CAPÍTULO IV ¿DEMASIADO TARDE?

 

LA computadora zumbaba en el silencio del laboratorio.
Todos esperaban pacientemente los resultados. Una tensión evidente agobiaba a todos los presentes en el experimento.
Junto a Dan Nichols, Greene y el primer ministro inglés, esperaban, tan atentos como Harding o Bishop. Hazel, apretaba la mano de Dan con fuerza.
La filmación del horror vomitado por las cloacas, había sido seguida atentamente por todos, en un silencio impresionante. Luego, se hizo un segundo pase a cámara lenta, y ahora, el video-tape, como parte de la programación de la computadora de Scotland Yard, estaba suministrando datos a la memoria electrónica, para su proceso analítico posterior.
Mientras la máquina no emitiera su veredicto, no podían hacer nada. Las esporas de los fragmentos de oro hallados en Chelsea, ya no eran válidas. Se habían extinguido, secándose, faltas de vida. Eran partículas demasiado pequeñas para sobrevivir, había informado la computadora al ser consultada sobre la materia con los datos conocidos.
—Espero, caballeros, que la máquina nos diga algo —susurró en el silencio la voz del hombre que ocupaba el 10 de Downing Street—. En otro caso, seguiremos en la mayor ignorancia respecto a la naturaleza de nuestro adversario...
Nichols asintió en silencio. Greene respiró hondo cuando el zumbido de la computadora se detuvo. Bishop tragó saliva.
—Ya —murmuró el director de laboratorios—. La máquina ha registrado todo. Ahora nos dará su informe.
Volvió a zumbar suavemente. Apenas unos instantes después, empezó a salir un papel perforado, con los datos ya clasificados y traducidos de la clave original, por la propia computadora. Simultáneamente, su pantalla se iluminó con el texto deletreándose pausadamente sobre ellas, hasta completarse:

 

«Materia desconocida según los datos suministrados.
«Dotada de vida orgánica nueva.
»Posiblemente compuesto químico muy complejo. Dudoso origen extraterrestre.
»Debe poseer inteligencia diferente a la humana.
«Altamente peligrosa para la Humanidad.»

 

Aparecieron las claves que marcaban el final del informe.' Se formó otro denso silencio, tras un murmullom de excitación colectiva. El primer ministro releyó el texto. Se volvió a los demás.
—Caballeros, esto no aclara nada —manifestó sombríamente—. Y nos abre otras horrendas posibilidades. No sólo vive, sino que piensa. Puede que no proceda del espacio. Pero entonces, ¿cómo se crea una vida propia, químicamente, desconocida entre nosotros, si no viene de otro lugar del universo? ¿Pueden aclararme eso ustedes, los químicos?
—No, señor —convino amargamente Greene—. Yo, no.
—Yo tampoco —musitó Dan Nichols con voz apagada—. Quisiera entenderlo, pero...
—¡Señor Nichols! —sonó una voz—. Llamada telefónica para usted. Máxima urgencia. Dicen que es de vida o muerte..., y afecta a la materia monstruosa de las cloacas.
Dan se volvió, sorprendido, hacia el policía que le tendía un teléfono, desde una mesa arrinconada del silencioso laboratorio. El primer ministro cruzó su mirada con Dan. Le conminó con un gesto a atender la llamada.
Dan corrió al teléfono. Preguntó, con voz ronca:
—Nichols, sí. ¿Quién llama? ¿Quién? ¿Es usted, doctor Rudkin? ¿Cómo? ¿Dijo... profesor Walosky? ¿Saúl Wa-losky? ¿Qué significa... Sí, sí, escucho... ¿Qué...? ¡Repita eso, por el amor de Dios! Oh, no, nada importa ahora todo eso ya. Hable. ¡Hable, por favor! Le escucho, profesor...
Y escuchó. Bishop se acercó a él rápidamente. También Harding, más lentamente. Dan, con ojos dilatados, escuchaba. Luego, pausadamente, colgó. Se volvió a los demás. Estaba mortalmente pálido.
—Dios mío —susurró—. Es... es increíble...
—Hable, Nichols —le apremió el Premier británico—. ¿Qué informe ha sido ése? ¿Tiene valor para nosotros?
—¿Si lo tiene, señor? —Dan agitó su cabeza—. No sé. Ya no sé... Quizá sea tarde..., o quizá no. Un hombre, Saúl Walosky, que está ilegalmente en el país, y trabaja bajo nombre supuesto en mi empresa de productos químicos, la Chemical Amalgamated, sabe lo que es esa «cosa» que estamos combatiendo. Y lo sabe porque... porque él mismo la creó.
—¿Cómo? —aulló Bishop, aturdido.
—No se trata de ninguna criatura extraterrestre. La computadora tuvo razón. Es... es un compuesto químico desconocido. Un invento fantástico, una nueva forma de vida creada en laboratorio... Era algo encaminado a tener gran éxito..., en un mundo limpio, de aire puro, de oxigeno y de pureza ambiental. Ese era su único fallo. La polución, las impurezas, los residuos químicos, la contaminación en suma, afectaba su estructura orgánica de tal modo, que le daba un crecimiento gradual y monstruoso, alteraba sus genes y producía una voracidad monstruosa en la materia nueva. Luego..., luego venía su última y más peligrosa etapa.
—¿Otra peor aún?
—Sí —Dan apoyó sus manos en una mesa, fatigada-mente. Bajó la cabeza—. Una dosis de esa materia se posesionaron del cerebro de un mono y de unas cobayas... Absorbieron su masa encefálica, devorándola, y ocupando esa horrible gelatina viscosa, tremendamente inteligente en su tercera etapa de desarrollo, el vacío dejado en el cerebro humano. Aparentemente, nada se alteraba. La materia conservaba la «memoria», las «ideas» y «pensamientos» absorbidos en el cerebro original. Pero el ser ocupado pasaba a ser un robot monstruoso, dominado por una materia que, al extenderse a diversos cuerpos..., centralizaba en su solo poder infrahumano, frío y sin sentimientos, toda la fuerza dominadora depositada en otros seres convertidos en puras marionetas insensibles, deshumanizadas por completo.
—Eso... eso sí sería una invasión alucinante, Dan —jadeó Bishop, trémulo.
—Por eso digo que no sabemos si, realmente, estamos a tiempo o no. La masa puede haber empezado ya a'funcionar mentalmente. Puede haber absorbido cerebros humanos, incluso de nosotros mismos...
—¿Cómo puede llegar a descubrirse a quien ya no tiene cerebro propio? —preguntó roncamente el Premier.
—Señor, según Walosky..., sólo por medio de un electroencefalograma, puesto que las radiografías pueden ser falseadas por esa materia, que provoca reacciones falsas a las radiaciones, e imprime falsos cerebros en las placas radiográficas...
—Dios mío, es peor de lo que imaginé... —argumentó Greene, lívido.
—Walosky dijo que si alguien empieza a obrar extrañamente, con aparente normalidad..., sospechemos inmediatamente.
—¿Qué quiere decir eso?
—Esperemos a ver, Bishop...
—En cuanto a ese profesor endiablado —masculló Harding—, ¿dónde podemos hallarlo?
—Está en la empresa química donde yo trabajo. Pero creo que llegarán tarde. Mayer, el presidente de mi empresa, es el culpable de haberse silenciado todo esto. Le golpeó con un objeto contundente cuando quiso informarnos, y escapó. Walosky creía que estaba agonizando..., y lo cierto es que terminó de hablar bruscamente, y oí un golpe seco...
En ese momento, el mismo policía informó excitadamente al primer ministro, tras atender una llamada telefónica:
—Señor, hay algo raro en el Cuartel General. El coronel Munro, jefe de la operación, ha ordenado la retirada de los destacamentos situados en las únicas alcantarillas aún no precintadas, y...
—¡Munro! —palideció Bishop, cruzando su mirada inquieta con la de Dan Nichols—. ¿Puede ser él..., uno de ellos!
—Ahora, tal vez sí —afirmó Dan. Se volvió a Har-ding—. Usted y yo podríamos ir a por Mayer. El conoce la composición de esa nueva forma de vida orgánica estropeada por nuestra maldita polución atmosférica... Si le capturamos, es posible que nos revele el modo de atacarla eficazmente. Además, debe responder por su actitud de negligencia criminal en este caso. Bishop, usted debería ocuparse de Munro..., pero bien protegido por una fuerza policial.
—Yo me hago cargo del asunto —dijo el primer ministro—. Voy a dar una orden nacional: todo el mundo deberá personarse en centros sanitarios, donde serán sometidos a electroencefalogramas de emergencia. Se advertirá a la gente de lo que sucede. Y se luchará contra todos los medios a nuestro alcance, por escasos que sean, contra esa nueva amenaza que trae consigo la materia oculta en el subsuelo...
Dan Nichols asintió, saliendo rápidamente en compañía de Harding.
Bishop, por su parte, escuchó instrucciones del Premier, que luego solicitó línea directa con Buckingham Palace y con el Alto Estado Mayor de las Fuerzas Armadas británicas.

 

* * *

 

 

 

Henry Mayer, de la Chemical Amalgamated, miró fijamente las armas que le encañonaban. Luego, clavó su tranquila mirada en Dan, a través de los gruesos vidrios de sus gafas de montura de carey.
—Me sorprende usted, Nichols —confesó con un resoplido tranquilo—. ¿De modo que un amigo, un colaborador, un leal empleado..., se vuelve ahora contra mí?
—No se haga el sorprendido, Mayer —cortó Dan, incisivo—. Walosky habló. Está ahora en estado muy grave, pero confirmará sus acusaciones contra usted. Le ha agredido, para que no revelara la verdad de lo ocurrido. No estamos luchando contra ninguna forma de vida extraterrestre, sino contra algo hecho por el hombre, que pudo serle útil en el campo de la Biología y de la Genética, pero que ustedes, al arrojarlo a las aguas del Támesis asustados por sus posibles efectos, dentro de un recipiente hermético, convirtieron en una amenaza contra la Humanidad. La erosión agrietó el recipiente de plomo, la materia viva sobrevivió el tiempo de encierro en el agua, y se deslizó luego a los colectores, donde se mantuvo en una especie de estado de incubación lenta, paciente, hasta crecer, crecer y crecer, sintiendo hambre y devorando lo que tenía vida y le atraía: los seres humanos. Así, paulatinamente, habrá ido desarrollándose en esa forma de vida, la Materia AEZ-15, o Esporas WX, sus genes inteligentes. Una forma de pensamiento, de conocimiento siniestro y despiadado, totalmente carente de humanidad. Pero terrible en sus efectos y en su fuerza.
—Parece saberlo todo sobre las Esporas WX, Nichols —sonrió forzadamente Mayer, erguido frente a él, y rodeado por las armas de los agentes especiales de Scotland Yard, capitaneados por el inspector Harding.
—Casi todo. Sólo ignoro la forma de destruirlas, Mayer.
—Yo también —jadeó su jefe—. No existe medio conocido de destruirla, una vez creada. Es lo que nos ocurrió en el principio. Y el ciclo vital continúa. Es inútil luchar, créame. Walosky cometió un error al hablar de ello. La batalla está perdida.
—Ya —Dan Nichols le miró Ajámente—. Y de modo paulatino, todos acabaremos siendo absorbidos por ese monstruoso tejido viviente..., y dominados mentalmente por él. Será un mundo de autómatas, de muñecos movidos por una mente central, ¿no es eso?
—Bueno, es lo que decía Walosky —rió Mayer, encogiéndose de hombros—. No creo que la cosa llegue a tanto.
—Yo sí lo creo. De momento, ya hay personas que obran de un modo anormal. Se va a practicar el electroencefalograma a «todos» los ciudadanos de Londres. Usted, Mayer, forma parte de ellos. De modo que pasará ahora por la prueba.
—¿Yo? ¿Por qué yo? —se irritó Mayer, irguiéndose.
—Porque queremos estar seguros, inicialmente, de los que tenemos más cerca. Luego, será acusado del homicidio de Walosky. Pero sólo cuando sepamos si sigue siendo humano o no... ¿Está dispuesto?
—Sí, desde luego —admitió dócilmente Mayer—. Pero antes, sólo un favor, Nichols.
—¿Cuál?
—Quisiera hablar con usted..., a solas. Debo confesarle algo.
—Puede hacerlo aquí, delante de la policía.
—No, no lo haré. Y lo que debo decirle, tal vez sea el único medio de vencer a ese enemigo que tanto le preocupa...
Dan vaciló. Hizo un gesto a Harding. Habló con él en voz baja un instante. Luego, se volvió a Mayer.
—Conforme —aceptó—. Vamos allá. En esta habitación inmediata. No tiene más que una salida, y la cubrirán los policías. No tiene escapatoria, si es que planea algo.
—Palabra que no intento escapar —sonrió Mayer—. Sólo me interesa ahora hablar con usted sin testigos por medio, amigo Nichols...
Dan no respondió. Empujó la puerta inmediata. Entraron en un pequeño gabinete sin ventanas. Cerró la hoja Dan. Al otro lado, se quedó Harding con los policías armados.
—Y bien —Dan se volvió calmoso a su ex jefe en la empresa de industrias químicas—. ¿Qué es lo que tiene que decirme?
—Algo realmente confidencial e importante, Nichols. —Mayer se acercó, risueño, a él. Se dispuso a hablarle junto al oído—. Escuche. Yo sé que esa forma de vida, la Espora WX, puede ser vencida de un modo que...
Rápido, Dan se echó atrás con un salto elástico. Al mismo tiempo, exhaló un grito ronco.
La puerta se abrió de un empellón. Aparecieron Harding y los demás en la entrada. Ante su mirada llena de horror, Mayer se mantuvo quieto, encogido, mirando con ojos dilatados y fulgurantes a Dan Nichols...
¡De la boca y los ojos de Mayer, chorreaba ahora una espesa baba negra, brillante y pegajosa, que palpitaba con vida evidente, y buscaba, como una lengua voraz, el contacto directo con la piel de Dan!
Harding y sus hombres no vacilaron. Sus armas rugieron violentamente. El cuerpo y el cráneo de Mayer era el objetivo de los disparos de los hombres de Scotland Yard. Saltaron su cabeza en pedazos, atravesaron su cuerpo por cien puntos diferentes.
El gordo, adiposo, Henry Mayer empezó a caer. No era sangre lo que fluía ya de sus agujeros, sino aquella baba negra, repulsiva, hedionda, que corría por la alfombra, como buscando un nuevo cuerpo al cual poseer y dominar.
Horrorizado, Nichols se apartó. Por la cara acribillada a tiros de Mayer, corría hacia abajo como una baba lustrosa, la gelatina viviente y agudamente astuta que era ahora la materia creada por Walosky en un laboratorio. Su cráneo se quedaba vacío, sin masa encefálica, sin sangre alguna. Sólo con la forma de vida negruzca y viscosa, que hasta entonces ocupara el interior de su ser.
—A eso... ¡a eso no podemos matarlo a tiros! —jadeó Harding, con los cabellos erizados, al ver cómo las balas se clavaban sobre la alfombra y la mancha negra, sin hacer otra cosa que abrir agujeros que rápidamente llenaba de nuevo aquella masa fofa y reptante.
Dan Nichols, lívido, empujó hacia atrás a los policías. Corrieron todos, cerrando tras de sí la puerta, pero bajo ésta, por la rendija, se deslizó la masa viva, en pos de ellos, ya sin el cuerpo de Mayer, reducido a una criba inservible para la fracción monstruosa de gelatina viva.
—No hay medio de combatirlo —masculló Nichols, mientras corrían escaleras abajo, en busca de la calle. Luego, miraron hacia atrás. Ya no vieron nada.
Dan se paró en seco. Desatendiendo los consejos de Harding, regresó unos pasos. Vio sobre la acera la forma quieta de la gelatina. Parecía incapaz ya de moverse. Como muerta.
Recordó algo, las pequeñas, diminutas esporas del laboratorio... Por sí solas, sin tener ya algo vivo a que aferrarse, morían paulatinamente. El cuerpo crecía y crecía, pero cada división del mismo, sólo sobrevivía cuando tenía otra forma de vida en la cual residir. Sin ella, llegaba la paralización total, como sucediera en el laboratorio policial con las partículas obtenidas.
Y el proceso parecía hacerse cada vez más rápido, pese al mayor volumen del fragmento separado del núcleo central.
—Dividirlo... Dividirlo puede ser la victoria final... —jadeó Dan entre dientes—. Pero ¿cuánto tiempo aún para eso, Dios mío? ¿Cuántas personas poseídas por esa monstruosa masa, cuántos seres sacrificados, cuántas ciudades o países destruidos, para que la masa central o núcleo vital vaya despojándose de sus fragmentos?
Cabizbajo, regresó con los policías a Scotland Yard.
Era, en cierto modo, una victoria. Pero quizá llegaba demasiado tarde.
Quizá era solamente una esperanza para la especie humana. Y la lucha, realmente, no había hecho sino comenzar...

 

* * *

 

 

 

—¿Comenzar? Cielos, no es posible...
—Desgraciadamente, sí —afirmó Dan, mirando a los padres de Hazel. Oprimió contra sí a la muchacha. Afuera, el amanecer londinense, nuboso y triste, no levantaba los ánimos precisamente—. Ahora sabemos que hay un medio de batalla. Se va a intentar todo, pero no se puede ser demasiado optimista. Hará falta que se disperse en millones de fragmentos, para que esto termine bien alguna vez.
—Dios mío... —la madre de Hazel inclinó la cabeza—. ¿Qué vamos a hacer?
—Luchar, señora —habló Dan, sereno—. Aquí, en Londres, o en cualquier lugar adonde tengamos que ser evacuados, a medida que se fracciona la capital y se combaten los tentáculos o extensiones del núcleo central. En resumen, viene a ser como un gigantesco cáncer bajo la piel de asfalto. Y si el cáncer aún no ha sido vencido, se está intentando cuando menos. Eso es lo que vamos a hacer ahora. Luchar sin descanso. Hasta la victoria final o la derrota decisiva. Otros países van a ayudarnos. Es la batalla de todos por todos. Nuestra unión universal, contra la desunión de esa masa terrible. Una guerra larga, sangrienta, cruenta sin duda alguna. Si alguna vez vencemos, en el camino se habrán quedado muchos de nosotros. Pero habrá valido la pena, si asi ganamos el bienestar futuro para los que queden con vida. Sólo falta que aprendamos la tremenda lección. O que la aprendan nuestros sucesores, las generaciones siguientes.
—Sí, Dan —afirmó roncamente Adam Courtney—. Esperemos que se termine esa contaminación suicida, esa locura colectiva de la industrialización, de los residuos, de los venenos, de este suicidio que nosotros mismos nos hemos causado, buscando formas de vida de laboratorio, imaginando que somos como Dios mismo... con un tubo de ensayo en la mano. Y luego, que el aire sea limpio y respirable, que se piense más en la Naturaleza, en las plantas, en el césped, en los campos, en la salubridad de todos, antes que en la especulación del suelo, la carrera demencial de la industrialización, el consumo desorbitado, los productos químicos letales para la propia Tierra que nos fue entregada limpia de impurezas y suciedad... Y que nosotros mismos, algún día, limpiemos nuestro espíritu y sepamos andar mejor el camino...
—Ahora ya es tarde para lamentarse, señor Courtney —dijo despacio Dan Nichols, caminando con Hazel hacia la salida de la casa. Les miró afectuosamente. Ella también—. Nos vamos. Ahora, ella es la señora Nichols. Y vamos a emprender juntos un nuevo camino que no será precisamente de rosas. Una boda sin luna de miel. Una vida dura, de lucha y de desesperanza, contra algo que no sabemos vencer, pero que tenemos fe en ir venciendo paulatinamente, caigan los que caigan. Ese es nuestro futuro. El futuro de todos nosotros. Sólo les deseo suerte... Y recuerden: cuidado con quienes se acerquen demasiado a ustedes. Cuidado con los desagües. Cuidado, sobre todo, con las cloacas. En ellas está el castigo para nosotros, los humanos. Nos hundimos en la suciedad... y de la suciedad nos llegó el azote justiciero. No, señor Courtney. No podemos quejarnos. Ya no. No serviría de nada. Y, después de todo, tampoco tendríamos razón...
Abandonaron la casa. Los Courtney se abrazaron, dominando su emoción.
Afuera, en Londres, acá y allá, en todos los distritos tomados militarmente, se escuchaban a veces ráfagas de disparos. Eran ejecuciones sumarísimas de personas que no aceptaban el electroencefalograma... o que daban un resultado negativo en su examen cerebral.
Eran víctimas de la guerra que acababa de empezar.
Y que nadie sabía cuándo ni cómo iba a terminar, alguna vez en el futuro...
FIN

 

 

 

{1} Bobby: apodo familiar dado a los policías de Londres.

 

{2} En Inglaterra, el "Certificado X" es para películas rigurosamente prohibidas a menores. Habitualmente se aplica esa calificación a filmes de terror o a temas demasiado escabrosos sexualmente, aunque con preferencia al cine de violencia y de sangre.

 

 

 

{3} Alude aquí el autor a la famosa emisión radiofónica de Orson Welles, en Estados Unidos —luego repetida en Europa con mucho menos éxito—, de la novela de H. G. Wells, La Guerra de los Mundos, cuando la televisión no era aún sino un experimento minoritario. Es conocido el pánico que la adaptación de Welles provocó en Norteamérica, a causa de su tratamiento realista de la situación novelesca.