A finales de 1943, la Segunda Guerra Mundial comenzaba a decantarse a favor de los aliados y, desde el mando alemán, se buscaban soluciones en la tecnología para dar un vuelco a la guerra. Como resultado de esas innovaciones surgieron las bombas Fieseler 103, más conocidas como V1. Hubo varios modelos, la mayoría sin piloto, pero, ante la falta de acierto, Hanz propuso usar kamikazes para lanzar un ataque masivo contra los buques de guerra aliados que protegían a los mercantes. Así se dejarían suficientes escoltas fuera de servicio, esto permitiría a la flota de combate y especialmente a los submarinos destrozar las fuerzas de invasión y rebajar sus posibilidades de establecer una cabeza de playa. A finales de 1943, Lange reunió a un grupo de 30 ó 40 voluntarios para tal fin y propuso oficialmente la idea al alto mando. Tan pronto como se le dio el visto bueno, comenzó el entrenamiento. Mientras tanto, los ingenieros modificaron la bomba-avión V1 y la dotaron de una cabina de mando para alojar en ella al piloto suicida: nacía así el Fieseler Fi 103 Reichenberg, proyecto muy controvertido dentro del propio mando nazi. Mientras tanto, en Berlín, Hitler no se mostraba partidario de estas operaciones suicidas por considerarlas contrarias a la moralidad germana. Algunas voces (entre ellas la de la famosa aviadora Hanna Reitsch) le replicaron que tiempos desesperados requieren medidas desesperadas y Hitler, al final, dio su aprobación. Sin embargo, el alto mando continuó siendo escéptico al respecto. Las críticas en contra de este proyecto de suicidas se fueron haciendo más fuertes y surgieron muchos generales que consideraron la idea como una aberración. Aun así, el proyecto siguió adelante y en pocas semanas ya se tenían listos los diferentes prototipos de Fieseler 103, variaciones de la V1 con cabina para el piloto. Las presiones a este proyecto continuaron en alza y, finalmente, se acondicionó el avión para que el piloto pudiera saltar en el último instante, eyectándose del Fieseler. El plan final consistía en lanzar estos aviones desde un avión nodriza, para que, planeando, se estrellaran contra el objetivo marcado.
El idioma chino funciona a partir de ideogramas y no de un alfabeto fonético, lo que llevó de cabeza a los directivos de Coca-Cola durante meses mientras trataban de decidir con qué nombre comercial lanzarían en aquel país su refresco estrella. Comenzaron llamándolo «Ke-kou-ke-la» hasta que, tras imprimirla en millones de anuncios, supieron que la frase significaba algo así como «muerde el renacuajo de cera». Al final, después de repasar más de 40 000 caracteres chinos, dieron con la clave: «Ko-kou-ko-le», que se traduce como «felicidad en la boca».
Sin embargo, la guerra estaba avanzando a un ritmo demoledor tras el desembarco aliado en Normandía y los generales contrarios a esta operación eran cada vez más numerosos. Los vuelos de prueba no estaban dando los resultados esperados y, el 5 de marzo de 1945, tras la muerte del piloto Heinz Kensche en uno de los test, Werner Bumbach, comandante de KG 200 y uno de los más críticos con el programa suicida, se puso en contacto con Albert Speer para cancelarlo. El 15 de marzo de 1945, ambos se reunieron con Hitler y no fueron necesarios muchos argumentos para que este desmantelara todo el operativo del grupo suicida.
Alfonso XII (1857-1885) andaba visitando un hospital militar durante una campaña contra los carlistas cuando se acercó a una cama para dar ánimos al soldado que allí se postraba. Le dijo: «¿Qué tal, capitán?». El enfermo, en un acto de valor, contestó: «Soy teniente, señor…». El rey, por no rectificar, apuntaló su error con: «¡He dicho capitán!».
Angelo Neumann (1838-1910), primer Vigilante Nocturno en el conflictivo estreno de Los maestros cantores en la Hofoper de Viena, fue después uno de los empresarios con más personalidad en el mundo de la ópera y un apasionado pionero de la puesta en escena de la obra de Richard Wagner. Colaborando con el Maestro de Bayreuth, preparó unas representaciones del Anillo en el teatro Victoria de Berlín. En el ensayo general, hubo una inesperada complicación que estuvo a punto de arruinar la representación. Neumann, para obtener el humo del fuego mágico había colocado una caldera de vapor en un patio del teatro. Una hora antes del ensayo, el jefe de bomberos de Berlín anunció categórico que había que retirar esa peligrosa caldera. Todas las explicaciones fueron inútiles. En ese preciso momento llegó Heinrich Vogl, que interpretaba el papel de Siegmund y, viendo la situación, le propuso a Neumann llegar a un acuerdo con la fábrica contigua al teatro, una fábrica de licores, para que, durante unos días, les cedieran el vapor que salía por sus chimeneas. El bombero-jefe estuvo de acuerdo y Neumann salió disparado hacia la fábrica, a la que convenció fácilmente. Se trabajó toda la noche, se hizo un agujero en la pared y se instaló el tubo conductor. Al día siguiente, el fuego mágico fue perfecto.
Antes de la intervención de Benjamín Franklin (1706-1790), la gente creía que había dos clases de electricidad. Pero el inventor opinaba que existía únicamente una especie, aunque con dos apariencias: una que representaba un exceso de fluido eléctrico y la otra, un déficit. No había forma de distinguirlas, de manera que se puso a adivinar. Tenía una posibilidad del 50% en acertar. Según resultó, falló. Hasta ahora, los ingenieros electricistas preparan sus diagramas con la electricidad fluyendo en dirección equivocada, de acuerdo con la conjetura de Franklin. En la práctica, esto no importa; los aparatos eléctricos funcionan de todos modos. Es como si todos entraran por la puerta marcada «salida» y salieran por la señalada como «entrada»; todos irían en dirección equivocada, pero no habría interrupción en el tráfico.
En mayo del 2003, Aron Ralston, un alpinista de 27 años, exploraba en el cañón Blue John, cerca de Moab, Utah. Una roca cayó atrapando su antebrazo derecho y aplastándolo. Sólo una decisión drástica podría sacarlo de allí. Durante cinco días, intentó sacar el brazo de todas maneras posibles, trató de levantar o romper la piedra, pero, al no conseguirlo, la desesperación se apoderó de él y pensó que iba a morir, por lo que talló su nombre, su fecha de nacimiento y su fecha de muerte en la roca. Al acabársele el agua, bebió su propia orina y grabó en vídeo una despedida para su familia. Finalmente, deshidratado y cada vez más confuso, Ralston tomó una decisión desesperada. Golpeó su brazo con una piedra para romper los huesos y con su navaja multiusos cortó la carne y los músculos. Después, usó las pequeñas tijeras del multiusos para cortar los tendones y, por fin, quedó libre. Aplicó un torniquete y con el anclaje de su equipo de escalada consiguió descender el cañón y caminó con la esperanza de encontrar ayuda pronto. La suerte hizo que un helicóptero del servicio medico de Utah lo localizara tras haber activado la alerta de su desaparición el servicio de parques nacionales de Estados Unidos. Tras unas semanas en el hospital de Colorado, y después de que vigilantes del parque rescataran su brazo y lo incineraran, Ralston regresó al lugar y depositó allí las cenizas. Hoy su historia es conocida entre todos los amantes de la montaña, hay un libro escrito por él mismo titulado Between rock and a hard place (aquí se traduciría por ‘entre la espada y la pared’) y el oscarizado director Danny Boyle (Slumdog millionaire, Trainspotting, La Playa, etc.), ha llevado este libro a la pantalla grande donde el alpinista será interpretado por James Franco (Spiderman). El film se titula 127 horas.
El escritor y compositor británico Anthony Burgess (1917-1993) trabajó como oficial de educación en Brunei y Malasia después de la Segunda Guerra Mundial. En 1959 sufrió un colapso mientras impartía una clase en Malasia y le fue diagnosticado un tumor cerebral inoperable con pocas probabilidades de vida a largo plazo. Este hecho lo inspiró a escribir con la intención de que su mujer, Lynne, pudiera vivir con holgura con los ingresos provenientes de los derechos de autor. Se retiró de la enseñanza y se convirtió en escritor a tiempo completo, conviviendo con la enfermedad durante varios años. En el primer año y medio escribió cinco novelas y media. El brutal diagnóstico, que le auguraba cuando más un par de años de vida, no se confirmó finalmente en los hechos, circunstancia que suele ser ofrecida como ejemplo de la influencia benéfica que la actividad artística tiene sobre la salud humana. Por cierto, la media novela escrita con la convicción de una muerte cercana, se convertiría después en su obra literaria más famosa, La naranja mecánica.
Aunque se especializó en higiene, y fue uno de los primeros que hizo hincapié en el tema como cuestión de buena salud más que de buenos modales, el químico alemán Max Joseph von Pettenkofer (1818-1901) desdeñó la teoría de que los gérmenes eran los causantes de las enfermedades. Dijo que lo demostraría y lo hizo de forma milagrosa: tragó deliberadamente un virulento cultivo de bacterias de cólera. El que no enfermara continúa siendo, un siglo después, motivo de asombro.
Eric Moussambani nació el 31 de mayo de 1978 en Guinea Ecuatorial y se ganó por meritos propios el apodo de «La Anguila», despues de su participacion en los Juegos Olímpicos de Sidney del año 2000. En esa competicion, Moussambani nadó la prueba de 100 metros libres en 112,72 segundos, más del doble que sus competidores más rápidos e incluso por encima del récord mundial de 200 metros. Moussambani consiguió participar en los Juegos Olímpicos sin alcanzar los tiempos mínimos requeridos, gracias a un sistema diseñado para permitir la participación de deportistas de países en vías de desarrollo. En las eliminatorias compitió con otros dos nadadores, admitidos en los Juegos por el mismo sistema, que fueron descalificados por salida nula, por lo que Moussambani nadó solo. En la final, Pieter van den Hoogenband ganó con un nuevo récord del mundo, 47,84 segundos. En las eliminatorias, Moussambani empleó más del doble de tiempo mientras era aclamado por el público asistente. Después declararía: «Los últimos quince metros han sido muy difíciles». En los días y meses posteriores, Moussambani se convirtió en un héroe popular invitado a programas de televisión y otros eventos. Antes de llegar a los Juegos Olímpicos, Moussambani nunca había visto una piscina olímpica de 50 m. Había comenzado a practicar natación sólo ocho meses antes en una piscina de 22 metros, dada la falta de infraestructuras deportivas en su país. Moussambani no pudo participar en los Juegos Olímpicos de Atenas de 2004, a pesar de haber bajado su marca personal por debajo de los 60 segundos, debido a un problema con el visado.
Austria, considerada como la cuna del vals, prohibió bailar estas piezas en su corte, mediante un edicto imperial promulgado el 18 de marzo de 1785, debido al furor descontrolado que este tipo de música estaba causando entre sus súbditos.
Bartolomeo Bergamin, cortesano italiano que vivió a caballo de los siglos XVIII y XIX, fue un dandi muy conocido en la misma época que Beau Brummel. Da muestra de su popularidad el hecho de que una forma de nudo de la corbata se conoció en su tiempo como «nudo Bergamin». Su fama arrancó de un hecho accidental. En 1814 entró al servicio de Carolina de Brunswick, esposa del príncipe de Gales, posteriormente Jorge IV de Inglaterra, con quien acabaría protagonizando el escándalo del siglo por su tumultuosa separación. En ella tuvo que ver sin duda Bergamin, quien un día bebió accidentalmente un vaso de vino envenenado, destinado a su dueña. El hecho no acarreó por milagro la pérdida de su vida, pero le tuvo postrado bastante tiempo, el suficiente para que Carolina se fijara en él y acabara siendo su amante. Carolina le encumbró con los títulos de conde y barón de Francini, y su presencia fue desde ese momento habitual en los círculos europeos más distinguidos.
Cierto día, en su acuartelamiento en la por entonces colonia francesa de Argelia, el general francés Aimable Pélissier (1794-1864), que sería mariscal de Francia y duque de Malakov, se dejó llevar por un arrebato de ira y la emprendió a latigazos con uno de sus subalternos. Este, también cegado por la ira, sacó la pistola y apretó el gatillo, pero el arma se encasquilló. Entonces, el general gritó: «Tres días en la celda de castigo por no tener el arma en perfecta condiciones».
Cuando David Wark Griffith (1875-1948) produjo su película El nacimiento de una nación se inspiró en el libro The Klansman, de Thomas Dixon, como base para el guión. Acordó pagar a Dixon 10 000 dólares por los derechos, pero se quedó sin dinero y sólo pudo pagarle 2500 por la opción original. Por el resto, le ofreció un 25% de las ganancias de la película. Dixon aceptó a regañadientes, pero, al final, sus ingresos se convirtieron en la suma más grande que ha recibido jamás escritor alguno por una historia para el cine.
Cuando el ingeniero inglés Henry Bessemer (1813-1898) reveló cómo podía hacerse acero mediante un método mucho más barato que hasta entonces, hubo fundidores de hierro que invirtieron fortunas en esos nuevos «altos hornos». Pero enseguida maldijeron a Bessemer creyendo que les había engañado un charlatán cuando vieron que el acero que producían era de una calidad muy baja. Sin embargo, no había engaño. Lo que pasaba era que Bessemer utilizaba mineral libre de fósforo, mientras que los fundidores de hierro usaban mineral con fósforo. Los fundidores de hierro no quisieron saber más de Bessemer, aunque él les informó cumplidamente de cuál era su problema. Bessemer construyó sus propias fundiciones siderúrgicas en Sheffield, en 1860, y se enriqueció en muy pocos años.
Cuando se estaba construyendo el puente colgante sobre el Niágara, las obras tropezaron con la dificultad inicial de cómo conseguir tender de un lado al otro un primer cable que permitiera dar el primer paso en las obras. El contratista ofreció rápidamente un premio de cinco dólares (no muy generoso, por cierto) a la primera persona que fuese capaz de hacer volar una cometa hasta la ribera contraria, para así permitir enganchar a su cordel cuerdas de mayor y mayor grosor, hasta llegar al deseado cable. El primero en conseguirlo fue un niño llamado Homan Walsh, que consecuentemente obtuvo el premio prometido.
Solución también sorprendente en este mismo escenario fue la del transbordador funicular tendido sobre el río Niágara, muy cerca de las cataratas, por el ingeniero español Leonardo Torres Quevedo (1852-1936). Con una luz de 580 metros, esta obra sorprendió por la proeza técnica de que, en caso de ruptura de uno de sus cables sustentadores, la tensión de los demás no sufriría variación alguna.
Cuentan las crónicas que el príncipe de Orange, Filiberto de Chalôns (1502-1530), que además ostentaba el título de virrey de Nápoles, viendo los grandes gastos que le ocasionaba el sostenimiento de su casa, decidió hacer ciertos recortes en su presupuesto doméstico. A tal fin, el aristócrata flamenco tomó una decisión drástica: despidió de golpe a nada menos que veintiocho de los numerosos jefes de cocina que tenía a su servicio.
Cumplida la conquista del imperio incaico, los españoles recaudaron cuanto oro y demás riquezas cayeron en sus manos. Para los incas, el oro era el sudor del Sol, su suprema divinidad, mientras que la plata procedía de las lágrimas de la Luna, diosa a la que también veneraban como legado de la adoración que el pueblo chimú, su predecesor, mostraba por ella. Esta tradición los hizo ser unos grandes orfebres, como sus antecesores mochicas y chimús. Cuando Francisco Pizarro (1478-1541) apresó a Atahualpa (1500-1533), el decimotercer y último inca, este ofreció canjear su libertad por todo el oro y la plata que cupiesen en la amplia celda en que se hallaba encerrado. Pizarro aceptó dicho rescate, aunque luego, tras cobrarlo, se desdijo de su palabra y mandó ejecutarlo, acusándolo de idolatría, poligamia y conspiración contra el rey de España. Atahualpa había entregado a los españoles unas veintidós toneladas de oro. Los cronistas españoles cuentan que fueron necesarios nueve hornos de fundición para transformar todas las piezas en lingotes más manejables. No satisfechos aún con ese botín, las huestes de Pizarro continuaron saqueando todo el imperio, incluidos los lugares sagrados. Así, se hicieron con un cargamento de metales preciosos de tal volumen que con la llegada solamente de un quinto de él a España y su distribución por Europa, a medida que la Corona española satisfacía las muchas deudas que tenía contraídas, se produjo de modo inesperado un proceso de inflación galopante, hasta entonces nunca conocido en la historia de Europa.
En el otoño de 2008, Danielle Smith, de treinta y seis años, convenció a su marido Jeff y a sus dos hijos, vecinos todos de un suburbio de la ciudad de San Luis, en el Estado de Misuri, para que los cuatro posaran para una foto familiar que luego ella utilizó a modo de felicitación de Navidad que envió a través de Facebook a familiares y amigos. Pero, lo que son las cosas, resultó que, meses más tarde, un amigo suyo visitó la ciudad checa de Praga y se topó con sus amigos los Smith en un gigantesco cartel anunciando un restaurante.
Desde que en mayo de 1915 un submarino alemán torpedeara y hundiera el transatlántico RMS Lusitania, la gran importancia de los submarinos en la tarea de control del mar se hizo aún más patente. Con el tiempo, el papel que desarrollarían estas naves iría en aumento y su evolución tecnológica sería cada vez más rápida. Sin embargo, eran naves muy peligrosas. Si un submarino tenía problemas, vías de agua, descompresión o simplemente se hundía, su destino era muy simple: toda la tripulación terminaría sus días en el fondo del mar… Así sería al menos hasta 1939.
El 23 de mayo de 1939, el USS Squalus, uno de los submarinos más modernos de la armada estadounidense, partió del puerto de Porthmouth en New Hampshire, para realizar unas prácticas rutinarias. El submarino apenas se había distanciado unas millas del puerto cuando el capitán, a las 8:00 a. m., ordenó la inmersión. Toda la tripulación se dispuso a ello cuando ocurrió algo imprevisto. A pesar de que en el cuadro de mandos todas las luces estaban en verde, lo que significaba que el submarino estaba cerrado herméticamente, por la megafonía se informó al capitán de que una gran vía de agua estaba inundando varios compartimentos. Desde ese momento, la suerte del USS Squalus estaba echada: o cerraban y contenían esa vía de agua o terminarían ahogados dentro de aquellas paredes de hierro. Ante el riesgo inminente de que todo el submarino terminase inundado, el capitán afrontó una de las decisiones más difíciles de toda su carrera: debía cerrar inmediatamente los compartimentos inundados y contener así el agua… Pero eso significaba dejar tras las compuertas a gran parte de la tripulación. Todos los que estaban en los compartimentos traseros del submarino comenzaron una desesperada carrera por llegar a las estancias aún secas… Tan sólo lo consiguieron cinco marineros. Mientras tanto, la orden llegó y las escotillas dejaron a veintiséis marineros al otro lado… veintiséis hombres que murieron en tan sólo unos minutos, mientras se anegaban los compartimentos anexos a la sala de máquinas.
Aun así, el submarino no podía salir a la superficie y comenzó a hundirse lentamente, hasta llegar al fondo del mar. El USS Squalus estaba atrapado en el lecho marino a 72 metros de la superficie. A todos estos problemas se unía el peligro que suponía la sobrecarga excesiva de las baterías eléctricas del submarino. Un peligro que se solucionó in extremis, cuando el jefe de electricistas cortó la corriente instantes antes de lo inevitable. Ahora, todo parecía realmente perdido. Sin electricidad, la tripulación permaneció a oscuras en el fondo del mar, soportando temperaturas cercanas a los cero grados y con la certeza de que jamás nadie había salido vivo de una situación semejante. Pero, en este caso, se produjo un milagro.
Para empezar, su rescate se convirtió en noticia en todo el mundo. Los medios de comunicación internacionales se hicieron eco de la desesperada situación del submarino y de sus hombres. Todo el mundo se mantuvo pendiente de las noticias sobre el Squalus. Docenas de barcos y submarinos rondaban la zona en la que el Squalus yacía hundido. Gracias a una baliza flotante lanzada desde el submarino siniestrado, la misión de rescate había podido localizarlo y saber que, al menos, una parte de la tripulación había sobrevivido. Ahora quedaba lo más difícil: sacarlos del fondo del mar. La misión de búsqueda y rescate se convirtió en una cuestión internacional y se pusieron en juego todos los medios humanos, económicos y tecnológicos disponibles en aquel momento. Entre ellos, la sagacidad y el arrojo de un ingeniero e inventor neoyorquino que resultaría crucial en el destino de los treinta y tres hombres que aún quedaban vivos en el interior del Squalus: Karl Momsen, conocido como «El Sueco», que propuso un plan aparentemente descabellado: un submarinista descendería hasta la nave varada en el fondo y amarraría un cable a su escotilla superior. Mediante ese cable, se descendería una campana de inmersión inventada tiempo atrás por él. La campana debía quedar justo encima de la escotilla, ajustada herméticamente, lo que permitiría el acceso desde el submarino a ocho marineros que serían subidos a la superficie. Parecía difícil, pero no imposible.
En el buque de salvamento USS Falcon comenzaron los preparativos para descender la campana de rescate. A esas alturas, los marineros del Squalus llevaban ya más de treinta y seis horas atrapados en el fondo del mar. La falta de oxígeno, las bajas temperaturas y un peligroso escape de gas hacían que las posibilidades de sacarlos con vida fueran cada vez menores. Aun así, la campana comenzó su descenso y, por fortuna, se acopló perfectamente a la escotilla del submarino. Al abrirla, la alegría de los treinta y tres supervivientes se desbordó. Era la primera vez que alguien saldría con vida de las profundidades del mar. Como en la campana sólo cabían ocho hombres cada vez, fueron cuatro los interminables viajes arriba y abajo que tuvo que hacer. Pero se logró el objetivo; los treinta y tres supervivientes del Squalus logaron ponerse a salvo en la superficie.
Durante unos años, la película española más taquillera de la historia fue Air bag. De ello estaba tan orgulloso su director Juanma Bajo Ulloa que, medio en broma medio en serio, se apostó con su colega Santiago Segura, que acababa de dirigir una comedia que amenazaba con convertirse en otro taquillazo, la tontería de que si Torrente superaba a Air bag, Ulloa se tatuaría la frase «Torrente: el brazo tonto de la ley» en el culo. Juanma Bajo Ulloa perdió la apuesta.
La Méduse fue una fragata francesa que naufragó en 1816 frente a las costas de Mauritania. Los supervivientes embarcaron en una balsa que originó uno de los cuadros más potentes de todos los tiempos y, desde luego, la gran pintura de la restauración francesa de Luis XVIII. Le radeau de La Méduse (La Balsa de La Medusa), de Théodore Géricault (1791-1824). El barco, al mando del capitán Duroy de Chaumarey, embarrancó junto al banco de Arguin, un lugar lleno de bajíos con los que el Sahara quiere entrar en el océano Atlántico de Mauritania. Sin agua ni comida, al final murieron 145 personas en aquella balsa, pero algunos de ellos canibalizados por sus propios compañeros de viaje. No podía ser que los franceses fuesen antropófagos, de ahí el gran escándalo.
El 19 de abril de 1562, el príncipe Carlos de Austria (1545-1568), hijo mayor y heredero del entonces soberano hispano Felipe II, ya de por sí delicado de salud, sufrió un accidente bajando una escalera en la localidad de Alcalá de Henares y se abrió la cabeza. Tras probar muchos tratamientos diferentes, con el príncipe en trance de muerte y viendo que la medicina no podía hacer nada por él, se recurrió a un curandero morisco llamado Pinterete. Este personaje señaló que, para que el muchacho salvara la vida, debía de meterse en la cama junto a él a la momia de fray Diego de Alcalá, fraile con fama de obrar grandes milagros y que había muerto un siglo antes. Así se hizo y, sea como fuere, lo cierto es que el príncipe Carlos sanó, aunque bien pudo deberse más bien a la intervención del médico imperial Andreas Vesalio, que le realizó una trepanación, operación muy arriesgada que le traería secuelas, pues se acrecentó su crueldad y sus excentricidades, pero que, aparentemente, le salvó la vida a aquel príncipe sin duda deficiente, con un hombro más alto que el otro, la pierna izquierda más larga que la derecha, el pecho hundido y una pequeña joroba.
La noche del 23 de junio de 1993, como tantas otras antes, el ex marine John Wayne Bobbitt (1967) volvió a casa bebido y forzó a su mujer, Lorena Leonor (1970), de origen ecuatoriano, con la que se había casado el 18 de junio de 1989. La esposa, harta ya de sus maltratos, se vengó cortándole el pene con un cuchillo mientras dormía. Los doctores lograron reimplantarle el miembro a John en una operación que duró nueve horas y media. Tras el juicio, Lorena se convirtió para muchas mujeres, especialmente las que habían padecido similares situaciones, en una heroína del feminismo. En 1995, la pareja se divorció, tras seis años de matrimonio desafortunado. En la actualidad, Lorena preside la organización Lorena’s Red Wagon, dedicada a conseguir recursos para mujeres maltratadas que buscan ayuda psicológica y social. Por su parte, John Wayne, en un primer momento, se rehizo y sacó partido de la situación haciéndose actor porno (en la foto, en una de sus actuaciones). Su primer vídeo vendió enseguida más de 60 000 copias sólo en Estados Unidos. Pero fue un éxito fugaz. Poco después, en 1996, Bobbitt se ordenó pastor de la Iglesia de la Vida Universal. Desde su divorcio, John sería denunciado en varias ocasiones por diferentes episodios de violencia, y también fue condenado por su implicación en el robo de 140 000 dólares en una tienda de ropa. En 1994, fue declarado culpable de diversos cargos contra su nueva prometida, Kristina Elliott, y sentenciado a 15 días de cárcel. Aunque Lorena le dijo a Oprah Winfrey en abril de 2009 que no tenía ningún interés en hablar con John, ambos aparecieron juntos en The Insider, programa de cotilleos de la CBS. Fue su primera reunión desde su divorcio. En el programa, John se disculpó con su ex esposa por la forma en que la trató durante su matrimonio y Lorena afirmó que John aún la amaba, porque no había dejado de enviarle tarjetas del Día de San Valentín, mensajes de textos y flores.
El 29 de julio de 1967, un fallo eléctrico hizo que se activara uno de los cohetes Zuni de uno de los aviones que, listos para entrar en combate, repletos de combustible y de armas, estaban en cubierta del portaaviones estadounidense USS Forrestal. El cohete cruzó la nave hasta chocar contra el depósito de combustible de otro avión. Aquello comenzó una reacción en cadena. Comenzaron a explotar armas y aviones. La primera de las brutales explosiones se llevó por delante a todos aquellos que habían acudido a apagar el primer fuego. La cubierta del barco se convirtió en un infierno. Los soldados cargaban las enormes bombas en carros de transporte para alejarlas del peligro. Algunos aviones fueron lanzados al mar para evitar que explotaran. Finalmente, entre todos, se logró controlar el caos, pero quedaron en cubierta ciento treinta y cuatro cadáveres y más de ciento sesenta heridos, y eso sin mencionar los destrozos materiales. Una última curiosidad es que uno de los dos pilotos del primer avión era John McCain, el candidato republicano a la Casa Blanca en las elecciones de 2008 que perdió ante Obama.
Leonid Rogozov (1934-2000) acabó sus estudios de medicina en 1954 en Leningrado y, en 1960, se unió a una expedición a la Antártida. En abril de 1961, en pleno viaje, comenzó a sentirse enfermo con fuertes dolores en el abdomen y se autodiagnosticó peritonitis producida por apendicitis aguda. Ante la imposibilidad de regresar en avión y al ser el único medico de la expedición, tomó la decisión de operarse a sí mismo con la única ayuda de un ingeniero y un meteorólogo, que le iban pasando el instrumental y le sujetaban el espejo para que pudiera verse el abdomen. Con una solución de novocaína como anestesia se practicó una incisión de 12 cm y se extirpó el apéndice. La intervención duró 1 hora y 45 minutos y fue todo un éxito, ya que dos semanas después volvió al trabajo en la estación. Ese mismo año recibió del gobierno soviético la Orden de la Bandera Roja del Trabajo.
El 7 de noviembre de 1874, la revista norteamericana American Medical Weekly dio a conocer un extraordinario e increíble caso de inseminación involuntaria ocurrido durante la Guerra Civil Americana y presentado por el doctor Legrand Guerry Capers, Jr. (1834-1877) desde su ciudad de residencia, Vicksburg. Según el testimonio de este doctor, presente en el campo de batalla como cirujano de campaña, durante la batalla de Raymond, entablada junto al río Misisipi el 12 de mayo de 1863, un soldado, amigo personal suyo, fue herido por una bala que le atravesó el escroto, llevándosele el testículo izquierdo. Al parecer, la misma bala penetró después en el abdomen de una muchacha de diecisiete años que estaba casualmente en el lugar. Doscientos setenta y ocho días después, la muchacha dio a luz a un niño de casi cuatro kilos de peso, sin que en ese desenlace interviniese, según testimonio de la joven, más que «la providencia». Lo que vino a corroborar la versión inocente que daba la muchacha fue que, tres semanas después, el mismo doctor Capers operaba al bebé, extrayéndole un cuerpo extraño, que resultó ser una bala idéntica a las que había utilizado el enemigo en la batalla ocurrida en el lugar nueve meses antes. El broche final de esta increíble historia fue que el escéptico soldado visitó a la madre de su supuesto hijo accidental y que entre ambos surgió algo más que una afinidad, que pronto acabó en matrimonio. La pareja tendría después otros tres hijos, concebidos, eso sí, de una manera más voluntaria y menos disparatada.
El astrofísico inglés Fred Hoyle (1915-2001) es conocido, entre otras cosas y a su pesar, por bautizar con la expresión «Big Bang» a una teoría que circulaba por entonces con creciente éxito en el ambiente físico, según la cual todo el universo se habría formado mediante una explosión primigenia. Lo curioso del caso es que Hoyle no creía en esa teoría y utilizó tal etiqueta de modo irónico en una intervención en la BBC en 1949 para mofarse y desacreditarla en los círculos intelectuales.
El Club Hedonista de Brasil organizó una orgía del 5 al 7 de octubre del año 2001 en la que «todo estaría permitido», a la vez que se prometían «50 horas de sexo libre y gratis» y que «la diversidad será la clave del encuentro». Tras la convocatoria de esta reunión, la primera de esas características en Brasil, se habían vendido sólo unas mil quinientas entradas, a veinticinco dólares cada una. Pero entonces el arzobispo de Río de Janeiro protestó enérgicamente ante el ayuntamiento por la celebración de tal acto, consiguiendo tras muchas presiones que clausuraran el local en el que iba a tener lugar la fiesta. Esta, no obstante, se celebraría en otro recinto, aunque gracias a la colaboración de la Iglesia pasaron a venderse unas seis mil entradas, cuatro veces más.
El emperador romano Vespasiano (9-79) dictó un decreto por el que se libraba a todos los médicos de prestar el servicio militar obligatorio para todos los ciudadanos del imperio romano. Esto provocó indirectamente tal aumento del número de estos profesionales que, en el año 160 de nuestra era, su sucesor Antonino Pío (86-161) se vio obligado a limitar el número de médicos con titulación pública.
El gran médico francés Charles Edouard Brown-Séquard (1817-1894), tras haber enviudado a los setenta años y volverse a enamorar a continuación de una joven, decidió iniciar consigo mismo una terapia destinada a rejuvenecerse. Para ello se inyectó preparados a base de testículos de cobayas y perros. Estos tratamientos fueron recordados por el cirujano ruso nacionalizado francés Serguéi Voronov (1866-1951), que durante su ejercicio como médico del virrey egipcio Abbas II, ya había observado que los eunucos del harén regio eran más proclives a padecer enfermedades propias de ancianos que los hombres no castrados. Voronov decidió utilizar para sus experimentos testículos de mono, pero en vez de utilizar un extracto, optó por injertarlos directamente bajo la piel de los pacientes. Consideró que estas operaciones eran un éxito ya que los pacientes mejoraban, aunque pronto se demostró que ello sólo se debía a un efecto placebo; en realidad, la mayoría de los operados presentaba una zona inflamada e, incluso, un absceso en el área del injerto. Lo cierto es que Voronov no descubrió su Fuente de la Eterna Juventud, aunque sin querer consiguió demostrar el rechazo inmunológico al trasplante entre especies.
El reinado del zar Nicolás II de Rusia (1868-1918) comenzó y concluyó con infortunio. En la ceremonia de coronación, celebrada en 1894 en el campo de Jodinka de Moscú, se prepararon regalos para ser repartidos entre los asistentes. Sin embargo, comenzó a correr el rumor entre las filas de invitados que esperaban su turno para recoger el presente de que no habría bastantes regalos para todos. Ello produjo, de forma imprevista, una incontenible avalancha hacia las mesas dispuestas con los obsequios. La estampida provocó cientos de muertos, pisoteados y asfixiados por la muchedumbre. Para completar el círculo, su reinado terminó con la Revolución rusa y la ejecución del propio zar.
El rey de los ostrogodos de Italia, Teodorico el Grande (455-526), aunque arriano, tenía un ministro católico, que gozaba de toda su confianza. Este ministro creyó que, cambiando de religión, lograría del rey un favor todavía mayor, y abrazó el arrianismo. Teodorico, al saberlo, ordenó que fuese inmediatamente decapitado, porque, como dijo: «Si ese hombre no es fiel a su Dios, ¡cómo me será fiel a mí, que sólo soy un hombre!».
El rey persa Abbas I (1557-1628?) despreciaba el tabaco e intentó hacerles un truco a sus cortesanos para conseguir que dejaran su hábito de fumar. Mandó secar un poco de mierda de caballo, sustituyó con ella el tabaco que se guardaba en las latas de palacio y, ofreciéndoles a los cortesanos, les dijo que era una mezcla rara y cara que le había regalado el visir de Hamadán. Sin embargo, a sus cortesanos les entusiasmó. «¡Huele a las mil maravillas!», dijo exultante un poeta. Dice la tradición que Abbas comentó con cierta amargura: «¡Maldita sea esa droga que no puede distinguirse de la mierda de caballo!».
En 1674, el irlandés Francis Seldon, de dieciséis años, estudiaba en un colegio jesuita de París cuando el rey Luis XIV lo visitó. El inconsciente de Francis pegó en una pared un pequeño cartel en el que criticaba a sus profesores jesuitas por anteponer al rey a Dios (otros dicen, con menor verosimilitud, que lo que hizo fue reírse de la calvicie del rey). El caso es que el monarca, demostrando su poco sentido del humor, se enfadó y lo mandó arrestar y recluir secretamente en La Bastilla y, luego, en la isla de Santa Margarita. El pobre hombre pasó de esta forma sus siguientes treinta y un años en prisión hasta que la mediación de los jesuitas logró su liberación y pudo volver a Irlanda.
En 1832, el cirujano estadounidense William Beaumont (1785-1853) publicó un primer trabajo denominado Experimentos y observaciones sobre el jugo gástrico y el funcionamiento de la digestión. Gracias a él se supo en gran medida cuál era el mecanismo por el cual se digerían los alimentos. Lo llamativo de su análisis era que se apoyaba en observaciones surgidas mediante un hecho fortuito. Una tarde, durante una cacería, Beaumont disparó un tiro por error a un indio que deambulaba por el lugar. La herida le produjo una importante abertura en el estómago, que resultó muy difícil de cicatrizar. Beaumont logró salvarle la vida y lo tomó de criado. Sin embargo, la herida nunca cicatrizó del todo y el cirujano optó por colocar un cristal de aumento en el orificio que le permitió estudiar el funcionamiento del estómago y la acción de los jugos gástricos. Gracias a este inusual hecho se avanzó enormemente en el conocimiento de la fisiología digestiva. La posteridad bautizó a esta experiencia como «la ventana de Saint Martin», en honor al nombre verdadero del indio.
En 1960 murió la escritora estadounidense Joy Gresham (1915-1960), esposa del escritor C. S. Lewis (1898-1963), aquejada de un cáncer óseo. Al año siguiente, Lewis escribió A grief observed (Una pena observada), conmovedor ensayo sobre el dolor. Como se trataba de un tema tan íntimo, decidió publicarlo bajo el seudónimo de N. W. Clerk. Sin embargo, sus amigos y conocidos comenzaron a enviarle el libro de regalo, pensando que podría ayudarlo a superar su propio sufrimiento por la pérdida de su esposa. Fue tal la insistencia de sus amigos en que recurriera a la lectura de ese libro, que a Lewis no le quedó más remedio que hacer pública su autoría.
En 1965, André François Raffray, notario de profesión, propuso a la señora Jeanne Calment, nacida en 1875 y que entonces tenía noventa años, pagarle una renta mensual de 2500 francos (que equivaldría a menos de cuatrocientos euros actuales) hasta el día de su fallecimiento a cambio de su vivienda, en lo que podríamos calificar como «hipoteca inversa». Jeanne Calment vivía en un céntrico piso en la localidad francesa de Arlés, en la cotizada Costa Azul. La nonagenaria había enviudado en 1942 de Fernand Calment, perdió a su única hija Yvonne en 1934 e incluso su nieto Frédéric falleció a causa de un accidente automovilístico en 1963. Al no tener descendencia ni familia directa, accedió a firmar el acuerdo con el notario Raffray. Este calculaba que la anciana viviría como máximo unos diez años más (hasta los cien) y él tendría un céntrico y formidable piso por poco más de 300 000 francos (45 734 euros). Pero el destino en algunas ocasiones juega malas pasadas e hizo que la señora Calment se convirtiera en el ser humano más longevo de la historia, llegando a vivir hasta los ciento veintidós años (se cuenta que dejó de fumar a los ciento diecisiete años), dos años más que André Francois Raffray, que murió el día de Navidad de 1995, a los setenta y siete años. Su viuda tuvo que seguir pagando a Jeanne Calment la cantidad acordada por su marido hasta el 4 de agosto de 1997. Hay que destacar la curiosidad de que la señora Calment pasó una gran parte de esos veintidós años ingresada en una residencia de ancianos, estando el piso vacío durante todo ese tiempo.
En 2001, dos hombres intentaron robar en la casa del futbolista escocés Duncan Ferguson (1971) (en la foto con camiseta amarilla), bien conocido por su agresividad incontrolable, ya juzgado en cuatro ocasiones y que había pasado seis meses en la cárcel Barlinnie de Glasgow por agresiones. La consecuencia fue que uno de los rateros tuvo que estar tres días hospitalizado tras el violento enfrentamiento con el jugador.
En la Guerra de los Treinta años, un ejército sueco atacó Kissengen, una ciudad amurallada de Baviera. Los defensores, como última defensa lanzaron colmenas por encima de las murallas, contra el Ejército sueco. A priori una abeja no es gran cosa, pero cuando es un ejército de abejas, la cosa cambia. El ejército sueco se vio obligado a retirarse en medio de una nube de aguijones. Ese mismo truco de lanzar colmenas a los enemigos ya lo utilizaron los romanos, que lo hacían mediante catapultas, o el rey Ricardo Corazón de León contra los árabes durante las Cruzadas. Parece que también hay constancia de su utilización por los sajones, los moros o los húngaros.
En noviembre del año 2000, Merv Grazinski, de la ciudad de Oklahoma, se compró una autocaravana marca Winnebago. En su primer viaje, estando en una autovía, seleccionó una velocidad de crucero de 120 km/h y, absurdamente, dejó el volante y se fue hacia la parte de atrás a prepararse un café. A nadie, salvo a él, sorprenderá el hecho de que la autocaravana se saliera de la carretera y colisionara. Contrariado por el accidente, Grazinski denunció a Winnebago por no advertirle en el manual de uso de que no podía hacer eso. Lo realmente sorprendente fue que recibió una indemnización de 1 750 000 dólares, más una autocaravana nueva. Desde entonces, Winnebago advierte de tal circunstancia en sus manuales, no vaya a ser que algún otro imbécil compre uno de sus vehículos.
Estaba el tenor checo Leo Slezak (1873-1946) en plena representación del Lohengrin de Richard Wagner, cuando, nada más acabar de cantar la «Despedida», se acercó caminando hacia el bote simulado arrastrado por un cisne en que había de montarse. Sin embargo, algo falló, los tramoyistas movieron demasiado rápido el cisne y Slezak no llegó a tiempo de montarse en él. Pero, ni corto ni perezoso, el tenor avanzó hacia el público y con una fenomenal presencia de ánimo preguntó: «Por favor, ¿saben a qué hora pasa el próximo cisne?».
El perfumero francés François Coty (1874-1934), nacido Joseph Marie François Spoturno, se hizo rico de la noche a la mañana, aunque le costó. Tras crear un perfume muy original, no conseguía colocarlo en ningún comercio hasta que un día, harto de tantos desprecios, en un arrebato de ira, comenzó a romper contra el suelo botes de su perfume en la sección de perfumería de los Grandes Almacenes del Louvre. Todas las clientas que inundaban el establecimiento, atraídas tanto por el escándalo como por el agradable aroma, siguieron su rastro hasta topar con el indignado Coty. Al preguntarle aquellas damas a qué se debía tan agradable efluvio, Coty cambió de expresión y amablemente les explicó que se debía a la rosa Jacqueminot. Sedujo tanto su explicación y su perfume, que fue éxito de ventas abrumador ese día y los siguientes.
Coty se enriqueció inmensamente gracias a la perfumería, pero su proyecto iba aún más lejos, ya que no se conformaba con ser uno de los magnates de los perfumes y quiso llegar a toda la sociedad, además de albergar sueños de dictador. A tal fin, compró el periódico Le Fígaro. Su objetivo era el de difundir su política y su filosofía comercial. Desafortunadamente el negocio no salió bien y, entre 1921 y 1933, se arruinó. Murió como casi todos los grandes genios, solo, pobre y olvidado. Antes había confesado a un amigo que moriría sin haber conseguido crear el olor de la madreselva, uno de sus grandes sueños. Aun así, su memoria sigue estando presente, ya que la casa Coty pudo repuntar y ser salvada de la quiebra total y hoy en día es una firma floreciente y próspera que, en lo comercial, sigue el rumbo y el carácter de su creador.
En enero de 1992, un buque portacontenedores partió de Hong Kong con destino a Tacoma, en el estado de Washington, Estados Unidos, cargado, entre otras cosas, con un pedido de pequeños juguetes de baño de plástico fabricados en China para la empresa estadounidense The First Years Inc. El 29 de enero, durante una tormenta en el océano Pacífico Norte, varios contenedores cayeron al agua. Uno de ellos contenía 29 000 juguetes de baño infantiles con diversas formas: castores rojos, ranas verdes, tortugas azules y patos amarillos. Nada más caer al mar, el contenedor se abrió (posiblemente debido a la colisión con otros o con el mismo barco) y los juguetes se liberaron. A diferencia de muchos otros de estos juguetes de baño, los llamados Friendly floattes (algo así como ‘amigos flotantes’) no tienen agujeros, por lo que, al ser estancos, no se llenaron de agua.
Los oceanógrafos estadounidenses Curtis Ebbesmeyer y James Ingraham, que trabajaban desde un laboratorio de la ciudad de Seattle en el establecimiento de un modelo fiable de las corrientes oceánicas superficiales, comenzaron a rastrear las pautas de dispersión de los juguetes flotantes (de igual modo que ya hacían con una partida de zapatillas Nike perdidas en el mar en 1990). Se sabía que el porcentaje de recuperación de objetos en el océano Pacífico era de alrededor del 2%, por lo que los dos científicos esperaban recuperar unos seiscientos patitos de goma. En los meses siguientes al incidente, comenzaron a divisarse patitos a todo lo largo de la costa de Alaska. La primera recuperación fue de diez unidades encontradas cerca de Sitka, Alaska, el 16 de noviembre de 1992, aproximadamente a 3200 kilómetros de su punto de partida. Ebbesmeyer e Ingraham se pusieron en contacto con pescadores, trabajadores costeros y residentes para que les ayudasen a recuperar patitos en todo aquel vasto litoral de 850 kilómetros. En total, hasta agosto de 1993, se encontraron unos cuatrocientos a lo largo de la costa oriental del golfo de Alaska, lo que suponía una tasa de recuperación del 1,4%. Los modelos informáticos de los oceanógrafos predijeron correctamente la llegada de los juguetes al estado de Washington en 1996, así como que otros grupos habrían viajado hacia Alaska, hacia el oeste de Japón y, hacia el norte, hasta quedar atrapados por el hielo ártico en el estrecho de Bering. De estos últimos se predijo que, al desplazarse lentamente con el hielo, era de esperar que, en cinco o seis años, alcanzaran el Atlántico Norte, donde se volverían a liberar del hielo. Entre julio y diciembre de 2003, la empresa The First Years Inc ofreció cien dólares como recompensa a quien recuperase juguetes en Nueva Inglaterra, Canadá o Islandia, lo que aumentó el número de recuperaciones.
Blanqueados por el sol y el salitre, los patos y castores se habían decolorado a blanco, pero las tortugas y ranas mantuvieron sus colores originales, mientras habían ido incorporándose al acervo cultural del mundo. Por ejemplo, se han escrito varios cuentos sobre patos y los mismos juguetes se han convertido en objeto de coleccionismo, alcanzando precios tan altos como mil dólares, además de protagonizar varias campañas publicitarias.
Incapaz por imperativo legal de sacar fuera de España el dinero correspondiente a sus derechos de autor, el novelista y dramaturgo británico William Sommerset Maugham (1874-1965) decidió emplear ese dinero en pagarse unas vacaciones de lujo en Madrid. Eligió uno de los mejores hoteles y cenó extravagantemente cada noche hasta que, satisfecho, consideró que ya había gastado más de la suma acumulada. Informó al director del hotel de que iba a dejarlo al día siguiente y pidió que le prepararan la cuenta. Con la mejor de sus sonrisas, el gerente le respondió amablemente: «Ha sido un honor tenerle aquí. Su estancia nos ha proporcionado una muy buena publicidad, así que no hay cuenta que pagar».
Luego del cruce de los Alpes, Aníbal (247-183 a. C.) fue engañado por sus guías y cayó en una trampa tendida por los romanos: fue acorralado en un valle cuyas únicas salidas estaban controladas por las legiones. Pero lo que podría haber sido una masacre y una espantosa derrota fue convertida por el famoso estratega en una inesperada y aplastante victoria. En medio de la oscuridad de la noche, soltó en las montañas a dos mil vacas y toros con antorchas encendidas atadas a los cuernos. Los romanos, al ver la estampida de semejante manada de bestias ardientes, huyeron aterrorizados y dejaron libre el paso a Aníbal.
La novelista estadounidense Miriam Coles Harris (1834-1925) escribió varias novelas, una colección de cuentos infantiles y dos libros devocionales. Pero odiaba la publicidad y escribió su primer libro anónimamente, causando con ello el efecto opuesto al deseado, pues varios impostores reclamaron ser su autor, lo que causó un auténtico furor literario y más atención hacia su persona de la que la autora hubiera deseado.
El 21 de octubre de 1805 se disputó la batalla de Trafalgar en la bahía de Cádiz frente al cabo que dio nombre al enfrentamiento entre la armada inglesa, dirigida por el almirante Nelson, y la franco-española, capitaneada por Villeneuve. La mejor preparación de la flota inglesa, el ingenio de Nelson, la torpeza de Villeneuve y la nula cohesión de la flota franco-española dieron la victoria a los ingleses. Uno de los barcos españoles que participó en la batalla, el Neptuno, capitaneado por Cayetano Valdés, tras recibir varias andanadas de la artillería inglesa, quedó a la deriva. Sin rumbo, tras perder el mástil, el barco encalló. Desde tierra se intentó rescatar a los supervivientes, pero el fuerte oleaje no permitía llegar a los botes. No se sabe el cómo ni el porqué, seguramente era cosa del cocinero, pero el caso es que a bordo del Neptuno había un cerdo… y un marinero con mucho ingenio a quien se le ocurrió atarle al gorrino una maroma a la pata y arrojarlo al mar para que, teniendo en cuenta que los cerdos nadan muy bien, llegase hasta la orilla y permitiese atar la maroma a los botes y llevarlos luego al barco. Todos fueron rescatados.
Se cuenta que Federico II de Prusia (1712-1786) tenía una predilección muy marcada por las cerezas que crecían generosamente en su palacio de Sanssouci. Se paseaba para observarlas en su proceso de crecimiento, deleitándose por anticipado. Pero en cierta ocasión comprobó que algunas de ellas tenían agujeros en su piel que penetraban hasta la pulpa. Al inquirir la causa, se enteró de que habían sido picoteadas por gorriones. Sin más, ordenó exterminar a todas esas pequeñas aves que compartían con él el gusto por las frutas. Y esperó confiado al año siguiente, seguro de que ya nada ni nadie le disputaría ese placer. Pasaron los meses y el tiempo de las cerezas llegó… pero sin cerezas. El disgusto del rey fue tan grande como su poder. No podía comprender qué pasaba si ya no había gorriones que las picotearan. El jardinero, con un poco de miedo a la reacción del soberano, le explicó que las orugas habían comido y destruido las plantas. ¡Pero si antes las orugas no las perjudicaban! Claro, antes los gorriones alimentaban a sus pichones con estos insectos, pero desde que se mandó matar a la plaga porque hacía inservibles algunas frutas, ya no quedaban cerezas. En el futuro, el rey de Prusia se pensó dos veces antes de erradicar de su palacio alguna otra especie.
Se dice que Irving Thalberg (1899-1936), un productor de la Metro-Goldwyn-Mayer, tenía la costumbre de retener a sus visitantes en la sala de espera durante períodos de tiempo irrazonablemente largos antes de dejar que entraran en su despacho. En una ocasión, los hermanos Marx fueron a verle y perdieron la paciencia. Cuando, tras varias horas de espera, Irving salió a recibirles, se encontró a los hermanos completamente desnudos y asando patatas en la chimenea de la sala de espera. Nunca más les hizo esperar.
Según cuenta Plutarco en sus Vidas paralelas, la primera vez que Julio César llegó a África tuvo la mala fortuna de tropezar y caer a tierra nada más desembarcar. Con gran presencia de ánimo, César se sobrepuso al instante al accidente y, levantándose, dijo: «Teneo te, Africa» (‘¡Te tengo, África!’), dando a entender así que no había sido una caída casual, sino más bien un acto voluntario con el que simbolizaba que había tomado posesión de aquella tierra.
Sucedió que, pocos días antes del estreno de una de las obras del dramaturgo italiano Luigi Pirandello (1867-1936), este se impacientó con las continuas peticiones de entradas gratuitas por parte de amigos, conocidos, amigos de conocidos y conocidos de amigos e, incluso, algún que otro totalmente desconocido. Para rehuir tantos compromisos, hizo colocar en la entrada del teatro un cartel en el que se leía: «Por orden del director, se suspenden las entradas de favor». Seguro del éxito de su obra, Pirandello abrió el teatro el día previsto para el estreno y, ciertamente, fue un gran éxito de asistencia… pero, a partir del segundo, no acudió casi nadie. Extrañado, Pirandello acertó a pasar por la entrada del teatro y pudo comprobar que, junto al primer cartel, alguien había colocado otro más grande que rezaba: «Por orden del público, se suspende el favor de entrar».
Tras jugar varias temporadas en el equipo de la ciudad de Indianápolis, en las ligas menores, el jugador de béisbol Len Koenecke (1904-1935) firmó por fin en diciembre de 1931 un gran contrato por un total de 75 000 dólares de la época con un gran equipo, los Giants de Nueva York. Su nuevo entrenador John McGraw predijo que «sería una brillante estrella en la Liga Nacional», pero lo cierto es que sólo jugó aquel primer año de 1932 con los Giants. Tras una temporada en blanco, en 1934, Koenecke fichó por los Dodgers de Brooklyn, donde en su primera gran temporada anotó hasta catorce home runs. Su segunda temporada marcó el declive definitivo de sus prestaciones, a la vez que sus excesos con la bebida se convertían en un problema hasta el punto de que tuvo que ser enviado de vuelta a casa en mitad de un desplazamiento. Aunque le iban a devolver a Nueva York por carretera, él decidió coger un avión. Durante el vuelo, se bebió un litro de whiskey y, lógicamente, su borrachera se hizo notar. Tras discutir con otros pasajeros y golpear a una azafata, el piloto se tuvo que sentar encima de él, para tratar de calmarlo, y poder esposarlo al asiento. Fue sacado del vuelo en la escala de Detroit. Tras dormir en una silla del aeropuerto, cogió otro vuelo a Buffalo. Mientras volaba sobre Canadá, se volvió a pelear con el piloto y con un pasajero e intentó tomar el control del avión. A fin de evitar un accidente aéreo, el piloto (que había abandonado mientras tanto los controles del aparato) y el otro pasajero le golpearon en la cabeza con un extintor de incendios. Tras un aterrizaje de emergencia en la recta principal de un circuito automovilístico, se pudo comprobar que Koenecke había muerto de una hemorragia cerebral. Los pilotos fueron enjuiciados acusados de homicidio involuntario, pero fueron absueltos.
Un ciudadano canadiense del que sólo se conoce su nombre de pila, George, fue probablemente la primera persona en practicarse a sí mismo una lobotomía, operación que consiste en cortar ciertas fibras del lóbulo frontal del cerebro. Deprimido por padecer una manía obsesiva que le hacía comprobar continua y compulsivamente si las cosas estaban en su sitio, las ventanas cerradas y su cartera en el bolsillo, decidió suicidarse disparándose un tiro en la boca. Sin embargo, la bala no le mató, sino que penetró en el lóbulo frontal izquierdo de su cerebro. Cuando se recuperó de la herida, estaba en posesión de todas sus facultades mentales y curado de su obsesión.
En diciembre del año 2003, un joyero holandés, Johan de Boer, decidió celebrar por todo lo alto el décimo aniversario de su tienda de la localidad holandesa de Apeldoorn e invirtió 60 000 dólares comprando diamantes para regalar a algunos de sus mejores clientes. La promoción consistía en enviar por correo cuatro mil sobres, de los que doscientos contenían auténticos diamantes y el resto, circonitas de escaso valor. Quienes los recibieran deberían pasar por la tienda para comprobar si eran buenos o no. Sin embargo, sólo treinta y cinco afortunados pasaron por la joyería para que les confirmaran la autenticidad del diamante, el resto, probablemente, acabó en algún cubo de basura.
En mayo del año 2000, un restaurante de Filadelfia tuvo que pagar a Amber Carson, de Lancaster, Pensilvania, 113 500 dólares como indemnización por haber resbalado en su establecimiento al pisar un charco de refresco en el suelo y romperse el coxis. Lo curioso del caso es que el refresco estaba en el suelo porque ella se lo había lanzado a su novio media hora antes durante una pelea.