A comienzos de los años sesenta, un excéntrico urbanizador de terrenos, llamado Waldo Sexton (1885-1967), decidió que su ciudad natal, Vero Beach, en Florida, era demasiado llana. Lo que necesitaba era una montaña. Por lo tanto, construyó una. A los lados de la colina de quince metros de altura, Sexton talló unos escalones que llevaban a dos solitarias sillas de jardín colocadas en la cumbre. Más tarde, donó su montaña a la ciudad para disfrute de todos. Cuando la montaña se allanó, en 1972, cinco años después de la muerte de Sexton, se construyó en su lugar un restaurante. Pero desde el mismo momento de su apertura, el restaurante se vio acometido por extraños acontecimientos. Los vasos se rompían y los objetos se caían desde las paredes sin una causa aparente. Una noche, después de que la propietaria, Loli Heuser, hubiera cerrado su establecimiento, tuvo una visión de una estatua de bronce del mismo Waldo Sexton y creyó comprender qué estaba afectando al restaurante. Waldo, perturbado por la desaparición de su montaña, estaba llevando a cabo su fantasmal venganza. Confiando en apaciguar al difunto urbanizador, Heuser planeó alzar una estatua de Sexton y una réplica en miniatura de su montaña en el restaurante.

A partir de noviembre de 2009, los Boeing 737-80 de AirFrance, Iberia, Ryanair, AirTran, Continental, Air New Zealand, Lufthansa y Alaska Airlines no tienen fila 13 en sus asientos. Además, los aviones de Lufthansa tampoco tienen fila 17, porque este número también es considerado de mala suerte en Brasil e Italia.

A la hora de convocar a la mala suerte, nadie le ganaba al sabio médico y vidente judío Michel de Nostradamus (1503-1566). Cuenta la leyenda que, al sentir que la muerte se acercaba, el astrólogo profirió su amenaza de que quien profanara su tumba y tocara sus huesos moriría de forma atroz: «El hombre que abra la tumba cuando/ sea hallada/ y que no la cierre inmediatamente/ sufrirá grandes males que nadie podrá/ probar», dejó escrito en la centuria CIX C7. Nostradamus también había predicho su muerte: «Me encontrarán muerto / cerca de mi cama y de mi banco / once años después de escribir esta predicción». Y así fue exactamente: el 2 de julio de 1566, Nostradamus fue hallado muerto en las circunstancias descritas justamente en su profecía. Fue enterrado en un mausoleo de la iglesia de Salon, en el que se leía: «Aquí descansan los restos mortales del ilustrísimo Michel Nostradamus, el único hombre digno, a juicio de todos los mortales, de escribir con pluma casi divina, bajo la influencia de los astros, el futuro del mundo». En el año 1700, se abrió su tumba y, entre sus huesos, se halló un medallón que llevaba grabado el año de 1700, lo que demostraba que Nostradamus predijo aquello. Visto lo cual, se volvió a cerrar el féretro, se precintó y se dejó en su sitio, donde permanecería en paz noventa y un años más.

Pero una noche de 1791, en plena Revolución francesa, un grupo de guardias nacionales procedentes de la región de Marsella y muy perjudicados por el alcohol penetró en la iglesia con el propósito de saquearla. Las picas y las bayonetas convirtieron en grava la losa de 2,80 metros que ocultaba el ataúd de Nostradamus. El alcalde de Salon despertó al oír los ruidosos cánticos y vio la luz temblorosa de las antorchas que salía del interior del templo. Al entrar, se encontró con una escena macabra de soldados y gentes del lugar que bailaban y arrojaban los huesos del profeta, mientras uno de los guardias, desgreñado, bebía vino utilizando el cráneo del astrólogo a modo de copa. Los campesinos habían retado al guardia a hacerlo porque creían que quien bebiese la sangre del cráneo adquiriría las facultades del profeta y el vino se parecía mucho a la sangre. El alcalde tenía que parar todo ese estropicio porque eran los huesos más importantes de la ciudad. Al final los convenció y se fueron. Al día siguiente, a los soldados que entraron en la iglesia les tendieron una emboscada. El que había bebido vino del cráneo se vio aliviado de la resaca y de la vida por la bala de un francotirador. Los demás murieron de forma extraña…

Al morir en 1805, a los cuarenta y siete años, en la batalla de Trafalgar, Horatio Nelson (1758-1805) (que, por cierto, aunque ha pasado a la historia como «almirante» Nelson, nunca obtuvo ese grado, sino sólo el de vicealmirante), había sufrido la malaria en sus viajes por las Indias Orientales y Occidentales, había perdido un ojo mientras luchaba en Córcega y su brazo derecho en Tenerife. No es de extrañar, a la vista de ello, que, según cuentan los cronistas, el supersticioso Nelson, antes de entablar la batalla de Trafalgar, clavara una herradura de la suerte en el mástil de su nave almirante, la Victory. Lo cierto fue que tal vez esta herradura trajo muy buena suerte a Gran Bretaña, cuya victoria en Trafalgar detuvo para siempre los planes invasores de Napoleón, pero no impidió que Nelson muriese en la batalla.

El atormentado y revolucionario poeta húngaro Attila József (1905-1937), aquejado de serios trastornos de personalidad, no destacó en vida por su suerte o, al menos, por su habilidad con los suicidios. El primer intento de acabar con su vida lo llevó a cabo ingiriendo cincuenta aspirinas, que, aparte de espantosos dolores de estómago, no le causaron gran daño. La siguiente vez tragó un veneno que resultó inocuo. La tercera, se tumbó sobre las vías de un tren, pero fracasó porque el tren había atropellado a otro suicida antes y se había detenido. Ya, por fin, en su cuarto intento, el 3 de diciembre de 1937, consiguió poner fin a su vida dejándose arrollar por otro tren, que esta vez llegó puntual y no se detuvo.

Como todos sabemos, Brandon Lee (1965-1993) falleció durante el rodaje de El cuervo abatido por unas balas que deberían haber sido de fogueo. Se cuenta que la escena no fue cortada al editar la película, con lo que el film pasaría inmediatamente a la categoría de snuff movie. Mucho se habló en su momento de la supuesta maldición que pesaba sobre los Lee y que hizo que todos los hombres del linaje muriesen jóvenes. De hecho, el legendario padre de Brandon, Bruce Lee (1940-1973), murió también joven en circunstancias sin aclarar. Unos dicen que lo mató la supuesta maldición; otros que fue cosa de la mafia por negarse a colaborar con ellos; otros afirman que lo hizo un demonio, pues había pactado con él para ser tan buen guerrero; otros dicen que una sociedad secreta de maestros de artes marciales envió a un ninja para evitar que siguiera revelando secretos a los occidentales. Los menos opinan que, como es más probable, murió debido a una reacción alérgica o una enfermedad lentamente incubada que le producía debilidad y dolores de cabeza.

Doña Beatriz de la Cueva, conocida justamente como «La sinventura», fue la segunda esposa del conquistador español Pedro de Alvarado, en sustitución de su hermana, que murió súbitamente. Su esposo era a la sazón gobernador de Guatemala y, aproximadamente al año de contraer matrimonio, murió. Dicen algunas crónicas que la afligida esposa, doña Beatriz, estuvo ocho días sin comer ni dormir, sollozando por su marido en su palacio que hizo pintar de negro. Pero pasado ese plazo, recuperó su mucha ambición y comunicó a todo el mundo que, desde ese mismo día, asumía personalmente todos los cargos de su marido. El 9 de septiembre de 1541 juró todos los cargos, pero no los pudo disfrutar mucho tiempo, pues al día siguiente entró en erupción el cercano volcán de Aguas y la lava llegó hasta el techo de la capilla donde ella oraba en agradecimiento a Dios. Mientras la lava y el subsiguiente flujo de lodo destruían para siempre la antigua ciudad de Guatemala, la recién nombrada gobernadora Beatriz de la Cueva, La sinventura, pereció.

Cierto día del año 1159, el papa Adriano IV (1115-1159), único pontífice inglés de la historia, regresaba caminando hacia su residencia en Agnani, tras haber pronunciado uno de sus más acerados sermones maldiciendo y amenazando de excomunión al emperador Federico I, cuando se detuvo ante una fuente pública para refrescarse. Mientras bebía, una mosca se le coló accidentalmente en la boca y se le quedó atragantada en la garganta. Los médicos, avisados inmediatamente, no pudieron extraerla y el pontífice murió poco después asfixiado.

Cuenta la leyenda que, en el momento de su muerte, James Butler Hickok (1837-1876), más conocido como «Wild Bill», sostenía entre sus dedos cuatro cartas: dos ases y dos ochos, y esperaba la quinta. El pistolero se desplomó muerto sobre la mesa sin soltarlas. Desde entonces, a esta combinación de cartas de póquer, estas dobles parejas de ases y ochos, preferentemente de picas y tréboles, se la llamó «the dead man’s hand» (‘la mano del muerto’). Siempre se ha considerado que es una jugada gafada que da mala suerte.

En 1894, el joven Will Purvis fue declarado culpable del asesinato de un granjero en Columbia, Misisipi, y condenado a morir en la horca. Purvis, que mantuvo siempre su inocencia, maldijo a los jueces y, sobre todo, a los doce miembros del jurado, asegurándoles que les sobreviviría. El 7 de febrero de 1894, mientras se procedía a su ahorcamiento, el nudo corredizo de la horca se deshizo. Los agentes volvieron a atarlo y se preparó por segunda vez la ejecución. Sin embargo, la multitud que se había congregado en el lugar tenía una opinión diferente. Para ellos, la salvación de Purvis era un milagro y, obviamente, ya no se le debía ahorcar más. Gritando y cantando alabanzas a Dios, los espectadores tuvieron la suficiente influencia como para que, a la vista del cariz de los acontecimientos, se pospusiera la ejecución. Se rechazaron varias apelaciones presentadas por el abogado de Purvis y se volvió a fijar el ahorcamiento para el 12 de diciembre de 1895, a pesar del hecho de que Purvis era ahora una figura popular. Unas cuantas noches antes de la segunda ejecución programada, un pequeño número de admiradores sacó a Purvis de la cárcel y le ocultó en sitio seguro en espera de la llegada del mandato de un nuevo gobernador que mostrase más simpatía por su apuro. En efecto, en 1896 Purvis se entregó a cambio de la conmutación de su sentencia por cadena perpetua. En 1898, una serie de cartas y la opinión pública favorable dio finalmente sus frutos: Purvis fue indultado y liberado de la prisión. Pero no fue hasta 1917 cuando quedó realmente vindicado. En su lecho de muerte, un hombre llamado Joseph Beard confesó ser el asesino del granjero por cuya muerte estuvo Purvis a punto de ser ejecutado. Para coronar su curioso caso, Purvis murió el 13 de octubre de 1938, tres días después del fallecimiento del último jurado superviviente del juicio.

El 21 de septiembre de 1927 se estrelló en Arizona un avión fletado por la productora cinematográfica Metro Goldwyn Mayer. El aparato, un Brougham modificado, debía llevar de Los Ángeles a Nueva York a una de las estrellas de la compañía, reclamada para cumplir ciertos compromisos publicitarios. No hubo víctimas pero al llegar los bomberos al lugar del accidente se llevaron una buena sorpresa. La estrella que viajaba en el avión era Leo, el león emblema de la Metro, un felino al que durante toda su vida persiguió la mala suerte, o la buena según se mire. Leo no sólo salió ileso de este accidente de avión sino que también sobrevivió a dos ferroviarios, un terremoto, un incendio y una inundación. De hecho ya el barco que lo llevó a Estados Unidos estuvo a punto de naufragar.

Aunque a todos los leones de la Metro se les conoció popularmente como «Leo el león», el primero, protagonista del accidente, se llamaba Slats y había nacido en el zoo de Dublín en 1919. Trabajó para la Metro entre 1924 y 1928 y nunca llegó a rugir en pantalla, pues era la época del cine mudo. No obstante, al público le encantaba. Durante dos años recorrió los Estados Unidos promocionando los famosos estudios cinematográficos. Solía acudir a los estrenos de las películas en su propio vehículo desde el que sus cuidadores repartían autógrafos. El emblema del león fue elegido por el director de publicidad de Goldwyn Pictures, Howard Dietz, que pensó que simbolizaría la fuerza dominante del estudio. La idea agradó al resto de ejecutivos.

El final de la vida de Slats también merece mencionarla. Su adiestrador, Volney Phifer, se lo llevó a su granja de Gillette, Nueva Jersey, dónde vivió ocho años hasta su muerte en 1936. Allí reposan sus restos, bajo un bloque de granito y un pino, que el propio Phifer plantó tras la muerte del animal. En 1994, los vecinos de Gillette iniciaron una campaña contra una empresa de camiones que pretendía construir un aparcamiento en el terreno donde se encuentra la tumba. Consiguieron su objetivo y Slats sigue descansando en la granja donde pasó los últimos años de su vida. Slats fue sustituido en 1928 por Jackie, muy parecido físicamente, que tuvo el honor de emitir los primeros rugidos oídos por los espectadores.

Desde hace diez años, el número de teléfono 0888 888 888, de la multinacional telefónica Mobitel, parece haber traído la tragedia a aquellos que lo han tenido en su poder. Tanto es así que la policía búlgara ha decidido suspenderlo. No obstante, desde la compañía no han querido hacer ningún comentario. El primero en caer en desgracia tras serle asignado este número fue el ex director general de Mobitel, Vladimir Grashnov, quien en 2001 fallecía de cáncer a los cuarenta y ocho años; si bien a su muerte siguieron numerosos rumores que apuntaban a que, en realidad, había sido envenenado por un empresario rival. Al morir Grashnov, el número fue reasignado al jefe de la mafia búlgara, Dimitrov Konstantin. Poco después, en 2003, este moría asesinado a los treinta y un años durante un viaje a Holanda para vigilar sus redes de narcotráfico. El número de teléfono, de nuevo sin propietario, fue a parar al empresario Konstantin Dishliev, que no corrió mejor suerte y fue asesinado a tiros en un restaurante indio de la capital búlgara, Sofía. Cabe decir que la inmobiliaria Dishliev había llevado a cabo secretamente una operación masiva de tráfico de cocaína antes del asesinato…

Después de que su marido muriera de un ataque cardiaco cuando volvía a casa en un automóvil conducido por su chófer, Lynda Dick puso a la venta su mansión conocida como Dunnellen Hall situada en Greenwich, Connecticut, a la que comparó, en alusión a que estaba maldita, con el diamante Hope o, al menos, así se lo contó al agente inmobiliario. En efecto, desde que salió de las manos de los propietarios originales, la mayoría de los ocupantes había sufrido dificultades financieras y algunos, incluso, fueron procesados. Dunnellen Hall, una mansión jacobina de veintiocho habitaciones, con doce hectáreas de extensión y vistas del Long Osland Sound, fue construida en 1918, encargada por Daniel Grey Reid como regalo de boda para su hija Rhea y su marido, Henry Ropping. En 1950, sus hijos vendieron la finca a Loring Wasburn, presidente de una fábrica de acero. En 1963, después de que Wasburn sufriera dificultades financieras, Dunnellen fue comprada por una compañía financiera y estuvo desocupada hasta que la adquirió Gregg Sherwood Dodge Moran, excorista y exesposa de un heredero de la fortuna de los automóviles Dodge, que se casó con Daniel Moran, agente de policía de la ciudad de Nueva York, que más tarde se suicidó de un disparo. El financiero Jack Dick pagó en 1968 un millón de dólares por Dunnellen Hall, pero, poco después, en 1971, fue procesado y acusado de haber estafado 840 000 dólares mediante el uso de documentos falsos para conseguir un préstamo. Murió en 1974, antes de que se celebrara el juicio de su causa. A pesar de la conclusión de Lynda Dick de que la finca estaba maldita, el precio por Dunnellen Hall aumentó hasta los tres millones de dólares cuando, un ciudadano de la India, Ravi Tikko, dueño de una flota de superpetroleros, la compró en 1974. El hundimiento del mercado petrolero y el embargo de mediados de los años setenta forzaron a Tikko a vender la propiedad a sus más recientes propietarios, el magnate de fincas y hoteles Harry Helmsley y su esposa, Leona, que pagaron once millones de dólares por ella. En 1988, los Helmsley fueron procesados, acusados de delitos federales por evadir más de cuatro millones de dólares en impuestos. En 1989, la misma Leona Helmsley fue procesada por evasión de impuestos y encarcelada.

Dice la leyenda negra que fue el emperador romano Nerón (37-68) quien ordenó la mayor matanza de cristianos de la historia antigua. Según esa leyenda, cuando murió el emperador, alrededor de su tumba se reunían grupos de seguidores que practicaban magia negra. Fue con la llegada del papa Pascual II (1050-1118) cuando se terminó con estas reuniones, al decidir el papa practicar un exorcismo en su tumba y prohibir dichas reuniones. Para ello impuso un ayuno en Roma a la espera de recibir la inspiración para acabar con la maldición. Pasadas tres noches de abstinencia, se le apareció la Virgen y le indicó cómo liberar a Roma del poder diabólico del emperador. Al cuarto día se reunieron en torno al nogal que crecía sobre la tumba un gran número de romanos. Pascual II, siguiendo las instrucciones de la Virgen, taló el nogal, abrió la tumba y desenterró lo poco que quedaba de Nerón. Los huesos fueron arrojados al río Tíber. A partir de entonces, los brujos y hechiceros se trasladaron a otro lugar y, muchos años más tarde, otro papa, Sixto IV (1414-1484), mandó erigir en el lugar donde estuvo la tumba una iglesia consagrada a Santa María. El lugar está en la actual piazza del Popolo de Roma.

El 15 de julio de 1999, un enano conocido como Od murió en un accidente de circo en el norte de Tailandia. Según el diario Pattaya Mail, «saltaba a un lado y otro desde un trampolín, cuando fue tragado por un hipopótamo que bostezaba mientras esperaba para entrar en escena en el siguiente número». Los veterinarios del circo dijeron que Hilda, la hipopótamo, sufría un tic o acto reflejo que le hacía tener que bostezar de continuo. También aclararon que era la primera vez que esta corpulenta vegetariana se había comido a un artista del circo. Desgraciadamente, los más de mil espectadores siguieron aplaudiendo con ganas hasta que el sentido común les dijo que lo que allí acababa de suceder no era un show sino un trágico accidente.

El 19 de septiembre de 1981, unas trescientas personas murieron devoradas rápidamente por un cardumen de peces piraña del río Amazonas, cuando un barco sobrecargado escoró y se hundió en el muelle de la ciudad brasileña de Óbidos, en el estado de Pará.

El 2 de marzo de 1977, el ciudadano danés Jens Kjaer Jension fue dado de alta definitivamente en el hospital de la ciudad de Hoven, tras haberle sido extraídas de la piel exactamente 32 131 espinas a lo largo de un período de seis años, en el que hizo 248 visitas al hospital. Jension había tenido la mala fortuna de tropezar y caer sobre una pila de agracejos (un arbusto espinoso ornamental muy común) cortados de su jardín, siendo trasladado inconsciente al hospital en aquella primera ocasión.

Cuenta Stephen Pile en su Libro de los fracasos heroicos que el 20 de enero de 1979, David Goodall, un experimentado ladrón de tiendas de la localidad inglesa de Barnsley, Yorkshire, asaltó unos grandes almacenes. Tras coger todo lo que quiso, se fue hacia la puerta y allí fue interceptado por al menos ocho detectives. Para su desgracia, la tienda que acababa de asaltar había sido seleccionada como lugar donde celebrar una convención de guardas jurados y detectives de comercio.

El 23 de mayo de 1920 sucedió un hecho insólito que pocos días después obligó al presidente de la República francesa, Paul Eugene Deschanel (1856-1922), a dimitir de su cargo. Según cuentan las crónicas de la época, el presidente viajaba en el famoso tren Orient Express con destino en Montbrison, cerca de Lyon, cuando, a eso de las 23.25 de la noche, cayó por la ventanilla de su compartimento en extrañas circunstancias y, lo que es peor, vestido sólo con un pijama. Afortunadamente, el tren viajaba en esos momentos a la relativamente baja velocidad de 50 km/h. Aunque al presidente no le ocurrió nada, las extrañas circunstancias del accidente, nunca aclaradas, provocaron no sólo la burla general, sino también el final de su carrera política. Ensangrentado pese al carácter benigno de sus heridas, y con tan exigua vestimenta, Deschanel no tardó mucho en tropezar con André Radeau, un obrero que supervisaba la zona, al que se presentó como presidente de la República, dato ante el que Radeau se mostró extremadamente escéptico. No obstante, le condujo hasta la vivienda de un guardavías, donde le atendieron y le ofrecieron una cama, para que continuara su atribulado descanso. El guardavías, Gustave Dariot, algo más impresionado por la dignidad del herido y por la coherencia de sus explicaciones, se desplazó mientras tanto a dar parte a una gendarmería cercana. El subprefecto de la zona no fue avisado hasta las cinco de la madrugada. A eso de las siete, en el tren comenzó a correr el rumor de que el presidente había desaparecido. Llegada a la estación, la comitiva se enteró pronto de lo sucedido. El incidente, del que no se dieron mayores explicaciones (aunque todo hace suponer que se debió al sonambulismo de Deschanel y también a ciertos defectos de diseño de las ventanillas del tren), dio lugar a numerosas caricaturas y artículos humorísticos en toda la prensa francesa. Deschanel sería al cabo presa de la depresión y, tras comprender que su carrera política ya no tenía mucho futuro, el 21 de septiembre reiteró su dimisión que, en esta ocasión, sí le fue aceptada.

El 24 de marzo de 1975, Alex Mitchell, un albañil de cincuenta años de edad de King’s Lynn, Inglaterra, se murió literalmente de risa mientras miraba un episodio de la comedia televisiva The Goodies. Según su esposa, testigo de los hechos, Mitchell no pudo dejar de reírse tras un sketch del episodio «Kung Fu Kapers», en el cual el protagonista, vestido con una falda tradicional escocesa, usaba varias gaitas para defenderse de una morcilla psicópata (así, como suena). Tras veinticinco minutos de risa continua, Mitchell finalmente se derrumbó en el sofá y murió a consecuencia de un ataque cardiaco. Su viuda le envió después una carta a los Goodies agradeciéndoles que los últimos momentos de vida de Mitchell hubieran sido tan agradables.

El caso de rodaje más malogrado y comentado de la historia del cine es sin lugar a dudas el de Lo que el viento se llevó (Gone with the wind). El productor David O. Selznick (1902-1965), ya de por sí especialista en rodajes accidentados, compró los derechos de la novela de Margaret Mitchell en 1935. Durante dos años se escribieron más de doce versiones del guión por distintos equipos que, en total, involucraron a no menos de cien guionistas. Al final, el único aceptable fue el escrito por el novelista Francis Scott Fitzgerald, aunque, curiosamente, en los créditos aparece el nombre de Sidney Howard. Con el guión en la mano, durante otros dos años, se realizaron pruebas de selección insatisfactorias a cien candidatas al papel femenino protagonista, entre otras a las grandes actrices Katherine Hepburn, Mary Pickford o Marlene Dietrich, sin que llegara a decidirse quién encarnaría a Scarlett O’Hara. La elección de Rhett fue mucho más fácil: desde el principio el seleccionado fue el galán Clark Gable, que, en realidad, se convertiría enseguida en la principal fuente de problemas. El encargado de dirigir la película fue en principio George Cukor quien, tras llegar a las manos con Gable, se retiró del rodaje. Le sustituyeron consecutivamente Sam Wood, Josef von Sternberg, William A. Wellman, el actor Leslie Howard, el productor Val Lewton y hasta el decorador Cameron Menzies, todos bajo la planificación de Cukor y todos finalmente peleados, verbal o físicamente, con Clark Gable… Así siguió todo hasta que llegó el californiano Víctor Fleming (1889-1949), que sería quien finalmente firmase la película, y al que se le atribuyó, por cierto, un romance con el duro Clark Gable. Con todo, fue Fleming quien recibió el Oscar al mejor director de ese año.

El científico alemán Max Planck (1858-1947) fue pionero en el campo de la física y padre de la teoría cuántica. Sus estudios e investigaciones sirvieron para que otros, por ejemplo Einstein, desarrollasen sus trabajos sobre la energía atómica. El reconocimiento a su trabajo llegó con la concesión del Premio Nobel de Física en 1918. Su vida profesional fue fructífera y exitosa, pero su vida personal fue una desgracia continua: En 1909 falleció su primera esposa, Marie Merck, y Planck tuvo que hacerse cargo de sus cuatro hijos: Karl (21 años), las gemelas Emma y Grete (20) y Erwin (16). En 1911 se casó con su segunda esposa, Marga von Hoesslin. En 1916, su hijo menor, Erwin, murió en el transcurso de la Primera Guerra Mundial. En 1917, falleció su hija Grete en el parto de su primer nieto. La hermana gemela Emma se hizo cargo del niño y, como «el roce hace el cariño», se enamoró de su cuñado, con el que pronto se casó. En 1919, falleció Emma también en el parto de su primer hijo. En 1944, una bomba aliada cayó en su casa. Aparte de las pérdidas materiales, también se perdieron todas las notas, artículos y trabajos de Planck. Muchos años de investigación y esfuerzo perdidos. En 1945, poco antes de terminar la Segunda Guerra Mundial, la Gestapo detuvo y ejecutó a su hijo Karl, acusado de participar en un complot para asesinar a Hitler… A pesar de todas estas desgracias, Max Planck se sobrepuso a todas ellas y continuó trabajando hasta su fallecimiento en 1947, a la edad de ochenta y nueve años.

El 30 de mayo de 1867, la princesa María del Pozzo della Cisterna (1847-1876) se casó en la capilla del Palacio Real de Turín con Amadeo (1845-1890), duque de Aosta, hijo del rey de Italia y futuro rey de España (1870-1873). El día de la boda no fue muy feliz, pues se vio empañado por los siguientes lamentables acontecimientos. La encargada del guardarropa de la princesa se ahorcó. El portero de palacio se cortó el cuello. El coronel que iba al frente del cortejo nupcial cayó víctima de una insolación. Un jefe de estación murió bajo las ruedas del tren que iba a llevarlos en su luna de miel. El ayudante del rey murió al caerse de su caballo. El padrino se pegó un tiro. No es de extrañar, pues, que la pareja no tuviera un matrimonio muy feliz, ni tampoco una larga vida, pues la llamada en España reina María Victoria murió a los veintinueve años, consumida por la tuberculosis en su exilio en San Remo.

El diamante Hope es legendario por su belleza y su valor, pero también por todas las supuestas desgracias que ha ido acarreando a sus consecutivos poseedores. Su maldición es atribuida a su inicial hurto de un templo consagrado a la diosa Seti.

El primer poseedor de la joya original (cuyo peso se estimaba en 115 quilates) fue Jean-Baptiste Tavernier (1605-1689), quien, después de venderla, cayó en quiebra y tuvo que huir a Rusia, donde sería hallado muerto de frío, con su cadáver semidevorado por perros salvajes. En 1691, madame de Montespan (1640-1707), amante de Luis XIV, quiso que el rey le obsequiara el diamante. Poco después, cayó en desgracia y murió olvidada en 1707. En 1715, con motivo de la visita de un embajador del sah de Persia, el rey de Francia le mostró el diamante, para que viera que el objeto no podía hacerle ningún mal. Luis XIV (1638-1715) murió ese mismo año, de manera inesperada. Con su muerte, muchas personas comenzaron a creer que el aún conocido como «diamante azul» causaba desgracias a su poseedor. El siguiente rey, Luis XV (1710-1774), no mostró mayor interés por la gema y ordenó conservarla en un cofre. En 1774, María Antonieta (1755-1793), esposa de Luis XVI (1754-1793), decidió volver a lucirla e incluso prestarla a la princesa de Lamballe. Debido a que María Antonieta, su esposo y la princesa murieron en la guillotina en 1793, tal circunstancia se ha atribuido también al malévolo influjo del diamante azul. Durante la Revolución francesa, unos ladrones lo robaron de la colección real de joyas. Sólo uno de ellos prefirió conservarla hasta 1820, cuando decidió vendérselo al holandés Wilhelm Fals, que cortó la joya en dos. La primera fue adquirida por Carlos Federico Guillermo, duque de Brunswick, que pronto cayó en quiebra. La segunda la conservó el propio Fals, aunque su hijo se la robó y la vendió al francés Beaulieu. Poco después murieron Fals y su hijo, que se suicidó. El rumor de las desgracias atribuidas a la supuesta maldición hizo que Beaulieu vendiera el diamante a David Eliason quien, al parecer, también la vendió rápidamente al rey Jorge IV de Inglaterra (1762-1830), cuya muerte se atribuyó también al diamante, que había sido incrustado en su corona.

En 1824, la gema reapareció públicamente al formar parte de la colección de Henry Philip Hope, quien le prestó su apellido definitivo y que solía llevarla engarzada en una fíbula hasta que se la prestó a Louisa Beresford, esposa de su hermano Henry Thomas Hope, quien la utilizó en algunos bailes formales. Tras la muerte de Philip Hope en 1839, sus tres sobrinos intentaron obtener la herencia de la colección de gemas de su tío hasta que, diez años después, Thomas Hope la adquirió, incluyendo el diamante Hope. Tiempo después, la colección fue exhibida durante la Gran Exposición de Londres, en 1851, así como en la Exposición Universal de París, en 1855. Sucesivamente, la colección de gemas pasó a ser heredada por cada uno de los descendientes de la familia Hope. Cuando Henry murió, en 1862, pasó a su esposa Adele. Tras la muerte de esta, en 1884, la herencia recayó en su hija, Henrietta, quien contrajo matrimonio con el duque Henry Pelham-Clinton. Cuando ambos murieron, le tocó el turno a su hijo, Henry Francis Pelham-Clinton Hope. El 27 de noviembre de 1894, este contrajo matrimonio con su amante, la actriz estadounidense May Yohe, quien declaró públicamente que ella únicamente había usado el diamante durante algunas reuniones literarias (incluso, decidió crear una réplica exacta para estas ocasiones), aún cuando Hope lo desconocía. En 1896, Hope se declaró en quiebra y, como no estaba capacitado para vender el diamante Hope sin el permiso de la corte, su esposa lo apoyó económicamente. Hasta 1901, finalmente, Hope no pudo venderlo, mientras que Yohe y él se divorciaron al año siguiente.

Hope vendió el diamante por 29 000 libras esterlinas a Adolf Weil, un joyero inglés, quien la revendió al coleccionista de diamantes estadounidense Simon Frankel, quien se lo llevó consigo a Nueva York. Durante esa época en Estados Unidos, el diamante Hope estaba valorado en 141 032 dólares. En 1908, Frankel vendió la gema al francés Salomon Habib por 400 000 dólares. Sin embargo, fue revendida en una subasta el 24 de junio de 1909, junto con otras posesiones de Habib. El siguiente poseedor fue el comerciante francés Rosenau, quien lo compró por 80 000 dólares. Al año siguiente, lo vendió al joyero Pierre Cartier por 550 000 francos. En 1911, Cartier decidió venderlo a la sociedad estadounidense Evelyn Walsh McLean, que inicialmente negó haberla comprado. A pesar de ello, la gema fue vista en algunas reuniones que McLean organizó. A su muerte, en 1947, el diamante recayó, de acuerdo a su testamento, en sus nietos, pero la herencia sólo se haría efectiva cuando el mayor de ellos cumpliera veinticinco años, para lo que faltaban veinte años.

No obstante, los beneficiarios obtuvieron el permiso de la corte británica para venderlo y saldar sus deudas económicas. En 1949, el comerciante estadounidense Harry Winston lo compró y exhibió dentro de su «Corte de Joyas», una colección de gemas expuesta en diferentes museos e instituciones de Estados Unidos. A mediados de 1958, Winston optó por realizar algunos cortes geométricos en el diamante, con el fin de incrementar su brillo. Más tarde, lo donó al Museo Nacional de Historia Natural de la Institución Smithsoniana, el 10 de noviembre de 1958. El siguiente poseedor del diamante Hope fue el príncipe Iván Kanitowski, quien se lo obsequió a una vedete, a quien días después asesinaron. Los siguientes propietarios (el griego Simón Montarides, Abdul Hamid II y la familia MacLean) también tuvieron muertes trágicas, la mayoría de ellas atribuidas a su uso. A partir de entonces, se ha vuelto legendario por la supuesta maldición que alcanza a sus respectivos poseedores. Desde 1958, es una de las joyas más visitadas en el Museo Nacional de Historia Natural de la Institución Smithsoniana.

El Koh-i-Noor es otro de los diamantes más famosos de la historia. Sus orígenes son desconocidos, su prestigio inconmensurable y su valor, incalculable. Según la leyenda, la joya tiene la friolera de cinco mil años de antigüedad y su primer dueño habría sido nada menos que el dios Krishna, a quien se la robaron mientras dormía. De todas maneras, el emperador mogol Babur, que conquistó Delhi en 1526 y cuyas memorias son una de las fuentes más fiables sobre la historia de la India, menciona que el semilegendario rey Aladino la tomó para sí luego de saquear la ciudad de Malwa, en el año 1304, y esta es la referencia fiable más antigua del diamante. La piedra pasó entonces por las manos de los distintos emperadores mogoles de la India, hasta que el país fue conquistado por el guerrero afgano Nadir Sha (1688-1747) en 1739. De nuevo según la leyenda, para hacerse con el Koh-i-Noor, Nadir recurrió a una estratagema. Resulta que el diamante, se dice, estaba escondido en el turbante de Mohammed Shah, el emperador mogol, de manera que Nadir sugirió que, como muestra simbólica de hermandad después de la guerra, ambos gobernantes debían intercambiar sus turbantes. Como Mohammed no podía rehusar sin provocar de nuevo las hostilidades (que había perdido), no tuvo otra posibilidad que acceder. Cuando Nadir, más tarde, registró el turbante, quedó tan extasiado con el diamante que encontró, que habría exclamado «¡Koh-i-Noor!» (‘Montaña de Luz’, en hindi), fijando así su nombre.

Después de pasar por multitud de manos, el diamante reposa actualmente en la Corona Británica, junto con otros dos mil diamantes y, por tanto, fue usado en la coronación de varios reyes, incluyendo Isabel II de Inglaterra. Llegó hasta allí después de que las tropas británicas saquearan la ciudad de Lahore (1849) y encontraran la piedra en su tesorería, tomándola como botín de guerra, por las molestias de haber reprimido una revuelta de los sijs. Actualmente pesa unos 105 quilates (algo más de 20 gramos), aunque en su tiempo se dijo que era el diamante más grande del mundo: tenía 186 quilates cuando fue poseído por los emperadores mogoles, y se reputa que llegó a tener unos fabulosos 793 quilates (casi 160 gramos). Como peso invisible adicional, a semejanza de otras piedras, carga consigo con una leyenda negra, una maldición, la de que trae infortunio a varios propietarios. Coincidencia o no, muchos dueños del Koh-i-Noor han tenido vidas trágicas y muertes crueles.

En la supersticiosa tradición dramatúrgica, el drama Macbeth, escrito por William Shakespeare (1564-1616), es la obra maldita por excelencia. Los actores, representantes, directores y hasta muchos utilleros se niegan a pronunciar este nombre, sobre todo en el mundo anglosajón, y, cuando hablan de ella, se refieren a la «Tragedia escocesa». Siempre se ha dicho que las canciones de las hechiceras de Macbeth son en realidad hechizos malvados, que van esparciendo maldiciones a diestro y siniestro, a todos los que participen en la obra y hasta a sus espectadores. Se dice que hasta al actor que hace de Macbeth le caerá la ruina total y nunca podrá triunfar.

El famoso Apolo 13 despegó de cabo Cañaveral un 11 de abril a las 13:13 horas. Dos días después, el 13 de abril, una explosión destrozó un panel lateral del cohete Saturno V… Aunque la NASA adujo que eso no era cuestión de suerte o superstición, desde entonces no ha vuelto a aparecer la cifra 13 en ninguna de las instalaciones o de los proyectos de la NASA.

El acorazado Bismarck, el más poderoso de la flota del Tercer Reich, tardó cinco años en ser construido, pero sólo duró nueve días en el mar antes de ser hundido el 27 de mayo de 1941 por la flota británica.

El jugador profesional de béisbol de los Cleveland Indians Ray Chappie Chapman (1891-1920) murió al ser golpeado en la cabeza por una bola lanzada por el pitcher o lanzador Carl Mays, de los Yankees de Nueva York. El sonido de la bola impactando contra su cráneo fue tan fuerte que Mays pensó que había golpeado la bola con el bate y lo había tirado. Por lo que corrió hasta la primera base. Chapman murió doce horas después en un hospital de Nueva York.

El número de la suerte del supersticioso general Ne Win (1911-2002), presidente de Birmania entre 1962 y 1981, era el 9. Por esa razón, los eventos importantes se llevaban a cabo en fechas que sumaban 9 y, en 1987, decidió arbitrariamente que todos los billetes debían ser divisibles por 9. Ello obligó a introducir billetes de 45 y de 90 kyats. Lo curioso y cruel del asunto es que quienes tenían sus ahorros en billetes de 100 kyats lo perdieron todo.

El príncipe otomano Yim (1459-1495), llamado Zimim por los occidentales, era hijo de Mehmet II. A la muerte de su padre, se estableció una feroz lucha por el trono entre él y su hermano mayor Bayaceto, en la que Zimim perdió todas las batallas y terminó buscando asilo entre los caballeros de Rodas, quienes lo entregaron a Francia como prisionero. Cuenta la historia que el papa Inocencio VIII y el rey francés Carlos VIII intentaron utilizarlo en sus planes de conquista, pero dichos planes se vieron frustrados por su repentina muerte. Según se rumoreó, Zimim murió envenenado por Alejandro VI Borgia, a quien se lo había pedido el mismísimo Bayaceto II, hermano de Zimim.

El químico estadounidense Thomas Midgley (1889-1944), que tuvo el dudoso honor de desarrollar la gasolina con plomo y los clorofluorocarbonos (CFC), fue conocido como «el humano responsable de más muertes en la historia». Como si la propia naturaleza se vengara de él, a los 51 años quedó discapacitado y atado de por vida a su cama debido al envenenamiento por plomo y a la polio. Sin perder su inventiva, diseñó un complicado sistema de cuerdas y poleas que teóricamente le permitía levantarse de ella cuando lo necesitase. Sin embargo, su invención fue la causa de su muerte a los 55 años, cuando un día se lió accidentalmente en las cuerdas de la cama y murió estrangulado.

El rey de Navarra Carlos II el Malo (1332-1387) murió en el palacio de San Pedro o del Obispo, en Pamplona, tal como le habían vaticinado, por culpa del alcohol, aunque sin probarlo. El caso es que Carlos II padecía de problemas físicos y recurrió a un prestigioso alquimista y médico de la época, el valenciano Arnau de Villanova, quien creía que el aguardiente y mejor aún el coñac tenían grandes propiedades para el mantenimiento de la juventud, la prevención de cólicos y la curación de parálisis, fiebres y demás dolencias. El rey tenía alguno de los males que el aguardiente curaba según Arnau de Villanova, así que el curandero decidió recurrir a él. Una vez en manos del doctor, para que el tratamiento hiciera el efecto más rápido posible, Arnau envolvió al monarca en unas sábanas impregnadas del licor, que se cosieron entre sí para que el contacto con el elixir curativo fuera más intenso y permanente. Lo que no entraba en sus planes es que mientras cosían todas las sábanas para que fueran una, cayera una de las luces con las que se alumbraban los criados y prendiera las toallas. El rey Carlos falleció, pues, tal y como se le había vaticinado, y aunque era abstemio, debido al alcohol. Parecida es la historia que se cuenta sobre el duque Antonio Ferdinando quien, allá por 1740, decidió hacerse abstemio porque un astrólogo le vaticinó que el alcohol sería la causa de su muerte. Nueve años después, a la vuelta de una partida de caza con otros aristócratas, decidió darse unas friegas con alcohol en el cuerpo para tonificar los músculos, con tal mala suerte que una llama prendió el alcohol y el duque murió a causa de las quemaduras.

En 1922 se produjo el descubrimiento arqueológico de la tumba de Tutankamon, el adolescente y gris faraón egipcio de la XVIII dinastía, casado con una hija de la reina Nefertiti y muerto a los dieciocho años allá por el siglo XIV a. C. El 25 de noviembre fue removida la primera piedra del muro que cerraba la entrada a su tumba, lo que permitió vislumbrar el tesoro más extraordinario jamás encontrado hasta entonces. Las primeras evidencias revelaron que la tumba ya había sido violada antes pero que, sin embargo, los saqueadores habían vuelto a sellarla, sin regresar jamás por causas desconocidas. La excavación, al mando de Howard Carter (1874-1939), terminó en 1928 al cumplirse seis años de un trabajo intenso tras el cual la suntuosa tumba quedó vacía. Paralelamente, se prepararon las instalaciones en el museo de El Cairo, donde los visitantes pueden contemplar desde entonces el tesoro íntegro formado por unos mil doscientos kilos de oro. El gobierno egipcio compensó generosamente a Carter con la expresa condición de conservar el tesoro en su integridad, sin que pieza alguna fuera sacada del país.

Pocos meses después del hallazgo, George Edward Stanhope Molineux Herbert, quinto conde de Carnarvon (1866-1923), egiptólogo y filántropo que financiaba los trabajos, fue picado por un mosquito; al afeitarse, se cortó la hinchazón y, el 5 de abril de 1923, a las dos de la madrugada, moría en El Cairo, víctima de una septicemia. Según la leyenda, en el momento exacto de su fallecimiento, se produjo un apagón en la capital cairota y, a miles de kilómetros, su más fiel perro inglés entró en estado de intensa agitación y murió. Poco más necesitó la prensa inglesa para airear la leyenda de la maldición de los faraones. Incluso algunos afirmaron que en un muro de la antecámara se leía: «La muerte vendrá con alas ligeras al que turbe la paz del faraón», aunque en realidad tal frase nunca apareciese en las detalladas notas de Carter y el muro fuese derribado para entrar en la tumba. El escritor sir Arthur Conan Doyle, fanático del espiritismo y todo lo esotérico, se declaró creyente en la maldición; la escritora Marie Corelli afirmó tener un manuscrito árabe que hablaba de ella, y el arqueólogo Arthur Wiegall publicó oportunamente un libro sobre el asunto.

Poco después de la muerte de lord Carnarvon, su hermano Audrey Herbert, presente también en la apertura de la cámara real, murió inexplicablemente a su vuelta a Londres, al igual que Jorge Benedite, egiptólogo que trabajaba para el Louvre. Otro hermanastro y la esposa del conde fallecerían también, al igual que su ayudante Arthur C. Mace, hombre que dio el último golpe al muro para poder entrar en la cámara real, y que el secretario de Carter, hijo de lord Westbury, que murió de un ataque al corazón, lo que causó que su padre se suicidara, desesperado, al año siguiente. El egiptólogo Arthur Weigall, que también había estudiado la momia de Tutankamon, murió súbitamente aquejado de unas fiebres desconocidas, y sir Archibald Douglas Reid, que radiografió la momia, enfermó y, tras regresar a Suiza, murió dos meses después. Un magnate americano y un egiptólogo francés sufrieron también sendos accidentes tras visitar la tumba, y un profesor canadiense que estudió la tumba con Carter murió de un ataque cerebral al volver a El Cairo. Al proceder a la autopsia de la momia se encontró que justo donde el mosquito había picado a lord Carnarvon, Tutankamon tenía también una herida. Este hecho disparó aún más la imaginación de los periodistas, que incluso dieron por muertos a los participantes en la autopsia. En realidad, excepto el radiólogo, los demás miembros del equipo vivieron durante años sin problemas, incluido el médico jefe (que sobrevivió hasta los 75 años). Incluso, para reforzar la maldición, los periódicos recordarían después que el propio Howard Carter desatendió un mal presagio. Al parecer poseía un canario, con el cual su equipo se había encariñado ya que pensaban que traía buena suerte. Pero algunos días antes de la apertura de la tumba, una cobra (la serpiente de los faraones) se deslizó en su jaula y se lo tragó. Los obreros vieron en este asunto un mal presagio y, cuando Carter y Carnarvon se preparaban para abrir la primera puerta, un contramaestre les advirtió que morirán como el pájaro si violaban el descanso de Tutankamon. Los arqueólogos no tomaron en cuenta la advertencia y, junto a Evelyn, la hija de Carnarvon, y el egiptólogo Callender, que realizaba sus propias excavaciones a pocos kilómetros del lugar, entraron en la tumba.

A comienzos de la década de los treinta, los periódicos atribuían no menos de treinta muertes a la maldición del faraón. Aunque muchas de ellas eran exageraciones o simples mentiras, la casualidad parecía insuficiente para explicar las demás. Con el tiempo, la falta de más muertes extrañas disipó poco a poco el interés de los periodistas. Pese a ello, cíclicamente reaparece. La última posible víctima fue Ian McShane, cuyo coche se salió de la carretera y él se rompió una pierna durante la grabación en los años ochenta de una película documental sobre el asunto. Con los datos en la mano, está comprobado que de las cincuenta y ocho personas presentes cuando la tumba y el sarcófago de Tutankamon fueron abiertos, sólo ocho murieron en los siguientes doce años. Howard Carter, Evelyn Carnarvon y el arqueólogo Callender, que participaron con él en la apertura, terminaron apaciblemente sus días, muchos años más tarde. El propio Carter murió el 2 de marzo de 1939 a los sesenta y cuatro años, de muerte natural.

La paz que puso fin a la Primera Guerra Mundial comenzó a las 11 horas del día 11 del mes 11 de 1918. Se ha conservado memoria de los tres últimos muertos militares: el francés Augustin Trébuchon, el estadounidense Henry Gunther y el británico George Lawrence Price. El francés A. Augustin Trébuchon (1878-1918) era un humilde pastor que, en sus ratos libres, tocaba el acordeón en las fiestas de los pueblos. El 4 de agosto de 1914 se enroló en el ejército y fue destinado al 415.º Regimiento de Infantería como mensajero. La mañana del 11 de noviembre, sobre las 10.45, llevaba un mensaje para la 163.ª División de Infantería situada en Vrigne-sur-Meuse, en las Ardenas, cuando fue abatido por los disparos de los alemanes. El mensaje decía: «Sopa caliente a las 11.30». El estadounidense Henry Gunther (1895-1918) era un empleado de un banco de Baltimore que, en 1917, se alistó en el ejército y fue destinado al 313.º Regimiento de Infantería, 79.ª División de las Fuerzas Expedicionarias de América. A primera hora del 11 de noviembre de 1918, el 313 recibió la orden de avanzar hacia Metz a pesar de que el armisticio entraría en vigor a las 11.00. Por el camino, se encontraron a dos escuadrones de alemanes que dispararon al aire, como advertencia. El regimiento estadounidense se puso a cubierto y, cuando todo estaba en calma, Gunther salió corriendo y gritando hacia las líneas enemigas. Los alemanes, sorprendidos, aguantaron hasta que ya se echaban sobre ellos y dispararon. Henry Gunther moría a las 10.59. A esa misma hora fallecía la última víctima británica, un soldado canadiense de la Compañía A del 28.º Batallón de Infantería de Nueva Escocia, destinado en la aldea belga de Ville-sur-Haine, a las afueras de Mons, de nombre George Lawrence Price (1892-1918), cuando se agachaba para coger las flores que le ofrecían unos niños. Como gesto de confianza y acercamiento, se quitó el casco, momento que fue aprovechado por un francotirador alemán para volarle la cabeza.

En 1943, Alexander Woollcott (1887-1943) sufrió un infarto durante un programa de radio (People’s Platform, de la cadena CBS) en el que él y otras cuatro personas mantenían una discusión sobre Hitler. Por supuesto, todos los oyentes que seguían el programa en directo se mantuvieron ignorantes de lo que estaba pasando en el estudio. Algunos de ellos contaron después que Woollcott, famoso por su vehemencia, estaba extrañamente callado.

En 1983, una violenta racha de viento llevó el coche de Vittorio Luise (1938-1983), un hombre de cuarenta y cinco años, a un río cercano a la ciudad italiana de Nápoles. Vittorio se las apañó para romper una ventana, salir del coche y nadar hasta la orilla, donde un árbol se vino abajo y le mató.

En 1999, una mujer inglesa de sesenta y siete años, Betty Stoobs, llevaba un paquete de heno con que alimentar sus ovejas en la parte de atrás de su motocicleta. Aparentemente, las ovejas estaban muy hambrientas. Inesperadamente, cuarenta de ellas cargaron hacia el heno y tiraron a Stoobs por un acantilado. La granjera sobrevivió a la caída, pero murió cuando la moto cayó encima de ella, empujada también por las ovejas.

El atleta etíope Abebe Bikila (1932-1973) ganó su primera maratón olímpica en los Juegos Olímpicos de Roma de 1960 corriendo los 42 kilómetros y 195 metros descalzo. Cuando cuatro años después repitió su triunfo en los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964, ya calzaba unas convencionales zapatillas deportivas, aunque su victoria también tuvo mucho de épica, pues se produjo unas semanas después de ser operado de apendicitis. En 1968, participó en la misma prueba de los Juegos Olímpicos de México, donde tuvo que abandonar. En 1969 sufrió un grave accidente de automóvil, a consecuencia del cual quedó condenado a vivir en una silla de ruedas. Sin embargo, no se desanimó del todo y participó en los juegos para parapléjicos de Stoke Mandeville, en Inglaterra, en la competición de baloncesto en silla de ruedas. En 1973, una hemorragia cerebral acabó con su vida a los 41 años.

En 2003, el cirujano Hitoshi Nikaidoh Christopher fue decapitado mientras trataba de subir a un ascensor en el Hospital Christus St. Joseph de Houston, Estados Unidos. Según un testigo que se encontraba en el interior del ascensor, las puertas de este se cerraron justo cuando Nikaidoh entraba, atrapando su cabeza en el interior del habitáculo mientras que el resto de su cuerpo aún se encontraba fuera. Su cuerpo fue encontrado más tarde en el fondo del hueco del ascensor, pero la parte superior de la cabeza, cortada justo por encima de la mandíbula inferior, fue encontrada dentro del habitáculo del ascensor.

En 2010, el joven estadounidense Robert Gary Jones, de treinta y ocho años, estaba haciendo jogging y escuchando su iPod cuando fue atropellado por detrás y muerto por una pequeña avioneta que realizaba un aterrizaje de emergencia en una playa de Carolina del Sur.

En el año 1312, hallándose el rey Fernando IV el Emplazado (1285-1312) en la ciudad de Palencia, llegó a sus oídos la noticia de la muerte que el caballero Juan de Benavides, privado del rey de Castilla, había sufrido a manos de dos hombres. La autoría del crimen fue atribuida a los hermanos Carvajal, caballeros de la Orden de Calatrava. Tras su paso por la ciudad de Jaén, Fernando IV se dirigió a la localidad jienense de Martos y, allí, condenó a muerte a los hermanos Carvajal, quienes, según la leyenda (sin documentar), fueron condenados a ser introducidos en una jaula de hierro con púas afiladas en su interior y arrojados desde la cumbre de la Peña de Martos. Según refieren la Crónica de Fernando IV y la de Alfonso XI, los hermanos Carvajal, antes de ser ejecutados, emplazaron al rey Fernando IV a comparecer ante Dios en un plazo de treinta días, por la muerte injusta que el monarca ordenaba darles. Fernando IV murió inesperadamente en la ciudad de Jaén el día 7 de septiembre de 1312, treinta días después de la ejecución de los hermanos Carvajal. De esta historia o leyenda es de donde le viene al rey el sobrenombre de «El Emplazado».

En 1941, el acorazado de la armada alemana Bismarck se hundía tras el ataque conjunto de los acorazados HMS Rodney y HMS King George V, los cruceros pesados HMS Dorsetshire, HMS Norfolk y HMS Sheffield, y el portaaviones HMS Ark Royal. El barco alemán se llevó con él al fondo del mar a más de 1900 marineros de su tripulación. La armada inglesa buscó supervivientes con escasa fortuna, sin embargo los marineros del destructor británico HMS Cossack rescataron entre los restos del Bismarck un gato. Era un gato negro y de su cuello colgaba una placa con su nombre, Oskar.

Oskar, uno de los pocos supervivientes del acorazado alemán, pasó a ser ahora un miembro más de la tripulación del destructor inglés. El gato no tuvo problemas para aclimatarse a sus nuevos compañeros hasta el viernes 23 de octubre de 1941, cuando el destructor británico HMS Cossack se encontró con el submarino alemán U563, que no dudó en disparar sus torpedos contra el barco que, como el Bismarck, también se hundió. Ese día murieron más de ciento treinta hombres, y entre los supervivientes se encontraba de nuevo Oskar, el gato negro, que había logrado subir a un bote salvavidas, y que llegó sano y salvo al Ark Royal, el portaaviones que había sido uno de los participantes en el hundimiento de su primera casa, el acorazado alemán Bismarck.

Días más tarde, el 14 de noviembre, el submarino alemán U81 conseguía dañar con un torpedo al portaaviones británico que, pese a resistir en un principio, terminó por hundirse. El portaaviones no tuvo bajas físicas de consideración, casi todos sus tripulantes pudieron salvar su vida y cómo no, Oskar también. Para el gato aquella fue su última misión ya que dio el salto a tierra firme y murió, ya mayorcito, en la verde Irlanda.

En el siglo XVIII, el mariscal duque de Lorges (1630-1702) sufría de cálculos y se enteró de que un tal Jacques Beaulieu los operaba. Ahora bien, como no se fiaba de este médico, decidió realizar una prueba antes, buscando a veinte enfermos del mismo mal y sometiéndolos a la operación. Todos ellos se curaron en pocas semanas. Una vez ganada la confianza, el duque de Lorges se dejó operar, muriendo al día siguiente.

En el verano de 1985, Jimmy Simmond, un prisionero de Highpoint, Suffolk, fue capturado de nuevo treinta minutos después de fugarse saltando la valla de seguridad. Cuando trató de que alguien le llevara haciendo autoestop al cercano pueblo de Little Bradley, el primer coche que paró y accedió a llevarle lo conducían los detectives que se dirigían a la cárcel para investigar su fuga.

Uno de los innumerables eventos de celebración de la boda de Isabel, la hija de Enrique II (1519-1559), rey de Francia, con Felipe II de España fue un torneo en el que participó el monarca francés como uno más. En uno de los combates, el 30 de junio de 1559, se enfrentó con Gabriel, conde de Montgomery y capitán de su guardia, con la mala suerte de resultar gravemente herido. Una astilla de la lanza de su oponente penetró por una de los finos huecos que permitían la visión a través de la celada del rey y fue a parar a su cerebro, a través de su ojo. Un relato dice: «En la primera carrera, ambos jinetes rompieron sus lanzas pero se sostuvieron sobre las monturas a pesar del ímpetu del encuentro. Cambió el rey su lanza y sorprendentemente, contra todas las normas, el conde de Montgomery, distraído, conservó el fragmento del asta rota en sus manos. En el segundo choque, esta parte de la lanza resbaló en la coraza del rey y, levantando la visera, le alcanzó la parte superior del rostro, entre las dos cejas». Malherido, se puso al monarca en manos de los mejores médicos y cirujanos. Felipe II envió a Andrés Vesalio, el más afamado médico de la época y entonces la máxima autoridad entre los cirujanos, que colaboró con el francés Ambroise Paré, considerado como el padre de la cirugía moderna. Había, no obstante, que diagnosticar la magnitud de los daños padecidos para, a partir de eso, emplear el tratamiento que pareciera más adecuado. Así se hizo y se vio que la única posible solución era trepanar el cerebro del rey francés. Pero, claro, era un rey y había que tomar las debidas precauciones y se decidió escoger a algunos voluntarios para poder practicar con ellos. Cuatro condenados a muerte del Grand Chastelet fueron seleccionados para que prestaran su cabeza para la prueba. Reprodujeron en ellos el daño que tenía el rey, metiéndoles una astilla por el ojo, y luego intentaron solucionarlo. Ninguno de ellos sobrevivió. Una vez muertos, los cirujanos analizaron detenidamente la lesión producida para darse una idea de la magnitud del daño sufrido por su majestad. De nada sirvió, porque la herida regia era impresionante. Así que, como era de prever, Enrique II sufrió un coma y murió a los diez días.

El fundador de la famosa agencia norteamericana de detectives Pinkerton, Allan Pinkerton (1819-1884), a quien vemos aquí junto al presidente Lincoln, murió el 1 de julio de 1884 tras morderse la lengua al dar un traspiés en la acera de una calle de Chicago y rechazar ser atendido médicamente, lo que le haría contraer gangrena.

En febrero de 1997, Santiago Alvarado, de veinticuatro años de edad, se mató en la localidad californiana de Lompoc, al caer «de cara» y atravesar el techo de una tienda de bicicletas que intentaba robar. La muerte se produjo cuando la gran linterna eléctrica que se había colocado en la boca para dejar las manos libres se clavó en la base del cráneo al golpearse contra el suelo.

En junio de 1986 atracaron a un hombre en el barrio de St Paul’s de la ciudad de Bristol y le quitaron la cartera y todo el dinero suelto que llevaba. Cuando se dirigía a la comisaría de policía a denunciar el robo le atracaron de nuevo. Aunque le contó al segundo atracador su difícil situación, el ladrón no se apiadó y le dejó sin zapatos ni calcetines. Tramitadas las dos denuncias, la policía acompañó a la doble víctima hasta el lugar donde había aparcado el coche. Pero al llegar allí se encontraron con que también le habían robado el coche. El portavoz de la policía no tuvo por menos que decir: «Se mire como se mire, no era su día».

El mago estadounidense de origen judeo-húngaro Harry Houdini (1874-1926) murió el 31 de octubre de 1926 (día de Halloween) en el hospital Grace de Detroit. Los médicos establecieron como causa oficial del deceso una peritonitis por perforación del apéndice a consecuencia de «un duro golpe recibido en el abdomen el 22 de octubre» en Montreal, de donde provenía Houdini. La versión inicial relacionó ese golpe con un reto que había lanzado el mago a un grupo de estudiantes, uno de los cuales (campeón universitario de boxeo) quería convencerse de la fortaleza y el aguante físicos que Houdini proclamaba tener. El mago, que se encontraba sentado, aceptó el reto. No había terminado de levantarse aún, cuando el joven golpeó su abdomen con todas sus fuerzas. Tras el inesperado golpe, la cara de Houdini se puso blanca mientras hacía esfuerzos por recuperar el aliento. Algunos minutos después, Houdini pidió al joven que lo golpeara de nuevo. Esta vez estaba preparado para recibir el golpe y el estudiante estrelló su golpe contra un abdomen duro como una piedra. Houdini había probado su fortaleza y el joven boxeador quedó impresionado. Houdini no se dio cuenta entonces, pero su alarde le había costado la rotura del apéndice y, a la postre, su muerte. Por su carácter, Houdini quiso seguir trabajando durante los días siguientes a pesar de padecer fuertes dolores y fiebre, incluido el numerito del golpe en el abdomen por más personas, entre ellas un misterioso personaje apellidado Whitehead, a quien se ha identificado como un destacado espiritualista de aquella ciudad canadiense. Finalmente sufrió dos desmayos en escena y fue hospitalizado. Tras varios días luchando contra la enfermedad, pareció rendirse ante lo inevitable. Le dijo a su hermano Hardeen: «Estoy cansado de luchar. Creo que esta cosa me va a vencer». En la madrugada del 31 de octubre de 1926, Houdini fallecía a los 52 años. William Kalush y Larry Sloman, autores de The secret life of Houdini: the making of America’s first superhero señalan, además, que durante su estancia en el hospital y cuando mostraba síntomas de mejoría, pocos días antes de morir, le administraron un suero experimental del que nunca se supo su contenido. A su muerte, los restos de Houdini fueron trasladados a Nueva York y recibieron sepultura en un cementerio del condado de Queens sin haberse realizado autopsia, lo que ha favorecido el misterio en torno a las causas reales de su muerte. En la imagen, simulando en broma ser golpeado por el campeón mundial de boxeo Jack Dempsey.

En los anales de las prendas legendariamente malditas, tal vez ninguna destaque más que un quimono japonés de mediados del siglo XVII que perteneció consecutivamente a tres mujeres jóvenes que murieron antes de tener siquiera la posibilidad de ponérselo. En febrero de 1657, en la creencia de que el quimono era diabólico y estaba en el origen de las muertes de las muchachas, un sacerdote japonés declaró que debía ser quemado. Pero cuando se echó el quimono al fuego, un súbito y violento viento comenzó a soplar y atizó las llamas hasta ponerlas fuera de control. Dice la leyenda que el subsiguiente incendio destruyó las tres cuartas partes de Tokio y mató a cien mil personas.

Entre las causas curiosas de muerte no puede dejar de citarse la del poeta satírico Gilbert. Se cuenta que tuvieron que llevarle al hospital presa de agudos dolores, pero los médicos no entendían que quería decirles cuando, apuntando a su garganta, repetía angustiosamente: «¡La llave, la llave!». Tras la muerte, la autopsia reveló que se había tragado la llave de un cofre que contenía comprometedores documentos que debía querer proteger a toda costa.

El veneciano palacio Ca’Dario (que, al igual que la torre de Pisa, está peligrosamente inclinado) también esconde una maldición detrás de su fachada de piedra de Istría asomada al Gran Canal. Al parecer, ser su propietario acaba por llevar a la muerte a su comprador, y esto es así desde 1487. Marieta, hija del primer dueño, Giovanni Dario, secretario del senado veneciano, y su esposo, Vincenzo Barbaro, murieron en la pobreza más absoluta viviendo en el palacio. Tras su muerte, la propiedad pasó a manos de la familia Barbaro, que perdió a otro de sus herederos al ser asesinado en Candia. El siguiente en la lista de compradores fue el rico comerciante de piedras preciosas Arbit Abdoll, que perdió toda su fortuna en diamantes poco después de comprar la casa. A mediados del siglo XIX, Ca’Dario presenció en un breve espacio de tiempo el doble suicidio del inglés Radon Brown y de su inquilino, después de que se supiera que ambos formaban una pareja homosexual, con el consiguiente escándalo. Con la muerte de Brown, Charles Briggs, también estadounidense y también homosexual, compró la casa pero, al conocer la historia anterior, decidió marcharse a México escapando de las habladurías junto con su amante, que se suicidó. Tras ellos, el famoso tenor Mario del Mónaco sufrió un accidente con su coche mientras se dirigía a Venecia para cerrar la compra del palacio. En 1970 murió asesinado en Londres el examante y asesino del propietario del momento, conde Filippo Giordano delle Lanze. Raoul, un marinero serbio de dieciocho años abrió la cabeza con una estatua de bronce en Ca’Dario al conde, con el que mantenía una relación. Escapó a Londres, donde fue asesinado. Pese a todo lo ocurrido, el mánager del grupo de rock The Who, Christopher Lambert (no confundir con el actor), decidió comprarla y, poco después, murió al caerse por las escaleras de la casa londinense de su madre. El siguiente fue el rico empresario italiano Fabricio Ferrari que después de comprar la casa murió endeudado en un accidente de coche. Y, por último, el magnate italiano Raoul Gardini, que se suicidó en 1993 de un disparo, envuelto en el escándalo del proceso de corrupción conocido como «Manos limpias». Actualmente un rico norteamericano se ha hecho con el palacio, y quién sabe si con la maldición, por ocho millones de euros.

Felipe IV el Hermoso (1268-1314) fue uno de los reyes más trágicos de Francia. No sólo decidió apoderarse de los muchos bienes de los templarios, sino que se deshizo en la hoguera, frente a la catedral de Notre Dame, tras un juicio amañado, del Gran Maestre de la orden, Jacques de Molay. Mientras las llamas le devoraban, Molay volvió a refutar públicamente cuantas acusaciones se había visto obligado a admitir, proclamó la inocencia de la Orden y, según la leyenda, maldijo a todos los culpables de la conspiración, y especialmente al rey Felipe IV, del que afirmó que sus tres hijos morirían sin herederos y que, en menos de un año, se encontraría con él al otro lado de la muerte para ajustar cuentas. En el plazo de un año, antes del día de Todos los Santos, su maldición se cumplió con la muerte de Felipe IV (de un accidente cerebrovascular durante una cacería) y del papa Clemente V (1264-1314).

Pero no fue esta la única maldición caída sobre el rey francés. Dado que se había dado a la tarea de mandar a su fiel Guillermo de Nogaret (1260-1314) a dar una lección y recluir al papa Bonifacio VIII (1235-1303) al palacio de Agnani donde el sumo pontífice vivía, el papa en cuestión también lo maldijo antes de morir tras ser sometido durante tres días seguidos a todo tipo de vejaciones físicas y psíquicas.

La modelo y artista francesa Fernande Olivier (1881-1966) vivió con Picasso durante siete años cuando él era joven y pobre. Ella no se impresionaba con sus pinturas, que incluían muchos retratos suyos que pensaba, con razón, que no le favorecían. En 1912, Fernande se separó del pintor español y, al mudarse, sólo se llevó un pequeño espejo en forma de corazón como único recuerdo de los años pasados con él. Nunca volvió a verlo y murió en 1966 pobre, aunque, pocos años después de su muerte, una sola pintura cubista de Picasso para la que ella posó se vendió por 790 000 dólares. En la imagen, el cuadro de Picasso, Desnudo con las manos cruzadas II, que retrata a Fernande (en la foto).

George Schwartz, propietario de una fábrica en la ciudad de Providence, en el Estado de Rhode Island, se libró por los pelos de morir cuando en 1983 una tormenta de aire derribó toda su fábrica menos una pared, que le sirvió de protección. Tras curarse las heridas, volvió al escenario del incendio para comprobar los daños. Desafortunadamente, la pared que aún estaba en pie cayó sobre él y le mató.

El noble francés Guillaume Joseph Hyacinthe Jean-Baptiste Le Gentil de Lagalaisière (1725-1792) podría haberse dedicado a vivir de las rentas, pero tenía inquietudes y se hizo astrónomo. El inicio de su carrera fue bastante prometedor: descubrió unas cuantas nebulosas y fue nombrado académico de las Ciencias de París. Pero ahí se acabó su suerte. Participó en un proyecto para medir la distancia del Sol a la Tierra mediante la observación en 1761 del tránsito de Venus, un mini-eclipse en el que Venus se interpone entre el Sol y nuestro planeta. En dicha investigación colaborarían muchos científicos de diferentes países y a él le correspondería la misión de observar el fenómeno desde Pondychery, un enclave francés en la India. A tal fin, salió de París en marzo de 1760 y en julio de ese año ya estaba en Isla Mauricio, frente a Madagascar (tras pasar algunas dificultades, como una peste y una extraña invasión de ratas en el buque). Mientras esperaba a otro barco con el que cubrir la etapa final de su viaje a la India, se enteró de que Inglaterra había declarado la guerra a Francia. Por esa razón, durante un largo período no encontró barco alguno dispuesto a llevarle, lo que él aprovechó, a su pesar, para enfermar de disentería. Pero, por fin, consiguió salir de Mauricio en una fragata que, si no había dificultades, le dejaría en Pondichery a tiempo de observar el tránsito. Pero las hubo; cuando estaban a punto de llegar a su destino, los ingleses tomaron la ciudad y comenzaron a fusilar a cuanto francés osara entrar en ella. Le Gentil tuvo que volver a Isla Mauricio, pero, con tan mala suerte, que el día del tránsito le pilló en alta mar. No pudo tomar mediciones, porque el barco no paraba de moverse.

Después de encajar como pudo el fracaso, decidió que se quedaría por la zona a la espera de la siguiente oportunidad de observar el tránsito de Venus, ocho años más tarde. Para hacer tiempo, se dedicó a viajar por todo el Índico y a hacer mapas. Pondichery volvió a manos francesas en 1763 y él dedicó un año entero a construirse un observatorio desde el que estudiar el fenómeno tranquilamente y con propiedad cuando se produjese. Y llegó el día; había hecho un tiempo maravilloso las últimas semanas, pero aquel 4 de junio de 1769 se abatió sobre Pondichery una enorme tormenta que le impidió ver algo. La siguiente oportunidad sería más de un siglo después. Había enfermado, atravesado penurias, guerras y trabajado como un loco durante nueve años para nada, pero ahí no acabaron sus desdichas.

Si el viaje de ida apenas duró unos meses, el de vuelta a casa se alargó dos años. Primero le retuvo otro ataque de disentería que casi acaba con él; luego, su barco naufragó a causa de una tormenta y él tuvo que quedarse en las Islas Reunión, hasta que un barco español se apiadó de él y, en 1771, le llevó a Francia sin más contratiempos. A su vuelta a París después de once años, descubrió que todos le habían dado por muerto: su mujer se había casado con un amigo de la infancia, otro astrónomo ocupó su silla en la academia y un montón de desconocidos se habían repartido su herencia. Consiguió que el rey le otorgase una pensión, se volvió a casar, tuvo dos hijos y llevó una vida oscura, pero sin mayores contratiempos, hasta su muerte.

Hay gente con mala suerte: Freedom Hunter, de Lincoln, Nebraska, fue arrestado por intentar cobrar un cheque con firma falsificada. Cuando fue al banco para cobrarlo, el cajero que le atendió resultó ser el propietario del cheque.

A la tierna edad de tres meses, el escritor uruguayo Horacio Quiroga (1878-1937) fue testigo de cómo su padre se quitaba la vida disparándose en la cabeza con una escopeta. Su madre volvió a casarse y, tras cinco años de matrimonio, el padrastro se suicidó con idéntico método al que había usado su padre biológico, y también en su presencia. Con el tiempo, el joven Quiroga se hizo profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires y se casó con una alumna, Ana María, que en 1915 se suicidó bebiendo líquido de revelar fotografías tras una fuerte discusión con él. Su agonía duró ocho espantosos días. En la siguiente etapa de su vida, Quiroga mantuvo un breve idilio y una larga amistad con Alfonsina Storni (que se suicidaría veinte años después, arrojándose al mar). Después, un amigo le consiguió el puesto de cónsul de Uruguay en la capital porteña, que perdió cuando ese mismo amigo se suicidó. Un año y un día antes de que se quitase la vida ingiriendo arsénico su gran amigo Leopoldo Lugones, el propio Quiroga ingiere una dosis letal de cianuro, al enterarse de que padece cáncer de próstata. Poco más tarde se suicidaría su hija mayor, Eglé, mientras que a su único hijo varón, Darío, le tocó el turno en 1951.

La tailandesa Jaeyana Beuraheng, madre de ocho hijos, quiso un buen día ir de compras a Malasia, pero se equivocó de autobús e, increíblemente, acabó en Bangkok. Como sólo hablaba yawi (dialecto usado por los musulmanes tailandeses) y desconocía tanto el inglés como la lengua tailandesa, no fue capaz de encontrar a nadie que le dijera cómo volver a su casa. Así las cosas, la buena mujer acabó, después de volverse a equivocar de autobús, en la frontera con Birmania. En esa difícil situación y sin dinero para volver, se vio obligada a mendigar para poder pagarse el billete de vuelta, cosa que tardó cinco largos años en conseguir. Por fin, en 1987, las autoridades la metieron en un albergue al ser considerada inmigrante ilegal. En ese albergue, donde tampoco pudieron ayudarla, pasaron veinticinco años más, hasta que unos estudiantes de su localidad y que, por supuesto hablaban su lengua, llegaron al lugar para hacer prácticas y pudieron ayudarle. Sólo entonces pudo reunirse con sus hijos.

El astrónomo alemán Johannes Kepler (1575-1630), un hipocondriaco irredento, tuvo en su vida un cúmulo de desgracias increíble. Tras nacer sietemesino, sufrió la viruela a los tres años, lo que le afectó para siempre la vista. Su madre murió al poco de salir de la cárcel acusada de brujería y sólo se libró de la hoguera gracias a la fama, el prestigio y, sobre todo, el dinero de su hijo. Bárbara, su primera esposa en un matrimonio de conveniencia, y una mujer de carácter muy desagradable, murió enloquecida, al igual que dos de los cinco hijos que habían tenido. La segunda, Susanne, le dio siete hijos que murieron antes que él, tres de forma muy prematura. A lo largo de su vida fue muy perseguido. Le persiguieron los católicos porque era protestante, y los protestantes, porque había vivido entre católicos. Finalmente, en 1632, dos años después de morir, durante la Guerra de los Treinta Años, el ejército sueco destruyó su tumba y se perdieron todos sus trabajos. Recuperados por Catalina II de Rusia en 1773, hoy se encuentran en el Observatorio de Pulkovo en San Petersburgo, Rusia.

El escritor estadounidense John Berryman (1914-1972), autor de Homage to mistress Broadsheet, tuvo desde niño una relación cercana con el suicidio. A los doce años descubrió el cadáver de su padre, que acababa de pegarse un tiro. Esta imagen inspiraría sus famosas 77 canciones del sueño, poemario que acabó ganando el Pulitzer de poesía. Pese a sus éxitos literarios, quienes le conocieron hablaban de su carácter imposible: perverso, alcohólico y manipulador. En 1972, sumido en la desesperación, decidió saltar al Misisipi desde un puente de Minneapolis, con tan mala suerte que no cayó al agua y murió asfixiado con la cabeza atrapada en el barro de la orilla.

La imagen histórica de eterno vencedor que se aplica a Napoleón Bonaparte (1769-1821), al menos hasta su derrota final, ha de ser contrastada con los múltiples problemas de salud que arrastró. Al parecer, además de ser vencido en Waterloo, hubo de soportar la derrota mientras luchaba contra las hemorroides, llegándose a especular que esta dolencia fue una de las razones principales de su derrota, ya que le impedía montar a caballo, lo que, a su vez, no le permitió tener un conocimiento exacto de la marcha de la batalla. También sufrió al parecer de estreñimiento crónico durante toda su vida. Y eso que era un comedor frugal, de lo que da muestra, por ejemplo, que su plato favorito fueran las patatas hervidas con cebolla. Asimismo, sufría un miedo visceral, de carácter fóbico, hacia los gatos. Para algunos historiadores, parece seguro que también contrajo la sífilis. En fin, según estudios recientes realizados sobre su esqueleto, parece muy verosímil que muriese envenenado. Tal vez tantos males y achaques hicieron de Napoleón un hombre precavido. Y quizás por eso, en mayo de 1813, firmó una póliza de seguro por valor equivalente a unos sesenta mil euros, una gran fortuna en la época, cubriendo la eventualidad de que muriese en batalla o fuese hecho prisionero. La prima que tuvo que pagar fue de tres libras para un seguro válido tan sólo para un mes. Sin embargo, frente a esa existencia tan llena de achaques, su inmortalidad goza de una muy buena salud, si se puede decir así.

El piloto de carreras automovilísticas italiano Lorenzo Bandini (1935-1967) murió ahogado en el mar en el transcurso del Gran Premio de Mónaco de Fórmula 1 de 1967, disputado el 10 de mayo. Este sorprendente suceso ocurrió al salirse de la pista su bólido e ir a caer al lago de la ciudad monegasca. Bandini, con el número 18, liderando la carrera poco antes de su accidente.

La llamada «maldición de la novena» es una superstición según la cual cualquier compositor de sinfonías, a partir de Ludwig van Beethoven (1770-1827), moriría poco tiempo después de escribir su novena sinfonía. Los ejemplos más notorios de compositores que habrían sido afectados por esta supuesta maldición son, además de Beethoven, Franz Schubert (1797-1828), Anton Bruckner (1824-1896), Antonín Dvorak (1842-1904), Gustav Mahler (1860-1911), Alexander Galzunov (1865-1936) y Ralph Vaughan Williams (1872-1958). Los biógrafos han relatado el gran temor, para algunos «reverencial» que le provocaba a Gustav Mahler asumir una nueva composición después de su Octava sinfonía «para no tentar al destino», como contó su esposa Alma. Temeroso de que se cumpliese en su caso la maldición de la novena, Mahler, en vez de llamar a su nueva obra Novena Sinfonía prefirió nombrarla Canción dedicada a la Tierra. Esta obra, construida para acompañamiento solista e inspirada en una serie de poemas traducidos del chino obsequiados a su esposa Alma, le exoneraría de un enfrentamiento anticipado con la muerte, esquivando la maldición que supuestamente habría cobrado las vidas de Beethoven, Schubert y Bruckner, justo después de traspasar el nueve en la numeración de sus sinfonías. No obstante, hay que hacer constar que ni que decir tiene que son casi innumerables los casos que desdicen esa supuesta maldición.

La misión espacial STS-51-L, que era el vuelo número 25 del programa del transbordador espacial estadounidense, parecía gafada desde el principio. El lanzamiento de la nave se retrasó por el mal tiempo hasta seis veces, hasta que el 28 de enero de 1986 se dio definitivamente el visto bueno a su despegue. A bordo, siete tripulantes, entre ellos Christa McAullife, la primera civil que viajaba al espacio. Setenta y tres segundos después del despegue, la nave se desintegró ante los atónitos ojos de miles de personas en Cabo Cañaveral, y millones de telespectadores de televisión. Los tripulantes fallecieron al impactar la cabina de la nave contra el océano, tras una larga caída de casi tres minutos. Las circunstancias finales de su muerte se desconocen, pero la comisión investigadora del accidente determinó como «poco probable» el que alguno de ellos estuviese consciente en el momento del impacto, aunque posteriormente salieron a la luz pública evidencias de que al menos cuatro de los miembros de la tripulación pudieron activar sus sistemas auxiliares de suministro de oxígeno y que intentaron socorrerse mutuamente. La cabina fue la única sección de la nave que logró sobrevivir a la terrible destrucción de la explosión, pero no pudo soportar el impacto final contra el océano, tras una caída libre de 15 240 metros, desintegrándose junto con sus ocupantes. Se determinó que la tragedia sobrevino debido a una filtración de gases provenientes de un anillo defectuoso del cohete de propulsión sólida derecho. Tras el accidente, una comisión de seguridad de la NASA detectó graves fallos en el diseño de las naves, especialmente en el de los tanques de combustible, que motivaron la explosión del Challenger. Los transbordadores permanecieron en los hangares durante dos años.

La peripecia vital de Miguel de Cervantes Saavedra (1547-1616) no puede ser considerada ciertamente como ordinaria. En sucesivas etapas de su vida, se vio envuelto en lances, duelos y disputas amorosas de todo tipo; combatió como aguerrido soldado y oficial en muchas e importantes campañas (en una de las cuales perdió la movilidad de una mano), y fue esclavizado, encarcelado y excomulgado. En 1569, fue acusado de haber herido a un tal Antonio de Sigura, por lo que fue condenado a destierro de diez años y a que le cortaran la mano derecha. Afortunadamente para todos, el diestro Cervantes logró huir a Italia y eludir de esa forma la sentencia. Allí se alistó en el ejército del cardenal Giulio Acquaviva. Como es bien sabido, participó posteriormente en la batalla de Lepanto (1571), resultando herido en la mano izquierda, que le quedó inmovilizada para toda su vida. Tras participar en otras hazañas militares, decidió regresar a España, para lo cual emprendió el viaje de vuelta por mar, bien pertrechado con cartas de recomendación firmadas por Juan de Austria y el duque de Sessa, a la sazón virrey de Sicilia. Mas en el viaje fue apresado por piratas berberiscos, que le recluyeron en la prisión de la ciudad de Argel. Los piratas, viendo las cartas signadas por personajes tan ilustres que llevaba Cervantes, pensaron que se trataba de un personaje importante, razón por la cual fijaron un alto rescate. Cinco años después de ser capturado, y tras no menos de cuatro rocambolescos intentos de evasión, Cervantes fue liberado, previo pago de quinientos ducados. De regreso a España, y poco antes de contraer matrimonio en 1584 con Catalina Palacios de Salazar y Vozmediano, Cervantes tuvo una hija (bautizada Isabel) con su amante Ana Franca (o Villafranca) de Rojas, esposa de un cómico. En 1597 fue encarcelado en la prisión real de Sevilla por un oscuro asunto de malversación de fondos ocurrido en la oficina de recaudación de provisiones para la Armada Real (la famosa Invencible), que estaba a su cargo. Hasta que se esclareció el asunto, permaneció en la cárcel tres meses, tiempo que aprovechó para comenzar la redacción de su obra maestra Don Quijote de la Mancha. Todas estas vicisitudes vitales salieron a la luz pública, convirtiéndose en materia de escándalo, cuando Cervantes fue nuevamente arrestado, esta vez por su supuesta implicación en el asesinato del noble navarro Gaspar de Ezpeleta, ocurrido a las puertas de su domicilio, acusación de la que finalmente fue absuelto. Sin duda, se puede resumir que la vida de Cervantes tuvo los suficientes elementos como para alimentar la inspiración de muchas novelas.

Los comienzos de la carrera literaria del gran dramaturgo noruego Henrik Ibsen (1828-1906) no fueron nada halagüeños. Su primera obra publicada, Catilina (1848), supuso tal fracaso de ventas que los libros, deshojados, acabaron siendo vendidos a un tendero como papel de envolver. Después de tal fracaso, intentó matricularse en la universidad de Oslo, pero suspendió el examen de ingreso. También trató de dedicarse al periodismo, pero igualmente no tuvo éxito. Por fin, comenzó a trabajar como empresario teatral, primero en Bergen y luego en Cristianía y Oslo, puestos que le permitieron ir estrenando obras suyas, ninguna de las cuales alcanzó el éxito; si acaso, algún sonoro fracaso. Tras verse obligado a abandonar sus poco exitosos negocios teatrales, hubo de pasar cinco años de extrema pobreza en Roma, en los que se convirtió en uno de los muchos bohemios de largos cabellos e ideas chocantes que por allí pululaban. Finalmente, se decidió a escribir un drama sobre el fracaso y envió sin demasiadas esperanzas una copia a la editorial noruega Danish, que lo publicó en 1866 con un buen éxito de ventas. Tras repetir éxito relativo con un nuevo drama, Peer Gynt, regresó a su país, olvidó todo escarceo bohemio, aburguesó su aspecto físico y fue nombrado poeta nacional noruego.

Los familiares de la joven Mariesa Weber, de treinta y ocho años, vecina de la localidad de New Port Richey, en Florida, denunciaron su desaparición (pensaron que había sido secuestrada) y la buscaron afanosamente durante casi dos semanas antes de encontrarla casualmente muerta en su propio cuarto, caída cabeza abajo tras una gran estantería de libros. Hay que apuntar el hecho de que Mariesa medía apenas 1,60 m y pesaba no más de 45 kilos. Se supone que la chica se cayó y murió tratando de ajustar la antena de su televisor.

Los pescadores son muy supersticiosos y aquellos que practican su oficio en las extremadamente traicioneras aguas de los Grandes Bancos, frente a las costas de Terranova, suelen ser incluso aún más precavidos que la mayoría. Así, cuando un obrero que inspeccionaba la goleta Charles Haskell se cayó desde la escalera de toldilla y se rompió el cuello, en 1869, muchos decidieron que aquella nave estaba maldita. A pesar de esa reputación, el capitán Curtis, de Gloucester, Massachussets, asumió el mando y llegó a reunir una tripulación deseosa, pese a todo, de zarpar en el Haskell. En 1870, el barco se encontraba entre los más de un centenar que navegaban por las aguas de los Grandes Bancos, cuando se desató un huracán. Mientras el mar se alborotaba y los pesqueros cabeceaban, el Charles Haskell embistió al Andrew Johnson, destrozándolo y matando a cuantos iban a bordo. Aunque muy dañado, el Haskell logró ser arrastrado hasta el puerto. Una vez efectuadas las reparaciones, se aventuró de nuevo a regresar a los Grandes Bancos en la primavera siguiente. Seis días después de haber zarpado, dos hombres de la guardia de medianoche experimentaron una horrible visión: veintiséis fantasmas con chubasqueros abordaron la nave. Con los ojos reducidos a cuencas vacías, procedieron a ocupar sus puestos como si comenzasen a pescar. Una vez completada su tarea, los fantasmales pescadores regresaron, en fila india, a las lóbregas aguas. Los vigías informaron al capitán de cuanto habían visto y este, suficientemente alarmado por los aterrados rostros de los vigías, hizo virar el barco. De camino a casa, la aparición de los pescadores se repitió. En esta ocasión, mientras el Haskell se aproximaba a tierra, los veintiséis fantasmas marinos anduvieron por las aguas hacia el puerto de Salem. Y esto ya fue suficiente para convencer a los pescadores, incluyendo al capitán Curtis, de que el Charles Haskell jamás debería volver a hacerse a la mar.

En 2006, el experto australiano en vida salvaje y conocido cazador de cocodrilos, Steve Irwin (1962-2006) murió cuando la cola de una manta raya le atravesó el corazón mientras filmaba un documental en su Australia natal. Irwin había nacido en un suburbio de Melbourne. Tras trasladarse a Queensland a los ocho años con sus padres, se vio ya siempre involucrado con animales salvajes, ya que la familia poseía un parque zoológico especializado en reptiles. A los 17 años, Irwin ya se había convertido en un cazador de cocodrilos profesional. Capturaba ejemplares que se adentraban en áreas pobladas y, de acuerdo con el gobierno, los trasladaba al zoológico de sus padres. Estamos hablando de los cocodrilos de agua salada (Crocodylus porosus), grandes bestias depredadoras de entre 6 y 8 m de largo y algo más de 1600 kg de peso en los machos mayores. En 1991, Irwin heredó el zoo de su familia, se casó con la norteamericana Terri Raines e hizo filmar su luna de miel (en la que mayormente los recién casados se dedicaron a cazar cocodrilos) en lo que se convertiría en el primer capítulo de la serie El cazador de cocodrilos. La serie comenzó a emitirse en la televisión australiana en 1996 y pasó a las pantallas norteamericanas al año siguiente. Luego se emitió en 122 países más. Su estilo, exhuberante y lleno de entusiasmo, su modo de hablar bastante infantil y el obvio placer que le provocaba su trabajo ayudaron a millones de personas a entender los problemas de las especies en peligro, la destrucción de los hábitats naturales, la codicia de los traficantes de pieles y otros numerosos conceptos conservacionistas que Irwin consideraba imperioso transmitir. Así, el mismísimo gobierno australiano se comprometió con él, apoyándolo en todo lo que hacía. El éxito de los proyectos conservacionistas del animador determinó que en 2001 se le otorgara la Medalla del Centenario, una de las máximas condecoraciones civiles de su país. Steve filmaba un documental en la Gran Barrera de Coral, en un sitio llamado Batt Reef, frente a la ciudad de Port Douglas, en el estado nororiental australiano de Queensland, con un título que, a la luz de lo que pasó después, se reveló premonitorio: The ocean’s deadliest (‘El más letal del océano’). El mal tiempo impedía seguir filmando, por lo que Irwin pensó en hacer algunas tomas subacuáticas para el programa televisivo que presentaba su hija Bindi. En el agua había varias rayas y el animador comenzó a nadar entre ellas acompañado de su camarógrafo. Accidentalmente, Irwin pasó por encima de una gran raya mientras el cámara la filmaba desde el frente. Es posible que el animal se asustara o se sintiera acorralado al tener un gran animal encima (Steve) y un gran objeto negro (la cámara) a su frente. Casi con certeza, se disparó su acto reflejo de defensa: el mecanismo que controla el gran aguijón caudal de 25 cm de longitud funcionó y un latigazo de la cola lo hizo clavarse en el cuerpo de Irwin. La afilada bayoneta de la raya penetró bajo el esternón y atravesó el corazón de Steve y le seccionó la aorta. Aunque se le intentó salvar, nada se pudo hacer.

Masabumi Hosono (1870-1939) fue un ciudadano japonés que tuvo la mala suerte de sobrevivir al hundimiento del Titanic. Sí, la mala suerte y es que para él fue toda una desgracia. Hosono era funcionario del Ministerio de Transportes nipón y fue enviado en 1910 a Rusia para que estudiara el sistema de ferrocarriles de aquel país. Finalizada su misión el año 1912, decidió iniciar su regreso haciendo escala en Londres para embarcar después el día 10 de abril de ese mismo año en el infausto buque. Hosono se encontraba en su camarote de segunda clase cuando llamaron a su puerta para advertirle de que se pusiera el chaleco salvavidas y se fuera hacia los botes, pero en el camino, en dos ocasiones, los oficiales del barco le cerraron el paso pensando que era un pasajero de tercera clase. Por fin, al tercer intento logró burlar a un guardia y continuó rumbo a su salvación. Hosono, casi milagrosamente, logró subirse a uno de los tres botes que finalmente dejaron el barco, el n.º 10. Desde él, a eso de las 2.20 de la madrugada, Hosono puede ver como el Titanic era tragado por las aguas.

Una vez hecho recuento de los supervivientes, mucha gente en todo el mundo comenzó a preguntarse cómo es posible que murieran mujeres y niños y se hubieran salvado numerosos hombres. Hosono fue quien recibió las más duras críticas por parte de sus compatriotas, que le acusaban de no haber escogido una muerte honorable. Fue tachado de cobarde por la prensa de su país, de inmoral por los profesores de la universidad, como el hombre que había humillado a su patria en los libros de texto e, incluso, se llegó a pedir públicamente que se suicidara siguiendo el ritual del seppuku para restablecer su honra. Fue despedido de su trabajo, aunque readmitido a las pocas semanas, pero su carrera profesional y su vida personal se hundieron junto con el barco del que consiguió escapar. Hosono no se suicidó, nunca volvió a hablar de lo sucedido y prohibió terminantemente que se hablara de ello en su casa. Con su acuerdo, se le sumió en el olvido hasta 1997, cuando con el estreno de la película Titanic, se despertó en el público japonés el interés por la suerte de su compatriota. Entonces, y sólo entonces, se le comenzó a recordar sin rencor.

Mientras le arrancaban las entrañas y lo capaban a plena vista del gentío inglés en agosto de 1305, el independentista escocés William Wallace (1270-1305) maldijo al rey inglés Eduardo I «Pataslargas» (1239-1307), afirmando que su dinastía Plantagenet acabaría destronada por falta de heredero. También le dijo que las pagaría con su hijo Eduardo II, lo cual se cumplió pues este fue un rey débil que, consumido por sus pasiones homosexuales, acabó siendo destronado por su propia esposa y por el amante de esta, para luego ser ejecutado en el castillo Berkeley empalándole con hierros candentes.

Muchos se compadecen de la tragedia que le ocurrió al judío Gustavo Mahler (1860-1911) al perder a una de sus hijas y suponen que el bello ciclo de canciones tristes llamadas Kindertotenlieder (Cantos a los niños muertos) lo compuso fruto de su dolor como padre. Pero la realidad fue más bien la contraria. El gran compositor y director de orquesta compuso (a regañadientes porque era muy fatalista) el ciclo Kindertotenlieder para batallar contra los aprietos económicos. El original era un ciclo de 425 poemas escritos por el orientalista alemán Friedrich Rückert (1788-1866) entre 1833 y 1834, como respuesta dolorida y como alivio tras la muerte de dos de sus hijos con un intervalo de dieciséis días. Cuatro años después de haber terminado la obra, la hija pequeña de Mahler, María, enfermó de escarlatina y, en pocos días, murió. La libidinosa e infiel esposa de Mahler, la alborotada Alma, llegó a recriminarle que era culpa de él que la chica hubiera muerto «por haber tentado al destino y a la muerte» con aquella composición. Hasta su muerte, Mahler albergó la supersticiosa idea de que había sido el causante del deceso de su hija por haber compuesto Kindertotenlieder.

El escritor parisino Nicolas de Chamfort (1741-1794), brillante y mundano, es mucho más conocido por sus citas y epigramas que por cualquiera de sus libros. Durante la Revolución francesa, se opuso al Terror de Robespierre y fue encarcelado por ello durante un breve período de tiempo. Aterrorizado ante la posibilidad de volver a ser detenido y procesado, se intentó suicidar mediante un tiro en el paladar, pero con tan mala suerte que se destrozó la nariz y la mandíbula, pero no se mató. Tomó entonces un abrecartas de su escritorio y se apuñaló varias veces en el cuello, también sin obtener el resultado definitivo que buscaba. Desesperado, lo intentó en el pecho y en la pierna, pero perdió la consciencia antes de conseguir matarse. Así lo encontró su criado, en un charco de sangre. Ingresado en un hospital, Chamfort acabará sus días en él, aunque meses después, es de imaginar que sufriendo dolores muy considerables.

No sólo los habitantes de Nueva York vieron marcadas sus vidas por los ataques al World Trade Center del 11 de septiembre de 2001. Turistas de todo el mundo, que estaban en la ciudad como cualquier otro día de vacaciones, también se vieron afectados. Turistas como los ingleses Jason y Jenny Cairns-Lawrence, cuyas vacaciones fueron interrumpidas por el peor ataque terrorista en la historia, experimentando un terror de esos que sólo se sienten una vez en la vida. Pero, cuatro años después, el 7 de julio de 2005, la pareja se encontraba en Londres durante el peor ataque terrorista perpetrado en Inglaterra en toda la historia. Una serie de bombas estallaron a lo largo del sistema de transporte público de la ciudad, cobrándose cincuenta y dos víctimas. Hasta aquí, la cosa no deja de ser una gran coincidencia. Pero el caso es que tres años después la pareja decidió tomarse otras vacaciones. Esta vez, en la exótica ciudad india de Mumbai (la antigua Bombay). Y ahí fueron testigos del peor ataque terrorista de la historia de ese país, cuando tiroteos y bombardeos dejaron cientos de heridos.

En 1955, el actor estadounidense James Dean (1931-1955) hizo un anuncio advirtiendo a los adolescentes sobre los peligros de conducir automóviles a excesiva velocidad. «La vida que salves puede ser la mía», decía en él. Poco después, el actor moría cuando su coche deportivo, el Porsche Spider plateado de la foto, se salió de la carretera y se estrelló contra otro vehículo a 140 km/h. Y ahí justo comenzó la leyenda sobre la maldición de aquel coche. George Barris, un vendedor de segunda mano, lo compró por 2500 dólares y, con la excusa de apoyar las campañas de prudencia al volante, lo expuso al público. Cobraba 25 dólares por echarle un vistazo. Llegó un momento en que el interés por aquel montón de chatarra decayó, así que fue vendido a otro tipo que pensaba venderlo por partes. Cuando el automóvil era trasladado al nuevo garaje, se soltó de los amarres del camión de transporte y partió las dos piernas a su nuevo dueño. Éste, con cierta lógica, no quiso saber nada más de aquel coche maldito y vendió el motor a un médico, que lo instaló en su coche de carreras. El médico, Troy McHenry, se estrelló y murió en la primera competición que disputaba con su nuevo bólido. En la misma resultó gravemente herido otro médico aficionado a las carreras, William Eschrid, que participaba en ésta con la palanca de cambios del coche de Dean. Los rumores sobre la maldición aumentaron cuando un vecino de Nueva York compró dos de las ruedas, que reventaron a la vez de forma misteriosa. Después, el automóvil del actor fue reconstruido… y el garaje se incendió. A todo sobrevivió el coche, al contrario que el camionero que transportaba la maltrecha carrocería del Spyder a una convención sobre seguridad vial. Fue exhibido en Sacramento y cayó del pedestal, rompiendo la cadera a un adolescente. Más tarde, en Oregón, el camión que lo transportaba derrapó y se estrelló contra la fachada de una tienda: el coche de James Dean mató a George Barkuis. Finalmente, en 1959, se partió en 11 pedazos mientras estaba apoyado en una sólida base de acero… En 1960, la maldición acabó… o eso parece, porque la verdad es que el coche desapareció en su camino de vuelta de una exhibición en Miami.

La húngara Zita Andrassy dio a luz a un niño ciego, hijo del emperador Francisco José I de Habsburgo (1830-1916), flamante esposo de Sissi de Wittelsbach. Zita quiso que Francisco José le diera apellido y dinero al chico, pero al ver que el padre ni se dignaba a recibirla (estaba recién casado y locamente enamorado de Sissi), ella envió una nota diciendo que las pagaría con una maldición sobre su familia. Zita prometió muerte para una recién nacida (en efecto una de las hijas de la real pareja murió en la infancia), suicidio para el heredero (en efecto, Rodolfo se suicidó con su amante en enero de 1889), asesinato para Sissi (acuchillada en Suiza en 1898) y disgustos en su vejez para Francisco José I, quien peleó con su sobrino Francisco Ferdinando cuando contrajo matrimonio con Sofía Chotek, hasta que esta pareja fuera asesinada en 1914 en Sarajevo y ello sirviera de espoleta de la Primera Guerra Mundial.

La Maldición de Tecumsé o De los Veinte Años se refiere a un patrón de acuerdo con el cual, entre los años 1840 y 1960, los presidentes norteamericanos que hubiesen ganado las elecciones en un año terminado en cero morirían en el cargo. Al parecer deriva de un episodio sucedido en 1811, tras la batalla de Tippecanoe, que enfrentó a las fuerzas estadounidenses al mando del posteriormente candidato presidencial, William H. Harrison, y los shawnee, tribu liderada por Tecumsé y su hermano Tenskwatawa «el Profeta». Según algunas fuentes, en 1836, mientras Tenskwatawa posaba para un retrato y los presentes discutían el posible resultado de las elecciones, éste lanzó su profecía: «Harrison no ganará este año el puesto de Gran Jefe. Pero ganará la próxima vez. Y cuando lo haga, no terminará su período. Morirá en ejercicio». Cuando uno de los presentes objetó que ninguno de los presidentes estadounidenses había muerto en el cargo, el Profeta continuó: «Pero les digo que Harrison morirá y, cuando él muera, ustedes recordarán la muerte de mi hermano Tecumsé. […] Les digo que él morirá y, después de él, todo Gran Jefe escogido cada 20 años de ahí en adelante morirá, y cuando cada uno muera, que todos recuerden la muerte de nuestro pueblo». La maldición pareció cumplirse en los casos de William Henry Harrison, Abraham Lincoln, James Garfield, William McKinley, Warren Harding, Franklin Roosevelt y John F. Kennedy. Sin embargo, la elección de Ronald Reagan en 1980 no fue seguida de su muerte, dado que sobrevivió a sus ocho años en el cargo, en dos períodos presidenciales, aunque a los pocos meses de tomar posesión hubo de enfrentarse a un serio intento de asesinato. Al igual que los presidentes que habían muerto en el cargo, Reagan fue sucedido por su vicepresidente George Bush, el primer vicepresidente titular en 152 años en asumir la presidencia por un motivo distinto a la muerte o la renuncia del presidente. Cabe anotar que Nancy Reagan, esposa de Reagan, recurrió en varias ocasiones a solicitar ayuda de astrólogos, por lo que corre el rumor de que mediante este tipo de ayudas la maldición se rompió. El siguiente presidente que habría estado afectado por la maldición, George W. Bush, elegido en 2000, también sobrevivió a sus ocho años de presidencia.

Robert Todd Lincoln (1843-1926) tenía veintiún años cuando su padre, Abraham Lincoln, fue asesinado. Él estaba presente en el Teatro Ford de Washington el 14 de abril de 1865, cuando su padre fue asesinado. Luego, se labró su propia carrera política y fue recompensado con la secretaría de guerra bajo el mandato del presidente James Garfield. El 2 de julio de 1881, con sólo cuatro meses en el puesto, Garfield invitó a Lincoln a acompañarlo a un viaje a Nueva Jersey. Antes de que cualquiera de ellos pudiera poner un pie en el tren, Garfield recibió un tiro en la estación de ferrocarriles de Baltimore y Potomac de Washington. Tras este penoso incidente, el magnicidio se las apañaría para encontrar a Todd Lincoln una tercera vez, en esta ocasión en Búfalo, Nueva York, donde se encontraba por invitación del recientemente reelecto William McKinley. Pero resulta que, el 6 de septiembre de 1901, mientras daba un discurso en la Exposición Panamericana de Búfalo, un asesino disparó a McKinley dos veces. Lincoln no fue testigo de esto último, pero estaba en un cuarto y oyó los disparos. McKinley murió ocho días después a causa de las heridas.

El obrero Robert Williams fue el primer hombre asesinado por un robot. Sucedió el 25 de enero de 1979, en la planta fabril de la compañía automovilística Ford de Flat Rock, Michigan. Williams se subió a la parte superior de un depósito de repuestos para devolver una pieza a su lugar, ya que el robot encargado de esos menesteres estaba estropeado. Sin embargo, la máquina se reactivó súbitamente y lo golpeó con su brazo metálico, matándolo instantáneamente.

Se cuenta que, durante una cena literaria, el dramaturgo francés Victorien Sardou (1831-1908) tiró sin querer su vaso de vino y la mujer que se sentaba a su lado echó un poco de sal por encima de la mancha de vino del mantel para tratar de contrarrestar el supuesto mal fario que se dice que da ese accidente doméstico. Siguiendo el ejemplo, Sardou también echó un poco de sal por encima de su hombro para ahuyentar la mala suerte. Sin embargo, la sal se le metió al mayordomo en los ojos, quien, al frotárselos, tiró un plato de pollo al suelo. El perro de la familia se abalanzó sobre el pollo y se atragantó con un hueso. El hijo de la casa intentó sacarle el hueso al perro de la garganta. El perro le mordió un dedo al niño. Hubo que amputar el dedo al niño y…

Se dice que cada metro de construcción de aquella carretera costó una vida, pues, con las temperaturas propias de la zona, una persona, perdida en esos parajes, apenas aguanta ocho horas sin congelarse. Dice la historia que cientos o miles de personas (en su mayoría opositores a Stalin) fueron obligados a realizar trabajos forzosos para construir esa carretera transiberiana, conocida como «Carretera de los huesos» o «Ruta Mortal». Y cuenta la leyenda que las almas de muchos de ellos vagan todavía por ella. Lo cierto es que, durante un tramo de casi treinta kilómetros, la concentración de accidentes es hoy altísima. Como consecuencia, los amantes de las leyendas, de los misterios se han lanzado a proclamar sus teorías fantasmales, aunque la más científica de todas es aquella que dice que la causa de los accidentes son unas filtraciones de un determinado gas. Y es que en esa carretera, tan representativa de la barbarie humana y del genocidio, confluyen todos los ingredientes para pensar en hechos oscuros.

Se dice que muchos de los deportistas de élite que han participado a lo largo del tiempo en alguna campaña publicitaria de las cuchillas de afeitar Gillette han sufrido una maldición que, cuando menos, ha frenado su progresión justamente desde esa participación publicitaria. Es el caso, por ejemplo, de los futbolistas Fabio Cannavaro, David Beckham y Thierry Henry, del tenista Roger Federer y del golfista Tiger Woods.

En España, un caso parecido (en realidad, previo) fue el que relacionó la participación en una campaña publicitaria de Natillas Danone y la llegada del gafe sobre ese deportista. Se citan los casos del futbolista José Luis Pérez Caminero y el tenista Sergi Bruguera que, pese a estar en el candelero cuando realizaron la campaña (1997), desde entonces no volvieron a levantar cabeza. Los siguientes fueron el motociclista Alex Crivillé, los por entonces futbolistas de élite: Alfonso Pérez (en 1998), Gerard y Morientes (1999), Figo y Guardiola (2000), Íker Casillas y Luis Enrique (2001), el tenista Ferrero (2001) o, años después, el también futbolista Ronaldinho (2006).

Según cuenta Vicente Vega, el ingeniero austriaco Reinhald Boyer, afincado durante muchos años en Madrid, donde murió, fue un verdadero coleccionista de catástrofes. Al parecer, Boyer sobrevivió a su primer grave accidente a los seis años cuando, viajando con sus padres, se derrumbó un puente de ferrocarril al paso de su tren; en el accidente murieron doscientas personas. A los ocho años, se libró milagrosamente del incendio de un teatro vienés, en el que se hallaba nuevamente junto a sus padres; en el accidente murieron 449 personas. Ya trabajando como ingeniero en una mina cercana al Paso de Calais, se libró milagrosamente del incendio que asoló varias galerías; en el accidente murieron unos 1300 mineros. Dos años después, hallándose en Sicilia realizando unos sondeos, se produjo un fortísimo terremoto; a causa del temblor murieron unas 200 000 personas. En 1912, a punto de emprender un viaje a los Estados Unidos, tuvo que desistir a última hora a consecuencia de una súbita enfermedad; de esta forma tan casual se libró de sacar un pasaje para el infortunado viaje inaugural del Titanic; en el accidente murieron 1513 personas. Tiempo después, estando en la ciudad norteamericana de Miami, un huracán destruyó prácticamente la zona; murieron 12 000 personas. Finalmente, seis meses después, volvió a escapar milagrosamente de la riada causada por el desbordamiento del río Misisipi, en Luisiana; en la riada murieron varios miles de personas. A todo ello, al parecer, habría que añadir diversos accidentes, choques, descarrilamientos y catástrofes naturales de menor entidad. Increíble. Pero, al parecer, totalmente cierto.

Se dice que el superhéroe Supermán acarrea una maldición y lo cierto es que los datos parecen corroborarlo. Bud Collyer (1908-1969), el primer actor en encarnar (aunque sólo con su voz) a Supermán murió tres años más tarde a causa de «leves problemas circulatorios». Kirk Alyn (1910-1999), que fuera el primero en interpretar a Supermán en dos seriales de 1948, padeció el olvido más espantoso por parte de los productores y fue condenado a interpretar papeles menores el resto de su carrera. Volvió al mundo de Supermán en la película de 1978, donde interpretó al padre de una pequeña Lois Lane en una escena que fue cortada del montaje definitivo. George Reeves (1914-1959) incorporó el personaje en la serie de televisión de los años cincuenta, que fue uno de los primeros grandes éxitos. Pero en 1959 se quitó la vida, aunque, curiosamente, sus huellas no estaban en el arma homicida, lo que hizo que se tejiesen teorías conspiratorias en torno a su muerte y que se recordara que Reeves mantenía una relación con la mujer de Eddie Mannix, alto cargo de la Metro Goldwyn Mayer. Por si fuera poco se dice que su fantasma sigue paseando por la casa que lo vio morir. El Supermán cinematográfico de 1978, Christopher Reeve (1952-2004) se cayó de un caballo en 1995 y quedó tetrapléjico hasta su muerte. Su novia en la ficción, Margot Kidder (1948), ocupó portadas de revistas y programas enteros de televisión cuando en 1996 sufrió un episodio de amnesia: desapareció cuando se dirigía al aeropuerto y no se supo nada de ella hasta tres días más tarde, cuando la policía la encontró «asustada y paranoica» en el jardín de una casa de la localidad californiana de Glendale. Se había destrozado la ropa y cortado el pelo a navajazos. Los médicos concluyeron que no estaba bajo los efectos de la bebida ni las drogas, pero ella aseguraba que huía de alguien. Tuvo que ser ingresada en un centro psiquiátrico. Su desgracia no acaba ahí: en agosto de 2002 sufrió un grave accidente de coche en el que se rompió la pelvis y al que sobrevivió casi milagrosamente. Ya entrados en los años noventa, la pareja protagonista de Lois & Clark: las nuevas aventuras de Supermán también sufre a causa de la maldición: el actor Dean Cain (1966) fue condenado al olvido, ya que a nadie le interesaba una retirada estrella del fútbol devenida en actor; y la pobre Teri Hatcher (1964) padeció de anorexia y tardó años en poder despegar su carrera. Después de muchas vueltas ya que nadie quería protagonizar el papel principal (¿la maldición pisa fuerte?), éste cayó en manos de Brandon Routh (1979), del que aún no se sabe qué efecto ha tenido en él la presunta maldición. Igual pasa con Tom Welling (1977), protagonista de Smallville.

The conqueror (en español, ‘El conquistador de Mongolia’) fue un film dirigido en 1956 por Dick Powell con John Wayne en el papel del caudillo mongol Ghengis Kan y la actriz Susan Hayward, como la princesa Bortai. El reparto se completó con Agnes Moorehead, Pedro Armendáriz, William Conrad, Jefe Tahachee y otros. La película fue un fracaso en todos los sentidos (comercial y artístico). Wayne, que se encontraba en el cénit de su carrera, peleó por el papel después de haber leído el guión. Se ha dicho que el productor, el excéntrico millonario Howard Hughes se sintió culpable por haber producido una película tan fallida y la mantuvo enlatada. Incluso, existe la versión de que compró todas las copias por doce millones de dólares. El hecho es que hasta 1974 no fue emitida por televisión. Se ha sabido además que era uno de los films que Hughes veía incesantemente durante sus últimos años de vida. Pero no fue todo lo anterior lo peor. Hughes se gastó cinco millones de dólares en producir la cinta, que debía transcurrir en las estepas de Mongolia, pero fue imposible rodar allí en plena Guerra Fría, así que Hugues eligió el desierto de Escalante, muy cerca del campo de pruebas en el que el ejército americano probaba su armamento nuclear. Al parecer, los miembros del equipo afirmaban que las arenas brillaban por la noche con un resplandor rojizo, por lo cual extraña que Hughes enviara sesenta toneladas de aquella tierra al estudio, para completar el rodaje. Todo el equipo sabía de las pruebas nucleares (hay fotografías de Wayne con un contador geiger en la mano), pero la relación entre la exposición al polvo radioactivo y el cáncer no estaba entonces bien estudiada. A los pocos meses del estreno murió el autor de la banda sonora; después, el director, Dick Powell. Le seguirían a la tumba un grupo de actores entre los que se encontraban Anges Moorehead, la bella Hayward y el mismo Wayne. Pedro Armendáriz fue diagnosticado de cáncer de riñón, y cuatro años después se suicidó al enterarse de que era terminal. Quienes dudan de la relación entre la película y dichos casos de cáncer señalan otros factores y que el cáncer a consecuencia de una exposición a la radiación no tiene un período de incubación tan largo. Del total de 220 integrantes participantes en el film, sólo 91 desarrollaron algún tipo de cáncer hasta 1981 y 46 murieron en ese período.

La familia Kennedy, formada por Joseph P. Kennedy y Rose Fitzgerald, tuvo nueve hijos. Cuatro de ellos murieron asesinados, en accidente o por alguna grave enfermedad precoz. De la misma manera, tres de sus nietos también hallaron la muerte antes de tiempo. La primera fatalidad que sacudió a la familia sucedió en 1941, cuando la hija Rosemary comenzó a sufrir cambios bruscos de humor, volviéndose agresiva. Por tal motivo, al equivocar el diagnóstico, se le sometió a una lobotomía que, en vez de mejorarla, le agravó su estado, siendo ingresada en una institución de salud mental, donde permenecería hasta su muerte, en 2005. En 1944, Joseph Patrick, de veintinueve años, murió mientras realizaba una misión aérea secreta sobre Inglaterra, durante la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo año, William Cavendish, marido de Kathleen, de veintisiete años, fue abatido por un francotirador en Bélgica. En 1948 se sumó a la lista la propia Kathleen, cuando el avión en que viajaba se estrelló en Francia. En 1955, Jacqueline Kennedy sufrió su primer aborto espontáneo y un año después daría a luz un bebe sin vida, que sería enterrado en el cementerio de Arlington. En 1963, Jacqueline tuvo a Patrick, el segundo hijo varón de la pareja que moriría dos días después de haber nacido (como bebé prematuro de seis meses)… En 1963, fue asesinado el presidente de los Estados Unidos John F. Kennedy en Dallas, Texas. En junio de 1964, el senador por Massachussets Edward Kennedy estuvo involucrado en un accidente aéreo en el que falleció uno de sus asistentes y el piloto. Él fue salvado de los restos por el senador Birch E. Bayh II y pasó semanas en el hospital recuperándose de una fractura en la espalda, un pulmón perforado, varias costillas rotas y hemorragias internas. En 1968, Robert, su hermano, luego de ganar las elecciones primarias en California, fue tiroteado mortalmente en la ciudad de Los Ángeles. Murió al día siguiente. En julio de 1969, Ted volvió a protagonizar otro extraño accidente, cuando el automóvil que conducía se precipitó desde un puente en la bahía de Chappaquiddick y su asistente, una mujer llamada Mary Jo Kopechne, falleció. En su declaración televisada del 25 de julio, sostuvo que en la noche del accidente se preguntaba «si una verdadera maldición recaía sobre todos los Kennedy». En agosto de 1973, Joseph P. Kennedy II, hijo de Robert, tuvo un accidente automovilístico en el que una de las mujeres que lo acompañaba, Pam Kelley, queda parapléjica. El 17 de noviembre de ese mismo año, Edward Kennedy Jr., de doce años, perdió su pierna derecha debido a un cáncer óseo. David, otro de los hijos de Robert Kennedy, murió en abril de 1984 a causa de una sobredosis de cocaína y Demerol en una habitación de un hotel de Palm Beach, Florida. Diez años más tarde, en 1994, a Jacqueline Kennedy, viuda de John F., se le diagnosticó un extraño tipo de linfoma cancerígeno, falleciendo por esa causa en mayo de ese mismo año. En 1997, le tocó a Michael Kennedy, también hijo de Robert quien, en medio de un escándalo mediático en el que fue acusado de violación, perdió la vida en un accidente de esquí el 31 de diciembre en la localidad de Aspen, Colorado. Una de las desapariciones más impactantes del clan Kennedy se dio el 16 de julio de 1999: John F. Kennedy Jr., hijo del ex presidente, encontró la muerte en el océano Atlántico, cuando la avioneta Piper Saratoga que pilotaba cayó al mar. Murieron con él su esposa Carolyn Bessette-Kennedy, de treinta y tres años, y su cuñada Lauren Bessette, de treinta y cinco. La noticia de su muerte consternó a la opinión pública norteamericana, dado que JFK Jr. era una persona muy respetada y el arquetipo del hombre de negocios exitoso. En el momento de su muerte estaba a cargo de la revista neoyorquina George. En 2008, a los setenta y seis años de edad, Ted Kennedy fue diagnosticado con un tumor cerebral, del que murió en agosto de 2009. A esta larga serie de infortunios, habría que añadir todo tipo de arrestos por posesión de drogas, internamientos por adicciones, enfermedades, acusaciones de abuso sexual y otros detalles menores. La existencia de la maldición ha sido discutida por quienes sostienen que muchas de estas tragedias fueron causadas por negligencias graves y que las otras serían el resultado natural de eventos que podrían ocurrir a familias grandes.

Según cuentan biógrafos aficionados a este tipo de curiosidades, la vida del compositor alemán Richard Wagner (1813-1883) estuvo marcada por la sombra del número 13. Además de nacer en 1813, su nombre y apellido suman 13 letras y los números de su año de nacimiento suman 13. Sintió su primer impulso musical un 13 de octubre. Sufrió un destierro de 13 años. Compuso 13 óperas, terminando una de las más famosas, Tannhäuser, un 13 de abril. Esta misma obra, estrenada en París el 13 de marzo de 1845, estuvo cincuenta años sin ser repuesta hasta el 13 de mayo de 1895. Su primera actuación al frente de una orquesta se produjo en Riga, en un teatro inaugurado un 13 de septiembre. Se fue a vivir a Beirut a una casa abierta un 13 de agosto y que abandonó otro 13 de septiembre. Su suegro, Franz Liszt, le visitó por última vez el 13 de enero de 1883. Como no podía ser menos, Wagner falleció el 13 de febrero de aquel mismo año, en el que, por cierto, se conmemoraba el decimotercer aniversario de la unificación nacional alemana. No hay constancia de que Richard Wagner sufriera fobia al número 13 (es decir, triscaidecafobia), pero evidentemente hubiera tenido razones para ello.

No se sabe si en correspondencia o no con esta insistente coincidencia con el fatídico número 13, pero lo cierto es que su biografía está salpicada de desgracias y momentos delicados. Acuciado por perennes dificultades económicas, su vida estuvo marcada por un constante peregrinaje por diversas capitales europeas, muchas veces en franca o en encubierta huida de sus acreedores. Por ejemplo, en 1839, al ser despedido de su cargo de director de la orquesta de Riga, la capital de Letonia, él y su esposa (y también su perro) huyeron del país en un pequeño bote con destino a Londres, literalmente perseguidos por los acreedores. En 1849, se combinaron además los problemas políticos y tuvo que huir apresuradamente de Dresde, escondido en un vagón de carga y con pasaporte falso. En 1864, viviendo de nuevo en Dresde, no tuvo oportunidad de escapar de sus perseguidores y fue encarcelado por deudas. Afortunadamente para él, ese mismo año subió al trono de Baviera Luis II que, en su faceta de gran mecenas del arte, le tomó bajo su protección, eliminando de una vez todos sus problemas económicos. En lo sentimental, como en lo profesional, la vida del gran compositor alemán no fue tampoco sosegada. Se casó en 1834 con la actriz Minna Planer (1809-1866); después, ya separado y tras algunas otras aventuras pasajeras, vivió apasionados amores con Jessie Laussot (1829-1905), esposa de un amigo suyo; con Mathilde Wesendonck (1828-1902), casada con uno de sus benefactores (aun cuando simultáneamente se había reconciliado con Minna); con Judit Gautier (1846-1917), y con Cósima von Bülow (1837-1930), esposa del director musical Hans von Bülow e hija de Franz Liszt, con la que tuvo dos hijos ilegítimos, antes de casarse en 1870.

Según daba a conocer el 28 de julio de 1977 el periódico San Francisco Chronicle, el californiano Michael Maryn había sido víctima en un corto período de tiempo de nada menos que ochenta y tres atracos y cuatro robos de coche, sin que, aparentemente, su profesión o estilo de vida favorecieran este tipo de incidentes o aumentasen su riesgo de sufrirlos.

Según fuentes policiales, una vecina de la ciudad de Ogden, Utah, resultó gravemente herida al ser atropellada por un coche policial conducido circunstancialmente por un perro de la policía que aparentemente apretó a fondo el pedal del acelerador del coche en que le habían dejado solo. El incidente se produjo cuando una oficial de la policía, que se encontraba cubriendo una pelea conyugal, dejó al perro de las fuerzas del orden dentro del vehículo con el motor encendido para que tuviera aire acondicionado. Ranger de «una u otra manera logró cambiar la marcha en la caja de cambios del automóvil automático y arrancó cuesta abajo», explicó la teniente Marcy Korgenski. El coche terminó su periplo en el jardín de la señora Mary Stone, que se encontraba fuera sacando la correspondencia de su buzón. La mujer fue atropellada y debió ser hospitalizada en estado grave.

Todos los que han pasado por Afganistán lo han pasado mal. Alejandro Magno sudó tinta para doblegar aquella región; los mongoles salieron arrasándolo todo en venganza; los soviéticos tuvieron allí su particular Vietnam y hoy la cosa no ha mejorado mucho. Además, las épocas en que los afganos no tienen un invasor de quien defenderse, se dedican a guerrear entre las distintas tribus. Un viejo proverbio afgano refleja muy bien el espíritu belicoso de este pueblo: «Yo y mi país contra el mundo; yo y mi tribu contra mi país; yo y mi familia contra mi tribu; yo y mi hermano contra mi familia; yo contra mi hermano». Pero uno de los episodios más terribles que allí se ha vivido ocurrió durante una de las tres guerras que los británicos tuvieron con los afganos, allá por 1842. Los ingleses resistían como podían en la ciudad de Kabul, pero una liga de tribus afganas, apoyadas y armadas por los rusos, les tenía rodeados. Eran seis mil afganos contra cuatro mil quinientos soldados ingleses e indios, pero lo que más preocupaba eran los doce mil familiares, la mayoría mujeres y niños, que también estaban en la ciudad. Como el asunto no pintaba nada bien, el general inglés al mando negoció una tregua para rendir la ciudad a cambio de que les dejaran marchar hasta un fuerte en Jalalabad, cerca de la frontera con India. El pacto parecía haber quedado sellado pero en cuanto la caravana abandonó la ciudad, fueron atacados y hostigados sin piedad. Miles de personas murieron a tiros, a cuchilladas o por el frío reinante. Todos menos catorce entre los que se encontraba el cirujano William Brydon (1811-1873), que había sido herido en la cabeza de un sablazo, pero que tuvo la fortuna de que una revista que se había puesto bajo el sombrero para mitigar el frío amortiguara un poco el golpe y le taponara la hemorragia, además de que un soldado moribundo le cedió su caballo. Los catorce supervivientes lograron llegar a una aldea cercana a Jalalabad, donde los lugareños les ofrecieron su hospitalidad, pero resultó ser otra trampa. A nueve de ellos los mataron mientras dormían, cuatro más fueron abatidos cuando huían y sólo William Brydon consiguió llegar al fuerte de Jalalabad montado en el caballo que le había dado el soldado. Era el único superviviente de los más de dieciséis mil soldados que habían comenzado la campaña. Años más tarde, William sobreviviría a otro terrible asedio, el de Lucknow, en la India, aunque en esa ocasión el resultado no fue tan desastroso. William Brydon moriría de viejo en 1873.

Según la tradición, que, por lo que parece, tergiversó sus datos biográficos para ofrecer una imagen sesgada de él, la vida del gran escritor trágico griego Eurípides (480-406 a. C.) estuvo marcada por la mala fortuna. Conocido como el mayor dramaturgo de su época, parece que eso fue lo único positivo que le sucedió en su vida. Nació el mismo día en que sus compatriotas vencían a los persas en la batalla de Salamina, disputada en la embocadura del estrecho de Euripo, circunstancia de la que precisamente proviene su nombre. Era hijo del tabernero Mnesarchos y la verdulera Clito, con quienes, además de privaciones, pasó una infancia llena de disputas familiares. Tras intentar triunfar sin éxito como atleta, pintor, maestro de retórica y filósofo, pasó a escribir tragedias, apreciadas por los entendidos pero que en muy raras ocasiones gozaron del favor del público. Esto hizo que Eurípides viviera amargado y convencido de su fracaso, incluso en el terreno amoroso. Para colmo, padecía de halitosis (le olía mal el aliento) y ni siquiera tuvo una muerte tranquila: murió despedazado por unos perros que le salieron al encuentro, quizás azuzados por enemigos envidiosos de su talento. Incluso, para completar el cuadro, y de hacer caso a la leyenda, su desgracia llegó más allá de la muerte, pues junto a su tumba brotó un manantial de aguas ponzoñosas, razón por la cual nadie se acercaba hasta allí. Sólo Sófocles se dolió públicamente de su muerte, pero también a él le alcanzó el mal fario de su colega, pues murió unos meses después.

Todos los que trabajan con el físico de origen austriaco Wolfgang Pauli (1900-1958) sabían que él debía mantenerse lejos de los experimentos. Cuando estaba cerca cualquier cosa podría salir mal, empezando por el instrumental que se solía romper. Esto pasó a ser conocido en el mundo científico como «el efecto Pauli». Tal vez en broma, o en serio, se contaba que un día un importante experimento salió mal sin aparente razón. Pauli no estaba por los alrededores, así que aquello era muy extraño… hasta que se descubrió unos días después que Pauli viajaba en el tren que pasó cerca del edificio justo en el momento en que el experimento fracasaba. Lo cierto es que el propio Pauli no sólo participaba de su fama, sino que no ocultaba su satisfacción cada vez que se manifestaba.

En 1973, tras trabajar durante trece años redactando un libro sobre las posibles soluciones a la economía sueca, el consultor Ulf af Trolle (1919-1997) llevó por fin su manuscrito de 250 folios a fotocopiar. Bastaron unos pocos segundos para que el trabajo de su vida se redujese a 50 000 tiras de papel cuando el empleado de la copistería confundió la copiadora con la trituradora de papel.

Un hombre trabajaba en su motocicleta en el patio de su casa de Florida, mientras su esposa estaba en la cocina. El hombre tenía el motor de la motocicleta en marcha, en punto muerto, cuando, accidentalmente, engranó una de las marchas. Sujeto al manillar, el hombre fue arrastrado a través de la puerta de vidrio del patio y, junto con el vehículo, quedó tirado en el suelo, dentro de la casa. La esposa, al oír el estrépito, entró corriendo a la sala y encontró a su marido caído en el suelo, cortado y sangrando, y, a su lado, la motocicleta y la puerta destrozada. Ella corrió al teléfono y llamó a una ambulancia. Como la casa estaba sobre una colina bastante grande, ella tuvo que bajar varios niveles por las escaleras, para guiar a los paramédicos hasta donde estaba su esposo. Después de que la ambulancia trasladara al herido al hospital, la esposa levantó la motocicleta y la llevó fuera de la casa. Como la gasolina se había derramado en el piso, ella trajo varias toallas de papel, secó la gasolina y tiró las toallas al inodoro. El hombre recibió el tratamiento necesario y regresó a su casa. Al llegar, miró la puerta del patio destrozada y los daños sufridos por su motocicleta. Se sintió muy desalentado, entró al baño, se sentó en el inodoro y encendió un cigarrillo. Cuando terminó de fumar, aún sin levantarse, lo dejó caer en el inodoro. La esposa, quien se encontraba en la cocina, oyó una fuerte explosión y los gritos de su marido. Entró corriendo en el baño y halló a su esposo tirado nuevamente en el suelo. Estaba sin pantalones y mostraba quemaduras en las nalgas, la parte de atrás de sus piernas y las ingles. De nuevo fue corriendo a llamar a la ambulancia. Enviaron al mismo grupo de paramédicos que había venido anteriormente y ella los recibió fuera de la casa. Colocaron al hombre en la camilla y empezaron a llevarlo hacia fuera. Mientras bajaban las escaleras, junto con la esposa, uno de ellos le preguntó cómo se había producido las quemaduras. Ella les contó y los hombres empezaron a reírse tan fuerte que uno de ellos se resbaló y golpeó la camilla, haciendo caer al paciente. Este, rodó por los escalones que faltaban para llegar a la calle y se fracturó el brazo.

Una gitana que se acostó con el rey Felipe IV de España se llevó un gran disgusto cuando el soberano no quiso volver a refocilarse con ella, así que le maldijo, le juró que tendría un genuino monstruo con su segunda esposa con el cual acabaría la estirpe de los Habsburgo en España. Con su pariente y segunda consorte Ana de Austria, Felipe IV engendró efectivamente a Carlos II, último monarca de la casa de Austria en España y uno de los tarados más espeluznantes de la historia, no sólo de la española.

Una vez preparado todo para que el director de cine Stanley Kubrick (1928-1999) empezase a rodar El resplandor, y tras dos años construyendo los escenarios y buscando las localizaciones adecuadas a la novela del mismo nombre de Stephen King, todo ello ardió durante toda la noche previa al inicio del rodaje. A pesar del miedo que les entró a todos, pues pensaban que se trataba de una maldición, Kubrick terminó la película. Puso todo el dinero que tenía y despidió a los reacios a volver a empezar. Así se rodó una de las mejores películas de terror de la historia.