Carpentier, cubano a la cañona

Fue al difunto Ithiel León, músico, publicista y, en su penúltima encarnación, director en activo del periódico Revolución, a quien oí por primera vez referirse al acento francés de Alejo Carpentier como un valor añadido. “Alejo debe impresionar mucho a los venezolanos”, dijo Ithiel, “con esas erres suyas”. Ocurrió al principio de los años cincuenta cuando Carpentier vino de visita a su nativa Habana desde su adoptiva Caracas.

Por esa época Carpentier debió adoptar también la nacionalidad venezolana, ya que vivía, trabajaba y escribía en Caracas. Inclusive su editor americano lo daba, en una de sus solapas, como venezolano. No es extraño porque era en Venezuela codueño de una firma publicitaria, además de jerarca cultural, que no había podido serlo nunca en Cuba, y sus actividades se extendían hasta organizarle eventos artísticos al dictador Cerdito Pérez. No volvió a ser tan importante hasta que se hizo acólito de Fidel Castro en los años sesenta, primero como consejero cultural, luego de director de la Imprenta Nacional (“el zar del libro”, lo apodó un periodista en fuga) y finalmente fue enviado oficial a Francia hasta que murió en París, la ciudad de sus sueños, y sus pesadillas. Fue durante una de sus pesadillas (culpa del hambre más que del hombre) que Lydia Cabrera conoció a Carpentier en 1932. Un día le pregunté a Lydia si ya Alejo hablaba así, con sus egres agresivas. Lydia me dijo que siempre habló así. ¿No era verdad entonces lo que había oído Rogelio París, el director de cine, cuando era productor de un programa de televisión patrocinado por el Consejo de Cultura que Alejo dirigía? París, a quien Carpentier siempre llamaba Pagrís me contó que durante un ensayo del programa, un costoso ciclorama se vino abajo y se abrió en dos. Un Alejo asombrado ante el asombro de todos soltó un carajo bien audible. París concluyó: “El hombrín no dijo cagrajo sino bien claro carajo. Perdió su erre al perder la tabla”. Lydia, que detestaba a Carpentier (aunque no tanto como Lezama), siempre lo llamó Alexis. (Más, más tarde.)

Conocí a Carpentier, que se convirtió enseguida en Alejo, en 1958. Vino a Carteles introducido por sus mejores promotores, Luis Gómez Wanguemert, que a pesar de su apellido era tan habanero como las columnas de la ciudad que fascinaban a Alejo, que era jefe de información, y Sara Hernández Cata, verdadera amazona cultural que habiendo perdido un pulmón al cáncer todavía fumaba cigarrillo tras cigarrillo, todos embutidos en una boquilla que ella aseguraba que permitía, por alquimia, eliminar el alquitrán y dejar el humo limpio como una neblina mañanera. Carpentier venía más que nada a hacer publicidad a la venta de su reciente novela, Los pasos perdidos, al cine, concretamente a Tyrone Power. Traía una foto del autor con el actor para probarlo. Lo único asombroso de aquel dúo dudoso era que Carpentier era mucho más alto que Power. Alejo, un hombre sólido de aspecto con su nariz de pegote y sus ojos saltones, recordaba a Donald McBride, un actor secundario de los años treinta. Pero si uno quería que se pareciera a alguien prominente entonces el parecido era con J. Edgar Hoover, de frente y de perfil. Al regresar a Cuba un año más tarde lo primero que hizo Alejo fue reclamar la instantánea que me dio para publicar.

Recuerdo que fuimos al café de la esquina, acompañados por Sergio Rigol, que era el bibliotecario de Carteles, una revista que se permitía esos lujos, y Riñe Leal, crítico teatral reducido entonces a una versión de Modesto Rizos, el reportero estrella. Todavía tengo una fotografía que tomó Raúl Corrales, también llamado Raoul, en que se nos ve todos jóvenes, todos sonrientes y Alejo aparece complacido de nuestra recepción a una de sus innúmeras anécdotas. Carpentier, que estaba al tanto de todo lo que se publicaba en París, nos habló de la novela más divertida que había leído en mucho, mucho tiempo, Zazie dans le Metro, de Raymond Queneau. Todos los nombres franceses salieron perfectos de su boca. Al contar las aventuras de Zazie de 8 años y las desventuras de su tío Gabriel, un transformista, nos citó la primera línea. “Doukipudonktan” dijo Alejo y al vernos a los tres con tres bocas abiertas, tradujo: “Es argot de París. Quiere decir ¿por qué apestan tanto los franceses”, ¡ah! ¡ahá! ¡ahahahá! Le dije que recordaba a una novela americana llamada Lolita. “¿De quién es?” El autor es un ruso exilado llamado Nabokov. “No lo conozco.” Es muy divertida. Salió en París en inglés. La compré en la Casa Belga, donde me la vendieron como pura pornografía. Ah Alejo. Pareció incómodo. “En realidad”, nos dijo, “de Zazie he leído los fragmentos que publicó la Nouvelle Revue Frangaise. Muy divertidos”. Era extraño porque Carpentier era lo más alejado de Raymond Queneau posible. Debió ser porque era un libro francés.

Siguió contando aventuras entre políticos cubanos en terra firma. Aunque un periodista siempre simula no tener trabajo y además Carteles era un semanario, todos teníamos que irnos. Carpentier se despidió. Alejo, aléjate. No lo volví a ver hasta que regresó a Cuba, a instalarse, cuando Fidel Castro, no la Revolución, parecía firme. Parecía eterno.

Carpentier aparentemente nació en La Habana en 1904, pero hasta sus más fervorosos exégetas admiten que la única biografía (incompleta de Alejo) está escrita por él mismo. Carpentier según Carpentier es hijo de un francés y una rusa que emigraron a Cuba, a La Habana, en 1902. Pero Carpentier mismo dice: “Debo explicar que me crié en el campo cubano”, es decir no en La Habana, “en contacto con campesinos negros y sus canciones”. La narración de Heberto Padilla, que describe a Carpentier como lechero en Alquízar, no es tan inverosímil. Pero parece más bien que Carpentier creció en la provincia de Oriente, tal vez al sur de Alto Songo, donde abundan, en contraste con la provincia de La Habana, los labriegos negros.

No en balde uno de sus biógrafos, Roberto González Echevarría, anota que “hay poca información acerca de la vida de Carpentier”, para acusar lo verdaderamente significativo: “Mucha de ella dada por Carpentier mismo”. Así, Alejo “pasó más de veinte años de su edad adulta en Francia”, mientras que estudió “de 1912 hasta cerca de 1921” en un liceo francés. “En 1939”, continúa Echevarría, “Carpentier regresó a La Habana después de pasar once años en París. Tenía entonces treinta y cinco años”. La cronología se alarga y se encoge como banda elástica.

Todavía más: al llegar a Caracas de La Habana en 1945, Carpentier es entrevistado por un periodista y el biógrafo repara que Alejo le hablaba al entrevistador como si “Carpentier acabara de llegar de Europa”, para saltarse de un golpe los seis años que acababa de pasar en la tierra natal. Cuba, no Francia.

Un accidente relevante en la vida de Carpentier (sus cuatro meses en la cárcel por oponerse al dictador Machado —unos machadistas dicen que fueron cuarenta días, otros que sólo fueron cuatro— ocurrió en 1928, pero nadie dice cuál fue la acción antimachadista que llevó a cabo Carpentier) terminó con su exilio en Francia, de la que había regresado hacía sólo seis años. Carpentier mismo cuenta cómo burló a la policía de Machado al cambiar pasaportes con el poeta francés Robert Desnos, de visita en La Habana. Nadie cuenta tampoco con qué documento viajó de regreso a Francia el generoso Desnos. ¿Usó el pasaporte incriminante de Carpentier? ¿Se hizo un nuevo pasaporte francés en La Habana, para confusión a bordo de dos pasajeros distintos con un mismo pasaporte? ¿O viajó Desnos, siempre aventurero, de incógnito, amigo de usar seudónimos hasta que murió en un campo de concentración?

Carpentier, siempre en fuga, regresó a Cuba huyendo de los nazis en 1939. El mismo año en que su protector Desnos se embarcaba en su última aventura, en la que los documentos falsos no lo salvaron de la cierta muerte. Aquí es necesario hacer notar que Carpentier regresó a Cuba bajo el gobierno del todavía dictador Batista, que vivió en La Habana el período en que un Batista barnizado de legalidad gobernó con ayuda de los comunistas, para irse a Venezuela en cuanto hubo en Cuba un gobierno demócrata continuado. (De 1944 a 1952, presididos por el doctor Ramón Grau San Martín, campeón del laissez faire y el corrompido pero no menos demócrata Carlos Prío.) No terminaría la década sin que Carpentier sirviera a otro dictador, Pérez Jiménez, en Venezuela. La conexión de Carpentier con la cultura bajo una dictadura había comenzado cuando fue a Haití en 1943 como agregado cultural del gobierno cubano. Carpentier cuenta, sin sonrojo, este título y esta expedición, para recalcar que viajó con el actor francés Louis Jouvet. Pero se olvida mencionar que en el grupo, o en la troupe, viajaba un surrealista menor llamado Fierre Mabile, un hombre más decisivo en la vida de Carpentier que el actor Jouvet.

Tontos y picaros coinciden siempre en la desinformación. Así se repite ahora en todas partes que Carpentier “creó el realismo mágico”. No saben (o se olvidan) que esta etiqueta fue fabricada por un alemán llamado Franz Roh en 1924, cuando Carpentier acababa de salir del bachillerato en La Habana o de un lycée francés y quería ser arquitecto porque sabía que la arquitectura es música congelada o letras de ladrillos, lo que se quiera creer mejor. Roh, curiosamente, regaló su membrete a artistas menores y mediocres que terminaron siendo cultivadores del realismo nacionalsocialista, nazi para abreviar. Lo que Carpentier creó (con un poco de ayuda de su amigo Mabile) fue otra etiqueta, “lo real maravilloso”, que le sirvió sólo para una novela breve, El reino de este mundo. Después se olvidó de la cocción como eliminó la receta de los prólogos ahora invisibles de sus ediciones francesa y americana. No ya el realismo mágico sino siquiera lo real maravilloso pertenecen a Carpentier. No son de su invención sino de Roh y de Mabile. Carpentier fue siempre un buen adaptador desde sus días de la radio francesa hasta la CMZ, emisora del Ministerio de Educación en La Habana en los primeros años cuarenta. Curiosamente la CMZ tenía su sede dentro del campamento militar de Columbia.

Una de las razones por que Carpentier caía mal en Cuba es que era un pesado. Sin sentido del humor, toda su conversación estaba cundida de anécdotas y cuentos aparentemente cómicos que su modo de contar hacía pesados. Pero a mí, personalmente, me caía bien Alejo. Era un hombre cauto hasta la cobardía y desconfiado hasta la soledad. Pero, de veras, me caía bien. Una vez, en un cóctel cultural en la Barra Arrechabala, hermoso edificio colonial de la plaza de la Catedral, estuvimos solos un momento. Ocurrió en 1960 y ya estaba instalado en Cuba para siempre. Fue entonces que se me ocurrió preguntarle por Miguel Otero Silva como escritor. Carpentier miró por encima de un hombro, después del otro como si esperara furibundos fanáticos de Otero para decirme, finalmente, la voz bien baja: “Es muy malo”. Otero Silva, dueño del diario caraqueño El nacional, varias veces millonario, podría haber sido un hombre poderoso en Caracas, pero en La Habana era más importante Lisandro Otero (entonces joven aprendiz de comisario). ¿Se referiría Alejo, con tanta cautela, al otro Otero?

Carpentier había venido de Caracas a La Habana, mediado el año 59, con una curiosa variante tropical de una editora capitalista: una feria del libro ambulante. En compañía de Manuel Scorza, escritor peruano, era editor y vendedor. Carpentier, que temía sobre todo la crítica de Lunes, se asombró cuando Calvert Casey hizo un elogio elegiaco de una de las novelas que editaba, Las impuras de Miguel de Carrión. No sé si se asombró también de la buena acogida que le dio Carlos Franqui en el periódico Revolución, al principio, pero sí recuerdo que fue oportuna y necesaria a Carpentier. Como Alicia Alonso, Carpentier no vino muy bien recomendado por la misión del Movimiento 26 de Julio en Venezuela. Ambos se habían distanciado violenta, voluntariamente de los exilados cubanos y Madame Alonso, que había gozado las subvenciones del Gobierno de Batista, se permitió decir en Caracas que ella era una bailarina y no se metía nunca en política. El desagrado contra Carpentier no tuvo el carácter público del rechazo a la Alonso (llamada luego por sus afinidades comunistas, La Alonsova), que fue blanco de un repudio que dura todavía. Pero terminó oficialmente cuando bailó en punta y con tutus al son de La Internacional, apenas dos años más tarde. Sí recuerdo cómo Carpentier, según aumentaban las presiones oficiales contra Revolución, se fue alejando del periódico hasta ese momento bochornoso en que declaró, como Fidel Castro, al unísono con Fidel Castro, que siempre había sido comunista. Fue premiado en Cuba varias veces, pero nunca obtuvo el premio Nobel que ansiaba, la verdadera causa de su regreso de una Caracas democrática en que nunca le perdonaron su alianza con otro caudillo acogedor.

Cuando regresé a La Habana en 1965 fui a visitar a Carpentier a su flamante oficina en la dirección de la Imprenta Nacional. El despacho estaba refrigerado como pocos y era agradable, acogedor. Alejo siempre tuvo gusto para la decoración interior y para el exterior de sus mujeres. La última, Lilia, era aún en su edad media una belleza bruna. Hija de un aristócrata negro y de una blanca, los viejos habaneros contaban que nunca le permitieron entrar en sociedad. Ésta era la causa no sólo de la ida hecha huida de ambos a Venezuela, sino de su odio por la alta burguesía habanera y la adicción a los destructores de la que debió ser su sociedad. A Lilia la vi sólo una vez la última vez a la entrada de un cine cerca de la casa de mi padre y se veía de veras radiante en la noche habanera.

Carpentier, ahora en su papel de impresor, me abrumó con una larga lista de publicaciones y una cantidad tal de ediciones, con un detallismo que traicionaba al escritor escondido detrás no de su escritorio sino de su buró. No quise hacerle un Baragaño y preguntarle por qué no se editaba ninguno de los textos canónicos del surrealismo. Terminó mostrándome, con orgullo de artista plástico, un grabado que tenía en la pared a su diestra. Representaba una escena romántica d’aprés Gericault. Se veía una balsa a la deriva en que náufragos desesperados combatían contra un exceso de tiburones que rodeaban feroces la frágil embarcación. Carpentier, complacido, se ufanaba:

“Pogresupuesto te has dado cuenta de lo que hay al fondo.”

Miré bien y vi ¡el Castillo del Morro! El naufragio tenía lugar en aguas de La Habana. Pasmado le dije:

“Casi se ve el Malecón.”

“Casi. Es un grabado gromántico y ocugre frente al Malecón. No en el tiempo pero sí en el espacio.”

Carpentier estaba eufórico por su hallazgo. Nos despedimos. Cuando lo vi más tarde entrando al cine Riviera no parecía tan alegre. Me habló de la historia absurda de una maleta que había dejado en Madrid a cargo de mi hermano, nunca recobrada.

“No contiene más que unas camisas usadas. Sin importancia”, explicó.

Sin embargo parecía un asunto serio. Nunca entendí por qué Carpentier, el hombre que le confió a un amigo cubano que tenía fuertes ahorros de sus días venezolanos en una cuenta numerada de un banco suizo, se afanaba. ¿Por qué una mera maleta con ropa vieja le apremiaba? Las camisas no le hubieran servido nunca a mi hermano, ya que Alejo era un hombre grande.

“Grande no”, me corrigió Lydia Cabrera cuando años después en Miami le hice el cuento de la maleta perdida que le urgía como si estuviera llena de dólares: era el final de The Killing. “Alexis no es grande, no es más que alto.”

Mencioné hace un momento a Baragaño como su némesis pública. Pero había otra némesis en Lunes circa 1960: Heberto Padilla. El poeta surrealista José Álvarez Baragaño nunca perdonó a Alejo su prólogo a El reino de este mundo. Carpentier maltrató a los dioses tutelares de Baragaño, el Conde de Lautréamont y André Bretón, y, crimen de crímenes, al surrealismo. Padilla, que nunca fue surrealista, escribió después de la muerte de Carpentier una versión de la vida de Alejo que era descacharrante en su chacota constante. En la biografía, breve pero punzante, Padilla describía a Alejo como nacido y criado en Alquízar. A la fuga de su padre francés (que ocurrió de verdad), Alejo, montado en un burro, repartía la leche de la vaca que ordeñaba su madre rusa. Padilla no volvió a publicar esa vida de un héroe literario en sus memorias.

Cuando murió Baragaño en 1962, su viuda se empeñó en darle a un ateo una misa breve en el mismo cementerio de Colón. Estaba en la capilla reducida medio Lunes, a pesar de que Baragaño nos había traicionado cuando el Caso P.M. También vino Carpentier. Tarde pero vino. Se acercó al féretro y musitó no un réquiem sino un aire de alivio: “¡Uno menos!”, fue lo que dijo. Pero al ver a Padilla entrar en la capilla exclamó: “¡Todavía me queda otro!”

Por el camino, a través del cementerio barroco hasta la tumba abierta, Padilla tomó venganza. Caminando junto a Alejo al paso lento del cortejo, “Alejo” decía querer saber Padilla, “¿qué pasa con tu novelita? ¿La vamos a leer en Cuba? Va a resultar el último lugar en que la publicas”. Carpentier no respondió pero Padilla siguió como si nada. “Esa novelita, Alejo, te va a perder. Deja que la lea Fidel.”

Pero se equivocó Padilla, se equivocaba. La novelita era un novelón, El siglo de las luces, y fue exaltada por Fidel Castro y Raúl Castro la declaró lectura obligada de la oficialidad del ejército. “Ninguno de los dos la leyó”, aseguraba Franqui. “De haberlo hecho se hubieran dado cuenta de que era profundamente contrarrevolucionaria.” El debate sigue abierto aunque no puedo opinar: no leí nunca El siglo de las luces. Me rechazó la misma enumeración exhaustiva que me lanzó a parodiarla. Sé, sin embargo, que a Alejo lo acosó mi parodia y se vio náufrago en una balsa literaria, amenazado por un solo tiburón lejos del Morro.

Después del encuentro a la entrada del cine y su queja de la maleta perdida, que parecía pertenecer a un cuento de Gógol, no vi más a Alejo. Pero supe de él por persona interpuesta: el escritor Juan Arcocha, que era agregado de prensa en la embajada cubana en París. Tenía por embajador un falso doctor Carrillo, médico que nunca había ejercido la medicina pero sí el oportunismo político. Cómo había llegado a embajador en Francia es un capítulo de Ja oportuna picaresca revolucionaría.

Pero la embajada cubana en París tenía lo que en Cuba se llama ñeque, en Venezuela pava y en España gafe. El primer embajador castrista, el distraído profesor Gran, eminente físico pero ingenuo político, se vio envuelto en el conato de traición de Roberto Retamar, entonces agregado cultural. Gran se negó a reportarlo a su ministerio, el matemático lo opuesto del médico y tuvo que regresar a La Habana. Sucedió a Gran el músico Gramatges, viejo amigo, y durante años miembro oculto del Partido. Harold, como todos le llamábamos, había salido de su cJoset comunista en el mes de enero de 1959, como presidente de la sociedad cultural Nuestro Tiempo, cuando invitó al Che Guevara a dar una charla lamentable sobre el realismo socialista, el argentino equivocado entonces como en tantas otras cosas en Cuba, luego. Gracias al Che, Gramatges hizo amistad con Raúl Castro, siempre fascinado por el marxismo, que lo nombró embajador en Francia. Fui huésped de Harold en París cuando no era todavía embajador y después muchas otras veces.

En una ocasión noté que la embajada había cambiado de recepcionista y abría la puerta, en lugar de la hermosa habanera de antes, una vieja seca y desagradable. Cuando le pregunté a Harold por la mujer que abría la puerta, me dijo: “¿Tú sabes quién es?” No lo sabía. “Caridad Mercader” y no tuvo que decirme que era la madre de Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, a quien todos los historiadores daban como la única influencia de veras importante en su hijo. Harold, que era un discreto sexual, era un indiscreto malicioso. Me contó divertido cómo venían trotskistas ingleses y alemanes a buscar su visa cubana y ninguno siquiera sospechaba que quien le abría la puerta era la autora intelectual del asesinato de Trotsky. “Cachita”, como la llamaba Harold, “es rnás estalinista que Stalin”. Ahora quizá descansa en el infierno del cementerio de Colón en La Habana junto a su hijo, que vivió y fue enterrado en Cuba. Ambos magnicidas eran, en efecto, cubanos de nacimiento. “Cachita”, como su nombre indica, era de Santiago de Cuba —de donde es también Harold Gramatges— en esa provincia de Oriente donde nacieron Batista y Fidel Castro.

Carpentier era en Europa bien diferente (y deferente) de la figura casi cómica que resultaba en Cuba. Lo vi en París en el invierno de 1962, cuando salió mi Dans la paix comme dans la guerre publicado en Francia. Gallimard (o más bien Roger Caillois, el legendario editor de la colección La Croix du Sud) me dio un cóctel en los salones de la editorial. Alejo Carpentier y Miguel Ángel Asturias fueron invitados de honor y con sus respectivas humanidades masivas casi parecían dos guardaespaldas sudamericanos a mi lado. Lilia rutilaba. Volví a ver a Carpentier en Bruselas por donde pasó rumbo a París después de dar unas charlas en francés en Estocolmo en 1963. Eufórico por la acogida que tuvo en Suecia, Carpentier me confesó que le habían asegurado allá que el próximo premio Nobel era suyo. Cuando visité a Roger Caillois en su oficina de la Unesco, le conté que Carpentier creía el premio suyo seguro ese año, o el siguiente. Con calmada insistencia Caillois me dijo: “No se lo darán nunca. Nunca. Lo peor que hizo Alejo fue ir a Suecia. En Estocolmo consideran estas visitas de candidatos una politiquería intolerable”. Ocurrió así, como sabemos. De esta entrevista recuerdo que Caillois hablaba el español con un acento francés muy parecido al de Alejo.

Una de las manifestaciones más ridiculas del acento de Alejo ocurría cuando se hacía todo francés en La Habana. Carpentier, como cualquier salonnier de las provincias, daba reuniones en su casa cada sábado, y allí no se hablaba más que francés. Nunca fui a ellas pero Sergio Rigol, que sí iba, me comentó que no estaba prohibido hablar español, pero no era bien oído. Se me olvidó preguntarle, y ahora es tarde, cómo era el francés de Lilia. Rigol me contó que en una de las últimas reuniones a que asistió, Carpentier celebró, supongo que con champagne grand crue, la caída de Lunes y de todos los Icaros que quisieron volar más alto que sus plumas permitían. Eramos y no lo sabíamos, según Alejo, d’appellation controlèe.

Pero había gente importante que no creía que Carpentier daba risa. Al contrario, lo tomaban muy en serio, pero con reservas. Uno era Juan Marinello, la máxima figura intelectual de los viejos comunistas. Otra Carlos Rafael Rodríguez, ya considerado el tercer hombre del régimen a mediados de los años sesenta. Tarde en la noche del 2 de octubre de 1965 fui con el comandante Alberto Mora a visitar a Carlos Rafael en su oficina del antiguo Diario de la Marina. Gracias a Alberto y, sobre todo, a Carlos Rafael podría irme de Cuba al día siguiente. Los dos, creo, sabían que para siempre o hasta que cayera Castro: lo que viniera primero.

Carlos Rafael me saludó con su afecto de siempre. Era de los viejos comunistas que me conocieron en el periódico Hoy, cuando era niño. Todavía me llamaba Guillermito, el hijo del veterano redactor de Hoy Guillermo Cabrera. Hablamos de lo que siempre había hablado con Carlos Rafael, inclusive cuando fue finalmente director de Hoy años atrás, de cultura. La conversación, cosa curiosa, cayó en Carpentier.

“¿Has visto la última entrega de la novela de Alejo?” “¿El año 59? La vi en Bohemia pero no la leí.” “Es la segunda entrega”, me dijo Carlos Rafael, “pero es peor que la primera”.

Lo dejé hablar: no sólo deferente sino también curioso.

“Alejo es un escritor interesante pero me gustaría que fuera menos barroco. Es, por supuesto, un valor nuestro, pero Alejo no entiende la Revolución. ¡Te imaginas que llama a los barbudos los barbados!”. “Estás, claro, entre ellos.”

Carlos Rafael se había dejado crecer barba y bigote desde que subió a la Sierra en 1958, pero su barba era una perilla que lo acercaba, sin saberlo, más a Trotsky que a Stalin, de quien había sido y era devoto.

“¡Imagínate! Pero hablando en serio, me preocupa Alejo. No sé adonde va a parar con su novela, pero no quiero que se nos convierta en un problema más político que literario. Lo menos que queremos nosotros”, y parecía incluir no sólo a las autoridades sino a Alberto y a mí, “es otro caso Pasternak”.

Me sorprendió entonces y ahora que Carlos Rafael pudiera creer que Alejo, tan timorato, fuera a originar una disidencia. Pero tal vez creyera que también Pasternak era un hombre tímido. Luego pensé que Carlos Rafael, con sutileza, no hablaba de Alejo sino de mí. Así fue que creí que, cuando nos despedimos, en vez de hasta luego me dijera: “Sálvate”. Pero sé que si la noche tiene mil ojos y mil oídos, también tiene mil labios y dice cosas que la mañana desmiente. En todo caso la conversación fue memorable y para no olvidarla la anoté en una hoja de un libro que luego se quedó en Cuba.

Antes de irse de Cuba en 1945 Carpentíer completó en La Habana un libro realmente notable: el mejor y más completo estudio de la música en Cuba. Se llama con tautología La música en Cuba. Carpentier completa un círculo de música desde los albores de la nación hasta 1945 (ayudado por Natalio Galán, el músico que copió todas las partituras y a quien Carpentier debe más de un hallazgo) en que desarrolla su tema que es irrebatible. Cuba, pobre en artes plásticas, mediocre en arquitectura y balbuceante en teatro, se hace un pueblo realizado en su música. Lamentablemente Carpentier se limita a la música seria (que luego sería serial) y cubre sólo en un apéndice supurado la música popular, la verdadera gran creación cubana. Aunque Alejo consigue ciertas trouvailles (nombre que le gustaría más) al describir la vida musical habanera del siglo XIX, de veras brillante, se equivoca en las más simples notas de la música popular. Llega incluso a confundir una manera de bailar (el bote, que fue efímero por fortuna) con un ritmo nuevo, que nunca fue nuevo porque nunca nació. En su despedida de Cuba fue sin embargo mucho más afortunado que en su llegada a Caracas con el servicio que prestó enseguida a un tirano en escala menor.

Carpentier colaboró con un tirano mayor, Fidel Castro, en un juego de simulaciones: Carpentier no era ni nunca había sido revolucionario, Castro no era ni nunca había sido comunista. Alejo fue obediente y hasta sumiso en el Consejo Nacional de Cultura, en la Unión de Escritores (de la que era vicepresidente vitalicio), en la Imprenta Nacional y último hasta lo último en la embajada de Cuba en París. Antes fue un correo del zar.

Ocurrió cuando Mario Vargas Llosa ganó en 1967 el premio venezolano de novela Rómulo Gallegos. Mario se dejó chantajear por otro tránsfuga, Edmundo Desnoes, de oportuna visita en Londres. Desnoes convenció a Mario para que redactara un cable, transmitido por la agencia cubana de noticias Prensa Latina, pero dirigido a molestar a los gobernantes venezolanos, enfrascados en una guerra cruenta contra la guerrilla de origen cubano. Complacía así a Haydée Santamaría, la papisa de la Casa de las Américas. Cuando Mario, que vivía muy cerca, me contó lo que había hecho, le dije que había un refrán popular cubano que era toda una sabiduría: “Cuando te tocan el culo una vez y lo admites te lo tocarán tres”.

Entra Carpentier desde Francia. Alejo llamó a Mario y le dijo que quería verlo personalmente, vendría a Londres y lo llamaría. Vino y llamó. Quería que se reunieran en un restaurant de Knightsbridge. (Patricia Llosa me lo señaló un día: “En esa terraza tuvo Mario su entrevista con Alejo”.) Alejo era ahora un hombre con una misión. (Recuerden que éste es el escritor altanero, elitista y aspirante al premio Nobel de Literatura.) La misión de Alejo era de recadero con ribetes de espía. En el restaurant vacío después del almuerzo, Alejo le dijo a Mario que traía un mensaje de Haydée Santamaría, que lo saludaba como un verdadero revolucionario. Lo menos que quiere un escritor es que lo confundan con lo que no es, pero Alejo hablaba ahora de escritor a escritor. Lo que era una falsedad. Haydée quería que Mario donara, públicamente, su premio (unos 30.000 bolívares: Alejo, ducho en aritmética venezolana, calculó que eran unos 25.000 dólares) a la guerrilla. La Casa de las Américas {es decir el Gobierno de Castro, que pagaba siempre a los diplomáticos a través del Narodny Bank ruso), le devolvería a Mario esa misma cantidad a razón de mil dólares mensuales, que le traería Alejo en persona. (Alejo completó la transacción pidiendo al camarero más cercano un brandy, en francés SVP.) La proposición cayó, al revés de las palabras en el Zohar que tanto admiraba Carpentier, en el vacío. Mario sería un ingenuo político pero no era tonto. Aceptar la oferta que podía rechazar significaba convertirse, de hecho, en un agente cubano, pagado por el Gobierno de Castro desde París a través del Narodny Bank. Mario dijo redondamente que no, y ahí comenzaron sus dificultades con el Gobierno cubano. Culminaron en 1971 cuando Haydée Santamaría lo acusó de negarse a ayudar a la lucha del pueblo venezolano (léase la guerrilla castrista) para comprarse una casa en un barrio de ricos en Lima.

Este y otros recados (a la prensa, al pueblo de Francia) tuvo que aceptar hacerlos Alejo Carpentier. Era además de recadero de Castro repartidor de habanos por todo París: casi el lechero de Alquízar de nuevo. Una vez traía personalmente una caja de habanos a Sartre y el filósofo que fumaba se negó a recibirlo: comenzaba a caer en tanta desgracia como el régimen que representaba. En otra ocasión tropezaron Sartre y su carnal Simone en la Rué Bonaparte y Alejo tuvo que dar media vuelta, caminar de prisa y hasta correr perseguido por el dúo que gritaba al unísono a Alejo: “Voyou! Vieux con! Dégueulasse!”

Pero Alejo se afanaba en otros menesteres París arriba y, sobre todo, París abajo.

Fausto Canel, el director de cine cubano que vivía en París entonces y mantenía relaciones con los diplomáticos castristas, cuenta que iba un día por la Rué de La Paix hacia la embajada cubana cuando vio a Alejo bajarse de un taxi. Enseguida se dirigió a la boca del metro y se perdió en ella. Canel le iba a advertir, como si no lo supiera, que no tenía que coger el metro, que la embajada estaba a la vuelta de la esquina, cuando lo vio emerger agitado por la otra entrada, caminar unos pocos pasos ¡y dirigirse resuelto a su embajada! Era obvio que había entrado Alejo al metro y había salido Carpentier, el funcionario. ¿Por qué estas pequeñas maniobras? Estrategias de un diplomático socialista que no quería que sus colegas supieran que venía a su embajada en taxi y que, castrista humilde, viajaba en metro como ellos. Simulaciones de un hombre que toda su vida fue un simulador.

Pero fue en esa embajada, no cuando estaba en la Rué de La Paix, tan chic, casi frente a la Ópera, tan chichi, sino en la elegante Avenue Foch, en un apartamento lleno de nostalgias victorianas, donde Alejo dio muestras de un realismo político salvador. Carpentier había venido a Francia a dar charlas. Comenzó por Bayona y debió dirigirse a Burdeos, destino al que nunca llegó. Tres días más tarde, el embajador Carrillo estaba primero nervioso, luego muy nervioso y al cuarto día decidió dar a Carpentier por perdido: nunca sperduto nel buio sino perdido para la causa. Redactó un cable en clave que enseguida el agente del G2 de turno se ofreció a transmitir. Juan Arcocha, que era el agregado de prensa entonces, nada amigo de Carpentier, de hecho no lo tragaba, que tenía su cabeza bien puesta y no era un oportunista como el embajador ni un policía como el G2 local, dijo que se debía por lo menos esperar un día más a ver si Alejo aparecía.

Y al cuarto día Carpentier reapareció, maltrecho pero fiel, con su cara de perro basset más triste que nunca. El embajador pidió a todos un silencio cómplice: aquí no ha pasado nada, caballeros. Pero estaba de agregado cultural Juan David, excelente caricaturista, mediocre funcionario y buen amigo de Alejo. Fue así que rumbo al aeropuerto de regreso a La Habana le hizo saber a Carpentier el cuento corto de la larga espera, el cable y su clave. Según David, Carpentier se le hizo un Goliat político para exclamar, atronando el taxi:

“¡Comemierdas! Como si yo no supiera desde hace grato que el escritor que se pelea con la izquierda está perdido.” Y puso el énfasis en perdido. Carpentier se había encontrado con una oyente o fanática o fanática oyente y había invertido, divertido, los tres días perdidos, ganados de su itinerario: salió de Bayona para entrar en Burdeos de incógnito. París bien valía la misa negra en que ofició un embajador que no tenía idea de lo comprometedor que puede ser un escritor comprometido.

Permiso para un paréntesis. Hace poco se volvió a publicar en Inglaterra El acoso y el jefe de la sección de libros del diario The Independent me pidió una crónica. Allí dije que el libro breve “era una de las más perfectas novellas en español, idioma en que se habían escrito novellas perfectas desde el Renacimiento”. Después aclaré que Carpentier había escamoteado inútilmente la época de la acción, que no podía ser bajo el general Machado — Machado about nothing —, sino que parecía pertenecer a la era del gatillo vengador que se inició con los gobiernos de Grau y Prío (19441948). La contraportada mencionaba al “telón de fondo de la violenta tiranía de Batista”, haciendo ver cómo ven los ignorantes que el juego mortal estaba en otra parte. Defendí a Carpentier escritor negando que tuviera nada que ver con el realismo mágico, ¡manes del nazi Roh! El autor cubano estaba bien lejos de esas Carmen Mirandas literarias que escriben con una pluma adornada con toda clase de frutas. Era una alusión, bien clara, a la falsa exótica Carmen Miranda, llamada “the lady with thetuttifruttihat”.

Era una crónica en inglés no menos elogiosa que la que había escrito otras veces sobre Los pasos perdidos, obra maestra que convierte el tiempo perdido en el espacio recobrado y el tiempo real es un viaje a los Orígenes aborígenes. Aunque nunca advierto al lector del singular parecido entre Los pasos y La Vote royale, escrita por André Malraux en 1929: las aventuras de un arqueólogo en Indochina, infierno y paraíso tropicales. Antón Arrufat y yo, en el interregno que siguió a la clausura de Lunes, nos divertíamos señalando con flechas untadas de curare literario las muchas coincidencias. Pero siempre, siempre, terminábamos concluyendo que la copia era mucho mejor que el original y si Alejo había robado a los franceses Mabile y Malraux fue para crear facsímiles disímiles. Era más artista el cubano, ¿pero era realmente cubano Carpentier?

En su biografía breve Heberto Padilla se queja, precisamente, de lo escasa que es, para añadir: “Es casi falsa” y pasa a citar al propio Alejo que se aleja: “Mi abuela era una excelente pianista, alumna de César Franck. Mi madre lo era también y bastante buena. Mi padre, que quiso ser músico antes que arquitecto, empezó a trabajar el violoncello con Pablo Casáis. Aprendí música a los once años. A los doce tocaba páginas de Bach, de Chopin, con cierta autoridad”. Después de esta cita Padilla hace trizas la autobiografía oficial. “Pero nadie”, dice Padilla, “en Cuba tuvo noticias de su abuela ni de su madre como pianista "bastante buena". Mucho menos de que su padre "trabajó el violoncello" con Casáis”. (Puedo añadir que Natalio Galán me aseguró que Carpentíer leía música con dificultad.) Sigue Padilla: “Su infancia no tuvo la armonía”, acertado término musical, “que se desprende de sus declaraciones. Vivió hasta la adolescencia en el campo, en las cercanías de Alquízar, un pueblo bastante pobre a varios kilómetros de La Habana”. Ahora Padilla hace revelaciones indiscretas y, como antes, llenas de un humor corrosivo: “Su padre desapareció del país cuando Alejo era casi un niño en pos de una cubana mestiza y se perdió para siempre en el Canal de Panamá”. (No en la selva.)

Padilla hace un paralelo erótico cuando revela al padre de Lilia Carpentier en una escena calcada de El reino de este mundo: en “la casa junto al río Almendares se vio aparecer una tarde, súbitamente, un gran óleo colocado entre dos puertas del comedor que daban al jardín. Era un negro, vestido a la manera de los haitianos descritos [por Carpentier), colmando todo el espacio de la tela. Supimos que se trataba del padre de Lilia, el único marqués negro de Cuba”. Así hace trizas Padilla las anotaciones de otro biógrafo sobre liceos franceses y educación europea.

Nunca volví a ver a Carpentier después de aquel encuentro en la tarde con maleta (y mulata) al fondo, pero supe de él por personas interpuestas, con el auxilio de la tecnología del electrón, a la que Alejo era adicto desde que, según contaba, había escrito ballets para el compositor experimental Edgar Várese en sus días grises de París.

La primera noticia la trajo grabada en una cásete Alex Zisman, estudiante de literatura en Cambridge. Zisman, peruano, es, como dicen los limeños, un plato: regalo de Mario Vargas Llosa, sobre quien Alex escribía una tesis de nunca acabar. Carpentier vino a Oxford en 1971 para una charla con preguntas públicas.

La primera pregunta de Zisman, que fue quien más preguntó, en español, era acerca de las dificultades del pueblo cubano para comer, producto del cruel racionamiento impuesto por Fidel Castro. “¡Es falso!”, respondió Alejo, ágil pero gangoso. “Todo el mundo en Cuba come bien.” “¿Cuan bien?”, le preguntó Alex a Alejo y Lilia, desde el público pero audible en la cinta, afirmó: “Comen tan bien como nosotros”. ¿Es necesario recordar que los dos Carpentier, Lilia y Alejo, eran diplomáticos y vivían en París?

Alex (¡qué curioso juego de nombres y de sombras!) abandonó el tema, Qué Comen los Cubanos, para entrar en la literatura y preguntar por un libro mío. Carpentier perdió la compostura pero no el acento: “No he leído ese libro”. Pero, siguió Alex, hay en él una parodia de su estilo y hasta de sus títulos. La versión paródica se titula “El ocaso”, que es una parodia de El acoso. Carpentier insistió: “Le grepito que no he leído ese libro de que habla”. Pero conoce, quiso saber Alex, a su autor que es cubano también. Alejo saliendo de otro acoso exclamó: “¡Ese señor no es cubano!”

Zisman cambió de autor pero no de tema. ¿Tampoco es cubano Heberto Padilla que está en prisión en La Habana por su poesía? “Ese señon›, dijo Carpentier y hasta en la grabación se puede oír su odio todavía, “no está preso por escribir unos versos más o menos. Está preso por causas más graves que pronto se sabrán”. Fin de la grabación pero no de mi comentario. “Este señor”, es decir Heberto Padilla, la noche de ese mismo día, haría su confesión obligada en el salón de conferencias, ahora de confidencias forzadas, de la Unión de Escritores en La Habana. Es evidente que Carpentier ya estaba informado de “lo que ocurrirá”, o gozaba de un don de presciencia pasmoso.

Más pasmosa que la presciencia es la tecnología. No se extinguirá mi asombro ante la cinta de vídeo que hace posible uno de mis sueños: la cinemateca de uno solo. Más asombroso es el fax, ese teléfono que trasmite no la voz, después de todo un milagro cotidiano, sino cartas y mensajes instantáneos, con tanta intimidad como una carta certificada, y casi con la misma seguridad. Pero el fax, como el teléfono, a veces produce mensajes cruzados y la máquina recibe un fax ajeno o anónimo. He recibido cartas equivocadas del mayor Ferguson, padre de la Duquesa de York, asegurándome que vendrá a un tea party que yo no daré. Una editora de Vogue me recomienda a una modelo (que puede ser estupenda o estúpida) para una ocasión de alta costura, con poca asistencia. (Por lo menos la señora a que iba dirigido el fax nunca recibió su invitación.) También un carnicero conocido me hizo llegar una lista de carnes en venta que ní yo ni el verdadero destinatario comeremos. Estas equivocaciones, debidas al teléfono con mensaje escrito, me hacen preguntarme a mi vez dónde irá a parar mi fax que no da en la diana. ¿Tal vez a la princesa Diana?

Pero un fax, anónimo, destinado a hacerse célebre, vino de París sin marca ni remitente: era un verdadero facsímil. La copia de un certificado de nacimiento emitido en Suiza, un acte de naissance. Decía, sucintamente, que el 26 de diciembre de 1904 había nacido en Lausana, Suiza, Carpentier, Alexis, hijo de Georges Julien, de nacionalidad francesa (Marseille, Bouches-du-Rhône), domiciliado en Saint-Gilles-les-Bruxelles (Bélgica), y de Catherine née Blagooblasof. El documento está expedido en Lausana, el 17 de septiembre de 1991. Como quien dice, acabado de emitir en Suiza y remitido desde París de donde me llegó, facsímil en mi fax.

La noticia era extraordinaria pero explicable. El documento desvelaba las múltiples y sucesivas invenciones de Carpentier por ser Alejo, por qué Lydia Cabrera, conocedora, lo llamaba siempre Alexis, por qué Alejo desplegó ese duradero rencor contra Padilla, el hombre que sabía demasiado, en Cambridge, y por qué Carpentier siempre había tomado a La Habana, como los ingleses, por un puerto de escala y, todavía más terrible, por qué se había comportado toda su vida tan mal con Cuba: cómo se había prestado a todas las canalladas para servir a dos amos, el comunismo y Castro, a quien debió tener por un usurpador pero era su embajador muchas veces extraordinario, usando su prestigio para un desprestigio. Este certificado de nacimiento, aparente inocente, explicaba más de una maldad.

Pero el azar puede abolir la presciencia. Por pura casualidad vino a tomar el té Valentí Puig, escritor catalán que es el corresponsal del ABC de Madrid en Londres. Le enseñé el fax como una suerte de Cuban curio. Cuando Puig leyó la inscripción de nacimiento de Carpentier y vio que era genuina, me pidió permiso para pasarla a su periódico. Entre divertido y advertido se lo di. Puig pasó, por fax, la copia del documento y el ABC publicó una nota ligera y poco relevante. Pero antes, de la redacción llamaron a Lilia Carpentier a La Habana. Ella reaccionó con acelerada virulencia política: “¡Eso es una infamia inventada en Miami!” Pobre Miami, tan lejos de Cuba y tan cerca de La Habana. El acte de naissance del cantón de Veaud no puede estar más lejos de Miami y más cerca de la verdad, porque es un acta suiza y por tanto neutral y aséptica como la Cruz Roja. Se originó, de veras, en un funcionario que si alguna vez oyó hablar de Alexis Carpentier lo habría confundido con Georges Carpentier, no el padre fugaz de Alejo, sino la Orquídea del Ring, campeón francés de los pesos pesados, famoso por su valor físico y su elegancia de dandy parisiense. Bien lejos de Alejo.

Hay una última pregunta que no puedo contestar pero tal vez pueda la cubanísíma Lilia Carpentier. Que no ocultaba a su padre negro noble en Caracas y se hacía llamar “la señora Marquesa”, pero no en La Habana. Durante años la única marquesa posible era una negra loca de sombrero sempiterno y boa al cuello que deambulaba por las calles y bajo el sol del trópico insistiendo que ella era una marquesa y Marquesa había que llamarla. Mi pregunta final es ¿por qué Alejo Carpentier nunca dejó saber que había nacido en Lausana y siempre inventó nacer en La Habana? Una ciudad de la que siempre huyó como de un acoso y quiso morir en París, donde, cosa sabida, sólo los metecos y los americanos solían “ir en coche al muere”.

Posdata postuma. Después de la muerte de Alejo se reveló quién había hecho la investigación ante las autoridades suizas. Había sido su antigua mujer Eva Frejaville, francesa en La Habana ahora en Los Ángeles. Todo comenzó un día con su visita a la madre de Alejo, de origen ruso, Catharine Blagooblasof. Exclamó nostálgica ella: “¡Cómo nevaba el día que Alejo nació!” La Frejaville iba a decir que no sabía que hubiera nevado en La Habana nunca. Se calló pero, después de divorciada, buscó en París sin suerte y luego en Suiza con acierto la partida de nacimiento de Alexis. Alejo murió, diplomático castrista, creyendo que había burlado a todos. Pero no hay una Eva que, expulsada del Paraíso, no lo sepa todo de Adán.