largo suspiro de cansancio que parecía venir de algún lugar profundo en su interior, pues opacaba el brillo de sus ojos y restaba firmeza a sus hombros y espalda.

—Nunca antes había bailado con un mimo —contestó—. Tampoco había usado patines, ni me habían hecho caricaturas. Son... son muchas las cosas que jamás he hecho, ¿entiendes? Estos últimos días he estado pensando en mi vida, y me di cuenta de todo lo que me he perdido por ser tan responsable. He sido responsable... no sé, desde siempre. Ya de niña me preocupaba por sacar buenas notas, y de ocupar mi tiempo en cosas útiles, y de aprender cualquier cosa que me sirviera para tener éxito cuando fuera grande. Y ahora resulta que sólo me dedico a trabajar. Tuve mi primer novio en la universidad, una relación muy seria. Mi siguiente relación también fue muy seria. Casi no salíamos porque pasábamos las tardes estudiando. Diablos, ¿todo esto te suena tan aburrido como a mí?

—Más o menos. Pero sigo sin comprender adónde quieres llegar.

—Bien. La cuestión es... que me he perdido de ciertas experiencias, y quiero vivirlas antes de que sea demasiado tarde.

—O sea... ¿quieres comportarte como una jovencita irresponsable? ¿Hacer todas las tonterías que no hiciste antes de los veinte?

—No. ¿O sí? Yo... quiero aprender a divertirme. Mi amiga Sonia es divertida, pero tiene demasiado trabajo en el hospital y además sale con su novio. Y tú... bueno, has conseguido que intente cosas nuevas, y sin proponértelo. Y sin que yo me lo propusiera. Te pagaré para que lo sigas haciendo, más o menos hasta que aprenda a hacerlo por mi cuenta, porque ahora mismo simplemente no me sale.

—Aaaaaajá.

Miguel frunció el entrecejo, estupefacto y un tanto incómodo. El planteamiento de ella era bastante racional, pero al mismo tiempo parecía un completo disparate.

—Oye... ¿no sería menos complicado pedirme una cita? —aventuró él.

—No. Una cita sería algo personal. Me divorcié hace cuatro meses, no quiero nada personal por un buen tiempo. No quiero una relación de verdad. Quiero... algo que parezca una relación adolescente, sin complicaciones de ninguna clase, sólo citas y diversión. Nada de sexo. Te pagaré por tu tiempo.

Miguel sintió que se ruborizaba. Sí, aquello era definitivamente incómodo.

—Existen acompañantes profesionales para eso, ¿lo sabías?

—Supongo —replicó ella, encogiéndose de hombros—. Pero no tengo ganas de buscar uno que consiga lo que tú ya has logrado con tanta facilidad. Y tienes que pagar tus cuentas, ¿o no?

Sí, tenía que pagar sus cuentas, pensó él. La idea de cubrir sus gastos sin reventarse la espalda con empleos ocasionales le resultaba muy tentadora... pero no tanto como la posibilidad de pasar tiempo con aquella mujer, más allá de sus complicados conflictos emocionales. La observó de arriba abajo con la mayor discreción posible, y concluyó que ni siquiera el pelo revuelto o las ropas deportivas la hacían ver menos deseable. Por el contrario: daban ganas de meterla a la ducha... y de meterse uno con ella para enjabonarle todo el cuerpo.

No, aquello no iba a salir nada bien. Se metería en un lío del carajo. ¿Nada de sexo, había dicho ella? ¿Acaso creía que él la consideraba demasiado mayor para su gusto? La imagen de la ducha aún daba vueltas en su cabeza: agua y espuma resbalando por el cuerpo atlético de la mujer, por su cabello y sus pechos. Tenía un lindo busto, por cierto.

Determinado a rechazar la oferta por su propio bien, Miguel abrió la boca y dijo:

—De acuerdo. Es... una propuesta interesante de negocios.

Ella sonrió.

—Sí, eso mismo. Una propuesta de negocios.

Oh, diablos. ¿Qué acababa de hacer? Tenía que retractarse de inmediato, pensó. Pero lo que dijo fue:

—¿Quieres empezar hoy mismo? Conozco el lugar ideal para la primera cita. O sea, la primera cita falsa.

—¿De verdad? ¿Y cuál es ese lugar?

—Ah... mejor no te lo diré. Espérame a las dos en la entrada del parque y nos moveremos desde ahí, ¿te parece bien?

—Sí, está bien. —Ella sonrió, y fue algo especial porque todo el cansancio desapareció de su rostro. Cualquiera que fuese la diferencia de edad entre ambos se esfumó de un plumazo, y una oleada de felicidad inundó aquellos espléndidos ojos azules—. ¿Qué ropa he de ponerme?

—Informal. Pero que incluya pantalones y algo para abrigarte.

—Entendido. Nos vemos a las dos, entonces.

Ella dio media vuelta para marcharse.

—¡Eh, aguarda! —la detuvo Miguel. La mujer volvió a mirarlo—. ¿Cuál es tu nombre? ¿Natalia o Natalie?

—¿Cómo supiste...? Ah, claro, por mi amiga. Me llamo Natalia. Puedes llamarme Nat, pero nunca Nati.

—Natalia o Nat, nunca Nati. Lo recordaré.

—Bien. Hasta luego.

—Hasta luego.

Natalia se perdió de vista. Miguel se pasó ambas manos por el cabello, dejándolo todo revuelto. ¿De verdad acababa de pasar lo que acababa de pasar, o era un sueño increíblemente realista? Sólo había una forma de averiguarlo: seguir adelante y ver si despertaba o no.

Regresó a su apartamento, se duchó, comió su almuerzo y miró el reloj unas cincuenta veces hasta que llegó la hora de volver a salir. Se dijo, mientras tanto, que aquello era un tremendo error, que por una vez debía seguir el consejo de su sufrido hemisferio izquierdo y mantenerse lejos de esa mujer. Al diablo con el dinero para el alquiler, ya lo conseguiría de otra manera. Ella lo alteraba demasiado, y encima le había dejado bien claro que no pretendía nada serio.

Otra parte de él, sin embargo, que no estaba en su cerebro pero tampoco en sus testículos, se preguntó si sería posible hacerla cambiar de opinión.

Llegó al parque justo sobre la hora, asumiendo que una profesional como Natalia estaría acostumbrada a la puntualidad. No se equivocó. Ella ya lo estaba esperando, y su aspecto era tan fabuloso que cortaba el aliento. El cabello, ahora limpio, le caía en ondas hasta los hombros, y los pantalones vaqueros acentuaban sus largas piernas. Llevaba una blusa blanca y un suéter del mismo color, este último anudado a la cintura. Su expresión era pensativa, relajada, como si ya se sintiera a gusto con su alocado plan. Lástima que Miguel no pudiera decir lo mismo. Él tenía los nervios más revueltos que un plato de tallarines, tanto así que estuvo a punto de cruzar la calle sin mirar a ambos lados. Habría tenido cierta gracia que lo atropellara un coche por estar embobado mirando a la mujer.

—Hola de nuevo —dijo Natalia una vez que Miguel llegó a su lado.

—Hola. —Él se quedó sin habla después del saludo. Ella esperó y esperó, y cuando la pausa se hizo demasiado incómoda, enarcó las cejas y preguntó:

—¿Y bien? ¿Adónde pensabas llevarme?

—Ah, sí. Vamos a tomar un autobús.

Miguel señaló en una dirección y ambos empezaron a andar. Él llevaba sus viejas zapatillas de deporte, pero ella se había puesto unas botas, y los tacones marcaban sus pasos firmes con un sonido que no dejaba de distraerlo.

—¿Por qué el autobús? —preguntó Natalia—. ¿Queda muy lejos ese sitio? ¿No podríamos ir caminando?

—Podríamos. Pero será mejor que guardemos nuestras energías para lo que he planeado. Especialmente después de todo el ejercicio que hicimos por la mañana.

—No fue tanto. Al menos para mí.

—Bien, eso espero.

El autobús llegó en menos de cinco minutos. Se sentaron juntos en la parte de atrás, y Miguel tuvo la cortesía de dejarle la ventanilla. Ella sonrió para sí.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—Estaba sacando la cuenta. La última vez que subí a un autobús fue... hace diecisiete años. Es mucho tiempo. No sé si sentirme privilegiada... o vieja.

—Bienvenida de nuevo a la clase media. Si es que alguna vez fuiste de clase media.

—Bueno...

—Ya veo. Nunca fuiste de clase media. Mucho menos pobre.

Natalia hizo una mueca de culpabilidad.

—Lo siento. Mi padre era banquero, mi madre era abogada. Ambos están retirados y de vacaciones en Italia.

—No tienes que disculparte por eso. A algunas personas les va mejor que a otras.

—¿Y qué hay de ti? Fuiste a una escuela de arte, ¿no? Tu familia tiene que haberte apoyado.

—Mucho. Mi padre tiene un taller mecánico. Quería que mi hermano y yo lo heredáramos, pero en algún momento vio mis dibujos y decidió que tenía que usar mis manos para algo mejor que reparar motores. Él y mi madre me mantuvieron mientras estudiaba, luego me busqué trabajos de todo tipo y en algún momento empecé a vender mis obras.

—Salvo por el nivel económico, tu historia no es tan diferente de la mía. Aunque me habría gustado tener un hermano.

Miguel agradeció en silencio que Natalia fuera hija única, pues más de un roce había tenido con el hermano sobreprotector de alguna novia. Y ojalá no tuviera que enfrentar al padre de ella. ¿Qué pensaría un banquero de que su hija le pagara a un completo extraño para pasar sus ratos libres, aun dejando el sexo fuera de la película?

Natalia miraba ahora por la ventanilla. Se veía tan hermosa de perfil como de frente. En parte porque era un artista y en parte porque simplemente no pudo evitarlo, Miguel trató de guardar en su memoria cada línea del rostro femenino. Tan ensimismado estaba que casi se le pasó la parada donde debían bajar.

—Ups, aquí es. Vamos.

Salieron del autobús, caminaron media cuadra y entonces Miguel se detuvo, señalando el cartel en una puerta de cristal decorada con copos de nieve. Natalia se quedó boquiabierta.

—¿Una... pista de hielo? ¿Me has traído... a patinar en hielo?

—Uy, no lo digas como si fuera algo indecente. ¿Entramos? —Natalia aún se veía atolondrada—. Oye, querías probar cosas nuevas, ¿o no? Sé que ya te hice patinar esta mañana, pero no es lo mismo hacerlo en el hielo. Y aquí tendrán patines de tu talla.

—Oh. Bueno. Entremos.

Miguel se mantuvo serio, pero por dentro estaba riendo a carcajadas. Para tratarse de una profesional exitosa, no era tan difícil sacar a Natalia de su zona de comodidad. Al parecer sí era cierto que se había perdido de mucho por estar enfocada en su trabajo.

Pidieron entradas de una hora. Él sacó dinero, pero Natalia dio un paso adelante y le entregó a la cajera su tarjeta de crédito. Después pasaron a buscar los patines.

—Toma —le dijo Miguel a su compañera, dándole unos calcetines gruesos, recién comprados—. Te habría dicho que trajeras los tuyos, pero no quería darte ninguna pista. Así no te lastimarán los patines ni se te enfriarán los pies.

—Oh, gracias. Te los pagaré luego.

—No te preocupes por eso. ¿Necesitas ayuda con los patines?

—No, ya veo que se atan como las botas de excursionista. Fácil. Pero no creo que sea tan fácil patinar con ellos, ¿o sí?

—Prepárate para caer sobre tu trasero algunas veces —replicó él con una sonrisa desvergonzada.

—Ja ja.

Natalia se puso el suéter y entró con Miguel a la pista. Él fue el primero en bajar al hielo, tendiéndole una mano a la mujer. Ella, no obstante, se demoró un rato, contemplando con ojos de niña la enorme pista y a todas las personas que ya estaban ahí. Las nubecitas de vapor salían de su boca una tras otra a una velocidad más rápida de lo normal. Miguel agitó su mano extendida.

—Vamos. Te sostendré hasta que más o menos puedas patinar tú sola.

—Hay una barra alrededor de la pista.

—Lo sé, pero no te dejaré usarla. Sobre todo porque no llevas guantes. Dame la mano.

Natalia tomó aire y se sujetó a Miguel con bastante fuerza. Puso un pie en la pista, luego el otro, y dio un respingo cuando empezó a deslizarse.

—No te asustes —dijo él sonriendo—. No te dejaré caer hasta que esté seguro de que podrás hacerlo sin romperte ningún hueso.

—Qué tranquilizador —replicó Natalia, pero también sonreía—. ¿Tengo que mover los pies como con los patines de ruedas?

—Sí, es el mismo principio, pero en un suelo más resbaloso.

Ella asintió. El frío del ambiente ya había coloreado su nariz y mejillas, resaltando el azul de sus ojos. No llevaba ni una pizca de maquillaje. Miguel pensó que no lo necesitaba.

Patinaron unos quince minutos sin hablar. Recién cuando ella se acostumbró a los patines abrió la boca para decir:

—He estado pensando en cómo pagarte.

Oh, diablos, pensó él. Ahí vamos con eso.

—Creo que lo más fácil será que me pases algún número de cuenta, para mandarte el dinero por transferencia. Así ya no hablaremos del asunto. Sería una pena arruinar la... eh... ¿fantasía?

—Oh, sí, una pena —dijo él con tono serio, aunque en su mente sonaba más bien irónico.

—Y también he estado pensando en poner algunas reglas. Ciertos... límites.

—¿Como lo de no tener sexo? —apuntó él, siempre manteniendo la seriedad.

—Exacto. —Natalia miraba al hielo, aunque quizás no fuera por vergüenza sino para mantener el equilibrio—. Sin sexo ni besos. Mínimo contacto físico.

—¿Quieres que te suelte?

—¡No! O sea, no ahora mismo.

—De acuerdo. —Él sonrió para sí. El brazo derecho de Natalia rodeaba el izquierdo de él, como una pareja en una fiesta elegante.

—Mandaré el dinero a tu cuenta y tú pagarás los gastos en cualquier sitio al que se te ocurra llevarme, como un perfecto caballero.

—Ya venía siendo caballeroso desde antes —apuntó Miguel. Todo aquello le parecía un poco irritante, pero también tenía su lado divertido.

—Bueno, no está de más recordártelo. —Natalia resbaló un instante, él la sujetó, siguieron patinando. Miguel se moría por rodearle la cintura, pero ella ya había dejado claro que no se lo permitiría a menos que fuera absolutamente necesario—. En fin, tampoco habrá celos de ninguna clase ni discusiones o peleas sobre temas de la vida real. Y no quiero que hagamos nada serio, sólo cosas divertidas.

—Como citas de adolescentes.

—Eso mismo.

—¿Alguna otra regla?

—Veré si se me ocurre algo más —contestó ella.

—Piensas demasiado, ¿lo sabías?

—Sí, y creo que es parte del problema.

Miguel evitó decirle que también parecía algo controladora. No podía echarle eso en cara, porque seguramente era una cualidad necesaria para su trabajo. Sin embargo, él estaba dispuesto a meterla en más situaciones fuera de su control, sólo para ver qué pasaba. Sería entretenido... y quizás fascinante. Igual que ella.

—De acuerdo, ya puedes soltarme —dijo Natalia.

—¿Segura?

—Más o menos.

—Ahí te vas... —dijo Miguel, aflojando el brazo. Natalia se desprendió de él y comenzó a patinar por su cuenta. No lo hacía mal, de hecho. Debía de tener buenos músculos en las piernas, de tanto correr.

Como para contradecir los pensamientos de Miguel, Natalia dio un mal paso y cayó sobre su trasero, tal como él le había advertido al llegar. Ella, no obstante, se echó a reír, sobre todo al levantarse, dado que sus patines insistían en resbalar en cualquier dirección. Miguel tuvo que ayudarla, y esta vez sí pudo aferrarla por la cintura, que era a la vez delgada y firme. Natalia aún reía.

—¿Te hiciste daño? —le preguntó él.

—Estoy bien. ¡De maravilla! Suéltame otra vez.

Miguel la soltó. Siguieron así por unos minutos más; en algunas ocasiones Natalia cayó de nuevo sobre el hielo, en otras él consiguió atajarla a riesgo de caer encima o debajo de ella. Esto último no le habría molestado en absoluto, sin embargo.

—Ya casi terminó la hora —observó Miguel al rato, señalando el reloj de la pista.

—Oh, ¿en serio? ¡Qué rápido! Deberíamos pagar otra hora.

—¿Estás segura? ¿No te has caído suficientes veces?

—Podría aguantar unas pocas caídas más. ¡Quiero quedarme hasta hacerlo bien!

—Oye, que la pista no se va a ir a ningún lado. Y no creo que tengas planes de apuntarte para los Juegos Olímpicos.

—¡No, pero me encantaría aprender a hacer piruetas como esa chica de allá!

Miguel giró la cabeza. La chica en cuestión era una jovencita de doce o trece años que daba vueltas como un trompo sobre un pie.

—Si intentas eso te vas a reventar —dijo él sonriendo.

—Sería parte de la gracia, ¿o no?

Oh, rayos. Realmente iba a hacerlo, pensó Miguel. Trató de impedirlo, pero sus dedos no alcanzaron la mano de Natalia, quien ya había tomado impulso. La mujer trató de girar, resbaló... y chocó de espaldas contra un patinador más alto que ella, quien la empujó sin querer hacia la barra de acero en la periferia. La frente de Natalia produjo un sonido aterradoramente fuerte al chocar contra el metal. Miguel la sujetó poco antes de que la mujer cayera de espaldas sobre el hielo.

—¡Perdón, no la vi! —dijo el hombre con el que ella se había topado. Miguel no lo escuchó. Natalia tenía los párpados cerrados y el cuerpo flácido. Parecía como si hubiera sufrido una conmoción, pero entonces abrió un ojo, luego el otro, y profirió un largo «aaaaaauuuuuu» de dolor. Mientras tanto, dos empleados de la pista se estaban acercando para atenderla. Ella se incorporó, todavía en los brazos de Miguel. Se llevó una mano a la frente, donde tenía un hilillo de sangre.

—Lo que hice fue una estupidez, ¿verdad?

—Totalmente —respondió él. Jamás se había sentido tan aliviado—. Menos mal que tienes la cabeza dura, para ser tan bonita.

—¿Se encuentra bien? —le preguntó a Natalia uno de los empleados.

—Sí, sí, estoy bien. Pero voy a tener que ponerme algo de hielo en la cabeza. —Ella miró en derredor y soltó una risita tonta—. No este hielo, por supuesto.

—De verdad lo lamento —repitió el hombre del choque.

—Bah, no se preocupe. Fue culpa mía. Siga patinando.

—Tenemos que sacarla de la pista —dijo el empleado.

—De acuerdo. Ya se nos había acabado la hora, de todas maneras.

El empleado trató de sujetar a Natalia pero ella se colgó de Miguel, probablemente sin pensarlo. Una vez que salieron de la pista, le trajeron una bolsa de hielo y un paño con antiséptico para que se limpiara la sangre.

—¿Voy a necesitar que me suturen? —le preguntó ella a Miguel.

—No, no lo creo. Se te abrió un poco la piel por el golpe, pero es superficial. Me preocupaba más bien tu cerebro.

—Qué amable. A muy pocos hombres les importa mi cerebro.

Esta vez fue Miguel quien soltó una risita tonta. Natalia había dicho que no sabía divertirse, pero los últimos cinco minutos insinuaban lo contrario. Quizás se estuviera subestimando.

—Será mejor que te lleve a casa —dijo él—. ¿Te parece bien que pida un taxi?

—Adelante. Ya tuve suficiente traqueteo para un solo día. Viajar en autobús no es tan fenomenal como recordaba.

—Claro. Enseguida regreso.

Miguel buscó un lugar silencioso para llamar al taxi, pero sin perder de vista a Natalia, quien seguía presionando la bolsa de hielo contra su magullada frente. El empleado de la pista, muy solícito, había empezado a desatarle los patines. Miguel estuvo a punto de decirle que apartara las manos de su chica, pero luego recordó que ella no era su chica, y se esforzó por concentrarse en la llamada. Regresó junto a Natalia lo antes posible.

—El taxi llegará enseguida —anunció él mientras le arrebataba al empleado las botas de Natalia—. Gracias. Yo me haré cargo.

—Desde luego. Avísenme si necesitan algo más.

—Dale una propina antes de irnos —susurró Natalia—. Fue muy amable.

—Como quieras —respondió Miguel. Ella tenía razón, pero a él no le gustó la idea. Diablos, ya estaba rompiendo otra regla: la de no sentir celos. Pero ¿cómo iba a evitarlo? Natalia era la mujer más atractiva con la que había salido en... ¿toda la vida? Aunque no fuera una relación de verdad, prefería tenerla para él solo mientras estuvieran juntos.

Miguel le quitó los calcetines gruesos para ponerle las botas. Ella tenía pies pequeños, delicados pero no frágiles. De hecho, nada en Natalia daba impresión de fragilidad. Parecía una de esas guerreras que dibujaban sus amigos de DeviantArt aficionados a los videojuegos: bellezas estilizadas con cabelleras flotantes, ojos cristalinos y cuerpos bien tonificados. Aquella mujer no era una guerrera de fantasía, sin embargo, sino una persona muy real e inteligente.

—Vamos afuera —dijo Miguel apenas terminó con las botas. Le costó mantener la voz firme—. El taxi no tardará en llegar.

—No olvides la propina.

—Sí, ya voy.

Casi no hablaron durante el camino de regreso. Natalia no había dejado de sostener el hielo contra su frente, pero ya se le estaba formando un buen chichón. Sin duda la piel no tardaría en adquirir un lindo color morado. Ella cerraba los ojos de vez en cuando; a estas alturas debía de tener un fuerte dolor de cabeza.

Natalia vivía en un edificio de lujo en pleno centro, lo cual no sorprendió a Miguel. Él había trabajado de portero en lugares así. No se sentía mal por saber que nunca podría vivir en uno de esos apartamentos, pero sí le gustaba la clase que irradiaban muchos de sus habitantes. Personas que habían ido a universidades privadas y que se movían en las esferas más altas de la sociedad, como si fueran aristócratas de tiempos antiguos. Si él hubiera nacido en alguna de esas épocas, habría buscado empleo como retratista para conseguir que su obra terminara en el palacio de un rey. Qué diablos, habría intentado retratar al mismísimo rey, fuera quien fuese. O a su reina.

Su mente le recordó que había retratado a Natalia, quien a su modo era algo así como una princesa... una princesa con un chichón y una bolsa de hielo en la frente. Miguel frunció el entrecejo.

—Espero que no estés enfadada —dijo él, ya en la puerta del edificio.

—¿Enfadada? ¿Por qué?

—Porque las cosas no salieron bien hoy.

Ella sonrió a pesar de todo.

—¿Estás loco? Fue perfecto. Es justamente lo que quería.

—Eh... ¿querías terminar el paseo con una lesión en la cabeza?

—No, quería pasarlo bien. Y lo pasé muy bien. Lo del golpe será una buena anécdota mañana en el trabajo. Apenas puedo esperar para contar a mis colegas que estuve patinando en hielo. Pensarán que me he vuelto loca. Será genial.

Miguel le creyó. No había forma de no creerle: le brillaban los ojos y su sonrisa era completamente alegre y sincera. Si hubiera sido una cita de verdad, él la habría besado justo en ese instante.

Natalia sacó su móvil.

—Pásame tu número y yo te pasaré el mío. Esto promete.

Vaya si promete, pensó él, pero se mordió la lengua para no decirlo en voz alta. Procedió a mencionar su número, en cambio, y añadió el de ella a su propio teléfono.

—Listo. Lo tengo.

—¡Perfecto! —Natalia volvió a sonreír—. Llámame cuando se te ocurra qué hacer para el próximo fin de semana.

—Lo haré. Que te mejores del golpe.

—Gracias. Nos vemos.

—Hasta pronto.

Natalia entró a su edificio y desapareció tras la puerta. Miguel se quedó donde estaba por varios minutos. Se verían de nuevo, pensó. Saldrían juntos de nuevo. ¿En verdad no era un sueño todo aquello? Todavía le costaba convencerse de eso.

Logró ponerse en marcha y volvió a su apartamento... planeando ya su próxima cita de mentira con Natalia.

 

5

 

—¿Que hiciste qué?

La expresión de Sonia mezclaba preocupación, asombro y diversión en partes más o menos iguales. Natalia suspiró.

—Pues lo que dije: voy a pagarle al artista del parque para que me saque a pasear. Deja de mirarme como si hubiera perdido la chaveta.

—¡No puedes pedirme eso! ¿Quién en este universo habría esperado que hicieras algo semejante? ¿Estás segura de que no has tomado alguna droga por accidente? ¿Hay algún moho alucinógeno en tu baño?

—Lo sé, no es propio de mí, pero... no sé, empezó bien. Creo que va a funcionar.

Natalia le contó a Sonia su aventura en la pista de hielo, explicando al fin lo del moretón en su frente. También mencionó las reglas que había impuesto a fin de que la relación se mantuviera impersonal.

—Oh, chica, ahora estoy convencida de que te has vuelto loca —dijo Sonia, haciendo rodar los ojos—. ¿En serio crees que bastará con evitar el sexo y los besos? ¡Estamos hablando de Miguel Ángel! ¡El mismo que te dibujó como a una princesa y que tiene esas pestañas divinas y esos hoyuelos en las mejillas! Vas a caer redondita. Cuando quieras darte cuenta te habrás enamorado hasta los huesos de ese bombonazo, y yo vendré a largarte un «te lo dije». Te apuesto lo que quieras.

—No seas tonta. Siempre he sabido mantener una distancia profesional con mis clientes o colegas. Esto no es tan diferente. Y de verdad lo necesito. Me estaba convirtiendo en una especie de robot adicto al trabajo.

—Sí, sí, sí... —Sonia hizo rodar los ojos de nuevo.

—¡Hablo en serio! Además, Miguel es bastante más joven que yo, y encima un artista. No creo que tengamos nada en común.

—Tenías todo en común con Óscar, y por eso tu matrimonio se fue al carajo. El tiempo me dará la razón, ya verás... Como sea, ¿qué te dijeron en el trabajo cuando te vieron llegar con ese tremendo moretón?

Natalia se rió.

—Primero me preguntaron si me habían asaltado. Les dije que fue un accidente, y entonces me preguntaron si había chocado con el auto. Pensaron que estaba bromeando cuando respondí que me caí en la pista de hielo.

—Lo del asalto era la opción más creíble, tratándose de ti.

—Lo sé. Me hicieron unas cuantas bromas después de eso. Pero las sobrellevé como toda una dama.

—No habría esperado menos de ti. Al menos te ves feliz.

—¡Es que me siento feliz! Mientras que no sea una especie de efecto secundario por el golpe...

El teléfono de Natalia sonó mientras ella y su amiga terminaban de beber sus respectivas tazas de té. Natalia levantó el móvil, abrió la imagen que acababan de enviarle... y soltó una carcajada.

—¿Qué? —preguntó Sonia. Natalia le pasó el teléfono.

El mensaje era de Miguel, quien le había mandado una caricatura de ella resbalando con los patines de hielo. La expresión con ojos desorbitados de Natalia era simplemente hilarante. Sonia también se echó a reír.

—Increíble —dijo ella—. Ojalá yo pudiera dibujar así. Pero esto es a lo que me refería, ¿ves? —Sonia giró el teléfono para que Natalia volviera a mirar la caricatura—. ¿Cómo harás para no enamorarte de alguien así? Y puestos en ello, ¿cómo hará él para no enamorarse de ti? ¿Pensaste en eso por un segundo?

Ahora sí estás exagerando. Ya te lo dije: seguro que no tenemos nada en común, y yo...

—¿Tú qué? Eres bella, inteligente y exitosa.

—Más bien iba a decir que no podría enamorarme de alguien que estuviera conmigo sólo porque le pago. Y aun suponiendo que Miguel me considerara atractiva, de todas formas desaparecerá en cuanto deje de pagarle. Se irá a buscar a una mujer más joven y divertida, y que comparta sus intereses.

—Chica, sí que eres testaruda. Pero estás perdida. Los dos están perdidos. Te aguarda el mayor «te lo dije» de tu vida, no tengo ninguna duda. —Sonia dejó la taza sobre el plato y se levantó—. Gracias por invitarme a tomar el té. Me quedaría un rato más, pero debo regresar al hospital. Hoy me toca trabajar de madrugada. Mantenme al tanto de todo esto, ¿sí? Así sabré en qué momento largarte el «te lo dije».

—No habrá ningún «te lo dije».

—Sí que lo habrá. Será un «te lo dije» tan grande que tendré que contratar una avioneta para que pase el cartel por la ventana de tu oficina. Dará vueltas y vueltas alrededor del edificio hasta que se le acabe el combustible.

Natalia chasqueó la lengua en un gesto escéptico. Su amiga le dio un abrazo a modo de despedida y se marchó canturreando por lo bajo.

Apartando de su mente la conversación con Sonia, Natalia fue hasta su computadora e imprimió la caricatura del móvil. Se veía aún más graciosa en tamaño grande, pensó, al tiempo que la pegaba en el refrigerador con un par de imanes. Listo. Ahora podría mirarla y sonreír cada mañana, a la hora del desayuno.

El teléfono volvió a sonar un par de horas más tarde. Era Miguel de nuevo, pero esta vez quería hablar.

—¿Estás ocupada? —le preguntó a Natalia.

—Planeaba trabajar un rato, pero eso puede esperar.

—Ah, estupendo. ¿Cómo está tu cabeza?

—Mejorando. Sólo me duele cuando me toco. Tiene un color espantoso, sin embargo. Aunque podría taparlo con algo de maquillaje.

—¿Hiciste eso para que no se viera en el trabajo?

—¡De ninguna manera! Llevé la frente en alto, con el pelo hacia atrás, presumiendo del moretón como si fuera una herida de guerra. Al director de mi agencia le encantó, y se puso a hablar de cuando se fracturó una pierna esquiando.

—Oh, las tribulaciones de los ricos... ¿Tienes algún colega que se haya hecho un esguince jugando al golf?

—¡No te burles!

—No es burla, es parodia. Como la caricatura que te envié hace un rato. ¿En verdad te gustó?

—Es lo que puse en mi mensaje, ¿o no?

—Sí, pero me gusta escuchar esas cosas en persona. Es parte de la gracia de ser un artista. Y mi ego necesita algo de amor de vez en cuando.

—De acuerdo, sí, me gustó la caricatura. La he puesto en mi refrigerador.

Miguel se rió. A Natalia le resultó muy fácil imaginar su rostro, especialmente los dichosos hoyuelos en sus mejillas.

—¿En el refrigerador? ¿En serio? Diablos, eso hacía mi mamá con mis primeros dibujos. Espero que no sea un retroceso.

—No, simplemente me pareció apropiado. Ya sabes, pista de hielo, congelador...

—Ah, bien, eso tiene sentido.

—No sé cómo lo haces, por cierto. Eres una máquina de dibujar.

—¿Máquina? Ugh, eso suena demasiado frío para un artista.

—Entonces... ¿un feliz mortal poseído por las musas?

—Esa expresión me gusta mucho más. ¿Y en qué tienes que trabajar hoy exactamente?

—Mi equipo y yo estamos planeando una campaña publicitaria para una marca de calzado deportivo. Ya pasó la fase de ideas, ahora toca coordinar la producción de los diferentes anuncios. Es más emocionante de lo que suena.

—De acuerdo, te creo.

—Bien. Pero no sé por qué estamos hablando de esto. Las reglas, ¿recuerdas? Nada de cosas serias.

—Ya, pero tengo que conocerte un poco para buscar la mejor forma de divertirte. Si vas a pagarme, eso te hace mi cliente.

—¿Y qué es lo que quieres saber de mí? —preguntó Natalia, mientras cambiaba el teléfono de mano y se tendía en el sofá.

—¿Qué es lo que te hace feliz de tu trabajo?

—Todo, creo. Conocer clientes, estudiar el producto, buscar la mejor forma de venderlo, ver si la campaña funcionó como esperábamos.

—¿No te incomoda fomentar el consumismo? ¿Hacer creer a las personas que necesitan algo que en realidad no necesitan?

A Natalia le molestó un poco la crítica.

—Yo no lo veo así —respondió—. Las personas fabrican cosas para ganarse un sueldo y pagar sus cuentas. Y alguien tiene que vender esas cosas. En general los consumidores las necesitan, como los desodorantes, los detergentes o los automóviles. Y luego están los productos para entretenimiento, como los juguetes, los aparatos electrónicos... o tus patines de ruedas.

—Ou, touché.

—Pero hacemos campañas benéficas de vez en cuando. En todo caso, mis propagandas favoritas son las que conectan a alguien con algo que necesitaba desesperadamente.

—Eh... ¿como un champú anticaspa?

—Eeeeso mismo —replicó ella, esperando transmitir la sonrisa en su voz.

—Eres buena en lo que haces, ¿verdad?

—Por algo estoy casi en la cima. Pero me costó llegar ahí. Al principio no me tomaban muy en serio.

—Ah, entonces es por eso que te teñiste el pelo. ¿Para evitar el estereotipo de la rubia tonta?

Natalia se irguió en el sofá y volvió a cambiar de mano su teléfono.

—¿Cómo supiste eso?

—Tus pestañas. Ayer no llevabas rímel y se veían doradas al sol, en el autobús.

Ella se ruborizó. Obviamente el trabajo de Miguel requería que fuera observador, pero la idea de que la hubiera contemplado tan a fondo, sin que hubiera un dibujo de por medio, hizo que el corazón le diera un pequeño salto en el pecho. Se obligó a mantener un tono casual cuando respondió:

—Me encargaron mi primera campaña justo después de teñirme el pelo. Después de eso empecé a subir puestos como la espuma.

—No me sorprende en absoluto.

El corazón de Natalia volvió a dar un salto. Le pareció muy irritante. Sí, Miguel era un hombre apuesto y acababa de hacer un cumplido indirecto sobre su habilidad profesional, pero Natalia no iba a permitir que las cosas se salieran de cauce. Creía a Sonia perfectamente capaz de cumplir su amenaza sobre la avioneta y el cartel.

—¿Y qué hay de tu trabajo? ¿Ya eras bueno de chico, cuando tu madre pegaba los dibujos al refrigerador?

—Uy, no, mis primeros dibujos eran tan horribles como los de cualquier otro niño. Luego entré a la secundaria. Había muchas clases aburridas, así que... bien, digamos que mi técnica de dibujo mejoró rápidamente. No tanto así mis notas en matemáticas o física. Pasé esos exámenes raspando.

—Si te hace sentir mejor, yo también pasé esos exámenes raspando. Menos mal que en la agencia no me dedico a la contabilidad, sería un desastre. Y... ¿ya tienes alguna idea para nuestra próxima salida?

—Ésa es la otra razón por la que te llamé. ¿Estarás libre la noche del jueves?

—¿El jueves? ¿No puede ser el fin de semana?

—No, es algo que no depende de mí.

—Está bien, despejaré la noche del jueves en mi agenda. ¿Cómo he de vestirme esta vez?

—Más o menos como la anterior, pero no habrá patines de ninguna clase.

—¿Te preocupa que me caiga de nuevo?

—Me da que eres bastante resistente a los golpes. Pero si volvemos a la pista de hielo, te obligaré a ponerte un casco y ataré un almohadón a tu trasero.

—Qué considerado.

—Tengo que proteger mi nueva fuente de ingresos. Iré a buscarte el jueves a las ocho.

—Hasta el jueves, entonces.

—Hasta el jueves. Buenas noches.

—Buenas noches.

Miguel cortó la llamada. A Natalia le dio un poco de pena, ya que era entretenido charlar con él, pero se verían de nuevo en tres días. Exactamente setenta y dos horas. Con todo el trabajo que tenía por delante, ese lapso se le pasaría volando.

Le gustaba que su plan estuviera saliendo tan bien. Se sentía renovada e inspirada, y tenía la cabeza fresca a pesar del golpe en la frente. Apenas terminó de cenar, abrió su computadora y se enfrascó de lleno en la campaña publicitaria.

 

6

 

Miguel estacionó la motocicleta frente al edificio de Natalia y no se sorprendió de verla a ella de pie en las escaleras, esperándolo igual que antes. Él no lo habría creído posible, pero lucía aún más guapa que la vez anterior. ¿Cómo rayos lo hacía? ¿O era por los colores del atardecer? Bah, daba lo mismo. Sólo importaba una cosa: sería él quien la sacaría a pasear esa noche.

Se quitó el casco y la saludó. Natalia parpadeó, sorprendida, pero luego bajó las escaleras con la gracia de una modelo de alta costura. Su sonrisa era devastadora.

—¿Adónde piensas llevarme, como para que haga falta ir en moto? —le preguntó ella.

—Oh, eso ya lo verás. Ten, ponte el casco.

Natalia se apartó el cabello de la frente, revelando el moretón. Miguel pensó que, en lugar de afearla, más bien resaltaba su belleza, tal vez porque la hacía verse más humana.

—¿Te sigue doliendo la cabeza? —preguntó él.

—Casi nada. —Natalia se puso el casco y ocupó el sitio detrás de Miguel en la moto. Tardó unos segundos en averiguar dónde debía apoyar los pies, y luego cruzó los brazos sobre el estómago de él, haciendo que le cosquillearan las partes de su anatomía que estaban un poco más abajo.

—Es tu primera vez en una moto, ¿verdad?

—Sí. Espero que sepas manejar bien esta cosa. ¿Me dirás ahora adónde vamos?

—No. Y sí, sé manejar bien. Confía en mí.

—Que me pidas eso ya está de más a estas alturas, ¿no te parece?

Miguel no respondió, pero sí sonrió de oreja a oreja mientras volvía a ponerse el casco. Hizo arrancar la moto y enfiló calle arriba, en dirección a las afueras de la ciudad. El tráfico aún era bastante denso, de modo que tuvo que esquivar unos cuantos coches; Natalia no dijo ni una palabra, pero sí se sujetó con más fuerza. ¿Estaría un poco asustada? ¿Emocionada, como mínimo? En todo caso, a Miguel le pareció una sensación maravillosa la de conducir la moto por la avenida con una bella mujer pegada a sus espaldas.

El tráfico disminuyó cuando salieron de la avenida... y Miguel aumentó un poco la velocidad sólo para subirle la adrenalina al paseo. Natalia permaneció en silencio. Sus manos apretaron el estómago de Miguel, y éste la sintió afianzarse mejor sobre la moto con las piernas. Ojalá pudiese verle la cara, pensó él. Casi abrió la boca para decirle que no la dejaría caer, pero ¿no le había dejado ella en claro que tenía su confianza?

Finalmente abandonaron la ciudad por una carretera. Iban bastante rápido a estas alturas, lo suficiente como para salir volando en caso de que la moto tropezara con un bache, pero Miguel sabía que la ruta se hallaba en buen estado, de modo que se concentró en saborear el momento. Él también se afianzó sobre la moto, sintiendo que su corazón ronroneaba igual que la máquina.

Podría haber seguido así toda la noche, pero llegaron a destino veinte minutos después. Natalia fue la primera en bajar de la moto... y Miguel tuvo que agarrarla de un brazo porque se tambaleó.

—Oye, ¿estás bien? —le preguntó, levantando la visera de su casco con la mano libre.

—S-sí, estoy bien. Sólo algo... tensa. —La voz de ella sonaba temblorosa.

—No te caerás si te suelto, ¿o sí?

—No.

Miguel la soltó. Ambos se quitaron sus respectivos cascos, aunque Natalia peleó un poco con el suyo. Él casi se echó a reír. La mujer tenía todo el pelo revuelto y la expresión descolocada de una chiquilla que acabara de subir a una montaña rusa de las grandes.

—Vamos, tienes que haber viajado en avión, ¿o no? —dijo Miguel.

En el avión. No encima del avión.

Él ya no pudo aguantar la risa. Natalia le dio un puñetazo amistoso en el brazo.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella.

—¿No es evidente?

Natalia observó el edificio que se erguía ante ellos. Si la forma del mismo no le había dado una pista, el cartel ubicado a cien metros del estacionamiento terminó por despejar su interrogante.

—¿El observatorio?

—¡Bingo! —Miguel bajó de la moto, aferró la mano de Natalia y tiró un poco de ella—. Vamos.

—¿No estará cerrado a estas horas?

—¿Bromeas? ¿Un observatorio cerrado por la noche?

—Oh. Sí, claro, qué tonta. Pero ¿nos dejarán entrar?

—Un amigo nos está esperando. Le estoy cobrando un favor.

Se dirigieron a la entrada. Allí los recibió Luis, el amigo de Miguel. Ambos hombres se saludaron con un abrazo.

—¡Eh!, ¿cómo has estado, Mickey? ¿Ella es tu amiga?

—Sí, se llama Natalia. Natalia, él es Luis. Nos conocemos de cuando trabajé aquí un invierno.

—Hola —dijo ella.

—Bienvenida al observatorio, Natalia. Espero que te diviertas. Miguel, tengo que volver al trabajo. Ya sabes adónde ir, y tienes el permiso de Freire para mirar todo lo que quieras.

—Siempre tan considerado, el hombre.

—Y no ha cambiado nada desde que te fuiste. En fin, hasta luego, chicos.

Luis le dedicó una última mirada a Natalia, evidentemente impresionado. Pero era difícil que un hombre no se sintiera impresionado por Natalia, pensó Miguel.

—¿Por qué te llamó Mickey? —preguntó ella.

—Por el ratón de Disney.

—Ah. ¿Y quién es Freire?

—Raúl Freire, uno de los astrónomos. Muy buen tipo. Luis y yo hacíamos trabajos de mantenimiento, pero Freire venía a enseñarnos cosas en nuestros ratos libres. «Para expandir nuestros horizontes», decía él. Ya debe haber cumplido los ochenta años, pero se entusiasma como un niño cuando descubre algo nuevo en el cielo. Sígueme.

Empezaron a caminar por un corredor que atravesaba varias salas. Miguel saludó a todos sus conocidos con la mano o en voz baja, para no perturbar la tranquilidad.

—¿Y a qué hemos venido? —preguntó Natalia también en voz baja—. ¿Vas a mostrarme alguna galaxia?

—Las galaxias están ahí todos los días. Te dije que debíamos venir hoy, ¿o no?

—Por el amor del cielo, sí que te gusta ponerte misterioso.

—Es parte de mi encanto, princesa.

Miguel dijo el apodo sin pensar, pero se dio cuenta de ello al instante y evitó mirar a Natalia. Quizás no fuera buena idea permitirle saber que había sido un cumplido sincero, al menos no todavía. Ella no contestó.

—Bien, aquí es —dijo Miguel cuando se hallaron frente a uno de los telescopios—. Tienes que mirar por ahí.

Natalia echó un vistazo... y soltó una exclamación de deleite. Miguel podía imaginar lo que estaba contemplando: una esfera luminosa, increíblemente delicada, arrastrando una larga cola de plata sobre un firmamento tachonado de estrellas.

—Es hermoso —dijo ella con un hilo de voz.

—¿Verdad que sí? Por eso tenía que traerte hoy. Es cuando va a estar más cerca de la Tierra, y con el cielo despejado.

—¿Tiene nombre?

—Sí, algo horroroso con letras y números. Ojalá se lo cambien en algún momento.

Natalia seguía mirando el cometa a través del telescopio, evidentemente fascinada. Miguel también estaba fascinado... pero por la suave curva del cuello femenino. Tenía ganas de estirar una mano y apartar el resto del cabello. Tenía ganas de inclinarse y depositar un beso ahí. Se obligó a mirar hacia otro lado para mantener el control.

Natalia se apartó del telescopio y le dejó espacio a Miguel, quien observó el cometa con mucho menos entusiasmo del que habría sentido en cualquier otra ocasión. Estaba de acuerdo con Natalia: era hermoso. Pero no tan hermoso como ella, especialmente cuando reía.

—Nunca antes había mirado por un telescopio —dijo Natalia—. Gracias por hacer que la ocasión fuera tan memorable.

—De nada. —A Miguel casi se le escapó un «mi reina», pero lo contuvo a tiempo—. Podemos ver otras cosas, ahora. Llamaré a uno de los astrónomos.

—Excelente.

Estuvieron unas dos horas en el observatorio. Mientras admiraban los anillos de Saturno, Natalia le preguntó a Miguel:

—¿Cuánto tiempo trabajaste aquí?

—Un par de veranos.

—¿Y en qué más has trabajado?

—En cualquier cosa que fuera compatible con mis horarios en la escuela de arte. Algunos meses no dormía mucho. Debo haber tenido como veinte empleos distintos.

—¿No era agobiante?

—En realidad me aburría fácilmente de todo. Lo único que no me aburre es dibujar. —Y no creo que vaya a aburrirme de ti en ningún momento, pensó Miguel, pero tampoco lo dijo—. ¿Cómo es que nunca habías mirado el cielo por un telescopio? ¿Ninguno de tus novios era un cerebrito aficionado a la astronomía?

—No. Sólo a los deportes. Cada tanto jugaba al tenis con uno de ellos, pero el resto del tiempo teníamos que estudiar.

—¿No salían a bailar, a navegar en un yate o a cabalgar?

Natalia soltó una risa, apartando la vista del telescopio.

—¿Yates y caballos? Eso es más propio de los millonarios o la monarquía.

—¿Y adónde fue que viajaste en avión?

—A varios lugares, pero por trabajo. Lo mismo para mi luna de miel.

—Vaya. Entonces sí era verdad eso de que te has perdido de hacer un montón de cosas.

—¡Te lo dije! Mucho trabajo, poco ocio. Mi amiga Sonia no dejaba de reprochármelo, pero recién ahora me he dado cuenta de que tenía razón. Me siento como una alcohólica que por fin ha admitido el problema en una reunión de Alcohólicos Anónimos.

Natalia volvió a mirar a través el telescopio. Miguel tenía una pregunta más, pero le costó decidirse a formularla.

—Y... ¿por qué fue que te divorciaste? ¿Tanto trabajo mató el romance?

Ella suspiró, cerrando los ojos un momento.

—Algo así. A mi esposo lo ascendieron en la agencia y le ofrecieron un puesto en Europa. Era una oportunidad única. Pero yo no estaba incluida en el ascenso. Si hubiera ido con él habría tenido que empezar casi de cero, y no podía sacrificar lo que había logrado hasta ese entonces. Y a él no le gustaba la idea de tener un matrimonio a distancia, así que... En fin, supongo que el romance ya estaba muerto para empezar, o no habría sido tan fácil tomar la decisión.

—Qué pena —dijo Miguel, aunque no lo decía precisamente por el divorcio sino por la tristeza que veía ahora en el rostro de Natalia. Tristeza y soledad. Ella no merecía ninguna de las dos.

—¿Y cómo es que tú no tienes novia? —preguntó Natalia con voz más animada, mirándolo a la cara.

—Tenía. Hasta hace un par de meses. No éramos el uno para el otro.

—¿Guardas retratos de tus antiguas novias?

—No, siempre se los regalo cuando nos separamos. Ninguna novia me ha cautivado tanto como para conservar un retrato de ella.

—Interesante.

Miguel se perdió un momento en el rostro de Natalia, tratando una vez más de fijar en su mente las líneas de su boca y el color de sus ojos. Deseaba plasmar todo eso en una pintura al óleo... una de la que no quisiera desprenderse jamás.

Ella enarcó las cejas como si le preguntara qué estaba pensando.

—Deberíamos irnos ya, antes de que empiecen a mirarnos con mala cara —dijo él—. El observatorio no estaba abierto al público esta noche.

—Oh. Sí, tienes razón. Además, yo tengo que volver al trabajo.

Trabajo, trabajo, trabajo, pensó Miguel, resoplando para sí. A pesar de lo que ella le había contado sobre su divorcio, volvía a hablar de trabajo. Había tenido razón al comparar el trabajo con una adicción.

Mientras se dirigían a la salida del observatorio, Natalia preguntó:

—¿Y tú? ¿Has viajado en avión alguna vez?

—Nop. Pero me encantaría ir a Europa alguna vez y pasearme por los grandes museos. —Se imaginó recorriendo el Louvre con Natalia. Era muy probable que ella tampoco hubiera estado ahí.

—Bueno, cuando esto termine podrás vaciar la cuenta en el banco y hacer ese viaje en primera clase. Seguro que lo pasarás genial.

—Sí, seguro.

Tendría que haberle entusiasmado la idea, pero Miguel sintió algo muy parecido a la desilusión. Sí, viajar a Europa era uno de sus más grandes sueños como artista... pero prefería conseguir el dinero de cualquier otra manera, con tal de no cancelar el trato con Natalia.

Habían llegado a la moto. Miguel le pasó el casco a su compañera, quien se lo puso diciendo:

—Menos mal que no fui a la peluquería antes de salir. Bonita forma de aplastar el cabello.

—Mejor el cabello antes que la cabeza, ¿o no?

—Cierto —contestó ella riendo. A Miguel le daba igual cuán desordenado estuviera el cabello de Natalia. Más bien pensaba en cómo se sentiría peinarla con los dedos... justo antes de darle un beso en los labios.

Tenía que dejar de torturarse así. Subió a la moto y esperó a que Natalia se sentara tras él.

—¿Podrías ir un poco más despacio esta vez? —preguntó ella.

—¡De ninguna manera! No me estás pagando para ir a lo seguro, nena. Agárrate fuerte.

Natalia se aferró a su cintura, y el hombre supo, de alguna manera, que ella estaba sonriendo. Satisfecho con ese conocimiento, Miguel hizo arrancar la moto como si fuera un león rugiendo y se lanzó por la carretera de regreso a la ciudad.

A medio camino, sin embargo, vio un sendero de tierra y giró hacia él disminuyendo apenas la velocidad.

—¿Qué haces? —preguntó Natalia.

—Darte un momento de ocio —respondió Miguel, y se internó en un campo donde no había alumbrado público ni señales de ninguna clase.

 

7

 

Aquel desvío la tomó por completo desprevenida. Más o menos se había acostumbrado a la velocidad de la moto en la carretera, pero el sendero de tierra era bastante más irregular y los saltos del vehículo renovaron su inquietud. Cerró los brazos con más fuerza en torno a Miguel, aunque no le preocupaba hacerle daño porque sentía buenos músculos por debajo de su ropa. ¿Qué rayos había querido decir con lo del «momento de ocio»? ¿No habían tenido ya bastante ocio en el observatorio?

Miguel detuvo la motocicleta unos minutos después. No había casas, ganado ni árboles a la vista, sólo pasto y malezas.

Aquí nadie escucharía tus gritos, dijo la parte de ella que prestaba atención a las noticias policiales, pero entonces Miguel se quitó el casco y le dirigió una sonrisa que habría hecho temblar sus rodillas si hubiera estado de pie. No, no había cometido un error, pensó. Miguel estaba jugando de nuevo, no era un psicópata ni nada por el estilo. Y ella había dicho antes que confiaba en él, ¿o no? Natalia bajó de la moto y dejó en el suelo su propio casco.

—De acuerdo, ¿qué es este lugar y qué planeas que hagamos ahora? —preguntó ella.

—Nada.

—¿Nada?

—Nada de nada. Es decir, esto no era parte del plan. Simplemente vamos a... tontear un rato. Como si no tuviéramos que levantarnos mañana temprano para atender nuestras respectivas obligaciones.

Natalia extendió los brazos, señalando el terreno.

—¿Y qué clase de tonterías podríamos hacer aquí?

—Mmm, déjame pensar... ¡Ah, ya sé!

Miguel sacó su móvil del bolsillo y tocó varias veces la pantalla... hasta que empezó a sonar una canción bastante alegre. Luego dejó el teléfono en el asiento de la moto y le alargó una mano a Natalia.

—¿Bailamos?

Ella tardó unos segundos en aceptar. No porque dudara, sino porque se sentía tan maravillada como cuando había visto al cometa. Sí, había bailado antes... pero nunca se lo habían propuesto de esa manera: a campo abierto, de improviso y con el faro de una motocicleta como única fuente de luz, más allá de la luna y las estrellas. Parecía... algo mágico. Y tremendamente romántico. Sobre todo cuando su pareja era un hombre joven y tan apuesto como un cantante de música pop.

Natalia dio un paso adelante y su mano se posó en la de Miguel. Empezaron a bailar, un tanto inseguros al principio, luego más rápido a medida que se acostumbraban a las asperezas del suelo. Miguel trató, en lo posible, de obedecer la regla del mínimo contacto físico, manteniendo su distancia en el baile. Natalia hizo lo mismo... pero le supuso un esfuerzo bastante grande. Había estado mucho más cerca del hombre durante el paseo en moto, pecho contra espalda, sintiendo el calor de él a través de las diferentes capas de ropa. Le había gustado eso. Demasiado.

Bailaron una canción tras otra hasta quedarse sin aliento. Miguel se apartó entonces de Natalia y, tras buscar un espacio libre de malezas, se recostó en la hierba haciéndole un gesto a ella para que lo acompañara. Natalia se recostó junto a él dejando apenas un palmo de separación.

—Debería apuntarnos para tomar clases de baile —dijo Miguel—. Bueno, ya lo hacemos bastante bien, pero podríamos aprender salsa. O tango.

—Adelante. Suena divertido. —Natalia comenzaba a pensar que había sido una estupidez establecer la regla de tocarse lo menos posible. Era muy difícil de cumplir. Y lo sería aún más durante un tango.

—Bien. Y veré qué más se me ocurre. Mientras tanto, vamos a quedarnos aquí un buen rato, sin hablar sobre nada importante. Mucho menos de trabajo.

—¿Y de qué podríamos hablar? ¿De los bichos que van a empezar a caminarnos por encima en pocos segundos?

—¿Te asustan los bichos?

—Algunos. Los que pican.

—¿Qué más te asusta?

—¿Lo preguntas para evitarme los sustos o para asustarme a la menor oportunidad?

—¿Tú qué crees?

Obviamente era lo segundo, pensó Natalia. Más le valía responder con cuidado.

—Dime qué crees que podría asustarme y yo te diré si acertaste o no.

—Muy bien. Por lo que he visto hasta ahora, te asusta un poco no tener el control y no te asusta para nada lo que otros piensen de ti. Supongo que también te asusta la idea de llegar a los cuarenta, examinar tu vida y darte cuenta de que no eres feliz, pero eso es algo que asusta a casi todo el mundo. No te asustan los mimos, así que es posible que tampoco te asusten los payasos. ¿Qué tal voy hasta ahora?

—Bien.

—Hablaste con naturalidad sobre viajar en avión, así que tampoco te asusta eso... pero ahora estoy más o menos seguro de que te asustaría pasear en bote.

—¿Y eso por qué?

—Porque los botes son inestables. Igual que las motos. Eso significa que... ¡tendré que llevarte a pescar!

—Oh, diablos. —Natalia hizo rodar los ojos. Lo había visto venir—. ¿Y qué es lo que te asusta a ti?

—Honestamente, la artritis. O la pérdida de visión. Cualquier cosa que no me permitiera dedicarme al arte. Eso incluye los empleos aburridos de ocho a dieciséis horas para pagar las cuentas. Ugh. Suena como una muerte en vida.

—¿No se suponía que no íbamos a hablar sobre nada serio?

—Ups, sí, tienes razón. ¿Ya te está caminando algún bicho por la cara?

—No. ¿Tu hermano es mayor que tú o más joven?

—Me lleva dos años. Va a casarse el mes que viene. ¿Qué hay de tu amiga chistosa? Dijiste que tiene novio. ¿Va a casarse también?

—Supongo. La relación pinta bien. Él es médico, trabaja en el mismo hospital que ella.

—¿Tienes más amigas?

—Tan cercanas como Sonia, no.

—¿Amigos?

—Colegas. —Natalia resistió la tentación de preguntarle a Miguel si tenía amigas. Se dio cuenta de que no quería saberlo, sobre todo porque era muy poco probable que no las tuviese. Era demasiado apuesto—. Pero me llevo bien con todos mis compañeros de trabajo, incluyendo a mis subordinados. Ahora mismo estamos en una campaña muy importante, para una marca de...

—Ah, no. Prohibido hablar de trabajo.

—¡Tú empezaste!

—Pero me corregí de inmediato, ¿o no?

—¿Y si yo no quisiera cambiar de tema? ¿Cómo harías para impedírmelo?

Él se irguió sobre un codo, sonriendo con los ojos entrecerrados.

—Tengo mis métodos —respondió.

En ese preciso instante, Natalia tuvo la loca idea de que él pensaba callarla con un beso. El corazón le dio tumbos en el pecho. No estaba segura de poder impedírselo si lo intentaba. Tampoco estaba segura de querer hacerlo.

—De acuerdo, te desafío —dijo ella... y entonces Miguel levantó la mano libre y la agitó sobre su cara, sosteniendo a corta distancia de su nariz una araña enorme y peluda. Natalia pegó un grito y se apartó de inmediato. El hombre se echó a reír—. ¿Estás mal de la cabeza? ¡Te odio!

Miguel se rió con más fuerza mientras dejaba a la araña sobre una roca. El bicho escapó corriendo y desapareció entre el pasto. Natalia seguía a dos metros del hombre, recuperándose de la impresión.

—Oh, si hubieras podido ver tu cara... —dijo él—. Espera, espera, ¡te arrojaré la araña y sacaré una foto con mi móvil! ¡No te muevas!

—¡Ah, no, ni se te ocurra! Intenta algo así de nuevo y... ¡y te juro que enfrentarás una muerte prematura y muy dolorosa!

—¿Y cómo harías eso? ¿Hablándome sin parar de tu trabajo? No creo que sepas artes marciales, ¿o sí?

Natalia puso los brazos en jarras. La expresión de enfado no le salió tan bien, sin embargo, pues resultaba muy difícil enojarse con Miguel cuando sonreía de esa manera. Más bien daban ganas... de besarlo. Una idea sumamente peligrosa, y ya era la segunda vez que se le ocurría. Más le valía parar ahí las cosas.

—Eres un crío. Llévame a casa.

—Vamos, no te pongas así —Miguel se levantó, aún sonriendo—. Además, sé que no estás enojada de verdad.

—Tienes razón, no lo estoy. Pero sigues siendo un crío y en realidad sí es tarde.

—Pfff, qué aguafiestas. De acuerdo, vámonos. Lástima que no encontré un bicho más grande para asustarte, como una lagartija.

Volvieron a subir a la moto y regresaron a la ciudad. Natalia se permitió disfrutar del paseo, pero ignoró con todas sus fuerzas la sensación que le producía estar tan pegada a Miguel. No podía acostumbrarse a eso, puesto que no duraría.

Natalia devolvió el casco una vez que llegaron al edificio.

—¿Se volverá una costumbre esto de viajar en moto? —preguntó.

—Ya quisiera, pero la moto no es mía. O mejor dicho, hace un par de meses que no lo es. Se la vendí a un amigo para pagar unas cuentas. Me la presta cada tanto.

—Oh.

—De todas maneras, tenemos que probar todos esos otros medios de transporte que nunca utilizas, como las bicicletas... o las patinetas.

—¿Patinetas? Es una broma, ¿verdad?

—Tal vez sí, tal vez no. Te dejaré con la duda hasta el fin de semana. Te llamaré el viernes por la noche, ¿está bien?

—Está bien.

—Que descanses, Nat.

—Lo mismo digo. Y gracias por el paseo. Me divertí mucho de nuevo... salvo por lo de la araña.

Miguel sonrió mientras se ponía el casco; luego saludó con la mano e hizo arrancar la moto. Al verlo partir, Natalia se sintió algo triste... pero también aliviada. Tenía la impresión de que habían estado muy cerca de llevar las cosas a un nivel personal, y eso era lo último que debían permitirse, o todo el plan se iría al cuerno.

Se concentró en pensar en el cometa y en los demás cuerpos celestes que había observado a través de los diferentes telescopios. Ojalá soñara con viajes espaciales esa noche... o con cualquier otra cosa que no fuera Miguel. Su sonrisa con hoyuelos tenía la mala tendencia de fijarse en la mente como una canción pegadiza...

 

8

 

El teléfono sonó justo cuando él se disponía a partir. Soltó el picaporte para atender y vio que la llamada provenía de Natalia, con quien se suponía que iba a reunirse en media hora.

—¡Eh, hola! —dijo él—. Justo estaba saliendo de mi apartamento. ¿Ocurre algo?

—Me temo que sí. Lo que sea que hayas planeado, ¿podemos dejarlo para mañana? Acaban de llegar unos clientes de Estados Unidos. Íbamos a reunirnos el lunes, pero decidieron no perder tiempo y agendar una cena informal para esta misma noche. Y no tengo a nadie que me cubra.

A pesar de que ya se había acostumbrado a mantener sus sentimientos a raya cuando se trataba de Natalia, Miguel sintió un chispazo de desilusión.

—Vaya. Qué mal. Pero si es importante, es importante. Y no, no hay problema con dejar lo de hoy para mañana.

Diablos, sí había un problema: que no había visto a Natalia en seis días y la echaba de menos. Claro que eso no podía decirlo. Menos mal que sólo serían veinticuatro horas de retraso.

—Gracias, eres un sol —replicó ella—. Nos vemos mañana, entonces.

—Hasta mañana. Que sea una reunión provechosa.

—Oh, seguro que lo será. Adiós.

Natalia cortó la llamada y Miguel permaneció donde estaba un par de minutos, contemplando el teléfono a lo tonto. ¿Y ahora qué?, se preguntó. Pues tendría que buscarse otra cosa que hacer, fue la respuesta de su cerebro. ¿Quedarse en el apartamento o salir por cuenta propia? Se decantó por lo segundo. Tenía trabajo pendiente, pero si se ponía con eso no dejaría de pensar en Natalia, lo cual no le convenía en absoluto. Ya pasaba demasiado tiempo viéndola en su cabeza: el brillo en sus ojos cuando reía, sus manos de dedos largos y elegantes, la forma en que el cabello se plegaba sobre sus hombros como cintas de seda.

Bajó las escaleras de su edificio en lugar de usar el ascensor, a fin de gastar energías. Después subió a un autobús, todavía sin saber qué hacer para matar el tiempo hasta la hora de dormir, y de algún modo llegó a su club nocturno favorito. No era una mala opción, pensó entonces. Fue directo hasta la barra y pidió una cerveza.

No tardó en acercársele una joven muy bonita que, si no había cumplido los dieciocho años esa misma semana, quizás hubiera falsificado su DNI. Ella le dedicó una sonrisa coqueta, pestañeando de tal manera que Miguel casi hizo rodar los ojos.

—¿Me invitas a tomar algo? —dijo la muchacha.

—¿Como qué? ¿Una Coca-Cola light?

—Lo que sea que estés tomando.

Miguel pidió otra cerveza «para la señorita aquí al lado», y se alegró en secreto cuando el empleado de la barra le pidió su identificación a la chica. No hubo ningún problema, sin embargo. El empleado escudriñó el documento, se lo devolvió a su propietaria y le pasó la bebida sin más comentarios. La chica se inclinó un poco hacia Miguel.

—Gracias —dijo ella—. ¿Hoy no estás con tu novia?

—¿Mi novia? —Miguel recordó que había traído a Natalia a ese club hacía dos semanas—. Ah, ella. No es mi novia, es... una amiga. —Y ojalá fuera más que eso, pero se comporta como si tuviera el corazón blindado, pensó el hombre.

—Es un poco mayor, ¿no? Podría ser mi madre.

Miguel enarcó las cejas. Sí, era biológicamente posible, pero la idea de que Natalia hubiera quedado embarazada antes de los veinte se le antojó bastante ridícula. El hombre terminó su cerveza en unos pocos tragos. Iba a retirarse, pero la muchacha lo agarró del brazo y le sonrió de nuevo.

—Me llamo Katia. ¿Qué tal si bailamos?

Miguel aceptó la propuesta. Al fin y al cabo, había ido ahí para distraerse, y aquella jovencita distraía de lo lindo. Puestos en ello, si la chica era tan descocada como parecía, al menos estaría segura con él. Pagó las cervezas y la llevó al centro de la pista, por lo tanto, donde ya había otras cincuenta personas saltando al ritmo de la música.

Entre baile y baile perdió el sentido del tiempo. Katia se veía muy feliz, apretándose contra él a la menor oportunidad, pero Miguel pensaba en Natalia, repasando todas las citas de mentira que habían tenido en los últimos tres meses y medio. Aquella mujer era, por ponerlo en términos simples, una bomba. Sí, aún se obsesionaba con el trabajo y al parecer seguía pensando que no sabía divertirse, pero una vez que se relajaba un poco daba gusto estar con ella. Podía llevar una conversación sobre casi cualquier tema, tenía un gusto impecable y... ¡Dios, siempre se las arreglaba para verse espectacular! Aunque estuviera sudorosa, embarrada o medio dormida, se conducía con la gracia de una modelo o actriz europea, y la atención se desviaba a sus movimientos o su sonrisa. Incluso sus momentos torpes eran encantadores, como aquel primer y desastroso intento en la pista de hielo o la vez que dibujó a Miguel y le salió más parecido a un gnomo.

Bailar salsa, eso sí se le daba bien. Al cabo de tres clases ya estaba girando sobre sus tacones como un remolino de piernas, su mano atrapada en la de Miguel. En las clases de equitación tampoco le tomó mucho tiempo cabalgar como una experta amazona. Había sido la primera vez para él también, y vaya que hizo reír a todo el mundo cuando su caballo trató de morderlo apenas los presentaron. Luego el estúpido bicho no quería dejarse montar. «Me han dado un caballo psicótico», fue la protesta de Miguel, hasta que el instructor le dijo que debía subir por el lado izquierdo del animal. Miguel preguntó entonces si tenían caballos para zurdos que se pudieran montar por el lado derecho, y Natalia se echó a reír de tal manera que sólo por eso valió la pena quedar en ridículo frente a todos los demás.

Había empezado una canción lenta. Katia le echó los brazos al cuello, tratando al mismo tiempo de capturar su mirada perdida. La chica tenía ojos castaños, muy bonitos, pero Miguel sólo veía azul en ellos, ese azul poco común de algunos pájaros y flores que destacaba entre el verdor como un faro. Ése era el color de los ojos de Natalia en días muy luminosos.

Katia se estiró para besarlo en la boca. Fue un beso al mismo tiempo inocente y atrevido, el beso de una muchacha juguetona, y Miguel, sin pensar en lo que hacía, se lo devolvió. Estuvo bien, aunque tampoco fue nada memorable.

Cuando se separó de la chica y miró por encima de su cabeza, vio a Natalia contemplándolo con una expresión de total desconcierto. La mujer permaneció allí unos segundos más, inmóvil entre las parejas danzantes, y luego dio media vuelta y se marchó por donde había venido.

Sin despedirse siquiera de Katia, Miguel corrió tras ella.

 

9

 

Natalia salió del club y siguió caminando sin mirar adónde iba, tanto así que tuvo que parar al darse cuenta de que se estaba alejando de su auto. Dio media vuelta para corregir el rumbo... y casi chocó contra Miguel. Él la agarró por ambos brazos, evitando que cayera hacia atrás.

—¿Qué haces aquí? —preguntó él—. ¿No estabas en una reunión de negocios?

—Sí, pero... fue breve, así que vine aquí a pasar el resto de la noche. No esperaba encontrarte. Lo siento.

—¿Lo sientes? ¿Por qué?

Natalia no pudo contestar de inmediato. Sentía un nudo horrible en el estómago y aún tenía ganas de escapar, aunque al mismo tiempo se dijo que debía mantener la calma porque Miguel no era su novio. Él tenía todo el derecho de salir con quien le diera la gana en sus ratos libres.

—Lo siento... ¿por interrumpirte? Esa chica...

—No la conozco. Se me tiró encima, y yo... creo que me dejé llevar un poco. —Miguel soltó los brazos de Natalia y se encogió de hombros. Su cara no reflejaba emoción alguna.

—Bueno, eso no es asunto mío. Vine aquí porque me gustó este sitio de la vez anterior, nada más. Menuda coincidencia.

Era una media verdad. O una media mentira. Se había alegrado cuando la reunión acabó temprano, y parte de ella sí había tenido la esperanza de encontrar ahí a Miguel. Era una compañía mucho más agradable que los empresarios gringos.

¿Sólo una compañía agradable?, susurró una vocecita en su mente, pero Natalia la acalló con todas sus fuerzas. Últimamente tenía que hacerlo muy a menudo, y a veces le resultaba agotador.

Miguel la estaba escudriñando como si tratara de leer sus pensamientos. Se rindió al cabo de unos segundos, y entonces dijo:

—Aún podemos aprovechar la velada.

—¿Quieres regresar al club?

—No, tengo una idea mejor. ¿Viniste en auto?

—Sí, está... por allá. —Natalia señaló detrás de Miguel, quien frunció el entrecejo pero se abstuvo de hacer comentarios. A ella, sin embargo, le pareció que se esforzaba por no sonreír. Se sintió como una perfecta idiota, y pensó que ojalá él no pudiera ver cuán confundida estaba. Menos mal que la penumbra disimulaba el rubor en sus mejillas.

—Vamos —dijo él, manteniendo la seriedad—. Te daré las indicaciones cuando estemos en el auto.

Natalia condujo por las calles que Miguel le fue señalando, y así llegaron al parque de diversiones, que a esas horas estaba abierto y lleno de gente. Ella estacionó y se quedó quieta unos segundos mirando las luces y escuchando la música que provenía de las diferentes atracciones mecánicas.

—Ya habías estado aquí antes, ¿verdad? —preguntó Miguel.

—Sí. La última vez fue... cuando tenía ocho años.

—Uau. Pues han cambiado varias cosas desde entonces. Te gustará.

Miguel salió del auto y Natalia lo siguió poco después. Él la tomó de la mano y dijo:

—¿Adónde te gustaría ir primero?

—Creo que me da igual.

—De acuerdo.

Pagaron el ingreso, se dejaron poner el sello en el dorso de la mano y entraron al parque. Natalia aún se sentía mareada como si hubiera tomado unas copas de más, lo cual no era posible porque en la reunión de negocios se había limitado a pedir un jugo de frutas.

Tenía que aclarar las cosas, pensó, aunque tampoco estaba segura de qué era lo que tenía que aclarar exactamente. A modo de prueba, empezó:

—Deberíamos coordinarnos un poco mejor.

—¿Coordinar qué?

—Ya sabes... cuando no salgamos juntos, deberíamos ponernos de acuerdo para no encontrarnos por accidente... como hoy. Digo, es que tú tienes tu vida y yo la mía, y no hay que mezclar... la realidad con la ficción.

Miguel se detuvo en seco y la miró a la cara.

—¿Ficción?

—O fantasía. Como sea que se llame esto que tenemos. Si quieres salir con otras chicas, no me importa. Simplemente preferiría no verlo.

—Para no estropear la fantasía —concluyó él, todavía con la expresión neutra que le había dirigido fuera del club.

—Exacto.

—¿ estás saliendo con alguien más, entonces?

—Claro que no. Te lo dije cuando nos conocimos, no quiero meterme en ninguna relación seria. No he tenido tiempo de conocer a nadie, puestos en ello. Ya sabes cuánto trabajo.

—Sí, como una hormiga soldado. ¿Te das cuenta de que estás estropeando la fantasía ahora mismo, al hablar del asunto?

—Bueno, sí, pero me pareció conveniente establecer una nueva regla para futuras referen...

Miguel le tapó la boca con la mano, soltando a la vez un suspiro que parecía de cansancio y resignación.

—Escucha: estamos en un parque de diversiones. De diversiones, Natalia. Deja de pensar tanto y diviértete, que para eso me estás pagando.

Ella se destapó la boca.

—Pero...

—No pienses más por hoy. Te lo prohíbo. Si vuelves a mencionar el asunto, buscaré una araña y te la echaré encima. Vamos a la rueda gigante. Necesito un poco de aire.

Derrotada, ella asintió. Aún sentía en sus labios y mejillas el contacto con la palma de Miguel, esa piel tan cálida y sorprendentemente suave. Imaginó por un momento cómo sería si tocara el resto de su cuerpo, y la idea la hizo estremecerse. Tuvo que apoyarse en una baranda para mantener el equilibrio.

A ella también le vendría bien un poco de aire, pensó mientras se sentaba en la silla de la rueda gigante y el operario acomodaba la barra de seguridad.

La rueda empezó a girar. Miguel no dijo una palabra, y al principio Natalia tampoco supo cómo romper el silencio. Ahora tenía en su cabeza la imagen del hombre besándose con aquella muchachita en el club, los brazos de ella sobre los hombros de él, quien a su vez sujetaba a la chica por la cintura. Natalia hubo de admitir que estaba celosa. Aquella jovencita había conseguido lo que ella misma no quería permitirse. Sentía un poco de envidia, también, pues ¿en qué momento de su propia vida había besado a alguien con tal abandono en un lugar público? Nunca. Ni siquiera a su ex esposo, mucho menos a un apuesto desconocido. Ella era del tipo de mujeres a las que les costaba dejarse llevar.

Por un momento deseó haber estado en el lugar de la muchacha, con sus labios pegados a los de Miguel, indiferente al resto del mundo.

—La montaña rusa tiene apenas cuatro años —dijo Miguel de repente, sobresaltándola—. Mira, allí está.

Natalia miró. La montaña rusa en cuestión era mediana, pero subía a buena altura antes de lanzar a los carritos en un rizo vertical. Los gritos de sus pasajeros eran lo bastante fuertes como para escucharse desde la rueda gigante.

—La Casa del Horror también es nueva —continuó Miguel—. Es súper espeluznante. A una de mis ex novias le dio un ataque de nervios, pero no creo que a ti te pase eso, ¿verdad?

El joven había recuperado su expresión traviesa. Natalia no pudo evitar sonreír, y alzando la barbilla, dijo:

—¿Olvidas con quién estás hablando?

—Eh... ¿con la mujer que pegó un chillido cuando agité una araña sobre su cara?

Natalia le dio un codazo a Miguel.

—No, tonto. Estás hablando con alguien que tiene a su cargo medio centenar de empleados y que maneja presupuestos de cientos de miles de dólares. No podría hacer todo eso si fuera propensa a los ataques de nervios.

—Pues ya veremos si gritas o no cuando te salte encima el enmascarado con la motosierra...

Subieron a la montaña rusa y fueron a la Casa del Horror. Natalia gritó bastante en ambos sitios, pero no fue en serio. También probaron su puntería en una caseta, donde ella ganó un oso de peluche y él le acertó por «accidente» con la pelota de goma al dueño de la atracción.

Terminaron en el lago, subidos a un bote de pedales. A esa hora no había aves a las que pudieran molestar, pero sí unos cuantos mosquitos y otros cinco botes con parejitas de adolescentes.

—Te equivocaste aquella vez, cuando dijiste que me asustaría pasear en bote —observó Natalia—. Esta cosa parece bastante segura.

—¿Eso crees? ¿Y si me pusiera de pie y empezara a balancearme de un lado a otro? —Miguel hizo eso precisamente, pero más bien estuvo a punto de caer al lago. Natalia lo agarró a tiempo del brazo. Después trató de obligarlo a sentarse, pero él continuó de pie—. Sigue pedaleando.

—¿Qué? ¿Me vas a dejar todo el trabajo?

—Haz de cuenta que estás en el gimnasio. Todo ese pedaleo es fenomenal para las pantorrillas.

Natalia pedaleó. Miguel se aclaró entonces la garganta... y empezó a cantar O sole mio con una hermosa voz de tenor. Las parejas en los demás botes se detuvieron y lo señalaron; Natalia también se habría detenido, pero luego pensó que tendría más gracia si no lo hacía, de modo que rodeó el lago. Las personas que estaban en la orilla también prestaron atención a Miguel, y una vez que él terminó la canción, le aplaudieron con ganas. Miguel les hizo una reverencia antes de volver a su asiento y su propio juego de pedales.

—¿Dónde aprendiste a cantar así? —le preguntó Natalia.

—Trabajando en mis pinturas. Me gusta poner música y acompañar las canciones.

—Lo haces bien.

—¿Te parece? ¡Gracias! Una de mis ilusiones es ir a Venecia y trabajar como gondolero, cantando a los turistas.

—Te darían buenas propinas. —Natalia se abstuvo de añadir que ella misma habría pagado para escucharlo todo el día.

—Pues no me vendrían mal. He oído que es caro vivir en Italia.

¿Era eso lo que pensaba hacer Miguel cuando acabara su trato con ella? ¿Mudarse a Italia? La mujer no se atrevió a preguntar, pues le causaba tristeza la idea de no volver a verlo en el parque, dibujando sus caricaturas.

—¿Te sientes bien? —dijo él.

—¿Qué? Sí, estoy bien. Sólo... algo cansada. Ha sido un día largo. Y si hubiera sabido que iba a experimentar tantos sacudones, no habría comido langosta en el restaurante.

—Me encantan tus problemas de clase alta.

Natalia le sacó la lengua a Miguel, pero era verdad que estaba cansada y que sentía el estómago revuelto.

—Será mejor que nos vayamos, entonces —dijo él, y juntos pedalearon hasta la orilla del lago. Minutos después estaban en el auto de Natalia, quien dejó a Miguel en la puerta de su edificio. Ella nunca había entrado ahí. No quedaba tan lejos de su propio apartamento, sin embargo.

—Gracias —dijo Natalia antes de que él se bajara.

—¿Lo dices por el paseo? Es mi trabajo, ¿o no?

—No, más bien lo decía por... no enfadarte conmigo. Esa chica con la que estabas era muy linda.

—¿Otra vez con eso? Ya te dije que no la conozco. Y tampoco es mi tipo.

—Entiendo, pero...

—Y aun suponiendo que esa muchacha me hubiera interesado, tampoco me habría enfadado contigo. Si me estás pagando, eso te convierte en mi jefa, y a veces los jefes lo hacen trabajar a uno fuera de horario, ¿verdad?

—Bueno, sí, pero...

—¿Ves? Así que nadie está enojado con nadie. Ve a casa y tómate un té. Eso te ayudará a bajar la langosta. Aunque no podría decirlo por experiencia propia, porque nunca he comido langosta. Pero creo que paso, de todas maneras. Parecen cucarachas gigantes.

—Ah, bien, eso era justo lo que mi estómago necesitaba para recomponerse.

—Ups, lo siento. Hasta la próxima.

—Hasta la próxima.

Miguel entró al edificio y Natalia marchó hacia el suyo. Él tenía razón, por supuesto: no podían enfadarse uno con el otro porque su relación era falsa y estrictamente profesional.

Pero si Miguel tenía razón, y ella estaba de acuerdo... ¿por qué sentía como si le hubieran agujereado el corazón con un objeto puntiagudo?

 

10

 

La llamada de Natalia pilló a Miguel en medio del almuerzo, pero de todas maneras él sonrió mientras levantaba el teléfono. Fue un gesto automático, inevitable.

—Hola, jefa —dijo en tono burlón. No era así como veía a Natalia, sin embargo, pero el otro día habían estado a punto de cruzar algún límite, y aunque a él no le habría importado, le preocupaba que ella pudiera cancelar el trato.

—Hola, Miguel. ¿Estás libre esta tarde?

—Lo estoy. ¿Para hacer qué?

—Se me ocurrió que por una vez podría organizar yo la salida. Acaban de abrir un bonito café en la parte vieja de la ciudad. ¿Me acompañarías a visitarlo?

—Seguro, mademoiselle. ¿Dónde queda?

Natalia le pasó la dirección.

—¿Te parece que nos encontremos ahí a las cinco? —preguntó ella.

—Está bien. Hasta entonces.

—Hasta luego.

Miguel suspiró una vez que Natalia cortó la llamada. Últimamente se quedaba con las ganas de charlar un rato sobre cualquier tema que se les ocurriese, para oír la voz de ella y tratar de sacarle una risa o dos. O para imaginar mientras hablaban qué llevaba puesto, o si tenía el pelo suelto o recogido en un moño o una cola de caballo. ¿Daría ella vueltas por su apartamento, descalza? ¿O prefería quedarse junto a la ventana, mirando el cielo y la ciudad? Tantas dudas sin respuesta...

Pero no había nada que hacer al respecto, al menos por ahora, de modo que trabajó hasta las cuatro, se dio una buena ducha y fue al sitio que Natalia le había indicado. Para variar, llegó unos minutos antes que ella. Luego la vio aparecer desde una esquina, vestida con un traje azul que hacía juego con sus ojos y destacaba los reflejos dorados de su cabello teñido.

—Buenas tardes, monsieur —dijo Natalia, dedicándole una sonrisa que parecía esconder algún secreto.

—Buenas tardes. —Te ves preciosa, quiso añadir, pero ése era el tipo de cumplidos que hacían los novios, y él no tenía ese privilegio. Reformuló la oración, por lo tanto—. Se ve usted muy elegante, mademoiselle. ¿Puedo invitarla a tomar algo en ese café que acaban de inaugurar?

—Me encantaría, gracias.

Acompañaron el café con unos deliciosos bollitos de crema, sentados junto a una ventana con cortinas de tul.

—¿Te gusta el local? —preguntó ella.

—Mucho. Casi me siento como si estuviera en París. —Pero lo que realmente quisiera es ir a París contigo, pensó Miguel. Pasear a orillas del Sena y hacer bromas sobre los franceses. Subir a la Torre Eiffel y besarnos en lo más alto. Y... hacerte el amor en la habitación de algún hotelito pintoresco.

Tuvo que morderse la lengua para no decir todo lo anterior, al tiempo que miraba hacia otro lado a fin de que ella no percibiera el deseo en sus ojos.

—Pues hay muchas galerías de arte por aquí —replicó Natalia en tono casual—. Supongo que las has visitado todas.

—La mayoría.

—Dijiste que estabas preparando varias obras para ofrecerles, ¿o no?

—Sí. Pero es un salto bastante grande. Parece que nunca me decido a darlo. Es menos... traumático para el ego vender las imágenes por Internet.

—Pero tiene menos prestigio.

Miguel se encogió de hombros.

—No me interesa el prestigio. Me basta con pagar las cuentas.

Natalia se levantó de la silla y extendió una mano. Ya habían terminado el café.

—Llévame a dar una vuelta por las galerías. Yo también las he visitado, pero me gustaría saber cuáles son tus cuadros favoritos.

Miguel pagó la cuenta, aceptó la mano de ella y empezaron a caminar. Él aún se sentía como si estuvieran en París; sólo faltaban los franceses y quizás algún músico callejero tocando su acordeón. Algunos hombres parecieron mirarlo con envidia, lo cual era del todo comprensible dada la belleza de la mujer que lo acompañaba. Natalia lo había tomado del brazo como en la pista de hielo. Debía de estar un poco distraída, porque en general evitaba tocarlo a menos que fuera absolutamente necesario.

La tercera galería que visitaron era la favorita de Miguel, y fue por eso que él se sorprendió cuando, en medio del recorrido, Natalia dijo:

—He venido aquí más de una vez. Compré un par de óleos para mi apartamento y uno de regalo para mi amiga Sonia.

—¿En serio? ¿Y cómo eran?

—Uno de los míos es un bosque con un ciervo, en el otro hay una pareja bailando. Y el de Sonia tiene un ángel sosteniendo a una niña en brazos. La niña está en una cama de hospital.

Un hombre de unos setenta años, muy bien vestido, se aproximó a ellos y extendió una mano hacia Natalia.

—Buenas tardes, me alegra verla por aquí de nuevo —dijo el hombre. Natalia estrechó su mano.

—Buenas tardes, señor Beiroa. Mi amigo y yo estábamos admirando los cuadros nuevos. Él también es un artista, por cierto. Y vive de eso.

—¿Ah, sí? Mucho gusto en conocerlo. —Esta vez le tocó a Miguel estrechar la mano del señor Beiroa.

—Igualmente.

—¿Es posible que haya visto sus obras en algún lado, joven?

—No lo creo. Me he movido por mi cuenta hasta ahora.

Natalia sacó su móvil, dio algunos toques a la pantalla y se lo pasó al dueño de la galería, quien se puso sus gafas y también deslizó un dedo por el aparato. Miguel interrogó a Natalia en silencio.

—Encontré tu blog —susurró ella, y Miguel sintió que se le hacía un nudo de nervios en el estómago. No se había preparado mentalmente para eso. Miró al señor Beiroa, quien tenía la vista fija en la pantalla con una expresión seria y crítica. Aquello era peor que esperar un diagnóstico médico. Finalmente el hombre dijo:

—Es usted un joven artista muy versátil. Y talentoso. Y da la casualidad de que a mí me gusta promocionar a los nuevos talentos. ¿Tiene suficientes obras disponibles para organizar una exhibición aquí mismo?

Las rodillas de Miguel estuvieron a punto de fallarle. Tuvo que tragar dos veces antes de poder contestar:

—Al menos unas treinta. Me sentiría muy honrado, desde luego.

—Bien, aquí tiene mi tarjeta. Llámeme más tarde para coordinar una visita a su estudio. O puede mandarme fotos por correo electrónico. Mi hijo insiste en que debo adaptarme a los tiempos modernos. —El hombre suspiró—. Oh, con lo que me habría gustado ser un mecenas renacentista...

Miguel tomó la tarjeta. Aún no podía creerlo. Por casi un minuto se quedó ahí atontado, y no prestó atención a la conversación entre Natalia y el señor Beiroa hasta que el hombre se despidió de ambos para atender a un cliente.

—Por el amor de Dios, cierra la boca —le ordenó ella en voz baja—. Pareces un pescado.

Miguel cerró la boca. Recién entonces se dio cuenta de que la mujer estaba sonriendo.

—Eso salió bastante bien, ¿no crees? —dijo Natalia—. Vamos. Aún nos queda tiempo para pasear otro rato.

Él seguía sin poder hablar. Recién a los cuatro o cinco minutos su cerebro empezó a trabajar de nuevo, y así fue como le entró una sospecha.

—Esto fue idea tuya, ¿verdad? Venir aquí, encontrarnos con el dueño de esa galería, mostrarle mi trabajo para ver si picaba.

—Tal vez sí, tal vez no —contestó Natalia, pero no había dejado de sonreír, y en sus labios estaba la verdadera respuesta.

—Sí, fue tu idea. ¿Por qué?

—¿Y por qué no? Lo ibas a hacer de todas maneras, ¿cierto? Pienso que eres bueno en lo que haces, en el fondo tú también lo sabes, y ya ves que el señor Beiroa estuvo dispuesto casi de inmediato a darte una oportunidad. No quieres negar a los amantes del arte la posibilidad de ver tus creaciones en una bonita galería, ¿o sí? Y una vez que eso suceda, hablaré con la persona que se encarga de la decoración en mi agencia de publicidad. Como en casi todas las oficinas, tenemos unos cuadros de arte moderno francamente espantosos. Los tuyos quedarían mucho mejor.

Miguel no respondió. Lo que hizo fue sujetar a Natalia del brazo, mirarla a la cara y... volver en sí justo a tiempo, porque su siguiente movimiento habría sido inclinarse sobre ella para besarla. En plena boca. Y no sólo como un gesto de agradecimiento. Apenas si consiguió frenar ese impulso, y puesto que ahora no tenía más remedio que decir algo, cualquier cosa, largó lo primero que le vino a la mente.

—Me alegra que pienses todo eso. Gracias.

—No hay de qué.

Ella palmeó, en forma puramente amistosa, la mano que sujetaba su brazo. Miguel no quería soltarla. Quería que ese contacto significara algo más para Natalia, pero ella tironeó un poco y él tuvo que dejarla ir.

—Acompáñame a esa tienda de antigüedades —pidió la mujer—. Ando en busca de una linda figura de porcelana para la mesa en mi sala de estar.

—Claro.

Tenía que encontrar la manera de cambiar la relación entre ellos, pensó Miguel. No podía sugerirle que fueran novios de verdad; ella lo abandonaría, empeñada como estaba en mantener la farsa. Protegía su corazón dentro de una especie de castillo emocional con todas las defensas desplegadas.

Quizás pudiera derribar esas defensas una por una, concluyó... y entonces una idea burbujeó en su cerebro, haciendo que sus labios se curvaran en una sonrisa discreta.

Ya sabía por dónde empezar.

 

11

 

Cuando bajó del taxi frente a la galería, Natalia se dio cuenta de que no se había sentido tan nerviosa en mucho tiempo. ¡Y eso que no era ella la protagonista de la exhibición! ¿Se sentiría Miguel igual de nervioso, o habría superado ya esa etapa mientras él y el señor Beiroa preparaban los cuadros para la gran ocasión? Fuera como fuese, ella apenas podía esperar para reunirse con Miguel. Quería que todo saliera bien esa tarde, que la exhibición fuera un éxito y que él se sintiera feliz por ello. Se lo merecía.

Se sorprendió al escuchar risas incluso antes de llegar a la puerta. Lo que no le sorprendió fue tener que abrirse paso entre el gentío una vez que cruzó el umbral, dado que había echado a correr la voz durante todo el mes, pero era una exhibición de arte, no una fiesta. ¿Cómo se las habían arreglado Miguel y el señor Beiroa para que la reunión fuera tan animada?

No tardó en averiguar el motivo. Allí estaba Miguel, rodeado por unas cuantas personas... y todas sostenían una copa de champaña. También charlaban entre sí alegremente como si se conocieran de toda la vida. Miguel giró la cabeza, descubrió a Natalia... y le dirigió la sonrisa más radiante que ella le hubiera visto hasta ese día. El hombre levantó la mano libre y le hizo un gesto para que se acercara, y apenas estuvieron a medio metro de distancia, le pasó una copa sin dejar de sonreír.

—Hola, Nat. Te presento a algunos compañeros y profesores de mi escuela de arte. —Miguel dijo entonces tantos nombres que ella perdió la cuenta—. Bendito Facebook, ¿eh? Prueba la champaña, está deliciosa. Cortesía del anfitrión.

Miguel señaló al señor Beiroa, quien estaba unos pasos más allá hablando con su propio grupo de invitados. El hombre saludó con un movimiento de cabeza que Natalia devolvió, todavía sin recuperarse del asombro.

—Vaya. Me alegra que todo esté resultando tan bien.

—¿Y por qué no iba a salir bien? —intervino la rubia a quien Miguel había presentado como Fernanda—. Miguel siempre fue uno de los mejores de la clase.

—No exageres —replicó él.

—Oh, sí que lo eras, admítelo. Y uno de los estudiantes más lindos, también. Todas las chicas queríamos dibujarte... preferentemente sin ropa.

Hubo unas cuantas risas. Fernanda le pasó al joven un brazo por la cintura, pero aunque el gesto parecía del todo familiar e inocente, un simple abrazo de compañera de estudios, Natalia no pudo evitar un pinchazo de celos. Era la primera vez que se sentía como una extraña junto a Miguel, a pesar de todas las veces que habían salido juntos.

Sin embargo, lo siguiente que hizo él fue desprenderse de su amiga y sujetar a Natalia suavemente por el brazo, tirando de ella hacia uno de los pasillos.

—¡Enseguida regreso, gente! —avisó Miguel a sus compañeros—. ¡Natalia aún no ha visto la exhibición!

Ella sintió alivio, pero éste fue sustituido casi de inmediato por curiosidad. Era cierto: Miguel no le había mostrado ninguna de las pinturas, a pesar de su insistencia.

A medida que empezaron a recorrer la muestra, Natalia entendió el porqué de tanto secreto: las obras para la exhibición diferían bastante de las que Miguel le había enseñado hasta el momento, o incluso de las que había puesto en su blog. Cada pintura tenía su propio estilo y parecía contar una historia que no siempre era evidente, de modo que hacía falta observarlas por un buen rato para entender el mensaje. Había, por ejemplo, una imagen aparentemente abstracta en tonos de gris con un manchón de colores en una esquina. Sin embargo, el manchón de colores no era tal sino una especie de ave del paraíso, y entre las formas grises se distinguían un rostro y una mano, como una niña envuelta en suciedad y tinieblas. Su expresión era desesperada; trataba de tocar al ave con sus dedos, pero éstos se detenían a un centímetro de las brillantes plumas. En otro cuadro se veía a un anciano sentado en una plaza, leyendo el periódico. Parecía un simple paisaje otoñal, pero si uno prestaba atención podía notar que no era otoño, sino que solamente el anciano estaba rodeado de muerte y decadencia. La banca de metal tenía manchones de óxido, y frente al hombre, entre las hojas secas, se distinguía el cadáver de un ratón. Había follaje verde en la periferia, e incluso algunas mariposas. Natalia concluyó que el anciano era la Muerte de incógnito, dando un paseo dominical como cualquier otra persona mayor.

Y así una pintura tras otra. Natalia las contempló en silencio, experimentando un amplio rango de emociones entre las que siempre figuraba el deleite. Hasta llegó a olvidar que Miguel estaba a su lado o detrás de ella, atento a sus reacciones. Finalmente él carraspeó y Natalia dio media vuelta para mirarlo, pero el hombre no dijo nada.

—¿Qué, no vas a preguntarme si me gustan las pinturas?

Miguel sonrió a medias antes de contestar:

—Tu cara ya me ha dicho todo lo que necesitaba saber. Ven. Todavía te falta una pintura. Es la más nueva, y también la pieza principal de esta colección.

Miguel condujo a Natalia hasta el fondo de la galería, donde había un cuadro bastante grande y cuidadosamente iluminado para que destacara entre los demás. Era el retrato de cuerpo entero de una mujer rubia, vestida con una túnica al estilo griego. El viento agitaba la tela azul con ribetes dorados, deshojando también las rosas al pie de la dama. Ella sostenía un libro abierto, pero no lo leía; en cambio, acariciaba con el dorso de su mano las alas de un hermoso búho gris con ojos como de bronce, quien a su vez le dirigía a su dueña una mirada de devoción absoluta.

Natalia contuvo la respiración. Se trataba de la diosa Atenea, sin duda, pero su rostro... su rostro era el de ella.

—El señor Beiroa se dio cuenta del parecido —susurró Miguel detrás de Natalia—, pero prometo que no revelaré tu secreto.

—¿Cuál secreto? —balbuceó ella.

—Que en verdad eres rubia.

—Ah. —A Natalia le dio un vuelco el corazón. Le daba igual lo del cabello, pues su verdadero secreto, el que había temido por un segundo que Miguel supiera, era que más de una vez había tratado de imaginar cómo sería acostarse con él—. ¿Este cuadro está a la venta?

—¿Por qué? ¿Quieres comprarlo?

—Tal vez.

—No, no está a la venta. Pero te lo regalaría si me lo pidieras. —La voz de él sonó grave en los oídos de Natalia. Muy seria y misteriosa, como si estuviera insinuando algo más. Ella decidió ignorar la indirecta, si acaso había alguna.

—Quizás te lo pida, entonces. Pero no hoy. Es una bella pintura, dejemos que el mundo la vea. Y no lo digo porque la diosa tenga mi cara.

Miguel soltó una risita.

—Qué modesta, mademoiselle. Pero si llego a hacerme famoso, tienes mi permiso para decir que fuiste una de mis musas.

—Gracias, lo tendré en cuenta.

—Vamos a beber más champaña con los clientes. No puedo darme ese lujo cuando hago caricaturas en el parque, mucho menos cuando vendo por Internet.

A Natalia el resto de la tarde se le pasó en una confusión de copas, risas, conversaciones sobre arte y anécdotas de los compañeros de clase de Miguel. No obstante, le resultó difícil mantener la concentración; cada pocos segundos su mente volvía al retrato de Atenea, su retrato, y entonces se debatía entre sentirse halagada, inquieta o ambas cosas a la vez. Podía aceptar la idea de que Miguel la encontrara atractiva, podía incluso admitir su propia atracción hacia él, pero... sería un desastre si permitía que la interacción entre ellos progresara más allá de ese punto.

¿Y por qué sería un desastre?, preguntó una parte de ella que sonaba igual que Sonia. Natalia trató de responderse a sí misma, pero en ese momento las razones que le había enumerado a su amiga se le antojaban muy poco contundentes.

Se había separado de Miguel por unos minutos. En algún momento él fue a buscarla y le dijo:

—La galería cerrará en media hora. Mis amigos y yo vamos a ir a un club cerca de aquí para celebrar, ¿quieres venir?

Sí. O mejor no, pensó Natalia, indecisa. Tenía la mente echa un lío.

—Vamos —insistió él—. Así podré dejar que alguien más te divierta, para variar. Mis amigos son geniales.

Él sonrió. Fue una sonrisa especialmente cálida y brillante, como si él también fuera un dios griego. Cupido, tal vez. No la representación infantil del mismo, claro, sino la versión original: el hombre apuesto y travieso que había enamorado a Psique.

Pero ella, Natalia, era Atenea en el cuadro de Miguel. Atenea. La diosa virgen de la sabiduría, las artes y la guerra. La diosa que había usado un casco de invisibilidad para ocultarse de unos pretendientes lujuriosos.

—De acuerdo, los acompañaré —contestó al fin—. Pero sólo un rato, porque tengo trabajo pendiente para el lunes.

—Está bien. Iré a despedirme del señor Beiroa y a darle las gracias. Se ve feliz desde aquí, ¿no te parece? Espero que considere que la exhibición fue un éxito.

—Seguro que sí.

Caminaron hasta el club todos juntos como una pandilla de adolescentes. Poco después estaban alrededor de una mesa, entrechocando más copas, riéndose de cualquier cosa y contando más anécdotas. Natalia fue quien menos habló, pero el alcohol se le había subido a la cabeza y por lo menos se sentía alegre y despreocupada. De acuerdo, todavía le molestaba que las amigas de Miguel se le echaran a él encima, y le molestaba que eso la molestara; sin embargo, estaba determinada a beber hasta todo dejara de importarle, incluyendo lo que había sentido al verse retratada en forma tan espectacular. Fue por eso también que aceptó bailar con Ignacio, otro de los amigos de Miguel, y hasta se tomó el tiempo de enseñarle unos pasos de salsa.

Cuando volvieron a reunirse todos en la mesa, alguien propuso un brindis por «el glorioso triunfo artístico de nuestro compañero Miguel Ángel». Natalia levantó su copa, registrando apenas la coincidencia con el apodo que le había puesto Sonia a Miguel, aturdida ya hasta el punto de que la periferia de su campo visual era un borrón ondulante. Estaba ebria, pensó. ¿Se había emborrachado en cualquier otra ocasión de su vida? No lo recordaba. No recordaba mucho de nada a estas alturas, puestos en ello.

Fernanda se acercó a Miguel y le plantó un beso bien descarado y ruidoso en los labios. Otra de las jóvenes decidió repetir el gesto, y así las cuatro chicas se turnaron para felicitar a su amigo, cada beso más prolongado que el anterior. Entonces alguien empujó a Natalia por la espalda, aproximándola a Miguel. Ella se tambaleó, él la sostuvo por ambos brazos, y de pronto estaban a menos de diez centímetros de distancia, mirándose a la cara.

Antes de que Natalia pudiera soltar una excusa, Miguel presionó su boca contra la de ella. Las manos del hombre cambiaron de lugar: una a la espalda de Natalia y la otra a su cuello, ambas sujetando con firmeza. Ella a su vez lo aferró por la pechera de la camisa, respondiendo al beso sin pensar en lo que hacía. El resto del mundo había desaparecido. Sólo estaban ellos dos, uno contra el otro, y Natalia sintió como si todo su cuerpo se estuviera derritiendo. Las mejillas le ardían. Su corazón latía a toda velocidad; en cambio, el de Miguel parecía golpetear a un ritmo normal contra los dedos de ella apoyados en su pecho. Él se estaba tomando su tiempo con el beso. Demasiado tiempo. Sus labios y lengua seguían acariciando los de ella, y los dedos en el cuello de Natalia se enredaron en el cabello de su nuca, desordenando los mechones en un gesto a la vez tierno y posesivo. Olía a champaña y muy suavemente a jabón, pero debajo de eso había un aroma un poquito menos civilizado, como si Miguel fuera el equivalente humano de un leopardo. Una criatura bella, estilizada y poderosa.

Tenía que apartarse, pensó Natalia. Pero no quería. Estaba muy cómoda ahí, a pesar del mareo, sus piernas de goma y la voz de su conciencia.

Fue Miguel quien se apartó. Volvió a sujetar a Natalia de los brazos porque ella no podía tenerse en pie, pero miró hacia otro lado, aparentemente avergonzado. Sus amigos lanzaron exclamaciones. ¿Se habrían dado cuenta de lo intenso y personal que había sido aquel beso?

Una de las chicas se interpuso entre Natalia y Miguel, tomó al hombre de la mano y dijo:

—Bien, ya terminamos con los besos. Ahora toca bailar otro rato.

La joven se llevó a Miguel a la pista de baile, separándolo de Natalia, quien tuvo que apoyarse en el borde de la mesa. Le zumbaban los oídos y su corazón aún latía como si hubiera corrido varios kilómetros sin parar. Levantó la mirada para buscar a Miguel y lo halló entre el gentío, bailando con su amiga y sin prestar atención a nada más, aunque no sonreía.

Natalia se sentó y bebió otra copa. Era una pésima idea, pero si no iba a despabilarse en los próximos diez minutos, entonces la alternativa era aturdirse un poco más para no concentrarse en lo que acababa de pasar.

En algún momento parpadeó para aclarar la vista y leer la hora en su reloj. Eran las dos de la madrugada.

—Oh, mierda —dijo entre dientes. Luego añadió en voz alta, arrastrando las palabras—: Ha sido una velada estupenda, chicos, pero ya tengo que irme. Fue un gusto conocerlos. —¿Dónde estaba Miguel? Bah, daba igual. Lo llamaría más tarde. Se levantó de la silla, tropezó con sus propios pies y estuvo a punto de caer a un lado, pero unos brazos fuertes la detuvieron justo a tiempo—. Ah, ahí estabas —le dijo a Miguel—. Mira, ya es muy tarde y estoy borracha como una cuba. Tú sigue la fiesta con tus amigos. Y felicidades por la exhibición. Sabía que te iría bien.

—No llegarás sola hasta la puerta —replicó él con una expresión inquietantemente seria—. Pediré un taxi y te acompañaré hasta tu apartamento.

—No. Bueno, sí, te agradecería que me acompañaras hasta la puerta, pero podré arreglármelas con lo del taxi, gracias.

—Está bien. Como quieras.

Miguel sujetó a Natalia por la cintura hasta que salieron del club. El aire fresco no consiguió despejar la mente confundida de ella, pero al menos secó el sudor de su cara y le devolvió una pizca del equilibrio perdido. Miguel le hizo señas al primer taxi que apareció en la avenida, el cual se aproximó al borde de la acera.

—Lo siento —dijo él entonces, en voz tan baja que Natalia apenas si lo escuchó—. Por romper una de tus reglas. Mis amigos siempre se las arreglan para convencerme de hacer cosas indebidas.

—Está bien, fue algo del momento. Hagamos de cuenta que no pasó. —Natalia se preguntó cómo podría lograr semejante hazaña. El beso ya se había repetido unas cien veces en su mente, a velocidad normal o en cámara lenta, y aún le quitaba el aliento.

Miguel le abrió la puerta del taxi. ¿Se veía triste ahora, o nada más estaba cansado, igual que ella? Natalia no pudo determinarlo.

—Buenas noches —dijo.

—Buenas noches —replicó Miguel, cerrando la puerta del taxi. Él se quedó mirando mientras el vehículo volvía a ponerse en marcha y se alejaba del club.

Natalia tuvo que repetir tres veces su dirección porque no dejaba de confundir las calles y los números. En cierto modo era gracioso, como si su cerebro se hubiera vuelto de algodón. Seguía sin recordar si se había emborrachado alguna vez, pero estaba consciente de que su cuerpo se lo haría pagar en la mañana, algo que no esperaba con ansias.

También tuvo problemas con los botones del ascensor. Y luego con la llave de su apartamento. Finalmente tropezó mientras se quitaba los zapatos, aunque tuvo la suerte de caer sentada sobre la alfombra de su dormitorio.

Corrió descalza al baño y vomitó en el inodoro, deshaciéndose de parte del alcohol pero ganando un intenso dolor de cabeza. Fue al botiquín, tomó un par de analgésicos, se cepilló los dientes y bebió bastante agua para ayudar a su organismo a desintoxicarse. Se veía fatal: las escleróticas enrojecidas, el pelo todo despeinado y una expresión carente de inteligencia. Parecía otra persona.

Necesitaba una ducha, pensó. Se quitó el vestido y la ropa interior, abrió la llave del agua y se metió bajo el chorro caliente apartando su cabello hacia atrás a medida que se mojaba. Después de eso tuvo que sentarse porque las piernas se le doblaban.

Sola y desnuda en el cubículo de la ducha, pensó en el cuadro de Atenea. Después pensó en el beso, ese beso absolutamente increíble que la había hecho sentir como... ¿como qué?

Como si estuvieras enamorada, respondió la diminuta parte de su mente que aún se mantenía sobria.

No, no podía estar enamorada. No de Miguel. Sería una relación destinada al fracaso, y para eso ya tenía su tristemente breve matrimonio.

Natalia oprimió las rodillas contra su pecho y se echó a llorar.

 

12

 

Quedarse en el apartamento en los días de lluvia y dedicarse a pintar era una de las actividades favoritas de Miguel. Esa tarde, sin embargo, apenas si podía concentrarse en la tarea, a pesar de que había puesto música para obligarse a no pensar.

Sólo una vez había llamado a Natalia, para asegurarse de que hubiera llegado bien a casa después de la exhibición. Ella le había contestado que sí, que había llegado bien, pero habló con un tono frío que quizás no se debiera a la resaca. Quería mantener las distancias, concluyó él entonces. Dejar atrás el beso, tal como había dicho al salir del club.

Eso le había dolido. Mucho. De acuerdo, él había aprovechado la situación para romper aquella estúpida regla, pero ¿cómo podía ella considerarlo una especie de accidente sin importancia? Natalia le había devuelto el beso, y con ganas, además. Él la había sentido ablandarse entre sus brazos, y si se apartó de ella fue porque sabía que estaba ebria. En ese momento agradeció que se hallaran en un lugar público, de lo contrario le habría resultado muy fácil ignorar a su conciencia y llevar las cosas hasta el final.

Genial, ahora se sentía culpable otra vez. Y echaba de menos a Natalia mucho más que antes, pero no se atrevía a llamarla. Si volvía a meter la pata, ella cancelaría el trato y ya no habría ninguna posibilidad de que terminaran juntos.

Se dio cuenta de que no había tocado el lienzo con el pincel en más de quince minutos. Justo lo que no necesitaba: un bloqueo. Decidió limpiar sus herramientas, encender la computadora y trabajar un rato en su sitio web. Salir a caminar estaba fuera de discusión, porque seguía lloviendo a cántaros. Por la ventana sólo se veía una cortina gris de agua, emborronando la ciudad.

Estaba en medio del cambio de tareas cuando sonó el timbre. Miguel presionó el botón del portero automático y preguntó:

—¿Quién es?

—Soy yo —respondió Natalia, y el corazón de Miguel pegó un salto en su pecho. Al hombre le tomó unos cuantos segundos recuperarse y oprimir el botón que abría la puerta del edificio. Su sorpresa fue aún mayor cuando Natalia llegó por fin hasta su apartamento: estaba empapada y temblorosa, y sus ropas deportivas, de un lila pálido, ostentaban grandes manchones de barro.

—¿Qué rayos te pasó? —preguntó él.

—¿Aparte de que salí a correr y me pescó el chaparrón? Un conductor idiota pasó sobre un charco en la calle y me salpicó toda el agua sucia.

—No hay respeto estos días, ¿eh? De acuerdo, el baño está por allá. Usa la toalla grande. Te alcanzaré algo de ropa seca.

—Gracias.

Miguel fue a su dormitorio y sacó del ropero uno de sus propios conjuntos deportivos y una camiseta. Le pasó las prendas a Natalia a través de la puerta entornada.

—¿Cómo fue que viniste a parar aquí? —preguntó sin mirar.

—La verdad, fue coincidencia. Salí a correr porque necesitaba ideas para la campaña en la que estamos trabajando ahora. Me distraje, corrí de más, y cuando me di cuenta ya tenía la tormenta encima. Iba a tomar un taxi, pero el conductor ese me dejó echa un desastre y ningún taxista quiso recogerme.

—La caballerosidad también está extinta, al parecer. ¿Tuviste que caminar mucho?

—Una cuadra. Vine aquí justamente porque me quedaba cerca. Perdona la molestia.

—De nada. Sabes que yo sí soy un caballero. —Para lo que le servía, pensó Miguel. En ese instante no deseaba estar al otro lado de la puerta mientras Natalia se cambiaba. Lo que quería era sacarle él mismo la ropa sucia y llevársela desnuda a la cama, para hacerle el amor hasta que a ella se le pasara el frío por la mojadura.

Natalia salió del baño. Las ropas de Miguel le quedaban enormes, pero al menos la mantendrían abrigada. Ella se veía fatigada y ojerosa, sin embargo, como si no hubiera dormido bien la noche anterior.

—Tal vez pueda pedir un taxi ahora —dijo Natalia.

—No, quédate aquí. Mira: justo tenía un montón de ropa para lavar. Meteré la tuya también, luego a la secadora, y podrás irte cuando pase la tormenta. Mientras tanto, te prepararé un té o café. ¿O preferirías una sopa?

—Una taza de té me vendría bien.

—De acuerdo, té. ¿Con un par de magdalenas?

—Eso suena todavía mejor.

Natalia sonrió a medias, pero la sonrisa no borró su expresión de cansancio.

—Siéntate donde quieras —dijo Miguel—. Iré primero a hacer el té.

—Gracias. Espero no haberte interrumpido.

—Descuida. Hoy no estaba muy inspirado que digamos. Al menos no se me ocurrió salir.

—Esto me enseñará a hacer más caso de los reportes meteorológicos.

Miguel se dirigió a la pequeña cocina de su apartamento, puso agua a calentar y buscó un platito y las magdalenas. Cuando regresó junto a Natalia, cargando todo en una bandeja, ella miraba por la ventana desde el sofá. Era la primera vez que visitaba su apartamento, pensó Miguel. Ojalá no le disgustara el desorden. Menos mal que había hecho una buena limpieza el día anterior.

—Gracias —dijo ella al tomar la bandeja, la cual apoyó en su regazo como toda una dama. A Miguel le habría gustado quedarse y verla tomar el té, pero en lugar de eso replicó:

—De nada. Iré a meter la ropa en la lavadora. Vuelvo enseguida.

Ella asintió. Miguel bajó al lavadero del edificio, y cuando regresó a su apartamento, Natalia ya casi había terminado de beber el té. Él no tenía la más pálida idea de qué hacer o decir a continuación. El programa de la lavadora duraba unos cuarenta y cinco minutos.

—¿Qué va a ser? —preguntó Natalia, señalando con la cabeza el cuadro a medio pintar.

—La puerta de una casa antigua, vista desde dentro y entornada. Afuera habrá un hermoso jardín. Esos manchones se convertirán en una jovencita que quiere salir pero todavía no se atreve.

—¿Por qué no?

—Porque en el jardín sólo habrá rosas con grandes espinas.

—¿Y si ella se quedara dentro de la casa?

—Podría. Pero entonces estaría sola en una casa oscura y deteriorada.

—Una decisión difícil, ¿eh?

Miguel se encogió de hombros.

—Todas las decisiones importantes son difíciles. Hay que arriesgarse tarde o temprano.

Natalia hizo un gesto que no podía interpretarse de manera afirmativa pero tampoco negativa. Guardó silencio mientras terminaba de comer la segunda magdalena.

—¿Estás bien? —preguntó él.

—Claro. ¿Por qué no habría de estarlo, aparte de que me pilló el chaparrón?

—No lo sé. Me pareció que andabas de un humor un poco raro. Oye, ¿alguna vez has ido al Museo de Historia Natural? Acaban de hacerle unas remodelaciones. Estará abierto el próximo fin de semana, por si quieres visitarlo.

—Suena bien.

Natalia permaneció en silencio una vez más. Miguel recuperó la bandeja con los platos vacíos, algo asustado por la mirada opaca de ella. Si no hubiera sido porque había aceptado acompañarlo al museo, habría pensado que estaba a punto de cancelar el trato y decirle que no volverían a verse.

Quería romper la extraña apatía de Natalia. También quería preguntarle si había pensado en el beso tanto como él, pero eso sería una muy mala idea. Entonces ella dijo, con voz casi inaudible:

—Nunca te he visto pintar en un lienzo. ¿Podrías hacerlo ahora? ¿O todavía te sientes poco inspirado?

Miguel consideró la idea. Estaba más o menos seguro de que su sintonía con el arte no había mejorado en los últimos veinte minutos, pero si Natalia se lo pedía, como mínimo trataría de vencer el bloqueo.

—Usted manda, mademoiselle. Pero avísame cuando sean las cinco y cuarto, para ir a sacar la ropa de la lavadora y ponerla a secar.

—De acuerdo.

Miguel volvió a ponerse la túnica, metió un CD de Secret Garden en su equipo de audio y retomó la pintura donde la había dejado, consciente de la mirada de Natalia a espaldas de él. Estaba acostumbrado a dibujar en público, pero esto se sentía diferente, más íntimo incluso que cuando pintaba a una modelo desnuda. Ojalá Natalia no se aburriera o decepcionara.

En algún momento, sin embargo, se dejó llevar por el trabajo y perdió la noción de lo que pasaba a su alrededor, salvo por los sonidos de la lluvia y la música. Ni siquiera escuchaba la respiración o los movimientos de Natalia en el sofá, por lo que casi pegó un salto cuando ella le dijo:

—Son las cinco y cuarto. Pero te veías muy concentrado, ¿quieres que baje yo a atender la ropa?

¿Ropa? ¿Cuál ropa? Ah, sí.

—Deja, yo iré. —Miguel se limpió las manos con un trapo y se sacó la túnica—. Me extraña que no te hayas dormido.

—En realidad sí me estaba dando sueño. Pero no por verte trabajar. Esa música es muy relajante.

—Duerme si quieres. Ya regreso.

Miguel bajó a poner la ropa en la secadora. Pensó que estaría en un aprieto si Natalia le hacía caso, porque él la dejaría dormir... para luego aprovechar la oportunidad de despertarla con un beso.

 

13

 

Natalia se preguntó por centésima vez qué rayos estaba haciendo en el apartamento de Miguel. De hecho, apenas entendía cómo había llegado hasta ahí, porque ni de lejos se lo había propuesto... ¿o tal vez sí? No había mirado por cuáles calles corría, pero tampoco solía correr por esa parte de la ciudad. Era muy posible que hubiera elegido el rumbo en forma inconsciente.

Se había quedado más de lo debido, sin embargo. Ver trabajar a Miguel, perdido por completo en su mundo de formas y colores, le había dado ganas de levantarse del sofá, acercarse a él y abrazarlo por la cintura desde atrás, recostando la cabeza en su espalda, para sentir su calor mientras él seguía pintando. Y cuando Miguel al fin se cansara, podría dar media vuelta, devolverle el abrazo y...

Natalia apretó los párpados. Se había dicho mil veces que no podía permitirse esa clase de fantasías. Buscó algo más en qué pensar, por lo tanto, y descubrió en una mesa un bloc de dibujo que Miguel nunca le había mostrado. Fue a echarle un vistazo, pero a medida que pasaba las hojas, la curiosidad se transformó en una emoción imposible de describir.

En el bloc sólo había dibujos de ella. De cerca o de lejos, con el cabello suelto o recogido, castaño o rubio. Ropas modernas o antiguas. En uno de los dibujos estaba recostada contra un caballo también tendido en la hierba, acariciándole el cuello al animal. Natalia consideró la posibilidad de que fueran estudios para el cuadro de Atenea, pero eran demasiados, y según las fechas, Miguel había dibujado el primero pocos días después de la visita a la pista de hielo.

No podía ser que Miguel estuviera obsesionado con ella. Seguramente la había dibujado tantas veces porque la consideraba bonita. Sí, ésa era la explicación más razonable, dado que en su primera caricatura la había representado como a una princesa.

O quizás ha pasado tanto tiempo dibujándote porque te quiere.

Las manos de Natalia oprimieron los bordes del bloc. Ella deseaba que alguien la amara, y devolver ese amor con igual intensidad. Pero tenía que ser una relación de verdad, sólida y con futuro, como la de sus padres. Ellos siempre se apoyaban entre sí, procuraban mantener el romance y nunca se insultaban en las peleas. Era lo más cercano a un «felices para siempre» que Natalia había conocido, y lo que había esperado de su propio matrimonio. Con Miguel no obtendría más que un amorío pasajero, lo cual no sería nada bueno para ninguno de los dos.

Cerró el bloc y lo dejó donde estaba, apretando los párpados a fin de contener las lágrimas. Debía recuperar la compostura antes de que Miguel volviera al apartamento, o se crearía una situación que ahora mismo ella no estaba en condiciones de manejar.

Minutos después escuchó pasos en el corredor... junto con dos voces. Una era la de Miguel. Natalia no conocía la otra, pero debía de pertenecer al casero del edificio, porque mencionó la palabra «alquiler» varias veces. Las voces se demoraron al otro lado de la puerta, lo suficiente como para que Natalia descifrara los puntos clave de la conversación y frunciera el entrecejo en consecuencia.

Miguel entró al apartamento ostentando una expresión paradójicamente despreocupada.

—Ya puse la ropa a secar —dijo—. Tardará otro rato, espero que no tengas prisa.

—La charla con tu casero llegó a mis oídos. ¿Cómo es eso de que debes un mes de alquiler?

—Bah, no te preocupes por eso. Estoy retrasado unos días, nada más.

—¿No te he pasado suficiente dinero? ¿Y qué hay de la venta de cuadros en la exhibición?

—Natalia...

—¡Dime!

Miguel puso cara de fastidio y respondió:

—No he llevado la cuenta de los gastos, ¿de acuerdo? Debía dinero a algunos amigos, también aproveché para cambiar mi computadora y pagar la licencia de Photoshop. El resto se ha ido en nuestras citas de mentira.

Él pronunció «citas de mentira» con un ligero tono de desagrado... como si deseara que las citas fueran de verdad.

—Deberías tener una libreta de contabilidad, Miguel. No puedes ir por la vida como el personaje de Leonardo DiCaprio en Titanic.

—¡Uh, viste la película! ¿Qué te pareció? Es melodramática y simplona, pero tiene linda música.

—No cambies de tema. —Natalia hizo un esfuerzo por controlar el tono de su voz.

—¿Por qué no? Ni ganas que tengo de discutir mis finanzas contigo. No eres mi madre y yo no soy un adolescente irresponsable. Me las arreglaba bastante bien antes de que aparecieras en mi vida.

—¿En serio?

—¿Qué, acaso estaba durmiendo en la calle?

—No, pero...

—Pues eso. El dinero va y viene, y mi casero es muy perdonador.

—Podría buscarte un trabajo en mi agencia, en el departamento de arte.

—No. —Miguel ya parecía enojado.

—Pero...

—Estás rompiendo una de tus reglas, la de no hablar de temas de la vida real.

Y tú rompiste la regla de no besarnos, estuvo a punto de exclamar Natalia, pero en lugar de eso dijo:

—A estas alturas quiero pensar que por lo menos somos amigos. Y los amigos se ayudan entre sí. Puedo preguntar en mi agencia si hay alguna vacante en el departamento de arte, y luego ya verás tú si te interesa aceptar el empleo. Pagan bastante bien.

Miguel dejó escapar un soplido de resignación.

—Está bien, pregunta todo lo que quieras. Pero no prometo nada, porque en realidad no me interesa trabajar en publicidad.

—De acuerdo.

—Perfecto —replicó él en tono cortante, y volvió a ponerse la túnica para seguir trabajando en el cuadro. No obstante, cambió la música a algo que parecía la banda sonora de una película de horror, y sus pinceladas se tornaron más agresivas. Natalia se sentó de nuevo en el sofá esperando que la secadora no tardara mucho en dejar su ropa lista para vestir.

Miguel no necesitó esta vez que le dijeran la hora. Él mismo se mantuvo pendiente del reloj, y pasado un lapso de tiempo, salió del apartamento y regresó con la ropa seca y doblada. Le pasó el conjunto deportivo a Natalia en completo silencio.

Seguía enfadado, pensó la mujer mientras se cambiaba en el baño. Pero ella no sabía exactamente por qué. Por un lado estaban todos esos dibujos que parecían reflejar un interés personal, y por otro, él mismo le había recordado que no tenían una relación de verdad. O quizás fuera una simple cuestión de ego herido. Miguel había demostrado desde el inicio que le incomodaba hablar de dinero.

Natalia salió del baño. La tormenta había cesado; quizás pudiera caminar a su apartamento en lugar de tomar un taxi.

—Gracias por tu hospitalidad —dijo ella—. Ya me voy. Me gustaría ver esa pintura cuando esté terminada.

—Te mandaré una foto por el móvil. —Miguel cogió el trapo para limpiarse las manos, pero ella le hizo un gesto negativo.

—Sigue trabajando, ya sé dónde está la puerta. Que te diviertas. Hasta luego.

—Hasta luego.

Una vez en la calle, bajo un cielo todavía gris, Natalia se sintió desolada, como si acabara de romper algo que tenía un gran valor para ella. Trató de convencerse de que no importaba, de que la conexión con Miguel iba a ser temporal de todas maneras, pero... ella lo apreciaba, y tampoco quería perder su respeto. O su amistad.

Llegó a su apartamento y se metió directamente a la ducha, tratando de pensar en cualquier otra cosa. La campaña publicitaria. Reponer el jabón en el armario del baño. La película de las diez en HBO.

Ninguna de estas cosas logró distraerla.

Quizás debiera llamar a Miguel y disculparse; decirle que no había pretendido sermonearlo, y que en el fondo lo admiraba por tener el valor de dedicarse a una actividad que era bastante arriesgada desde el punto de vista económico.

También le habría gustado decirle que él le había dado el mejor beso de su vida, pero eso tendría que guardarlo para sí.

Fue a buscar el móvil, sin saber aún si se atrevería a realizar la llamada, y cuando sus dedos estuvieron a dos centímetros del aparato... éste sonó, sobresaltándola. Por un segundo estuvo segura de que sería Miguel, llamando para asegurarse de que había llegado bien a su apartamento, pero el nombre en la pantalla era otro.

Se trataba de su ex marido.

Natalia se congeló un momento. Entre todos sus conocidos, Óscar era el último de quien habría esperado una llamada. ¿Qué diablos querría decirle?

Sólo había una manera de averiguarlo. Natalia levantó el teléfono y dijo lo único que se le ocurrió:

—Hola.

—Hola, Nat —respondió Óscar tras un instante de silencio—. ¿Cómo estás?

—Igual que siempre, ¿y tú?

—Bien. Oye...

—¿Qué?

—Voy a regresar en una semana, y... me gustaría verte.

—¿Ah, sí?

—Pues claro. No estás enfadada conmigo, ¿o sí?

—Sabes que no. —Era verdad. El divorcio había sido tan formal y pacífico como el vencimiento de un contrato sin interés de renovación. Pura burocracia y a otra cosa.

—Pues yo te he echado de menos, aunque suene raro. Creo que la distancia me hizo ver de lo que me perdí por marcharme. ¿No te ha pasado lo mismo?

—Sinceramente, no lo sé, Óscar. Pero si quieres que nos reunamos en alguna parte, por mí está bien.

—Excelente. Te mandaré un mensaje apenas confirme la hora de llegada de mi vuelo. Pero tal vez te llame antes de eso, para charlar. Siempre y cuando no estés muy ocupada, claro.

—No más que de costumbre —respondió Natalia, preguntándose si Miguel volvería a invitarla a salir. Después de la incómoda escena en su apartamento, tal vez hubiera decidido que no valía la pena mantener el trato con ella, sin importar cuánto le pagara.

—Te llamaré, entonces. Tengo que cortar ahora, es muy tarde. Buenas noches.

—Buenas noches.

Natalia dejó el teléfono en la mesa. Había sido una llamada rara, pensó, muy similar al instante de confusión que a veces sentía al despertar de un sueño profundo. Su mente conjuró el rostro de Óscar: masculino, atractivo, de mirada inteligente. El problema era no agitaba ninguna emoción dentro de ella, como si fuera un simple modelo en un anuncio de relojes caros. Por otro lado, si pensaba en Miguel... todo su organismo se ponía de cabeza, cosa que tampoco le gustaba demasiado.

Se sentó frente a la computadora con la intención de trabajar un rato, pero ni la carrera ni la mojadura habían aclarado sus ideas para la dichosa campaña. Le palpitaban las sienes, además, lo cual anunciaba una inminente jaqueca.

Decidió tratar de no pensar en nada. Comió una cena ligera, tomó un par de analgésicos y se fue a dormir temprano. Tuvo un sueño desagradable en el que la pintura de Atenea, colgada en su propia sala, se prendía fuego. Fue horrible verse a sí misma deformada primero y ennegrecida después por las llamas, para luego caer hecha cenizas sobre la alfombra.

Cuando despertó, once horas más tarde, apenas si podía moverse.

 

14

 

Era la quinta vez que cogía el teléfono pero no se atrevía a llamar. Habían pasado dos días desde el chaparrón, y las conversaciones entre él y Natalia aún se repetían en su cabeza, provocándole malestar. Lamentaba haberse ofendido. Y lamentaba no haber callado a Natalia con un beso cuando se puso pesada con la cuestión del dinero. Había cosas más importantes en la vida que la estabilidad económica, demonios.

Suspiró, volvió a levantar el teléfono y por fin consiguió marcar el número. Le contestó una voz temblorosa y ronca que al principio no identificó en absoluto.

—¿Natalia? ¿Eres tú?

—No, habla Natalie Portman. Claro que soy yo.

—Estás enferma.

—Sí, me cayó encima una gripe de puta madre. Espero que no estés llamando para invitarme a salir.

—En realidad quería disculparme por lo del otro día, pero supongo que ya no importa. ¿Hay alguien contigo?

—No.

—¿Quieres que vaya a acompañarte?

—Gracias por la oferta, pero no te pago para eso. Además, seguro que te contagiaría.

—Más vale que no, porque me vacuné a mediados del otoño. Si tienes fuerzas para abrirme la puerta, iré ya mismo a tu apartamento. A menos que prefieras sentirte miserable en soledad.

Natalia se demoró en contestar. Por la forma en que sonaba al teléfono, Miguel se la imaginó hundida en la cama y con el aspecto demacrado de una tuberculosa.

—De acuerdo, ven. Gracias —dijo ella al fin.

—De nada. Llegaré en unos minutos.

Miguel cortó la llamada, se cambió en un abrir y cerrar de ojos y tomó el primer autobús que lo acercaría al edificio de Natalia. De ahí pasó al ascensor, luego al pasillo, y por último golpeó la puerta. Tardó un rato en escuchar el sonido de pasos arrastrándose por la alfombra.

Natalia no se veía como una tuberculosa demacrada, pero sí estaba pálida, despeinada y débil. De hecho, Miguel tuvo que apresurarse a cruzar el umbral para sostenerla, porque había empezado a tambalearse peligrosamente. El hombre cerró la puerta con un pie.

—Sí que te pegó fuerte la gripe, ¿eh? —dijo él—. Te llevaré de vuelta a la cama.

Natalia señaló en dirección al pasillo. Miguel la levantó en brazos, sintiendo el fuerte calor que emanaba de ella. Debía de tener la temperatura por las nubes. Miguel buscó el dormitorio, depositó a la paciente en la cama con la mayor suavidad posible y luego le tocó la frente.

—Puf, estás ardiendo en fiebre.

—Dime algo que no sepa —murmuró ella con la misma voz ronca que al teléfono.

—Tienes demasiadas mantas en la cama. Quitaré algunas y le bajaré la temperatura al termostato. —Miguel observó que los labios de Natalia estaban resecos—. Te prepararé una sopa, también. Estás deshidratada.

—¿Desde cuándo eres enfermero?

—Sólo estoy aplicando las enseñanzas de mi querida madre.

Ella consiguió sonreír a medias, pero la expresión no duró por falta de fuerzas. Miguel volvió a tocarle la frente, esta vez en forma de caricia. Le pareció extraño ver a la mujer tan vulnerable, siendo la misma que había dado vueltas por el parque en sus patines y que había trepado un muro para escalar como si fuera una gata.

—Enseguida vuelvo con la sopa —le dijo.

No le resultó difícil encontrar los ingredientes en la alacena. Todo estaba ordenado de manera lógica y prolija, como en una base militar. Lo mismo podía aplicarse al resto del apartamento, de paso: cada cosa en su sitio y sin una mota de polvo. Miguel preparó la sopa en menos de quince minutos, por lo tanto, y regresó al dormitorio llevando el cuenco en una bandeja. Natalia parecía haberse dormido en su ausencia, pero abrió los ojos apenas lo escuchó llegar.

—Más tarde te haré un té con miel —dijo el hombre—. Eso te aliviará la garganta.

—Estúpida Madre Naturaleza —replicó ella mientras se incorporaba en la cama—. ¿Para qué demonios inventó la gripe?

—¿Para obligarte a descansar del trabajo? ¿Por qué no te vacunaste?

—Lo intenté una vez y me sentí peor que ahora.

Miguel ayudó a Natalia a sostener el cuenco de la sopa, pero ella insistió en que no estaba tan mal como para que alguien le diera de comer en la boca. Sin embargo, en algún momento hizo una pausa para decir:

—Lamento lo del otro día. Me comporté como una pedante entrometida, ¿verdad?

—Más o menos. Pero yo no lo hice mucho mejor. Sugiero que lo olvidemos.

—De acuerdo.

Sí, podía olvidar la discusión, pensó Miguel. Lo que seguía sin poder olvidar era el beso en el club. Incluso ahora, estando Natalia enferma, lo que él deseaba era recostarse junto a ella y abrazarla como si fuera su novia. Y cuidarla cada vez que se enfermara... por el resto de su vida.

Tardó una hora, pero Natalia acabó la sopa y luego el té. Para entonces ya no tenía los labios resecos, y su mirada también había recuperado el brillo.

—Ahora deberías recostarte y dormir —dijo Miguel—. Yo trabajaré un rato. Seguiré aquí cuando despiertes.

—¿Trajiste tu bloc?

—No, traje mi portátil con la tableta de dibujo. No me mires así, ya sabías que no soy un artista cien por ciento analógico.

—Cierto. Pero la tecnología le quita bastante romanticismo al asunto.

—No me preocupa el romanticismo. Como máximo, alguna vez he pensado que mis pinturas al óleo durarán cientos de años. Las imágenes digitales, no tanto. Duérmete ya.

Natalia buscó la posición más cómoda sobre los almohadones. Se tapó hasta el pecho, aunque no por recato porque llevaba un simple pijama azul de algodón, bastante arrugado a estas alturas.

—Diablos, espero estar mejor para el viernes —murmuró ella para sí, cerrando los ojos.

—¿Qué pasará el viernes?

—Volverá mi ex marido de Europa. Quiere verme.

Miguel estuvo a punto de dejar caer su computadora.

—¿Ah, sí? —replicó él, haciendo un gran esfuerzo por sonar natural.

—Llamó de nuevo esta mañana. Dice que está arrepentido por haberse ido a Europa. —Natalia apretó un poco más la cara contra los almohadones, ya al borde del sueño—. También dice que deberíamos volver a vivir juntos, a ver qué pasa.

—¿Y qué harás?

—No lo sé. Podría funcionar, ahora que no estoy tan obsesionada con mi trabajo. Sería mejor compañía para él... y quizás él también lo sería para mí. Veremos.

Natalia arrastró las últimas palabras, y medio minuto después se había dormido. Miguel la observó por un buen rato, sintiendo una opresión en el pecho que amenazaba con cortarle la respiración. Si ella estaba dispuesta a darle una oportunidad a su ex, entonces no tardaría en cancelar el trato y despedirse para siempre, negándole a Miguel cualquier posibilidad de demostrarle que sí podrían construir una relación de verdad.

Lo peor era tener la sospecha de que él mismo había contribuido, si bien en forma indirecta, a que Natalia estuviera dispuesta a reconciliarse con su ex marido. Semejante pensamiento le daba ganas de golpearse en la cabeza con su computadora.

Aun así... en el apartamento no había visto foto alguna del ex esposo, pero sí sus propios dibujos. Y en sitios donde llamaban mucho la atención, además. De hecho, la caricatura donde Natalia aparecía como una princesa estaba justo frente a sus ojos, prolijamente enmarcada.

Y soy yo quien está aquí cuidándote, no tu ex, pensó Miguel, contemplando el rostro de Natalia cubierto a medias por su cabello. Soy yo quien te ha hecho sonreír todos estos meses.

Miguel suspiró. Todo aquello era un tremendo revés en su plan de conquistar a Natalia, pero no iba a rendirse tan fácilmente. A diferencia del ex marido, él sí había apreciado desde el comienzo el tesoro que tenía delante. Y hoy en día lo que sentía por ella era mucho más que simple admiración.

Te amo, Nat.

 

15

 

Natalia rechazó la sugerencia de Óscar de verla en el apartamento que habían compartido estando casados. Un sitio neutral sería mucho mejor, pensó, y por lo tanto invitó a su ex marido al mismo café donde había merendado con Miguel.

Óscar la estaba esperando cuando ella bajó de su auto. Él estaba impecable, como siempre: traje caro, reloj de oro, cabello bien peinado, y esa sonrisa de hombre rico y brillante que utilizaba para terminar de seducir a sus clientes potenciales. La misma sonrisa de la que ella se había enamorado en primer lugar. Óscar se levantó de la silla y le dio un beso en la mejilla.

—Hola, Nat. Te ves bien.

te ves bien. Yo parezco un fantasma, después de esa maldita gripe.

—¿Te sientes mal? Podemos ir a un lugar más tranquilo.

—No, ya he liquidado a los microbios. ¿Me invitas un café?

—Desde luego.

Óscar llamó a un mesero, pidió dos cafés, atendió un mensaje en su teléfono móvil y volvió a sonreírle a Natalia. A ella le habría gustado que esa sonrisa la alterara de alguna manera, pero seguía teniendo la sensación de estar contemplando una foto en una revista.

—¿Y bien? —dijo el hombre—. ¿Qué has hecho todo este tiempo?

—Lo de costumbre: trabajar, salir con mi amiga Sonia, correr en mis ratos libres. —Oh, y también alquilé a un artista para tener citas como si fuera una adolescente, pensó. Aprendí a bailar salsa, a cabalgar, a patinar en hielo y a jugar al póquer. Todo iba bien hasta que nos besamos. Pero fue él quien me acompañó durante la gripe estos últimos días, porque es así de generoso—. ¿Y tú que has hecho allá en Europa?

—Trabajar mucho, también, pero a cada rato pensaba que tendría que haberme quedado contigo. Podríamos haber tomado unas vacaciones e irnos a esquiar a Canadá, por ejemplo. Hacer todas las cosas que no hicimos durante los tres años que estuvimos juntos.

—¿Te refieres a... disfrutar de la vida?

—Sí, eso mismo. —Óscar sonrió de nuevo... y por segunda vez atendió su teléfono y respondió con un mensaje. Mientras tanto, el mesero apareció con los cafés.

—¿Te están llamando de Europa? —le preguntó ella a su ex marido.

—No, es otra cosa. No importa. Cuéntame de todo lo que me perdí mientras estuve lejos.

Natalia así lo hizo, aunque omitiendo lo referente a Miguel. Ello le dejó solamente los asuntos de trabajo, pero había bastante tema ahí para llenar la conversación, entre las diferentes campañas y los chismorreos de los colegas. Óscar, sin embargo, la interrumpió algunas veces más para atender el móvil, y poco a poco Natalia sintió ganas de arrojarle una servilleta a la cara. Ella había apagado su propio teléfono para dedicar su atención al hombre, ¿por qué no podía él hacer lo mismo? ¿No se suponía que estaban encarando el posible futuro de su relación?

—Sonia cree que su novio va a pedirle matrimonio pronto —dijo Natalia, tratando de obligar a Óscar a levantar la mirada de la pantalla—. Ellos dos están tan ocupados como nosotros, a veces incluso más, pero creo que les irá bien. De algún modo encuentran la forma de pasar tiempo juntos.

—Es justamente lo que quiero para nosotros —dijo Óscar, devolviendo el teléfono a su bolsillo—. Intentarlo de nuevo sin cometer los mismos errores.

—¿Es por eso que volviste?

—Se me ocurrió que nuestro divorcio fue prematuro. Somos adultos responsables, tendríamos que haber manejado el asunto de otra manera.

—¿Como cuál? Yo no quería irme, tú no querías quedarte. ¿Renunciaste a tu puesto en Europa por mí?

—Voy a buscar otro trabajo aquí, algo que me deje más tiempo libre. Es por eso que no he parado de atender el teléfono. Perdona, te juro que son llamadas importantes. Pasé todo lo demás para el lunes.

—Ah. —Natalia se sintió algo culpable por su impaciencia... pero entonces se le ocurrió algo—. No respondiste a mi pregunta: ¿renunciaste al puesto en Europa?

—Nat...

—Dime.

Óscar tardó en responder.

—No, no renuncié, me mandaron de vuelta. Fue por una campaña que no rindió como esperaban. Recuperamos la inversión, pero muy por debajo de lo que tendríamos que haber ganado. Me culparon de todo con la excusa de que yo no entendía a los consumidores europeos, lo cual no tiene sentido porque en mi equipo había europeos y también un montón de asiáticos, y nadie levantó la mano para criticar. Ya sabes cómo es.

Natalia cerró los ojos y aspiró hondo. Cuando volvió a mirar a Óscar, replicó:

—Sí, lo sé. Pero no es lo que me importa ahora mismo. Lo que me importa es que no volviste por mí. ¿Habrías regresado si la campaña hubiera tenido éxito?

—Natalia...

—¿Podrías hacerme el favor de darme una respuesta sincera y directa?

—¿Y qué quieres escuchar? ¿Que abandoné mi momento de gloria y volví corriendo porque me di cuenta de que no podía vivir sin ti? Esas cosas sólo pasan en las películas románticas, Nat. Ni tú ni yo creemos en eso.

—No, pero... todo esto me hace ver que yo no estaba en lo alto de tu lista de prioridades. Ni siquiera me llamaste cuando te iba bien en Europa. Ni una sola vez. Y lo triste es que... no me molestó para nada que no llamaras. ¿Sabes qué? Espero que te vaya bien en tu nuevo trabajo, sea cual sea. Y que encuentres a alguien por quien estés dispuesto a sacrificar algo importante. Yo no soy esa persona. Y tú tampoco eres esa persona para mí. —Natalia se levantó de la silla reprimiendo las lágrimas—. Hicimos bien en divorciarnos, lo nuestro jamás iba a funcionar. Saluda a tus padres de mi parte.

—Oye, no...

Ella dio media vuelta y se marchó sin mirar atrás, secándose los ojos con el dorso de la mano. Se obligó a recuperar la compostura antes de arrancar el auto, pues no deseaba causar un accidente, y llegó a su apartamento unos minutos después, sintiendo todavía un feo nudo en la boca del estómago. Pero no era por Óscar, pensó, sino por ella misma; o más bien, por su estúpida falta de capacidad para arreglar su vida a pesar de todo lo que tenía a favor. Se maldijo en silencio, pensando que era desagradecida y egoísta. Tal vez debiera volver a concentrarse únicamente en el trabajo, pues al parecer era lo único que se le daba bien. Regresaría a ese punto justo antes de...

¿Justo antes de conocer a Miguel?

Ay, no. ¿Podía haber sido él la razón del cambio? ¿Cómo?

Tal vez porque te vio como a una princesa desde el primer momento. Y porque envió a un mimo para hacerte sonreír. Nadie jamás te había tratado así. Entonces lo supiste, aunque te negaras a admitirlo.

Dios, ¿admitir qué?

Que necesitabas a alguien así en tu vida. O, mejor dicho, lo necesitabas a él.

Natalia se recostó contra la pared más cercana. ¿Qué rayos debía hacer ahora?

El teléfono sonó justo entonces, sobresaltándola. Pensó que quizás fuera Óscar, llamando para pedirle que reconsiderara su propuesta, pero no era él sino la persona con quien más temía hablar en ese momento: Miguel. Natalia pensó que lo más prudente sería ignorar la llamada, al menos hasta que consiguiera poner sus emociones bajo control. Miguel notaría de inmediato que algo no estaba bien, y seguramente le haría un montón de preguntas incómodas. Preguntas para las que ella ni siquiera tendría una respuesta.

Incapaz de resistirlo, levantó el teléfono.

—Hola —dijo, tratando de sonar normal.

—Hola, Nat. ¿Dónde estás?

—En mi apartamento.

—¿Interrumpí algo?

—No. —Sólo una espantosa confusión mental que tiene mucho que ver contigo.

—Ya veo. Oye... ¿qué tal te fue hoy con tu ex? Sé que no debería preguntar, pero...

—No voy a volver con él. —Al menos sí estaba segura de eso, aunque no de todo lo demás.

—Oh. ¿Debería darte mis condolencias o algo?

Natalia suspiró.

—No, no lo creo. Supongo que sólo fue la despedida final.

—Vaya. —Miguel no sonaba precisamente compungido—. ¿Necesitas distraerte? Podríamos ir a tomar algo por ahí.

Ella estuvo a punto de soltar una carcajada irónica. Sí, necesitaba distraerse, pero más bien de todos los pensamientos relacionados con Miguel, lo cual no podría conseguir si salía con él. Sin embargo, ya era hora de tomar una decisión definitiva en cuanto a esa otra relación.

—Te veo en el club a las ocho —dijo ella al fin.

—Bien. Hasta luego.

—Hasta luego.

Natalia fue a cambiarse sin tener la más absoluta idea de qué haría cuando estuviera junto a Miguel.

 

16

 

Eran las ocho y diez y ella aún no aparecía. Miguel comenzó a preguntarse si Natalia habría quedado en medio de un atasco o si acaso había tenido un accidente, porque ya la conocía lo bastante como para saber que era obsesivamente puntual. Sacó el teléfono para llamarla, pero entonces la vio aproximarse al club, caminando sin apresurarse y con la mirada baja. Esto último tampoco era propio de ella.

—Empezaba a preocuparme —le dijo Miguel cuando estuvieron frente a frente.

—Me demoré un rato en cambiarme —replicó Natalia, lo cual sonó un poco extraño, dado que llevaba unos simples pantalones vaqueros, botas y una chaqueta de cuero. Apenas si se había maquillado, y tenía el pelo recogido en un moño bien sencillo. Se veía hermosa, de todas maneras.

—Vamos adentro. Te invitaré una cerveza.

Miguel pidió las bebidas y esperó a que Natalia hablara, pero ella se mantuvo en silencio, limitándose a tomar pequeños sorbos.

—¿Tan malo fue? —preguntó él al fin.

—¿Qué?

—Lo de tu ex.

—Digamos que fue decepcionante.

—¿Mucho?

—Supongo que no.

Miguel no supo si sentirse feliz o preocupado. Le alegraba que el ex marido estuviera fuera del juego, pero por otro lado... ¿qué rayos le pasaba ahora a Natalia? Parecía desconectada. O perdida. Y no era así como él quería que ella se sintiera estando a su lado.

—Estoy preparando más cuadros para otra exhibición —dijo Miguel.

—¿De verdad? ¡Qué bien! —Natalia le dedicó una sonrisa algo floja—. Te lo has ganado.

—Gracias. —Pero lo que realmente quisiera es ganarte a ti, pensó él, preguntándose a la vez qué rayos tendría que hacer para conseguirlo. A estas alturas ya no le quedaba mucho por intentar, salvo preguntarle de una buena vez si podrían dejar de lado el estúpido trato con sus estúpidas reglas y comenzar una relación de verdad. Tenía las palabras en la punta de la lengua, pero temía que, si llegaba a pronunciarlas, Natalia lo dejaría allí plantado. La expresión de ella exacerbaba ese temor.

La música cambió a un ritmo tropical.

—¡Eh, es una de las canciones que bailamos en clase! —dijo Miguel, haciendo de cuenta que todo estaba en orden—. Ven, vamos a mostrar a esa gente lo que se logra con un poco de práctica.

Pagó las cervezas y tiró del brazo de Natalia, quien ofreció algo de resistencia antes de seguirlo a la pista. Él no le dio tiempo de arrepentirse: sujetó una de sus manos, le pasó el otro brazo por la cintura y la atrajo hacia sí hasta que estuvieron casi pegados. Natalia contuvo el aliento unos segundos.

—Espero que no hayas olvidado la coreografía —dijo el hombre. Ella hizo un gesto negativo, a pesar de que aún no irradiaba su típica seguridad.

Sus primeros pasos fueron algo torpes... pero sólo los primeros. Enseguida se dejaron llevar por la memoria y empezaron a dar vueltas sin perder un solo compás, más lejos o más cerca según lo requiriera cada movimiento. Miguel pensó entonces que había demasiada ropa entre ellos; le habría gustado sentir el calor de Natalia contra su propio cuerpo, y tocarle la piel desnuda en la espalda o los hombros. Sin embargo, por un segundo le rozó el cuello con los labios, y si no hubiera sido porque debía terminar el giro, se habría detenido para cambiar el roce por un beso.

La música llegó a su fin. Miguel sostuvo a Natalia en sus brazos, la espalda de ella arqueada hacia atrás, las piernas de ambos entrelazadas. No les aplaudieron como en las películas, pero unas pocas parejas sí tenían la mirada puesta en ellos con sendas expresiones de admiración.

Natalia levantó la cabeza y él la ayudó a incorporarse. Quería decirle algo, cualquier cosa, pero lo único que se le ocurría en ese instante era que se sentía como si hubieran hecho el amor en la pista de baile, y no era la observación más oportuna. Natalia presionó su mejilla contra el hombro de él y se quedó así un minuto, recuperando el aliento. Había empezado otra canción, pero no la bailaron. Él también estaba sin aliento.

—Creo que necesito un poco de aire —dijo Miguel, y ella asintió sin desprenderse aún de su hombro. Fueron hasta la periferia del club, lejos de la multitud y los altavoces, y él se dio cuenta de que Natalia aún parecía estar en otro mundo—. Diablos, lo siento. Había olvidado que recién saliste de la gripe. ¿Te sientes mal?

—No, no es eso. Me hacía falta el ejercicio. Más bien yo...

—¿Qué?

Natalia lo miró a la cara. Daba la impresión de hallarse al borde de algo, una especie de vacío en el que temía caer. Qué mal le sentaba no tener el control, pensó Miguel. Quizás no fuera buena idea dejarla sola en ese estado.

—¿Quieres... venir a mi apartamento y ver los cuadros para la nueva exhibición?

—¿No prefieres que sea una sorpresa?

—No esta vez.

—De acuerdo, vamos —replicó ella, aunque con tono de duda.

Decidieron caminar hasta el edificio de Miguel. Natalia iba con las manos en los bolsillos y sin hablar mucho, la vista perdida en el entorno sin observar nada en particular. Tampoco hablaron en el ascensor. Una vez en el apartamento, Miguel puso a la vista los cuadros para la exhibición, absteniéndose de explicarlos porque sabía que ella era lo bastante perspicaz para entenderlos sin ayuda.

Natalia permaneció un buen rato ante cada imagen, igual que en la galería. Se veía algo más relajada ahora, y un par de veces hasta llegó a insinuar una sonrisa. Lo único que Miguel deseaba en ese momento era borrar de la mente de ella todas las preocupaciones, hacerle entender que su vida sería mucho más sencilla y feliz si dejara de racionalizar ciertas cosas. Las del corazón, por ejemplo.

—¿Ése también irá a la exhibición? ¿Por qué está tapado? —preguntó Natalia, señalando un cuadro sobre su caballete. Miguel casi dio un respingo. Demonios, había olvidado esa pintura. Tendría que haberla ocultado mientras Natalia estaba observando el resto de la colección.

—Eh... no. No irá a la exhibición. Es... algo privado.

Natalia frunció el entrecejo.

—¿Privado? Quieres decir, ¿para algún cliente en especial?

—No. Privado en el sentido de que nadie más lo verá.

—¿Ni siquiera yo?

Ahora mismo eres la última persona que debería posar sus ojos en ese cuadro, pensó él, tragando saliva. Natalia dio un paso hacia él. Su expresión no era seductora ni de súplica, pero aun así sonó irresistible cuando dijo:

—Muéstramelo.

Parecía como si estuviera dispuesta a esperar una eternidad. Miguel se hizo a un lado. Natalia fue hacia el cuadro, levantó la sábana que lo cubría y la dejó caer al piso, permitiendo que la luz diera de lleno sobre la imagen.

La mujer, entonces, tomó aire y permaneció en silencio durante varios minutos.

 

17

 

Al igual que en el cuadro de Atenea, era su rostro el que aparecía en la imagen. Tenía los ojos cerrados, la cabeza recostada sobre un lecho de flores, una mano apoyada sobre la otra a pocos centímetros de su cara, el cabello derramándose en suaves mechones dorados sobre sus hombros y mejillas.

Estaba desnuda, además. La posición del cuerpo no permitía ver los pechos o la entrepierna pero sí el resto de su anatomía, y la piel descubierta era la fuente de luz para la vegetación y los insectos. Varias mariposas revoloteaban sobre ella, al parecer atraídas por su resplandor.

Miguel la había pintado como a un hada, pensó Natalia. O tal vez una ninfa. Una hermosa criatura mágica asociada a la naturaleza salvaje, en todo caso. Sin embargo, el desnudo también hacía que la representación fuera muy... íntima. A Natalia le costó reunir el valor para preguntar:

—¿De... de dónde sacaste la idea para esto?

Miguel, de espaldas a ella, respondió:

—Del primer día que fui a acompañarte por la gripe. Aproveché para dibujarte mientras dormías.

El hombre sonó avergonzado, como si acabara de confesar un robo. Eso era, en cierto modo, pero Natalia decidió que no le importaba. No con semejante resultado a la vista. La pintura era simplemente espectacular, como un sueño. Un sueño demasiado bello para ser real. A Natalia se le hizo un nudo en la garganta, y apenas si logró contener las lágrimas.

—Pero... yo no estaba desnuda.

—Tengo imaginación.

Ella dio media vuelta. Vio que Miguel también trataba de mantener la compostura, pero sus ojos se habían oscurecido y miraba a Natalia con una expresión que sólo podía interpretarse de una manera. Sabiendo de antemano lo que iba a responder, ella le preguntó:

—¿Te gustaría... te gustaría saber qué tanto te acercaste a la realidad?

—Más que nada en el mundo.

Eso lo decidió. Natalia ya no pensó en las reglas que había establecido, ni en las dudas que la habían atormentado durante las últimas horas, tampoco pensó si aquello era correcto o si estaba cometiendo un tremendo error. En ese momento sólo estaba segura de una cosa: ella lo deseaba y él también. Se quitó la chaqueta, por lo tanto; luego dejó caer la prenda al suelo y empezó a desabotonar su blusa.

Cuando iba por la mitad, Miguel fue hacia ella y aferró sus manos, pero no para detenerla sino para terminar él mismo la tarea. Le quitó la blusa, después el sostén... y la besó justo por encima de los pechos antes de bajarle la cremallera de los pantalones. La besó de nuevo en el estómago mientras desnudaba sus caderas y sus piernas, luego besó sus muslos al tiempo que le quitaba las botas. Natalia cerró los ojos, acariciando el pelo de Miguel con ambas manos. Él seguía besándola en todo el cuerpo menos en la boca, como si estuviera usando los labios en lugar de los ojos para compararla con la ninfa del cuadro. Se colocó detrás de ella para remover los broches de su cabello y besarle la espalda, los brazos, la cintura, la cara posterior de sus piernas. Natalia se sintió algo mareada, y más aún cuando escuchó a Miguel quitarse sus propias ropas. Ella quería darse la vuelta y verlo desnudo, pero él continuaba besándola y no tenía sentido interrumpirlo.

Él la abrazó por la cintura, apretándola contra sí. La besó en la nuca y en los hombros, elevó un poco las manos para tocarle los senos. Natalia pudo sentir que estaba listo para ella, ardiendo de pies a cabeza, temblando incluso a pesar de lo fuerte que era. Incapaz de esperar otro segundo, Natalia giró para enfrentarlo y sus bocas se encontraron.

Aquel beso fue cien veces mejor que el del club. Sin borrachera ni ropa de por medio, sin observadores ni música estridente, sólo ellos dos en el apartamento, rodeados de arte y silencio. Miguel aún aferraba a Natalia por la cintura, y ella, a su vez, le echó los brazos al cuello sin separar ni por un segundo sus labios de los de él. Casi no tocaba el suelo a estas alturas, y sólo sus dedos rozaron la alfombra cuando Miguel la llevó, paso a paso, hacia el montón de almohadones que había en un rincón de la estancia. Con igual lentitud la tendió sobre esos almohadones, y en algún momento de aquel larguísimo e increíble beso le abrió las piernas para deslizarse dentro de ella, arrancándole un gemido. Miguel empezó a moverse hacia arriba y abajo, y entonces fue Natalia quien tuvo que interrumpir el beso porque necesitaba un poco más de aire. Hundió la cara en el cuello del hombre, enlazando sus piernas y brazos alrededor de él para sentir su firmeza y su calor con todo el cuerpo. La boca de Miguel estaba sobre el hombro de Natalia, lamiendo y mordisqueando la piel sin causar dolor, sólo una oleada de placer que se extendía hacia abajo para reunirse con las demás. Natalia ya no distinguía la textura de los almohadones contra su espalda. Podría haber estado sobre un piso de madera, un colchón o incluso una nube. O sobre un prado lleno de flores, como en la pintura de la ninfa.

Terminó por perder la noción del tiempo. El placer llegó a un punto culminante, luego cedió poco a poco, y recién entonces Natalia sujetó el rostro del hombre con ambas manos para verlo a los ojos.

—Miguel... —comenzó, pero él la interrumpió con un beso.

—No. —Le dio otro beso—. Ahora no.

Después de eso la levantó en brazos como si no pesara nada. Natalia se dejó llevar hasta el dormitorio y la cama, y ya no intentó hablar cuando Miguel empezó a besarla de nuevo por todo el cuerpo, esta vez en posición horizontal. Minutos después le hizo el amor entre las sábanas, con menor intensidad que antes pero sí por más tiempo.

Se quedaron dormidos sin haber vuelto a pronunciar una sola palabra.

 

18

 

Lo que menos habría esperado Miguel era despertar en la mañana y que Natalia ya no estuviera en el apartamento. Pero así fue: abrió los ojos, extendió una mano para tocarla... y sus dedos no encontraron más que sábanas frías.

—¿Nat? —la llamó, levantándose de la cama. Ella no respondió. Una breve inspección le confirmó que, efectivamente, se había ido. Pero ¿por qué? Era sábado, no le tocaba trabajar ese día.

Tampoco respondió al teléfono. Miguel pensó en dejarle un mensaje en su correo de voz, pero después de lo que habían hecho pocas horas atrás, necesitaba hablarle cara a cara. Sobre todo porque también quería besarla y hacerle el amor de nuevo, ahora que habían roto esa última y fastidiosa regla.

Pasaron las horas y Natalia no atendió ninguna de las llamadas. Una de dos: o le había pasado algo... o lo estaba ignorando a propósito. Ambas opciones requerían que él investigara, de modo que fue directo al edificio de Natalia y oprimió el botón en el portero automático.

Vamos... vamos, contesta...

—¿Quién es? —preguntó ella. Había un tono de cautela en su voz, lo cual confirmó las sospechas de Miguel: sí, estaba escapando de él. Demonios.

—Soy yo, Nat. Ábreme.

Pasaron unos quince segundos antes de que sonara el pitido del portero automático. Aquello no pintaba bien, pensó Miguel, y el mal presagio se acentuó a medida que el ascensor llegaba a su destino. Golpeó a la puerta de Natalia rogando porque no fuera lo que pensaba.

Al igual que con el portero automático, Natalia se tomó unos segundos antes de dejarlo entrar a su apartamento. No saludó y al principio también rehuyó su mirada, aunque por lo menos no tenía aspecto de haber llorado ni nada por el estilo.

—Te he estado llamando todo el día —empezó él.

—Lo sé.

—¿Era mucho pedir que contestaras?

—Lo siento. Necesitaba pensar.

Genial, pensó Miguel, haciendo un esfuerzo para no largar un resoplido de fastidio.

—¿Pensar en qué? ¿En lo bien que lo pasamos anoche? ¿Estabas tratando de decidir si el sexo fue mejor en la cama o en los almohadones? Porque ahora mismo eso es lo único en lo que creo que vale la pena pensar. Y podrías haberlo hecho en mi apartamento, durante el desayuno. No vas a decirme que fue un error, ¿o sí? Porque si dijeras eso... creo que daría media vuelta y nunca más volverías a saber de mí.

Por fin había conseguido que Natalia lo mirara, aunque no le gustó en absoluto su expresión herida. Ella dudó bastante antes de responder:

—No, no fue un error. Jamás podría llamarle error a algo tan... hermoso. —A Miguel le dio un vuelco el corazón al escuchar esa última palabra. Era la misma que él había pensado—. Pero... no estoy segura de lo que deberíamos hacer ahora.

—¿Y por qué tienes que decidirlo tú sola? ¿Yo no pinto para nada en el asunto o qué?

—Fui yo quien nos metió en esto. Puse reglas y las rompimos todas.

—Sí, bueno, tu plan no salió como esperabas. No veo qué tiene de malo. ¿Y si empezamos a tener citas normales y nos olvidamos de que me pagues y todo eso?

Natalia cerró los párpados un momento, soltando un suspiro de cansancio. Luego le preguntó.

—¿Qué es lo que desearías hacer ahora mismo?

—¿En este preciso instante? Cortar esta tonta conversación y hacerte el amor en tu cama. Espero que sea cómoda. Aunque, conociéndote, probablemente duermas sobre un colchón duro como una roca. Bah, da igual. También podríamos hacerlo en ese sof...

—¿Ves? Es por eso que tuve que volver aquí a pensar. Necesitaba perspectiva.

—¿Soy tan apuesto que te distraigo? —Miguel sonrió, pero fue en vano. La expresión de Natalia no varió.

—El problema es que no te conozco, Miguel. Y tú tampoco me conoces. Lo que hemos hecho hasta ahora no iba en serio. Era... un juego. No quiero basar una relación en un juego. Y tampoco quiero empezar otra relación sin futuro. Ya tuve bastante de eso con mi matrimonio.

Miguel dio un paso hacia Natalia. Ella cruzó los brazos, por lo que el joven se detuvo.

—Me ayudaste a conseguir un patrocinador —dijo él—. Y yo vine a cuidarte mientras estabas enferma. Tampoco me parece poca cosa que seamos físicamente compatibles, pero bueno, ¿lo que dije antes también era un juego? ¿No podemos tomarlo como un punto de partida?

—Sería un buen punto de partida para una amistad. Para algo más... no me parece suficiente.

—Auch. En serio, auch. Creí que me valorabas un poquito más que eso, Nat.

—Y lo hago. Lo que no me convence es la idea de nosotros como pareja. No quiero llevarme una desilusión. Y tampoco quiero que tú te la lleves.

Ahora la mujer sí parecía a punto de llorar. Miguel se sentía igual, pero aún no entendía su condenado razonamiento. ¿Qué más quería ella aparte de todo lo que habían compartido durante tantos meses?

—¿No crees que vayas a soportarme en una relación a largo plazo? —preguntó él—. Puedo aprender a llevar mejor mis cuentas, si es eso lo que te preocupa. —Natalia negó con la cabeza—. Pues si no te importa mi estilo de vida bohemio, ¿entonces qué, por el amor del cielo?

—¡Es... es todo, Miguel! ¡La combinación de todo lo que no tenemos en común! Es el extremo opuesto de lo que tenía con mi ex marido. Me casé con él porque nos parecíamos mucho, y fue un error, de acuerdo, pero es que había visto a otras parejas separarse porque las diferencias se acumularon en el tiempo como una bola de nieve. Y de verdad, de verdad que no quiero intentarlo contigo para que luego la relación nos explote en la cara. Yo... te aprecio demasiado como para dejar que eso pase. Arruinaría todos los buenos momentos que hemos tenido hasta ahora.

Natalia se pasó una mano por los ojos, secando las lágrimas antes de que bajaran por sus mejillas.

—Creo que mereces a alguien mejor que yo, además —terminó ella, y entonces Miguel se quedó boquiabierto y sin habla, pues aquel argumento era, entre todos los posibles, el que menos habría esperado. ¿Alguien mejor que Natalia? ¿Como quién? ¡Si todo ese tiempo a Miguel le había preocupado que ella no lo encontrara a su altura!

—Eso último que acabas de decir me parece un completo disparate —contestó él una vez que se recuperó de la sorpresa—. En todo caso, ¿ya has pensado lo que quieres hacer? O sea, ¿lo que quieres que hagamos?

—Pienso... que deberíamos tomarnos un tiempo.

—¿Como cuánto? ¿Una semana, un mes?

—No lo sé. El que haga falta.

—Ajá. Tiempo. De acuerdo. —Miguel retrocedió—. Supongo que debería irme ahora, así podrás seguir pensando.

—Miguel... de verdad lo siento.

—No te preocupes, te entiendo. No concuerdo contigo, pero te entiendo. En fin, volveré a mi trabajo. Tengo que preparar esa exhibición. Adiós, Nat.

—Miguel...

El hombre salió del apartamento sin esperar a que Natalia terminara la oración, pues lo que menos deseaba era darle la oportunidad de despedirse. Ella necesitaba tiempo, sí... para convencerse de que la relación no funcionaría, a pesar de que tenían mucho más a favor que en contra. Se había atrevido a hacer mil cosas nuevas con él, pero evidentemente no le resultaba tan sencillo arriesgarse en cuestiones emocionales.

Eso sólo significaba una cosa para él: tendría que convencerla ganándole en su propio juego.

 

19

 

El fin de semana largo no le había bastado para poner en orden sus pensamientos. Natalia llegó el martes al trabajo sintiéndose aturdida, no renovada, y su mente aún se debatía entre «tomé la decisión correcta» y «acabo de cometer el peor error de mi vida». Poco a poco empezaba a tener más peso la segunda opción, no obstante, y varias veces estuvo a punto de coger el teléfono para llamar a Miguel, pedirle perdón por su estupidez y decirle que sí, que estaba dispuesta a intentarlo porque sin duda él valía la pena, y ojalá él pensara lo mismo de ella.

No, tenía que ceñirse a su idea original: dar tiempo al asunto y que la respuesta le llegara por sí sola. De lo contrario, se volvería loca.

¡Oh, si al menos pudiera estar segura de algo...!

Suspiró al tiempo que oprimía el botón del ascensor. Al menos la última campaña en progreso iba bien encaminada, y no tardarían en grabar los primeros comerciales. Eso la mantendría lo bastante ocupada como para distraerla por unos cuantos días del enorme agujero que sentía ahora mismo en el pecho.

Una vez que cruzó la puerta de cristal de la agencia, no tardó ni medio minuto en darse cuenta de que algo muy raro estaba pasando ahí. Habría sido imposible no notarlo, sin embargo, pues todos los empleados se pusieron de pie y la observaron sin decir palabra. Natalia se detuvo en seco, estupefacta. Se había mirado en el espejo del ascensor un segundo antes de llegar a destino, y no creía haber notado ningún defecto en su apariencia.

Uno de sus colegas alzó un cartel publicitario. «Muchas personas en el mundo desean tener una relación perfecta», afirmaba dicho cartel en letras grandes y ornamentadas. Natalia abrió la boca para preguntar qué significaba todo aquello, pero entonces su colega cambió el cartel por otro que decía: «¿Qué es lo que hace a una relación perfecta?»

Este segundo cartel tenía una flecha que apuntaba en dirección a una pantalla. En general la misma daba información sobre la agencia a los clientes potenciales, pero ahora estaba en negro... hasta que alguien la encendió por control remoto, mostrando en secuencia varias fotos de Natalia y Miguel. Aparecieron unas frases entre las distintas imágenes.

«Ninguno de los dos es perfecto, pero son perfectos el uno para el otro.»

Las primeras fotos eran de la visita a la pista de hielo. Natalia se preguntó quién rayos las habría tomado, luego concluyó que Miguel debía habérselo pedido a alguien mientras ella estaba patinando por su cuenta. Se sorprendió al verse a sí misma en los brazos de Miguel, quien la sostenía para evitar que cayera. Los dos reían.

«Ella es un poco controladora, él es un poco descontrolado.»

Imágenes de la tarde en que habían aprendido a cabalgar. Miguel le había pedido su sombrero de paja a la madre de un niño y estaba fingiendo ser un vaquero. Su caballo, no obstante, había elegido ese preciso momento para vaciar las tripas. Natalia estaba justo al lado sobre su propio animal, partiéndose de la risa. También había reído cuando el caballo se zampó la mitad del emparedado de Miguel durante la merienda, pero luego ella le dio el resto de sus patatas asadas.

«Ella es unos años mayor que él, pero no importa porque es tan hermosa e inteligente que él nunca perderá el interés, y él es tan apuesto y divertido que ella siempre será la envidia de sus amigas.»

Fotos de las clases de baile. Ahí los dos parecían adolescentes, tratando de no pisarse uno al otro al principio, más relajados después. La pantalla cambió a unas escenas en el parque: fue un mediodía en el que Miguel había llamado a Natalia en medio del horario de trabajo, invitándola a almorzar lejos de la oficina. Aunque no hacía mucho frío bajo el sol, Miguel había llevado la comida en recipientes térmicos. La invitación fue una agradable coincidencia, porque ella también tenía algo para el joven: una bufanda comprada por impulso en una tienda de la planta baja del edificio, simplemente porque a Natalia le pareció que le gustaría. Y había estado en lo cierto. Miguel usó la bufanda numerosas veces a lo largo del invierno, y no por obligación, dado que siempre ponía mucho cuidado en que la prenda no se estropeara.

«Los dos están dispuestos a ayudarse mutuamente para llegar a la cima.»

¡Oh, fotos del muro del gimnasio! ¡Esa cosa monstruosamente alta, con asideros minúsculos y cuerdas elásticas de seguridad! Los dos habían sudado y resoplado contra la dichosa pared, lado a lado, haciendo bromas tontas sobre alpinistas y perdiendo la concentración a causa de las carcajadas. El supervisor los regañó entonces, diciendo que no podrían distraerse de esa manera en una montaña de verdad a menos que desearan enviudar prematuramente. Tanto Natalia como Miguel habían enrojecido ante ese comentario.

«Ella es adicta al trabajo pero él sabe cómo distraerla.»

La pantalla los mostró ahora cantando karaoke en un bar coreano. De acuerdo, él había cantado, ella había desafinado como un papagayo. Se ganaron unos cuantos aplausos, de todas maneras.

«A él no le importa que ella ronque un poco, porque así aprovecha para levantarse y dibujarla.»

Natalia se ruborizó al ver su retrato como ninfa. Aparecía sólo la cara, pero la frase en la pantalla acababa de revelar a todo el mundo que habían dormido juntos. Ella no se atrevió a observar la reacción de sus colegas.

Siguió una foto del apartamento de Miguel donde casi todo parecía estar fuera de sitio.

«Él es algo desordenado, pero ¿cree ella que podrá vivir con eso si él le regalara flores de vez en cuando? ¿O si él despertara cada mañana pensando en cómo hacerla feliz, igual que hasta ahora?»

Natalia sonrió, sintiendo al mismo tiempo que se le humedecían los ojos. Le daba igual que Miguel fuera desordenado. El desorden era señal de vida, justamente lo que no reflejaba su propio apartamento.

La pantalla volvió a quedar en negro. Natalia sintió entonces que alguien le daba unos golpecitos en el hombro: era... el mimo del parque. Éste la tomó de la mano y la condujo hacia sus colegas, quienes alzaron más carteles.

«Cuando tienes una relación perfecta, tus compañeros de trabajo enseguida notan que estás de mejor humor.»

«Ya empezábamos a preguntarnos qué bicho te había picado.»

«Nunca te vimos así de contenta con Óscar.»

«Y ya que estamos en eso, Miguel es mucho más guapo que Óscar.» Este último cartel lo sostenía una secretaria, quien le guiñó un ojo a Natalia.

El mimo continuó arrastrando a la mujer por los pasillos, señalándole las paredes. Los cuadros de arte moderno horrible ya no estaban ahí, sustituidos por todos los dibujos y caricaturas que Miguel había hecho de ella o de ambos.

Llegaron a la oficina del director de la agencia. El hombre estaba ahí, por supuesto, junto a más empleados, Sonia... y Miguel. Natalia se detuvo en la puerta.

Miguel le enseñó sus propios carteles.

«No me importa que estés hecha un lío a nivel emocional. Entiendo eso, los artistas también somos temperamentales.»

«(Por cierto, no voy a trabajar aquí pero me han contratado en una compañía de videojuegos. Ya no seré un artista tan pobre. No obstante, seguiré haciendo caricaturas en el parque porque me gusta. Espero que me acompañes de vez en cuando y traigas tus propios patines.)»

«He convencido a todos aquí de que lo nuestro va a funcionar. Tanto así que me ayudaron a organizar esto desde la mañana del domingo hasta la noche del lunes. Bebimos muchos litros de café.»

«Dijiste que las mejores campañas publicitarias conectan a las personas con algo que necesitan desesperadamente. Tú y yo nos necesitamos desesperadamente. Lo supe casi desde el principio, y ningún lapso de tiempo cambiará eso.»

«Atrévete a no tomarnos en serio ahora.»

Sonia también tenía un cartel: «Concuerdo con él, Nat. En serio, ¿¿qué más quieres??»

Natalia se echó a reír, pero también tuvo que secarse los ojos porque ya veía todo borroso. Miguel enseñó a continuación su último mensaje.

«Pero la mejor razón para que estemos juntos es que TE AMO. ¿Tú me amas?»

Ella trató de hablar pero no le salieron las palabras. Se le había cerrado la garganta, y puestos en ello, tampoco tenía tanto para decir. Sólo le quedaba una cosa por hacer, y fue lo que hizo: cubrió la distancia que la separaba de Miguel, le echó los brazos al cuello y lo besó. Había observado su propia expresión en todas las fotos, reflejando sentimientos que creía haber perdido, mirando al hombre que tenía al lado como si fuera el centro de su universo. Si era así como se veían ellos dos cuando estaban juntos, entonces todo lo demás, las dudas, las diferencias, los pequeños conflictos, era secundario.

Miguel le devolvió el beso con igual entusiasmo, rodeándole la cintura con ambas manos, pero la apartó en algún momento para preguntarle:

—¿Esto significa que sí me amas?

—Sí, te amo —replicó ella, sonriendo de nuevo.

—¡Uh, esperen, esperen, al fin podré hacer esto! —intervino Sonia, y levantó un cartel con el dibujo de un avión y las palabras «te lo dije» en enormes mayúsculas fluorescentes. Lo agitó sobre su cabeza con una expresión burlona y triunfante que hizo que Natalia volviera a reír, aunque los demás fruncieron el entrecejo, ignorando al parecer el contexto de la broma.

—¡Hora de sacar la champaña! —dijo el director de la agencia, y de alguna parte salieron copas y botellas. Minutos después todos estaban bebiendo, y Natalia dio las gracias a cada uno por su esfuerzo.

—Oigan, ¿esto va a contar como otra campaña exitosa para la agencia? —preguntó alguien.

—¡Por supuesto! —afirmó el director, generando una oleada de felicitaciones y entrechocar de copas.

Miguel buscó a Natalia y se la llevó al balcón para besarla de nuevo.

—¿En serio no vas a trabajar aquí? —le preguntó ella después del beso—. Acabas de demostrarme que serías un publicista asombroso.

—Nah, dejaré ese trabajo a los profesionales. Sabes que prefiero el arte. Y salir con mujeres guapas y mayores que yo. O mejor dicho, salir con una mujer guapa y mayor que yo.

—Oh, más te valía hacer esa corrección.

—Por cierto, ¿estarás libre el fin de semana? Quiero llevarte a pescar. Y esta vez me las arreglaré para volcar el bote.

—Sí, estaré libre. Y apenas puedo esperar por ese chapuzón «accidental». No te olvides de sobornar a alguien para que nos saque la foto.

—De acuerdo.

Él sonrió, ella también, y volvieron a besarse en el balcón antes de regresar con los demás para seguir disfrutando de la fiesta.

 

FIN