Motivos para ser feliz
1
En septiembre de 2004, no mucho después de mi duodécimo cumpleaños, entré en un estado de felicidad casi constante. Nunca se me ocurrió preguntar por qué. A pesar de que el colegio seguía incluyendo la cuota habitual de lecciones tediosas, académicamente me iba tan bien que podía perderme en mis fantasías cuando me apetecía. En casa tenía libertad para leer libros y páginas web sobre biología molecular y física de partículas, cuaterniones y evolución galáctica, así como para escribir mis propios juegos de ordenador bizantinos y mis complicadas animaciones abstractas. Y aunque era un niño escuálido y torpe, y cualquier absurdo y elaborado deporte organizado me dejaba comatoso de aburrimiento, a mi manera me sentía bastante a gusto con mi cuerpo. Cada vez que corría, e iba corriendo a todas partes, me sentía bien.
Tenía comida, un techo, seguridad, unos padres que me querían, aliento, estímulos. ¿Por qué no habría de ser feliz? Y aunque no puedo haber olvidado por completo lo opresivas y monótonas que las tareas de clase y la política del patio de recreo podían llegar a ser, o con cuánta facilidad mis habituales arrebatos de entusiasmo descarrilaban al más mínimo problema, cuando las cosas me iban bien de verdad no tenía por costumbre contar los días que quedaban para que todo se echara a perder. La felicidad siempre traía consigo la certeza de que iba a durar, y aunque debía de haber visto este pronóstico optimista refutado miles de veces antes, no era lo bastante mayor y cínico como para sorprenderme cuando finalmente todo indicó que esta vez iba a ser cierto.
Cuando empecé a vomitar con frecuencia, la doctora Ash, nuestra médico de cabecera, me prescribió un tratamiento con antibióticos y una semana sin colegio. No creo que a mis padres les sorprendiera que estas vacaciones imprevistas parecieran alegrarme bastante más de lo que cualquier simple bacteria podía llegar a abatirme, y si el hecho de que ni siquiera me molestara en fingir que sufría les dejaba perplejos, quejarme constantemente de dolor de estómago cuando en realidad vomitaba tres o cuatro veces al día habría sido redundante por mi parte.
Los antibióticos no tuvieron ningún efecto. Empecé a perder el equilibrio, daba traspiés al andar. De vuelta en el consultorio de la doctora Ash, entrecerré los ojos ante la cartilla optométrica. Me envió al neurólogo del hospital de Weastmead, que solicitó una resonancia magnética urgente. Ese mismo día me ingresaron. Mis padres conocieron el diagnóstico desde el primer momento, pero yo tardé tres días en hacerles escupir toda la verdad.
Tenía un tumor, un meduloblastoma que obstruía uno de los ventrículos llenos de fluido de mi cerebro, lo que aumentaba la presión en el cráneo. Los meduloblastomas podían llegar a ser mortales, aunque con cirugía, seguida de un tratamiento agresivo de radiación y quimioterapia, dos de cada tres pacientes diagnosticados en esta fase vivían cinco años más. Me imaginé a mí mismo en un puente de ferrocarril plagado de traviesas podridas, sin ninguna opción salvo seguir adelante, confiando mi peso a cada paso en una tabla sospechosa. Entendía el peligro de lo que se avecinaba con suma claridad… y aun así no sentía ningún pánico, ningún miedo auténtico. Lo más parecido al miedo que pude experimentar fue una sensación de vértigo casi estimulante, como si sólo me estuviera enfrentando a una audaz y angustiosa atracción de feria.
Había una razón para ello.
La presión en el cráneo explicaba la mayoría de los síntomas, pero unos análisis de mi fluido cerebroespinal también habían revelado un alto nivel de una sustancia llamada leu-encefalina: una endorfina, un neuropéptido que se unía a algunos de los mismos receptores que opiáceos como la morfina y la heroína. En alguna parte del camino hacia la malignidad, el mismo factor mutante de transcripción que había activado los genes que permitían la división indiscriminada de las células del tumor, al parecer, también había activado los genes necesarios para producir leu-encefalina.
Se trataba de un accidente fortuito, no de un efecto secundario habitual. Por entonces no sabía mucho de endorfinas, pero mis padres repetían lo que el neurólogo les había dicho, y más tarde yo mismo lo consulté todo. La leu-encefalina no era un analgésico que se segregara en casos de extrema necesidad cuando el dolor amenazaba la supervivencia, y no tenía efectos narcóticos fulminantes para inmovilizar a una criatura mientras se curaban sus heridas. Era más bien la manera fundamental de indicar alegría, liberada cada vez que el comportamiento o las circunstancias garantizaban el placer. Otras incontables actividades cerebrales modulaban ese simple mensaje, creando una paleta de emociones positivas casi ilimitada, y la unión de la leu-encefalina con sus neuronas diana era sólo el primer eslabón de una larga cadena de acontecimientos mediados por otros neurotransmisores. Pero, a pesar de todas estas sutilezas, podía dar fe de un hecho simple e indiscutible: la leu-encefalina me hacía sentir bien.
Mis padres se derrumbaron cuando me dieron la noticia y fui yo quien les consoló, resplandeciendo plácidamente como un beatífico niño mártir sacado de una sensiblera miniserie oncológica. No se trataba de reservas de fuerza ocultas o de madurez. Era físicamente incapaz de sentirme mal por mi destino. Y puesto que los efectos de la leu-encefalina eran tan específicos, podía contemplar sin pestañear la verdad de una forma que no habría sido posible si hubiera estado drogado hasta las cejas con burdos opiáceos farmacéuticos. Me sentía sereno pero emocionalmente indomable y de hecho rebosaba valor.
Me instalaron un derivador ventricular, un tubo delgado insertado en el cráneo para aliviar la presión, y quedó pendiente el procedimiento más invasivo y arriesgado, que consistía en extirpar el tumor principal; dicha operación estaba prevista para finales de la semana. La doctora Maitland, la oncóloga, me explicó al detalle cómo se desarrollaría el tratamiento y me advirtió del riesgo y el malestar al que me iba a enfrentar en los próximos meses. Ahora estaba bien sujeto para el paseo y listo para arrancar.
Sin embargo, una vez pasada la conmoción, mis padres, para nada arrebatados, decidieron que no tenían la intención de cruzarse de brazos y aceptar una simple probabilidad de dos a uno de que llegara a la edad adulta. Llamaron por todo Sydney, y luego más lejos, en busca de segundas opiniones.
Mi madre encontró un hospital privado en la Costa Dorada, la única franquicia australiana de la cadena Palacio de la Salud de Nevada, donde la unidad de oncología ofrecía un nuevo tratamiento para los meduloblastomas. Un virus de herpes genéticamente modificado se introducía en el fluido cerebroespinal infectando sólo a las células tumorales en división, y seguidamente una potente droga citotóxica, activada únicamente por el virus, mataba a las células infectadas. El tratamiento tenía una tasa de supervivencia a cinco años del ochenta por ciento, sin los riesgos de la cirugía. Yo mismo miré el precio en el folleto de la web del hospital. Ofrecían un lote: tres meses de alojamiento y pensión completa, todos los servicios patológicos y radiológicos y todos los fármacos, por sesenta mil dólares.
Mi padre era electricista, trabajaba en la construcción. Mi madre era secretaria comercial en unos grandes almacenes. Yo era su único hijo, por lo que no es que fuéramos pobres, pero tendrían que haberse metido en otra hipoteca para poder hacer frente al pago, cargándose con quince o veinte años más de deudas. Las dos tasas de supervivencia no eran tan distintas y oí cómo la doctora Maitland les advertía de que las cifras no se podían comparar, porque el tratamiento vírico era muy nuevo. Habría estado más que justificado si hubieran aceptado su consejo y se hubieran ceñido al régimen tradicional.
Tal vez mi santidad, provocada por la encefalina, les espoleó un poco. Puede que no hubiesen hecho un sacrificio tan grande si hubiese seguido siendo el mismo niño difícil y taciturno, o incluso si me hubiese sentido claramente aterrorizado en vez de preternaturalmente dispuesto. Nunca llegué a saberlo de veras y, de todos modos, no me haría pensar peor de ellos. Pero sólo porque la molécula no estuviera saturando sus cráneos no era motivo para esperar que fueran inmunes a su influencia.
En el vuelo hacia el norte cogí la mano de mi padre durante todo el trayecto. Siempre habíamos estado algo distanciados, un poco decepcionados el uno con el otro. Yo sabía que él hubiera preferido un hijo más fuerte, más atlético, más extrovertido, mientras que a mí él siempre me había parecido un conformista perezoso, con una visión del mundo construida con tópicos y eslóganes nunca analizados. Pero en ese viaje, sin apenas intercambiar palabra, pude sentir cómo su decepción se transformaba en una especie de amor protector, intenso y desafiante, y me avergoncé de mi propia falta de respeto hacia él. Dejé que la leu-encefalina me convenciera de que, cuando esto hubiera terminado, todo cambiaría a mejor entre nosotros.
Desde la calle el Palacio de la Salud de la Costa Dorada podría haber pasado por un hotel elevado más en la línea de playa, e incluso una vez en el interior no era muy distinto de los hoteles que había visto en la ficción de vídeo. Tenía mi propia habitación, con un televisor más ancho que la cama, ordenador en red y módem de cable incluidos. Si el objetivo era distraerme, funcionó. Tras una semana de pruebas me engancharon un goteo en el derivador ventricular. Primero me inyectaron el virus y tres días más tarde, el fármaco.
El tumor empezó a encogerse casi de inmediato; me enseñaron los escáneres. Mis padres parecían contentos pero desconcertados, como si nunca hubieran confiado en un sitio al que venían promotores inmobiliarios millonarios a hacerse repliegues en el escroto, salvo para despojarles de su dinero y ofrecerles palabras vanas de primera clase mientras yo continuaba empeorando. Pero el tumor siguió encogiéndose y cuando titubeó durante dos días seguidos el oncólogo repitió rápidamente todo el proceso, y entonces las manchas y los zarcillos de la pantalla de la IRM se encogieron y atenuaron aún más rápido que antes.
Ahora tenía todos los motivos del mundo para estar completamente feliz, pero cuando en cambio sufrí una creciente sensación de malestar, asumí que se trataba de la falta de leu-encefalina. Era incluso posible que el tumor hubiera segregado una dosis tan alta de la sustancia que literalmente nada podía hacer que me sintiera mejor: si había sido elevado al pináculo de la felicidad, el único sitio al que podría ir era hacia abajo. Pero en tal caso, cualquier atisbo de oscuridad en mi alegre disposición sólo podía confirmar las buenas noticias de los escáneres.
Una mañana me desperté de una pesadilla, la primera en meses, con visiones del tumor como un parásito con pinzas debatiéndose dentro de mi cráneo. Seguía oyendo el golpe seco del caparazón sobre el hueso, como el golpeteo de un escorpión atrapado en un tarro de mermelada. Estaba aterrorizado, empapado en sudor… liberado. El miedo pronto dio paso a una rabia candente: la cosa me había drogado hasta la sumisión, pero ahora era libre de ponerme a su altura, de soltarle obscenidades dentro de mi cabeza, de exorcizar el demonio con una ira farisaica.
Me sentí algo engañado por la sensación de anticlímax resultante de perseguir a mi némesis en plena huida y cuesta abajo, y no podía ignorar por completo el hecho de que imaginarme que la rabia estaba expulsando al cáncer era una completa inversión de la verdadera causa y efecto: un poco como ver una carretilla elevadora quitándome una roca del pecho, y luego pretender que yo mismo la había movido gracias a una potente aspiración. Pero hice lo que pude por darle sentido a mis tardías emociones, y lo dejé estar.
Seis semanas después de que me ingresaran todos los escáneres estaban limpios, y mi sangre, fluido cerebroespinal y fluido linfático no tenían las proteínas que indicaban la presencia de células metastásicas. Pero seguía existiendo el riesgo de que quedaran unas cuantas células resistentes del tumor, por lo que me pusieron un tratamiento corto e intenso de fármacos completamente distintos que ya no estaban ligados a la infección del herpes. Primero me hicieron una biopsia testicular —con anestesia local, más embarazosa que dolorosa— y un análisis de médula ósea extraída de la cadera, de forma que mi capacidad para producir esperma y el suministro de nuevas células sanguíneas pudieran restaurarse si los fármacos acababan con ellos en su origen. Perdí el pelo y el recubrimiento del estómago, temporalmente, y vomitaba más a menudo y mucho peor que cuando me diagnosticaron la primera vez. Pero cuando empecé a emitir ruidos autocompasivos, una de las enfermeras, inflexible, me explicó que niños a los que doblaba en edad aguantaban el mismo tratamiento durante meses.
Estos fármacos nunca podrían haberme curado por sí solos, pero como operación de limpieza redujeron enormemente la posibilidad de recaída. Descubrí una bonita palabra: apoptosis —suicidio celular, muerte programada—, y me la repetía constantemente. Casi llegué a disfrutar de las náuseas y del cansancio; cuanto más desgraciado me sentía, más fácil me resultaba imaginarme el destino de las células cancerígenas, membranas que reventaban y se consumían como globos a medida que los fármacos les ordenaban que tomaran sus propias vidas. «¡Sufre y muere, basura zombi!» Tal vez escribiera un juego sobre el tema, o incluso toda una serie que culminaría con el espectacular Quimioterapia III: La batalla por el cerebro. Me haría rico y famoso, podría devolverles el dinero a mis padres y la vida sería tan perfecta en la realidad como el tumor sólo la había hecho parecer.
Me dieron de alta a principios de diciembre, sin rastro alguno de la enfermedad. Mis padres se mostraban a ratos cautelosos, a ratos exultantes, como si se desprendieran lentamente del miedo a que cualquier optimismo prematuro fuera a ser castigado. Los efectos secundarios de la quimioterapia desaparecieron; el pelo me volvió a crecer, salvo por una pequeña calva en el sitio en que había estado el derivador, y no tenía problemas para asimilar la comida. La vuelta al colegio no tenía ningún sentido a esas alturas, dos semanas antes del final del curso, con lo que las vacaciones de verano empezaron inmediatamente. La clase al completo me mandó un correo electrónico dándome ánimos; orquestado por el profesor, era cursi y poco sincero, pero mis amigos me visitaron en casa, algo avergonzados e intimidados por darme la bienvenida a mi regreso de los confines de la muerte.
Entonces, ¿por qué me sentía tan mal? ¿Por qué la visión del cielo azul y despejado a través de la ventana cuando abría los ojos todas las mañanas, con la libertad de seguir durmiendo tanto como quisiera, con mi madre o mi padre todo el día en casa tratándome como a la realeza, pero manteniéndose a distancia y dejando que me pasara dieciséis horas sentado delante de la pantalla del ordenador sin importunarme, por qué ese primer destello de luz me hacía querer enterrar la cara en la almohada, apretar los dientes y susurrar: «Debería haber muerto, debería haber muerto»?
Nada conseguía agradarme lo más mínimo. Nada, ni mis revistas electrónicas o webs favoritas, ni la música de njari que tanto me deleitaba, ni la comida basura más suculenta, dulce o salada, que ahora tenía a mi alcance con sólo pedirla. No era capaz de leer una sola página de ningún libro, no podía escribir diez líneas de código, no podía mirar a mis amigos a la cara, o enfrentarme a la idea de conectarme a la red.
Todo lo que hacía, todo lo que imaginaba, estaba contaminado por una sensación de miedo y vergüenza. La única imagen que podía utilizar como comparación era de un documental sobre Auschwitz que vi en la escuela. Empezaba con un largo plano secuencia, la cámara avanzaba directamente hacia las puertas del campo. Había visto esa escena con el alma en un puño, sabiendo muy bien lo que había ocurrido en el interior. No me engañaba a mí mismo; no creí ni por un momento que hubiera una fuente de maldad innombrable al acecho bajo todas las superficies brillantes a mi alrededor. Pero cuando me despertaba y veía el cielo, sentía el tipo de augurio enfermizo que sólo habría tenido sentido si hubiera estado mirando fijamente las puertas de Auschwitz.
Tal vez tuviese miedo de que el tumor volviera a crecer, pero no tanto miedo. La rápida victoria del virus en el primer asalto tendría que haber pesado más, y por una parte pensaba en mí mismo como alguien afortunado y adecuadamente agradecido. Pero al igual que antes no había podido sentirme desgraciado en la cumbre de la felicidad provocada por la encefalina, ahora era incapaz de regocijarme en la escapada.
Mis padres empezaron a preocuparse y a regañadientes me llevaron a un psicólogo para que me ofreciera su «asistencia postoperatoria». La idea tenía el mismo aire viciado que todo lo demás, pero no me quedaban fuerzas para resistirme. El doctor Bright y yo «exploramos la posibilidad» de que subconscientemente estuviera eligiendo sentirme triste porque había aprendido a asociar la felicidad con el peligro de muerte, y secretamente temía que recreando el principal síntoma del tumor podría acabar resucitándolo. Una parte de mí descartó esta explicación pueril, pero otra parte se aferró a ella con la esperanza de que si confesaba tales ejercicios mentales subterráneos, conseguiría sacar todo el proceso a la luz, donde su imperfecta lógica se volvería insostenible. Pero la tristeza y el disgusto que todo me provocaba —el canto de un pájaro, el dibujo del alicatado del cuarto de baño, el olor de las tostadas, la forma de mis propias manos— sólo aumentaban.
Me preguntaba si los altos niveles de leu-encefalina producidos por el tumor podrían haber hecho que mis neuronas redujeran la población de sus respectivos receptores, o si me había convertido en una persona que toleraba la leu-encefalina del mismo modo que un adicto a la heroína tolera los opiáceos, mediante la producción de una molécula reguladora natural que bloquea los receptores. Cuando le mencioné estas ideas a mi padre, insistió en que las hablara con el doctor Bright, quien fingió un interés especial pero no hizo nada por demostrar que me tomaba en serio. Siguió contándoles a mis padres que todo lo que sentía era una reacción perfectamente normal al trauma por el que había pasado, y que todo lo que en realidad necesitaba era tiempo, paciencia y comprensión.
Me despacharon al instituto a principios del nuevo año, pero cuando me limité a sentarme y fijar la mirada en el pupitre durante una semana, se hicieron los arreglos oportunos para que estudiara por la red. En casa, me las apañé para avanzar lentamente en el programa, en los periodos de embotamiento cuasi zombi que tenían lugar entre los ataques de pura y paralizante tristeza. En esos mismos periodos de relativa claridad, seguía pensando en las posibles causas de mi aflicción. Busqué en la literatura biomédica y encontré un estudio acerca de los efectos de altas dosis de leu-encefalina en gatos, pero parecía demostrar que cualquier tolerancia tendría una duración corta.
Entonces, una tarde de marzo, mirando el micrográfico de electrones de la célula de un tumor infectada con un virus de herpes, cuando se suponía que tenía que haber estado estudiando exploradores muertos, finalmente di con una teoría que tenía sentido. El virus precisaba de proteínas especiales para poder acoplarse a las células que infectaba, permitiéndole pegarse a ellas el tiempo suficiente para poder utilizar otras herramientas y penetrar así en la membrana celular. Pero si había obtenido una copia del gen de la leu-encefalina de las abundantes transcripciones de ARN del propio tumor, podría haber adquirido la habilidad para adherirse no sólo a las células tumorales en división, sino a todas las neuronas de mi cerebro con un receptor de leu-encefalina.
Y luego habría llegado el fármaco citotóxico, activado únicamente en las células infectadas, y habría acabado con todas ellas.
Desprovistos de cualquier estímulo, los canales estimulados normalmente por esas neuronas muertas se estaban marchitando. Las partes de mi cerebro capaces de sentir placer se estaban muriendo. Y aunque en ocasiones todavía podía sentir sencillamente nada, mi ánimo era un equilibrio de fuerzas cambiante. Ahora, sin nada que lo contrarrestara, el más insignificante amago de depresión podía ganar cada tira y afloja sin encontrar resistencia.
No les dije ni una palabra a mis padres; no podía soportar decirles que la batalla que habían luchado para darme la mejor oportunidad de supervivencia podría estar lisiándome. Intenté ponerme en contacto con el oncólogo que me había tratado en la Costa Dorada, pero mis llamadas se toparon con la fosa de hilo musical de la protección automática e ignoraron mi correo electrónico. Conseguí ver a la doctora Ash a solas y escuchó educadamente mi teoría, pero declinó enviarme a un neurólogo cuando mis únicos síntomas eran psicológicos: los análisis de sangre y orina no presentaban ninguno de los marcadores estándar de la depresión clínica.
Las ventanas de claridad se fueron haciendo más pequeñas. Me vi pasando cada día más tiempo en la cama, la mirada perdida en la penumbra vacía de la habitación. Mi desesperación era tan monótona, y estaba tan sumamente desconectada de cualquier cosa real, que hasta cierto punto su propio carácter absurdo la embotaba: ninguna persona querida había sido brutalmente asesinada, con casi toda probabilidad el cáncer había sido vencido y todavía podía ver la diferencia entre lo que sentía y la lógica indiscutible del auténtico sufrimiento, o del auténtico miedo.
Pero no tenía forma de deshacerme del pesimismo y sentir lo que quería sentir. La única libertad que me quedaba se reducía a elegir entre buscar motivos que justificaran mi tristeza, engañándome con que se trataba de mi propia respuesta perfectamente natural a una letanía efectista de desgracias, o rechazarla como algo extraño, impuesto desde fuera, que me aprisionaba dentro de una cáscara emocional tan inútil e insensible como un cuerpo paralizado.
Mi padre nunca me acusó de debilidad e ingratitud, sencillamente se apartó de mi vida en silencio. Mi madre siguió intentando llegar hasta mí, ya fuera para consolarme o para provocarme, pero la cosa llegó a un punto en que apenas podía apretarle la mano en respuesta. No estaba literalmente paralizado o ciego, mudo o idiota. Pero todos los mundos luminosos en los que había vivido alguna vez, físicos y virtuales, reales e imaginarios, intelectuales y emocionales, se habían vuelto invisibles e impenetrables. Enterrados en niebla. Enterrados en mierda. Enterrados en cenizas.
Para cuando me admitieron en un centro neurológico, las zonas muertas de mi cerebro eran claramente visibles en una resonancia magnética. Pero era poco probable que se hubiera podido detener el proceso, aunque el diagnóstico se hubiese hecho antes.
Y estaba claro que nadie podía meterse en mi cráneo y restaurar el mecanismo de la felicidad.
2
El reloj me despertó a las diez, pero me costó otras tres horas reunir la energía suficiente para moverme. Me quité la sábana de encima y me senté en el borde de la cama murmurando vagas obscenidades, intentando superar la ineludible conclusión de que no debería haberme molestado. Cualesquiera que fueran las proezas a las que lograra encaramarme ese día (conseguir no sólo ir de compras, sino comprar algo aparte de una comida congelada) y cualquiera que fuera la enorme suerte que me tocase (que la compañía de seguros me ingresara la pensión antes del plazo del alquiler), me levantaría a la mañana siguiente sintiéndome exactamente igual.
Nada influye, nada cambia. Cuatro palabras lo decían todo. Pero eso lo había aceptado hacía tiempo; ya no quedaba nada por lo que sentirse decepcionado. Y no tenía ningún motivo para estar aquí sentado lamentándome por milésima vez de lo que era puñeteramente obvio.
¿Verdad?
A la mierda. Limítate a moverte.
Me tragué la medicación «matutina», las seis cápsulas que había colocado encima de la mesilla la noche anterior, luego fui al cuarto de baño y oriné un chorro amarillo intenso que básicamente consistía en los metabolitos de las últimas dosis. Ningún antidepresivo en el mundo podía enviarme al cielo del Prozac, pero esta mierda mantenía mis niveles de dopamina y serotonina lo suficientemente altos como para rescatarme de una catatonía total, de comidas líquidas, cuñas y lavados con esponja.
Me eché agua en la cara, intentando pensar en una excusa para salir del piso cuando la nevera seguía medio llena. Si me quedaba todo el día en casa, sin lavar y sin afeitar, me sentía peor: limoso y letárgico, como una especie de pálida sanguijuela parasitaria. Pero aun así podía aguantar una semana o más hasta que la presión del asco se hacía tan fuerte que me obligaba a moverme.
Me miré en el espejo. La falta de apetito compensaba cómodamente la falta de ejercicio, era tan inmune a la asimilación de carbohidratos como lo era a la euforia del corredor, y podía contarme las costillas por debajo de la piel floja del pecho. Tenía treinta años y parecía un viejo demacrado. Apoyé la frente contra el frío cristal, obedeciendo al vestigio de algún instinto que sugería que de la sensación podría extraerse una pizca de placer. No era así.
En la cocina vi el piloto del teléfono encendido: había un mensaje esperándome. Volví al cuarto de baño y me senté en el suelo; intenté convencerme de que no tenían por qué ser malas noticias. Nadie tenía que haber muerto. Y mis padres no podían separarse dos veces.
Me acerqué al teléfono y activé la pantalla con un gesto de la mano. Había una imagen en miniatura de una mujer de mediana edad de aire severo, nadie a quien reconociera. El nombre del remitente era doctora Z. Durrani, Departamento de Ingeniería Biomédica, Universidad de Ciudad del Cabo. El título del mensaje decía: «Nuevas técnicas de neuroplastia reconstructiva protésica». Eso era un cambio; la mayor parte de la gente hojeaba los informes de mi estado clínico de forma tan descuidada que asumían que era un poco retrasado. Sentí una estimulante ausencia de aversión por la doctora Durrani, lo más cerca que podía llegar del respeto. Pero por mucha diligencia que mostrase, no podía evitar que la propia cura fuera un espejismo.
El acuerdo pactado con el Palacio de la Salud me concedía una pensión vitalicia equivalente al salario mínimo, más la devolución de los gastos médicos aprobados; no disponía de una suma total astronómica para gastar como me viniera en gana. Sin embargo, cualquier tratamiento susceptible de convertirme en una persona económicamente independiente podía pagarse en su totalidad, a discreción de la aseguradora. El valor de una cura como ésa para Global Assurance (el coste total restante de mantenerme hasta la muerte) bajaba constantemente, pero también lo hacían los fondos para investigación médica en todo el mundo. Mi caso había llegado a sus oídos.
La mayoría de los tratamientos que me habían ofrecido hasta entonces habían tenido que ver con fármacos nuevos. Las drogas me habían librado de la asistencia institucional, pero esperar que me convirtieran en un saludable asalariado era como esperar que un ungüento hiciera que los miembros amputados volvieran a crecer. No obstante, desde la perspectiva de Global Assurance aflojar por algo más sofisticado significaba apostar con una cantidad mucho mayor, una idea que sin duda puso al gestor de mi caso frente a la base de datos actuariales. No tenía ningún sentido transigir con gastos imprudentes cuando todavía era muy probable que me suicidara a los cuarenta. Los arreglos baratos siempre merecían la pena, aunque ofrecieran pocas garantías, pero estaba claro que cualquier propuesta tan radical que pudiera funcionar no superaría el análisis de costes y riesgos.
Me arrodillé delante de la pantalla con las manos en la cabeza. Podía borrar el mensaje sin leerlo, ahorrándome la frustración de saber exactamente lo que me estaría perdiendo… pero no saberlo sería igual de malo. Pulsé el botón de PLAY y desvié los ojos; encontrarme con la mirada de alguien, aunque fuera la de un rostro grabado, me daba mucha vergüenza. Entendía el porqué: el circuito neural necesario para registrar mensajes positivos no verbales había desaparecido hace tiempo, pero los canales que avisaban de respuestas como el rechazo y la hostilidad no sólo habían permanecido intactos, sino que estaban tan alterados e hipersensibles que llenaban el vacío con una fuerte señal negativa, fuera cual fuera la realidad.
Escuché lo más atentamente que pude mientras la doctora Durrani explicaba su trabajo con pacientes de infarto. El tratamiento estándar actual consistía en injertos de tejido neural cultivado, pero en vez de eso ella inyectaba una elaborada espuma de polímero en la zona dañada. La espuma liberaba factores de crecimiento que atraían a los axones y las dendritas de las neuronas colindantes, y el polímero en sí estaba diseñado para funcionar como una red de conmutadores electroquímicos. Gracias a unos microprocesadores esparcidos por la espuma, la amorfa red inicial estaba programada para reproducir genéricamente las acciones de las neuronas perdidas, y más tarde era ajustada para alcanzar la compatibilidad con cada receptor.
La doctora Durrani enumeró sus triunfos: vista restaurada, habla restaurada, movimiento, continencia, habilidad musical. Mi propio déficit, medido en neuronas perdidas, o en sinapsis, o en simples centímetros cúbicos, quedaba bastante lejos del rango de todas las simas que había llenado hasta la fecha. Pero eso sólo hacía que el reto fuera mayor.
Esperé casi estoicamente a que llegara la trampa, con seis o siete cifras.
—Si puede hacer frente a los gastos de desplazamiento y al coste de tres semanas de hospital —dijo la voz de la pantalla—, mi beca de investigación cubrirá el tratamiento en sí.
Repetí estas palabras una docena de veces buscando una interpretación menos favorable, una tarea para la que normalmente era bueno. Cuando no encontré ninguna, me forcé a mandarle un correo al ayudante de la doctora Durrani en Ciudad del Cabo, pidiéndole que me aclarara las cosas. No había ninguna malinterpretación. Por el coste de un año de suministro de los fármacos que apenas me mantenían consciente, me estaban ofreciendo la oportunidad de volver a ser alguien para el resto de mi vida.
Organizar un viaje a Sudáfrica estaba completamente fuera de mi alcance, pero una vez que Global Assurance vio la oportunidad que se le presentaba, la maquinaria en los dos continentes se puso en marcha en mi nombre. Yo tenía que limitarme a controlar el ansia de cancelarlo todo. La idea de ser hospitalizado, de volver a estar indefenso, ya era lo bastante perturbadora, pero contemplar el potencial de la propia prótesis neural era como contar los días que faltaban para un Día del Juicio secular. El 7 de marzo de 2033 sería admitido en un mundo infinitamente más grande, más rico, un mundo infinitamente mejor… o quedaría patente que el daño que había sufrido no tenía remedio. Y en cierta forma, incluso la muerte definitiva de la esperanza era una perspectiva mucho menos aterradora que la alternativa; estaba mucho más cerca de donde ya me encontraba, era mucho más fácil de imaginar. La única visión de felicidad que podía permitirme era la de mí mismo de niño, corriendo alegremente, disolviéndome en la luz, lo que era muy tierno y evocador, pero un poco falto en detalles prácticos. Si lo que quería era ser un rayo de sol, podía haberme cortado las venas en cualquier momento. Quería un trabajo, quería una familia, quería amor normal y corriente y ambiciones modestas, porque sabía que ésas eran las cosas que se me habían negado. Pero no podía imaginarme cómo sería conseguirlas finalmente, más de lo que podía imaginarme una vida cotidiana en un espacio de 26 dimensiones.
No dormí nada antes del vuelo que salía de Sydney al amanecer. Una enfermera (de psiquiatría) me acompañó hasta el aeropuerto, pero me ahorraron la vergüenza de tener un acompañante sentado a mi lado todo el camino hasta Ciudad del Cabo. Los momentos que estuve despierto en el vuelo los pasé luchando con la paranoia, resistiendo la tentación de inventar motivos para la tristeza y la ansiedad que corrían por mi cabeza. Nadie en el avión me miraba con desdén. La técnica de Durrani no iba a resultar un engaño. Conseguí aplastar estas fantasías «explicativas»… pero, como de costumbre, me seguía siendo imposible alterar lo que sentía, o tan siquiera trazar una línea divisoria entre la pura infelicidad patológica y la ansiedad perfectamente razonable que cualquiera sentiría antes de someterse a una operación quirúrgica radical en el cerebro.
¿No sería una bendición no tener que luchar constantemente para ver la diferencia? Olvídate de la felicidad. Incluso un futuro lleno de abyecta miseria sería un triunfo, con tal de que supiera que siempre era por un motivo.
Luke de Vries, uno de los alumnos de posdoctorado de Durrani, fue a recogerme al aeropuerto. Por su aspecto tendría unos 25 años, e irradiaba el tipo de seguridad en sí mismo que yo tenía que esforzarme para no interpretar como desprecio. De inmediato me sentí atrapado e indefenso; lo habían preparado todo, era como subirse a una cinta transportadora. Pero sabía que si hubiesen dejado algo en mis manos todo el proceso se habría visto interrumpido.
Llegamos al hospital a las afueras de Ciudad del Cabo después de medianoche. Cruzando el aparcamiento, los sonidos de los insectos eran fuertes, el aire olía indefinidamente extraño, las constelaciones parecían falsificaciones ingeniosas. Al acercarnos a la entrada me desplomé sobre mis propias rodillas.
—¡Eh! —De Vries se paró y me ayudó a levantarme. Estaba temblando de miedo, y también de vergüenza por el espectáculo que estaba dando.
—Esto viola mi Terapia de Evitación.
—¿Terapia de Evitación?
—Evitar los hospitales a toda costa.
De Vries se rió, aunque no tenía forma de saber si se limitaba a reírme la gracia. Reconocer el hecho de provocar una risa auténtica era un placer, y todos esos canales estaban muertos.
—A la última tuvimos que traerla en camilla. Salió por su propio pie casi tan firme como tú.
—¿Tan mal?
—La cadera artificial le estaba dando guerra. No era culpa nuestra.
Subimos los escalones y entramos en un vestíbulo bien iluminado.
A la mañana siguiente, el lunes 6 de marzo, víspera de la operación, conocí a la mayor parte del equipo que realizaría la primera parte puramente mecánica del procedimiento: raspar las cavidades inservibles dejadas por las neuronas muertas, abrir por la fuerza cualquier hueco que se hubiera plegado con unas diminutas bombas y luego rellenar todo el insólito espacio con la espuma de Durrani. Aparte del agujero que ya tenía en el cráneo de la derivación de hacía dieciocho años, probablemente tendrían que hacerme dos más.
Una enfermera me afeitó la cabeza y pegó cinco marcadores de referencia sobre la piel recién expuesta, luego se pasaron toda la tarde haciéndome escáneres. La imagen tridimensional final de todo el espacio muerto de mi cerebro parecía el mapa de un espeleólogo, una secuencia de cavidades conectadas, con sus deslizamientos y sus túneles hundidos.
La misma Durrani se pasó a verme esa noche.
—Mientras sigues bajo los efectos de la anestesia —me explicó—, la espuma se endurecerá y se efectuarán las primeras conexiones con el tejido colindante. Después los microprocesadores le darán instrucciones al polímero para que forme la red que hemos elegido para que sirva de punto de partida.
Tuve que obligarme a hablar; cualquier pregunta que hacía —por muy educadamente elaborada que estuviera, por lúcida o pertinente que fuera— me resultaba tan dolorosa y degradante como si estuviera desnudo delante de ella pidiéndole que me quitara mierda del pelo.
—¿Cómo encontró la red que va a utilizar? ¿Escaneó a un voluntario?
¿Iba a empezar mi nueva vida como un clon de Luke de Vries, heredando sus gustos, sus ambiciones, sus emociones?
—No, no. Existe una base de datos internacional de estructuras neurales sanas; veinte mil cadáveres que murieron con el cerebro intacto. Congelan los cerebros en nitrógeno líquido, los cortan en láminas con un microtorno de punta de diamante y luego tiñen y micrografían con electrones las láminas; algo mucho más preciso que la tomografia.
Me quedé pensando en el número de exabytes que estaba invocando con toda naturalidad; había perdido el contacto con la informática completamente.
—¿Así que va a usar una especie de combinación de la base de datos? ¿Me dará una selección de estructuras típicas sacadas de gente distinta?
Durrani pareció a punto de dejarlo pasar como una buena aproximación, pero estaba claro que era una maniática de los detalles, y todavía no había insultado mi inteligencia.
—No exactamente. Más que una combinación será una exposición múltiple. Hemos utilizado unos cuatro mil registros de la base de datos, todos los varones entre veinte y treinta años, y cuando alguien tenga la neurona A conectada con la neurona B, y alguien tenga la neurona A conectada con la neurona C… tú tendrás conexiones tanto con B como con C. Empezarás con una red que en teoría podría reducirse a cualquiera de las cuatro mil versiones individuales empleadas en su construcción, pero de hecho, en vez de eso, serás tú quien irá reduciéndola hasta tu propia versión única.
Eso sonaba mejor que ser un clon emocional o un collage tipo Frankenstein; sería una escultura toscamente tallada, con los rasgos aún por definir. Pero…
—¿Cómo voy a reducirla? ¿Cómo voy a pasar de ser potencialmente cualquiera a ser…?
—¿Qué? ¿Mi yo de doce años resucitado? ¿O el treintañero que hubiera podido ser, surgido como una remezcla de esos cuatro mil desconocidos muertos? Divagaba; había perdido la poca fe que me quedaba en mi propia sensatez.
Durrani también pareció incomodarse un poco, aunque mi opinión sobre eso era poco fiable.
—Debería haber partes de tu cerebro aún intactas que guardan algún registro de lo que se ha perdido. Recuerdos de experiencias formativas, recuerdos de las cosas que solían gustarte, fragmentos de estructuras innatas que sobrevivieron al virus. La prótesis será conducida automáticamente hacia un estado que sea compatible con todo lo que hay en tu cerebro, se encontrará a sí misma interactuando con el resto de los sistemas, y las conexiones que mejor funcionen en ese contexto se verán reforzadas. —Se detuvo un momento para pensar—. Imagínate una especie de miembro artificial que al principio no tiene una forma perfecta y que se va ajustando a medida que lo usas: alargándose cuando no llega a coger lo que intentas alcanzar, encogiéndose cuando se choca con algo de forma inesperada… hasta que adopta precisamente el tamaño y la forma del miembro fantasma implicado por tus movimientos. Que en sí mismo no es otra cosa que una imagen de la carne y el hueso perdidos.
Era una metáfora atractiva, aunque costaba creer que mis marchitos recuerdos contuvieran la suficiente información para reconstruir a su autor fantasma en todos sus matices; costaba creer que el puzzle de quién había sido, y de quién podría haber llegado a ser, pudiera completarse con unas cuantas pistas sobre las esquinas y con las piezas revueltas de otros cuatro mil retratos de la felicidad. Pero el tema estaba incomodando al menos a uno de nosotros, así que no insistí.
Conseguí hacer una última pregunta:
—¿Cómo será antes de que todo esto ocurra? ¿Cuando me despierte de la anestesia y todas las conexiones estén intactas?
—Eso es algo que no puedo saber —confesó Durrani—, hasta que tú me lo digas.
Alguien repitió mi nombre, de modo tranquilizador pero con insistencia. Me desperté un poco más. El cuello, las piernas, la espalda, todo me dolía, y notaba el estómago tenso por las náuseas.
Pero la cama estaba caliente y las sábanas eran suaves. Era agradable estar ahí tumbado.
—Es miércoles por la tarde. La operación fue bien.
Abrí los ojos. Durrani y cuatro de sus alumnos estaban juntos al pie de la cama. La miré fijamente, estupefacto: el rostro que una vez me pareció «severo» y «sombrío» era… cautivador, magnético. Podría haberla contemplado durante horas. Pero entonces le eché un vistazo a Luke de Vries, que estaba a su lado. Era igual de extraordinario. Me volví uno a uno hacia los otros tres estudiantes. Todos eran igualmente hipnóticos. No sabía dónde mirar.
—¿Cómo te sientes?
No encontraba las palabras. Los rostros de estas personas estaban cargados de tanto significado, tantas fuentes de fascinación, que no tenía forma de aislar ningún factor concreto: todos parecían inteligentes, extáticos, bellos, reflexivos, atentos, compasivos, tranquilos, vibrantes… Un ruido blanco de cualidades, todas positivas, pero a la postre incoherentes.
Pero al pasar la mirada de un rostro a otro compulsivamente, esforzándome por darles sentido, sus significados empezaron por fin a cristalizarse, como palabras haciéndose nítidas, aunque nunca hubiera visto borroso.
—¿Está sonriendo? —le pregunté a Durrani.
—Un poco. —Dudó un momento—. Existen exámenes estándar, imágenes estándar para esto, pero… Describe mi expresión, por favor. Dime en qué estoy pensando.
Le contesté de manera desenfadada, como si me hubiese pedido que leyera una cartilla optométrica.
—Siente… ¿curiosidad? Está escuchando con atención. Está interesada, y… espera que pase algo bueno. Y sonríe porque piensa que va a ser así. O porque apenas puede creerse que ya ha pasado.
—Bien —asintió, reafirmándose en su sonrisa.
No añadí que ahora la encontraba increíblemente, casi dolorosamente hermosa. Pero era lo mismo con cada uno de los presentes en la habitación, hombre y mujer: la neblina de estados de ánimo contradictorios que leía en sus rostros se había aclarado, pero había dejado tras de sí un brillo que helaba la sangre. Esto me alarmó un poco (era demasiado indistinto, demasiado intenso), aunque de alguna forma parecía una respuesta casi tan natural como el deslumbramiento de un ojo adaptado a la oscuridad. Y después de dieciocho años de no ver otra cosa que fealdad en cada rostro humano, no estaba dispuesto a quejarme por la presencia de cinco personas que parecían ángeles.
—¿Tienes hambre? —me preguntó Durrani.
Tuve que pensar la respuesta.
—Sí.
Uno de los estudiantes sacó una comida preparada, más o menos lo mismo que había comido el lunes: ensalada, un panecillo, queso. Cogí el panecillo y le di un mordisco. La textura era totalmente familiar, el sabor el mismo. Dos días antes había masticado y tragado lo mismo con el ligero asco habitual que me provocaba cualquier comida.
Unas lágrimas calientes me recorrieron las mejillas. Estaba extasiado; la experiencia era tan extraña y dolorosa como beber de una fuente con los labios tan resecos que la piel se hubiera convertido en sal y sangre seca.
Tan dolorosa y tan embriagadora. Cuando acabé con el plato, pedí otro. Comer era bueno, comer estaba bien, comer era necesario.
—Es suficiente —dijo Durrani con firmeza después del tercer plato.
Yo temblaba por el ansia; seguía pareciéndome sobrenaturalmente bella, pero violentado, le grité.
Me cogió de los brazos y me sujetó.
—Esto va a ser duro para ti. Habrá arrebatos como éste, giros en todas direcciones, hasta que la red se asiente. Tienes que intentar permanecer tranquilo, intentar mantenerte reflexivo. La prótesis hace posibles muchas cosas a las que no estás acostumbrado… pero sigues teniendo el control.
Apreté los dientes y aparté la mirada. Al tocarme me había provocado una erección inmediata, dolorosa.
—Eso es —dije—. Tengo el control.
En los días siguientes mis experiencias con la prótesis se hicieron mucho menos crudas, mucho menos violentas. Casi podía ver cómo los bordes más puntiagudos y desencajados de la red se iban —metafóricamente— puliendo con el uso. Comer, dormir, estar con gente, seguía siendo algo intensamente placentero, pero se parecía más a un imposible sueño rosado de la niñez que al efecto provocado por alguien que estuviera metiéndome un cable de alto voltaje en el cerebro.
Ciertamente la prótesis no enviaba señales a mi cerebro para hacer que mi cerebro sintiera placer. La propia prótesis era la parte de mí que sentía todo el placer… por muy perfecta que fuera la integración de ese proceso con todo lo demás: percepción, lenguaje, cognición… el resto de mi persona. Al principio, meditar sobre esto era desconcertante, pero bien pensado no lo era más que imaginarse el experimento consistente en teñir de azul todas las zonas orgánicas correspondientes de un cerebro sano y afirmar: «¡Ellas sienten todo el placer, no tú!».
Me sometieron a un montón de pruebas psicológicas (a la mayoría de ellas ya me había sometido muchas veces como parte de los reconocimientos anuales del seguro), mientras el equipo de Durrani intentaba cuantificar su éxito. Puede que el que un paciente de infarto consiguiera controlar una mano paralizada fuera más fácil de medir objetivamente, pero yo debía haber pasado de lo más bajo a lo más alto de cualquier escala numérica de afectación positiva. Y lejos de constituir una causa de irritación, estas pruebas me dieron la primera oportunidad de usar la prótesis en nuevos campos; ser feliz de formas que apenas podía recordar haber experimentado antes. Además de tener que interpretar recreaciones mundanas de escenas de situaciones domésticas —qué había pasado entre este niño, esta mujer y este hombre; ¿quién se siente bien y quién se siente mal?—, me mostraban imágenes de grandes obras de arte, desde complejas pinturas alegóricas y narrativas hasta elegantes ensayos geométricos minimalistas. Aparte de escuchar fragmentos de habla común, e incluso gritos de alegría y dolor sin adorno alguno, me ponían muestras de música y canciones de cualquier tradición, época y estilo.
Fue ahí cuando me di cuenta de que algo iba mal.
Jacob Tsela me ponía los archivos de audio y anotaba mis respuestas. Se había mostrado inexpresivo la mayor parte de la sesión, evitando cuidadosamente cualquier riesgo de contaminar los datos dejando escapar sus propias opiniones. Pero después de poner un fragmento celestial de música clásica europea, y después de que yo lo puntuara con un veinte sobre veinte, percibí un atisbo de consternación en su cara.
—¿Qué? ¿No te ha gustado?
—No importa lo que a mí me guste. —Tsela sonrió veladamente—. No es eso lo que estamos midiendo.
—Ya lo he puntuado, no puedes influir en mi puntuación. —Lo miré suplicante; estaba desesperado por cualquier tipo de comunicación—. He estado muerto para el mundo durante dieciocho años. Ni siquiera sé quién era el compositor.
—J.S. Bach —dijo después de dudar—. Y estoy de acuerdo contigo: es sublime.
Alzó de nuevo la pantalla táctil y continuó con el experimento.
¿Qué era lo que le había consternado? Supe la respuesta inmediatamente; fui un idiota al no darme cuenta antes, pero había estado demasiado metido en la música.
No había puntuado ninguna pieza por debajo de dieciocho. Y había hecho lo mismo con las artes plásticas. De mis cuatro mil donantes virtuales había heredado no el mínimo común denominador, sino el gusto más amplio posible; y en diez días no había conseguido imponerle ningún límite, ninguna preferencia propia.
Para mí todo el arte y toda la música eran sublimes. Cualquier tipo de comida era deliciosa. Toda la gente a la que le ponía la vista encima era una visión de la perfección.
Puede que después de mi larga sequía sólo estuviera absorbiendo placer de cualquier cosa, pero con el tiempo me acabaría saciando y me volvería tan perspicaz, tan centrado y tan crítico como cualquiera.
—¿Debería seguir siendo así? ¿Omnívoro?
Solté la pregunta empezando con un tono de ligera curiosidad y acabando con un punto de pánico.
Tsela paró la muestra que estaba sonando en ese momento; un canto que para mi oído podría haber sido albano, marroquí o mongol, pero que me puso los pelos de punta y me animó muchísimo. Como todos los demás.
Permaneció en silencio un instante, sopesando deberes encontrados. Luego suspiró y dijo:
—Será mejor que hables con Durrani.
Durrani me enseñó un gráfico de barras en la pantalla de su despacho: el número de sinapsis artificiales que habían cambiado de estado dentro de la prótesis (las nuevas conexiones que se habían formado, las conexiones existentes que se habían roto, debilitado o reforzado) por cada uno de los diez últimos días. Los microprocesadores integrados se mantenían al tanto de tales cambios y los datos se extraían mediante una antena que me pasaban por encima del cráneo todas las mañanas.
El primer día, mientras la prótesis se adaptaba a su nuevo entorno, fue espectacular; las cuatro mil redes que la conformaban podían haber sido perfectamente estables en los cráneos de sus dueños, pero la versión conjunta que me habían dado nunca antes había estado conectada al cerebro de nadie.
El segundo día había visto aproximadamente la mitad de actividad, el tercero en torno a una décima parte.
Sin embargo, a partir del cuarto día, no había habido nada salvo ruido de fondo. Mis recuerdos episódicos, por muy placenteros que fueran, al parecer se almacenaban en otra parte (dado que era evidente que no sufría amnesia), pero tras el frenesí de actividad inicial, la circuitería que definía lo que era el placer no había sufrido ningún cambio, ningún ajuste de ningún tipo.
—Si en los próximos días surgieran algunas tendencias, deberíamos ser capaces de amplificarlas, sacarlas adelante, como si equilibrásemos un edificio inestable una vez que muestra signos de caer en una determinada dirección. —Durrani no sonaba esperanzada. Ya había pasado demasiado tiempo y la red ni siquiera oscilaba.
—¿Qué hay de los factores genéticos? ¿No puede leer mi genoma y acotar las cosas a partir de eso?
Negó con la cabeza.
—Al menos dos mil genes tienen un papel en el desarrollo neural. No es como hacer coincidir un grupo sanguíneo o un tipo de tejido; todos los sujetos de la base de datos tendrían en común contigo más o menos la misma pequeña proporción de esos genes. Está claro que algunos de ellos tienen que haber tenido un temperamento más parecido al tuyo que otros, pero no hay forma de que podamos identificarlos genéticamente.
—Ya veo.
—Podemos apagar la prótesis completamente, si es lo que quieres —dijo Durrani con tacto—. No haría falta cirugía, sólo la apagaríamos y volverías a estar donde estabas al principio.
Miré fijamente su rostro radiante. ¿Cómo podía volver atrás? Dijeran lo que dijeran las pruebas y los gráficos de barras… ¿cómo podía ser esto un fracaso? Por abundante y estéril que fuera la belleza en la que me ahogaba, no estaba tan jodido como cuando tenía la cabeza llena de leu-encefalina. Seguía siendo capaz de sentir miedo, ansiedad, tristeza; las pruebas habían revelado carencias universales comunes a todos los donantes. No podía odiar a Bach o a Chuck Beriy, a Chagal o a Paul Klee, pero había reaccionado con tanta cordura como cualquiera ante imágenes de enfermedad, hambre y muerte.
Y no ignoraba mi propio destino de la manera que había ignorado el cáncer.
Pero, ¿cuál sería mi destino, si seguía usando la prótesis? ¿Felicidad absoluta, oscuridad absoluta… la mitad de la raza humana dictando mis emociones? ¿En todos los años que había pasado en las sombras, si me había aferrado a algo rápidamente, no había sido a la posibilidad de llevar una especie de semilla dentro de mí: una versión de mí mismo capaz de crecer y volver a convertirse en una persona viva, si se presentaba la ocasión? ¿Y esa esperanza no había resultado ser falsa? Me habían ofrecido la materia de la que están hechos los yoes, y aunque los había probado todos, y los había admirado por igual, no había reclamado ninguno como propio. Toda la alegría que había sentido en los últimos diez días no tenía ningún sentido. Yo era sólo una cáscara muerta, flotando en el aire bajo el sol de los demás.
—Creo que debería hacerlo —dije—. Apagarla.
Durrani levantó la mano.
—Espera. Si estás dispuesto, hay otra cosa que podemos probar. Lo he estado discutiendo con nuestro comité de ética, y Luke ha empezado el trabajo preliminar en el software… pero al final la decisión será tuya.
—¿Para hacer qué?
—Podemos forzar la red hacia cualquier dirección. Sabemos cómo intervenir para hacerlo, para quebrar la simetría, para hacer que algunas cosas produzcan más placer que otras. Sólo porque no haya pasado de forma espontánea no quiere decir que no se pueda conseguir por otros medios.
Repentinamente exaltado, solté una carcajada.
—¿De modo que si digo que sí… su comité de ética elegirá la música que me gusta, y mis comidas favoritas, y mi nueva vocación? ¿Decidirán quién voy a ser?
¿Sería eso tan malo? ¿Habiendo yo muerto hace tiempo, otorgarle la vida a una persona completamente nueva? ¿Donar no sólo un pulmón o un riñon, sino el cuerpo entero, recuerdos imposibles incluidos, a un ser humano arbitrariamente construido ex novo, pero enteramente funcional?
Durrani estaba escandalizada.
—¡No! ¡Nunca se nos ocurriría hacer algo así! Pero podemos programar los microprocesadores para que te permitan controlar el reajuste de la red. Podríamos darte la capacidad de elegir por ti mismo, de forma consciente y deliberada, las cosas que te hacen feliz.
—Intenta visualizar el control —dijo De Vries.
Cerré los ojos.
—Mala idea —me dijo—. Si te acostumbras, limitará tu acceso.
—De acuerdo.
Miré al vacío. Algo glorioso de Beethoven sonaba en el sistema de sonido del laboratorio; resultaba difícil concentrarse. Me esforcé por visualizar el estilizado control horizontal de color rojo cereza que De Vries acababa de construir dentro de mi cabeza, línea por línea, hacía cinco minutos. De repente fue algo más que un vago recuerdo: volvió a superponerse a la habitación, tan claro como cualquier objeto real, al fondo de mi campo visual.
—Lo tengo. —El botón permanecía inmóvil cerca del diecinueve.
De Vries le echó un vistazo a la pantalla, para mí oculta.
—Bien. Ahora intenta bajar la puntuación.
Me reí débilmente. Pasando de Beethoven.
—¿Cómo? ¿Cómo puede intentar uno que algo le guste menos?
—No se puede. Tan sólo intenta mover el botón hacia la izquierda. Visualiza el movimiento. El software monitoriza tu córtex visual siguiendo cualquier percepción imaginaria transitoria. Engáñate a ti mismo y piensa que ves el botón moviéndose y la imagen te seguirá.
Y así lo hizo. Perdía el control brevemente, como si la cosa se resistiera, pero conseguí bajarla hasta el diez antes de parar para apreciar el efecto.
—Joder.
—¿Significa eso que funciona?
Asentí como un estúpido. La música seguía siendo… agradable… pero el hechizo se había roto por completo. Era como estar escuchando un electrizante fragmento de retórica, y luego, a medio camino, darse cuenta de que el orador no creía ni una sola palabra de lo que decía, dejando la poesía y la elocuencia originales intactas, pero arrebatándoles su verdadera fuerza.
Empecé a notar sudor en la frente. Cuando Durrani me lo explicó, la idea me había sonado demasiado extraña para ser cierta. Y dado que ya había fracasado a la hora de afirmarme a mí mismo en la prótesis —a pesar de los miles de millones de conexiones neurales directas y de las incontables oportunidades para que los restos de mi identidad interactuaran con la cosa y le dieran forma siguiendo mi imagen—, temía que llegado el momento de tomar una decisión la duda me paralizara.
Pero sabía, sin lugar a dudas, que no debía quedarme extasiado al escuchar un fragmento de música clásica que o bien nunca antes había oído, o bien, dado que parecía ser famoso y estar por todas partes, había escuchado una o dos veces por casualidad sin que me afectara lo más mínimo.
Y ahora, en cuestión de segundos, había cercenado esa falsa respuesta.
Todavía había esperanza. Todavía tenía una oportunidad para resucitarme a mí mismo. Sólo tenía que recorrer el camino de forma consciente, paso a paso.
—Codificaré con colores los instrumentos virtuales de los sistemas más grandes de la prótesis —dijo De Vries alegremente al tiempo que trasteaba en el teclado—. Después de un par de días de práctica será como una segunda naturaleza. Sólo tienes que recordar que algunas experiencias implican a dos o tres sistemas a la vez… de modo que si estás haciendo el amor con una música que preferirías que no te distrajera tanto, asegúrate de que bajas el control rojo, no el azul. —Levantó la vista y vio mi cara—. Eh, no te preocupes, siempre puedes volver a subirlo más tarde si te equivocas. O si cambias de opinión.
3
Eran las nueve en Sydney cuando el avión aterrizó. Las nueve en punto de un sábado por la noche. Cogí un tren hasta el centro de la ciudad con la intención de coger el que me llevaba hasta casa, pero cuando vi a la multitud haciendo cola en la estación del Ayuntamiento dejé la maleta en consigna y los seguí hacia la calle.
Había estado unas cuantas veces en la ciudad después de lo del virus, pero nunca por la noche. Me sentía como si hubiera vuelto a casa después de pasarme media vida en otro país, después de haber estado confinado, solo, en una prisión extranjera. De una u otra forma todo me desorientaba. Sentí una especie de déjá vu vertiginoso al ver edificios que parecían haberse conservado fehacientemente, pero que aún así no eran tal y como los recordaba, y una sensación de vacío cada vez que doblaba una esquina para encontrarme con que un hito propio, alguna tienda o señal que recordaba de la infancia, había desaparecido.
Me paré delante de un pub, tan cerca que podía sentir cómo mis oídos vibraban al ritmo de la música. Podía ver a la gente dentro: reían y bailaban de un lado para otro con las manos llenas de bebidas, sus caras resplandecientes por el alcohol y la camaradería. Algunos animados por la posibilidad de la violencia, otros por la promesa del sexo.
Podía entrar y formar parte de esa imagen, en ese mismo instante. La ceniza que había enterrado el mundo había desaparecido; podía ir a donde quisiera. Y casi podía sentir a los primos muertos de estos juerguistas —renacidos ahora como armónicos de la red, resonando con la música y la visión de sus compañeros del alma—, clamando en mi cabeza, pidiéndome que los llevara a la tierra de los vivos.
Avancé unos pasos, entonces vi algo por el rabillo del ojo que me distrajo. En el callejón que había junto al pub, un chico de unos diez o doce años estaba acurrucado contra la pared y metía la cara en una bolsa de plástico. Tras unas cuantas inhalaciones la sacó, sus ojos apagados resplandecientes, sonriendo con la misma alegría que un director de orquesta.
Me alejé de allí.
Alguien me tocó en el hombro. Me di la vuelta y vi a un hombre que me sonreía alegremente.
—¡Jesús te ama, hermano! ¡Tu búsqueda ha terminado!
Me puso un panfleto en la mano. Le miré fijamente a la cara y su estado se me reveló, transparente: había dado con la forma de producir leu-encefalina a voluntad, pero no lo sabía, por lo que había deducido que la causa era algún manantial divino de felicidad. El miedo y la pena me llenaron el pecho. Al menos yo había sabido lo del tumor. E incluso el chico tirado del callejón sabía que sólo estaba esnifando pegamento.
¿Y la gente del pub? ¿Sabían lo que hacían? Música, afecto, alcohol, sexo… ¿Dónde estaba el límite? ¿En qué punto la felicidad justificable se convertía en algo tan vacío, tan patológico, como lo era para ese hombre?
Me alejé a trompicones y me dirigí de vuelta a la estación. A mi alrededor la gente se reía y gritaba, se cogía de la mano, se besaba… y yo los observaba como si fueran figuras anatómicas desolladas revelándome miles de músculos entretejidos que, con precisión y sin esfuerzo aparente, trabajaban al unísono. Enterrada dentro de mí, la maquinaria de la felicidad se reconocía a sí misma, una y otra vez.
Ahora no me cabía la menor duda de que Durrani había metido en mi cráneo hasta el último fragmento de la capacidad humana para la alegría. Pero para reclamar cualquiera de sus partes tenía que aceptar el hecho (mucho más de lo que el tumor me había hecho aceptarlo) de que la felicidad en sí no significaba nada. La vida sin ella era insoportable, pero como fin en sí mismo no era suficiente. Era libre de elegir sus causas, y de estar contento con mis decisiones, pero sintiera lo que sintiera una vez que hubiera parido a mi nuevo yo, la posibilidad de que todas mis decisiones fueran incorrectas seguiría existiendo.
Global Assurance me había dado hasta el final de año para valerme por mí mismo. Si mi reconocimiento psicológico demostraba que el tratamiento de Durrani había tenido éxito, tanto si tenía un empleo como si no, me arrojarían a los brazos todavía menos piadosos de los restos privatizados de la seguridad social. Así que fui dando traspiés intentando orientarme en la luz.
En mi primer día de vuelta a casa me desperté al amanecer. Me senté al teléfono y empecé a rebuscar. Mi antiguo espacio de trabajo en la red estaba archivado; con los precios actuales sólo costaba unos diez centavos al año en concepto de almacenamiento, y todavía tenía 36,20 dólares en mi cuenta. El extraño fósil de información había pasado de una empresa a otra por cuatro adquisiciones y fusiones. Utilizando una variada colección de herramientas para descodifícar los obsoletos formatos, saqué fragmentos de mi antigua vida al presente y los examiné, hasta que me resultó demasiado doloroso para seguir.
Al día siguiente me pasé doce horas limpiando el piso, fregando hasta el último rincón, escuchando mis viejos archivos de música de njari, parando sólo para comer vorazmente. Y aunque podía haber refinado mi gusto en comida hasta el de un niño de doce años adicto a la sal, tomé la decisión (para nada masoquista, y más práctica que virtuosa) de que lo más perjudicial que iba a ansiar sería la fruta.
En las semanas siguientes cogí peso con gratificante rapidez, aunque cuando me miraba en el espejo, o ejecutaba un programa cosmético en el teléfono, me daba cuenta de que podía estar contento con cualquier tipo de cuerpo. La base de datos debía de haber incluido gente con una amplia gama de autoimágenes ideales, o que estaba perfectamente satisfecha con el aspecto que tenía en el momento de su muerte.
Y una vez más elegí el pragmatismo. Tenía mucho que recuperar, y no quería morirme a los 55 de un ataque al corazón si podía evitarlo. Sin embargo, no tenía ningún sentido obsesionarse con algo imposible o absurdo, por lo que después de proyectarme como alguien obeso, y puntuarlo con un cero, hice lo mismo con el aspecto Schwarzenegger. Elegí un cuerpo delgado pero fuerte, claramente dentro de los márgenes de lo posible de acuerdo con el software, y le di un dieciséis sobre veinte. Y empecé a correr.
Al principio me lo tomé con calma, y aunque me aferré a mi autoimagen infantil, cuando corría de una calle a otra sin esfuerzo, tuve cuidado de que el placer del propio movimiento no llegase a enmascarar una lesión. Cuando entré cojeando en una farmacia en busca de linimento, me encontré con que vendían algo llamado moduladores de prostaglandina, compuestos antiinflamatorios que supuestamente minimizaban el daño sin anular ningún proceso vital de reparación. Me mostré escéptico, pero la cosa parecía funcionar; el primer mes siguió siendo duro, pero ni la hinchazón me dejó cojo, ni me volví tan inconsciente como para ignorar las señales de peligro y acabar desgarrándome un músculo.
Y una vez que mi corazón, mis pulmones y mis pantorrillas salieron a rastras y gritando de su estado atrofiado, fue genial. Corría una hora todas las mañanas, zigzagueando por las calles tranquilas de la zona, y los domingos por la tarde bordeaba la propia ciudad. No me forzaba para conseguir mejores tiempos; no tenía ambiciones deportivas de ninguna clase. Sólo quería ejercitar mi libertad.
Pronto el acto de correr acabó convirtiéndose en una experiencia total. Podía disfrutar de los latidos de mi corazón y de la sensación de mis piernas en movimiento, o podía atenuar esos detalles y convertirlos en un rumor de satisfacción, y simplemente mirar el paisaje como si fuera en un tren. Y habiendo recuperado mi cuerpo, empecé a recuperar los barrios uno a uno. Desde las zonas de bosque junto al río Lane Cove hasta la eterna fealdad de Parramatta Road, recorría Sydney como un topógrafo loco, envolviendo el paisaje con geodésicas invisibles para luego dibujarlas dentro mi cabeza. Pasaba haciendo retumbar los puentes de Gladesville y Iron Cove, Pyrmont, Meadowbank y hasta el de la misma bahía, retando a las tablas a que cedieran bajo mis pies.
Hubo momentos en que tuve mis dudas. No estaba borracho de endorfinas, no me estaba esforzando tanto, pero aun así seguía pareciéndome demasiado bueno para ser cierto. ¿Era esto esnifar pegamento? Tal vez diez mil generaciones de mis ancestros habían sido compensadas con el mismo tipo de placer por buscar la diversión, escapar de los peligros y reconocer el territorio para su seguridad, pero para mí era sólo un pasatiempo glorioso.
De todas formas, no me estaba engañando, y no le hacía daño a nadie. Saqué esas dos reglas del corazón del niño que llevaba dentro y seguí corriendo.
Los treinta eran una edad interesante para pasar la pubertad. El virus no me había castrado literalmente, pero al haber eliminado el placer de la imaginería sexual, la estimulación genital y el orgasmo, y al haber destrozado parcialmente los canales hormonales reguladores que descienden desde el hipotálamo, me había dejado con algo que difícilmente se podría describir como función sexual. Mi cuerpo se deshacía del semen en esporádicos espasmos carentes de placer, y sin los lubricantes normalmente segregados por la próstata durante la excitación, cada eyaculación no deseada me desgarraba las paredes de la uretra.
Cuando todo esto cambió, me sacudió fuerte, incluso en el estado de relativa decrepitud sexual en el que me encontraba. Comparada con los sueños eróticos lacerantes, la masturbación era inconcebiblemente genial, y no me veía muy dispuesto a intervenir en los controles para bajarla un poco. Pero no tenía que haberme preocupado de que me quitara el interés por lo auténtico; de continuo me sorprendía mirando abiertamente a la gente en la calle, en las tiendas y en los trenes, hasta que gracias a una mezcla de voluntad, puro miedo y ajuste protésico, conseguí quitarme la costumbre.
La red me había convertido en bisexual, y aunque no tardé en reducir mi nivel de deseo considerablemente con respecto a los contribuyentes más lascivos de la base de datos, cuando se trató de decidir si iba a ser gay o hetero, todo eran dudas. La red no era una especie de media de la población; si lo hubiera sido, la esperanza original de Durrani de que los restos de mi propia arquitectura neural pudieran imponerse se habría venido abajo siempre que el voto fuera en su contra. De modo que no era un diez o un quince por ciento gay; las dos posibilidades estaban presentes con la misma fuerza, y la idea de eliminar una de ellas me parecía tan alarmante, tan reprochable, como si hubiera vivido con ambas durante décadas.
Pero, ¿era la prótesis defendiéndose a sí misma, o era parcialmente mi respuesta? No tenía ni idea. Incluso antes del virus había sido un niño de doce años completamente asexual; siempre había asumido que era heterosexual, y realmente algunas chicas me resultaban atractivas, pero no había habido miradas bajo la luz de la luna ni toqueteos furtivos que confirmaran esa opinión puramente estética. Me informé sobre las últimas investigaciones, pero todas las teorías genéticas que recordaba de varios titulares habían sido desacreditadas desde entonces, por lo que aunque mi sexualidad hubiese estado determinada desde el nacimiento, no existía ningún análisis de sangre que pudiera decirme en lo que se habría convertido. Incluso llegué a buscar los escáneres de resonancia magnética que me había hecho antes del tratamiento, pero carecían de la resolución suficiente para proporcionarme una respuesta neuroanatómica directa.
No quería ser bisexual. Era demasiado mayor para andar por ahí experimentando como un adolescente; quería certeza, quería unas bases sólidas. Quería ser monógamo, y aunque la monogamia casi nunca fuera fácil para nadie, eso no era motivo para ponerme obstáculos innecesarios. ¿A quién debía sacrificar entonces? Sabía cuál era la opción que simplificaría las cosas… pero si todo se reducía a cuáles de los cuatro mil donantes podían llevarme por el camino más fácil, ¿de quién sería la vida que estaría viviendo?
Puede que todo fuera igual. Tenía treinta años, era virgen y tenía un historial de enfermedad mental, sin dinero, sin perspectivas, sin dotes sociales, y siempre podía aumentar el nivel de satisfacción de mi única opción actual, y dejar que todo lo demás se esfumase como una fantasía. No me estaba engañando, no le hacía daño a nadie. Estaba en mi mano no desear otra cosa.
Me había fijado en la librería muchas veces antes, escondida en una calle tranquila de Leichhardt. Pero un domingo de junio, cuando pasaba por delante corriendo y vi un ejemplar de El hombre sin atributos de Robert Musil en el escaparate, tuve que parar y reírme.
Estaba empapado en sudor por la humedad invernal, por lo que no entré para comprar el libro. Pero eché un vistazo dentro a través del cristal y cerca del mostrador vi un cartel de OFERTA DE TRABAJO.
Buscar un empleo no cualificado me había parecido inútil, la tasa de paro general era del quince por ciento, tres veces mayor en el caso de los jóvenes, por lo que asumí que siempre habría mil candidatos para cada puesto: más jóvenes, más baratos, más fuertes y con certificado de cordura. Había retomado mis estudios por la red, y no es que no estuviera avanzando, pero iba al mismo paso que a todas partes, lento. Todos los campos del conocimiento que me habían cautivado de niño se habían multiplicado por cien, y aunque la prótesis me otorgaba energía y entusiasmo ilimitados, seguía habiendo demasiado campo como para abarcarlo en una vida. Sabía que tendría que sacrificar el noventa por ciento de mis intereses si finalmente decidía elegir una carrera, pero todavía no había sido capaz de blandir el cuchillo.
El lunes volví a la librería caminando desde la estación de Petersham. Había ajustado mi confianza para la ocasión, pero aumentó de forma espontánea cuando oí que no había habido ningún candidato. El propietario tenía sesenta y tantos años y empezaba a tener problemas de espalda. Quería a alguien para que moviera las cajas de un lado para otro y se encargara del mostrador cuando él estuviera ocupado en otra cosa. Le conté la verdad: que había sufrido una lesión neurológica por una enfermedad infantil y que me había recuperado hacía muy poco.
Me contrató al momento para un mes de prueba. El salario inicial era exactamente lo mismo que me pagaba Global Assurance, pero si me contrataba de forma permanente cobraría un poco más.
El trabajo no era duro y al dueño no le importaba que leyera en la habitación de dentro cuando no tenía nada que hacer. En cierta forma estaba en el cielo —diez mil libros y sin cuota de acceso—, pero a veces sentía que volvía el pavor de la disolución. Leía ávidamente y, en cierta medida, podía emitir juicios claros: podía distinguir a los autores torpes de los expertos, a los honestos de los farsantes, a los vulgares de los inspirados. Pero la prótesis seguía queriendo que disfrutara de todo, que lo aceptara todo, que me dispersara por las polvorientas estanterías hasta no ser nadie en absoluto, un fantasma en la Biblioteca de Babel.
Entró en la librería dos minutos después de la hora de apertura, el primer día de la primavera. Observándola mientras hojeaba los libros, intenté ver más allá de las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer. Durante semanas me había pasado cinco horas al día en el mostrador, y con tanto contacto humano había estado esperando… algo. No amor salvaje a primera vista, sólo el más leve atisbo de interés mutuo, la prueba más ínfima de que realmente podía desear a un ser humano por encima de los demás.
No había ocurrido nada. Algunos clientes flirtearon un poco, pero pude ver que no era nada especial, únicamente su propia forma de cortesía, y yo no sentí nada que no hubiese sentido si hubieran sido excepcional pero formalmente amables. Y aunque podía estar de acuerdo con cualquiera sobre quién era convencionalmente atractivo, quién era animado y quién misterioso, ingenioso o encantador, quién rebosaba juventud y quién irradiaba sofisticación… sencillamente no me importaba. Los cuatro mil habían querido a personas muy distintas y la envoltura que se extendía entre sus remotas características abarcaba a la especie entera. Eso no iba a cambiar nunca, mientras yo mismo no hiciera algo por romper la simetría.
En la última semana había bajado todos los sistemas pertinentes de la prótesis hasta el tres o el cuatro. La gente había pasado a ser casi tan atractiva como trozos de madera. En ese momento, a solas en la tienda con esa extraña elegida al azar, subí los controles lentamente. Tuve que luchar contra la retroalimentación positiva; cuanto más altos estaban los controles, más quería subirlos yo, pero había fijado límites previamente, y me ajusté a ellos.
Para cuando ella eligió un par de libros y se acercó al mostrador, yo me sentía por una parte insolentemente triunfante, y por la otra mareado de vergüenza. Por fin le había cogido la medida a la red; lo que sentía al ver a esta mujer sonaba sincero. Y si todo lo que había hecho para conseguirlo era calculado, artificial, extraño y detestable… no me quedaba más remedio.
Le sonreí cuando compró los libros y ella me devolvió la sonrisa afectuosamente. No llevaba anillo de matrimonio o de compromiso, pero me había prometido a mí mismo que no iba a intentar nada, pasara lo que pasara. Éste era sólo el primer paso: fijarse en alguien, hacer que destacara entre la multitud. Podía invitar a salir a la décima, a la centésima mujer que tuviera un aire parecido al suyo.
—¿Te gustaría tomar un café alguna vez? —le dije.
Pareció sorprendida, pero no ofendida. Indecisa, pero al menos algo complacida por la pregunta. Y yo, que creía que estaba preparado para que ese desliz no llevara a ninguna parte, en ese momento, mientras la veía tomando una decisión, sentí cómo desde las ruinas de mí mismo surgía un dardo de dolor atravesándome el pecho. Si algo de eso se hubiese reflejado en mi cara, probablemente me habría llevado corriendo al veterinario más cercano para que me sacrificaran.
—Estaría bien —me dijo—. Me llamo Julia, por cierto.
—Mark. —Nos dimos la mano.
—¿A qué horas sales del trabajo?
—¿Esta noche? A las nueve en punto.
—Ah.
—¿Qué tal si quedamos para comer? —le dije—. ¿A qué hora comes?
—A la una. —Se lo pensó un poco—. ¿Conoces ese sitio justo bajando la calle… al lado de la ferretería?
—Eso sería genial.
Julia sonrió.
—Entonces nos vemos allí. A eso de la una y diez. ¿Vale?
Asentí. Ella dio media vuelta y salió. Yo me quedé mirándola, aturdido, aterrorizado, eufórico. Pensé: «Esto es fácil. Cualquiera puede hacerlo. Es como respirar».
Empecé a transpirar. Era un quinceañero emocionalmente retrasado, y ella lo descubriría en sólo cinco minutos. O peor aún, descubriría a los cuatro mil hombres maduros que me ofrecían consejo dentro de mi cabeza.
Me metí en el servicio a vomitar.
Julia me contó que llevaba una tienda de ropa a sólo unas manzanas.
—Eres nuevo en la librería, ¿no?
—Sí.
—¿Y qué hacías antes?
—Estuve sin empleo. Durante mucho tiempo.
—¿Cuánto?
—Desde que era un estudiante.
Hizo una mueca.
—Es un crimen, ¿verdad? Bueno, yo aporto mi granito. Comparto mi trabajo, media jornada sólo.
—¿En serio? ¿Y qué te parece?
—Es fantástico. Quiero decir, tengo suerte, el puesto está tan bien pagado que puedo apañármelas con la mitad del sueldo. —Sonrió—. La mayoría de la gente supone que tengo una familia. Como si ésa fuera la única razón posible.
—¿Sólo quieres tener tiempo?
—Sí. El tiempo es importante. Odio que me metan prisa.
Volvimos a comer juntos dos días después, y luego dos veces más a la semana siguiente. Me hablaba de la tienda, de un viaje que había hecho a Sudamérica, de una hermana que se estaba recuperando de un cáncer de pecho. Estuve a punto de mencionar mi propio tumor vencido hace tiempo, pero aparte del miedo de adonde me podía llevar, hubiera sonado demasiado como una petición de compasión. En casa, me sentaba pegado al teléfono, no esperando una llamada, sino viendo las noticias para asegurarme de que tendría algo de qué hablar aparte de mí mismo. «¿Quién es tu cantante/escritor/artista/actor favorito? No tengo ni idea».
Mi cabeza se llenaba con visiones de Julia. Quería saber lo que estaba haciendo cada segundo del día; quería que fuera feliz, quería que estuviera segura. ¿Por qué? Porque la había elegido. Pero… ¿por qué había sentido la necesidad de elegir a alguien? Porque al final, lo que la mayoría de los donantes debía de tener en común era el hecho de que habían deseado y se habían preocupado de una persona por encima de las demás. ¿Por qué? Eso era culpa de la evolución. Uno no podía ayudar y proteger a todas las personas que se encontraba a su paso, como tampoco podía follárselas, y obviamente una combinación juiciosa de ambas cosas había demostrado ser efectiva a la hora de transmitir los genes. De modo que mis emociones tenían la misma ascendencia que las de todo el mundo. ¿Qué más podía pedir?
Pero, ¿cómo podía fingir que sentía algo verdadero por Julia, cuando podía mover unos cuantos botones en mi cabeza, en cualquier momento, y hacer desaparecer esos sentimientos? Incluso si lo que sentía era lo bastante fuerte como para evitar querer tocar el dial…
Algunos días pensaba: «Tiene que ser así para todo el mundo. La gente toma una decisión, medio determinada por la suerte, para llegar a conocer a alguien; todo empieza desde ahí». Algunas noches me quedaba sentado durante horas, preguntándome si no me estaba convirtiendo en un esclavo patético, o en un obseso peligroso. ¿Podría algo de lo que descubriera sobre Julia apartarme de ella, ahora que la había elegido? ¿O incluso despertar la más ínfima desaprobación? Y si y cuando decidiera romper, ¿cómo me lo tomaría?
Salimos a cenar y luego compartimos un taxi de vuelta a casa. Le di un beso de buenas noches en su portal. De vuelta en mi piso, hojeé manuales de sexo en la red, preguntándome como podía esperar ocultar mi absoluta falta de experiencia. Todo me parecía anatómicamente imposible; necesitaría seis años de entrenamiento gimnástico sólo para lograr la postura del misionero. Me había negado a masturbarme desde que la conocí; fantasear con ella, imaginármela sin su consentimiento, me parecía terrible, imperdonable. Después de claudicar, me quedé despierto hasta el amanecer intentando comprender la trampa que yo mismo me había cavado, e intentando entender por qué no quería ser libre.
Julia se agachó y me besó, dulcemente.
—Eso ha sido una buena idea. —Se quitó de encima de mí y se dejó caer en la cama.
Me había pasado los últimos diez minutos manipulando el control azul, intentando evitar correrme sin perder la erección. Había oído hablar de juegos de ordenador que consistían en lo mismo. En ese momento aumenté el añil para conseguir una mayor intimidad, y cuando levanté la vista y la miré a los ojos, supe que podía ver el efecto en mí. Me acarició la mejilla con la mano.
—Eres un hombre dulce. ¿Lo sabías?
—Tengo que contarte algo.
«¿Dulce? Soy un muñeco, soy un robot, soy un monstruo.»
—¿Qué?
No podía hablar. Ella parecía divertida, y me besó.
—Sé que eres gay. Está bien. No me importa.
—No soy gay. —«¿Ya no?»—. Aunque podría haberlo sido.
Julia se encogió de hombros.
—Gay, bisexual… No me importa. De veras.
Ya no tendría que seguir manipulando mis respuestas; la prótesis estaba siendo moldeada por todo esto, y en unas semanas sería capaz de dejarla a su aire. Entonces sentiría tan naturalmente como cualquiera todas las cosas que ahora tenía que elegir.
—Cuando tenía doce años tuve cáncer —dije.
Le conté todo. Miraba su cara y veía miedo, luego duda en aumento.
—¿No me crees?
—Lo dices tan tranquilo. ¿Dieciocho años? ¿Cómo puedes decir: «Perdí dieciocho años»?
—¿Cómo quieres que lo diga? No estoy intentando que sientas lástima. Sólo quiero que lo entiendas.
Cuando llegué al día en que la conocí se me encogió el estómago de miedo, pero seguí hablando. Después de unos segundos vi lágrimas en sus ojos y me sentí como si me hubieran apuñalado.
—Lo siento. No pretendía hacerte daño. —No sabía si intentar abrazarla o marcharme justo en ese momento. Mantuve la mirada fija en ella, pero la habitación daba vueltas.
Esbozó una sonrisa.
—¿Qué es lo que lamentas tanto? Tú me elegiste. Yo te elegí. Podría haber sido distinto para nosotros. Pero no lo fue. —Metió la mano debajo de la sábana y me cogió la mano—. No lo fue.
Julia tenía los sábados libres, pero yo empezaba a trabajar a las ocho. Medio dormida me dio un beso de despedida cuando me fui a las seis; hice todo el camino a casa andando, ligero.
Seguro que sonreí como un tonto a todos los que entraron en la tienda, pero apenas los veía. Me imaginaba el futuro. No había hablado con ninguno de mis padres en nueve años, ni siquiera sabían lo del tratamiento de Durrani. Pero ahora parecía posible arreglarlo todo. Ahora podía ir y decirles: «Éste es vuestro hijo, de vuelta de entre los muertos. Me salvasteis la vida, hace muchos años».
Tenía un mensaje de Julia en el teléfono cuando llegué a casa. Me resistí a mirarlo hasta que me puse a cocinar algo en el horno; había algo perversamente placentero en el hecho de obligarme a esperar, anticipando con la imaginación su cara y su voz.
Le di a PLAY. Su cara no era en absoluto como me la había imaginado.
Las cosas se me seguían escapando y no dejaba de parar y rebobinar. Frases aisladas se me quedaban en la mente. «Demasiado raro. Demasiado enfermizo. No es culpa de nadie». En realidad no había asimilado mi explicación la noche anterior. Pero luego había tenido tiempo para pensárselo, y no estaba preparada para llevar una relación con cuatro mil hombres muertos.
Me senté en el suelo, intentando decidir qué sentir: la ola de dolor que rompía sobre mí, o algo mejor, por elección. Sabía que podía subir los controles de la prótesis y sentirme feliz: feliz porque volvía a estar «libre», feliz porque estaba mejor sin ella… feliz porque Julia estaba mejor sin mí. O simplemente feliz porque la felicidad no significaba nada y todo lo que tenía que hacer para conseguirla era inundarme el cerebro con leu-encefalina.
Me quedé ahí sentado, limpiándome las lágrimas y los mocos de la cara mientras las verduras se quemaban. El olor me hizo pensar en la cauterización, sellando una herida.
Dejé que las cosas siguieran su curso, no toqué los controles, pero el mero hecho de saber que podía hacerlo lo cambiaba todo. Y entonces me di cuenta de que incluso si fuera a Luke de Vries y le dijera: «Estoy curado, quítame el software, ya no quiero el poder de elegir»… nunca podría olvidar de dónde venía todo lo que sentía.
Mi padre se pasó por el piso el otro día. No hablamos mucho, pero todavía no se había vuelto a casar y bromeó con que saliéramos de copas juntos.
Al menos espero que fuera una broma.
Mirándolo, pensé: «Está dentro de mi cabeza, y mi madre también, y diez millones de ancestros, humanos, protohumanos, distantes más allá de lo imaginable». ¿Qué más daban cuatro mil más? Todo el mundo tenía que labrarse una vida partiendo del mismo legado: medio universal, medio particular; medio aguzado por una selección natural infatigable, medio mitigado por la libertad del azar. Yo sólo tenía que estar un poco más pendiente de los detalles.
Y podía seguir haciéndolo, avanzando por la enrevesada frontera entre la felicidad más absurda y la desesperanza más estúpida. Tal vez tuviera suerte; tal vez la mejor forma de aferrarse a esa estrecha franja era ver con claridad lo que había a cada lado.
Cuando mi padre se iba, miró desde el balcón el barrio atestado de gente, recorriéndolo con la mirada hasta el rio Parramatta, donde un sumidero para tormentas vertía en el agua un hilo visible de aceite, basura y residuos de jardinería.
—¿Estas contento con la zona? —me preguntó con recelo.
—Me gusta esto —le dije.