Capítulo Primero HEDOR
PRIMERO fue el hedor.
Un hedor muy especial. Nauseabundo,
repugnante. Pero salo un mal olor, un fétido, pésimo olor.
Sólo eso. Nadie podía imaginarse que pudiera
ser algo más. No había ningún motivo para ello.
Y, sin embargo, ahí empezó todo. Con un
simple olor repulsivo. Un olor que mareaba y producía náuseas. Un
olor que molestaría profundamente a cualquiera.
Sidney Potts no fue una excepción. No podía
serlo. Tenía buen olfato, aunque no lo pareciera cuando la gente
podía notar de cerca el olor de sus pies sudorosos, de su ropa
sucia y de su rostro desaliñado. Pero aun con todo eso, el pobre
diablo llamado Sidney Potts, tenía buen olfato. Quizá para sí mismo
se había atrofiado un poco y no captaba su desagradable aroma
personal, pero salvo en esa circunstancia, sus fosas nasales
funcionaban a la perfección.
Por eso notó el hedor.
Sólo que no podía saber lo que era. Nadie lo
hubiera sabido. Y Potts, menos aún. Su nivel de inteligencia no era
demasiado elevado para sacar conclusiones de cosa alguna. Su
imaginación era prácticamente nula, salvo para hurtar un billetero,
robar en una tienda o escapar de la vecindad de un bobby{1}. En lo demás, hubiera sido incapaz de
fantasear en absoluto. Y hacía falta mucha fantasía para imaginarse
algo, partiendo de un simple olor, por repugnante que éste
fuese.
Tal vez nadie, ni el más imaginativo,
hubiera sacado conclusión alguna de aquel olor. Sencillamente,
hubiera reaccionado del modo más normal posible, el que aconsejaba
la más primitiva lógica: alejarse del foco del posible hedor.
Eso es lo que hizo prestamente Sidney Potts,
con expresión de asco. Se apartó del mercado de Spitalflelds y echó
a andar resueltamente en la noche neblinosa, fria y desapacible, a
través del deéalo de callejuelas que conducían hacia Whitechapel.
El edificio del gran almacén exportador de frutas, quedó atrás.
También el mercado.
Pero no así el hedor.
Sidney Potts meneó la cabeza con disgusto,
acelerando su paso por Bell Lañe.
«Terminarán matándonos a todos —se dijo—.
Dejan que se pudran las mercancías, y Londres terminará por ser
todo él un cochino vertedero...»
Iba rezongando entre dientes, con evidente
malhumor. Pase que tolerase sus propios malos olores como algo que
formaba parte de sí mismo. A eso ya estaba habituado su olfato.
Pero aquel maldito olor tan repulsivo...
No hubiera sabido a qué olía exactamente.
Era una mezcla de acre, putrefacto, espeso y ácido. Una mezcla
indescriptible de olores que, formando uno solo, lo hacían
hediondo, fétido hasta la angustia.
Y lo peor, pensó Potts, sorprendido,
deteniéndose de repente en una esquina, frente a la masa de neblina
que formaba la esquina de Bruñe Street, borrosa en la iluminación
callejera velada por la bruma invernal, es que aquel olor no se
alejaba. Es más, parecía ir con él. Y aumentar, incluso, de
intensidad.
Miró atrás, con desconfianza, pensando si le
seguiría un grupo de andrajosos sin lavar. Pero dada la hora de la
madrugada en que deambulaba Potts por la ciudad en busca de un
transeúnte ebrio o desorientado a quien desplumar fácilmente, no
había nadie en toda la extensión de la callejuela. Absolutamente
nadie.
Potts frunció el ceño. Trató de averiguar de
dónde venía el horrible olor. No lo logró en absoluto.
Sencillamente, siguió olfateando con
disgusto aquel ambiente nauseabundo. Maldijo entre dientes,
acusando a todas las autoridades de que la ciudad estuviera tan
descuidada y sucia, especialmente en cuanto había nieblas
abundantes. Pero eso no conducía a nada ni aliviaba sus molestias
ante el olor.
Irritado por la persistencia del fétido
aroma, Sidney Potts juró unas cuantas veces más, soltó un salivazo
al suelo, y aceleró decididamente la marcha, seguro de evadirse
alguna vez de aquel cerco apestoso.
Tomó por un camino equivocado, metiéndose en
una angosta callejuela que no tenía salida, y que conducía hasta un
muro de ladrillos. El suelo aparecía húmedo, como si hubiera
llovido, tal era la densidad de la niebla que invadía las calles
londinenses en aquella noche desapacible. Una farola del alumbrado
público, dibujaba un halo lechoso de claridad contra el muro de
ladrillos que cerraba el callejón.
A los pies de Potts, el pavimento vibró,
seguramente por el paso de algún tren subterráneo. El underground tenía estación muy cerca de allí. Y el
túnel de tránsito por debajo de aquella zona.
Potts empezaba a sentirse enfermo. Por
primera vez en su vida, algo le producía náuseas y le hacía
contraer el estómago desagradablemente.
—Esa maldita peste... —jadeó con ira,
apoyándose en el muro de ladrillos, disgustado consigo mismo por
haber tomado el camino erróneo, en su deseo de dejar atrás aquel
olor repugnante que parecía escoltarle insistentemente en la
solitaria madrugada.
Y dio media vuelta, disponiéndose a salir
del callejón y emprender carrera hacia alguna parte donde el olor
maldito no le hiriese el olfato. Aunque fuese el fondo mismo del
río, se dijo, iría gustoso a él con tal de dejar definitivamente
atrás tan asqueroso y persistente olor.
Entonces lo vio.
Sus ojos se dilataron, con sobresalto. Miró
hacia «aquello», sacudiendo la cabeza.
—Diablo, ¿qué es eso? —masculló, asombrado.
El olor empezaba a hacerse intolerable, y
crecía por momentos, hasta aturdirle y provocar un profundo mareo
en el vagabundo. Potts observó algo.
Aquella cosa, fuese lo que fuese, no se
estaba quieta. Se estaba acercando. Y acercándose a él. Miró atrás, preocupado. No tenía salida
posible. Ni con veinte años menos hubiera podido escalar aquel liso
muro de ladrillos. Era una perfecta trampa. Sólo podía salir por
donde había venido.
Pero precisamente allí..., estaba ahora
«aquello».
Lo contempló, repentinamente pálido. Se le
desorbitaron los ojos por momentos.
El movimiento era preciso, imperturbable.
Seguía acercándose a él. Y con ello, el olor, la peste repulsiva
aumentaba y aumentaba.
Empezó a sentir miedo. Claro que aún no se
daba por vencido, y se resolvió a hacer algo, lo que fuese. Lo
único que estaba en su mano. Echar a correr como un loco,
intentando eludir la presencia de «aquello», y salir del maldito
callejón de una vez por todas.
Lo intentó, cuando menos.
Se precipitó de repente hacia adelante,
aceleró su paso hasta convertirlo en carrera vertiginosa. Se pegó
al muro para alejarse lo más posible de la forma que se movía ante
él.
Por un momento, pensó que lo lograba. Casi
dejó atrás en un instante a la única naturaleza viva que compartía
con él la solitaria callejuela. Pero se quedó todo en aquel
«casi».
Súbitamente, Potts observó con horror que no
había escapatoria. «Aquello» había saltado hacia él. Saltado, ésa era la palabra. Y le envolvía de
repente...
Fue una lucha inútil y desesperada contra
«algo» que no era humano. Contra el enemigo más alucinante que
Sidney Potts o cualquier otro pudieron afrontar jamás.
El hedor envolvió al vagabundo con igual
intensidad aterradora que la «cosa» envolvía su cuerpo ahora.
Hubo un alarido largo, estremecido,
desgarrador. Luego, una especie de chasquido de huesos triturados,
de carne reventada... Un ahogado estertor se perdió entre los
ruidos guturales, como de succión de «algo» en la oscuridad de la
calleja londinense.
Unos instantes más tarde, no se escuchaba
nada en el lugar. Sólo una especie de siseo ronco, de susurro sobre
el asfalto mojado, entre la niebla.
Finalmente, el silencio fue total. Y también
la soledad.
De Sidney Potts, no quedaba el menor rastro.
Parecía como si nunca hubiera estado en aquel callejón.
Sólo unas gotas de color oscuro en el
asfalto negro, charolado por la humedad. Gotas de sangre que se
diluían en el agua del húmedo suelo.
De «aquello» que atacara a Potts, tampoco
había el menor rastro. La calle aparecía completamente silenciosa.
Completamente vacía.
Y el hedor, poco a poco, iba disolviéndose
en la neblina, hasta desaparecer por completo.
Era como si nada hubiera sucedido. Nadie
supo jamás del pequeño incidente en una callejuela de
Spi-talfields. Pero en él desapareció un hombre sin dejar rastro.
Un hombre sin familia, un vagabundo a quien nadie reclamaría
nunca.
Y eso era solamente el principio. Pero nadie
se enteró de ello.
* *
*
Ronald Hayes y Cynthia Dekker separaron sus
labios bruscamente, terminando su beso apasionado. El miró su reloj
de pulsera.
—Cielos —dijo—. Es demasiado tarde, Cynthia.
Nos hemos olvidado del tiempo y de todo.
—Ronald, a tu lado no pienso en otra cosa
que no sea en ti, en nosotros dos —musitó ella, apoyando su rubia
cabecita en el hombro del joven.
—Lo sé —sonrió él, acariciando los dorados
cabellos con dedos enérgicos y afectuosos—. Pero recuerda que tu
tío Harry me ha invitado a cenar esta noche. Ya está oscureciendo,
y aún debo cambiarme de ropa en casa, para ir vestido a cenar. Y
eso, después de dejarte á ti cerca de tu casa.
—Oh, puedo volver sola, y tú aprovechas para
ir a tu casa a vestirte, Ronald.
—Ni pensarlo —rechazó Hayes, sacudiendo la
cabeza—. Cuando menos, te dejaré en Kensington, frente a tu casa, y
volveré a King's Road, a mi propio domicilio, para ponerme
presentable. Un buen inglés debe vestirse siempre para cenar. Y más
aún si quien ocupa el puesto de anfitrión es tu tio Harry. Ya sabes
cómo piensa él: la tradición del viejo Imperio es su gran
debilidad.
—Cierto —rió ella, de buen grado—. Creo que
tienes razón. Vamos ya, Ronald. La tarde ha pasado tan de
prisa...
—Dentro de poco, no tendremos que separarnos
un sábado por la tarde, sino que significará nuestro propio
week-end —sonrió el joven—. Ya falta
poco para que seas la señora Hayes, Cynthia querida.
—La señora Hayes... —musitó ella, caminando
junto a él, con la cabeza en su hombro—. Es algo que suena
maravillosamente bien, querido...
Echaron a andar hacia donde dejaran el
automóvil, cerca de Fulham Road. Aquel sábado, el cercano estadio
aparecía cerrado. El Chelsea no jugaba partido, y la calma y la
quietud reinaban en la zona ribereña, entre las industrias y los
muelles del Támesis. No lejos de allí, los colectores vertían sus
desperdicios a las aguas del río. Un niño jugaba con una pelota de
goma en una zona de hierba pelada, junto a las esclusas de una gran
fábrica en sabatino reposo. No les hacía demasiado caso. Ni ellos a
él. Habían llegado a pensar que todo Chelsea estaba solo, y ellos
eran sus únicos habitantes aquella fresca tarde nubosa.
Dejaron atrás la zona de césped inmediata al
río. El puente de Battersea, a sus espaldas, se dibujaba entre el
humo de unos remolcadores que iban río arriba, desde el cercano
estuario.
Por el sendero que discurría entre las
esclusas de las industrias y las salidas de los vertederos urbanos,
la joven y feliz pareja se encaminó hacia Cheyne Walk, donde Ronald
dejara su automóvil, un pequeño «Morris» rojo oscuro.
La pelota de goma del niño botó cerca de
ellos. El pequeño se quedó mirándoles a distancia. Ronald sonrió, y
descargó un puntapié a la pelota, devolviéndola con precisión, muy
cerca del pequeño, que la persiguió complacido. Cynthia
sonrió.
—Buen chut, Ronald —aprobó.
—Pensé en ser futbolista alguna vez —suspiró
él—. Como todos los niños...
Siguieron avanzando. El aire olía mal,
habitualmente, en la vecindad del colector inmediato a la fábrica.
Pero a Ronald le pareció que este día olía aún peor. Cynthia se
tapó la nariz instintivamente.
—Es la falta de lluvia —comentó Ronald,
trivial-mente—. Dicen que posiblemente cambie el tiempo en esta
semana próxima. Ya son muchos los días de niebla, pero sin una sola
gota de agua. Eso siempre provoca malos olores.
—Este es el peor que recuerdo —señaló ella,
con gesto de repugnancia.
Ronald hubo de convenir que ella tenía
razón. Nunca había olido tan mal aquello. Y lo peor es que el hedor
aumentaba por momentos. Miró con disgusto en derredor, mientras
caía la penumbra del anochecer sobre la zona desolada. El aire
húmedo y frío del río no invitaba a pasear sino a enamorados como
ellos. O a que un niño jugase a pelota distraídamente.
—Deben ser los colectores —indicó Ronald,
empezando a sentir náuseas. El olor era agrio, fétido, repulsivo.
La tomó con fuerza, separándose poco a poco de la trayectoria que
seguían los grandes tubos de desagüe al río—. Vamos por allá. Será
mejor...
Se desviaron, pisando los barrotes de hierro
que formaban una tupida reja en el suelo, sobre los colectores. Por
allí descendían los empleados cuando en el subsuelo había algún
problema provocado por las basuras.
Les bastaría salvar un par de rejillas más,
y estarían en el paseo ribereño, ya lejos de los malos olores.
Allá, a alguna distancia, ajeno a todo eso, el niño seguía su
solitario juego de pelota contra un desconchado muro donde se
despegaba un viejo afiche de propaganda electoral laborista.
—Oh, Ronald, no puedo... ¡No puedo
soportarlo! —gimió Cynthia, muy pálida.
Hayes masculló algo entre dientes. El olor
era ya intolerable. Parecía penetrar a oleadas por las fosas
nasales, en repugnante alud, llegando hasta el cerebro y
embotándolo. El no era aprensivo, y sentía ganas ya de
vomitar.
—Escribiré una carta al Times mañana mismo —se quejó con indignación
Ronald Hayes, tomando de su bolsillo superior de la chaqueta el
pañuelo perfumado con colonia varonil, que tendió a Cynthia para
que lo aplicase sobre su nariz—. Esto es un peligro para la
salubridad pública...
Incluso hablar resultaba desagradable,
porque la peste penetraba incluso por la boca, invadiendo su
paladar, su garganta, y dando un sabor acre y nauseabundo a su
propia saliva. Sorprendido, Ronald miró en torno, mientras salvaban
otra de las alcantarillas enrejadas del gran colector.
—No puedo comprenderlo —masculló—. Nunca ha
olido tan mal. Tal vez algo corrompido... Será mejor telefonear a
la policía para que limpie esta zona antes de que se provoque una
enfermedad.
Y clavó sus ojos en la cabina telefónica,
visible en el paseo del río. La utilizaría en cuanto llegaran allí,
para presentar su reclamación formal ante las autoridades,
exigiendo la limpieza de aquella zona.
El mal olor creció más y más, como algo en
plena descomposición que estuviera adherido a sus ropas. Ni el
pañuelo perfumado de Ronald logró combatir el hedor que producía
náuseas a la joven. Cynthia sabía que iba a enfermar, si aquello
duraba simplemente unos segundos más. Ronald corría ya, a largas
zancadas, procurando sacar a la muchacha del sector hediondo. Pero
el olor parecía brotar de todas partes y rodearles como una
pesadilla invisible.
—Vamos, ya estamos llegando al paseo —señaló
Ha-yes la proximidad de la calzada, por donde cruzaban los
automóviles. La noche ya caía sobre el río. Las luces eléctricas
comenzaban a brillar a lo largo de toda la ribera del
Támesis.
Dé repente, la mano de Cynthia se crispó
sobre el brazo de Ronald. Su boca se abrió para exhalar unas pocas
palabras asustadas, trémulas.
—¿Qué... qué es... qué es... eso?
—jadeó.
Ronald Hayes buscó el motivo de su alarma.
Se le erizaron los cabellos al descubrirlo.
—¡Cielos! —aulló—. ¿Qué diablos puede ser...
una cosa así"í
El hedor era intolerable ya. Les aturdía,
les embriagaba desagradable, repulsivamente. Pero con todo ello, ya
no significaba nada para lo que estaban viendo sus ojos.
—Se... ¡se mueve! —susurró Cynthia, lívida—.
¡Se mueve hacia nosotros, Ronald!
—Tonterías —rechazó él—. No puede ser,
querida... Tal vez sólo sea...
No llegó a decir lo que «aquello» pudiera
ser. Porque, ciertamente, Cynthia tenía razón. Se movía. Iba hacia
ellos. Les cerraba el paso. De allí brotaba aquella peste
irracional y pegajosa...
—¡Vamonos de aquí de una vez por todas! —se
enfureció Ronald.
Y tomó en sus brazos a Cynthia,
disponiéndose a cruzar a la carrera, eludiendo «aquello» que se
interponía en su camino.
Fue espantoso.
La «cosa» saltó materialmente sobre ellos.
Les envolvió.
Cynthia chilló. Chilló como nunca lo había
hecho. Fue un alarido largo, estremecido, desgarrador, que se
mezcló con un ruido como de sorda succión. Un frío viscoso y
nauseabundo envolvió a Ronald y a ella. El intentó luchar. Se
debatió contra la «cosa» agresora...
Fue sólo un momento. Ambos pugnaron en vano.
En la oscuridad del anochecer, hubo un sonido horripilante, como de
cuerpos triturados, de huesos pulverizados, prensados por una
fuerza titánica...
El niño había girado la cabeza al oír el
grito. Su pelota, rebotada tras un puntapié del pequeño, fue dando
saltos, entre piedras y hierbajos, hasta caer cerca, muy cerca de
donde un momento antes se hallaban los dos novios. Los dos..., y
«algo» más.
Sólo que ahora, bruscamente, no había ya
nada allí. Nada ni nadie.
La pareja de jóvenes había desaparecido
totalmente, como engullida por la oscuridad. No había nada a la
vista. Sólo un reguero oscuro, como de sangre, junto a la rejilla
de una de las alcantarillas del colector.
Los ojos desorbitados e incrédulos del niño,
habían sido los únicos testigos de algo inexplicable y
aterrador.
Luego, el niño exhaló un grito ronco de
pánico, y echó a correr, desesperadamente, alejándose del lugar
donde poco antes una pareja se disponía a regresar al centro de
Londres, y hacía planes para su futuro.
Una pareja de la que, sólo en unos segundos,
no quedó nada. Absolutamente nada.