Escenas de un mundo sin Colón

Una hipótesis tiene siempre la consistencia de un sueño —o de una pesadilla— y casi tanta cantidad de irrealidad. Pero, de veras, ¿se imaginan ustedes un mundo sin Cristóbal Colón? ¿O tal vez que Colón nunca hubiera llegado al Nuevo Mundo? ¿Qué nadie, nadie, hubiera descubierto América? Como auxilio más a la imaginación que a la navegación histórica, hago listas.

Vamos a imaginar, usted lector y yo, que el conato de motín a bordo en la Santa María el 3 de octubre de 1492, escamoteado de su bitácora después por el propio Gran Almirante, de veras hizo efecto la noche del día 6, a sólo seis días del Descubrimiento. Martín Alonso Pinzón, en vez de apoyar a su almirante, vino a la nao capitana a sumarse a la llamada “sublevación de los vizcaínos”. Colón, en medio de la traición confusa, increpa a los amotinados y les echa en cara su deslealtad al no respetar su juramento de lealtad cuando salieron de Palos. Ahora Colón invoca las Capitulaciones de Santa Fe y la confianza puesta en él por Sus Majestades Católicas. Además de la gracia de sus soberanos a que alude, el Gran Almirante de la Mar Océana apostrofa a marinos y oficiales y grumetes: la tripulación toda. Luego hace un último ruego a que desistan: “Si no lo hacen por el rey, háganlo por la reina”.

Fatum O’Nihil, el único marino irlandés a bordo, inquiere: “Isabella? What about Queen Isabella?” Pero Colón no puede responderle. No porque no sepa inglés sino porque en ese momento es levantado en hombros, como un torero en triunfo, en la derrota que es su rumbo. Colón es echado, sin la ceremonia que acompañaría a un cadáver entregado a las profundidades, de cabeza al mar. (Que justo en ese momento ha dejado de ser océano, no más Atlántico, casi Caribe.) Colón dura poco entre las ondas: el almirante no es flotante. Colón, señoras y señores, ¡no sabía nadar! Como se verá enseguida. Lo que queda visible de su cuerpo —brazos que aletean, cara de horror vacui (o más bien aquae), cabeza rubia que la negra noche hace negra— se hunde en “las heladas aguas del cálculo egoísta” como dijo otro judío en otra ocasión. Instantes después de hundirse por tercera vez, que es la última, Chrístovoro Colombo, natural de Genova, Italia, de edad dudosa y de oficio descubridor, desaparece para siempre de la faz de la tierra. La nao capitana ya sin capitán, después de este naufragio que recuerda la caída de Icaro según Brueghel, tuerce el rumbo y seguida siempre por la Pinta y la Niña, endereza el timón de vuelta a las Islas Cañarías y finalmente a España.

Siglos después una guaracha registra la cobardía extrema del acto:

Los hermanos Pinzones

eran buenos marineros.

Amigos de las Bosadilla

les gustaban las torrejas.

Como Colón no descubrió a América, no habrá América. Ese usurpador italiano, que tiene tanto de Marco Polo como de Maquiavelo, Amerigo Vespucci, no vendrá nunca a América y no escribirá lo que un oscuro geógrafo alemán no llamará sus Quatour Amena Navigationes, ni insistirá que el hemisferio sur se llame “ab Amerigo”. El propio Vespucci no escribirá sus cartas de América porque no habrá una Casa de Contratación de Indias para contratarlo ni pasará, porque no tenía motivo ni rencor, al servicio de Portugal para no descubrir Río de Janeiro. Todo el inmenso Brasil no quedará en manos portuguesas.

Mientras tanto el padre Bartolomé de las Casas (al que un escritor, que nunca se llamará Borges no habría injuriado con el epíteto de “curiosa variación de un filántropo”) no habría copiado el Diario de A Bordo de Colón, que un Pinzón (o el otro) habría destruido por ser evidencia del motín y del asesinato. Así el buen padre no habría descrito los bosques de Cuba, “por encima dellos y de rama en rama una ardilla podría recorrer la isla de un extremo a otro”, entre otras cosas porque en Cuba no había ardillas. Además la isla misma no existiría al no estar en los mapas de la época.

Por su parte los aztecas persistirían en su esplendor de Metshiko, alimentándose, literalmente, de otras tribus y de cuando en cuando celebrando sus ritos, en que la piéce de resistance sería sacarle el corazón latente a vírgenes solteras con un cuchillo verde de obsidiana. Los mayas, ya en su extraña decadencia, habrían dejado detrás (por gusto) sus magníficas pirámides que turistas japoneses no podrán fotografiar jamás. Pero el equivalente de la diosa griega de la victoria, Nike, se llamará Nikon. Aunque la invención de la camarita demorará todavía muchos años porque nunca hubo un inventor llamado Edison para inventar la película y otro llamado Eastman no creó la cámara Kodak.

Como los navegantes vikingos no escribían diarios de navegación, la América del Norte no tendrá lugar. Sin USA la derrota alemana de la Primera Guerra Mundial (que sí sucedió) se vería convertida en victoria, a la que Inglaterra tendría que acomodarse y Francia se ahorraría la humillación de la Ocupación y el oportuno colaboracionismo de más tarde. Hider por supuesto habría tenido que seguir su carrera de pintor de caballete de casa en casa y Mussolini tal vez habría debutado en La Scala —como partichino. No habría tampoco partigiani para combatir sus gallos con trompetillas y huevos podres.

Lenin no habría viajado, en la primera clase histórica de un tren alemán sellado, hasta la estación de Finlandia, porque los alemanes, no había por qué, no se lo hubieran brindado. Kerensky, convenientemente embalsamado, ocuparía Hoy el lugar de Lenin en el mausoleo de San Petersburgo, porque, entre tantas cosas que no ocurrirán, Moscú no volverá a ser la capital de Rusia. Marx, en cambio, sí existirá, pero como un economista aficionado cuya obra capital, Das Kapital, es su venganza por los muchos forúnculos. Nadie leerá este libro, traducido a ningún idioma por demás, y nunca llegará a ser la biblia del capitalismo de Estado. Karl Marx sí hay pero no, ay, Groucho.

Si Martín Alonso Pinzón hubiera cumplido lo que pensó una vez o dos y la chusma de a bordo que quería más regresar a casa a tiempo para el gazpacho que llegar a América, se hubiera amotinado y asesinado al empecinado marino loco o le hubieran obligado a dar media vuelta náutica, no habría habido comunismo en Rusia ni sus consecuencias, el nazismo y el fascismo. Franco, por supuesto, se habría retirado con una pensión de general que no ganó nunca una batalla y su teniente, Manuel Fraga, no se daría ahora aires de estadista volante, ni tenido que inaugurar un museo en la casa de sus padres en Cuba, porque no habría habido emigración gallega a una tierra que nunca existió. Su padre en vez de vender guarapo en Bañes tendría un museo {léase quiosco) en la calle Atocha.

En Estocolmo no habrían ninguneado al gran Darío, que como indio puro y no como mestizo no habría escrito un solo verso en español. Todavía le habrían dado el premio a Juan Ramón Jiménez, que no hubiera sido seguidor de Darío sino tal vez un poeta original. Como a Borges, tampoco le habrían dado el Nobel a Neruda ni a Mistral, porque no existieron, pero tal vez Asturias habría tenido un premio por la consolación de ser indio. Aunque los indios, al no haber un Colón que llegara a las Indias para nombrarlas, tampoco serían indios.

En España no podría ir nadie de fiestas a un guateque ni fumar puros (pero sí porros) ni cigarrillos hechos de tabaco y no llamarían a los políticos caciques. Una tercera pane del Diccionario de la Real Academia, que seguiría siendo real, quedaría en blanco por ausencia de americanismos. En el no guateque nadie bailaría rumbas ni sones (que jamás se llamarían salsa) ni mambos, aunque el chachachá, por lo que tiene de choteo y chotis, tal vez habría sido creado por un Jorrín de Jerez. Pero, piénsenlo, no habría Antonio Machín que cantara boleros. Peor aún, no habría Olga Guillot ni Celia Cruz ni Beny Moré —ni, ¡uh!, Pérez Prado. Tampoco habría concurso de habaneras en Tarraga ni nadie bailaría tangos como Valentino. Ni habría jazz ni blues ni rock ni rap, porque no habría negros en una América que nunca existió. Como no hubo trata, el continente entero resultaría de un infinito aburrimiento indio y la sola diversión, al son de pífanos y chirimías, sería el tamborcito en el sur —mientras en el norte las guerras tribales en que los cheyennes tratarían de exterminar a los sioux, y los pielesrojas acabarían con los más oscuros apaches sin siquiera usar caballos ni rifles de repetición. Pero peor, no habría oestes ni John Ford —y, lo que es peor aún, no habría películas de John Ford.

Nadie, por supuesto, comería patatas, ni fritas a la francesa ni como paja. Pero no habría la gran hambruna de Irlanda en el siglo pasado por el fracaso de la cosecha de patatas y ningún irlandés habría emigrado a unos Estados Unidos que nunca existieron. (Tal vez así el mundo se habría librado de la plaga Kennedy para siempre.) Habría bananas pero de África y no habría ni aguacate ni tomate con que hacer una ensalada mixta. Habría café pero no habría chocolate y la marca Godiva quedaría en cueros para siempre. No habría Panamá y por tanto tampoco sombreros de Panamá y aunque habría opio y morfina y heroína, no habría cocaína, ese estimulante tan caro al mundo del cine.

Pero no habría cine porque los Lumiére sólo hicieron adoptar y adaptar una invención de Edison, que como ya hemos visto fue un inventor que nunca inventó. No habría Hollywood y aunque los alemanes tarde o temprano habrían inventado el kino y nadie llamaría a Berlín la Meca del Kino. Habría fotografía gracias a Daguerre y a Niepce pero nunca le cinema en Francia. No habría Marilyn Monroe viva o muerta. No habría tampoco la belleza amerícana de Ginger Rogers, ni la vera beldad de vaca sagrada de Kim Novak, ni las piernas de Cyd Charisse, y aunque habría habido una Rita Hayworth, llamada Margarita Cansino en Sevilla, no sería lo mismo, créanme. Y Greta Garbo se habría quedado en Suecia, todavía llamada Gustafson. No habría Fred Astaire, aunque habría un bailaor en Cádiz llamado Alfredo al Aire. Además no habría habido nunca un mundo colorado.

Si Colón no hubiera invocado a los Reyes Católicos, a Cristo y a Dios mismo, que había creado la estrella polar para que guiara la nao capitana. Si Martín Alonso no hubiera remado de su carabela a la Santa María y apoyado al Gran Almirante en su visión de un Asía para los europeos. Si Colón no se hubiera alabado como un santo delante de sus reyes al regreso —sí, de América— declarando que se guió más por la profecía de Isaías que por los cuerpos celestes, que gobernaban sólo su brújula y su astrolabio pero no su suerte. Si el Almirante alucinado o agente secreto de Dios, no hubiera visto el alba americana, nada de lo enumerado existiría ni siquiera como negación. Y he dejado fuera más, mucho más. O más bien, menos, mucho menos.

Sin Colón no habría habido América pero tampoco América Latina y los abOrígenes del centro y del sur no se verían, indios puros, llamados latinos, un mote que no comprenden en un idioma que no hablan y ser aztecas o mayas o chibchas o incas o araucanos o quechuas o guaraníes que cargan con una latinidad que es el bautismo de una religión laica. O una burla.

Si Cristóbal Colón no hubiera descubierto a América, nunca habría escrito yo estas enumeraciones vertiginosas que ustedes leerán tal vez con igual vértigo. Pero tampoco habría existido Fidel Castro ni el horror totalitario que implantó en la isla que el Descubridor llamó “la tierra más fermosa que ojos humanos vieran”. No habría un Castro Ruz porque su padre gallego y su madre íibanesa nunca habrían emigrado a una isla desconocida, que siempre se llamó Cuba. Pero si el precio de salir de la nada un momento para entrar de nuevo en la nada, que es el ser, fuera el no ser, pagaría con gusto la otra nada. Así con el placer del conocimiento vería a los amotinados del 9 de octubre de 1492 convertidos en ángeles exterminadores de la historia —y echado al odiado genovés de una vez al mar.

Febrero de 1992