Una vindicación del exilio

En una película apenas recordada llamaba Forbidden (Lo Prohibido) el héroe (un decir) Adolph Menjou es un político americano elegante (versión de Hollywood) que viaja a bordo de un vapor rumbo a La Habana. Allí conoce a una bibliotecaria solterona (la gran Barbara Stanwyck) que coge las primeras vacaciones de su vida. El encuentro ocurrió porque el político, borracho, creía que entraba en la habitación 99 cuando se había colado en el camarote 66 —que es un 99 derribado por el tedium vitae de a bordo. Pero es donde duerme ella. Los dos pasajeros (el nombre nunca fue más apto) conversan, se enamoran y ella hace planes para quedarse en La Habana y vivir de lo que más abunda. “Seremos”, le propone a él, “gusanos”.

El resto de la historia de amor está dedicado a la democracia más crasa: el político regresa a Estados Unidos, hace carrera y termina de gobernador del Estado. En cuanto a ella, sólo la muerte los separa. Pero los dos, cuando se reúnen, sueñan con La Habana y con el temblor que se agita en las palmeras.

Esta extraña presciencia es de 1932.

El exilio invisible

“¡Es horrible! Pero ¿a qué arte diabólica debe someterse a un hombre para que lo vuelvan invisible?” “No es un arte diabólica. Es un proceso...,”

H. G. WELLS en El hombre invisible

A veces me creo invisible. Sucede cuando me quito mi americana de tweed, mi pull-over de lana, mis pantalones de pana y mis zapatos de vaqueta virada, luego toda la ropa interior y ahora me miro al espejo —¡y no veo nada! ¿Seré como el extraño que llegó a una inn, lejana posada inglesa, un día de invierno, invisible de veras? Al menos mucha gente me lo hace creer, como si yo fuera una versión villana del rey que iba en cueros y nadie se atrevía a confesar lo que veía. Soy el revés del rey, por supuesto. Voy vestido pero el efecto es como si fuera disfrazado aunque me quede desnudo: si me quito toda mi ropa inglesa nadie verá nada. Seré {lo sabe hasta el proverbial niño de cinco años) un exilado cubano. Existo pero no en exilio. El hábito me hace inglés pero mi desnudez me aniquila. Sólo soy yo gracias a mi vestimenta.

Hasta la palabra que podría designar mi status es diferente para mí ahora. En Cuba antes, por ejemplo, los republicanos refugiados de la guerra civil, llámense Casona o El Campesino, eran exilados. Ahora todos los desterrados que hablan español por el mundo en diásporas son exilados —menos los cubanos. Debemos recordar a esos judíos, casi intocables. Lo mismo pasa con los exilados cubanos, judíos de Castro. No somos marranos pero somos gusanos —apelativo castrista. Goebbels robó a Kafka un mote parecido para los judíos: Ungeziefer, alimañas. Es fácil eliminar a un hombre cuando no es ya un hombre sino una alimaña, un gusano, pero siempre hay sangre, cadáveres: un embarro. Es más limpio hacerlo invisible.

Mi invisibílidad recuerda a ese escamoteo verbal que practicaba la Real Academia de la Lengua para eliminar lo indeseable. Así el Diccionario Manual (ilustrado) olvida la palabra exilio y en la página 711, columna A, salta de exiguo a eximio, con arte de birlibirloque, pero en medio (¿para pedir perdón o cubrir la vacante?) pone eximente. ¡Presto! El exilio desapareció y los exilados o exilados se esfumaron hacia el limbo lingüístico. ¿Husionismo o mera ilusión? Para Franco (mi edición es la de Espasa Calpe de 1950) no había exilio: había sólo una roja desbandada. Los exilados no existían, españoles o no. Como decía ese otro tirano grotesco, el rey Ubú: “Si no hay Polonia, entonces no habrá polacos” —como para que medite Jaruzelski sobre su problema polaco y una posible solución rusa. Sí no hay exilados no hay exilio: es una simple proposición lógica. En Cuba, donde todos los emigrantes españoles eran gallegos (como si los cubanos no sólo presintieran a Franco, gallego epónimo, sino que Fidel Castro, gallego anónimo entonces, también sería posible: cosa curiosa, la taxonomía, tiene más de magia que la astrología), los judíos eran para nosotros polacos todos. Así el cubano de la calle fue más efectivo que Hitler y pudo encontrar la “solución final” desde el principio —desde antes, es más. Para los que creen que todo mañana será siempre mejor (como si acortaran la palabra futuro a mero fruto) el gran Diccionario de la Real, edición de Espasa Calpe de 1956, admite el exilio —pero no los exilados.

La Limpia y Fija puede ser, sin embargo, en su progreso retrógrado (sí que existe este movimiento: no en física pero en política), más resueltamente avanzada que muchos escritores llamados progresistas simplemente porque no quieren confesarse comunistas. Un conocido crítico literario uruguayo escribe un largo y sesudo ensayo sobre el exilio en América y no encuentra más que un cubano exilado o exiliable: José Martí. ¿Habrá que recordar al lector que Martí murió, no de naturaleza, en 1895? Un escritor sudamericano, laureado, hace un discurso —ante una academia, pero no sobre literatura sino sobre exilios— y escoge a Chile, ¿arbitrario?, como el país más dado al exilio. Un millón de chilenos ha abandonado a Pinochet a su soledad de Andes, asegura auténtico. “¡Es un diezmo!” y terminó el informe para académicos sin una sola mención a Cuba, país modelo en cuanto a la forma de tratar a sus disidentes y descontentos, como se sabe. La exquisitez de Fidel Castro en estas cosas es ejemplar.

Pero la verdad desnuda es boyante y siempre sube a flote en todo medio espeso. Hay cerca de un millón y medio de cubanos viviendo en el exilio desde 1959 (algunos miles eran batistianos, cierto, pero entre ellos estaban también, ¿casualmente?, el primer presidente castrista) y es sólo ahora que la población de la isla rebasa los diez millones de habitantes. Se trata, como es obvio, de algo más que un diezmo. Es, de hecho, diezmo y medio, pero inmencionable, tabú. Como al olmo, al futuro se le piden peras, no peros.

Un escritor porteño pasea melancólico por las bibliotecas de Europa su largo exilio apolítico y tras haber asumido la frase francesa “Nada mata tanto a un hombre como verse obligado a representar su país”, se permite los riesgos del inmortal y no sólo representa a otro país y a otro y a otro, sino hasta un continente y una causa. Su exilio se había hecho apocalíptico. Este escritor, que había abandonado Argentina en 1952 odiando a Perón hasta la náusea física (pero aún más a Evita), aparentemente sufrió el síndrome que su maestro argentino diagnosticaba como hecho de “sucesivas y encontradas lealtades”. Así fue exilado antiperonista, luego peronista, después antimilitares antiperonistas y ahora generalizante militante d’aprés des lies Malvinas. Pero preguntando por un periodista mexicano por los escritores cubanos exilados declaró con énfasis en sus erres todavía francesas: “No hay escritores exilados de la Revolución, No hay más que gusanos”. Lo que, por supuesto, niega la posibilidad de alfabetizarse a toda larva analfabeta y de paso el acceso a la literatura a cada gusano que quiera brillar ilustrado como mariposa literaria. Este escritor será materialista, pero naturalista no es. Está cerca de Marx pero lejos de Linneo.

Un grupo de refugiados políticos antiguos y actuales se reúne en Madrid para intercambiar memorias del exilio. Los hay de todas partes de España y de América —menos de Cuba. Nadie, está de más decirlo, echó de menos a los cubanos, los exilados americanos que llevan más tiempo en España —¡Curioso y más curioso!, diría Alicia, furiosa. Había en este simposio neoplatónico hasta un inusitado diplomático mexicano en funciones que debía ser de un exilado oficial o un observador de la ONU. Pero los cubanos, visibles en todas partes, ya innombrables eran allí invisibles. Es cierto que la reunión era más frivola que seria, a pesar de la edad respetable de los reunidos. Era como una cana al aire política. Se llegó incluso a hacer el elogio del exilio como si fuera un gusto adquirido. Pruebe, por favor, un poco más de ostracismo. ¡Humrnm! ¡Qué delicia! Parecía, de veras, cierta nostalgia de Franco invertida —como Vizcaíno Casas pero con comicidad más espontánea. Este elixir de exilio era español en la memoria colectiva y ¿por qué no decirlo?, festiva. Pero recuerdo hasta exilados andaluces que, como no eran gitanos, eran infelices. Conocí, por ejemplo, al más triste de todos los poetas españoles exilados, Luis Cernuda, y me pareció un hombre calmo pero desesperado: una especie de suicida tan correcto que no se pegaba un tiro por temor a herir a sus amigos. Cernuda, ciertamente, no habría estado en este convivio.

Ahora el ministro de Cultura de Castro (que existe porque lo he visto en fotos, bien visible en su traje oscuro a rayas blancas verticales: todo, hasta el chaleco, lo hacía indiscernible de un capo secundario en El padrino) declara a El País en su gerundio atropellado que no hay escritores de alta “escala intelectual” que hayan abandonado el país (queriendo decir Cuba) y nombra a Juan Marinello (a quien llama Marinero, ¿en tierra?), a Fernando Ortiz, a Carpentier y a Lezama Lima con el mismo ceceo ansioso. Pero olvidó decir que todos los mencionados están en Cuba ¡porque están muertos! Hace tiempo que todos ellos (y ahora incluyo yo a Virgilio Pinera, el mejor teatrista cubano de todos los tiempos, que también se quedó en Cuba, para vivir de miedo y morir de un susto sostenido) están bajo tierra y si no los secuestran los gusanos de Hamlet, “politic worms”, no veo cómo podrán dejar la isla, cruzar los mares o los aires, emigrar —para devenir ellos también cadáveres invisibles.

Pero sucede que, siempre desafortunado, el primer ministro de Cultura y Luces de Cuba castrista hace hincapié en Lezama sobre cuya eminencia nos ilumina con el esplendor de una noticia: antes que perseguir a Lezama ahora en Cuba se le ezalta. Esta exaltación, naturalmente, tuvo que esperar a la muerte del poeta. Todos los que saben leer (quiero incluir aquí a Armando Hart sin desarmarlo), saben que de Paradiso, la obra maestra de Lezama, no se hizo más que una sola edición de cinco mil (5.000) ejemplares en 1966, que se agotó enseguida —para no reeditarse jamás. Aparentemente por su exaltación del homo-zezual, la bestia negra con dos penes de Castro: obscena, contra natura, contrarrevolucionaria. A partir de 1971, cuando Lezama fue involucrado por Seguridad del Estado (que tiene los mejores lectores de Cuba: leen desde cartas hasta palmas de la mano) en el Caso Padilla no se volvió a publicar siquiera un ensayo suyo, como lo revela Lezama en sus cartas a su hermana. Es desde este más allá epistolar que el poeta proclama ahora su desmentida y su exilio, interiores ambos:

“No es lo mismo estar fuera de Cuba que la conducta que uno se ve obligado a seguir cuando estamos aquí, metidos en el horno. Existen los cubanos que sufren fuera y Jos que sufren igualmente, quizá más, estando dentro de la quemazón y la pavorosa inquietud de un destino incierto...”

Aparte de mis subrayados, las repetidas menciones a “horno” y “quemazón”, ¿no declaran que el escritor oscuro habla claro no del paraíso sino del infierno, de sí mismo como un Fausto condenado? ¿Fue Lezama quien inventó la metáfora del creador como un poseso penetrado por un hacha suave? Pero, ¿qué del poseso al que se le niega toda posesión: la esencia y la existencia y el mismo cuerpo sólido que contiene su conciencia? Me siento entonces como el extraño que llegó a la posada Coach and Horses en un lugar remoto de Inglaterra hace casi un siglo. Así describe su revelación un hombre que sabe de estas cosas: “Se puso una mano sobre la boca y al retirarla al centro de su cara se convirtió en un hueco vacío... Cuando finalmente se quitó las gafas, todos los presentes se quedaron atónitos: el forastero era invisible”. Esa aparición era una desaparición.

Mayo de 1983

(Una versión inglesa fue leída en la Wheatland Conference on Literature en Viena en diciembre de 1987.)