Fuego plateado

Cuando recibí la llamada de John Brecht desde Maryland estaba en casa, en el despacho, corrigiendo trabajos de la asignatura de Epidemiología. Era una llamada en tiempo real, no un mensaje educado con el que lidiar cuando me conviniese. Me había acostumbrado a pensar en el coronel Brecht como «mi antiguo jefe». Por lo visto, me había apresurado al hacerlo.

—Hemos encontrado una pequeña anomalía del tipo fuego plateado que creo que puede interesarte, Claire. Una pequeña señal en la transformada de autocorrelación que no desaparece. Y viendo que estás de vacaciones…

—Mis alumnos están de vacaciones. Yo tengo que seguir trabajando.

—Creo que la universidad de Columbia puede encontrar a alguien que se haga cargo de esas minucias por una o dos semanas.

Me quedé mirándole en silencio un rato, sopesando si decirle que buscase a otra persona que se hiciera cargo de sus propias minucias.

—¿De qué estamos hablando exactamente?

—Un rastro débil —dijo con una sonrisa—. Rozando lo que podría ser algo digno de consideración. Tu especialidad.

Un mapa apareció en la pantalla. Su rostro se minimizó hasta ocupar una pequeña parte de ella.

—Parece que nace en Carolina del Norte, como por Greensboro, y se dirige hacia el oeste.

El mapa estaba salpicado de puntos que indicaban las ubicaciones de los casos de fuego plateado más recientes. El código de colores hacía referencia al tiempo transcurrido desde un «dia de infección» ideal, y los puntos estaban posicionados dondequiera que el paciente se hubiese encontrado en ese momento. Sabiendo lo que tenía que buscar, podía distinguir una vaga progresión espectral que cortaba las florescencias esparcidas de los brotes localizados: una especie de rastro como un arco iris borroso que iba del rojo al violeta y se disolvía en una nube de incertidumbre justo al oeste de Knoxville, Tennessee. Aun así… Si entrecerraba los ojos, podía discernir otra estructura, casi tan convincente, que bajaba desde Kentucky y formaba un arco increíblemente perfecto. Unos minutos más y acabaría viendo el rostro oculto de Groucho Marx. El cerebro humano es demasiado bueno a la hora de buscar patrones; sin rigurosas herramientas estadísticas estamos desvalidos, como animistas que creen ver significado en cualquier corriente de aire con la que se topan.

—¿Qué pinta tienen los números? —dije.

—El valor P está al límite —confesó Brecht—. Pero aun así creo que merece la pena echarle un vistazo.

La parte visible de este rastro hipotético abarcaba al menos diez días. La media decía que tres días después de verse expuesta al virus una persona estaría muerta o en cuidados intensivos, no conduciendo alegremente por el campo. En general, los mapas que representan las rutas de infección precisas se parecen a paseos aleatorios con claras sendas de unos cinco o diez kilómetros de largo; incluso viajando por aire, en el peor de los casos, la tendencia es a generar un montón de focos pequeños dispersos. Si habíamos dado con alguien que estaba infectado pero no presentaba los síntomas, era algo que merecía la pena comprobar.

—Desde ahora mismo tienes acceso directo a la base de datos de notificaciones —dijo Brecht—. Te ofrecería nuestro análisis provisional, pero estoy seguro de que tú misma puedes hacerlo mejor con los datos en bruto.

—No te quepa duda.

—Bien. Entonces puedes salir mañana.

Me desperté antes del amanecer e hice el equipaje en diez minutos mientras Alex me maldecía en sueños. Entonces me di cuenta de que me sobraban tres horas y no tenía absolutamente nada que hacer, así que me arrastré de vuelta a la cama. Cuando me desperté por segunda vez, Alex y Laura ya se habían levantado y estaban desayunando.

Sin embargo, cuando me senté enfrente de Laura me pregunté si no estaba soñando: uno de esos sueños insidiosamente tranquilizadores del tipo «no hace falta que te despiertes porque ya estás despierto». Los brazos y la cara de mi hija adolescente estaban cubiertos de símbolos alquímicos y zodiacales en tonos rojo, verde y azul iridiscente. Parecía un personaje de una de esas espantosas películas que equiparan la RV con la psicodelia, y que hubiese sido atacado por el software de efectos especiales.

Me devolvió la mirada desafiante, como dando por hecho que había expresado mi desaprobación. Lo cierto era que todavía no me había dado tiempo a sentir ninguna emoción tan prosaica y, para cuando lo hice, mantuve la boca completamente cerrada. Conociendo a Laura, seguro que no eran falsos y no saldrían con un simple lavado, pero no eran nada que unos parches transdérmicos de enzimas no pudieran borrar con la misma precisión que los que la habían pintado. Por mi bien, no dije ni mu: nada de psicología inversa barata («Oh, ¿no son preciosos?»), ni quejas (sinceras) sobre el asedio al que me vería sometida por parte de su director si no desaparecían antes de que empezara el trimestre.

—¿Sabías que Isaac Newton dedicó más tiempo a la alquimia que a la teoría de la gravedad? —dijo Laura.

—Sí. ¿Sabías que también murió virgen? Los modelos que imitamos son geniales, ¿no crees?

A modo de advertencia, Alex me lanzó una mirada de soslayo, pero no dijo nada. Laura continuó.

—Hay toda una historia secreta de la ciencia que se ha censurado en la versión oficial. Un conocimiento oculto que está saliendo a la luz ahora que todo el mundo tiene acceso a las fuentes originales.

Era difícil saber cómo responder a eso con sinceridad y sin renegar. Sin alterarme dije:

—Tú misma te darás cuenta de que casi todas esas historias ya habían salido a la luz antes. Sólo que resultó que tenían un interés limitado. Pero sí, es fascinante ver algunos de los callejones sin salida en los que se ha metido la gente.

Laura me sonrió con desprecio.

—¡Callejones sin salida!

Terminó de recoger las migas de tostada que le quedaban en el plato, se levantó y salió de la habitación como un resorte, como si acabara de ganar algún tipo de batalla.

—¿Me he perdido algo? —dije en tono lastimero—. ¿Cuándo ha empezado todo esto?

Alex ni se inmutó.

—Creo que es sobre todo la música. O más bien tres chavales de diecisiete años con una piel artificialmente inmaculada y enormes lentillas marrones. Se hacen llamar Los Alquimistas…

—Sí, conozco el grupo, pero la Nueva Hermética es algo más que música pop para adolescentes, es una secta de las grandes…

—¡Hala, venga! —se rió—. ¿No estuvo tu hermana enamoriscada del cantante de un grupo de heavy metal medio satánico? Que yo recuerde, no acabó clavando gatos negros a crucifijos invertidos.

—Nunca estuvo enamoriscada. Sólo quería descubrir su secreto para tener un pelo tan guay.

—Laura está bien —dijo Alex con firmeza—. Relájate y verás cómo se le pasa. A no ser que quieras comprarle un ejemplar de El péndulo de Foucault

—Lo más seguro es que no pillara la ironía.

Me dio un codazo en el brazo; la violencia era de broma, pero el enfado era de verdad.

—Eso no es justo. Masticará y escupirá la Nueva Hermética en… seis meses como mucho. ¿Cuánto le duró la cienciología? ¿Una semana?

—La cienciología es un simple y vulgar galimatías. La Nueva Hermética puede explotar cinco mil años de aderezo cultural. Es tan insidiosa como el budismo o el catolicismo: existe una tradición, existe toda una estética…

—Sí —me cortó Alex—, y en seis meses se dará cuenta de que uno puede apreciar la estética sin tener que tragarse las patrañas. Sólo porque la alquimia fuera un callejón sin salida, no significa que no siga siendo elegante y fascinante… pero el que sea elegante y fascinante no la convierte en verdadera.

Me quedé pensando sobre lo que acababa de decir Alex, luego me incliné y le di un beso.

—Odio cuando tienes razón: siempre haces que parezca tan obvio. Soy demasiado protectora, ¿verdad? No me necesita para darse cuenta de algo así.

—Lo sabes bien.

Le eché un vistazo a mi reloj.

—Mierda. ¿Puedes llevarme a La Guardia? A esta hora ya no pillo un taxi.

Al principio de la pandemia moví algunos hilos y conseguí que un grupo de mis alumnos observara de cerca a un paciente de fuego plateado. Me parecía que nos habíamos equivocado al sumergirnos en las abstracciones de los mapas y los gráficos, los modelos numéricos y las extrapolaciones (por muy vitales que fueran en la batalla contra el virus), sin ser testigos de los efectos físicos reales en un ser humano concreto.

No tuvimos que ponernos trajes especiales para protegernos del peligro biológico. El joven estaba tumbado en una habitación hermética acristalada. Unos tubos le aportaban oxigeno, agua, electrolitos y nutrientes, junto con antibióticos, antipiréticos, inmunosupresores y calmantes. No había cama, ni colchón. El paciente se hundía en un gel de polímero transparente: una especie de flotador semisólido que reducía las úlceras por presión y drenaba la sangre y los fluidos linfáticos que supuraban por lo que solía ser su piel.

Para mi propia sorpresa, en silencio y por un instante, derramé unas cuantas lágrimas tibias de rabia. Una rabia que se disipaba en el vacío: sabía que no era culpa de nadie. La mitad de los alumnos tenían titulación médica, pero si acaso parecían más afectados que los estadísticos novatos que nunca habían pisado una sala de urgencias o un quirófano, tal vez porque podían imaginarse mejor que nadie cómo se habría sentido el hombre si no hubiera tenido el cráneo lleno de opiáceos.

El nombre oficial de la enfermedad era esclerodermia sistémica viral fibrótica; pero ESVF era impronunciable, y al parecer los ojos de la gente hacían chiribitas si un presentador del telediario pronunciaba cuatro palabras completas seguidas. Yo utilizaba el nuevo nombre como todo el mundo, pero nunca dejé de odiarlo. Era un poco demasiado poético.

Cuando el virus del fuego plateado infectaba los fibroblastos del tejido conectivo subcutáneo, los sobreexcitaba haciendo que produjeran cantidades ingentes de colágeno, en una variante transcrita desde el gen normal pero ensamblada con imperfecciones. Esta proteína desnaturalizada formaba placas sólidas en el espacio extracelular, lo que alteraba el flujo de nutrientes hacia la dermis superior que finalmente se hacía tan abultada que acababa rompiéndose. El fuego plateado te despellejaba desde dentro. Quizá una buena estrategia para liberar grandes cantidades de virus, aunque nadie sabía en qué momento había dado con el truco. Todavía no se había encontrado el supuesto animal huésped en que vivía, de forma benigna o no, la cepa madre.

Era «plateado» por el blanco enfermizo del brillo linfático de las placas de colágeno; la fiebre, la respuesta autoinmune y la sensación de ser quemado vivo eran el «fuego». Por suerte el dolor no podía durar mucho en ningún caso. El tratamiento paliativo estándar del Primer Mundo incluía una anestesia profunda constante; y si no tenías acceso a ese nivel de intervención altamente tecnológica, entrabas rápidamente en estado de shock y morías.

Dos años después de que aparecieran los primeros brotes seguíamos sin saber el origen del virus, una vacuna seguia siendo una posibilidad remota, y aunque era posible mantener a los pacientes con vida casi de forma indefinida, todos los intentos de cura que se habían hecho purgando el virus del cuerpo y trasplantando piel cultivada habían fracasado.

Cuatrocientas mil personas se habían infectado en todo el mundo; nueve de cada diez estaban muertas. Lo irónico era que el contagio rápido debido a la malnutrición prácticamente habia eliminado el fuego plateado de los países más pobres. La mayoría de los brotes en África se autoinmolaban nada más producirse. Los Estados Unidos no sólo tenían más víctimas hospitalizadas con respiración asistida per cápita que cualquier otro país, también se encaminaban al primer puesto en la lista de la tasa de casos nuevos.

Un apretón de manos o incluso un simple trayecto en un autobús atestado de gente era suficiente para transmitir el virus. Caso por caso la probabilidad era baja, pero todo se sumaba. Lo único que funcionaba a medio plazo era aislar a los portadores potenciales, y hasta la fecha parecía que nadie podía estar infectado y permanecer sano por mucho tiempo. Si el «rastro» que habían encontrado los ordenadores de Brecht era algo más que un espejismo estadístico, cortarlo de raíz podría salvar docenas de vidas y llegar a entenderlo podría salvar miles.

Era casi mediodía cuando el avión aterrizó en el aeropuerto Triad, a las afueras de Greensboro. Me estaba esperando un coche de alquiler. Apunté con la agenda al salpicadero para transmitirle mi perfil y esperé a que los asientos y los controles se ajustaran un poco, los actuantes piezoeléctricos zumbando en todo momento. Cuando salía marcha atrás del aparcamiento el estéreo se arrancó con una improvisación relajante y un título inexpresivo apareció en la pantalla: Música para salir de un aeropuerto un 11 de junio de 2008.

De camino a la ciudad me impresionó la cantidad de grandes plantaciones de tabaco que se veían desde la carretera. La renacida mala hierba se extendía por todas partes y no se libraban ni los suburbios. La ironía se había convertido en un cliché, pero aun así era chocante ver la realidad de primera mano: aunque por fin la nicotina empezaba a seguir los pasos de la absenta, se cultivaba más tabaco que nunca porque resultaba que el virus del mosaico del tabaco era un vector extremadamente adecuado y efectivo para la introducción de nuevos genes. Las hojas de estas plantas se cargaban con productos farmacéuticos o antígenos para vacunas, y valían veinte veces más que sus ancestros no alterados en su momento de mayor demanda.

Faltaba casi una hora para mi primera cita, así que conduje por la ciudad en busca de algún sitio para comer. Desde la llamada de Brecht había estado muy tensa, tanto que incluso me sorprendía lo bien que me sentía por haber llegado. Tal vez sólo tenía que ver con el hecho de estar viajando hacia el sur, con el repentino y ligero cambio en el ángulo de la luz; una especie de equivalente latitudinal y beneficioso del desfase horario. Era cierto que comparado con Nueva York todo el centro de Greensboro irradiaba una luminosidad positiva, los edificios modernos de tonos pastel en curiosa armonía con los edificios históricos que se conservaban en perfecto estado.

Acabé en una pequeña cafetería comiéndome unos sándwiches y volviendo a repasar mis notas de manera obsesiva. Habían pasado siete años desde la última vez que había salido del laboratorio para hacer algo parecido y no tenía mucho tiempo para cambiar el chip de teórica a investigadora.

En la última quincena había habido cuatro casos nuevos de fuego plateado en Greensboro. Hacía tiempo que las autoridades sanitarias, fueran de donde fueran, habían dejado de intentar establecer el curso de la infección de cada nuevo caso; dada la facilidad con la que se transmitía y la imposibilidad de preguntar directamente a los pacientes, era un proceso muy trabajoso del que se obtenían pocos resultados tangibles. La estrategia más útil no era rehacer los pasos de la víctima, sino poner en cuarentena a la familia, a los compañeros de trabajo y al resto de los conocidos de cada nuevo caso, durante una semana aproximadamente. Los portadores podían contagiar el virus los dos o tres primeros días, como mucho, antes de ponerse claramente enfermos; no era necesario ir a buscarlos. El rastro con forma de arco iris de Brecht era o bien una excepción a esta regla… o bien una oleada de casos nuevos que se propagaban de una ciudad a otra sin un portador único.

Greensboro tenía alrededor de un cuarto de millón de habitantes, aunque la cifra dependía de dónde pusiera uno los limites. Carolina del Norte nunca había conocido una fiebre por la construcción. De hecho, en los últimos años el crecimiento en las zonas rurales había sido mayor que en las grandes ciudades y el movimiento de los micropoblados se había extendido rápidamente en la zona, por lo menos tanto como en la costa oeste.

Visualicé un mapa de curvas de densidad de población en mi agenda. Incluso Raleigh, Charlotte y Greensboro apenas se elevaban sobre el ondulante fondo de las zonas rurales, y sólo los Apalaches dibujaban una profunda brecha en esta topografía invertida. Cientos de nuevas comunidades diminutas salpicaban el mapa entre las ya numerosas poblaciones establecidas. Estrictamente hablando los micropoblados no eran autosuficientes, pero, más allá de toda duda, estaba claro que eran tecnoecológicos; utilizaban tecnología fotovoltaica, realizaban tratamientos de aguas locales a pequeña escala y, en vez de las típicas conexiones a servicios centralizados, tenían enlaces por satélite. La mayoría de sus ingresos provenían de la industria cultural: software, diseño, música, animación.

Activé una transparencia que mostraba la magnitud de los flujos de población a una escala temporal adaptada al fuego plateado. Las carreteras y autopistas principales refulgían en rojo y los pueblos se conectaban con la madeja principal mediante sus respectivos capilares más finos… pero los micropoblados desaparecían prácticamente del mapa: todo el mundo trabajaba desde casa. Por tanto no era tan extraño que un brote esporádico de fuego plateado se hubiese extendido siguiendo la interestatal en lugar de expandirse con la clásica trayectoria errática por todo este territorio más o menos populoso.

Con todo… el motivo de mi presencia aquí era encontrar lo que ninguna simulación de ordenador podía decirme: si las presunciones en las que se basaban tenían serias lagunas o no.

Salí de la cafetería y me puse manos a la obra. Los cuatro casos procedían de cuatro familias distintas. Tenía por delante una larga jornada.

Ninguna de las personas que entrevisté estaba en cuarentena, pero todas seguían conmocionadas en cierta medida. El fuego plateado golpeaba como un relámpago: no habías tenido tiempo de asimilar lo que estaba pasando cuando un niño o un padre, un cónyuge o un amante perfectamente sanos se morían prácticamente delante de tus narices. Lo último que necesitabas era que un perfecto desconocido te interrogara durante dos horas.

Para cuando llegué a la última familia estaba anocheciendo. El entusiasmo que pudiera haber sentido por estar trabajando de nuevo a pie de calle hacía tiempo que se me había pasado. Me quedé sentada un rato en el coche, mirando fijamente el jardín inmaculado y las cortinas de encaje, escuchando los grillos, deseando no tener que entrar y plantarme delante de esta gente.

Diane Clayton daba clases de matemáticas en el instituto; Ed, su marido, era un ingeniero que hacía el turno de noche en la compañía eléctrica local. Tenían una hija de trece años, Cheryl. Mike, de dieciocho, estaba en el hospital.

Me senté con los tres, pero fue la señora Clayton quien más habló. Fue paciente y cortés conmigo de una forma escrupulosa, pero, después de un rato, quedó claro que seguía en una especie de nube. Contestaba cada pregunta con calma y consideración, pero yo no tenía forma de saber si sabía lo que estaba diciendo o si sólo se estaba dejando llevar en piloto automático.

El padre de Mike no era de gran ayuda, pues su turno de trabajo lo había mantenido desfasado con respecto al resto de la familia. Intenté cruzar la mirada con Cheryl, animándola a que hablara. Era absurdo, pero mientras lo hacía me sentí culpable, como si hubiera venido hasta aquí para venderle a la familia algún producto basura y ahora estuviera intentando saltarme la resistencia de los padres.

—Veamos… ¿El martes por la noche seguro que se quedó en casa?

Tenía que rellenar una tabla con los movimientos de Mike Clayton antes de que aparecieran los síntomas, hora por hora. Era una rutina impertinente y minuciosa propia de la Gestapo que hacía que los buenos tiempos en que sólo teníamos que pedir una lista de parejas sexuales y fluidos intercambiados parecieran idílicos.

—Sí, así es. —Diane Clayton cerró los ojos y volvió a recordar lo acontecido aquella noche—. Estuve viendo la tele un rato con Cheryl y luego me fui a la cama como a… las once. Todo ese tiempo Mike debía de estar en su cuarto.

Estaba de vacaciones (estudiaba en la UNC de Greensboro), por lo que no tenía motivo para pasarse las noches estudiando, pero podría haber estado socializando electrónicamente o viendo una película.

Cheryl me lanzó una mirada insegura y luego dijo tímidamente:

—Creo que salió.

Su madre se volvió hacia ella frunciendo el ceño.

—¿El martes por la noche? ¡No!

—¿Tienes idea de adonde pudo ir? —le pregunté a Cheryl.

—A algún club nocturno, creo.

—¿Lo mencionó él?

—Estaba vestido para eso —dijo encogiéndose de hombros.

—¿Pero no dijo dónde?

—No.

—¿Podría haber sido algún otro sitio? ¿A casa de un amigo? ¿Una fiesta?

Mis datos decían que en Greensboro no había ningún club nocturno que abriera los martes.

Cheryl se lo pensó.

—Dijo que iba a bailar. Es todo lo que dijo.

Me volví hacia Diane Clayton. La habíamos dejado al margen y estaba claramente enfadada.

—¿Sabe con quién podría haber salido?

Si Mike tenía una relación estable con alguien no lo había mencionado, pero me dio los nombres de tres viejos amigos del colegio. No dejó de pedirme disculpas por su «negligencia».

—Está bien —dije—. De verdad. Nadie puede acordarse de todos los detalles.

Una hora más tarde, cuando me marché, seguía angustiada. El que su hijo hubiera salido de casa sin decírselo —o el hecho de que se lo hubiera dicho y se le hubiera olvidado— parecía (de algún modo) ser el motivo de toda la tragedia.

En parte me sentía responsable por su angustia, aunque no veía cómo podía haber llevado el asunto de otro modo. En el hospital le habrían ofrecido el asesoramiento psicológico que necesitaba; no era ni mucho menos mi trabajo. Además, seguro que tenía por delante más de lo mismo. Si empezaba a tomármelo como algo personal acabaría hecha polvo en cuestión de días.

Conseguí localizar a los tres amigos antes de las once (lo más tarde que me atrevía a llamar a nadie), pero ninguno de ellos había estado con Mike el martes por la noche, ni tenían idea de dónde podía haber estado. En cambio me ayudaron a confirmar otros detalles. Al final me pasé casi dos horas sentada en el coche haciendo llamadas.

Puede que hubiera habido una fiesta, puede que no. Puede que hubiese sido el pretexto para otra cosa; las posibilidades eran infinitas. Las tablas llenas de huecos eran el pan de cada día; me podía haber pasado un mes entero en Greensboro intentando rellenarlos, sin conseguirlo. Si el hipotético portador había estado en esta hipotética fiesta (y estaba claro que los otros tres miembros de los Cuatro de Greensboro no: todos estaban bien localizados esa noche), tendría que retomar el rastro más adelante.

Me registré en un motel y me tumbé un rato. Escuchaba el ruido del tráfico en la interestatal. Pensaba en Alex y en Laura, e intentaba imaginarme lo inimaginable.

Pero a ellos no les podía pasar. Ellos eran míos. Yo los protegería.

¿Cómo? ¿Mudándonos a la Antártida?

El fuego plateado no era tan frecuente como el cáncer, las enfermedades cardiovasculares o las muertes por accidente de tráfico. En algunas ciudades era menos frecuente que las heridas por arma. Pero no había ninguna estrategia para evitarlo, a no ser el aislamiento físico total.

Y Diane Clayton se torturaba por no haber sido capaz de mantener encerrado a su hijo de dieciocho años durante las vacaciones de verano. Se preguntaba una y otra vez: «¿Qué he hecho mal? ¿Por qué ha tenido que pasar? ¿Por qué me están castigando de este modo?».

Debería habérmela llevado aparte un momento, debería haberla mirado directamente a los ojos y haberle recordado: «¡No es culpa suya! ¡No podía hacer nada por evitarlo!».

Podría haberle dicho: «Simplemente pasó. El sufrimiento de la gente no tiene un motivo aparente. No hay que extraer ningún sentido de la vida arruinada de su hijo. No tiene ningún significado. Sólo es un baile aleatorio de partículas».

Me desperté temprano y me salté el desayuno. A las 7:30 conducía por la 1-40 en dirección oeste. Pasé por Winston-Salem sin detenerme; un par de personas se habían infectado recientemente, pero había sido hacía tan poco que no formaban parte del rastro.

Las horas de sueño me habían sentado muy bien y mi pesimismo había desparecido. La mañana era fresca y clara y el campo era increíble, o al menos lo era en aquellos lugares donde no había monótonas plantaciones de biotecnología; o peor aún, campos de golf.

De todas formas estaba claro que algunas cosas habían cambiado para mejor. Fue en la 1-40 —hace más de veinte años— cuando escuché por primera vez a un locutor radiofónico predicar el evangelio de odio de los ochenta: el SIDA como instrumento de Dios, el VIH como el virus justiciero enviado desde el Cielo para castigar a adúlteros, yonquis y sarasas. (Por entonces yo era joven e impulsiva; me paré en la primera salida, llamé a la emisora y le grité una serie de improperios a una pobre recepcionista.) Pero los defensores de esta sutil teología curiosamente habían tenido la boca cerrada desde que una línea celular inmortalizada derivada de la médula ósea de una prostituta keniata demostró ser más que una rival para el arma secreta de la deidad omnipresente. Y si bien no podía decirse que el fundamentalismo cristiano estuviera precisamente muerto y enterrado, sí podía afirmarse que su base de poder estaba en franca decadencia. Era como si la clase de ignorancia y aislamiento que lo sustentaban no pudieran sobrevivir ante la avalancha de información.

Obviamente hacía tiempo que las emisoras de radio locales se habían mudado a la red, evangelistas incluidos. Las viejas frecuencias se habían quedado mudas y yo no tenía cobertura para conectarme a la bestia de 20.000 canales… pero el coche contaba con un enlace por satélite. Encendí la agenda con la esperanza de encontrar alguna buena noticia, por pequeña que fuera.

Había programado a Ariadna, mi buscador, para que localizara referencias al fuego plateado en todos los medios de comunicación disponibles. Tal vez sólo fuera puro masoquismo, pero la sombra distorsionada que la pandemia real proyectaba en los bajíos del espacio mediático ejercía sobre mí una malsana fascinación: los rumores y la desinformación, la histeria, la explotación.

Los puntos de vista de los tabloides, como de costumbre y como cabía esperar, eran estúpidos: el fuego plateado era una enfermedad venida del espacio / el resultado inevitable de añadir flúor al agua potable / el motivo de que algunas celebridades hubieran desaparecido de la escena pública. Se ofrecían tres modos de transmisión falsos: hoy tocaban los tampones, el zumo de naranja mexicano y (otra vez) los mosquitos. Como era de rigor se habían juntado unas cuantas víctimas jóvenes con sus correspondientes fotografías de «antes» de la infección y sus respectivas familias deseosas de romper a llorar delante de las cámaras. Un nuevo siglo, la misma mierda de siempre.

Sin embargo, el artículo más rocambolesco que aparecía en el último barrido de Ariadna no era en absoluto el típico material de tabloide. En un programa llamado The Terminal Chat Show (los jueves a las 23:00 GMT en la cadena británica Channel 4) entrevistaban a un académico canadiense, James Springer, que estaba de gira por el Reino Unido (en carne y hueso) promocionando su nuevo hipertexto, Los cibersutras.

Springer era un tipo magnánimo de mediana edad que se estaba quedando calvo. Lo presentaron como profesor adjunto de Teoría de la universidad de McGill. Por lo visto sólo los reduccionistas recalcitrantes se preguntaban: «¿Teoría de qué?». Su especialidad fue descrita como «ordenadores y espiritualidad», pero por razones que se me escapaban se pedía su opinión acerca del fuego plateado.

—Lo que hay que destacar —insistió en un tono suave— es que el fuego plateado es la primera plaga de la Era de la Información. El SIDA fue sin duda postindustrial y postmodernista, pero su aparición es anterior a la emergencia de una auténtica sensibilidad cultural propia de la Era de la Información. En mi opinión, el SIDA personificaba el zeitgeist negativo del materialismo occidental enfrentado a la inevitable crisis de confianza de fin de siglo. Pero en el caso del fuego plateado creo que podemos abrazar abiertamente metáforas mucho más positivas para esta llamada «enfermedad».

—Entonces… ¿tiene esperanzas de que las víctimas del fuego plateado no sufran la estigmatización y la histeria que acompañaron al SIDA? —preguntó el entrevistador con cautela.

Springer asintió alegremente.

—¡Por supuesto! ¡Los avances en el análisis cultural han sido notables desde entonces! Quiero decir, si una novela como Ciudades de la noche roja de Burroughs hubiese calado más hondo en el subconsciente colectivo cuando fue publicada, todo el desarrollo de la plaga del SIDA podría haber sido completamente distinto… y eso es un tema candente para la asignatura de Análisis de la Ucronía, que uno de mis doctorandos está desarrollando en este momento. Pero no cabe duda de que las formas culturales de la Era de la Información nos han preparado a conciencia para el fuego plateado. Cuando veo cosas como las raves tecnoanarquistas por todo el planeta, los cómics de cromos de tatuajes y las implantaciones de escritorio del Dalai Lama a precios populares… me resulta evidente que el fuego plateado es una secuencia de ARN que ha llegado en el momento oportuno. ¡Si no existiera, habría que sintetizarla!

Mi próxima parada era un pueblo llamado Statesville. Un hermano y una hermana que todavía no habían cumplido los veinte, Ben y Lisa Walker, y el novio de la hermana, Paul Scott, estaban en el hospital de Winston-Salem. Las familias acababan de volver a casa.

Lisa y Ben vivían con su padre viudo y con un hermano de nueve años. Lisa trabajaba en una tienda del pueblo, con la dueña, quien no presentaba ningún síntoma. Ben trabajaba en una planta de obtención de vacunas y Paul Scott estaba en paro y vivía con su madre. Todo indicaba que Lisa se había infectado la primera de los tres. En teoría, bastaba con que las pieles se rozaran de forma fortuita cuando una tarjeta de crédito cambiaba de manos, aunque la posibilidad de transmisión era de una entre cien. En las grandes ciudades algunas personas que trataban directamente con el público habían empezado a llevar guantes, y algunos (podría decirse que paranoicos) usuarios del transporte público no dejaban al descubierto ni un centímetro cuadrado de piel por debajo del cuello, incluso en pleno verano. Pero el riesgo total era tan pequeño que eran pocas las estrategias de este tipo que se habían extendido.

Interrogué al señor Walker lo más educadamente posible. Los movimientos de sus hijos durante la mayor parte de la semana eran como los de un mecanismo de relojería: el único momento durante la ventana de infección en que no habían estado en casa o en el trabajo era el jueves por la noche. Los dos habían salido hasta la madrugada, Lisa había ido a ver a Paul, Ben había estado con su novia, Martha Amos. No estaba seguro de si las parejas se habían quedado en casa o habían salido, pero una noche entre semana no había mucho que hacer en el pueblo, y no habían mencionado que fueran a coger el coche para salir fuera.

Llamé a Martha Amos. Me contó que Ben y ella habían estado en su casa, solos, hasta más o menos las dos. Puesto que ella no estaba infectada, supuestamente Ben habría cogido el virus de su hermana más tarde… y Lisa o bien se habría infectado de Paul esa misma noche, o al revés.

Según su madre, Paul apenas había salido de casa en toda la semana, lo que lo convertía en un punto de entrada poco probable. Statesville parecía un caso muy coherente: de un cliente a Lisa en la tienda (jueves por la tarde), de Lisa a Paul (jueves por la noche), de Lisa a Ben (viernes por la mañana). Lo siguiente sería preguntarle a la dueña de la tienda si recordaba algo sobre los clientes forasteros de ese día.

Pero entonces la señora Scott dijo:

—El jueves por la noche Paul estuvo en casa de la familia Walker hasta tarde. Ésa es la única vez que salió que yo recuerde.

—¿Fue a ver a Lisa? ¿No vino ella aquí?

—No. Se fue a casa de los Walker como a las ocho y media.

—¿Y se iban a quedar en casa? ¿No tenían ningún plan especial?

—Paul no tiene mucho dinero, sabe. No pueden permitirse salir muy a menudo; no les resulta fácil.

Hablaba con un tono relajado y confiado, como si la relación, con todas sus pequeñas tribulaciones, simplemente se hubiese visto interrumpida de forma temporal. Esperaba que tuviera a alguien cerca para apoyarla cuando la verdad la golpeara en un par de días.

Fui a la casa de Martha Amos. No le había prestado toda mi atención cuando hablé con ella por teléfono; ahora podía darme cuenta de que no se encontraba muy bien.

—¿Por casualidad no te contaría Ben adonde fue su hermana con Paul Scott el jueves por la noche? —le pregunté.

Se me quedó mirando fijamente, inexpresiva.

—Lo siento. Sé que es impertinente por mi parte, pero nadie más parece saberlo. Si puedes recordar cualquier cosa que mencionara, podría ser de mucha ayuda.

—Me dijo que dijera que estuvo conmigo —dijo Martha—. Siempre le he cubierto las espaldas. Su padre nunca lo habría… aprobado.

—Un momento. ¿Ben no estuvo contigo el jueves por la noche?

—Fui con él un par de veces. Pero no es mi rollo. La gente está bien, pero la música es una mierda.

—¿Adonde? ¿Te refieres a algún bar?

—¡No! A los poblados. El jueves por la noche Ben, Paul y Lisa fueron a los poblados.

De repente se me quedó mirando, fijándose en mí por primera vez desde que llegué; creo que al fin se dio cuenta de que lo que me había contado hasta ahora no tenía mucho sentido.

—Montan «Acontecimientos». Que en realidad son sólo fiestas para bailar. No es gran cosa. Sólo que… el padre de Ben pensaría que todo tiene que ver con drogas. Y no es así. —Se cubrió la cara con las manos—. Pero fue allí donde pillaron el fuego plateado, ¿verdad?

—No lo sé.

Estaba temblando; me acerqué y le toqué el brazo. Levantó la vista y me dijo cansada:

—¿Sabe lo que más me duele?

—¿Qué?

—Que no fui con ellos. No dejo de pensar: «Si hubiera ido con ellos todo habría ido bien». No lo hubiesen cogido. Yo los habría protegido.

Se me quedó mirando a la cara, como buscando una pista de lo que podría haber hecho. Al fin y al cabo yo iba persiguiendo al fuego plateado, ¿no? Tenía que haber sido capaz de decirle exactamente cómo podría haber mantenido alejada la maldición: qué magia no había utilizado, qué sacrificio no había hecho.

Ya me había visto en esta situación miles de veces, pero seguía sin saber qué decir. La inmediatez del sufrimiento bastaba para desbaratar cualquier apariencia de comprensión: «La vida no es una alegoría teatral. La enfermedad sólo es enfermedad; no oculta ningún significado. No hay dioses a los que les hemos fallado, no hay espíritus elementales con los que no hemos sabido regatear». Cualquier persona adulta cuerda lo sabía… pero lo sabía superficialmente. En cierta medida, todavía no habíamos asumido la verdad más dura de todas: que el universo es impasible.

Martha se abrazó a sí misma, meciéndose muy despacio.

—Sé que pensar así es una locura. Pero me duele igual.

Me pasé el resto del día intentando encontrar a alguien que pudiera contarme algo más sobre el Acontecimiento del jueves por la noche (como por ejemplo dónde había tenido lugar exactamente; había por lo menos cuatro opciones en un radio de 20 kilómetros). No tuve suerte. Parecía que la cultura de los micropoblados era para paladares muy selectos, y los tres únicos entusiastas de Statesville ahora estaban incomunicados. Las drogas no eran el problema para la mayoría de la gente con la que hablé; sencillamente opinaban que los habitantes de los poblados eran unos fanáticos de la tecnología aburridos con un gusto pésimo en música.

Una noche más, un motel más. Esto empezaba a parecerse a los viejos tiempos.

El jueves por la noche Mike Clayton había ido a bailar a alguna parte. ¿Habría ido a los poblados? Lo más probable es que no hubiese llegado hasta Statesville, pero algún desconocido —un turista tal vez— podría haber estado fácilmente en ambos Acontecimientos: el martes por la noche cerca de Greensboro, el jueves por la noche cerca de Statesville. Si esto era cierto, reduciría las posibilidades de forma considerable, por lo menos comparado con el número de personas que simplemente habían pasado por ambos sitios.

Me tiré un rato estudiando mapas de carreteras, intentando decidir qué poblado sería más fácil añadir al itinerario del día siguiente. Busqué en las guías alguna página web sobre «la vida nocturna de los poblados». No encontré ninguna, pero eso no quería decir nada. Estaba claro que la dirección, difundida de forma electrónica, le había llegado a cualquiera que estuviera interesado. En realidad no importaba a qué poblado me dirigiera, en cualquiera de ellos habría media docena de personas que a buen seguro lo sabrían todo sobre los Acontecimientos.

Me fui a la cama alrededor de la medianoche, pero volví a coger la agenda para echarle un vistazo a Ariadna. El fuego plateado empezaba a ser popular: ficción audiovisual. Se hacía una referencia a la enfermedad en el último episodio del «exitoso drama de ciencia-ficción» de la NBC, Émpatas místicas mutiladas en el espacio-N.

Había oído hablar de la serie, pero no la había visto nunca, así que le eché un vistazo rápido al episodio piloto. «¡No conoces la primera ley de la navegación estelar! ¡Pídele a un ordenador que resuelva ecuaciones en una hipergeometría de 17 dimensiones… y su mente rígida y lineal estallará como un diamante que se ha dejado caer en un agujero negro! ¡Sólo unas monjas budistas siamesas con poderes telepáticos y cinturón negro séptimo dan y la suficiente autodisciplina para amputarse sus propias piernas a hachazos, podrían si acaso albergar la esperanza de llegar a dominar las dotes intuitivas necesarias para navegar por las traicioneras fluctuaciones cuánticas del espacio-N y rescatar a la flota varada!»

«Dios mío, capitán, tiene usted razón, pero, ¿dónde vamos a encontrar…?»

EMM se desarrollaba en el siglo XXII, pero la referencia al fuego plateado no era ningún anacronismo chapucero. Nuestras heroínas cometen un fallo de cálculo en un complicado salto transgaláctico (respirando en la dirección contraria durante el recitado de un mantra crucial), y acaban con sus huesos en el San Francisco de nuestros días. Allí, un niño pequeño y su perro que huyen de unos matones de la mafia les ayudan a reparar un componente vital de su fuente de energía tántrica. Después de humillar a los asesinos con una demostración perfectamente coreografiada de artes marciales sin piernas en el andamiaje de un rascacielos en construcción, localizan a la madre del chico en un hospital, donde descubrimos que está infectada con fuego plateado.

Llegados a este punto los ángulos de la cámara se vuelven esquivos. Los pocos planos en los que se vislumbra la carne de la paciente son una fantasía aséptica de marfil brillante, terso y seco.

El chico (cuyo padre, que trabajaba de contable para la mafia y acababa de ser descuartizado, le había ocultado la verdad) rompe a llorar al verla. Pero las EMMs se muestran filosóficas:

«Estas doctoras y enfermeras bienintencionadas te dirán que tu madre ha sido víctima de un horrible destino… pero con el tiempo todos llegarán a entender la verdad. El fuego plateado es lo más cerca que podemos estar en este mundo del éxtasis del no-ser. Sólo puedes ver el caparazón congelado de su cuerpo, pero por dentro, en el reino de shunyata, se está produciendo una grandiosa y extraordinaria transformación.»

«¿De verdad?»

«De verdad.»

El chico se seca las lágrimas, suena el tema principal de la serie, el perro salta y le lame la cara a todo el mundo. Risa catártica a diestro y siniestro.

(Excepto, claro está, de la madre.)

Al día siguiente tenía que visitar dos pueblos pequeños a lo largo de la autopista. El primer paciente era un hombre divorciado de 45 años, un técnico de una fábrica textil. Ni su hermano ni sus compañeros de trabajo me fueron de mucha ayuda: por lo que sabían, durante el periodo en cuestión, podía haber ido a una ciudad distinta (o a un poblado) cada noche.

En el pueblo siguiente habían fallecido una pareja de treinta y tantos y su hija de ocho años. Los síntomas debieron presentarse más o menos al mismo tiempo para los tres y se intensificaron más rápido de lo normal porque ninguno consiguió pedir ayuda.

—El viernes por la noche irían a los poblados —me dijo la hermana de la mujer sin titubear—. Es lo que solían hacer.

—¿Y se llevaron a la hija?

Abrió la boca para responder algo, pero se paró en seco y se me quedó mirando, mortificada, como si yo estuviera culpando a su hermana por haber expuesto a la niña de forma temeraria a un peligro horrible. A su espalda, sobre la repisa de la chimenea, había fotografías de los tres. Esta mujer había encontrado sus cuerpos en plena desintegración.

—No hay un sitio más seguro que otro —dije amablemente—. Sólo lo parecen retrospectivamente. Podrían haberse infectado con el fuego plateado en cualquier parte. Yo sólo intento establecer el curso de la infección a posteriori.

Asintió lentamente.

—Siempre se llevaban a Phoebe. Le encantaban los poblados; tenía amigos en la mayoría de ellos.

—¿Sabe a qué poblado fueron esa noche?

—Creo que fue a Heródoto.

Después, ya en el coche, lo encontré en el mapa. No quedaba mucho más lejos de la autopista que el que había elegido sólo por comodidad; pensé que me daría tiempo a ir hasta allí y todavía llegar al siguiente motel a una hora civilizada.

Hice clic sobre el puntito: la ventana informativa me dijo: «Heródoto, condado de Catawba, 106 habitantes, fundado en 2004».

—Más —dije.

—Eso es todo —dijo el mapa.

Paneles solares, antenas parabólicas dobles, huertos, tanques de agua, edificios prefabricados de forma rectangular… todos los componentes del poblado se podían encontrar en casi cualquier finca rural grande. Lo sorprendente era verlos todos juntos en medio del campo. A lo que más se parecía Heródoto era a la versión de un artista del siglo XX de un asentamiento pionero en algún planeta parecido a la Tierra, pero claramente alienígena.

El parking era una gran excepción, discretamente oculto detrás de los enormes bancos de células fotovoltaicas. Sólo había un autobús y un par de coches, pero había espacio para tal vez un centenar de vehículos más. Heródoto acogía visitantes alegremente; ni siquiera había un parquímetro para pagar.

A pesar de los edificios prefabricados, la distribución no daba la sensación de campamento militar; los edificios se concentraban en torno a una plaza central siguiendo algún tipo de simetría que se me escapaba, pero era evidente que no estaban dispuestos en hileras como tiendas del ejército. Al entrar en la plaza pude ver que estaban jugando un partido de baloncesto en una cancha adyacente. Los adolescentes jugaban y los niños más pequeños miraban. Era el único indicio de vida evidente. Me acerqué sintiéndome un poco como una intrusa, aunque se trataba de un espacio público como la calle principal de cualquier ciudad normal. Me puse al lado de los otros espectadores y vi el partido un rato. Ningún niño me dirigió la palabra, pero tampoco tuve la impresión de que me rechazaran abiertamente. Los equipos estaban formados por chicos y chicas, y el juego era intenso pero amistoso. Los chavales eran de ascendencia inglesa, africana y china. Había oído rumores de que algunos poblados estaban «segregados en la práctica» —ni idea de lo que implicaba tal cosa—, pero bien podría haber sido sólo propaganda.

El movimiento de los micropoblados había despertado cierta polémica en sus inicios, pero el estilo de vida no era precisamente radical. En torno a unas cien personas (que de todas formas habrían estado trabajando desde sus casas en pueblos y ciudades) juntaban sus recursos y compraban algo de tierra barata en el campo, compensando la falta de servicios con unos cuantos cachivaches tecnológicos de vanguardia. Los residentes podían ser tanto agentes de bolsa como artistas o músicos; y aunque a la postre cualquier tipo de clasificación siempre resultaba injusta, la mayoría de los poblados se parecían más a santuarios de yupis que a comunas anarquistas.

Yo no podría haber soportado el aislamiento físico —por mucho ancho de banda que tuviera—, pero si la gente era feliz aquí, tanto mejor para ellos. Estaba dispuesta a admitir que en cincuenta años vivir en Queens se consideraría infinitamente más retorcido e inexplicable que vivir en un sitio como Heródoto.

Una niña de unos seis o siete años me dio unos golpecitos en el brazo.

—Hola —dije, dedicándole una sonrisa.

—¿Está recorriendo el sendero de la alegría? —me dijo.

Antes de que pudiera preguntarle qué quería decir, alguien gritó:

—¡Hola! ¿Qué hay?

Me giré. Era una mujer (calculé que de unos veintitantos años) que se tapaba los ojos para protegerse del sol. Se acercó sonriendo y me tendió la mano.

—Soy Sally Grant.

—Claire Booth.

—Llega un poco pronto para el Acontecimiento. No empieza hasta las 9:30.

—Yo…

—Si quiere comer en mi casa, es bienvenida.

Dudé un segundo.

—Es muy amable.

—¿Diez dólares le parece bien? Es lo que le costaría si abriera la cafetería; sólo que esta noche no ha habido reservas, así que no abriré.

Asentí.

—Bueno, pásese a eso de las siete. Estoy en el número 23.

—Gracias. Muchas gracias.

Me senté en un banco de la plaza, a la sombra del pabellón que tenía enfrente, escuchando los gritos que venían de la cancha de baloncesto. Sabía que tenía que haberle contado a la señora Grant lo que había venido a hacer aquí sin rodeos; haberle enseñado la documentación, haberle hecho las preguntas que me dejara hacerle y haberme marchado. ¿Pero no averiguaría más quedándome para ver el Acontecimiento? ¿De manera informal? Incluso unas cuantas impresiones directas de primera mano del tipo de gente que acudiría de las poblaciones cercanas a un encuentro espontáneo con los habitantes del poblado podría serme útil. Aunque estaba claro que el portador se había ido hace tiempo, seguía siendo una oportunidad de conseguir un perfil aproximado del tipo de persona que estaba buscando.

No sin dificultad, tomé una decisión. No había ninguna razón para no quedarme a la fiesta, ni ninguna necesidad de alterar y poner a la defensiva a los habitantes del poblado contándoles lo que me traía entre manos.

Por dentro la casa de los Grant era más parecida a un apartamento moderno y espacioso que a una caja prefabricada que les habían enviado al quinto pino en el tráiler de un camión. De forma inconsciente me había esperado el desorden típico de una caravana, demasiados artilugios de confort por metro cúbico que no dejarían espacio para respirar, pero había calculado la escala francamente mal.

El marido de Sally, Oliver, era arquitecto. Ella corregía guías de viajes durante el día; lo de la cafetería era una actividad adicional. Eran residentes fundadores, originarios de Raleigh; todavía no había muchos inquilinos nuevos. Heródoto, me explicaron, era autosuficiente en alimentos (vegetarianos) de primera necesidad, pero recibían entregas periódicas de todos los productos de los que depende cualquier ciudad pequeña. Los dos iban de vez en cuando a Greensboro, o salían del estado, pero su rutina laboral era cien por cien teletrabajo.

—¿Y cuando no está de vacaciones, Claire?

—Trabajo en la administración de la universidad de Columbia.

—Tiene que ser fascinante.

Resultó ser una elección excelente; mis anfitriones cambiaron de tema hacia sí mismos inmediatamente.

—¿Qué le hizo decidirse para mudarse aquí? —le pregunté a Sally—. Raleigh no es precisamente la capital del crimen del país.

También me costaba creer que los precios de la vivienda hubiesen sido la causa.

—Criterios espirituales, Claire —respondió sin vacilar.

Entorné los ojos.

Oliver se rió con simpatía.

—¡No se preocupe, no se ha equivocado de sitio al venir aquí! —Se dio la vuelta hacia su mujer—. ¿Has visto su cara? ¡Cualquiera diría que había ido a parar a un enclave de mormones o baptistas!

—Utilizo la palabra en el sentido más amplio, obviamente —explicó Sally disculpándose—: Ser conscientes de que tenemos que resensibilizarnos con respecto a la dimensión moral del mundo que nos rodea.

Esto me dejó igual de descolocada, pero era evidente que ella esperaba una respuesta considerada de mi parte.

—¿Y usted cree —dije tímidamente— que vivir en una pequeña comunidad como esta hace que sus responsabilidades cívicas sean más claras, más evidentes?

—Bueno… sí, supongo que sí. —Ahora Sally estaba confusa—. Pero eso es sólo política, ¿verdad? No tiene nada que ver con la espiritualidad. Quería decir… —Levantó las manos y me lanzó una mirada de complicidad—. Sólo quería decir, ¡la razón por la que usted misma está aquí! ¡Vinimos a Heródoto con la intención de encontrar, para toda la vida, lo que usted ha venido a buscar por unas horas!

Mientras tomaba café con Sally en la sala de estar oí cómo empezaban a llegar los primeros coches. Oliver se había retirado con la excusa de una reunión urgente con un jefe de obra en Tokio. Me dediqué a hablar de Alex y de Laura y conté algunas de mis historias de terror tituladas «Las peores experiencias sobre Nueva York jamás contadas»; algunas de ellas eran ciertas. No era la falta de curiosidad lo que me impedía tantear a Sally sobre el Acontecimiento, simplemente quería evitar que supiera que no tenía ni idea de en qué me había metido. Cuando se excusó un minuto recorrí la habitación con la mirada —sin levantarme de la silla— buscando alguna señal de eso que ella había venido a buscar aquí para toda la vida. Sólo me dio tiempo a fijarme en unas cuantas carátulas de CDs, la media docena que estaba visible en una enorme estantería giratoria. La mayor parte parecían de música y de vídeos modernos de grupos que no conocía. Pero había un título que me resultó familiar: Los cibersutras de James Springer.

Cuando los tres cruzamos la plaza y nos dirigimos al salón de actos del poblado —una estructura tipo granero que parecía un contenedor muy grande—, yo ya estaba bastante tensa. Había unas cuarenta personas en la plaza, la mayoría, aunque no todas, eran adolescentes maduros o jóvenes de veintipocos años vestidos con las ropas de falso estilo informal que se podían ver a la puerta de cualquier club nocturno del país. ¿Qué era lo que me temía que iba a pasar? Sólo porque Ben Walker no se lo pudiera contar a su padre y Mike Clayton no se lo pudiera contar a su madre no significaba que hubiera acabado metida en una nueva versión sureña de Twin Peaks. Tal vez los chavales, aburridos, se escapaban a hurtadillas a los poblados para meterse alucinógenos en fiestas de baile: mi propia juventud resucitada ante mis ojos, con drogas más seguras y mejores espectáculos de luces.

Según nos acercábamos al salón un pequeño grupo de personas entraba por las puertas automáticas; pude atisbar la silueta de unos cuerpos recortados contra un remolino de luces y el estruendo de la música llegó a mis oídos. Mi ansiedad empezaba a parecer absurda. A Sally y a Oliver les gustaban los alucinógenos, eso era todo… y al parecer los fundadores de Heródoto habían decidido crear un ambiente agradable en el que usarlos. Pagué los 60 dólares de la entrada sonriendo aliviada.

Dentro, las paredes y el techo relucían con intrincados dibujos: fractales multicolores de bordes suavizados que oscilaban con la música, como simulaciones gigantes de fluidos turbulentos codificadas con colores que caían en cascada por unos trastes inmensos a una velocidad de Mach 5. La gente que estaba bailando no proyectaba ninguna sombra; se trataba de pantallas gigantes de gran potencia, no de proyecciones. Una resolución increíble y astronómicamente cara.

Sally me puso en la mano una cápsula de un rosa fluorescente. Harmony o halcyon, tal vez; yo ya no sabía lo que estaba de moda. Intenté darle las gracias y le di alguna excusa del tipo «me la guardo para luego»; pero no oyó ni una palabra, así que nos sonreímos como tontas. La insonorización del recinto era extraordinaria (lo que era una suerte para el resto de la gente que vivía en el poblado); desde fuera nunca hubiese anticipado que me iban a pulverizar el cerebro.

Sally y Oliver se perdieron entre la gente. Decidí quedarme una media hora y luego escabullirme y conducir hasta el motel. Me puse a mirar cómo bailaba la gente, intentando mantener la mente despejada a pesar de los increíbles visuales… aunque no esperaba descubrir mucho más de lo que ya sabía sobre el portador. Seguramente menor de veinticinco. Seguramente sin niños pequeños a su cargo. Sally me había dado todos los detalles que necesitaba para obtener información sobre los Acontecimientos de aquí a Memphis… pasados y futuros. La búsqueda iba a seguir siendo difícil, pero al menos estaba progresando.

De repente se oyó una potente ovación por encima la música y la sala se transformó ante mis ojos. Por momentos me quedé totalmente desorientada e incluso cuando el mundo volvió a ser visualmente coherente, tardé un rato en enterarme de lo que estaba pasando.

Las pantallas mostraban gente bailando en salas idénticas a la sala en la que me encontraba; la animación abstracta sólo seguía proyectándose en el techo. Todas estas salas idénticas tenían a su vez pantallas, que también mostraban salas idénticas llenas de gente bailando… un efecto muy similar a la regresión infinita entre un par de espejos.

Y al principio pensé que las «otras salas» no eran más que meras imágenes en tiempo real del salón de baile de Heródoto. Pero… el dibujo del remolino que daba vueltas en el techo encajaba perfectamente con la animación de los techos de las salas «adyacentes», formando una sola imagen compleja; no había repeticiones, reflejadas o de otro tipo. Y los grupos de gente bailando no eran idénticos… aunque sí lo bastante parecidos como para no estar segura al cien por cien desde lejos. Después de un rato me giré y examiné la pared que tenía más cerca, a unos cuatro o cinco metros. Un joven me saludó con la mano desde «detrás» de la pantalla y le devolví el saludo automáticamente. En realidad no podíamos tener contacto visual de verdad —y daba igual dónde estuvieran colocadas las cámaras, hubiese sido mucho pedir—, pero aun así se podía llegar a creer que sólo nos separaba una pared de cristal muy fina.

El hombre sonrió distraídamente y se alejó.

Tenía la carne de gallina. En principio esto no era nada nuevo, pero en este caso habían llevado la tecnología hasta el límite. La sensación de estar en una sala de fiestas infinita era totalmente creíble; no alcanzaba a ver la sala que estaba más lejos en ninguna de las direcciones (y cuando se les acabaran las de verdad, podrían reciclarlas fácilmente). La lisura de las imágenes, las proporciones erróneas cuando te movías, la falta de paralaje (aún peor cuando intenté mirar las «salas de las esquinas» entre las cuatro principales… lo que debería haber sido posible, pero no lo era) más que desbaratar el efecto lo que hacían era contribuir a que el espacio más allá de las paredes pareciera distorsionado de una manera exótica. De hecho el cerebro intentaba compensar, intentaba ocultar los defectos; y si me hubiese tomado la pastilla que me había pasado Sally no creo que hubiese sido tan tiquismiquis. Sin tomar nada sonreía de oreja a oreja como una niña en una atracción de feria.

Vi a gente bailando de cara a las paredes, formando libremente parejas o grupos a distancia. Estaba hipnotizada; me olvidé de que tenía que marcharme. Pasado un rato me topé con Oliver, quien se balanceaba solo alegremente.

—¿Todos éstos son otros poblados? —le grité al oído.

Asintió y me gritó a su vez:

—¡El este es el este y el oeste el oeste!

Lo que quería decir… ¿que la disposición virtual seguía la geografía real, sólo que eliminando las distancias intermedias? Me acordé de algo que James Springer había dicho en su entrevista del Terminal Chat Show: «Tenemos que inventar una nueva cartografía, rehacer el mapa del planeta según su nuevo y flamante estado proteico. Ya no hay separaciones. No hay fronteras».

Sí… y el mundo se había convertido en una macrofíesta gigante. Aunque por lo menos no hacían conexiones en directo con zonas de guerra. En los noventa ya había visto bastante «solidaridad» del tipo nosotros bailamos / vosotros esquiváis balas como para durarme toda la vida.

De pronto caí en la cuenta: si el portador iba de Acontecimiento en Acontecimiento… entonces él o ella estaban «aquí» conmigo en este preciso momento. Mi presa tenía que ser una de las personas que bailaban en esta enorme sala de fiestas imaginaria.

Y eso no me servía de mucho ni representaba ningún tipo de riesgo. Los portadores del fuego plateado no es que se iluminaran como luces fluorescentes en la oscuridad precisamente. Pero en cualquier caso me pareció el momento más extraño de una larga y extraña noche: darme cuenta de que los dos estábamos finalmente «conectados», darme cuenta de que había «encontrado» el objeto de mi búsqueda.

Aunque no me sirviera para nada.

Justo después de medianoche, cuando la novedad empezaba a perder su encanto y por fin estaba pensando en irme, algunas personas volvieron a dar vítores a pleno pulmón. Esta vez me costó aun más entender a cuento de qué. La gente empezó a girarse para mirar al este y, excitados, se señalaban algo unos a otros.

Avanzando por una de las multitudes danzantes —en un poblado a tres pantallas de distancia— se veía un número indeterminado de figuras humanas. Puede que fueran desnudas, unas eran masculinas y otras femeninas, pero no era fácil estar segura: sólo se dejaban ver de forma momentánea… y brillaban tanto que la mayoría de los detalles se perdían entre tanta luminosidad.

Refulgían con un intenso blanco plateado. La luz transformaba lo que tenían alrededor, aunque el efecto se parecía más a un halo de gas luminoso difundiéndose por el aire que a un foco dirigido al gentío. La gente que bailaba a su alrededor no parecía percatarse de su presencia; lo mismo que la que estaba en las salas intermedias. Sólo la gente de Heródoto les prestaba la clase de atención que merecía su espectacular puesta en escena. Todavía no tenía claro si eran sólo una animación que computaba las rutas plausibles por los huecos que quedaban entre la multitud, o si eran simples actores de verdad engalanados por el software.

Tenía la boca seca. No podía creerme que la presencia de estas figuras plateadas fuera pura coincidencia, pero, ¿qué otra cosa podían significar? ¿Estaba la gente de Heródoto al corriente de la serie de brotes en la zona? No era del todo imposible; un análisis independiente podría haber circulado por la red. Quizás se trataba de una especie de extraño «tributo» a las víctimas.

Volví a encontrarme con Oliver. La música se había suavizado, como en respuesta a la visión, y a él parecía que se le había bajado un poco el colocón; conseguimos mantener algo parecido a una conversación.

Señalé hacia las figuras, que ahora avanzaban sin problemas a través de la imagen de una pantalla gigante, delatándose como íntegramente virtuales.

—¡Recorren el sendero de la alegría! —gritó.

Mediante mímica hice como que no entendía.

—¡Sanando la tierra por nosotros! ¡Pagando por nuestros errores! ¡Desandando el sendero de las lágrimas!

¿El sendero de las lágrimas? Al principio no entendía nada, pero de repente me acordé de algo que estudié en el instituto. En la década de 1830 los cherokees se vieron obligados a abandonar su tierra; recorrieron a pie desde la actual Georgia hasta Oklahoma. Murieron miles en el camino; algunos lograron escapar y se ocultaron en los Apalaches. Eso era el «sendero de las lágrimas». Heródoto, estaba bastante segura, se encontraba a cientos de kilómetros de la ruta histórica de la trágica marcha, pero esa no parecía ser la cuestión. En ese momento las figuras cruzaban la antepenúltima pista de baile antes de la nuestra y pude ver cómo extendían los brazos como impartiendo algún tipo de bendición.

—¿Pero qué tiene que ver el fuego plateado con…? —grité.

—Sus cuerpos están congelados; ¡por eso sus espíritus son libres y pueden recorrer el sendero de la alegría en el ciberespacio por nosotros! ¿No lo sabía? ¡Para eso es el fuego plateado! ¡Para renovarlo todo! ¡Para traer la alegría a la tierra! ¡Para pagar por nuestros pecados! —Oliver me gritó con total sinceridad, irradiando auténtica buena voluntad.

Me quedé mirándole con incredulidad. Estaba claro que este hombre no odiaba a nadie… pero lo que acaba de soltar no era más que un refrito New Age de las peroratas de ese evangelista radiofónico de hace veinte años, el que había decidido que el SIDA era la prueba incontrovertible de sus propias creencias espirituales.

—El fuego plateado es una enfermedad cruel y dolorosa… —le grité enfadada.

Oliver echó la cabeza hacia atrás y se rió de forma escandalosa, sin rasgo alguno de malicia, como si fuera yo la que contaba cuentos chinos.

Di media vuelta y me alejé.

Los senderistas se separaron en dos grupos al cruzar la penúltima sala a nuestro este. Al «rodear» Heródoto una mitad se dirigió hacia el norte, la otra hacia el sur. No podían avanzar entre nosotros, pero de ese modo la ilusión se mantenía casi intacta.

¿Y si hubiese estado drogada hasta las cejas? ¿Y si hubiese abrazado la mitología del sendero de la alegría y hubiese venido hasta aquí con la esperanza de verla confirmada? A la mañana siguiente, ¿me habría creído que los espíritus errantes de los pacientes de fuego plateado habían pasado por delante de mis narices?

Concediendo su bendición fulgurante a la multitud.

Tan cerca que casi podías tocarlos.

Me abrí paso entre la gente hasta la salida camuflada. Una vez fuera, el aire fresco y el silencio eran irreales; me sentía más etérea, más como en un sueño que nunca. Fui dando tumbos hasta el aparcamiento y apunté con la agenda para encender las luces del coche alquilado.

Conforme me acercaba a la autopista me fui despejando. Decidí conducir toda la noche. Estaba tan alterada que no pensaba que pudiera pegar ojo. Podía buscar un motel por la mañana, darme una ducha y echarme un rato antes de mi siguiente cita.

Aún no sabía qué pensar del Acontecimiento. Qué tipo de relación podía haber entre el portador y la desquiciada ciberpalabrería sincrética de los pobladores. Si sólo era una coincidencia, la ironía resultaba grotesca. ¿Pero cuál era la alternativa? ¿Que un «peregrino» del sendero de la alegría andaba por ahí extendiendo el virus de forma premeditada? La idea era ridícula, y no sólo porque fuera tan obscena que resultaba prácticamente inconcebible. Un portador sólo podía saber que estaba infectado si habían aparecido los síntomas típicos… pero los síntomas típicos sólo indicaban la brutal fase final de la enfermedad. Una infección leve prolongada, si es que existía tal cosa, no se distinguiría de una simple gripe. Cuando el fuego plateado se había extendido hasta afectar a las capas visibles de la piel la única opción de viajar por el campo implicaba luces giratorias y sirenas.

Como a las tres y media de la mañana encendí la agenda. No es que tuviera sueño, pero quería algo para mantenerme alerta.

Ariadna tenía montones de cosas.

En primer lugar un acalorado debate en The Reality Studio: un programa de la Intercampus Ideas Network. Un zoólogo independiente de Seattle llamado Andrew Feld tomó la palabra. Argumentaba que el fuego plateado «confirmaba más allá de toda duda razonable» su «controvertida y revolucionaria» teoría de la vida de la fuerza-S, que aglutinaba el genio trasgresor de Einstein y Sheldrake con la perspicacia de los mayas y los últimos avances en la teoría de supercuerdas, para crear una nueva biología de talante optimista que suplantara a la desalmada y mecanicista ciencia occidental.

La réplica se la daba la viróloga Margaret Ortega de la UCLA, quien explicaba minuciosamente por qué las ideas de Feld eran superfluas, no lograban explicar —o chocaban directamente con— un gran número de fenómenos biológicos observados… y no eran ni más ni menos «mecanicistas» que cualquier otra teoría que no atribuyera todo lo que pasaba en el universo al capricho de Dios. También se atrevió a opinar que la mayoría de la gente era capaz de ser optimista sin necesidad de rechazar todo el saber humano en el intento.

Feld no era más que un estúpido ignorante en un viaje masturbatorio. Ortega le dio un buen repaso.

Pero cuando la audiencia estudiantil de todo el país votó, fue declarado ganador por una mayoría de dos a uno.

A continuación, unos manifestantes bloqueaban la entrada a los laboratorios de investigaciones médicas del Instituto Max Planck de Hamburgo. Exigían el fin de las investigaciones sobre el fuego plateado. La seguridad no era el problema. El organizador de la protesta y «aclamado agitador cultural» Kid Ramson había celebrado una rueda de prensa improvisada:

—¡Tenemos que rescatar el fuego plateado de las garras de los insulsos y mezquinos científicos y aprender a explotar su manantial de poder mítico para beneficio de toda la humanidad! ¡Estos tecnócratas que pretenden explicarlo todo no son más que gamberros que se han colado en una galería y se dedican a pintarrajear las hermosas obras de arte con sus ecuaciones!

—Pero si no se investiga, ¿cómo va a encontrar la humanidad una cura para esta enfermedad?

—¡No existe tal enfermedad! ¡Todo es transformación!

Había cuatro noticias más, y todas ellas hablaban de revelaciones (mutuamente excluyentes) sobre la «verdad secreta» (o la secreta inefabilidad) que se ocultaba detrás del fuego plateado; y puede que cada una de ellas, por separado, no fuera más que una triste broma de mal gusto. Pero con el campo materializándose a mi alrededor —al norte la cumbre gris púrpura de las Black Mountains erigía su descarnada belleza al amanecer— poco a poco empezaba a verlo claro. Éste ya no era mi mundo. Ni en Heródoto, ni en Seattle, ni en Hamburgo ni Montreal ni Londres. Ni siquiera en Nueva York.

En mi mundo no había ninfas en los árboles y en los arroyos. Ni dioses, ni fantasmas, ni espíritus ancestrales. No había nada —aparte de nuestras propias culturas, nuestras propias leyes, nuestras propias pasiones— que fuera a castigarnos o a consolarnos, que fuera a confirmar nuestros actos de amor o de odio.

Mis propios padres lo entendieron perfectamente, pero su generación fue la primera que pudo liberarse tanto del yugo de la superstición. Y tras el más que breve resurgir del conocimiento, mi propia generación se volvió complaciente. De alguna manera comenzamos a dar por hecho que ahora la mecánica del universo era evidente para cualquier niño… aunque fuera en contra de todo lo innato a la especie: la incontrolable y sediciosa pasión por los modelos, la necesidad de extraerle un significado y un desahogo a todo lo que se mueve.

Pensábamos que estábamos transmitiendo todo lo que valía la pena a nuestros hijos: ciencia, historia, literatura, arte. Tenían vastas bibliotecas de información al alcance de la mano. Pero no nos esforzamos lo suficiente para transmitirles la verdad más difícil de todas: que la moral viene sólo de dentro. Que el significado viene sólo de dentro. Que fuera de nuestros cráneos, el universo es impasible.

Puede que en occidente le hubiésemos asestado el golpe de gracia a las viejas religiones doctrinarias, a los viejos monolitos del delirio… pero esa victoria no quería decir nada.

Porque ahora, por todas partes, su sitio lo ocupaba el veneno edulcorado de la espiritualidad.

Me registré en un motel en Asheville. El aparcamiento estaba lleno de autocaravanas, gente que se dirigía a los parques nacionales; tuve suerte, pillé el último sitio.

La agenda sonó cuando estaba en la ducha. Un análisis de los últimos datos recibidos por el Centro de Control de Enfermedades indicaba que la «anomalía» se extendía casi doscientos kilómetros hacia el oeste siguiendo la 1-40, más o menos a medio camino de Nashville. Otras cinco personas en el sendero de la alegría. Me senté y me quedé un rato mirando el mapa. Luego me vestí, volví a hacer la bolsa y después de pagar la habitación me marché.

Hice diez llamadas según me adentraba en las montañas. Cancelé todas las citas con los familiares de los afectados desde Nashville a Jefferson City, Tennessee. La hora de ser prudente y metódica había pasado, se acabó el recopilar hasta el último pedacito de información que me iba encontrando por el camino. Sabía que la transmisión se estaba produciendo en los Acontecimientos; lo único que me quedaba por dilucidar era si lo hacía de forma accidental o premeditada.

Si la transmisión era premeditada, ¿cómo lo hacían? ¿Con una ampolla cargada de fibroblastos repletos de fuego plateado? Los investigadores de la NIH habían tardado más de un año en descubrir cómo cultivar el virus… y acababan de hacerlo en marzo. Me costaba creer que unos aficionados pudieran replicar su trabajo en menos de tres meses.

La autopista se perdía entre los suntuosos bosques que cubrían las laderas de las Great Smoky Mountains, siguiendo el curso del río Pigeon la mayor parte del trayecto. Mientras conducía programé (vocalmente) un modelo de predicción. Tenía un calendario de los Acontecimientos y tenía cinco fechas de infección aproximadas. Las notificaciones de nuevos casos siempre llegarían tarde; si quería ganar terreno tenía que extrapolar. Y lo más seguro era que el portador se dirigiera al oeste sin hacer paradas, sin rezagarse, siempre desplazándose hasta el siguiente Acontecimiento.

Era casi mediodía cuando llegué a Knoxville, me paré a comer y seguí adelante.

El modelo dijo: Plinio, sábado 14 de enero, 9:30 p.m. Por primera vez podría buscar al portador en la sala de fiestas infinita sin que nos separase un muro infranqueable.

Por primera vez me expondría al fuego plateado.

Llegué pronto, pero no tan pronto como para llamar la atención de las versiones de Sally y Oliver de Plinio. Me quedé una hora en el coche, improvisando cómo parecer ocupada, apuntando las matrículas de los vehículos que iban llegando. Había un montón de todoterrenos y utilitarios y algunas caravanas. Muchos pobladores eran partidarios de la bicicultura, pero había que ser todo un fanático —amén de estar en excelente forma— para venir pedaleando desde Greensboro.

El Acontecimiento se desarrolló siguiendo prácticamente el mismo patrón que el de Heródoto la noche anterior, aunque Heródoto no participaba en éste. El público también era parecido: en su mayor parte gente joven, aunque con bastantes excepciones como para que alguien como yo no desentonara demasiado. Me di una vuelta por el recinto intentando memorizar las caras sin llamar mucho la atención. ¿Se había tragado toda esta gente el mito del fuego plateado, en la versión de Oliver? Me deprimía sólo de pensarlo. Lo único que me hacía albergar cierta esperanza era que cuando comparé el número de poblados de la zona con el que aparecía en el calendario de los Acontecimientos, la proporción era sólo de uno por cada veinte. El movimiento de los micropoblados en sí no tenía nada que ver con esta chifladura.

Alguien me ofreció una pastilla rosa; esta vez no era gratis. Le di veinte dólares y me guardé la droga en el bolsillo para analizarla. Existía la remota posibilidad de que alguien estuviera pasando pastillas adulteradas; aunque los ácidos del estómago solían dar cuenta del virus en poco tiempo.

Un chico rubio y guapo —de apenas veinte años— me estuvo rondando un rato mientras los senderistas hacían su aparición. Cuando desaparecieron por el oeste se me acercó, me cogió del brazo y me hizo una oferta que apenas pude oír con la música, aunque creí captar lo esencial. Estaba tan distraída que ni me sorprendí ni me sentí halagada —y mucho menos tentada— y me deshice de él en cinco segundos. Se alejó con pinta de sentirse herido, pero al rato vi que se iba con una mujer mucho más joven que yo.

Me quedé hasta el final, y los sábados por la noche eso quería decir hasta las cinco de la mañana. Salí tambaleándome hacia la luz, desanimada, aunque en realidad tampoco sabía qué era lo que me esperaba. ¿Que alguien fuera por ahí repartiendo dosis de fuego plateado con un aerosol? Cuando llegué al aparcamiento me di cuenta de que muchos de los coches habían llegado después de que entrara, y era posible que algunos hubiesen llegado y se hubiesen ido sin que los viera. Tomé nota de las matrículas que me faltaban intentando pasar desapercibida, pero ya casi me daba igual; no había dormido nada en treinta y seis horas.

Al oeste de Plinio el Acontecimiento más próximo era el domingo por la noche, y se celebraba en algún lugar pasando el Mississippi, a medio camino de Arkansas; deduje que el portador lo aprovecharía para tomarse una noche libre.

El lunes por la noche conduje hasta Eudoxo (165 habitantes, fundado en 2002, aproximadamente a una hora de Nashville) dispuesta a pasarme toda la noche en el aparcamiento si hacía falta. O apuntaba todas las matrículas o no merecía la pena que me molestara en ir.

No le había contado a Brecht lo que me traía entre manos. Seguía sin tener ninguna prueba irrefutable y temía parecer una paranoica. Llamé a Alex antes de salir hacia Nashville, pero tampoco le conté gran cosa. Laura no quiso ponerse cuando la llamó y le dijo que estaba al teléfono, pero ya estaba acostumbrada. Ya les estaba echando de menos, más de lo que esperaba. Pero no tenía muy claro cómo me las iba a apañar cuando por fin volviera a casa, con una hija que daba la espalda a la razón y un marido que daba por hecho que cualquier adolescente espabilado era capaz de recapitular cinco mil años de progreso intelectual en seis meses.

Entre las diez y las once llegaron treinta y cinco vehículos —ninguno que hubiese visto antes— y de repente empezaron a llegar cada vez menos. Cogí la agenda y le eché un vistazo a los canales de entretenimiento, contenta con cualquier cosa que fuera colorida y animada; estaba harta de las malas noticias de Ariadna.

Justo antes de la medianoche llegó una caravana Ford de color azul y aparcó en la esquina que tenía enfrente. Se bajaron dos jóvenes, un hombre y una mujer. Parecían animados pero al mismo tiempo precavidos, como si no acabaran de creerse que sus padres no les vigilaban desde las sombras.

Cuando cruzaban por el aparcamiento me di cuenta de que el tipo era el chico rubio que había hablado conmigo en Plinio.

Esperé cinco minutos y fui a comprobar su matrícula; era de Massachussets. No la tenía apuntada del sábado por la noche, así que no me habría enterado de que estaban recorriendo el sendero si uno de ellos no hubiera…

¿No hubiera qué?

Me incorporé y me quedé petrificada detrás de la caravana, intentando calmarme, repasando el incidente mentalmente. Sabía que no le había dado mucho tiempo a tocarme… pero, ¿cuánto habría hecho falta?

Levanté la vista hacia las estrellas indiferentes, intentando saborear la ironía porque sabía mejor que el miedo. Había sido consciente del riesgo en todo momento, y la probabilidad aún estaba claramente de mi parte. Podía ponerme en cuarentena cuando llegara a Nashville por la mañana. Ahora no podía hacer mucho para cambiar la situación…

Pero no pensaba con claridad. Si habían viajado juntos desde Massachussets —o incluso desde Greensboro—, hacía tiempo que se habrían infectado mutuamente. La posibilidad de que los dos compartieran la misma resistencia inusual al virus era insignificante, incluso aunque fueran hermanos.

Los dos no podían ser portadores inconscientes y asintomáticos. Una de dos: o no tenían nada que ver con los brotes…

… o transportaban el virus fuera de sus cuerpos y lo manipulaban con sumo cuidado.

Una pegatina rezaba: ¡SEGURIDAD ÚLTIMO MODELO! Puse la mano en la puertezuela trasera para probar; la caravana no emitió el menor pitido de aviso. Probé a mover con fuerza la manija de la puertezuela; no pasó nada. Si el sistema estaba llamando a la empresa de seguridad en Nashville solicitando una respuesta armada, tenía todo el tiempo que necesitaba. Si estaba intentando llamar a los dueños, le iba a resultar difícil transmitir la señal a través de la estructura de aluminio del salón de actos del poblado.

No se veía un alma. Volví al coche y cogí el juego de herramientas.

Sabía que legalmente no tenía derecho. Existían autoridades de guardia a las que podía recurrir… pero no tenía intención de llamar a Maryland y pasarme media noche enzarzada en los procedimientos correctos. Y sabía que estaba poniendo el caso judicial en peligro, contaminándolo todo con registro y confiscación ilegal.

Me daba igual. No les iba a permitir mandar a nadie más a recorrer el sendero de la alegría, aunque tuviera que quemar completamente la caravana.

Desencajé el cristal tintado de una ventanilla fija del marco de goma. El gemido de la sirena seguía sin sonar. Metí la mano, busqué a tientas y abrí la puerta.

Había pensado que tenía que tratarse de bioquímicos a medio formar, que sabían lo bastante de citología para replicar las técnicas de cultivo de fibroblastos que se habían publicado.

Me equivoqué. Se trataba de estudiantes de medicina y lo que habían medio aprendido no tenía nada que ver.

Su amiga estaba embebida en gel de polímero, metida en lo que parecía un tanque de peces tropicales enorme. Tenía puesto oxígeno, un catéter de uretra y unos cuantos goteos. Pasé el haz de la linterna por las botellas invertidas, comprobando los distintos fármacos y su concentración. Las repasé todas con la esperanza de haberme dejado alguna, pero no fue así.

Bajé el haz de luz hasta llegar al rostro blanco y sin piel de la chica, que miraba a través de las frágiles serpentinas rojas que ascendían por el polímero. Se encontraba en una neblina opiácea tan profunda que la mantenía inmóvil y callada… pero seguía consciente. Su boca era un rictus de dolor petrificado.

Y llevaba así dieciséis días.

Salí de la caravana dando tumbos hacia atrás, el corazón me latía a toda velocidad y se me nublaba la vista. Choqué con el chico rubio; la chica estaba con él, y les acompañaba otra pareja.

Lo encaré y me puse a pegarle puñetazos, gritando incoherencias; no recuerdo lo que dije. Él levantó las manos para protegerse la cara y el resto vino en su ayuda: me inmovilizaron contra la caravana con suavidad, sujetándome sin golpear ni una vez.

Ahora yo lloraba.

—Sssh. No pasa nada —dijo la chica de la caravana—. Nadie va a hacerle daño.

Intenté convencerla.

—¿No lo entiendes? ¡Está sufriendo! ¡Todo este tiempo ha estado sufriendo! ¿Qué crees que hacía? ¿Sonreír?

—Claro que está sonriendo. Es lo que siempre quiso. Nos hizo prometer que si alguna vez cogía el fuego plateado recorrería el sendero.

Apoyé la cabeza contra el frío metal, cerré los ojos e intenté encontrar la manera de hacerles comprender.

Pero no sabía cómo.

Cuando los volví a abrir el chico estaba de pie delante de mí. Tenía el rostro más amable y compasivo que se podía imaginar. No era un torturador o un intolerante, ni siquiera era un idiota. Su único problema era que se había tragado unas cuantas mentiras edulcoradas.

—¿No lo entiende? —me dijo—. Usted sólo es capaz de ver una mujer moribunda que sufre, pero todos tenemos que aprender a ver más allá. Ha llegado la hora de recuperar las aptitudes de nuestros ancestros: la capacidad de ver visiones, demonios y ángeles. La capacidad de ver el espíritu del viento y de la lluvia. La capacidad de recorrer el sendero de la alegría.