A finales del siglo XIX, el médico holandés Christian Eijkman (1858-1930) tuvo que atender una epidemia de beriberi en las prisiones de la isla indonesia de Java. En esa época se creía en el origen infeccioso de la enfermedad y Eijkman pensó que el agente patógeno se propagaba a través del arroz descascarillado que se daba a los prisioneros para comer, pues de lo mismo se alimentaban las gallinas que se criaban en el patio de la cárcel y también padecían una enfermedad similar. Un día, un carcelero consideró que descascarillar el arroz para dárselo a los animales era un trabajo inútil, por lo que optó por alimentar a las gallinas con arroz con cascarilla. Eijkman vio sorprendido que las gallinas se recuperaban rápidamente en contra de lo que les sucedía a los prisioneros, por lo que dedujo que el problema o la solución al mismo estaban en la cascarilla del arroz. El estudio de esta casualidad carcelaria llevó al descubrimiento de la vitamina B1, cuyo déficit causaba el beriberi, y a Eijkman le supuso la concesión en 1929 del Premio Nobel de Medicina, compartido con Frederick G. Hopkins.

Art Fry, empleado del departamento de desarrollo de nuevos productos de la compañía 3M, establecida en el estado norteamericano de Minnesota, cantaba los sábados en el coro de la Iglesia Presbiteriana del Norte, en North St. Paul, cerca de la fábrica. Tenía la costumbre, por lo demás común, de señalar los cánticos más habituales en su libro de salmos mediante pedacitos de papel, que facilitaban su búsqueda rápida. Pero, como también es común, estos pedacitos de papel se solían caer con demasiada frecuencia y en los momentos más inoportunos. En 1974, Fry encontró súbitamente la solución a esta molestia menor pero muy cotidiana. En sus propias palabras: «No sé si fue debido al pesado sermón o a la inspiración divina, pero mi mente comenzó a divagar y repentinamente pensé en un adhesivo que había sido descubierto varios años antes por otro científico de 3M, el doctor Spencer Silver», al que todavía no le habían encontrado utilidad. Efectivamente, Silver había desarrollado un adhesivo que rápidamente desechó por no ser suficientemente potente para desarrollar su función prevista. Fry dedujo, sencilla y genialmente, que este adhesivo poco potente podría servir para colocar temporalmente sus señales en el libro de cánticos sin que se pegasen definitivamente; es decir, se trataría, en sus propias palabras, de un «adhesivo provisionalmente permanente». Tras desarrollar el producto durante cerca de año y medio, Fry dio finalmente con el sistema de notas autoadherentes que 3M lanzó en 1980 y que todos conocemos hoy en día con su nombre comercial: Post-It, esas pequeñas notas de quita y pon tan habituales ya en las oficinas y los hogares modernos, cuyo nombre significa literalmente en inglés ‘pégalo’.

Cierto día de 1947, el físico-químico estadounidense Edwin Herbert Land (1909-1991) acababa de fotografiar a su hija en la playa cuando esta le preguntó que por qué no podía ver ya la fotografía. La pregunta le dio que pensar y pocos meses después, en ese mismo 1947, inventó la cámara de fotografías instantáneas Polaroid, tras desarrollar el filtro polarizador de láminas artificiales. En 1963, este mismo inventor patentaría la fotografía instantánea en color.

Cierto día, el ingeniero químico francés Jean Gattefossé (1899-1960) se quemó una mano y, compulsivamente, la metió en lavanda, comprobando la rapidez con que cicatrizaba la herida. A partir de ahí comenzaron sus múltiples estudios sobre distintos tipos de aceites, sus aromas y su aplicación sobre las heridas de los soldados durante la Primera Guerra Mundial.

Como se sabe, el gran sabio griego Arquímedes (287-212 a. C.) formuló el famoso principio que lleva su nombre, según el cual: «Todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje hacia arriba igual al peso del fluido que desaloja». Pero el motivo y el momento de su descubrimiento han pasado también, por su curiosidad, a la historia. Se cuenta que en aquella ocasión el rey Hierón II, en cuya corte de Siracusa servía Arquímedes, le pidió que comprobase si el orfebre que le acababa de hacer una nueva corona le había engañado, cual era costumbre en la época, mezclando plata con el oro que teóricamente componía el 100% de la pieza. Arquímedes no encontraba la forma de comprobarlo (especialmente sin romper la corona), hasta que un día, al sumergirse en el agua de una casa de baños, se dio cuenta de que cuantas más partes de su cuerpo introducía en ella, tanto más agua se desbordaba de la pileta. De ello concluyó genialmente que dos volúmenes iguales de dos materiales distintos sumergidos en un mismo fluido desplazarían un volumen de éste diferente según fuera su peso específico. Como el oro pesa más que la plata, pudo poner a prueba la honradez del orfebre y atender el requerimiento del rey. Emocionado por el descubrimiento, continúa el relato tradicional, Arquímedes salió corriendo desnudo a la calle repitiendo su famoso grito: «¡Eureka!» (‘¡Lo encontré!’). Poco después, concluye la leyenda, pudo demostrar fehacientemente, para desgracia del orfebre, que Hierón II, como sospechaba, había sido efectivamente engañado.

Como tantos otros, el sastre judeoalemán Levi Strauss (1829-1902) emigró a los Estados Unidos para hacer fortuna. Atraído por la fiebre del oro, se estableció en San Francisco, abriendo un negocio de venta de tela de lona adecuada para la confección de tiendas de campaña y de las lonetas con las que se cubrían los vagones de tren. En cierta ocasión recibió un importante pedido de lona del ejército, pero, al entregarlo, la partida fue rechazada por su baja calidad. Tratando de buscar una salida para esta tosca partida de tela de lona que le resarciera del revés empresarial, aunque con poca ilusión de tener éxito, decidió confeccionar con ella pantalones de trabajo con la esperanza de encontrar mercado entre los mineros, a quienes siempre oía quejarse de lo poco que les duraba la ropa por las duras condiciones de su trabajo. Para aumentar su utilidad, concibió la idea de coser todos los bolsillos que pudiera (en los que sus potenciales clientes pudiesen guardar las herramientas y las muestras de mineral), así como reforzar las costuras de los pantalones con remaches metálicos. Animado por el progresivo éxito de su nuevo producto, fue mejorándolo poco a poco, hasta que en 1860 decidió cambiar la lona por una tela igual de resistente, pero algo menos tosca, que se fabricaba en la región francesa de Nîmes, y que era conocida como serge, con lo que consiguió una mayor aceptación entre otro tipo de clientes potenciales, como granjeros y vaqueros. En realidad, este tejido era originario de la ciudad italiana de Génova, que los franceses llaman Genes, de lo que proviene el nombre que recibieron aquellos pantalones vaqueros originales fabricados por Levi-Strauss: jeans o (por el color azul) blue jeans.

Corría el año 1949 y la medicina estaba decidida a encontrar causas orgánicas en las enfermedades mentales. Uno de estos intentos era el del doctor John Cade (1912-1980), un australiano dispuesto a encontrar en las muestras de orina alguna sustancia que sirviera para diagnosticar a estos enfermos. En su búsqueda de ciertas sales nitrogenadas en las micciones, decidió estudiar con ratas de laboratorio a las que administró carbonato de litio, pues el litio le permitiría separar después más fácilmente las sales tóxicas. Para su sorpresa, se encontró con la tranquilidad reinando en las jaulas y a los ratones aletargados. A partir de ahí, supo deducir el uso clínico del carbonato de litio en pacientes agitados y maníacos, terapéutica que sigue siendo válida en la psiquiatría actual.

A finales del siglo XIX, Procter & Gamble, la compañía creada en 1837 por William Procter y James Gamble, estaba a punto de caer en bancarrota. Durante años había liderado la producción y el comercio norteamericano de velas, pero entonces Thomas Alva Edison perfeccionó la lámpara incandescente y el mercado de velas comenzó a quedarse definitivamente obsoleto. Así, el panorama para Procter & Gamble era más que sombrío. Sin embargo, ocurrió que casualmente un olvidadizo empleado de una pequeña fábrica de jabón de Procter & Gamble en Cincinnati (el jabón era otro de los productos fabricados por la compañía, aunque en mucha menor medida y con escaso éxito de ventas), de apellido Clem, olvidó apagar el dispositivo de mezcla de la sustancia base y las palas siguieron golpeándola hasta que la mezcla se hizo espumosa. Tras la consabida bronca y reprimenda del capataz por el estropicio, el destino de aquel lote de jabón iba a ser la basura, ya que parecía inservible. Pero Harley T. Procter, hijo de uno de los fundadores, no lo creía así y decidió reutilizar la mezcla haciendo una barra de jabón con ella. El resultado fue asombroso: ¡el jabón flotaba! Procter se había dado cuenta de que, en aquel tiempo, muchas personas se bañaban en los ríos y perdían el jabón porque se hundía en el agua… pero con el nuevo jabón flotante no ocurriría eso. Procter estaba decidido a hacerlo famoso. Con el eslogan «¡Flota!» aparecieron los primeros anuncios en revistas. Aquel lote de jabones tuvo un éxito espectacular y todos los clientes querían más de aquel jabón que flotaba y que, por tanto, no se hundía en el agua turbia y se acababa perdiendo.

Harley y James investigaron por qué había pasado aquello y cuando Clem les explicó la causa, pidieron que todos los jabones se batieran más tiempo. Aquello sí que era un nuevo producto, por lo que merecía un nuevo nombre. Éste salió de un salmo que Harley escuchó en la iglesia: «Mirra, aloe y casia exhalan todos tus vestidos desde palacios de marfil». Esta última palabra, pero en inglés, dio nombre al jabón: «Ivory». Pronto, las ventas comenzaron a multiplicarse por todo el país, llegando a ser durante muchos años el producto estrella de la compañía, a la que reportaría grandes beneficios.

Cuentan que el general y parlamentario británico Rowland Hill (1772-1842), al verse sorprendido por una fuerte tormenta durante un viaje a Escocia, se vio obligado a tomar posada. Estando en ella, fue testigo de una curiosa escena en la que un empleado del Servicio de Postas entregaba una carta a una criada quien, tras examinar concienzudamente el sobre, se lo devolvió al funcionario alegando no disponer de dinero para satisfacer su franqueo. (Por aquel entonces, las cartas eran abonadas por el destinatario, no por el remitente, y las tarifas dependían de la distancia desde donde eran enviadas, sin consideraciones de peso ni naturaleza del contenido). Hill intervino caritativamente e hizo efectivo el importe. Al irse el cartero, la muchacha le agradeció el gesto, pero aclarándole que la carta no merecía ser pagada puesto que estaba vacía. Ante la sorpresa de Hill, le explicó que como ella no sabía leer, había acordado con su novio, que por motivos de trabajo residía por entonces en otra ciudad que, mediante determinados signos en el exterior del sobre, le hiciera saber su estado de salud, las circunstancias de su trabajo y el día de su regreso. Por ello, no hacía falta pagar el franqueo de la carta.

La anécdota dio que pensar a Rowland Hill, quien, en 1835, propuso a la Cámara de los Comunes la reforma del Correo británico. El proyecto, que fue finalmente aprobado en 1839, preveía la impresión por primera vez en la historia de un sello de correos engomado, cosa que ocurrió el 6 de mayo de 1840. El motivo que ilustraba este primer ejemplar, basado en una idea personal del propio Hill y seleccionado en un concurso de grabados, consistía en una calcografía, impresa en negro, con valor facial de un penique, que reproducía la efigie de la soberana británica, Victoria. Este sistema fue implantado en España, por Real Orden de Isabel II, el 1 de enero de 1850.

Durante la Exposición Universal de la ciudad estadounidense de San Luis de 1904, a un vendedor de sorbetes italiano (al que se suele identificar como Vittorio Marchioni, aunque para otros fue el estadounidense Charles Menches) se le agotaron los recipientes para servir sus helados. A su lado estaba la caseta de un sirio (al que algunos identifican como Ernest Hamwi y otros como Abe Doumar), que vendía barquillos tostados. La sustitución del envase por un barquillo enrollado en forma de cucurucho creó el cono de sorbete, éxito arrollador para la industria de postres de todo el mundo.

Pero es que en la Exposición Universal de San Luis debió hacer mucho calor porque otro gran remedio contra la sed propia del calor, además del cucurucho de helado, fue inventado durante su transcurso. En aquella Exposición Universal el inglés Richard Blechynden tenía una concesión de té. Un día muy cálido en que a nadie parecía apetecerle una taza de té caliente, en un intento desesperado de hacer negocio, Blechynden sirvió el té helado… e inventó esta bebida, luego tan popular.

El 19 de octubre de 1901, el brasileño Alberto Santos Dumont (1873-1932), uno de los pioneros de la aviación (fue el primero en despegar con un avión impulsado por un motor aeronáutico), fue uno de los competidores en la carrera Premio Deutsch de la Merthe a bordo de su dirigible n.º 6. Esta competición era una de las más afamadas de la época ya que tenía un premio de cien mil francos (una auténtica fortuna en la época) reservado para el primero que lograse despegar del parque de Saint Cloud, llegase a la torre Eiffel y regresase en un tiempo inferior a treinta minutos. Todos los que osaban intentarlo sabían que la empresa era difícil, ya que, o bien a la ida o bien a la vuelta, encontrarían un viento desfavorable de cara, que retrasaría mucho a sus dirigibles, en una distancia nada desdeñable para los trayectos habituales de la época.

Poniendo todo lo que podía de su parte y exprimiendo al máximo a su prototipo n.º 6, Dumont realizó todo el recorrido y aterrizó de vuelta en Saint Cloud. Al bajarse del avión y preguntar por el resultado, los jueces lo emplazaron a la cena de gala que iba a celebrarse con tal motivo esa misma noche en el afamado restaurante Maxim’s. La entrada de Dumont en el restaurante no pudo ser más sorprendente para él, ya que en cuanto puso el primer pie dentro del gran salón donde debía celebrarse la cena de gala, todo el público asistente a la gala (es decir, la alta sociedad parisina de la época) se puso en pie y comenzó a vitorearle y a felicitarlo efusivamente por su victoria.

Charlando con el relojero y amigo personal Louis Cartier, Santos Dumont le confesó que su evidente sorpresa se debía a que durante la carrera no había podido consultar su reloj de bolsillo y, por tanto, ignoraba si había completado o no el recorrido en menos de treinta minutos. La conversación dio que pensar a Cartier, quien, pocos meses después, obsequió a su amigo un reloj de reducidas dimensiones, de forma cuadrada y plana, fabricado en oro, diseñado para ser llevado en la muñeca sujeto con una correa de cuero agujereada y anillada. El círculo de amistades de Dumont alabó enseguida el ingenioso regalo de su amigo y comenzaron a pedir a Cartier más relojes «de pulsera». Tal fue la demanda que Cartier creó la primera línea de relojes de pulsera de la historia: «Cartier Santos».

El acero inoxidable fue descubierto por accidente. Varias aleaciones fueron arrojadas a parques de chatarra. En 1913, alguien notó que unas pocas piezas permanecían brillantes y esplendorosas, en medio de los tristes montones de orín. Los pedazos fueron recuperados y analizados, y el resultado fue el acero inoxidable.

El ácido lisérgico, una de las drogas alucinógenas más poderosas, más conocida por las siglas alemanas y posteriormente inglesas LSD (de Lyserg Säure Diaethylamide o dietilamida del ácido lisérgico), fue descubierto en 1936 por el doctor suizo Albert Hoffmann (1906-2008), del Laboratorio Sandoz de Basilea. Este investigador advirtió casualmente sus efectos estupefacientes en 1943 al estudiar los posibles efectos curativos del cornezuelo de centeno y, especialmente, sus posibles aplicaciones como acelerador del parto inducido. Según relata en su libro My problem child, en el curso de su investigación sobre los derivados del ácido lisérgico, Hoffmann obtuvo el LSD-25, que se demostró poco interesante desde el punto de vista farmacológico, por lo que se dejó de investigar sobre él. Sólo cinco años más tarde, y debido a que, sin motivo aparente, no podía olvidarse de aquella sustancia, volvió a sintetizarla para una ulterior investigación, lo que era muy excepcional al haber sido ya inicialmente descartada. Cuando procedía a su cristalización se sintió afectado por una mezcla de excitación y mareo, viéndose forzado a abandonar el trabajo en el laboratorio. Presumiblemente, a pesar de sus precauciones, una mínima cantidad de LSD tocó la punta de sus dedos y fue absorbida por su piel. Ya en su casa, despierto, pero en un estado de ensoñación, percibió una serie interminable de fantásticas imágenes con intensos y caleidoscópicos juegos de formas y colores, que no se desvaneció hasta pasadas unas dos horas.

El ala-delta fue inventada en 1972 por Francis Rogallo (1912-2009), un ingeniero estadounidense de la NASA que años antes había recibido el encargo de diseñar un sistema para la recuperación de los vehículos espaciales del proyecto Géminis. En el curso de sus investigaciones, Rogallo diseñó una cometa triangular en forma de letra griega delta (de ahí su nombre), que fue rechazada por sus jefes, pero que, años después, adaptada y construida a escala humana, fue patentada por él para su uso recreativo actual.

El alemán Adolf von Baeyer (1835-1917) descubrió en 1872 que una reacción entre un fenol conocido como pirogalol y el benzoaldehído producía una interesante y desconocida sustancia resinosa. Mientras tanto, el belga afincado en Estados Unidos Leo Hendrik Baekeland (1863-1944) acababa de inventar un papel fotográfico, el papel velox, que permitía hacer copias con luz artificial. Con los 750 000 dólares que recibió tras vender su patente a la Eastman Kodak, montó en su nueva mansión un excelente laboratorio de química, donde se dedicó al estudio de la laca, hasta entonces obtenida en Asia y especialmente en la India. Procesaba el látex que algunos árboles producen por la exudación que provocan las picaduras de unos insectos lacustres, parecidos a la cochinilla, y los propios restos de estos mismos animales que mueren envueltos en el líquido que hacen fluir. La combinación de diversos compuestos llevó a Baekeland a creer que era muy posible dar con muchos nuevos e interesantes productos de extensa aplicación.

Con esa idea en mente, Baekeland comenzó a experimentar sobre aquella sustancia misteriosa descubierta por Von Baeyer, que hasta ese momento no había sido de utilidad alguna, convencido de que no era más que la síntesis artificial de la laca natural. Sus investigaciones fructificaron en la obtención de una nueva sustancia a la que llamó baquelita, que no se derretía con el calor, ardía muy difícilmente, resistía perfectamente la acción de los ácidos y cáusticos y era un estupendo aislante eléctrico, además de poder ser teñida de cualquier color. Es decir, era perfecta para ser usada en la naciente industria eléctrica para construir aislantes, enchufes y clavijas; en la industria del automóvil y en la aeronáutica, para hacer tapas de distribuidores, botones de mandos, moldes de bobinas e infinidad de accesorios fuertes y no conductores y, en general, en toda la industria manufacturera, de bienes de consumo y de bienes de equipo para confeccionar mangos, estuches (como el teléfono), accesorios caseros, etc. Fue tal el éxito de este nuevo material (el primer plástico aprovechable industrialmente de la historia) que hasta mereció ocupar la portada de la revista Life de septiembre de 1924, poco más de quince años después de su primera síntesis en el laboratorio de Baekeland.

Corn Flakes de Kellogg’s es una popular marca de cereal, que se fabrica con granos de maíz sometidos a un tratamiento que les transforma en hojuelas o copos. La patente del producto se registró el 31 de mayo de 1894, bajo el nombre de Granose, pero su historia se remonta a finales del siglo XIX, cuando un grupo de adventistas comenzó a buscar nuevos alimentos que completaran su estricta dieta vegetariana. Para ello experimentaron con numerosos granos, incluidos el trigo, la avena, el arroz, la cebada y, especialmente, el autóctono maíz. Desde 1894, el médico adventista John Harvey Kellogg (1852-1943), director del Battle Creek Sanitarium, de Battle Creek, Michigan, aplicaba a todos sus pacientes un severo y estricto régimen alimenticio vegetariano, que excluía además el alcohol, el tabaco, la cafeína y, por lo demás, el sexo (en cualquiera de sus manifestaciones y, especialmente, la masturbación, para él la fuente de todos los males de Occidente). Toda la dieta estaba formada por alimentos sosos e insípidos pues Kellogg creía que todos los alimentos especiados, dulces o sabrosos incrementaban las («bajas») pasiones. Por contra, los corn flakes eran antiafrodisíacos y disminuían, según su inventor, el deseo sexual. La idea surgió por casualidad, cuando el doctor Kellogg y su hermano, Will Keith, director administrativo del sanatorio, dejaron reposando una porción de trigo cocido, mientras resolvían algunos asuntos del sanatorio. A su regreso encontraron que el trigo se había recocido, pero como su presupuesto era estricto, decidieron seguir con el proceso amasándolo con rodillos para tratar de laminarlo. Para su sorpresa, lo que obtuvieron en cambio fueron pequeñas hojuelas o copos, que, no dispuestos a desperdiciar nada, tostaron y sirvieron a sus pacientes, a quienes, inesperadamente, gustó. Esto ocurrió el 8 de agosto de 1894 y los hermanos registraron una patente para «cereales en hojuelas y su proceso de preparación» el 31 de mayo de 1895, que fue expedida el 14 de abril de 1896, bajo el nombre de Granose. Los hermanos fundaron en 1897 la compañía Sanitas Food Company para producir cereales integrales, pero terminaron discutiendo sobre si debían o no añadir azúcar a los cereales, por lo que se separaron y, en 1906, Will Keith creó su propia compañía, la Battle Creek Toasted Corn Flake Company, que, al final, se convertiría en la famosa Kellogg’s. Los hermanos no volvieron a hablarse jamás. Por su parte, John formó la Battle Creek Food Company para fabricar y vender productos derivados de la soja.

Hacia 1660, el comerciante y alquimista aficionado hamburgués Hennig Brandt (h. 1630-1692), que no era ninguna eminencia en los negocios se ocupaba, gracias a la dote de su esposa, al arte de la alquimia, principalmente a la búsqueda de la piedra filosofal o elixir, esa ansiada sustancia que permitiese convertir los metales en oro. Concretamente, Brandt estaba convencido de que lograría destilar oro de la orina y se puso manos a la obra. Lo primero era conseguir el máximo de materia prima que pudiese. Por distintos medios reunió la importante cifra de cincuenta cubos de orina humana y, durante meses, los procesó de todos los modos que se le fueron ocurriendo: tamizado, mezcla, disolución, calentamiento, cocción… Con cada operación, la orina se iba transformando en distintas sustancias níveas o translúcidas, pero en nada parecida al oro.

Una noche, desilusionado y ya casi rendido, Brandt apagó la vela que iluminaba el sótano donde trabajaba y comprobó con estupor que la extraña sustancia a la que había llegado aquel día brillaba en la oscuridad. Sin perder tiempo, la sacó a la calle y, al exponerla al aire, rompió a arder espontáneamente. Esta sustancia era el fósforo, que despertó un inusitado interés, pero que de momento tenía el grave inconveniente de que, obtenido por el método de Brandt, era una sustancia más cara aún que el oro. Para abaratar costes, se intentó utilizar la orina de los soldados, pero tampoco era rentable. Y así siguió todo, hasta que, en 1750, el sueco Carl Scheele ideó un método de fabricación más limpio (sin orina) y a precios razonables.

Doscientos cincuenta años después de Brandt, su compatriota Adolf Von Baeyer (1835-1917), dedicado al estudio de los cálculos renales y de los derivados de la urea, tenía la misma necesidad de grandes cantidades de orina que Brandt. A tal fin, convenció hábilmente a una camarera de Múnich llamada Bárbara para que le guardase en garrafas toda la orina que excretara. Así, gracias a esta continua provisión, Van Baeyer pudo proseguir sus experimentos y obtener un nuevo ácido al condensar la urea con el ácido malónico, con lo que logró ganar el Premio Nobel de Química en 1905. En agradecimiento a su fiel proveedora de materia prima, bautizó esta nueva sustancia con su nombre. Es lo que hoy conocemos como ácido barbitúrico.

El astrónomo inglés James Bradley (1693-1762) estaba intrigado respecto a determinados desplazamientos en las posiciones de las estrellas en el transcurso del año. En 1728, en mitad de un viaje de recreo en un barco de vela por el río Támesis notó que el gallardete de la punta del mástil cambiaba de dirección de acuerdo con los movimientos relativos de la embarcación y del viento, y no sólo de la dirección del viento. En ese mismo instante se dio cuenta de que por fin entendía el importante principio de «la aberración de la luz».

El carrito de la compra fue inventado en 1936 por Sylvan N. Godman, propietario de la cadena de ultramarinos Standard/Piggly-Wiggly, de Oklahoma, quien se dio cuenta de que los clientes se dirigían a las cajas registradoras con las bolsas medio llenas porque se rompían y eso impedía a los clientes caminar con tranquilidad por los diferentes pasillos del supermercado. Para facilitar las compras, ideó un carro consistente en una silla plegable a la que le añadió unas ruedas y una cesta de alambre. Godman obtuvo tal éxito que, junto al mecánico Fred Young, fundó en 1947 una fábrica de carros para la compra que bautizó como Folding Carrier.

El primer europeo que se fijó en el caucho (palabra que, por cierto, significa en el lenguaje de los indios amazónicos algo así como ‘árbol que llora’) fue el matemático y naturalista francés Charles de la Condamine (1701-1774), enviado a América por la Academia de las Ciencias de París para efectuar mediciones del arco del meridiano del Ecuador. Durante su estancia en Brasil en 1736, recogió algunos fragmentos de caucho, que envió a París para que fueran estudiados por sus colegas de la Academia. Los indígenas lo extraían de la hevea, un gran árbol tropical al que hacían unas incisiones en su corteza, de las que goteaba un líquido blanquecino, llamado látex. Con ese líquido, los indígenas impermeabilizaban sus tejidos y sus recipientes. Pero este uso no era posible en Europa, puesto que, por un lado, la hevea no se adaptaba al clima europeo y, por otro, el látex, que es una emulsión acuosa, se coagula y endurece rápidamente, transformándose en una sustancia sólida quebradiza sin propiedades de flexibilidad.

La sustancia, pese a resultar muy sugestiva por su flexibilidad, no encontró aplicación práctica alguna hasta que, en 1770, el químico inglés Joseph Priestley (1733-1804) descubrió que borraba los trazos hechos con lápices y plumas. No era mucho, pero, por fin, los ingleses encontraron una aplicación práctica al caucho como sustitutivo de la miga de pan, bajo el nombre comercial de goma india de borrar o rubber.

Sin embargo, los científicos europeos siguieron investigando y, a comienzos del siglo XVIII, ya habían aprendido a diluir el látex en éter y esencia de trementina (aguarrás), lo que les permitía untarlo y aprovechar sus propiedades impermeabilizantes en el recubrimiento de botas y gabardinas, al modo de los indígenas amazónicos. El químico e inventor británico Charles Macintosh (1766-1843) fundó en 1823 una fábrica en Glasgow de manufacturas de tejidos y ropa impermeables. Al descubrir que desmenuzando y amasando la que ya todos conocían como goma se conseguía hacerla moldeable, comenzaron a proliferar sus aplicaciones en la fabricación de tubos flexibles y recipientes de todo tipo. No obstante, se mantenían sus mayores defectos: sometida al frío unas cuantas horas, la goma se hacía dura y muy quebradiza, mientras que expuesta al calor de la luz solar, se tornaba pegajosa. En 1834, el químico alemán Friedrich Ludersdorf y su colega estadounidense Nathaniel Hayward descubrieron, trabajando de manera independiente, que si le añadían azufre, reducían y eliminaban la pegajosidad de los artículos de caucho.

Pero los inconvenientes no se eludirían totalmente hasta la aparición en escena, en 1839, del ferretero y químico autodidacta estadounidense Charles Goodyear (1800-1860), obsesionado más por espíritu lucrativo que científico por averiguar cómo eliminar la pegajosidad del caucho. Cierto día, al oír llegar a su esposa (que le amenazaba con abandonarle, harta de sus dispendios con aquel sueño loco, y harta, sobre todo, de la suciedad del material con que trabajaba su marido), para ocultar las pruebas de su delito, Goodyear dejó caer unos trozos mezclados con azufre en una estufa encendida. Al comenzar a quemarse el caucho, Goodyear se dio cuenta de su descuido, pero observó sorprendido que no se fundía, sino que sólo se carbonizaba lentamente, como si fuese cuero. Inmediatamente, cerciorándose antes de que su esposa no estuviera avizor, clavó el trozo de caucho medio carbonizado en la parte exterior de la puerta de la cocina de su casa para que se enfriara con el intenso frío del exterior, olvidándose de él al rato. A la mañana siguiente, comprobó con sorpresa que el trozo de caucho carbonizado se había transformado en un material que conservaba su flexibilidad y elasticidad (ésta incluso acentuada), pero que ya no era pegajoso. La conclusión era obvia: agregando azufre al caucho, sometiendo la mezcla a una temperatura mayor que su punto de fusión (proceso al que, en 1842, el inglés Thomas Hancock bautizaría, y patentaría, como vulcanización) y enfriándola rápidamente, se producía una estabilización de las propiedades del caucho que abría todo un mundo de nuevas aplicaciones para este producto que hasta entonces sólo se utilizaba como goma de borrar. Como pronto se comprobó, el caucho vulcanizado podía ser estirado hasta 12 veces su tamaño original sin romperse ni deformarse irreversiblemente. Gracias a él, Goodyear obtuvo un gran éxito científico, mejoró mucho su cuenta corriente, lo que redundó en la mejora de su relación matrimonial, pero, sin embargo, a medio plazo, no le fueron bien las cosas. Su patente no fue respetada por nadie, todos le copiaron el método y él no pudo sacar beneficios de su descubrimiento.

En cierta ocasión, un empleado de una fábrica de papel del condado inglés de Berkshire olvidó añadir la cola requerida durante el proceso de fabricación de papel de escritura. Como resultado de ello, aquella partida de papel hubo de ser almacenada como inservible y el empleado fue despedido. Sin embargo, poco después, el dueño de la fábrica utilizó una hoja de este papel inservible para secar unas gotas de tinta derramada y se dio cuenta de que absorbía con extraordinaria rapidez. Nació así el papel secante. De lo que no ha quedado constancia es de si el empleado fue readmitido en la empresa.

El doctor Charles Richet (1850-1935), catedrático de Fisiología de la Universidad de París, estudiaba el veneno de las anémonas marinas y quiso determinar la dosis tóxica necesaria para matar a una persona. Inició sus experimentos con animales y a uno de ellos, un perro llamado Neptuno, al que ya le había administrado previamente una dosis de veneno y que se había recuperado, le volvió a administrar otra dosis aunque inferior a la que ya le había administrado antes. Para su sorpresa, el pobre Neptuno se puso a vomitar con convulsiones y falleció en pocos minutos por asfixia. Richet supuso que la primera dosis le había suprimido sus defensas y le había hecho extraordinariamente sensible al veneno. Este hallazgo casual recibió el nombre de anafilaxia, queriendo indicar con él una indefensión. Richet recibió por ello el Premio Nobel en el año 1913.

El estetoscopio, ese instrumento de diagnóstico destinado a auscultar los sonidos del pecho y otras partes del cuerpo, ampliándolos con la menor deformación posible, fue inventado por casualidad por el médico bretón René Théophile Hyacinthe Laënnec (1781-1826), a quien su carácter retraído casi le impedía aplicar su oreja sobre el pecho desnudo de una paciente para poder escuchar así el latido de su corazón. Un día que iba camino del hospital Necker de París, en el que trabajaba, a auscultar a una paciente obesa y cardiópata que le llevaba por la calle de la amargura, vio a dos niños jugando con una tabla de madera: uno apoyaba su oreja en ella y el otro, por el otro extremo, daba golpes sobre la madera. Esto le dio una idea a Laënnec, que enrolló unas hojas de papel a modo de cilindro y lo aplicó sobre el pecho de la enferma, escuchando sorprendentemente los sonidos del corazón y los de la respiración. Así, tomó la costumbre de utilizar un tubo de papel enrollado, percatándose de que éste reforzaba acústicamente los latidos cardiacos. En 1816, desarrollando la idea, inventó el estetoscopio, al que bautizó primero como pectoriloquio o trompetilla.

El médico vienés Johann Leopold Auenbrugger (1722-1809) observó un día que un vendedor de vinos golpeaba con los nudillos los toneles para conocer, por el ruido que hacían, la cantidad de vino que quedaba en ellos. En su mente rápidamente lo relacionó con sus pacientes e ideó, a partir de esta observación casual, un método para explorar el tórax de los enfermos, lo que se conoce hoy en día como percusión. Tras siete años de estudio experimental publicó en 1761 un libro titulado Nueva invención con cuya ayuda se pueden descubrir enfermedades ocultas del pecho golpeando la cavidad torácica. Como suele pasar, su obra pasó inadvertida hasta 1809, cuando se reconoció la verdadera importancia de este método de exploración al ser traducido el libro al francés.

El físico inglés Robert Hooke (1635-1703) fue uno de los primeros en explorar las posibilidades científicas de los cristales de aumento. Cuando en 1665 colocó un trocito de corteza de corcho bajo su microscopio de fabricación casera, descubrió en la textura de este material diminutas estructuras con forma de cavidades vacías. Como le recordaban las celdas en que vivían los monjes en los monasterios, las llamó cell (del latín cellula, diminutivo de cella, propiamente ‘celdita, cuarto pequeño’, de donde el castellano «celda» y «célula»), que se impondría para siempre en todos los idiomas del mundo como nombre genérico de todas las unidades morfológicas y fisiológicas que componen el organismo de todos los seres vivos.

En 1863, la mayor preocupación doméstica del doctor Crooks era cómo eliminar el mal olor de su jardín cada vez que lo abonaba con estiércol. Dispuesto a solucionarlo, y tras experimentar con diversas sustancias, al final encontró una que le satisfizo: el ácido fénico o fenol. Por su profesión, tuvo la oportunidad de comentar su hallazgo a un importante cirujano, Joseph Lister (1827-1912), quien dedujo que si el fenol eliminaba el mal olor era debido a que destruía o desactivaba las bacterias causantes de la fermentación; con esta idea se dedicó a preparar vendas mojadas en ácido fénico con el fin de utilizarlas tras la cirugía. La ocasión de ponerlas a prueba se presentó al tener que operar urgentemente en Edimburgo a su hermana de un cáncer de mama. Gracias a su innovación, consiguió que la terrible infección hasta entonces casi inevitable no se manifestara y que las heridas quirúrgicas cicatrizaran sin problema. Por cierto, en aquella mastectomía a su hermana, Lister también introdujo otro gran avance quirúrgico: la utilización de un nuevo hilo de sutura, el catgut, filamento extraído de membranas de serosa intestinal de gato que presentaba la ventaja de que, al ser de base proteica, era digerido y reabsorbido por el organismo.

El físico y fisiólogo italiano, profesor de anatomía en la Universidad de Bolonia, Luigi Galvani (1737-1798) descubrió la estimulación de los músculos por medio de la corriente eléctrica y efectuó posteriormente numerosas investigaciones al respecto, siendo el pionero en el estudio de lo que más tarde se llamaría «corriente eléctrica». El descubrimiento de esta fue totalmente casual. Un día de 1786, mientras diseccionaba una rana en su laboratorio, uno de sus ayudantes produjo una chispa con una máquina electrostática que, a su vez, generó una corriente eléctrica que pasó de Galvani al escalpelo metálico y, de este, a la rana muerta, produciendo en ella una contracción muscular o, como dijo el propio Galvani, un «calambre». De este fenómeno dedujo lo que él denominó «electricidad animal». Sus hallazgos y deducciones produjeron el cambio de paradigma en la fisiología y la neurología: los nervios ya no eran canales con fluidos, como Descartes había concebido tiempo atrás, sino conductores o cables eléctricos. Además, la información dentro del sistema nervioso se transportaba mediante la electricidad generada directamente por el tejido orgánico.

Fascinado, como su tío, por las propiedades de la electricidad como causa de la vida, el 17 de enero de 1803, el sobrino de Galvani, profesor Aldini, conectó los hilos de una pila de ciento veinte placas de cinc y otras tantas de cobre a la boca y el oído de Thomas Foster, un asesino recién ahorcado. Según los presentes en el experimento, el rostro de Foster empezó a hacer todo tipo de gesticulaciones, la mandíbula se movió temblorosamente y, finalmente, guiñó el ojo izquierdo.

El químico, filósofo y teólogo británico Joseph Priestley (1733-1804) dejó pronto Gran Bretaña para marcharse a los Estados Unidos y desarrollar allí su carrera como químico. A lo largo de su fructífera carrera, descubrió numerosos gases pero sin duda el más importante fue el oxígeno, que detectó por casualidad. Un día, calentó óxido de mercurio dentro de un vidrio incandescente, produciendo un calor más intenso que cualquier llama y generando un gas incoloro que hizo arder la llama de una vela con más intensidad que el aire. Intentando averiguar si dicho gas era nocivo, Priestley colocó dentro de la campana una rata de laboratorio y pudo comprobar que ésta vivió media hora respirando ese gas antes de morir y que, sin embargo, con aire normal, la rata sólo podía vivir quince minutos dentro de la campana. Extrañado sobre la naturaleza de ese gas, todavía no se dio cuenta de que había aislado por primera vez el oxígeno, aunque sin saberlo.

Inicialmente conocido por inducir conductas alteradas de hilaridad, el óxido nitroso dio a conocer por primera vez sus propiedades anestésicas cuando el químico británico Humphry Davy (1778-1829) lo probó en sí mismo y en algunos de sus amigos, y pronto se dio cuenta de que el óxido nitroso mitigaba considerablemente la sensación de dolor, incluso aunque el inhalador estuviera semiinconsciente.

En un espectáculo organizado en 1844 por el profesor Gardner Colton (1814-1898) en Haitford, Connecticut, y al que asistieron casualmente el odontólogo Horace Wells (1815-1848) y su amigo el dependiente de comercio Samuel Cooley, se dio a conocer científicamente el peróxido de nitrógeno (ya conocido como «gas hilarante» o «gas de la risa») y comenzó su aplicación como anestésico. Colton pidió voluntarios para probar in situ el gas y Cooley se ofreció para ello, sufriendo una reacción de tremenda violencia que le llevó a montar una pelea. Tras ella, Wells vio un charco de sangre y pronto descubrió que su amigo tenía una profunda herida en la pierna y que, lo más sorprendente, Cooley ni se había percatado debido a los efectos del gas. Wells se puso rápidamente en marcha y comenzó a investigar la posible aplicación del gas en odontología, pidiendo a un colega que le extrajera una muela picada bajo los efectos del óxido nitroso. No notó nada. Se abrió así el campo de la anestesiología en la odontología. Sin embargo, cuando Horace Wells quiso hacer una demostración pública en el Hospital General de Massachussets, en Boston, los nervios y la excitación le llevaron a realizar la extracción antes de que hiciera efecto el gas, por lo que el paciente lanzó grandes alaridos y Wells fue abucheado de manera vergonzante. Pronto cayó en desgracia, abandonó su profesión y acabó suicidándose en 1848. Así y todo, consiguió abrir un camino al estudio e investigación de las sustancias anestésicas, siendo considerado por la Asociación Dental Americana en 1864 y por la Asociación Médica Americana en 1870, como descubridor de la anestesia en Estados Unidos.

Por otra parte, en el invierno de 1841-1842, Charles T. Jackson (1805-1880) estaba utilizando cloro en un experimento cuando el recipiente que lo contenía se rompió. A punto de asfixiarse, Jackson decidió inhalar éter y amoníaco, alternativamente, encontrándose con unos resultados muy relajantes. Al día siguiente volvió a inhalar más éter, notando que perdía la sensación dolorosa de su garganta así como, también, su consciencia. Dos años después de la fallida experiencia de Wells, William T. G. Morton (1819-1868) decidió volver a utilizar el óxido nitroso y solicitó de Jackson ayuda para obtener dicho compuesto. No obstante, Jackson le recomendó el uso del éter y Morton pudo comprobar también sus sorprendentes efectos, realizando luego en el mismo hospital en que lo hizo Wells una operación donde extirpó un tumor de la garganta de un paciente utilizando éter como anestésico. Desde entonces Morton y Jackson se disputaron el honor de su descubrimiento.

Pero en ese momento entró en lid un cuarto contendiente por la paternidad del descubrimiento, el doctor estadounidense Crawford W. Long (1815-1878), de Georgia, zona donde eran habituales las fiestas o colocones con óxido nitroso. Cuando unos amigos le pidieron óxido nitroso para organizar una de aquellas juergas, Long les ofreció éter comentándoles que tenía unos efectos estimulantes similares al óxido nitroso. Durante la fiesta, los amigos decidieron divertirse con un camarero negro que les servía las bebidas, pero como éste no quiso participar, luchó denodadamente con ellos, aunque su profunda respiración hizo que inhalara una cantidad más que considerable de éter, cayendo al suelo completamente inconsciente. Los amigos, asustados, llamaron a Long que pudo comprobar que respiraba normalmente, que su pulso era normal, pero que era imposible despertarlo, hasta que el pobre hombre volvió en sí pasadas unas horas y sin recordar nada de lo que había pasado. Pues bien, el 30 de marzo de 1842, el doctor Long ya utilizó éter como anestésico para extirpar dos tumores de la garganta de un paciente (cuatro años antes de la famosa operación de Morton).

Al final, las discusiones entre Wells, Jackson, Morton y Long terminaron muchos años después y de forma oficial cuando se nombró a Wells «padre de la anestesia».

En el invierno de 1873, Chester Greenwood (1858-1937), un joven de quince años de la localidad de Farmington, en el estado de Maine, aficionado a patinar sobre hielo pero que sufría constantes ataques de otitis, se decidió a probar hasta encontrar el remedio que le permitiera seguir patinando sin sufrir dolores de oídos por el frío. Lo que se le ocurrió fue sencillamente unir dos trozos de tela con un alambre y protegerse con ambos las orejas. De esta forma tan simple nacieron las orejeras, que el joven patentaría con el nombre de «Protectores Greenwood para orejas», convirtiéndose en millonario en muy poco tiempo gracias a su sencillo invento.

Ahora bien, el óxido nitroso y el éter no son los únicos anestésicos cuyo descubrimiento se asoció a la casualidad. En 1929, un grupo de químicos se encontraba en el laboratorio estudiando las características y propiedades del propileno. Mientras experimentaban con distintas reacciones químicas, se generó un gas que provocó una profunda somnolencia a todos los que se encontraban en el laboratorio. Habían descubierto un nuevo anestésico general: el ciclopropano. Pese a que el descubrimiento pasó rápidamente a aplicarse en el quirófano, su gran inflamabilidad le llevó a que su uso fuera declinando hasta su total abandono antes de 1950…

Cierto día, un famoso médico británico, el doctor Benjamín Ward Richardson (1828-1896) decidió descansar de su intensa y laboriosa búsqueda de un medio para controlar el dolor y decidió acudir a un baile con su esposa. Una joven con la que iba a bailar sopló alegremente sobre la frente del doctor, con un diminuto tubo, un poco de agua de colonia. El doctor se sorprendió de la intensa sensación de frío que experimentó en esa zona y comprobó que al pellizcarse la piel estaba como adormecida. Este hecho fortuito no dejó de darle vueltas en la cabeza y, al día siguiente, se dirigió a su laboratorio y se dedicó a estudiar los efectos que producía sobre la piel la rápida vaporización de distintos líquidos volátiles, logrando una insensibilidad local congelando una zona de piel con un ligero chorrito de éter. Descubrió así la anestesia local farmacológica en 1867, y su técnica fue la única conocida hasta la aparición de la cocaína como anestésico local en 1884.

Pero es que el uso anestésico local de la cocaína también forma parte de las casualidades médicas. Pese a que en 1860 Andean Niemann aisló la cocaína, el principio activo de las hojas de la coca, y a que ya se sabía de la insensibilidad provocada por su inyección hipodérmica, la profesión médica ignoró su acción local hasta un cuarto de siglo después. Sucedió que Sigmund Freud disponía de unos pocos gramos de la escasísima cocaína cristalizada, y cuando a un joven colega suyo, Ernst von Fleischl, le prescribieron una tintura de opio para el dolor producido tras una amputación del pulgar, y como él estaba interesado en conocer los efectos fisiológicos de la cocaína, le aconsejó que utilizara ésta en vez del opio, e invitó a otro colega, Karl Koller, a colaborar en su experimento. Freud pensaba no sólo tratar con cocaína el dolor, sino también las depresiones, las psicosis o los estados maniacos, e incluso escribió un artículo elogiándola. Afortunadamente, como este artículo tuvo poca repercusión y como se descubrió pronto el carácter adictivo de la cocaína, Freud decidió abandonar su estudio. La casualidad hizo que Koller tratara a un discípulo de unas molestias en las encías y, como era oftalmólogo, decidió aplicarla diluida en los trastornos oculares dolorosos como el tracoma o la iritis, alcanzando gran fama por ello y ampliando así el campo de los anestésicos locales que había iniciado el doctor Richardson.

El magnetrón, el tubo que produce energía de microondas, fue un elemento esencial en la construcción del radar. Los científicos pretendían frustrar los planes de los nazis y éste fue un elemento que contribuyó decisivamente a la defensa de Gran Bretaña durante la Segunda Guerra Mundial. Un día de 1946, un ingeniero de la Raytheon Company llamado Percy Le Baron Spencer (1894-1970), mientras probaba un tubo magnetrón, metió la mano en el bolsillo donde guardaba una chocolatina y vio que ésta se había derretido hasta convertirse en una masa pegajosa. Spencer sabía que los magnetrones generaban calor, pero él no había notado calor alguno. ¿Qué había pasado? Se hizo con una bolsa de granos de maíz, la puso cerca del magnetrón y, a los pocos minutos, el suelo del laboratorio se llenó de palomitas de maíz. A la mañana siguiente, llegó al laboratorio con una docena de huevos frescos. Puso uno de ellos en un recipiente con un agujero que alineó con el magnetrón. Un colega suyo, curioseando, se acercó demasiado y se encontró con la cara salpicada de huevo. Spencer comprendió inmediatamente que el huevo se había cocido de dentro hacia afuera y que la presión lo había hecho estallar. En principio, los primeros hornos microondas medían dos metros de alto y pesaban doscientos cincuenta kilogramos; el primero de tamaño doméstico salió al mercado en 1967.

El pegamento que comercialmente se conoce como Superglue es realmente una sustancia llamada cianoacrilato, que el inventor Harry Coover (1919) descubrió accidentalmente dos veces, la primera en 1942, cuando intentaba desarrollar un plástico ópticamente transparente con que fabricar gafas de sol, y la segunda, nueve años más tarde, cuando intentaba desarrollar un polímero resistente al calor para fabricar cubiertas de motor. En ambas ocasiones comprobó que aquel nuevo producto resultaba demasiado pegajoso para el objetivo de cada investigación. Tan pegajoso que, finalmente, Coover comprendió que la gran utilidad de aquel nuevo producto era utilizarlo como pegamento. Es así como en 1958 comercializó el primer Superglue.

El primero que pensó que el universo podría haberse formado a partir de una gran explosión fue, curiosamente, un sacerdote y astrónomo belga llamado Georges Lemaitre (1894-1966), quien sugirió esa idea, recibida primero con escepticismo, para luego ir ganando terreno con el tiempo. En la década de los cuarenta, la idea de un Big Bang (expresión que, como ya se ha explicado, inventó a su pesar el astrofísico Fred Hoyle) ya se había extendido y sólo faltaba encontrar las pruebas definitivas que la confirmaran.

Georges Gamow (1904-1968) era un astrónomo de origen ruso que, partiendo de esta premisa, afirmaba que si se miraba a suficiente profundidad en el espacio, se encontrarían restos de la radiación cósmica de fondo dejada por la gran explosión. Gamow calculaba que esta radiación, después de haber recorrido la inmensidad del cosmos, llegaría a la Tierra en forma de microondas. Esa sería la idea del Fondo Cósmico de Microondas, una teoría que no se pudo demostrar hasta 1965.

Por entonces, dos jóvenes radioastrónomos estadounidenses, Arno Penzias (1933) y Robert Wilson (1936), intentaban utilizar una gran antena de comunicaciones propiedad de los Laboratorios Bell de Holmdel, Nueva Jersey, para sus trabajos experimentales. Sin embargo, tenían un problema: en la recepción de la señal, un silbido constante y agobiante no les permitía realizar sus mediciones. Durante todo un año, hicieron todo lo que estuvo en sus manos para librarse de aquel ruido. Desmontaron cables, comprobaron todos los circuitos, armaron y desarmaron los componentes de la antena y recubrieron con cinta aislante todos los remaches y enchufes del sistema. Nada, el ruido continuaba. Finalmente, concluyeron que era causado por «excrementos de paloma». Por tanto, subieron al tejado con escobillas y material de limpieza y pasaron varios días limpiando cuidadosamente toda la antena. Aunque ellos no lo sabían, a sólo cincuenta kilómetros de allí, en la Universidad de Princeton, había un grupo de científicos, dirigidos por Robert Dicke, dedicados exclusivamente a la búsqueda de «aquel ruido» del que Penzias y Wilson estaban deseando deshacerse. Hartos y sin saber qué hacer, telefonearon a Princeton y hablaron con Dicke explicándole sus problemas con aquel «dichoso silbido». Dicke se llevó las manos a la cabeza, había encontrado por fin los restos del Big Bang. Poco después, la revista Astrophysical Journal publicó dos artículos: uno de Penzias y Wilson, en el que describían su experiencia con el silbido; el otro del equipo de Dicke, explicando la naturaleza del mismo. Aunque Penzias y Wilson no buscaban la radiación cósmica de fondo, no sabían lo que era cuando la encontraron y no habían descrito ni interpretado su naturaleza en ningún artículo, recibieron el Premio Nobel de Física de 1978. Los investigadores de Princeton sólo consiguieron unas palmaditas en la espalda.

El rey Jorge III de Inglaterra (1738-1829) solía estar siempre de malhumor debido a que no podía solucionar sus problemas de insomnio nocturno. Incluso, llegó a amenazar a su médico de cabecera con la ejecución si no remediaba, y pronto, su problema. Desesperado, el galeno intentó probar decenas de fórmulas sin resultado alguno. Un día, observó que su mujer se quedó profundamente dormida tras participar en la cosecha de un campo de lúpulo. Así se le ocurrió confeccionar una almohadilla con hojas y flores de lúpulo para que el rey pudiera dormir plácidamente con solo apoyar su cabeza en ella. A partir de entonces, el lúpulo no sólo fue utilizado para la elaboración de cerveza, sino también como un eficaz sedante e inductor del sueño.

El descubrimiento de los rayos X se debe, como muchos otros, a un hecho fortuito. El físico alemán Wilhelm Conrad Roentgen (1845-1923) descubrió en 1895 una nueva radiación cuando se encontraba experimentando con rayos catódicos producidos por la descarga de electricidad de alto voltaje a través de ciertos gases en un tubo de cristal con vacío parcial y notó una extraña fluorescencia en una pantalla. Roentgen cubrió el tubo con una caja de cartón negro y al apagar las luces para comprobar la efectividad del escudo de cartón vio una débil luz en un punto de la habitación situado a un metro de la caja donde se encontraba una pantalla fluorescente recubierta de cristales de bario, platino y cianuro, que pensaba utilizar en su experimento. Sabiendo que los rayos catódicos no alcanzaban más de 2 ó 3 cm en el aire fuera del tubo, dedujo que la fluorescencia era producida por otra cosa, unos rayos a los que denominó «X», pues desconocía de ellos prácticamente todo. Ensayó con diversos objetos que se encontraban en su laboratorio, colocándolos encima de una placa estanca a la luz, y comprobó que salían registrados en la placa como si fueran transparentes. Roentgen, eufórico, se lo contó a su esposa Anna Bertha y, para demostrárselo, colocó la mano de ella sobre la placa fotográfica. Tras varios intentos, Roentgen obtuvo una imagen de la estructura ósea de la mano, así como de la sombra de su anillo. Así fue como la conocida desde entonces como «mano de Bertha» se convirtió en la primera radiografía de la historia. Meses después de su descubrimiento se crearon los primeros tubos generadores de rayos X de aplicación médica y poco después, en 1901, Roentgen recibió el Premio Nobel de Física.

El teflón es una marca registrada por la firma estadounidense DuPont de Nemours para un material plástico aislante (politetrafloruro de etileno), descubierto por casualidad en 1938 por el químico estadounidense Roy J. Plunket (1910-1994). Durante una investigación sobre gases refrigerantes, Plunket encontró que los cilindros usados en los experimentos, supuestamente vacíos, pesaban más. Serró uno de ellos y dio con un inesperado polvo blanco, el teflón, que convenientemente tratado, no se degrada con los disolventes y que es antiadherente, resistente al calor y la corrosión (es el plástico que mejor resiste a los ácidos y álcalis) y sirve para fabricar articulaciones, revestimientos, como aislante eléctrico y químico y como fibra textil, aunque debe su popularidad a su aplicación en la fabricación de ollas y sartenes antiadherentes.

En 1768, un joven inglés de diecinueve años, Edward Jenner (1749-1823), futuro médico, se encontraba en una granja cuando, mientras hablaba con unos labradores, una niña le dijo casualmente: «Yo no enfermaré de viruela, porque yo me vacuno». Con esta frase, la pequeña se refería a que ella ordeñaba vacas. Aquellas palabras se le quedaron grabadas a Jenner, que, años después, harto de su impotencia contra la viruela que causaba estragos en todo el planeta, recordó finalmente aquel inocente comentario y se puso a investigar. Sus conclusiones marcarían uno de los mayores hitos de la historia de la medicina… y le llevarían a ser considerado uno de los grandes benefactores de la humanidad. El inglés descubrió que las granjeras que ordeñaban vacas quedaban frecuentemente contagiadas con la llamada vaccinia o ‘viruela boba’, una variedad leve de viruela que proviene de las ubres de las vacas. Estas mujeres enfermaban, pero después jamás tenían ya problemas con la auténtica viruela. La idea de Jenner poco a poco fue tomando forma: inocular esta viruela vacuna benigna evitaría la viruela mortal. Con ese convencimiento expuso sus ideas ante la comunidad científica, pero sus colegas de la Asociación Médica de Londres se opusieron a este tratamiento con el argumento de que utilizarlo llevaría al ser humano a asemejarse paulatinamente a un animal. Sin embargo, Jenner no se rindió y, convencido de su eficacia, dio un paso más e inoculó el virus de la viruela boba a varios niños, empezando el 14 de mayo de 1796 por el de ocho años James Phipps, al que, seis semanas después, inoculó el vacilo de la viruela humana, con el resultado de que el niño no sólo no murió sino que ni siquiera desarrolló la enfermedad: estaba inmunizado. Posteriormente Jenner repitió el proceso con su propio hijo de cinco años. La noticia voló: un médico inglés estaba transmitiendo deliberadamente la viruela a niños. Jenner fue considerado un monstruo por sus contemporáneos y expulsado del colegio de médicos. Sin embargo, ninguno de los niños falleció y, además, tampoco contrajo la temida viruela. Por tanto, Jenner había demostrado que sabía cómo prevenir esta terrible enfermedad.

Louis Pasteur fue el desarrollador de las vacunas con gérmenes atenuados, y esto también, como en el caso de las primeras vacunas, se debió a la casualidad. Pasteur estaba estudiando el cólera de las gallinas y había conseguido aislar y cultivar en laboratorio el germen responsable. Los cultivos necesitaban renovarse continuamente, pues los bacilos eran inhibidos por sus propias sustancias de desecho. Sus estudios se basaban en la demostración patológica, de forma que al alimentar a las gallinas con cultivos recientes, éstas enfermaban; un día las alimentó con caldos de cultivo viejos, encontrando para su sorpresa que las gallinas enfermaban pero no se morían, y además, con el tiempo, se restablecían completamente; y si las volvía a alimentar esta vez con cultivos recientes, ya no padecían la enfermedad. Esta inmunidad de las gallinas la experimentó luego con las ovejas utilizando el bacilo del ántrax. Así se inició una nueva era para las vacunas…

En 1840, el químico germano-suizo Christian Friedrich Schönbein (1799-1868) experimentaba en su laboratorio dejando pasar aire seco entre dos electrodos conectados a una corriente alterna de varios miles de voltios cuando comenzó a percibir un cierto olor que, en un primer momento, identificó como «el olor de la electricidad». Dado que le recordaba al cloro, llegó a la conclusión de que lo que realmente estaba oliendo era una combinación inesperada de cloro con alguna otra sustancia que no reconocía. Así, ignorando qué estaba oliendo realmente, acudió al griego y llamó a aquel gas desconocido ozono, es decir, en griego, ‘yo huelo’. En realidad, se trataba de la forma más reactiva del oxígeno y el nombre le era apropiado pues si algo caracteriza a este gas es precisamente su penetrante olor. Éste fue el primero pero no él último descubrimiento serendípico de Schönbein…

Unos seis años después, en 1846, mientras desarrollaba una fibra textil para un cliente, Schönbein derramó accidentalmente una mezcla de ácido nítrico y sulfúrico y rápidamente lo secó con un delantal de algodón. Posteriormente, colgó el delantal en una estufa para que se secara, pero, una vez seco, el trapo detonó y desapareció. El asombrado Schönbein investigó y halló que había producido lo que ahora conocemos como nitrocelulosa o algodón pólvora.

Por supuesto, a Schönbein, volcado en la industria textil, aquello de hacer camisas explosivas no le atrajo mucho, pero en cambio, el empresario armamentístico Alfred Krupp (1854-1902) enseguida le encontró un buen uso: hasta entonces, durante las batallas, cualquier posición de artillería quedaba claramente localizable por el humo que desprendían los cañones, lo que permitía al enemigo dirigir sus disparos con cierta eficacia. Gracias al algodón pólvora, los cañones podían disparar camuflados en cualquier lugar, y en la distancia, se haría complicado para el enemigo divisar la posición exacta de la artillería a atacar.

En 1849, una criada francesa derramó la trementina de una lámpara sobre un mantel de lino. Su patrón, el sastre Jolly Belin, notó con gran sorpresa que en la parte del mantel mojada por la trementina (es decir, por el aguarrás) habían desaparecido todas las manchas. Basándose en esta observación casual, el sastre puso en marcha la industria del lavado en seco con un enorme éxito.

En 1853, el chef mestizo George Crum (1822-1914) trabajaba como jefe de cocina del restaurante Monn’s Lake Lodge de la localidad turística de Saratoga Springs, en el estado de Nueva York. En cierta ocasión, uno de los clientes, muy exigente y de actitud poco amable, se quejó con obstinación del grosor de las patatas fritas que le servían. Dispuesto a dejar de oírle, Crum decidió cortar las patatas en rodajas de un grosor cuan fino le fuera posible. Ante la sorpresa del cocinero, ese tipo de patatas, muy doradas, no sólo gustaron al cliente en cuestión, sino a muchos de los demás comensales, que a partir de entonces pidieron que se las prepararan así. De hecho, gustaron tanto que las «patatas a la Saratoga» o «saratoga chips» se convirtieron en la especialidad de este restaurante. Desde allí, se fueron haciendo populares en todo el país, hasta que con la invención en 1920 de la mondadora de patatas mecánica se hizo posible fabricarlas en grandes cantidades y venderlas empaquetadas de la forma que hoy todos conocemos.

Este juguete del cartel publicitario en forma de muelle, que en muchas partes se llama con su nombre comercial original de «Slinky», fue inventado en 1940 por el ingeniero naval de la Marina estadounidense Richard T. James. Su intención no era crear un juguete, sino un mecanismo para estabilizar instrumentos de precisión a bordo de barcos cuando las condiciones del mar fueran adversas. Sin embargo, un día colocó uno de los prototipos sobre una mesa y, accidentalmente, lo golpeó. El muelle cayó sobre una pila de libros, luego sobre una caja y, finalmente, al suelo. James se dio cuenta enseguida de que sus movimientos sincopados le resultarían divertidos a un niño, así que lo patentó con el nombre propuesto por su esposa, Betty, de «Slinky» y comenzó a fabricarlo a escala artesanal; en principio sólo 400 unidades, pues su presupuesto era de 500 dólares. En 1941, obtuvo permiso para hacer una demostración del Slinky en una tienda de juguetes. Fue un gran éxito y todas las existencias (las 400 unidades) se vendieron en menos de 90 minutos.

En 1860, coincidiendo con una fuerte escasez de marfil, la compañía neoyorquina Phelan & Collander, fabricante entre otras cosas de bolas de billar, ofreció un premio de diez mil dólares a quien encontrase un sucedáneo aceptable que permitiera sustituir al marfil natural en la manufactura del principal producto de su catálogo comercial. Esta oferta llamó la atención de un par de jóvenes impresores de la localidad de Albano, Nueva York, los hermanos John Wesley e Isaiah Hyatt, y a ello se dedicaron. Enfrascado en su trabajo, John Wesley Hyatt (1837-1920) se cortó un dedo y acudió a su botiquín donde, sin querer, volcó un frasco de colodión derramando su contenido; el disolvente se había evaporado, dejando una capa de nitrocelulosa en el estante. Tras varios experimentos, Hyatt y su hermano descubrieron que el nitrato de celulosa y el alcanfor, mezclado con alcohol y calentado bajo presión, formaba un nuevo producto, una sustancia sólida, casi transparente y muy elástica, considerada uno de los primeros plásticos de la historia, que fue patentada con el nombre de celuloide, de «celulosa» y el griego eidos, ‘forma’, y que resultó aparentemente adecuado para las bolas de billar, y cuya patente, por cierto, fue cuestionada por el inventor británico de la xilonita, un producto similar.

El proceso se basaba en un invento teórico hecho años antes en Birmingham, Inglaterra, por Alexander Parkes (1813-1890). Si bien lo hermanos Hyatt no ganaron el premio para el material para bolas de billar (fundamentalmente, porque las bolas hechas por ellos tendían a explotar), su producto, uno de los primeros plásticos sintéticos, obtendría un gran éxito industrial al ser aprovechado enseguida para fabricar muy diferentes objetos, desde placas dentales a cuellos y puños de camisa, pasando por placas de dentaduras postizas, mangos de cuchillo, dados, bolígrafos y estilográficas y, en general, todo tipo de baratijas. Hoy se utiliza en la industria fotográfica y cinematográfica, y en las ornamentales.

En 1870, el químico neoyorquino Robert Augustus Chesebrough (1837-1933) se vio obligado a buscar una nueva sustancia que le aportara una nueva fuente de negocio que sustituyese al queroseno, de cuya comercialización había vivido mientras se utilizó para el alumbrado, pero que había quedado obsoleto al generalizarse el uso de la lámpara incandescente. A tal fin, se fue a vivir a Titusville, Pensilvania, donde comenzaba el gran negocio de la extracción de petróleo. Allí, centró su interés en un residuo pastoso, semejante a la parafina, que se adhería a las perforadoras y dificultaba o, incluso, imposibilitaba su funcionamiento, por lo que era una verdadera pesadilla para los obreros de los pozos petrolíferos. Chesebrough, sabedor de que los obreros habían notado que sus heridas y sus quemaduras curaban antes si habían estado en contacto con esta desconocida sustancia, intuyó que aquel residuo podría convertirse en una sustancia provechosa y comenzó a investigar sobre ella hasta que logró refinarla y producir lo que primero llamó gelatina de petróleo y, después, a partir de 1872, vaselina.

En 1889, mientras investigaban en Estrasburgo la función del páncreas en la digestión, el alemán Joseph von Mering (1849-1908) y el lituano Oscar Minkowski (1858-1931) extirparon el páncreas a un perro. Posteriormente un ayudante del laboratorio les llamó la atención sobre un enjambre de moscas que se sentían atraídas por la orina de este perro. Al estudiar y analizar su orina, encontraron en ella grandes cantidades de glucosa, reconociendo en ese momento que habían realizado la primera reproducción experimental de una diabetes. Esta relación páncreasdiabetes permitió que en 1922, el fisiólogo canadiense Frederick Grant Banting (1891-1941) y su compatriota, el estudiante de medicina Charles Herbert Best (1899-1978) descubrieran la insulina y la aislaran haciéndola clínicamente utilizable como demostraron en un paciente de catorce años de edad en estado crítico.

En 1903, cuando el joven Richard S. Reynolds (1881-1955) empezó a trabajar para su tío R. R. Reynolds, «el rey del tabaco», los cigarrillos se protegían contra la humedad mediante finas láminas de papel de estaño. En 1919, R. S. Reynolds puso en marcha una empresa fabricante de papel de aluminio, que pronto fue adoptado por su tío y por el resto de los tabaqueros para proteger los cigarrillos. Pero, Reynolds continuó ofreciendo nuevas aplicaciones al aluminio: cercos de ventanas y puertas, embarcaciones y baterías de cocina, por ejemplo. Y en 1947 lanzó un nuevo producto que alcanzó pronto un gran éxito de ventas: la lámina de aluminio para envolver alimentos para su preservación.

En 1943, el científico James Wright trabajaba para la General Electric en el desarrollo de una goma artificial que pudiese ayudar a confeccionar las botas de los soldados que luchaban en la Segunda Guerra Mundial. Mezclando ácido bórico y aceite de silicio consiguió una sustancia viscosa desconocida que, siete años más tarde, causó furor entre los niños (y no tan niños) de Nueva York con el nombre comercial de Blandiblub.

En 1948, durante una excursión alpina, el ingeniero y montañero de origen suizo George de Mestral (1907-1990) se sintió molesto a causa de las setarias, cardenchas o arrancamoños que se adherían continuamente a sus pantalones y calcetines, y también al pelo de su perro. Mientras las arrancaba, comprendió que tal vez fuera posible reproducir un dispositivo de cierre que compitiese con la cremallera, basado en aquellas bolas erizadas de púas. Sorprendido por la tenacidad de aquellas flores, las separó con cuidado de la ropa para observarlas en el microscopio. Fue entonces cuando descubrió el motivo por el cual se pegaban con tanta insistencia: las flores estaban rodeadas de una multitud de ganchillos que actuaban a modo de resistentes garfios con los que se adherían al pelo de los animales y a los tejidos. Animado por esa idea, consultó con diversos industriales, hasta que uno de ellos, un tejedor establecido en Lyon, creyó factible el proyecto. Comenzaron a experimentar hasta dar con la solución. Y así, hacia 1950, se hizo realidad la primera cinta adhesiva textil, formada por dos tiras de algodón, una con ganchos diminutos y otra con ojales aún más pequeños, que, al apretarlas una contra otra, conseguían adherirse sólidamente entre sí y que se separaban al tirar de ellas. Como el algodón de base se desgastaba enseguida, se sustituyó por el náilon. A mediados de los cincuenta, el invento se patentó con el nombre de velcro, de velours (‘terciopelo’) y crochet (‘ganchillo’).

En 1951, un soldado norteamericano intentó suicidarse ingiriendo grandes cantidades de raticida. En esa época se utilizaba la warfarina (una sustancia que se sintetizó en 1948) como potente anticoagulante con que matar a los indeseables roedores, pero era considerado muy peligroso y se desaconsejó su uso en humanos. El soldado, o mejor dicho, su intento fallido de suicidio, hizo reconsiderar este antiguo postulado a la comunidad científica pues, pese a los terribles días que pasó, no llegó a peligrar su vida. Hoy en día la warfarina es de uso común en el tratamiento de los procesos tromboembólicos.

Similar es el caso del dicumarol, otro eficaz anticoagulante descubierto por casualidad. En Canadá y en Dakota del Norte unos expertos ingenieros agrónomos experimentaron con una serie de cultivos para pasto destinado a la alimentación de las vacas. Entre otros, se sembró el llamado trébol dulce o trébol de olor amarillo (Melilotus officinalis) sobre el que tenían muchas esperanzas, pues era muy resistente al frío y a la sequía. Sin embargo, miles de las vacas que se habían alimentado con este forraje murieron a causa de unas terribles y misteriosas hemorragias internas. Investigando la causa de estas muertes se determinó que estaba en dichas plantas, y en 1941 se pudo extraer de ellas una sustancia, el dicumarol, que era el causante de impedir la coagulación de la sangre. Rápidamente la medicina lo asumió como anticoagulante terapéutico, y fueron utilizados éste y sus derivados para evitar trombosis y embolias en pacientes cardiacos.

En 1992, el médico danés Lasse Hessel (1940) buscaba un sistema aplicable en los casos de incontinencia femenina y desarrolló una funda cilíndrica de poliuretano con dos anillos en sus extremos, uno de ellos cerrado. Encontró que quizá no era tan buena la solución contra la incontinencia, pero que podía ayudar a proteger de embarazos no deseados y de la transmisión del VIH. Tras un pequeño cambio en la orientación de su invento, lo patentó como el primer preservativo femenino.

En el siglo XI, una epidemia de peste había azotado el territorio de Hungría, diezmando su población. Cansado de esperar la ayuda divina y desesperado por la situación, el rey Ladislao salió al jardín y disparó una flecha al aire que fue a atravesar una planta de genciana. Creyendo que aquella casualidad se trataba de una respuesta celestial, el rey ordenó que se diera té de genciana a sus súbditos enfermos, quienes a los pocos días se levantaron de sus lechos y así se detuvo la tan temida epidemia. En el siglo XX se pudo descubrir que la raíz de genciana contiene una sustancia antibiótica, denominada genciopicrina, que se ha probado con gran éxito como antibiótico.

En la época en que se recetaba el opio para calmar los dolores, existían problemas de adecuación de dosis según la pureza del preparado, y el estudio de la calidad del opio dispensado en las farmacias fue el encargo que recibió el joven Friedrich Sertürner (1783-1841) por parte del farmacéutico de su pueblo. En el curso de las investigaciones en busca de ese algo activo en el opio que quitaba el dolor, disolvió opio en un ácido y, tras añadirle amoniaco, se encontró con unos cristales grisáceos que utilizó experimentalmente en gatos, comprobando su tremendo poder hipnótico. Un día, aquejado de un serio dolor de muelas, decidió probarlo él mismo, consiguiendo dormir ocho horas y levantarse sin la más mínima molestia. Debido a su potencia somnífera, bautizó dicha sustancia en homenaje al dios del sueño Morfeo, y la llamó morfina.

Un día de 1887, el inventor y veterinario escocés afincado en Irlanda John Boyd Dunlop (1840-1921) oyó quejarse una vez más a su hijo de nueve años del molesto traqueteo del triciclo en el que iba al colegio cada día, al rodar por las adoquinadas calles de la ciudad con ruedas protegidas sólo con bandas macizas de goma. Interesado por el comentario de su hijo, Dunlop se propuso solucionar aquel problema, lo que, tras numerosas pruebas, logró finalmente inflando un tubo de caucho con una bomba de aire, sujetándolo con una llanta y protegiéndolo con unas tiras de lona. Así nació en 1888 el primer neumático comercial de la historia (en la foto, Dunlop prueba un prototipo). Dunlop desarrolló la idea y patentó el neumático con cámara el 7 de diciembre de 1888. Sin embargo, dos años después de que le concedieran la patente, fue informado oficialmente de que había sido impugnada por el inventor escocés Robert William Thomson, quien había patentado la idea en Francia en 1847 y en Estados Unidos en 1891. Para su fortuna, Dunlop ganó la consecuente batalla legal contra Thomson y revalidó su patente, fundando la compañía Dunlop Tyres que, más tarde, sería rebautizada como Dunlop Rubber Company. La producción comercial empezó a finales de 1890 en Belfast. Posteriormente Dunlop vendió su patente y su compañía a William Harvey Du Cros, ya propietario de la Pneumatic Tire and Booth’s Cycle Agency, a cambio de 1500 acciones de la compañía resultante y finalmente no hizo mucha fortuna con su invento.

A finales del siglo XIX, un feriante aquejado de prurito acudió al médico, que le recetó parches de pan ácimo empapados en naftalina. Pero el boticario se equivocó en la elaboración… Tras un mes bajo tratamiento, el feriante volvió al médico, dejó los parches sobre su escritorio y se quejó de lo inútil de su remedio: los picores seguían igual aunque, eso sí, le habían quitado el resfriado. El médico comprobó que los parches no olían a naftalina como era de esperar, por lo que acudió a la farmacia y descubrió que el boticario había utilizado la acetilanilida que guardaba para pintar una mesa en vez de la naftalina. Aunque con el tiempo se dejó de lado el asunto, en 1930 un laboratorio decidió estudiar dicha molécula y, tras cuarenta años dando vueltas, nació el N-acetil-paraminofenol, rebautizado luego como paracetamol.

Hablando de serendipias ocurridas en el laboratorio, hay que citar que, al menos, tres edulcorantes de los de uso más común fueron descubiertos porque los científicos olvidaron lavarse las manos. El ciclamato (1937) y el aspartamo (1965) son subproductos de la investigación médica, y la sacarina (1879) apareció durante un proyecto con derivados de la brea de carbón.

Aunque posiblemente otros investigadores ya habían aislado previamente esta sustancia, el descubrimiento oficial del valor edulcorante de la sacarina se produjo en 1879 en el laboratorio del químico estadounidense Ira Remsen (1846-1927), de la universidad Johns Hopkins, en el que trabajaba un joven científico, Constantine Fahlberg (1850-1910), que dio casualmente con este importante descubrimiento. Cierto día, mientras Fahlberg almorzaba, notó un sabor dulce en la sopa y se lo hizo ver a la cocinera, que, indignada por la queja, que le parecía absurda, probó el caldo y no notó el supuesto sabor dulce. A continuación, el científico comprobó que el pan también tenía el mismo sabor, lo que le llevó a sospechar que tenía otro origen. Intrigado, lamió la palma de su mano y advirtió ese mismo sabor. Lo antes que pudo volvió al laboratorio y, tras un minucioso examen, llegó a la conclusión de que el sabor dulce provenía de una sustancia desconocida que había surgido en el curso de su investigación sobre la hulla y el tolueno en busca de nuevos colores de reacción. Pronto la identificó y la patentó en 1884 con el nombre de sacarina, un compuesto que, en estado puro, es quinientos cincuenta veces más dulce que el azúcar de caña, aunque en su presentación comercial, sólo sea 375 veces más edulcorante.

En 1937, Michael Sveda (1912-1999), estudiante graduado en química que trabajaba en la Universidad de Illinois, se fumó un cigarrillo y notó que tenía un sabor extremadamente dulce. Pensando que eso tendría que ver con los sulfamatos con los que trabajaba, investigó su fuente y lo atribuyó a las sales de sodio y calcio ciclohexilsulfámico, los llamados ciclamatos. Estos fueron utilizados como sustitutos del azúcar hasta que en 1970 la Food and Drug Administration (FDA) prohibió su uso en los Estados Unidos.

En 1965 sucedió algo parecido. El químico James M. Schlatter trabajaba en un proyecto antiulceroso basado en tetrapéptidos (cuatro aminoácidos o fracciones proteicas unidas entre sí), en cuya obtención el paso previo era formar dipéptidos y luego unir dos de estos. Accidentalmente cayó del matraz polvo de uno de esos dipéptidos y fue a parar a su dedo. Al humedecerlo con la lengua para recoger una hoja de papel, se sorprendió por su sabor dulce, ya que uno de los aminoácidos con los que trabajaba era de sabor neutro y el otro amargo. Luego comprobó que el polvo era aspartilfenilalanina metiléster cristalizada, lo que hoy se conoce vulgarmente como aspartamo o, comercialmente, como NureaSweet.

Hacia 1930, el científico estadounidense Robert Boyer (1909-1989), empleado por el magnate automovilístico Henry Ford, se afanaba por descubrir un nuevo material que sustituyera al costoso y escaso cuero en el tapizado de los asientos de los coches. En el curso de sus investigaciones, descubrió que los residuos sólidos de las semillas de soja (ricos en proteínas) se podían hilar en forma de tiras o fibras tras reducirlas a harina y mezclarlas con líquidos aglutinantes y bañarlas en ácidos y sales. Curiosamente, pensó en la posibilidad de elaborar con esas tiras un sucedáneo de carne de sabor neutro, aromatizado artificialmente. Sin embargo, no llegó a patentar su descubrimiento hasta 1953. Luego, esta llamada «carne artificial» se vendió con relativo éxito en Estados Unidos.

Hub Beardsley, presidente de la empresa farmacológica Doctor Miles Laboratories, visitó en el invierno de 1928 las instalaciones de un periódico de la ciudad de Elkhart, en el estado norteamericano de Indiana, coincidiendo con una fuerte epidemia de gripe. En el curso de la visita, observó que ninguno de los empleados del periódico sufría los síntomas de la enfermedad. Comentando la curiosa circunstancia con el director de la publicación, éste le contó que ello era resultado de que había hecho que todos tomasen un remedio casero de su invención, consistente en una mezcla de aspirinas y bicarbonato a partes iguales. De vuelta a su empresa, Beardsley encargó a uno de sus químicos, Maurice Treneer, la fabricación de una pastilla con esa combinación. De esta forma tan casual nació, en 1931, el Alka-Seltzer.

Irónicamente, el descubrimiento del cristal de seguridad fue resultado de un accidente que sufrió en 1903 el químico francés Edouard Benedictus (1878-1930). Un día, se hallaba subido a una escalera en su laboratorio para alcanzar unos reactivos de un estante alto cuando accidentalmente se le cayó el frasco. Tras verlo caer, comprobó sorprendido que el cristal se había roto, pero que sus fragmentos permanecían más o menos unidos, conservando la forma del recipiente. Poco después comprobó que el frasco había contenido una solución de nitrato de celulosa. Benedictus resumió en una nota el incidente, pero lo olvidó enseguida. Sin embargo, esa misma semana, un periódico de París publicó un artículo sobre la reciente racha de accidentes automovilísticos y cuando Benedictus leyó que casi todos los conductores sufrían graves cortes causados por el parabrisas le llegó la inspiración: «De pronto, apareció ante mis ojos la imagen del frasco roto. Me levanté de un salto, corrí hacia mi laboratorio y me concentré en las posibilidades prácticas de mi idea». Estuvo veinticuatro horas seguidas experimentando con capas de líquido que aplicaba a cristales que luego rompía. «La tarde siguiente había producido mi primera pieza de triplex (cristal de seguridad) que se presentaba lleno de promesas para el futuro». Se trataba de dos láminas de cristal que encerraban otra de celulosa entre ellas. No obstante, los fabricantes de coches no se interesaron por este cristal hasta que, aplicado a las máscaras antigás de la Primera Guerra Mundial, mostró su gran utilidad. Aquel primer cristal de seguridad fue muy mejorado en las décadas siguientes, hasta llegar al actual Securit, una marca comercial de un tipo de cristal inastillable creado por la compañía Saint-Gobain y que es utilizado, entre otras muchas aplicaciones, en los automóviles.

De alguna manera, la estadounidense Mary Anderson (1866-1953), que creó en 1905 el limpiaparabrisas cuando ni siquiera los automóviles eran populares, puede ser la gran olvidada de la historia del progreso automovilístico. Como sucede, como estamos viendo, en tantos inventos, se topó con el limpiaparabrisas por casualidad. Todo comenzó un día de invierno de 1903 cuando Mary, que vivía en Alabama pero estaba de visita en Nueva York, decidió hacer turismo. Tomó el tranvía y notó que en todo el recorrido el conductor debía detenerse y salir continuamente a limpiar la suciedad, el agua y el hielo que se impregnaban en el parabrisas. Eso hacía perder tiempo a todos, al propio conductor y a los viajeros. Al día siguiente, comenzó a diseñar un diagrama de un posible dispositivo de barrido. Nada más regresar a Alabama, empezó a realizarlo. Consiguió una lámina de goma resistente y la unió a un brazo metálico por medio de resortes. Ingenió una conexión para poder accionarlo desde el interior mediante una palanca. Al tirar de ella, las láminas se desplazarían por el vidrio una y otra vez hasta la posición original. Su sistema tenía un único brazo sostenido en la parte superior y en el centro del cristal. Después de hacer varios diseños preliminares, ella misma lo probó en un tranvía. Le llevó casi dos años decidirse a registrar esta idea mientras seguía con sus pruebas. En muchos momentos se vio abrumada por las advertencias de sus allegados y por los rechazos y las burlas de los especialistas, que aseguraban que el movimiento de los limpiaparabrisas distraería fácilmente a los conductores y provocarían accidentes. En mitad de su lucha por obtener la patente apareció en escena Henry Ford, quien tomó contacto con el invento, al parecer, sin saber nada de Anderson. Fiel a su espíritu innovador, Ford comprendió su utilidad, que además probó en los Ford T con parabrisas. Más tarde, a partir de 1908, todos los Ford salieron con este dispositivo de fábrica. Y, desde 1916, fue un equipamiento común en todos los automóviles estadounidenses.

En 1964, el ingeniero eléctrico Robert Kearns, inventó y patentó una decisiva mejora, el limpiaparabrisas intermitente, que limpiaba rápidamente el parabrisas, hacía una pausa de cuatro segundos y volvía a limpiarlo. Las principales marcas fabricantes (Ford, Chrysler, General Motors, Mercedes…) le copiaron la idea a Kearns, quien les demandó y consiguió algunas indemnizaciones por infracción de patente.

La azarosa historia del vaso desechable comienza en 1908, cuando el inventor Hugh Moore (1887-1972) produjo un aparato de porcelana que dispensaba vasos de agua pura y muy fría. El llamado Penny Water Vendor de Moore, precursor en función y diseño a los posteriores depósitos refrigeradores de uso en oficinas, estaba formado por tres compartimentos separados: el superior alojaba el hielo; el intermedio, el agua, y el inferior, los vasos usados, puesto que estos nunca se vendían separadamente ni se reutilizaban. Se instalaron varios dispensadores de agua de Moore en diversos puntos céntricos de la ciudad de Nueva York, preferentemente en las paradas de los transportes públicos, e incluso se apoyó la acción con una fuerte campaña publicitaria, de inspiración antialcohólica, que aconsejaba calmar la sed con agua fresca. Sin embargo, pese a todo, para desgracia de Moore, casi nadie daba el paso de comprarse un trago de agua. Su negocio era una ruina hasta que, en 1909, en coordinación con un funcionario de la sanidad pública, el doctor Samuel Crumbine, ardoroso enemigo de la costumbre de la época de beber de las fuentes públicas utilizando un vaso metálico que nunca era lavado ni sustituido, varió la finalidad de su recién constituida empresa y se dedicó a la fabricación de vasos de papel desechables gracias a los doscientos mil dólares aportados por un banquero hipocondriaco y escrupuloso.

La idea del celofán, el envoltorio de papel transparente, surgió cierto día en la mente de un químico suizo, Jacques Brandenberger (1872-1954), contratado por una empresa textil francesa, mientras comía en un restaurante. Al ver que a un comensal se le había derramado el vino y había manchado todo el mantel, volvió a su laboratorio convencido de que descubriría algún modo de cubrir la tela con una capa transparente que la volviera impermeable. Hizo muchos experimentos con distintos materiales y, una de las veces, aplicó a la tela un líquido viscoso. El experimento falló porque la tela quedó tiesa y quebradiza. Sin embargo, Brandenberger se dio cuenta de que la capa se podía separar y quedar como una hoja transparente que podía tener otras aplicaciones (por ejemplo, envolver e impermeabilizar comida). Hacia 1908, desarrolló una máquina que producía unas láminas transparentes viscosas a las que llamó celofán.

La invención del microscopio se debió a una casualidad, pues el óptico holandés Zacarías Janssen (1588-1638) se encontraba montando unas lentes en un pequeño tubo cuando sobrevino la desgracia y una de ellas se deslizó y quedó encajada en mitad del tubo. Mientras intentaba sacarla, dio la casualidad de que Janssen miró a través del tubo y, sorprendido, comprobó que todas las cosas aumentaban de tamaño ante sus ojos. Luego, todo lo que hizo fue perfeccionar poco a poco su descubrimiento hasta crear el primer microscopio funcional.

La moderna ciencia de la mineralogía comenzó con un accidente en 1781. El minerólogo francés René Just Haüy (1743-1822) dejó caer al suelo accidentalmente un pedazo de calcita, que se rompió en pequeños fragmentos. Cuando se inclinó para recoger los trozos, notó que cada fragmento tenía una nítida forma geométrica. Descubrió que los minerales se rompen en determinadas direcciones y que los planos de ruptura se unen en ángulos fijos. Descubrió también que esto refleja la disposición de los átomos en el mineral.

Durante el invierno de 1922, el médico escocés Alexander Fleming (1881-1955) tuvo un fuerte catarro y, como investigador innato que era, decidió hacer un cultivo de sus secreciones nasales. Sin embargo, mientras estaba examinando una placa de este cultivo se le cayó accidentalmente dentro de él una lágrima. Al día siguiente encontró una pequeña zona sin crecimiento bacteriano donde había caído la lágrima. Este hecho casual (el propio Fleming escribió en su diario: «Yo no descubrí la penicilina, me topé con ella») le llevó a descubrir la lisozima, un antibiótico natural del cuerpo humano que mataba bacterias, pero no glóbulos blancos (como sí hacía el fenol usado hasta entonces).

Durante el verano de 1928 le sucedió algo parecido a otro cultivo donde apareció otra zona donde no habían crecido las bacterias: ese año, al irse de vacaciones estivales, dejó sobre la mesa del laboratorio una placa de cultivo con bacterias contaminadas por el moho Penicillium. A la vuelta de sus vacaciones, Fleming observó que los microbios que se hallaban próximos al moho habían muerto. Al recordar el caso anterior, en vez de rechazar la placa, decidió estudiarla, comprobando que, antes de cubrir el cultivo, había caído accidentalmente en él un moho, que aisló e identificó como el Penicillium notatum, descubriendo a partir de aquí el componente activo antibacteriano, al que denominó penicilina.

La píldora anticonceptiva tuvo su origen en un descubrimiento inesperado ocurrido en las selvas tropicales de México hacia 1930. El profesor de química Russel Marker (1902-1995), que se encontraba de vacaciones, estaba experimentando con un grupo de esteroides vegetales conocidos como sapogeninas, que producen en el agua una espuma parecida a la del jabón, cuando descubrió un proceso químico que transformaba la sapogenina en progesterona, es decir, en la hormona sexual femenina. El ñame silvestre mexicano conocido como cabeza de negro demostró ser una rica fuente de este precursor de la hormona, aunque ninguno de los actuales contraconceptivos orales contiene hoy el derivado original del ñame.

La tirita fue inventada por casualidad en 1920 por Earle Dickson (1892-1961), empleado de la multinacional Johnson & Johnson. Dickson era uno de los muchos compradores de algodón de la compañía. Su mujer, Josephine Knight, a menudo se cortaba mientras hacía las tareas del hogar y, sobre todo, mientras cocinaba. Earle sabía que el típico remedio de ponerse una gasa sobre la herida y sujetarla con cinta adhesiva no era eficaz para dedos y manos que no paraban de trajinar. En 1920, se le ocurrió tomar un trozo de gasa y colocarlo en el centro de la cinta adhesiva y luego cubrirlo todo con crinolina para mantener la esterilidad y la seguridad. A su jefe, James Wood Johnson, le gustó la idea y decidió incorporarla al catálogo de productos de la empresa. En 1924, Johnson & Johnson comenzó a producir en masa aquellas tiritas hasta entonces artesanales. Tras el éxito comercial de su diseño, Dickson fue ascendido a vicepresidente de la compañía.

Las famosas cookies o galletas con trocitos de chocolate, tan tradicionales en la gastronomía norteamericana, fueron inventadas por casualidad en el año 1933 por Ruth Graves Wakefield (1903-1977). Tres años antes, el matrimonio Kenneth y Ruth Wakefield compró una bonita casa, construida en 1709, en Whitman, Massachussets. Su intención era convertirla en un hostal-restaurante de carretera destinado a acoger a las personas que viajasen entre Boston y New Bedford. Su negocio, al que el matrimonio llamó Toll House Inn, fue todo un éxito y, en poco tiempo, lograron que la sabrosa cocina de Ruth se hiciera muy famosa. La popularidad del albergue no sólo se debió a su comida casera sino a la costumbre de dar a los comensales para llevar a casa una ración entera de uno de los platos a elegir y una ración de sus galletas para el postre.

Las galletas de mantequilla de la señora Wakefield no eran su especialidad, pero sí un buen complemento de sus comidas. Para elaborarlas, seguía una antigua receta de la época colonial. En una ocasión, Ruth, que había olvidado comprar uno de los ingredientes básicos, chocolate en polvo y frutos secos, decidió sustituirlos por pedacitos de chocolate, cortados de una pastilla de chocolate Nestlé semidulce. Ruth creía que los trocitos se derretirían, pero se llevó la sorpresa de que conservaron su forma y le dieron a la galleta una textura más cremosa. Sus cookies de chocolate se hicieron muy populares en su restaurante y en toda Nueva Inglaterra, sobre todo desde que su receta se publicase en un periódico de Boston. Pero la fama de su galleta artesanal llegó a extenderse mucho más cuando la señora Wakefield escribió un libro de cocina, Toll House tried and true recipes, publicado en 1936, que incluía la receta de las Toll House Chocolate Crunch Cookies, que fue convirtiéndose en una de las favoritas de los hogares estadounidenses. A consecuencia de su éxito, la venta de tabletas Nestlé semidulces se disparó. Finalmente, Andrew Nestlé le propuso un acuerdo a Ruth: a cambio de poder imprimir la receta en la envoltura de la tableta de chocolate semidulce, la señora Wakefield recibiría gratis, durante el resto de su vida, todo el chocolate que pudiera necesitar para elaborar sus cookies. En 1939, Nestlé, para facilitar la elaboración de la receta, creó los chips de chocolate semidulce Nestlé Toll House, que seguían incluyendo la composición para elaborar las galletas.

Los bebés recién nacidos presentan a veces un color amarillento en la piel que se conoce como ictericia del recién nacido (pero que no hay que confundir con la ictericia neonatal causada por la incompatibilidad de Rh), debido a la acumulación de un pigmento llamado bilirrubina, producto de la degradación de la hemoglobina, lo que suele indicar un mal funcionamiento del hígado, bazo o vesícula biliar. Como los recién nacidos tienen el hígado inmaduro, en muchos casos es incapaz de eliminar la bilirrubina con la suficiente rapidez, lo que puede dar lugar, si no se corrige, a daños cerebrales e, incluso, a la muerte del bebé. A finales de los años cincuenta, una enfermera de un hospital de Inglaterra observó que en los bebés cuya cuna estaba colocada cerca de las ventanas, por donde entraba la luz, la ictericia desaparecía. Tras conocer el informe de esta avispada enfermera, se hizo una investigación y se demostró que los rayos ultravioletas solares, al bañar la finísima piel de los bebés, convertían la bilirrubina en una forma excretable por el organismo infantil. Ahora la irradiación de los recién nacidos con luz ultravioleta es una práctica normal en los hospitales.

Los hombres que reciben tratamiento exitoso contra la disfunción eréctil basado en la viagra deberían agradecérselo a los vecinos de Merthyr Tydfil, la villa galesa donde en 1992, durante unas pruebas efectuadas con un nuevo fármaco de los laboratorios Pfizer contra la angina de pecho y la hipertensión que contenía sildenafil, surgieron unos inesperados efectos secundarios que, inmediatamente, todas sus parejas (habituales y espontáneas) agradecieron. Previamente, esta pequeña ciudad, habitada por clase trabajadora, era conocida por producir un tipo especial de hierro. Los investigadores concluyeron que el fármaco era eficaz para ese propósito de combatir las anginas de pecho, pero que no en mayor grado que otros productos que ya estaban en el mercado, así es que se decidió retirar el medicamento a los pacientes residentes en esa localidad. Mas, curiosamente, estos se negaron a dejarlo pues la píldora les había ayudado a restaurar su vida sexual. Tomando nota de ese efecto secundario la empresa farmacológica lanzó enseguida al mercado la viagra.

Los padres del Trivial Pursuit, uno de los juegos de mesa hoy más populares, son los canadienses Scott Abbot, periodista deportivo de The Canadian Press, y el editor gráfico Chris Haney, de The Gazette, de Montreal. Una tarde de diciembre de 1979, mientras echaban una partida con un juego de letras al que le faltaban unas fichas, Haney y Abbot dejaron volar su imaginación sobre lo que podría ser un juego nuevo con preguntas, respuestas, fichas y dados. En apenas cuarenta y cinco minutos, perfilaron sus reglas y, unos meses más tarde, patentaron el nuevo juego. A finales de 1980, Haney dejó su trabajo y se trasladó a la localidad malagueña de Nerja, para elaborar el cuestionario. Más tarde Abbot se unió a él. Fieles a su profesión, decidieron que las cuestiones debían contestar a una de las cinco preguntas básicas del periodismo: quién, qué, dónde, cuándo y por qué.

Tras el invento de los primeros plásticos de la historia se hallan las actividades de un joven estudiante escolapio londinense de 18 años, William Henry Perkin (1838-1907), que, con quince años entró en el Real Colegio de Química y, con diecisiete, era alumno aventajado del ilustre August Wilhelm von Hofmann, un científico obsesionado casi con la síntesis de la quinina, el principio activo de los fármacos contra la malaria, muy demandado en las colonias. En 1856, aún con sólo dieciocho años, y por iniciativa suya, Perkin oxidó la anilina y, al diluirla, para eliminarla, observó que se coloreaba. Enseguida se dio cuenta de que había obtenido el primer tinte sintético (la anilina morada, malva, o en su honor, púrpura de Perkin). Patentó la idea y, junto con su padre y hermano, fundó una fábrica para producir este tinte. El color obtenido, el violeta, había sido el más difícil de obtener naturalmente, siendo desde tiempos fenicios un gran negocio. Por eso, a los veintiún años, Perkin ya era millonario. Su descubrimiento casual introdujo la moda científica de mezclar diferentes sustancias químicas para ver qué resultaba y, además, creó la industria química. Posteriormente desarrolló otros tintes sintéticos y diversificó su producción con perfumes como la cumarina. En 1869, encontró un método para producir comercialmente la alizarina, un tinte rojo brillante pero la empresa alemana BASF patentó el proceso justo un día antes. Desde entonces, la competencia con la nueva industria química alemana se fue endureciendo, y compañías como Bayer, BASF y Hoechst le fueron ganando terreno. Perkin, finalmente, decidió vender su negocio y retirarse en 1874, con sólo treinta y seis años. Sin embargo no abandonó la investigación en química orgánica hasta su muerte.

Un aprendiz del fabricante de lentes Hans Lippershey (1570-1619), aprovechando la ausencia circunstancial de su maestro, pasaba el rato jugando con ellas. Inesperadamente, al mezclar unas con otras, dio con una combinación que le permitía ver las cosas mucho más de cerca. A la vuelta del maestro, le contó el curioso fenómeno y Lippershey, insertando las lentes en los dos extremos de un tubo opaco, inventó y patentó de ese modo el telescopio. Hasta ahí la historia como se ha contado siempre. Sin embargo, recientes investigaciones del informático Nick Pelling divulgadas en la revista británica History Today, atribuyen la autoría a un gerundés llamado Juan Roget en 1590, cuyo invento habría sido copiado (según esta investigación) por Zacharias Janssen, quien el día 17 de octubre (dos semanas después de que lo patentara Lippershey) intentó patentarlo. Poco antes, el día 14, Jacob Metius también había intentado lo mismo. Fueron estos hechos los que despertaron las suspicacias de Nick Pelling quien, tras profundas investigaciones, llegó a la conclusión de que el legítimo inventor fue el gerundés Juan Roget. Conocido primero como «lente espía», el nombre «telescopio» fue propuesto por el matemático griego Giovanni Demisiani el 14 de abril de 1611 en Roma durante una cena en honor de Galileo, en la que los asistentes pudieron observar las lunas de Júpiter por medio del telescopio que Galileo había traído consigo.

En 1733, el abogado inglés Chester Moor Hall (1703-1771) aplicó el principio del telescopio acromático uniendo en una sola lente dos tipos diferentes de cristales. Para mantener su invento en secreto, hizo que dos fabricantes de lentes le hicieran cada uno una mitad. Pero sucedió que ambos tenían exceso de trabajo y que cada uno por su cuenta buscó un tercer fabricante al que subcontratar el encargo. Se dio la casualidad de que ambos coincidieron en el mismo y así el secreto se hizo de dominio público.

El primer radiotelescopio lo inventó accidentalmente el ingeniero Karl Guthe Jansky (1905-1950), empleado de la Bell Telephone, que trataba de localizar la fuente de la estática que ensuciaba el sonido de los aparatos telefónicos. En 1932, con un detector de su invención, descubrió una señal desconocida procedente del espacio: el silbido pertenecía a las emisiones cósmicas emitidas por la constelación de Sagitario.

Un día de 1826, el farmacéutico inglés John Walker (1781-1859) se encontraba en la rebotica, experimentando con un nuevo explosivo, cuando, al remover una mezcla de productos químicos (sulfuro de antimonio, clorato de potasio, goma y almidón) con un palo, observó que en el extremo de este se había adherido una gota de cierto material. Para eliminarla, Walker lo frotó contra el suelo y, entonces, para su sorpresa, el palo ardió súbitamente. En aquel mismo instante había nacido la cerilla de fricción. Sin embargo, hay que consignar que se trataba de un descubrimiento químico que ya había hecho en 1680 su compatriota Robert Boyle (1627-1691), aunque sin repercusión alguna. Walker empezó a comercializar su descubrimiento en su farmacia de Stockton en 1827 bajo el nombre de «luces de fricción» o «congreves» pero, aunque Michael Faraday le instó a que patentara su invento, él se negó por no considerarse a sí mismo un auténtico inventor.

La patente la conseguiría al año siguiente el industrial Samuel Jones, que vendió las cerillas de fricción con el nombre comercial de Lucifer. Estos fósforos presentaban una serie de problemas: el olor era desagradable, la llama era inestable y la reacción inicial era sorprendentemente violenta, casi explosiva, en ocasiones lanzando chispas a considerable distancia. En 1830, el químico francés Charles Sauria añadió fósforo blanco para eliminar el mal olor. En cada caja de cerillas, que debía ser hermética, había suficiente fósforo blanco como para matar a una persona, y los obreros involucrados en su fabricación sufrieron diversas enfermedades óseas debidas a la inhalación de los vapores del fósforo blanco, lo que provocó una campaña para prohibir su fabricación, que finalmente lograría su objetivo.

En 1836, el estudiante de química húngaro János Irinyi sustituyó el clorato de potasio por dióxido de plomo. Las cerillas así fabricadas ardían uniformemente; se las llamó cerillas silentes. Irinyi vendió su descubrimiento a István Rómer, húngaro radicado en Viena, quien se hizo rico con la fabricación de estas nuevas cerillas.

Los fósforos de seguridad fueron un invento del sueco Gustaf Erik Pasch en 1844, mejorado por John Edvard Lundström una década después. La seguridad venía dada por la sustitución del fósforo blanco por fósforo rojo, y por la separación de los ingredientes: la cabeza de la cerilla se componía de sulfuro de antimonio y clorato de potasio, mientras que la superficie sobre la que se frotaba era de cristal molido y fósforo rojo. En el momento de rascar, dado el calor de la fricción, parte del fósforo rojo se convierte en fósforo blanco, que prende y comienza la combustión de la cerilla.

Dos químicos franceses, Savene y Cahen, patentaron en 1898 una cerilla a base de sesquisulfuro de fósforo, en lugar de fósforo puro, y clorato de potasio. Esta era capaz de encenderse frotándola contra cualquier superficie rugosa y no era explosiva ni tóxica. En 1899, Albright y Wilson desarrollaron un método seguro de fabricar cantidades industriales de sesquisulfuro de fósforo, y empezaron a venderlo a los grandes fabricantes.

Una mañana de 1796, a petición de su madre, el dramaturgo y músico alemán Aloys Senefelder (1771-1834) hubo de escribir la lista de ropa que iba a llevarse la lavandera y, a falta de otra cosa, lo hizo sobre lo único que tenía a mano, una piedra pulida en la que escribió con un lápiz graso. Senefelder, que buscaba por entonces un método barato de impresión comercial para difundir sus obras de teatro y sus partituras, experimentó a partir de entonces con aquella y otras piedras, basándose en la sabida falta de afinidad entre el agua y la grasa y acabó inventando la técnica del grabado al aguafuerte.