Capítulo Primero LEY MARCIAL
OLIVER Ney no tenía servicio
aquella noche.
Sin embargo, a última hora ocurrió algo que
cambió sus planes de llevar al cine a su joven amiguita de Lang-ton
Street, la rolliza doncella de los Harrison, tan bien desarrollada
físicamente, que todo policeman soltero
ardía en deseos de cortejarla y llevarla a alguna parte en su día
libre.
Pero solamente Oliver Ney parecía haberse
ganado las simpatías o el afecto de la exuberante doncella, hasta
el punto de aceptar ir con él al cine aquella noche de lunes. Sólo
que hubo el imprevisto por medio, y la suerte del agente Ney fue
radicalmente distinta, por culpa de esa jugarreta del azar.
En vez de tomar entre sus manos la rolliza
de la muchacha, y en vez de sentir cerca de si la cálida presencia
de aquel cuerpo turgente, rico en curvas y dócil sin duda a sus
caricias de enamorado, Oliver Ney tuvo que apechugar con un
servicio de patrulla nocturna que no esperaba, a causa de la
enfermedad de un compañero que, recientemente, había ocupado
también su puesto en un servicio molesto.
Moralmente, Oliver Ney no podía negarse a
cubrir la plaza del compañero, aunque hubiera podido hacerlo,
delegando en otro tan dudoso honor. Pero Ney era un poli-ceman honesto y leal, además de un buen
camarada, y resolvió cumplir su deber sin objeciones. Después de
todo, el mundo no se terminaría aquel lunes precisamente, se dijo.
Y la doncellita gordezuela y complaciente de los Harrison iría con
él al cine cualquier otro día.
Ese fue el consuelo que le acompañó durante
su ronda por el habitual distrinto de Chelsea que cubría su
compañero. Y de ese modo, el destino le jugó una mala pasada al
infortunado policeman Oliver Ney.
Porque fue él quien, sorprendido, escuchó
voces de alguien, cerca del río, allá por entre las fábricas y
colectores de Battersea, y dando vueltas a su inseparable porra, se
aproximó a investigar las causas de tales voces.
Lo primero que descubrió, fue el
coche-patrulla, con su luz dando vueltas, llamarada de color rojo
lívido en la niebla nocturna. También creyó oír que el
radioteléfono emitía llamadas. Llamadas que nadie, respondía.
Aceleró el paso. Sus zapatones sonaron
firmes en el asfalto, al aproximarse al coche, y mirar a su vacío
interior. Desconectó la llamada, e informó, escueto:
—Aquí agente Ney, de servicio callejero en
la zona. Coche-patrulla abandonado. Voy a investigar.
Cerró, sin esperar respuesta del otro
extremo del radioteléfono. Jamás escuchó la voz apremiante que le
ordenó, ya con la conexión interrumpida:
—¡No, espere! ¡No haga nada! Enviaremos otro
coche inmediatamente...
Oliver Ney, ajeno a todo eso, se aventuró en
la niebla. Precavido, trató de escuchar algún sonido. La voz ya no
se percibía ahora. Todo estaba en silencio. Y no se veía nada, ni
siquiera a poca distancia.
Decidido, soltó la lámpara eléctrica de su
cintura. La encendió, proyectando su luz a través de la bruma, con
un chorro ancho e intenso, que súbitamente descubrió una figura
humana, erguida a poca distancia de él.
Una figura humana y... y otra cosa.
—¡Eh, usted! —voceó—. ¿Qué es eso"! ¿Qué hace ahí?
Y, sin esperar respuesta, aunque tampoco la
recibió, se precipitó resueltamente, porra en mano, hacia la forma
que se erguía ante el hombre siluetado por su potente
lámpara.
Oliver Ney, decididamente, no tenía su noche
de suerte. Eso era lo último que debió hacer en aquel momento,
aunque él lo ignoraba. Porque su intervención lo cambió todo de
modo radical... y con la peor parte para sí.
Dan Nichols, como fascinado por una fuerza
sobrehumana que le retenía indefenso ante la «cosa» surgida de la
niebla, vio, igual que en un mal sueño, la figura azul oscura del
policía precipitándose entre él y «aquello».
Quiso avisarle, gritar algo, darle a
entender que eso era igual que morir de la forma más horrible que
era dado imaginar. Pero su boca, reseca, su garganta como
paralizada, se negaron a otra cosa que emitir un sonido ronco
gutural, que nada significó.
El policía chocó extrañamente con la «cosa».
Hubo una especie de jaleo áspero, el hedor se hizo insoportable,
pegajoso y repugnante... y Olíver Ney se hundió en algo que le
envolvía, como una masa de pavorosa naturaleza.
—¡No, no! —logró al fin jadear Nichols, con
voz quebrada.
Recuperó su control, su facultad de
movimiento, y empezó a disparar contra el enemigo fantástico que
ahora se ocupaba del policía, olvidándose de él por completo. Los
estampidos de arma de fuego retumbaron en la niebla. Los fogonazos
empujaron los proyectiles contra el ser de pesadilla.
Pero eso no alteró nada. La marcha inmutable
del horror viviente no cesó un momento. Se captó un ruido
espeluznante, de huesos y carne triturados, un alarido de agonía
increíble... y luego el silencio, entre rumor de repulsivas
succiones.
Dan Nichols retrocedió, sin cesar de
disparar. Luego, sintiendo sus cabellos erizados, echó a correr, se
precipitó a través de la niebla con la rapidez de la centella,
evitando tomar aliento, respirar siquiera aquel olor de
náusea.
Y cuando sus pies golpearon el asfalto,
lejos ya del descampado, e incluso más allá del coche-patrullaaban
donado, se paró en seco, llamándose cobarde a sí mismo, y dudando
entre regresar o quedarse allí, como petrificado, evocando el
espantoso final del infortunado policía.
—Dios mío... —sollozó casi, ocultando su
rostro entre las manos crispadas—. Ahora ya sé..., ahora ya sé cómo
es esa horrible «cosa» que devora a los humanos...
Y de sus manos había caído su pistola vacía,
humeante. Porque además de saber ya cómo era «aquello»... sabía
también algo más: que las armas de fuego no hacían ningún efecto en
lo que devoró al policía, como antes devorara a los dos novios, a
Jackie, seguramente a los cuatro policías del coche-patrulla... y
sólo Dios sabía a cuántos londinenses más.
Ahora sabía cómo era aquello... y de dónde
salía.
* *
*
Bishop, Harding y el director de
Laboratorios de Scot-land Yard, Greene, contemplaron una vez más
los objetos : pistolas trituradas, arrugadas como si hubieran sido
retorcidas por un titán... Unas esposas hechas chatarra informe...
El casco de un policía, trozos de metal de una lámpara
eléctrica...
Y poca cosa más. Siempre igual: deformes
trozos de objetos metálicos, a veces irreconocibles incluso.
—Cielos... —Greene, lívido, se tocó el
mentón con mano temblorosa. Miró a Dan Nichols que, como un
espectro, contemplaba, en pie, el curso del Támesis, allá en la
neblina matinal, a través de la ventana de aquel despacho de New
Scotland Yard—. Ese pobre patrullero nocturno salvó su vida,
Nichols...
—Lo sé. Ahora lo sé —convino Dan
sombríamente, moviendo afirmativamente la cabeza—. Intenté cuanto
pude por salvarle. Las balas no sirvieron de nada.
—¿Dio en el blanco? —se interesó
Arding.
—Todas las veces, inspector. He sido campeón
de tiro.
Vi hundirse las balas en..., en «aquello».
Era como si nada. No se estremecía siquiera. Luego, cobardemente,
escapé...
—No, Dan —rechazó Bishop—. Eso no es
cobardía. Era tu propio instinto. Además, no hubieras hecho nada.
Sólo servir de pasto a... a «eso» que medra allí.
Dan no dijo nada. Se encogió de hombros. Sus
ojos alucinados se ñjaron en su amigo.
—Y ahora, ¿qué va a suceder? —preguntó
roncamente.
—Sólo hay un medio posible de lucha. Está
decidido ya. Se ha acordonado la zona. No se permite pasar a nadie.
El río está bloqueado, y las fábricas' evacuadas. Se va a
exterminar todo cuanto haya allí que posea vida. Hemos pedido la
ayuda del ejército. El ministro del Interior tiene ya un informe
urgente del caso.
—Cundirá el pánico...
—No. Se ha creado un fácil pretexto para la
opinión pública —habló Harding cansadamente—. Algo sobre bombas de
gas venenoso situadas allí por terroristas irlandeses y extremistas
no identificados. Brigadas del ejército y patrullas de policía van
a actuar unidas.
—¿Cuál es el plan de combate? —se interesó
Dan, con cierto escepticismo—. Si las balas no afectan a... a
«eso»...
—El ejército lo sabe. Se van a utilizar otra
clase de armas. Bacteriológicas, químicas y de toda naturaleza.
Pero todo lo que viva en esos colectores será exterminado. Ahora,
cuando menos, sabemos ya por dónde sale para atacar: las
cloacas...
—Pero..., ¿sabemos lo que es, exactamente?
—se interesó Harding, sombrío.
Greene habló en ese punto, con voz
sorda:
—Mucho me temo, caballeros, que en ese
colector se ha incubado, de alguna forma inexplicable, un
microorganismo llegado de otros mundos, quizá algo que cayó del
cielo..., y que se ha convertido ahora en esa especie de monstruo
aterrador que devora seres humanos.
—Llovido del cielo... —repitió Bishop, con
amargo sarcasmo—. Y eso tiene un sentido diametralmente opuesto al
que hasta ahora se dio a la frase. Diremos mejor que llegó caído
del espacio exterior..., y creó o desarrolló una nueva forma de
vida en ese colector. Ahora, esa forma de vida tiene hambre, Dan. Y sale a comer lo que le gusta:
¡carne humana!
Dan tembló, evocando la escena espantosa que
viviera la noche anterior, en la niebla mortal del descampado de
Battersea.
—Sigo preguntándome que, si es como
imaginamos..., ¿cómo va a ser destruido?
—Si quiere asistir a ello, no tengo fuerza
moral para impedírselo, Nichols —habló Greene con ironía algo
acida—. Después de todo, usted ha sido el primero en ver algo
infrahumano en todo esto. Y ha vivido una experiencia alucinante.
Es, quizá, el primer ser humano que ve esa «cosa» y sobrevive para
poderla describir a los demás. Un helicóptero especial de
observación nos espera. ¿Quiere venir en él, para asistir al fin de
su monstruo sin forma, oculto en los colectores de Chelsea?
—Sí, me gustaría —asintió Dan roncamente—. Y
ojalá sea, como usted dice..., el fin de ese monstruo, «cosa» o lo
que sea...
—¿Acaso lo duda? —pestañeó Greene.
—Sí —afirmó Dan con tono sombrío—. Lo dudo.
Y mucho...
* * *
Era una perfecta operación militar.
Vista desde las alturas, con el helicóptero
sobrevolando el Támesis en su zona sur, ofrecía todo el aspecto de
un despliegue espectacular de tropas especializadas y de policías
especialmente dotados para quella lucha increíble contra «algo» que
no parecía ser de este mundo.
El río, en una amplia área, estaba ocupado
por canoas de la policía, dotadas de artillería ligera.
Guardacostas y lanchas de la Armada colaboraron en la operación. El
pretexto de las supuestas bombas de gas depositadas por
extremistas, parecía válido, y había tenido la virtud de alejar a
toda clase de curiosos en un amplio círculo.
Equipos de hombres-rana, buzos y expertos,
preparaban armas de todo tipo para el ataque a la criatura voraz
del colector. Por Chelsea, grupos de policías y soldados con
vehículos blindados, se movían para bloquear las salidas de las
alcantarillas.
Era una auténtica, efectiva Ley Marcial,
ordenada por el Ministerio del Interior, para acabar con una
amenaza indefinida, pero cierta, existente en aquel sector.
Desgraciadamente, ahora todos comprendían que el pobre Jackie dijo
la verdad. Una verdad reconocida demasiado tarde.
Fred R. Greene estudiaba con potentes
prismáticos la operación, lo mismo que Nichols. Este se volvió
hacia su acompañante con expresión preocupada.
—¿Saben si esa forma de vida es sensible a
alguna determinada clase de arma bélica? —se interesó.
—No, no sabemos nada —suspiró Greene—. Todo
es pura deducción. Algunas de las esporas localizadas por el
microscopio electrónico han muerto o, cuando menos, han quedado
inmovilizadas bajo una acción de isótopos radiactivos. Es lo único
que nos sirve de guía.
—¿Radiactividad? —dudó Dan—. ¿Van a correr
ese nesgo en el propio Londres?
—Hay que hacer algo, y pronto. Usted, Dan,
describió a esa «cosa» muy claramente. De su descripción, se
deducen dos cosas fundamentales.
—¿Que son...?
—Primera: las balas no le causan daño. Tiene
una fuerza titánica, capaz de quebrar y disolver un cuerpo humano y
sus ropas..., pero no los metales por completo. De ahí la
utilización de vehículos blindados y equipos especiales de los
hombres.
—¿Y segundo?
—Que la criatura, materia, «cosa» o lo que
ello sea..., «no tiene forma». ¿Cierto?
—Cierto —jadeó Nichols, cerrando los ojos
con un estremecimiento—. Cada vez que lo recuerdo... Un fluido,
Greene, siemplemente eso: ¡un fluido en
movimiento, una especie de... de pasta viviente, de gelatina
deslizante, que despide un hedor horrible, que palpita y succiona,
que susurra al resbalar por el suelo, adoptando la forma que
quiere, como un charco de aceite o de mercurio...! Eso es la
«cosa», ¿entiende? Nada viviente, nada con ojos, con rostro, con
brazos, con garras, con cuerpo. Nada de
nada. Sólo «algo» que fluye de las cloacas, una materia pastosa,
fofa, informe..., que domina de algún modo los reflejos, las
acciones defensivas...
—Tal vez..., tal vez una espora colosal, un
gigantesco cuerpo unicelular, Nichols...
—Tal vez. ¿Cómo se puede destruir eso,
Greene?
—Ahora lo verá —sonrió el director de los
laboratorios policiales, con optimismo—. Vea. Faltan sólo unos
momentos para la Hora Cero. Esté atento.
Dan estuvo atento. Presenció los
preparativos finales. El cerco era completo. De la criatura o la
materia viva que describiera Jackie tan fielmente como él mismo la
había visto ante sus ojos, ni el menor indicio de existencia. Pero
él sabía, intuía, que ahora estaba allí, agazapada, oculta en el
interior de la gran cloaca. No, no tenía ojos, ni boca, ni oídos...
Pero presentía que estaba escuchando, vigilando, conocedor de que
le cercaban sus enemigos...
¿Qué haría la «cosa» llegada del espacio,
para defenderse del ataque masivo de los humanos?
Esa era la gran incógnita que Dan Nichols
esperaba descifrar allí mismo, desde el cielo de Londres en los
minutos siguientes.
El helicóptero dio una pasada circular sobre
el área militarizada. Era un vehículo de la RAF, con especial
distintivo que le permitía recorrer el cielo de la zona acotada. En
la actual situación, auténtico estado de guerra para la ciudad de
Londres, pese a todos los subterfugios oñciales utilizados, toda
prevención era poca.
Tras sobrevolar una zona de Chelsea, entre
Saint Stephen's Hospital y la Kscuela Politécnica, volvió
velozmente hacia el río, sobre el puente de Battersea. Dan Nichols
hizo una rara observación repentinamente, con el ceño fruncido y la
mirada perdida:
—Las cloacas... ¿Ha observado, Greene?
Su compañero de viaje aéreo, con sobresalto,
miró abajo con sus binoculares, mientras el piloto del helicóptero
hacía volar éste sobre el descampado que era el punto clave de la
operación.
—No veo nada —manifestó—. Creí que la «cosa»
estaba emergiendo ya...
—No me refería a eso, Greene —negó con la
cabeza Dan—. Hablaba de... de las cloacas. De todas las cloacas.
—¿Cómo? —pestañeó el director del
laboratorio, sin entender.
—Hemos sobrevolado un pequeño sector de
Chelsea. He podido ver desde el aire las tapas de casi veinte
cloacas. Eso me hizo recordar que los colectores no son sino el
conducto que parte de toda la vasta red de alcantarillado de
Londres.
—Bien, ¿y qué? —se impacientó Greene, más
preocupado ya por los preparativos de abajo que por las palabras
incongruentes de su compañero.
—Me estaba preguntando..., si serán
solamente esas cloacas del descampado las peligrosas. O si, tal
vez, el enemigo puede emerger por otras,
cuando menos lo esperemos...
—¡Cielos, qué locura! —protestó Greene,
escandalizado—. Mire abajo, o se perderá lo mejor, Nichols. La
batalla va a empezar.
Miró Dan, todavía ceñudo, preocupado, hacia
sus pies.
Y en ese momento, la batalla comenzó.