Sueños de transición

—No podemos decirle cómo serán sus sueños de transición. Lo único seguro es que no se acordará de ellos.

Caroline Bausch sonríe de un modo tranquilizador. Su oficina, en la planta sesenta y cuatro de la Torre Gleisner, es tan moderna que llega a hacer daño: el escritorio es una elipse de obsidiana colocada sobre tres círculos de acrílico y las paredes están decoradas con lo último en monocromo euclidiano. Sin embargo, ella no es en ningún caso el tipo de robot que encaja con una decoración tan fría y geométrica. No me cabe duda de que el contraste es deliberado y de que su cara se ha diseñado cuidadosamente para que parezca más natural y encantadora de lo que la persona más cínica se atrevería a atribuir a la astucia de sus empleadores.

¿Unos cuantos sueños que voy a olvidar? Suena bastante inocuo. Estoy a punto de olvidarme del tema, pero hay algo que no me cuadra.

—Cuando me hagan el escáner estaré cerca de los cero grados, ¿no?

—Sí. Ligeramente por debajo, de hecho. Lo llenaremos de disacáridos anticongelantes y enfriaremos todos sus fluidos hasta que no sean más que una especie de cristal azucarado. —Al oír estas palabras noto una especie de pinchazos en el cuero cabelludo, pero lo que siento no es miedo, sino curiosidad; la idea de que mi cuerpo sea una especie de escultura de hielo dulce no me asusta lo más mínimo. Una serie de elegantes figurillas de cristal decoran la estantería que está detrás del escritorio de Bausch—. Con eso no sólo detenemos todos los procesos metabólicos, también se agudiza el espectro de la RMN. Para medir con precisión la fuerza de cada sinapsis, tenemos que ser capaces, entre otras cosas, de distinguir las sutiles variaciones de los distintos tipos de receptores de los neurotransmisores. Cuanto menos ruido térmico, mejor.

—Entiendo. Pero si la hipotermia va a hacer que mi cerebro se apague… ¿por qué voy a soñar?

—Su cerebro no va a soñar. Lo que va a soñar es el modelo informático que vamos a crear. Pero como le he dicho, no se acordará de nada. Al final, el software será una copia perfecta de su cerebro orgánico, que estará en un coma profundo. Cuando se despierte del coma recordará exactamente lo que el cerebro orgánico experimentaba antes del escáner. Nada más y nada menos. Y puesto que el cerebro orgánico no experimentará los sueños de transición, el software no se acordará de ellos.

¿El software? Me había esperado una explicación simple y biológica: un efecto secundario de la anestesia o del anticongelante; las neuronas disparando al azar débiles señales conforme el frío se va apoderando de ellas.

—¿Por qué razón se programa el cerebro del robot para que tenga sueños que no va a recordar?

—No lo programamos. Al menos no de forma explícita.

Bausch esboza de nuevo su sonrisa demasiado humana, sin llegar a ocultar una mirada apreciativa, un momento empleado en decidir, tal vez, cuánto necesito que me cuenten. O puede que todo el numerito sólo esté calculado para tranquilizarme. «Mire, aunque sea un robot, puede leerme como un libro abierto.»

—¿Por qué son conscientes los robots Gleisner? —me pregunta.

—Por la misma razón que lo son los humanos.

Había estado esperando esta pregunta desde que empezó la entrevista; Bausch es tanto una asesora psicológica como una vendedora y parte de su trabajo consiste en asegurarse de que estoy a gusto con el nuevo modo de existencia que voy a comprar.

—No me pregunte qué sistemas neurales se ponen en juego… pero, sean los que sean, tienen que ser captados en el escáner y recreados en el modelo, junto con todo lo demás. Los robots Gleisner son conscientes porque procesan información, sobre el mundo y sobre sí mismos, exactamente del mismo modo que los humanos.

—¿Entonces está conforme con la idea de que un programa de ordenador que simula un cerebro humano consciente es en sí mismo igual de consciente?

—Por supuesto. No estaría aquí si no fuera así.

No estaría hablando contigo, ¿no? No veo la necesidad de darle más detalles: de confesarle que me resulta mil veces más fácil aceptar la idea desde que los superordenadores de diez toneladas situados en sótanos de Dallas y Tokio empezaron a dar paso a los robots ambulantes Gleisner, con sus procesadores compactos y sus cuerpos verosímiles. Cuando las Copias por fin se liberaron de sus realidades virtuales —por muy grandes y muy detalladas que pudieran ser— y tuvieron la opción de vivir en el mundo del mismo modo que la gente de carne y hueso, dejé de pensar, finalmente, que ser escaneado sería como ser enterrado vivo.

—¿Entonces acepta que para generar experiencia lo único que hace falta es realizar una serie de cálculos en unas estructuras de datos que codifiquen la misma información que la estructura del cerebro? —dice Bausch.

Tanta jerga me sobra, y no entiendo por qué insiste tanto sobre la cuestión.

—Claro que lo acepto —le digo de todos modos en un tono insulso.

—¡Entonces piense en lo que conlleva! Porque todo el proceso de creación del software final que ejecuta un robot Gleisner (la Copia perfecta de la persona inconsciente que fue escaneada) es una larga secuencia de cálculos que tienen lugar en estructuras de datos que representan el cerebro humano.

Asimilo esto en silencio.

—No es nuestra intención provocar los sueños de transición —continúa Bausch—, pero probablemente son inevitables. Las Copias tienen que hacerse de alguna manera: no pueden surgir de la nada completamente formadas. El escáner tiene que explorar el cerebro orgánico, medir los espectros de RMN de miles de millones de secciones transversales distintas, y luego procesar esas mediciones para crear un mapa anatómico y biomecánico de alta resolución. En otras palabras: realizar varios billones de cálculos en un dilatado conjunto de datos que representa el cerebro. Después ese mapa se utilizará para construir el modelo numérico operativo, la Copia en sí. Más cálculos.

Creo que llego a entender lo que dice, pero una parte de mi se niega de plano a aceptar la idea de que generando sencillamente una imagen del cerebro con la suficiente resolución se pueda provocar que la imagen sueñe por sí misma.

—Pero ninguno de esos cálculos se propone imitar los procesos del cerebro, ¿no? —le digo—. Lo que se busca es facilitar la tarea a un programa que será consciente, cuando finalmente esté listo y funcionando.

—Así es. Y una vez que el programa esté listo y funcionando, ¿qué hará para ser consciente? Generará una secuencia de cambios en una representación digital del cerebro; cambios que imitan la actividad neural normal. Pero, para empezar, crear esa representación también implica una secuencia de cambios. No se puede ir de una memoria de ordenador en blanco a una simulación detallada de un cerebro humano determinado sin pasar por unos cuantos billones de estados intermedios que en su mayoría representarán (en parte o en todo, de una u otra forma) estados posibles de ese mismo cerebro.

—¿Pero por qué la reorganización de los datos, por motivos completamente distintos, lleva implícita una actividad mental?

Bausch se muestra firme.

—Los motivos no tienen nada que ver. Los recuerdos de un cerebro vivo reorganizándose bastan para generar sueños comunes. Y para generar actividad mental basta con hurgar en los lóbulos temporales con un electrodo. Lo sé: lo que hace el cerebro es tan complejo que resulta raro pensar que se pueda llegar al mismo resultado de manera fortuita. Pero toda la complejidad del cerebro está codificada en su estructura. Cuando se manipula esa estructura, se manipula la materia de la que está hecha la consciencia. Nos guste o no.

Eso tiene cierto sentido. Casi todo lo que le pasa al cerebro se siente de alguna manera; no hace falta que sea el proceso ordenado de los pensamientos en estado de vigilia. Si los efectos azarosos provocados por las drogas o por la enfermedad pueden dar lugar a acontecimientos mentales indiscutibles (un sueño febril, un episodio esquizofrénico, un viaje de LSD), ¿por qué no lo iba a hacer la complicada génesis de una Copia? Cada mapa de RMN incompleto, cada versión inacabada del software de simulación, no tiene forma de saber que se supone que todavía no puede ser consciente de sí misma.

Aun así…

—¿Cómo pueden estar seguros de nada de esto? ¿Si nadie se acuerda de los sueños?

—Las matemáticas de la consciencia están prácticamente en pañales, pero todo lo que sabemos sugiere firmemente que el acto de construir una Copia tiene contenido subjetivo, aunque no quede ni rastro de la experiencia.

Sigo sin estar del todo convencido, pero supongo que tendré que fiarme de ella. La Corporación Gleisner no tiene motivos para inventarse efectos secundarios que no existen, y estoy gratamente impresionado por el hecho de que se tomen la molestia de prevenir a sus clientes acerca de los sueños de transición. Hasta donde sé, las empresas más antiguas (las clínicas de escaneado fundadas en los tiempos en que las Copias no tenían cuerpos físicos) ni siquiera llegaron a mencionarlos.

Deberíamos pasar a otra cosa, hay otras cuestiones que discutir, pero me cuesta trabajo apartar mis pensamientos de esta inquietante revelación.

—Si saben lo bastante para estar seguros de que siempre va a haber sueños de transición, ¿no pueden estirar las matemáticas un poco más y decirme en qué consistirán mis sueños?

—¿Cómo podríamos hacerlo? —me pregunta Bausch en tono inocente.

—No sé. Examinando mi cerebro y ejecutando una especie de simulación del proceso de Copia… —Me quedo a mitad de frase—. Ah… Pero, ¿cómo se puede simular un cálculo sin hacerlo?

—Exactamente. No tiene sentido hacer tal distinción. Cualquier programa capaz de predecir de manera fiable el contenido de los sueños acabaría experimentándolos por sí mismo, con la misma intensidad que el «usted» del proceso de transición. ¿Así que para qué molestarse? Si los sueños resultaran desagradables sería demasiado tarde para ahorrarle el trauma.

¿Trauma? Empezaba a arrepentirme de no haberme conformado con una sonrisa tranquilizadora y la promesa de una anestesia perfecta. «Unos cuantos sueños que voy a olvidar».

Sin embargo, ahora que entiendo (vagamente) las causas del fenómeno, me cuesta muchísimo más aceptarlo como inevitable. Los espasmos neurales al borde de la hipotermia puede que sean inevitables, pero en teoría se puede tener un control absoluto de todo lo que acontece dentro de un ordenador.

—¿No podrían monitorizar los sueños en tiempo real, e intervenir si fuera necesario?

—Me temo que no.

—Pero…

—Piénselo. Sería como una predicción, sólo que peor. Monitorizar los sueños implicaría hacer aún más copias de las estructuras de datos que componen el cerebro, lo que a su vez generaría más sueños. Así que aunque pudiésemos hacernos cargo de los sueños originales, descifrarlos y controlarlos, el software, centrado en esa tarea, necesitaría a su vez de otro software que lo observara, para ver los efectos secundarios de sus cálculos. Y así sucesivamente. No tendría fin.

—Piénselo. Sería como una predicción, sólo que peor. Monitorizar los sueños implicaría hacer aún más copias de las estructuras de datos que componen el cerebro, lo que a su vez generaría más sueños. Así que aunque pudiésemos hacernos cargo de los sueños originales, descifrarlos y controlarlos, el software, centrado en esa tarea, necesitaría a su vez de otro software que lo observara, para ver los efectos secundarios de sus cálculos. Y así sucesivamente. No tendría fin.

»Tal y como está diseñado, la Copia se construye mediante el proceso más corto posible, por la vía más directa. Lo último que habría que hacer sería añadir más capacidad de cálculo, más algoritmos complejos… más y más sistemas que reverberen la aritmética de la experiencia.

Me muevo inquieto en la silla, intentando deshacerme de una creciente sensación de angustia. Cuanto más pregunto, más surrealista se vuelve todo, pero por lo visto no puedo tener la boca cerrada.

—Si no pueden decirme el contenido de los sueños ni los pueden controlar, ¿no pueden al menos decirme cuánto van a durar? ¿Subjetivamente?

—No sin ejecutar un programa que también soñará los sueños —dice Bausch como disculpándose, pero tengo la sensación de que ve algo elegante, incluso pertinente, en todo este asunto—. Es la naturaleza de las matemáticas: no hay atajos. No hay respuestas para preguntas hipotéticas. No podemos afirmar taxativamente lo que va a experimentar un sistema consciente concreto… sin crear ese mismo sistema consciente al intentar dar respuesta a la pregunta.

Esbozo una tímida sonrisa. Imágenes del cerebro que sueñan. Predicciones de sueños que sueñan. Sueños que infectan a cualquier máquina que intente darles forma. Pensaba que ahora que se podía elegir ser una Copia que vive enteramente en el mundo físico, toda esa sofocante metafísica de la existencia virtual habría desaparecido. Esperaba poder pasar de mi cuerpo al cuerpo del robot Gleisner en un abrir y cerrar de ojos…

Que es justo lo que voy a recordar cuando todo haya pasado. Después de cruzar el espacio que separa al hombre de la máquina, éste desaparecerá detrás de mí sin dejar rastro.

—¿Entonces los sueños son incognoscibles? ¿E inevitables? —le digo—. ¿Eso roza la certeza matemática?

—Sí.

—¿Pero también es cierto que no los voy a recordar?

—Sí.

—¿Usted no recuerda nada sobre los suyos? ¿Ni un solo matiz? ¿Ni una sola imagen?

Bausch sonríe con tolerancia.

—Por supuesto que no. Me desperté de un coma simulado. Lo último que recuerdo es que me anestesiaron antes del escáner. No hay ningún vestigio enterrado, ningún recuerdo oculto. Ninguna cicatriz invisible. No puede haberlos. En algún sentido, nunca llegué a tener los sueños de transición.

Finalmente atisbo una salida para mi frustración.

—Entonces, ¿por qué prevenirme? ¿Por qué hablarme de una experiencia que seguro voy a olvidar? ¿Una experiencia que con toda certeza no habré tenido? ¿No cree que habría sido más considerado por su parte no decirme nada?

Bausch titubea. Por primera vez parece que la he puesto en un brete y es una puesta en escena muy convincente. Pero ya le habrán preguntado lo mismo miles de veces.

—Cuando sueñe los sueños de transición, saber por lo que está pasando y por qué puede cambiarlo todo. Saber que no es real. Saber que no va a durar.

—Tal vez. —Pero no es tan sencillo, y ella lo sabe—. Cuando mi nueva mente esté siendo reconstruida, ¿tiene idea de en qué momento este dato pasará a formar parte de ella? ¿Puede prometerme que voy a acordarme de estos hechos tan reconfortantes cuando los necesite? ¿Puede garantizarme que algo de lo que me ha contado tendrá el más mínimo sentido?

—No. Pero…

—Entonces, ¿para qué?

—¿Cree que si no le hubiésemos dicho nada habría podido soñar por casualidad la verdad?

En la calle, a la luz del sol invernal, intento dejar atrás mis dudas. El confeti de las celebraciones de anoche aún cubre George Street: después de seis años de derramamiento de sangre (bombardeos y asedios, plagas y hambrunas), parece que la guerra civil china ha terminado. El simple hecho de mirar las serpentinas hechas jirones y de repetirme a mí mismo la magnífica noticia hace que me sienta eufórico.

Me abrazo a mí mismo para entrar en calor y me encamino hacia la estación del Ayuntamiento. Sydney está sufriendo su mes de junio más frío en años, los cielos despejados dan pie a noches bajo cero, y las heladas duran hasta bien entrada la mañana. Imagino que soy un robot Gleisner que avanza a grandes zancadas por el mismo camino, pero que elige no sentir el viento cortante. Es una perspectiva alentadora. Cuando sea plena y armoniosamente artificial, ya no tendré que preocuparme por cosas tan molestas como la hinchazón que rodea las articulaciones artificiales de la rodilla y de la cadera. No me preocuparé de la gripe, ni de la neumonía, ni de la última ola de difteria resistente a los fármacos que asuela el globo.

Me cuesta creer que por fin he firmado los contratos y he puesto la maquinaria en marcha, después de tantos años de poner excusas y aplazarlo. Una serie de lances me sacaron de mi autocomplacencia: una bronquitis, una infección en el riñón, un melanoma en la planta del pie derecho. Las inyecciones de citoquina ya no activan mi sistema inmunológico como hace veinte años. Cumplo ciento siete en agosto. El número me parece surrealista. Pero claro, también me parecieron surrealistas los veintisiete, los cuarenta y tres, los sesenta y uno.

En el tren, le doy más vueltas a mis reparos con la esperanza de librarme de ellos. Es imposible evitar los sueños de transición, es imposible predecirlos o controlarlos… exactamente igual que pasa con los sueños normales. Tendrán un origen radicalmente distinto, pero no hay razón para creer que un método distinto para invocar el contenido embarullado de mi cerebro tenga que dar lugar a una experiencia más inquietante que nada por lo que ya haya pasado. ¿Qué horrores pienso que se ocultan en mi cráneo, a la espera de liberarse en el flujo de datos que va del humano comatoso a la máquina comatosa? A veces he tenido pesadillas (y algunas fueron especialmente angustiosas, en el momento en que estaba teniéndolas), pero, incluso de niño, nunca me dio miedo dormir. ¿Por qué tendría que temer la transición entonces?

Cuando llego al final de la cuesta que sube desde la estación de Meadowbank, veo que Alice está en el jardín recogiendo judías verdes. Se incorpora y me saluda con la mano. Nunca acabo de creerme lo grande que es nuestro huerto, estando tan cerca de la ciudad. Nos besamos y entramos juntos en la casa.

—¿Tienes cita para el escáner?

—Sí. El diez de julio. —Debería sonar natural, dicho así; de todas las operaciones a las que me he sometido en los últimos diez años, está será la más segura. Me pongo a hacer café; necesito algo para entrar en calor. La luz del sol ilumina la cocina, pero hace más frío dentro que fuera.

—¿Y contestaron a todas tus preguntas? ¿Ya estás conforme?

—Supongo que sí.

No tiene sentido que me lo guarde para mí. Le cuento lo de los sueños de transición.

—Me encantan esos primeros segundos justo después de despertar de un sueño —dice ella—. Cuando todo sigue fresco en tu cabeza pero finalmente puedes ponerlo en su contexto. Cuando sabes exactamente por lo que acabas de pasar.

—¿Te refieres al alivio que se siente al descubrir que nada era real? ¿Que en realidad no te has cargado a cien personas en un centro comercial? ¿En cueros? ¿Que después de todo la policía no te pisa los talones? Aunque también funciona al revés: hermosas ilusiones que se convierten en polvo.

—Nada que se convierta en polvo con tanta facilidad puede ser una gran pérdida —dice ella resoplando.

Sirvo café para los dos. Alice reflexiona en voz alta:

—Los sueños de transición deben de tener unos finales extraños. No se sabe nada de ellos antes de que empiecen, ni tampoco una vez que han acabado. —Remueve su café, y yo observo cómo el líquido rebosa por el borde de la taza—. ¿Cómo pasará el tiempo en uno de esos sueños? No puede avanzar en línea recta, desde el principio hasta el final, ¿verdad que no? A medida que los ordenadores vayan reconstruyendo cada detalle del cerebro comatoso, habrá cada vez menos espacio para los datos espurios. Sin embargo, al principio no habrá ningún dato. Será en algún punto intermedio cuando haya más hueco para los «recuerdos» del sueño. Así que tal vez el tiempo discurra desde el principio y desde el final, y dará la impresión de que el sueño se acaba en el medio. ¿Qué te parece?

Niego con la cabeza.

—Ni siquiera puedo imaginármelo.

—Puede que haya dos sueños distintos. Uno que vaya hacia delante y otro que vaya hacia atrás. —Frunce el ceño—. Pero si se encuentran en el medio, ambos tendrían que terminar igual. ¿Cómo pueden acabar exactamente igual dos sueños distintos, llegando incluso a compartir los recuerdos de todo lo que ha pasado antes? Y luego está el escáner que construye el mapa del cerebro… y la segunda fase, transformar ese mapa en la Copia. Dos ciclos. ¿Dos sueños? ¿O cuatro? ¿O crees que se mezclarán todos juntos?

—En realidad no me importa —digo de mal humor—. Voy a despertarme dentro de un robot Gleisner, y todo será puramente teórico. No habré tenido ningún sueño en absoluto.

Alice no parece convencida.

—Estás hablando de pensamientos y sensaciones. Tan reales como cualquier otra cosa que pueda sentir la Copia. ¿Cómo puede ser eso puramente teórico?

—Estoy hablando de montones de aritmética. Y cuando se suma todo lo que va a hacerme, al final todo se neutraliza. De humano comatoso a máquina comatosa.

—De las cenizas a las cenizas, del polvo al polvo.

A veces las palabras simplemente le salen de la boca: fragmentos de refranes, letras de viejas canciones; es algo que no controla. Pero el vello de los brazos se me pone de punta. Miro mis dedos atrofiados, mis esqueléticas muñecas. Éste no soy yo. Envejecer parece un error, un rodeo, una desdicha. Cuando tenía veinte años era inmortal, ¿no? Todavía estoy a tiempo de ponerme en el buen camino.

—Lo siento —murmura Alice.

Alzo los ojos y me quedo mirándola.

—Vamos, no nos pongamos dramáticos. Es hora de que me convierta en una máquina. Y todo lo que tengo que hacer es cerrar los ojos y dar el salto. Y en unos años te tocará a ti. Podemos hacerlo. Nada nos lo impide. Es la cosa más fácil del mundo.

Alargo el brazo por encima de la mesa y le cojo la mano. Al tocarla me doy cuenta de que estoy temblando de frío.

—Venga, venga —dice ella.

No puedo dormir. ¿Dos sueños? ¿Cuatro sueños? ¿Que se encuentran en el medio? ¿Que se funden en uno solo? ¿Cómo voy a saber que se han acabado? El robot Gleisner saldrá del coma y seguirá con su vida alegremente. Pero si no tengo la oportunidad de echar la vista atrás para ver los sueños de transición y reconocerlos como lo que son, ¿cómo voy a poder ubicarlos?

Fijo la vista en el techo. Esto es una locura. Debo de haber tenido miles de sueños que no he podido recordar al despertarme; sueños olvidados, para siempre, con tanta certeza como si mi amnesia estuviera controlada por un ordenador y garantizada. ¿Qué importa que le tuviera pánico a una aparición ridicula, o que creyese que había cometido un crimen atroz, y que ya no vaya a tener la oportunidad de reírme de esas visiones?

Salgo de la cama y, una vez de pie, no me queda más remedio que vestirme del todo para no congelarme. La luz de la luna inunda el cuarto, por lo que no tengo problemas para ver lo que hago. Alice se da la vuelta en sueños y suspira. Observándola, me siento colmado de ternura. Por lo menos voy a ser el primero. Por lo menos podré asegurarle que no hay nada que temer.

En la cocina, me doy cuenta de que no tengo ni hambre ni sed. Voy de un lado para otro para no enfriarme.

¿De qué tengo miedo? Los sueños no son un obstáculo que tengo que superar, no son un examen que puedo suspender, ni un calvario del que tal vez no salga. Todo el proceso de transición estará predeterminado y me llevará de forma segura a mi nueva encarnación. Aunque sueñe con alguna complicada metáfora de mi «arduo» periplo de humano a máquina —que camino descalzo por una llanura infinita de brasas ardientes, que avanzo a duras penas por una tempestad hacia la cima de una montaña infranqueable—, aunque fracase en el intento, el ordenador perseverará, el robot Gleisner se despertará como si tal cosa.

Necesito salir de la casa. Salgo sin hacer ruido y me dirijo hacia el supermercado veinticuatro horas que está enfrente de la estación de tren.

Las estrellas tienen una nitidez despiadada; no corre ni una pizca de aire. Si tengo más frío que durante el día, estoy demasiado entumecido para darme cuenta. No hay nada de tráfico, no se ven luces encendidas en ninguna casa. Deben de ser casi las tres; no había estado en la calle tan tarde desde hace… décadas. Aunque reconozco perfectamente los tonos grises del césped suburbano a la luz de la luna. Cuando tenía diecisiete años, parecía que me pasaba media vida hablando con mis amigos hasta el amanecer, y luego me arrastraba de vuelta a casa por calles vacías idénticas a éstas.

El resplandor blanco azulado de los escaparates del supermercado contrasta con los tonos más cálidos de los anuncios colocados en su interior. Entro en el súper y recorro los pasillos desiertos. Nada me llama la atención, pero siento una absurda sensación de culpa por irme con las manos vacías, así que cojo un cartón de leche.

Un hombre de mediana edad que está ajustando uno de los hologramas publicitarios me saluda con la cabeza cuando salgo con mi compra. Los campos magnéticos de la salida captan y toman nota de la transacción.

—Buena noticia lo de la guerra —dice el hombre.

—¡Sí! ¡Es genial!

Hago ademán de darme la vuelta para irme. Él parece decepcionado.

—No te acuerdas de mí, ¿verdad?

Me paro y lo miro más detenidamente. Se está quedando calvo, tiene los ojos marrones, un rostro amable.

—Lo siento.

—Yo era el dueño de esta tienda cuando eras un crio. Me acuerdo de que venías a comprar cosas para tu madre. Lo vendí todo y me fui de la ciudad, hace ochenta y cinco años, pero ahora he vuelto y he comprado el viejo súper otra vez.

Asiento y sonrío, aunque sigo sin reconocerlo.

—Pasé un tiempo en una ciudad virtual —dice—. Había una torre que llegaba hasta la luna. Subí a la luna por una escalera.

Me imagino una escalera cristalina que sube en espiral por la negrura del espacio.

—Pero ha salido. Está de vuelta en el mundo.

—Siempre quise volver a llevar la vieja tienda.

Creo que ahora me acuerdo de su cara, pero su nombre sigue sin venirme a la cabeza, si es que llegué a saberlo.

No puedo evitar preguntarle:

—Antes de que lo escanearan, ¿le hablaron de algo llamado sueños de transición?

Sonríe, como si acabara de nombrar a un amigo común.

—No. No en ese momento. Pero más tarde sí oí hablar de ellos. Sabes, las Copias solían pasarse de una máquina a otra. Dependiendo de si la demanda de capacidad de cálculo subía o bajaba, y de si los tipos de cambio oscilaban, el software de gestión nos segmentaba y nos distribuía. De Japón a California, de Texas a Suiza. Nos dividía en miles de millones de paquetes de datos y nos transmitía por la red por miles de rutas distintas, y luego volvía a juntarnos. Algunos días hasta diez veces.

Se me pone la carne de gallina.

—Y… ¿pasaba lo mismo? ¿Sueños de transición?

—Eso he oído. Nosotros ni siquiera nos dábamos cuenta de que nos habían paseado por todo el planeta; para nosotros era como si no hubiera pasado el tiempo. Pero oí rumores que decían que los matemáticos habían demostrado la presencia de sueños en los datos de cada fase. En la Copia que se abandonaba, mientras la borraban. En la Copia que se reconstruía en el nuevo destino. Esas Copias no tenían forma de saber que eran sólo los pasos intermedios de un proceso que consistía en mover una imagen congelada de un sitio a otro. Y se suponía que los cambios que se hacían en sus cerebros digitalizados no significaban nada en absoluto.

—Entonces, ¿hicieron algo para evitarlo después de descubrirlo?

—No. —Se ríe entre dientes—. No habría tenido sentido. Porque incluso estando en un mismo ordenador, las Copias se movían todo el rato: se trasladaban, se cambiaban de una ubicación a otra para permitir que la memoria se pudiera reutilizar y consolidar. Cientos de veces por segundo.

Se me hiela la sangre. No me extraña que las empresas antiguas nunca sacaran el tema de los sueños de transición. Fui más listo de lo que pensaba al esperarme a que llegaran los robots Gleisner. Contentarse con pasear una Copia en una memoria no era ni de lejos comparable a trazar el mapa de todas las sinapsis de un cerebro humano —los sueños que se generaran serian más cortos y más simples—, pero saber que mi vida iba a estar salpicada de pequeños rodeos mentales, de vórtices de consciencia a cada paso, habría seguido siendo demasiado duro para mí.

Me voy a casa sujetando torpemente el cartón de leche con mis dedos fríos y artríticos.

Al llegar al final de la cuesta veo que la luz de la entrada está encendida, aunque estoy seguro de que dejé la casa a oscuras. Alice debe de haberse despertado y habrá visto que no estoy. Me inquieta mi falta de consideración; no debería haber salido o al menos tendría que haberle dejado una nota. Acelero el paso.

A cincuenta metros de la casa siento un ligero pinchazo en el pecho. Como un tonto miro hacia abajo para ver si me he dado con alguna rama saliente; no hay nada, pero el dolor vuelve (ahora es continuo, como si una flecha me atravesara la carne) y caigo de rodillas.

La pulsera de mi muñeca izquierda emite un ligero pitido para indicarme que está pidiendo auxilio. Pero estoy tan cerca de la puerta de mi propia casa que no puedo reprimir las ganas de levantarme y ver si puedo llegar hasta ella.

Al segundo paso desfallezco y me vuelvo a caer. Aplasto el cartón de leche con el pecho y el líquido frío se vierte helándome los dedos. Puedo oír la ambulancia a lo lejos. Sé que debería relajarme y quedarme quieto, pero algo me obliga a moverme.

Me arrastro hacia la luz.

El celador que empuja mi camilla tiene pinta de querer estar en cualquier parte de la Tierra menos aquí. No digo nada, pero coincido con él. Echo la cabeza hacia atrás para librarme del gesto inalterable de su cara, pero la visión del techo moviéndose por encima de mí es todavía más desconcertante. Los paneles luminosos del pasillo son todos exactamente iguales y están colocados exactamente a la misma distancia, lo que da la sensación de que nos movemos en círculos.

—¿Dónde está Alice, mi mujer? —pregunto.

—Ahora no hay visitas. Más tarde habrá tiempo para eso.

—Tengo pagado un escáner. Con la gente de Gleisner. Si corro algún peligro, tendrían que saberlo.

Aunque todo eso está codificado en mi pulsera; los ordenadores lo habrán leído, no hay nada de lo que preocuparse. La perspectiva de tener que afrontar la transición en cuestión de horas o minutos me llena de un pavor claustrofóbico, pero mejor eso que haberlo arreglado todo demasiado tarde.

—Creo que en eso se equivoca —dice el celador.

—¿Qué?

Me muevo con esfuerzo para poder verle la cara otra vez. Sonríe con rencor, como un portero de discoteca que acaba de ver a alguien con el tipo de calzado equivocado.

—He dicho que creo que se equivoca. En nuestros archivos no aparece ningún pago para un escáner.

Me indigno tanto que me pongo a sudar.

—¡He firmado los contratos hoy mismo!

—Sí, sí.

Se mete una mano en un bolsillo y saca un puñado de vendas de algodón grandes, que procede a introducirme en la boca. Tengo los brazos sujetos a los laterales con correas; lo único que puedo hacer es emitir gruñidos de protesta y ahogarme con el algodón impregnado de saliva.

Alguien se coloca delante de la camilla y nos acompaña, va susurrando algo en latín.

—No se preocupe —dice el celador—. El nivel superior es sólo la punta del iceberg. La cresta de la ola. ¿Cuántos de nosotros pueden formar parte de una élite como ésa?

Toso y me atraganto intentando respirar, estoy temblando de miedo. Entonces me calmo y me obligo a respirar por la nariz, despacio y con regularidad.

—¡La punta del iceberg! ¿Cree que el cerebro orgánico se desplaza por arte de magia? ¿De un lugar a otro? ¿De un momento al siguiente? ¿Piensa que un pedazo vacío de espacio-tiempo puede reconstruirse para formar algo tan complejo como un cerebro humano sin que haya sueños de transición? Mover datos es igual de complicado para el mundo físico que para cualquier ordenador. ¿Sabe cuánto trabajo le cuesta que un átomo se mantenga exactamente en el mismo sitio? ¿Cree que podría haber un yo consciente, un yo coherente que perdurara en el tiempo, sin que hubiera miles de millones de mentes fragmentarias que se forman y mueren a su alrededor? ¿Sueños de transición que brotan y se desvanecen para siempre? El aire está lleno de ellos. ¡Mire!

Giro la cabeza y miro fijamente al suelo. En torno a la camilla veo enrevesados vórtices de luz, láminas irisadas como los pliegues del cerebro que fluyen, ondulan y proyectan versiones más pequeñas de sí mismas.

—¿Qué se pensaba? ¿Que era Don Importante? ¿La excepción? ¿El número uno?

Me invade otro espasmo de pánico y de asco. Me atraganto con mi propia saliva, tiemblo de miedo y de frío. La persona que camina delante de la camilla me pone una mano gélida en la frente; me la quito de encima bruscamente.

Me debato buscando un asidero. Así que éste es mi sueño de transición. Está bien. Debería estar agradecido: al menos entiendo lo que está pasando. Después de todo, la advertencia de Bausch ha servido para algo. Y no corro ningún peligro. El robot Gleisner se va a despertar de todos modos. En un momento habré olvidado esta pesadilla y podré seguir con mi vida como si nada hubiese pasado. Invulnerable. Inmortal.

Seguir con mi vida. ¿Con Alice, en la casa con el huerto gigante? El sudor se me mete en los ojos; pestañeo para quitármelo. El huerto estaba en la casa de mis padres. En la parte de atrás, no en la de delante. Y esa casa se demolió hace tiempo.

Lo mismo que el supermercado que estaba enfrente de la estación de tren.

¿Dónde vivía yo entonces?

¿A qué me dedicaba?

¿Con quién estaba casado?

—La presunta Alice le daba clase en la escuela primaria —dice alegremente el celador—. La señorita No Sé Cuántos. Enamorado de la maestra, ¿quién lo hubiera dicho?

¿Pero es que nada de esto tiene sentido? ¿La entrevista con Bausch…?

—Ja ja. ¿Cree que nuestros amigos de Gleisner son tan tontos como para contarle todo eso así por las buenas? Cuénteme otro, ande.

¿Entonces cómo podía saber lo de los sueños de transición?

—Lo habrá deducido usted solito. Por sí mismo. Felicidades.

La mano gélida vuelve a tocarme la frente. El cántico empieza a sonar más alto. Muerto de miedo, cierro los ojos con todas mis fuerzas.

—Pero claro —dice el celador pensativo—, podría estar equivocado en lo de esa maestra. Usted podría estar equivocado en lo de la casa. Es posible que ni siquiera exista una Corporación Gleisner. ¿Copias informáticas de cerebros humanos? A mí me suena un poco raro.

Unas manos fuertes me agarran de los brazos y las piernas, me levantan de la camilla y me dan vueltas. Cuando todo se para y vuelvo a ver claro, me encuentro tumbado de espaldas, los ojos clavados en un pequeño y distante rectángulo de cielo azul claro.

Puedo ver cómo «Alice» se inclina y tira un puñado de tierra. Daría lo que fuera por consolarla, pero no puedo moverme ni hablar. ¿Cómo podría importarme tanto si no la quisiera, si nunca fue real? Otros miembros del cortejo fúnebre arrojan más tierra. La tierra no parece tocarme, pero el cielo desaparece poco a poco.

¿Quién soy? ¿Qué sé de cierto sobre el hombre que se despertará dentro del robot? Hago un esfuerzo por encontrar un solo hecho verídico sobre él, pero al analizarlo todo se vuelve confuso, todo son dudas.

Alguien salmodia:

—De las cenizas a las cenizas, del coma al coma.

Espero en la oscuridad; nunca he tenido tanto frío.

Luz y movimiento palpitan a mi alrededor. Los vórtices irisados, los remolinos de los sueños de transición, serpentean por el suelo como gusanos luminosos; como si partes de mi cerebro en descomposición confundieran su propia destrucción con la química del pensamiento, como si reinterpretaran su desintegración desde dentro, sin que las distraigan ni los sentidos, ni la memoria, ni la verdad.

Enredándose en la tela de sus propias ilusiones y confundiendo la muerte con algo completamente distinto.